¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Myri ya tiene ke aceptar hablar con Vic. Gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Capítulo 14
—A ver —dice—, ¿está hecho el repaso de los invitados? ¿Tienes la lista de prensa, Sarah? ¿Todo controlado?
—Ya están aquí —anuncia una chica que llega a toda prisa y por poco tropieza con sus tacones de aguja—. Los Van Gogen han venido más pronto de lo previsto. Han traído a varios amigos. Y detrás hay otro nutrido grupo.
—¡Buena suerte, chicos! —Frank choca palmas con toda la gente de su equipo—. ¡A vender el edificio!
En ese mismo instante entra una pareja, los dos con abrigos carísimos, y Frank sale disparado a su encuentro, desplegando todo su encanto. Se los presenta a Ava, les ofrece champán y se los lleva para que vean las vistas. Llega más gente y muy pronto hay una pequeña multitud, que charla, ojea el folleto y examina con curiosidad la cascada de agua.
Víctor está a unos diez metros, a mi izquierda, con un traje oscuro, y departe con los Van Gogen con gesto concentrado. Aún no he hablado con él. No sé si me habrá visto. De vez en cuando, le echo una mirada de lejos y enseguida desvío la vista mientras el estómago me da un vuelco.
Como si tuviera trece años otra vez y estuviese colada por él. Es la única persona de la que estoy pendiente en este lugar abarrotado. Dónde está, qué hace, con quién habla. Le echo otro vistazo y esta vez me sorprende mirándolo. Con las mejillas ardiendo, me vuelvo y le doy un buen trago a mi copa de vino. Bravo, Myriam. No se ha notado ni nada.
Adrede, me giro de manera que quede fuera de mi campo visual. Casi sumida en un trance, contemplo a los invitados que llegan cuando Frank aparece a mi lado.
—Myriam, cariño. —Lleva puesta una sonrisa de reproche—. Queda muy raro que estés aquí en medio sola. Ven conmigo.
Antes de que pueda impedírselo, me arrastra con firmeza hasta el corrillo que forma Víctor con otra pareja de aspecto ricachón. La mujer va con un traje chaqueta estampado de Dior, con todo el pelo teñido de rojo y una cantidad exagerada de pintalabios. Me muestra sus dientes de porcelana y su canoso marido suelta una especie de gruñido, mientras la mantiene posesivamente agarrada por el hombro.
—Permítanme que les presente a mi mujer, Myriam —les dice Frank con una sonrisa radiante—. Una de las grandes fans de… —hace una pausa; yo me pongo en tensión, esperando que lo diga— ¡el estilo de vida loft.
Como oiga una vez más esa expresión, me pego un tiro.
—Qué tal, Myriam. —Víctor me mira un instante a los ojos mientras Frank se aleja de nuevo—. ¿Cómo estás?
—Muy bien, gracias. —Procuro sonar tranquila, como si fuera un invitado cualquiera; como si no hubiera estado obsesionada con él desde que he llegado—. Bueno, ¿y qué les parece el loft? —pregunto volviéndome hacia la mujer de Dior.
Ellos se miran como dudando.
—Nos preocupa una cosa —dice el marido con un acento europeo que no identifico—. El espacio. Si será lo bastante grande.
Me quedo de piedra. Aquí cabría un avión. ¿Cómo no va a ser lo bastante grande?
—Nosotros creemos que quinientos metros cuadrados es un tamaño bastante generoso —comenta Víctor—. De todos modos, si necesitan más espacio, se podrían juntar dos o tres unidades.
—El otro problema que vemos es el diseño —continúa el hombre.
—¿El diseño? —repite Víctor, con tono educado.
—En nuestra casa tenemos algunos toques de oro —apunta el millonario—. Cuadros de oro. Lámparas de oro. Umm…
Parece que ha perdido impulso.
—Alfombrras —interviene la mujer, arrastrando la R—. Alfombrrras de orrrro.
El hombre le da un golpecito al folleto.
—Aquí lo que veo es mucha plata. Y cromo.
—Ya veo —asiente Víctor, con cara de póquer—. Bueno, evidentemente el loft siempre puede adaptarse a su gusto personal. Por ejemplo, podríamos chapar la chimenea en oro.
—¿La chimenea? —dice ella, dudosa—. ¿No sería excesivo?
—¿Puede haber excesos cuando se trata de oro? —repone Víctor con simpatía—. También podríamos añadir apliques de oro macizo. Y Myriam siempre puede echarles una mano para elegir la alfombra de oro. ¿Verdad, Myriam?
—Claro —digo, muy seria, rezando para no estallar en carcajadas.
—Sí, bueno. Lo pensaremos. —El matrimonio se aleja, hablando en una lengua irreconocible, y Víctor apura su copa.
—Que no es lo bastante grande. Por Dios. Aquí cabrían diez de nuestras unidades de Ridgeway.
—¿Qué es Ridgeway?
—Nuestro proyecto de viviendas asequibles. —Por mi mirada advierte que no entiendo—. Sólo obtenemos licencia para un edificio como éste si construimos algunas viviendas asequibles.
—Ah, ok. Frank nunca me ha hablado de ese proyecto.
Una chispa cruza su rostro.
—Supongo que su corazón no está del todo entregado a esa parte del trabajo.
En ese momento, mi marido sube a un pódium colocado frente a la chimenea. Mientras se atenúan las luces ambientales y se enciende un foco que lo ilumina, el rumor de las conversaciones se va extinguiendo.
—¡Bienvenidos! —Su voz resuena por la estancia—. Bienvenidos a Blue cuarenta y dos, el último proyecto de la serie Blue, dedicado a…
Contengo la respiración. No lo digas, por favor; no lo digas…
—¡Al estilo de vida loft. —Mueve las manos como poniendo ladrillos y los miembros de su equipo aplauden a rabiar.
Víctor me echa una mirada y retrocede, apartándose de la multitud. Un momento después, yo también retrocedo unos pasos, sin dejar de mirar al frente.
Todo mi cuerpo parece rechinar de temor. Y de excitación.
—¿Te has acordado de algo? —me susurra.
—No.
Una pantalla enorme se ilumina detrás de Frank con imágenes de los loft tomadas desde todos los ángulos. Suena una música vibrante mientras la estancia se sume aún más en la penumbra. Es una presentación impresionante, eso hay que reconocérselo a Frank.
—¿Sabes?, nosotros nos conocimos en una inauguración como ésta. —Víctor habla en voz tan baja que la música casi me impide oírlo—. En cuanto hablaste, lo supe.
—¿El qué?
—Que me gustabas.
Me quedo en silencio unos instantes; me pica la curiosidad.
—¿Qué fue lo que dije? —murmuro.
—Dijiste: «Si oigo otra vez esa expresión, “estilo de vida loft”, me pego un tiro.»
—No. —Lo miro fijamente y casi suelto una carcajada.
El tipo de delante se vuelve enfadado y, como si estuviéramos sincronizados, Víctor y yo retrocedemos unos pasos más hasta quedar sumidos en las sombras.
—No deberías esconderte —le digo—. Éste es tu gran momento. Tu loft.
—Ya, sí —responde secamente—. La gloria se la cedo a Frank. Por mí, puede quedársela toda.
Miramos en la pantalla a Frank, que aparece con un casco recorriendo una obra.
—Te contradices —le digo en voz baja—. Si crees que los loft son para gilipollas con dinero, ¿por qué te dedicas a diseñarlos?
—Buena pregunta. —Da un trago a su bebida—. La verdad es que debería dejarlo. Pero Frank me cae bien. Él creyó en mí, me dio mi primera oportunidad, dirige una gran empresa…
—¿Que te cae bien? —Meneo la cabeza, incrédula—. Ya lo creo. Por eso no paras de decirme que lo deje.
—De veras. Es un gran tipo, es honesto, es leal… —Hace pausa, sus ojos relampagueantes en la oscuridad—. Yo no pretendo fastidiarle la vida —dice al fin—. Eso no estaba previsto.
—¿Entonces por qué…?
—Él no te entiende. —Me mira a los ojos—. No tiene ni idea de quién eres.
—¿Y tú sí, supongo? —replico justo cuando las luces vuelven a encenderse y un gran aplauso resuena la estancia. Instintivamente, me aparto de él.
Los dos estiramos el cuello para ver. Frank sube al pódium de nuevo envuelto en un aura de éxito y dinero. Está en lo más alto.
—¿Ya has visto el Monte Blanco? —me pregunta Víctor, aplaudiendo, ahora de mejor humor.
—¿Qué Monte Blanco? —replico, suspicaz.
—Ya lo descubrirás.
—Dímelo.
—No, no. —Aprieta los labios, como aguantándose la risa—. Te estropearía la sorpresa.
—¡Dímelo!
—¡Víctor! ¡Por fin te encuentro! ¡Una emergencia!
Los dos nos sobresaltamos al ver aparecer a Ava por detrás. Viste un traje pantalón negro, sujeta torpemente un saco de arpillera y se la ve muy nerviosa.
—Acaban de llegar de Italia las piedras decorativas para la pecera del dormitorio principal. Pero yo tengo que revisar los cubiertos en la cocina, porque algún gilipollas los ha desordenado todos. ¿Puedes encargarte tú de esto? —Le pone el saco en las manos—. Sólo has de colocar las piedras en la pecera. Deberías tener tiempo antes de que termine la presentación.
—No hay problema. —Víctor me lanza una mirada impenetrable—. Myriam, ¿quieres venir y echarme una mano?
Noto una tenaza en la garganta. Apenas puedo respirar. Es una invitación. Un desafío.
No. He de decir que no.
—Eh… sí. —Trago saliva—. Claro.
Me siento casi mareada mientras lo sigo a través de la multitud y subimos por la escalera al nivel elevado. Nadie se fija en nosotros. Todo el mundo sigue atento a la presentación.
Entramos en el dormitorio principal y Víctor cierra la puerta.
—Bueno —dice.
—Escucha. —Con los nervios, me sale una voz aguda—. ¡No puedo seguir así! Con tanto susurro y tanto deslizarse a hurtadillas para intentar… sabotear mi matrimonio. ¡Yo soy feliz con Frank!
—No. —Menea la cabeza—. Dentro de un año no estarás con él. —Lo dice tan seguro de sí mismo que me resulta irritante.
—Por supuesto que sí —replico—. Seguiré con él dentro de cincuenta años.
—Harás todo lo posible, procurarás amoldarte… pero tu espíritu es demasiado libre para una persona como él. Al final no podrás seguir soportándolo. —Suspira—. Ya he visto cómo sucedía una vez. No quiero volver a verlo.
—Gracias por la advertencia —le espeto—. Cuando suceda te avisaré, ¿de acuerdo? Ahora vamos a poner las piedras.
Le señalo el saco con la cabeza, pero él no me hace caso. Deja el saco en el suelo y se me acerca, con ojos inquisitivos.
—¿De verdad no recuerdas nada?
—No —le digo, cansada—. Por millonésima vez. Nada.
Está a unos centímetros nada más, estudiando mi expresión, buscando algo.
—Con todo el tiempo que hemos pasado juntos y todo lo que hemos llegado a decirnos… Tiene que haber algún modo de estimular tu memoria. —Se pasa la mano por la frente—. ¿Los girasoles te dicen algo?
A mi pesar, empiezo a devanarme los sesos. Girasoles. Girasoles. ¿No fui una vez…? No, se me ha ido.
—Nada —digo por fin—. O sea, me gustan los girasoles, pero…
—¿Y la poesía de E. E. Cummings? ¿O las patatas con mostaza?
—No sé de qué me hablas —respondo, impotente.
Lo tengo tan cerca que noto su suave aliento en la piel. Sus ojos no se separan de los míos.
—¿Y esto significa algo para ti? —Me ha puesto las manos en la cara, sobre las mejillas, y me acaricia con los pulgares.
—No. —Trago saliva.
—¿Y esto? —Se inclina y me roza el cuello con los labios.
—¡Para! —digo débilmente, pero apenas consigo articular palabra. Y además no siento lo que digo. Tengo la respiración cada vez más entrecortada. Se me ha olvidado todo lo demás. Quiero besarlo. Besarlo de un modo que no deseaba cuando estaba con Frank.
Y entonces sucede: su boca se encuentra con la mía y todo mi cuerpo clama que esto es justamente lo que tengo que hacer. Huele bien. Sabe bien. Besa bien. Me estrecha entre sus brazos; la aspereza de sus mejillas. Tengo los ojos cerrados, me estoy abandonando, esto es perfec…
—¿Víctor? —La voz de Ava llega a través de la puerta y, para mí, viene a ser como una descarga eléctrica. Me separo de él casi tropezando, porque me tiemblan las piernas, y suelto varias maldiciones por lo bajo.
—¡Joder!
—¡Chist! —Él también parece desconcertado—. Mantén la calma. Hola, Ava. ¿Qué pasa?
Las piedras. Era lo que se suponía que estábamos haciendo. Cojo el saco y empiezo a sacarlas y tirarlas a la pecera lo más aprisa posible, salpicando y provocando un violento chapoteo. Los pobres pececitos corren como locos de un lado para otro, pero no tengo alternativa.
—¿Va todo bien? —Ava asoma la cabeza por la puerta—. Estoy a punto de traer a un grupo de invitados para hacer todo el tour…
—No hay problema. —La tranquiliza Víctor—. Ya casi estamos.
En cuanto Ava desaparece, él cierra la puerta de una patada y se me acerca de nuevo.
—Myriam. —Me coge la cara como si quisiera devorarme, o abrazarme, o ambas cosas—. Si supieras… Esto ha sido una tortura…
—¡Basta! —digo, apartándome. La cabeza me da vueltas—. Estoy casada. No podemos… ¡No puedes…! —Doy un grito y me tapo la boca con la mano—. Oh, mierda. ¡Mierda!
Ya no miro a Víctor. Estoy mirando la pecera.
—¿Qué? —Él no entiende lo que ocurre hasta que sigue mi mirada—. ¡Uf!
La calma ha vuelto a la pecera. Todos los peces tropicales nadan tranquilamente entre las piedras de mármol. Salvo uno de rayas azules, que flota en la superficie.
—¡He matado un pez! —Se me escapa una risa horrorizada—. Le he roto la crisma con una piedra.
—Eso parece —dice Víctor, acercándose a examinar la pecera—. Buena puntería.
—¡Ha costado trescientas libras! ¿Qué voy a hacer? ¡Los invitados van a aparecer de un momento a otro!
—Un feng-shui bastante nefasto. —Sonríe—. Vale, yo entretendré a Ava. Tú tíralo por el lavabo.
Me coge una mano y la sostiene un instante.
—No hemos terminado —dice, y me besa la punta de los dedos; luego sale, dejándome sola con la maldita pecera.
Haciendo muecas de asco, meto la mano en el agua templada y cojo el pez por la punta de la aleta.
—Lo siento de verdad—digo con una vocecita infantil.
Poniendo la otra mano debajo para no mojar el suelo, corro hacia el baño de alta tecnología. Tiro el pez en el váter reluciente y busco el botón de la cisterna. No hay. Debe de ser un váter inteligente.
—¡La cadena! —exclamo, agitando los brazos para disparar los sensores—. ¡Tira de la cadena!
Nada.
—¡El agua! —digo a la desesperada—. ¡Venga, dispárate ya!
Pero el váter permanece impasible. El pez sigue flotando, y aquí, con la loza blanca, su color azul resulta aún más chillón.
Esto tiene que ser una pesadilla. Si algo puede disuadir aun cliente de comprarse un apartamento supersofisticado es un pez muerto en el váter. Me saco el teléfono del bolsillo y busco en Contactos hasta que encuentro la V. Debe de ser él. Pulso «marcación rápida» y Víctor responde al cabo de un instante.
—¿Sí?
—¡El pez está en el váter! —cuchicheo enloquecida—. Pero no sé cómo va la cisterna.
—Los sensores han de activarse automáticamente.
—¡Ya! ¡Pero ahora no funcionan! ¡Y hay un pez muerto en el váter, mirándome! ¿Qué hago?
—No pasa nada. Ve al panel que hay junto a la cama. Puedes anular los sensores y accionar desde allí la cisterna. ¡Eh, Frank! ¿Cómo estás? —Se corta la comunicación.
Corro hacia la cama y localizo el panel abatible que hay en la pared. Una intimidante pantalla digital parpadea ante mis ojos y dejo escapar un gemido. ¿Cómo podrá vivir nadie en un sitio más complicado que la NASA? ¿Y por qué tendría que ser inteligente una casa? ¿Por qué no puede ser agradable y estúpida?
Pulso torpemente menú y luego anular y opciones. Repaso la lista. «Temperatura», «luces»… ¿Dónde estará «baño»? Y ¿dónde «cisterna del váter»? ¿Estaré manejando el panel correcto?
De repente, descubro otro panel abatible en el lado opuesto de la cama. Quizá sea ése. Me apresuro hasta el otro lado, lo abro de un tirón y empiezo a pulsar botones a lo loco. Me temo que voy a tener que sacar el dichoso pez con las manos…
Un sonido me detiene en seco. Un aullido. Una sirena lejana. ¿Qué diablos…?
Dejo de pulsar botones y examino con más atención el panel. En la pantalla parpadean estas palabras en rojo: «Alarma. Zona Segura.» Un movimiento en la ventana atrae mi atención. Levanto la vista y veo una reja metálica que desciende sobre el cristal.
—¿Qué coño…?
Vuelvo a pulsar los botones frenéticamente, pero la pantalla me responde «No autorizado» y luego continúa parpadeando: «Alarma. Zona Segura.»
Ay, Dios. ¿Qué he hecho?
Salgo corriendo de la habitación, me asomo a la balaustrada y miro a mis pies.
No puedo creerlo. Es un caos total.
La sirena se oye aquí mucho más fuerte. Hay rejas metálicas descendiendo automáticamente por todas partes y cubriendo las ventanas, los cuadros, la decoración. Todos los ricachones invitados a la fiesta se apiñan en medio del loft como si fuesen un grupo de rehenes, salvo un tipo corpulento que se ha quedado atrapado tras una reja, junto a la cascada.
—¿Es un atraco? ¿Tienen armas? —grita histérica una mujer, vestida con un traje chaqueta blanco, mientras forcejea con sus propios dedos—. ¡George, trágate mis anillos!
—¡Un helicóptero! —exclama un tipo de pelo gris, aguzando el oído—. ¡Escuchen! ¡Están en el tejado! ¡Somos un blanco fácil!
Observo la escena paralizada de pánico.
—¡Viene del dormitorio principal! —le grita a Frank uno de sus ayudantes, después de consultar un panel junto a la chimenea—. Alguien ha disparado la alarma. La policía ya está en camino.
He arruinado la fiesta. Frank me va a matar.
Y entonces, sin previo aviso, la sirena enmudece. El silencio que se hace repentinamente viene a ser como si saliera el sol.
—Damas y caballeros. —La voz procede de la escalera. Giro en redondo: es Víctor. Tiene un mando en la mano y me lanza una mirada antes de dirigirse a la multitud—. Esperamos que hayan disfrutado de esta demostración de seguridad. Permanezcan tranquilos, no somos víctimas de ningún atraco.
Hace una pausa, se oye alguna risita nerviosa. Las rejas de todo el apartamento han empezado a replegarse.
—La seguridad —continúa— es una cuestión esencial hoy en día. Muchas zonas residenciales alardean de sus medidas de seguridad. Nosotros hemos preferido que las vieran con sus propios ojos. Este sistema es equivalente al de los centros de inteligencia y ha sido instalado para asegurar su protección.
Me entra flojera en las piernas, de puro alivio. Me ha salvado la vida.
Mientras sigue hablando, regreso tambaleante a la habitación y encuentro al pez azul flotando aún en el váter. Cuento hasta tres, sumerjo la mano, lo cojo con un escalofrío y me lo meto en el bolso. Luego me lavo las manos y salgo de nuevo. Ahora Frank ha relevado a Víctor.
—… gracias a este pequeño sobresalto —está diciendo— verán aún más claro que en Promotora Blue nos hacemos cargo de sus inquietudes incluso mejor que ustedes mismos. No los consideramos simples clientes, sino socios nuestros en un estilo de vida ideal. —Levanta su copa—. Que disfruten del recorrido.
Mientras él se retira, un aliviado rumor de risas y conversaciones se desata entre la gente. Veo que la mujer del traje chaqueta blanco recupera tres anillos de diamantes de las manos de su marido y vuelve a ponérselos. Menos mal que no se los había tragado.
Espero unos minutos y bajo las escaleras discretamente. Me hago al vuelo con una copa de champán y bebo un buen sorbo. No pienso volver a tocar un panel en mi vida. Ni ningún pez. No digamos ya un váter.
—¡Encanto! —Doy un respingo del susto. Es Rosalie. Lleva un minúsculo vestidito turquesa de lentejuelas y unos zapatos de tacón con plumas—. Por Dios. ¿No ha sido genial? Esto va a dar mucho que hablar mañana en los periódicos. La gente no para de elogiar este sistema de alarma de tecnología punta. ¿Sabías que costó trescientas mil libras? ¡Sólo el sistema!
Trescientas mil libras… y ni siquiera funciona la cisterna.
—Sí—digo—. Fenomenal.
—Myriam. —Rosalie me mira pensativa—. Cariño… ¿podemos hablar un momentito? Sobre Víctor. Te he visto antes hablando con él.
Me entra un miedo repentino. ¿Habrá visto algo?
—Ah, sí. —Ensayo un tono indiferente—. Bueno, es el arquitecto de Frank y estábamos hablando del estilo del loft…
—Myriam. —Me toma del brazo y me arrastra lejos del jaleo—. Ya sé que te diste un golpe en la cabeza y tal. —Se inclina hacia mí—. Pero ¿recuerdas algo sobre Víctor? ¿Algo del pasado?
—Eh… Pues no.
Se me acerca aún más.
—Tal vez voy a provocarte un pequeño shock —dice con una voz susurrante y entrecortada—. Hace un tiempo me contaste algo en secreto. De amiga a amiga. Yo no le dije una palabra a Frank, desde luego…
Estoy sacadisima de onda. Tengo los dedos agarrotados en torno a la copa de champán. ¿Rosalie lo sabe?
—Imagino que te resultará difícil creerlo —prosigue—, pero la cuestión es que algo pasaba entre tú y Víctor. A espaldas de Frank.
—¡Bromeas! —Me entra un sofocón brutal—. ¿Como qué… exactamente?
—Bueno, me temo que… —Mira alrededor y se acerca tanto que casi me empuja—. Bien, el hecho es que Víctor no paraba de molestarte. He pensado que tenía que prevenirte por si vuelve a intentarlo.
Estoy demasiado alelada para responder. ¿Molestarme?
—¿Qué quieres decir? —balbuceo.
—¿Tú qué crees? Lo ha intentado con todas nosotras —dice, arrugando la nariz desdeñosamente.
—¿Estás diciendo…? —No logro procesarlo—. ¿Me estás diciendo que lo ha intentado contigo?
—¡Uf, ya lo creo! —exclama con los ojos en blanco—. Me dijo que Clive no me comprende. Lo cual es verdad —añade tras una pausa—. Clive es un tarado integral, pero eso no significa que vaya a echarme en sus brazos para que él haga otra muesca en la pata de la cama, ¿no te parece? Y también fue detrás de Margo. —Saluda a una mujer vestida de verde en la otra punta del apartamento—. Menuda cara, el tipo. Le dijo que él la conocía mejor que su marido y que ella se merecía mucho más, que notaba que era una mujer muy sensual… ¡toda clase de sandeces! —Chasquea la lengua, despectiva—. La teoría de Margo es que ataca siempre a mujeres casadas y les dice lo que ellas quieren oír. Supongo que le producirá un extraño placer…
Se interrumpe al ver mi expresión.
—¡Cariño! No vayas a preocuparte. Es como una mosca fastidiosa; sólo tienes que ahuyentarla. Pero contigo estuvo muy insistente. Tú significabas «la más difícil todavía». Ya me entiendes, siendo la mujer de Frank y tal. —Me mira entornando un poco los ojos—. ¿No recuerdas nada de todo esto?
Ava pasa por nuestro lado con unos invitados y Rosalie les dedica una amplia sonrisa. Yo no puedo ni moverme.
—No —contesto finalmente—. No recuerdo nada. Y… ¿qué hice yo?
—Seguiste diciéndole que te dejara en paz. Era muy delicado. Tú no querías arruinar su relación con Frank ni complicar las cosas. Estuviste muy digna. Yo le hubiese vaciado una copa en la cabeza. —Veo de repente que tiene la vista fija en otro lado—. Myriam, he de irme corriendo y hablar con Clive de la cena de esta noche. Ha hecho mal las reservas, es una auténtica pesadilla… —Se detiene otra vez y me mira, preocupada—. ¿He hecho mal en decírtelo? Me ha parecido que debía avisarte…
—No, al contrario. Me alegro de que lo hayas hecho.
—Me consta que tú no te tragarías nunca sus chorradas —añade apretándome el brazo.
—¡Claro! —Me las arreglo para sonreír—. ¡Nunca en la vida!
Rosalie se pierde entre la multitud, y yo me siento como si tuviera los pies clavados al suelo. Nunca me había sentido tan humillada, tan boba, tan petulante.
Me lo he tragado todo. Me he dejado engatusar por su labia.
«Hemos tenido un aventura en secreto… Te conozco mucho mejor que Frank…»
Todo gilipolleces. Se ha aprovechado de mi amnesia. Me ha halagado, se me ha subido a la cabeza. Y lo único que quería era meterse en la cama conmigo… Un trofeo más, el más difícil. Las mejillas me arden de pura mortificación. ¡Lo sabía! ¡Sabía que yo nunca habría tenido una aventura! Yo no soy del género infiel. No lo soy y punto. Tengo un marido decente que me quiere. Y me he dejado encandilar estúpidamente. Poco me ha faltado para echarlo todo a perder.
Bueno, se acabó. Sé cuáles son mis prioridades. Me acabo la copa, echo a andar con la cabeza bien alta hasta que me encuentro a Frank y me cuelgo de su brazo.
—Querido, la fiesta está yendo de maravilla. Eres genial.
—Creo que lo hemos conseguido. —Parece más relajado que antes—. Nos ha ido por los pelos con el asunto de la alarma. Víctor ha salvado la situación. Mira, ahí está. ¡Víctor!
Me aferró a su brazo aún con más fuerza mientras Víctor se acerca. No quiero ni mirarlo, no lo soporto. Frank le da una palmada en la espalda y le ofrece una copa de champán de una bandeja.
—A tu salud —exclama—. ¡A la salud de Víctor!
—A su salud —repito mecánicamente y doy apenas un sorbito. Voy a hacer como si no existiera. Me lo voy a quitar de la cabeza.
Me distrae un pitido procedente de mi bolso. Saco el teléfono y veo que tengo un mensaje.
De Víctor.
No puedo creerlo. ¿Me envía mensajes delante de las narices de Frank? Pulso y aparece el texto.
<<Old Canal House en Islington. Cualquier tarde a partir de las 6. Tenemos mucho de que hablar. Te quiero.
V.
PD: borra este mensaje.
PD: ¿qué has hecho con el pez?>>
Estoy sofocada de furia. Las palabras de Rosalie resuenan en mi cabeza. «Sólo has de ahuyentarlo.»
—¡Es un mensaje de Amy! —le digo a Frank con voz estridente—. Voy a responderle ahora mismo…
Sin mirar a Víctor, empiezo a escribir con los dedos cargados de adrenalina.
Sí. Claro. Supongo que te ha parecido muy divertido aprovecharte de la chica amnésica. Bueno, ahora ya conozco tus artimañas, ¿ok? Soy una mujer casada. Déjame en paz.
Envío el mensaje y me guardo el teléfono. Un instante después, Víctor mira su reloj frunciendo el entrecejo y dice despreocupadamente:
—No sé si voy bien. Me parece que este reloj adelanta.
Saca su móvil y mira la pantalla entornando los ojos, como si fuese a comprobarlo, aunque percibo cómo pulsa botones con el pulgar. Lee el mensaje y se le queda cara de estupor.
Ja. Le he dado de lleno.
Tras unos instantes, parece recobrarse.
—Voy adelantado seis minutos —dice, dándole unos golpecitos al móvil—. Tendré que cambiar el reloj…
No sé para qué se molesta en disimular. Frank no le presta atención. Tres segundos más tarde mi móvil pita otra vez y vuelvo a sacarlo.
—Otro mensaje de Amy —murmuro, displicente—. ¡Menudo plomo! —Le lanzo una mirada a Víctor y pongo el dedo en borrar. Él abre los ojos como platos, con aire consternado. Ja. Ahora que sé la verdad, me resulta evidente que finge.
—¿Te parece buena idea? —se apresura a decirme—. ¿Borrar un mensaje sin leerlo?
—No me interesa. —Me encojo de hombros.
—Pero si no lo has leído, no puedes saber…
—Como te he dicho —le dirijo una dulce sonrisa—, no me interesa. —Pulso borrar, apago el teléfono y lo meto en el bolso.
—¡Bueno! —Frank se vuelve, radiante y lleno de entusiasmo—. Los Clarkson quieren volver a hacer una visita mañana. Creo que tenemos otra venta. Ya van seis unidades, sólo esta noche.
—Buen trabajo, cariño. ¡Estoy tan orgullosa de ti! —le digo rodeándolo con un brazo, en un gesto más bien extravagante—. Te quiero incluso más que el día de nuestra boda.
Frank frunce el entrecejo, desconcertado.
—Pero si no te acuerdas de ese día, no puedes saber cuánto me querías entonces.
Por el amor de Dios. ¿Por qué habrá de ser tan literal este hombre?
—Bueno, por mucho que te quisiera entonces… —me corrijo, conteniendo la irritación—. Ahora te quiero más, mucho más.
Dejo la copa de champán y, tras echarle una mirada desafiante a Víctor, atraigo a Frank hacia mí para darle un beso. Un beso largo, ruidoso, un beso de mira-cómo-quiero-a-mi-marido-y-por-cierto-tenemos-una-vida-sexual-increíble. Frank me abraza, y yo me aferró a él aún más estrechamente, pegando su cara a la mía. Al final, cuando ya creo que voy a asfixiarme, lo suelto, me seco la boca con el dorso de la mano y echo una ojeada a la estancia, que ya se va vaciando.
Víctor ha desaparecido.
... Continuara.
Anyannca- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Orales...que buen capitulo, siguele por faaaaaaa
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Gracias por el Cap Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Pobre Vic, ojala ke Myri ya recupere la memoria.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
hay myriiam solo espeero k no te arrepiientas de lo k estas haciiendo y espero k la amiiga de myriiam este miintiiendo miil graciias x el cap xfiis niiña no tardes con el siiguiiente cap siiiiiiii
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
ESTA NOVELA CADA VEZ ME INTRIGA MÁS, ¿CUAL SERA LA VERDAD DETRAS DE LA AMNESIA DE MYRIAM?
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 01/06/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
a mi tambien me para rara la amnesia y solo todo perque la dichosa amiga de myriam le dijo todo eso sebre victor me paresa muy pero muy raro la forma como wata actundo su disque mejor amiga
Eva Robles- VBB BRONCE
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Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Capítulo 15
Mi matrimonio. Ésa es mi gran prioridad. De ahora en adelante voy a centrarme en mi relación con Frank.
Todavía me siento un poco alterada cuando entro a la mañana siguiente en la cocina y saco de la nevera la jarra de jugo verde. Anoche debía de estar loca. Tengo un marido de ensueño servido en bandeja. ¿Por qué habría de arriesgarlo todo? ¿Por qué besar a un tipo que no conozco de nada, por muchas historias que me haya contado?
Me sirvo jugo en una copa y lo agito, como cada mañana, hasta que toma un aspecto de posos removidos. (Me cuesta tragarme estos hierbajos, pero no puedo decepcionar a Frank, que los encuentra tan maravillosos como el estilo de vida loft.) También me sirvo un huevo y una taza de té, que Gianna me ha dejado preparados. Empiezo a acostumbrarme a estos desayunos bajos en carbohidratos. Cada día me tomo sin falta un huevo hervido con beicon o una tortilla de clara de huevo.
A veces me como también un bagel de camino al trabajo. Pero sólo si estoy muerta de hambre.
La cocina se halla sumida en la serenidad, pero yo todavía estoy un poco de los nervios. ¿Y si hubiera ido más lejos con Víctor? ¿Y si Frank lo hubiera descubierto? Podría haberlo echado todo a perder. Sólo he disfrutado de este matrimonio unas semanas y ya lo estoy poniendo en peligro. Tengo que cuidarlo y mimarlo, como una planta de yuca.
—¡Buenos días! —Frank aparece tan campante. Lleva una camisa azul y parece pletórico. No me sorprende. La inauguración de ayer ha sido, por lo visto, la mejor de toda su historia—. ¿Has dormido bien?
—Muy bien, gracias.
Aún no compartimos dormitorio ni hemos vuelto a intentarlo con el sexo. Pero si voy a cuidar de mi matrimonio, quizá deberíamos tener más contacto. Me levanto para coger la pimienta y me rozo deliberadamente con él.
—Tienes un aspecto estupendo esta mañana —le digo con una sonrisa.
—¡Tú también!
Le acaricio la mandíbula. Frank me mira a los ojos, como preguntando, y me toma la mano. Yo echo un vistazo rápido al reloj. No tenemos tiempo, gracias a Dios.
No. Eso no lo he pensado.
He de ser positiva. El sexo con Frank va a ser de fábula, estoy segura. Quizá tendríamos que hacerlo a oscuras. Y sin hablar.
—¿Cómo te sientes? —pregunta con una sonrisita.
—Perfectamente. Aunque tengo un poco de prisa. —Le lanzo una sonrisa, me separo de él y me bebo el té antes de que se le ocurra proponerme un revolcon de urgencia contra la puerta de la nevera. Gracias a Dios, parece captar el mensaje. Se sirve una taza de té y saca su BlackBerry, que está sonando.
—¡Ah! —dice complacido—. Acabo de llevarme en una subasta una caja de Lafite Rothschild del ochenta y ocho.
—¡Wow! —exclamo—. ¡Bien hecho, cariño!
—Mil cien libras. Una ganga.
¿Mil cien?
—¿Por… cuántas botellas?
—Una caja. —Frunce el entrecejo como si fuera obvio—. Doce.
Enmudezco. ¿Por doce botellas de vino? No, lo siento, pero esto no está bien. ¿Tendrá idea de lo que son mil cien ? Con ese dinero podría comprarme cien botellas, también de lujo, y todavía me sobraría dinero.
—Myriam, ¿te pasa algo?
—No, nada. Estaba pensando… ¡Qué gran jugada! —Apuro el té, me pongo la chaqueta y recojo el maletín—. Adiós, cariño.
—Adiós, cielo.
Se acerca y nos damos un beso. Ahora empieza a resultar casi normal. Mientras me ajusto la chaqueta y me dirijo a la puerta, recuerdo algo.
—Oye, Frank —le digo con naturalidad—. ¿Qué es Monte Blanco?
—¿Monte Blanco? —Me mira incrédulo—. Me tomas el pelo. ¿Te acuerdas de Monte Blanco?
He caído en la trampa. No puedo responder: «Me lo dijo Víctor.»
—No es que lo recuerde exactamente —improviso—. Pero me ha venido «Monte Blanco» a la cabeza y, no sé por qué, me ha parecido importante. ¿Significa algo especial?
—Tú misma lo descubrirás, cariño. —Entreveo en su rostro un placer contenido—. Lo acabarás recordando todo. Prefiero no decírtelo por ahora. ¡Esto es buena señal!
—Tal vez —digo, procurando compartir su excitación—. Bueno, ¡nos vemos luego!
Salgo de la cocina devanándome los sesos. «Monte Blanco.» ¿Una estación de esquí? ¿Esas estilográficas super nice? ¿Un pico nevado?
Ni idea.
Bajo del metro en Victoria, compro un bagel y voy mordisqueándolo de camino al trabajo. Pero a medida que me acerco a la oficina, el hambre me abandona de repente y siento el estómago revuelto. Esa sensación de ansiedad, de no-quiero-ir-al-colegio.
Fi quizá vuelve a ser mi amiga, pero es la única. Metí la pata a base de bien delante de Simon Johnson. Y todavía no tengo la impresión de dominar nada de lo que hago… Cuando el edificio aparece ante mi vista, me detengo, muerta de miedo.
Venga, me digo con firmeza; será divertido.
No, qué va.
Vale, está bien. No será divertido. Pero no tengo alternativa.
Reuniendo todas mis energías, tiro el resto del bagel en una papelera y empujo la puerta de cristal. Subo a mi despacho sin tropezarme con nadie, me siento al escritorio y me acerco el montón de documentos. Veo la nota que dejé ayer escrita: «Comentar ventas con Byron.» Podría hacerlo ahora mismo. Levanto el auricular para marcar su extensión, pero vuelvo a dejarlo en su sitio al oír que llaman a la puerta.
—¿Sí?
—Hola, Myriam. —Debs entra tímidamente en el despacho. Lleva una chaqueta de punto turquesa y una falda tejana, y un sobre en la mano.
—Ah —suspiro atemorizada—. Hola, Debs.
—¿Cómo estás? —dice con cierta incomodidad.
—Bien… bien. —La puerta se abre más y aparecen Fi y Carolyn, también medio avergonzadas—. ¡Hola! —exclamo sorprendida—. ¿Va todo bien?
—Les he contado lo que me dijiste —explica Fi—. Anoche salimos a tomar una copa y se lo conté.
—No nos habíamos dado cuenta—dice Debs, afligida—. No te dimos una oportunidad. Pensábamos que seguías siendo… —Busca la expresión adecuada.
—Una ambiciosa sin escrúpulos —apunta Carolyn, muy seria.
—Nos sentimos fatal. —Debs se muerde el labio y mira a las demás—. ¿Verdad?
—No se preocupen. —Procuro sonreír. Mientras las observo, sin embargo, me siento de repente más sola que nunca. Éstas eran mis amigas. Éramos inseparables. Pero ellas han pasado tres años de juergas, risas y conversaciones que yo me he perdido. Han acabado convertidas en un trío. Y yo soy una extraña.
—Bueno, sólo quería darte esto. —Debs se acerca, toda colorada, y me entrega el sobre. Lo rasgo y saco un tarjetón grabado: una invitación de boda.
—Espero que podáis asistir —dice, con las manos en los bolsillos—. Tú y Frank.
Siento una oleada de humillación. Su lenguaje corporal habla a las claras: lo último que desea es vernos en su boda.
—Escucha, Debs, no hace falta que lo hagas. Es muy amable de tu parte… —Trato de meter el tarjetón en el sobre, a mi vez ruborizada—. Pero sé que en realidad tú no…
—Sí, sí. —Me toca la mano para interrumpirme. Sus ojos no han cambiado: siguen siendo de un azul intenso, con esas pestañas larguísimas tiesas de rímel—. Tú eras una de mis mejores amigas, Myriam. Ya sé que las cosas han cambiado. Pero has de venir.
—Bueno… gracias —murmuro—. Me encantaría. —Le doy la vuelta a la invitación y recorro el grabado con un dedo—. ¿Cómo has conseguido que tu madre accediera a incluir otro invitado tan tarde?
—Por poco me mata —responde.
Yo no puedo evitar una carcajada.
—¿Te ha amenazado con quitarte la semanada?
—¡Exacto! —exclama, y las tres reímos tontamente. La madre de Debs viene amenazando con quitarle la semanada desde que la conocemos, aunque en realidad dejó de pasársela hace más de diez años.
—Hemos comprado unas madalenas —tercia Fi—. Para pedirte perdón por lo de ayer… —Unos golpecitos en la puerta la interrumpen.
Simon Johnson está en el umbral.
—¡Simon! —digo sobresaltada—. ¡No te había visto!
—Myriam. ¿Tienes un minuto?
—Nos vamos —concluye Fi y arrastra a las demás fuera del despacho—. Gracias… por la información, Myriam. Nos será muy útil.
—¡Hasta luego! —Le lanzo una sonrisa agradecida.
—No te robaré mucho tiempo —dice Simon, cerrando la puerta—. Sólo quería informarte con vistas a la reunión del lunes. Por supuesto, mantén la máxima discreción. En este departamento, sólo tú y Byron estáis al corriente.
Se acerca a mi escritorio con una carpeta.
—Desde luego —asiento con aire ejecutivo.
Al coger la carpeta, reparo en un rótulo mecanografiado arriba: «Junio 07», y tengo un mal presentimiento. Aún no sé qué significa. Ayer estuve toda la tarde buscando en mis archivos y no encontré nada. Ni documentos informáticos ni expedientes.
Sé que debería habérselo preguntado a Byron, pero no me lo permitió el orgullo. Quería averiguarlo sola.
—¡Estoy ansiosa! —Doy unas palmaditas a la carpeta con la esperanza de resultar convincente.
—Magnífico. El lunes, a las doce en punto, en la sala de juntas. Hay un par de consejeros que tienen que salir disparados.
—Nos vemos allí. —Le sonrío con aplomo—. Gracias, Simon.
En cuanto sale, me siento y abro de un manotazo la carpeta. «Sumario», reza el encabezamiento de la primera página; recorro el texto rápidamente: «Junio 07… reestructuración completa… reubicación en el mercado… replanteamiento global…»
Tras unos segundos, me hundo en mi asiento, abrumada. No es de extrañar tanto secretismo. Van a transformar la empresa de arriba abajo. Vamos a comprar una compañía de tecnología doméstica… vamos a fusionar distintos departamentos… Salto hasta las últimas líneas: «… el contexto de su facturación actual… planes para disolver…»
Alto ahí.
Vuelvo a leerlo otra vez. Y otra.
Un escalofrío me recorre la espalda. Me he quedado paralizada, leyendo y releyendo las mismas líneas. No puede ser… no puede significar lo que creo…
Con una descarga de adrenalina, me pongo de pie de un salto, salgo disparada y cruzo el pasillo. Ahí está Simon, hablando con Byron junto a los ascensores.
—¡Simon! —Jadeo de pánico—. ¿Podemos hablar un minuto?
—Myriam. —Detecto en su frente un tic de irritación.
—Hola. —Miro alrededor para asegurarme de que no hay moros en la costa—. Sólo quería… aclarar un par de cosas. Estos planes para disolver el departamento de Suelos y Alfombras —digo dando unos golpecitos a la carpeta—. No pueden significar… no puedes pensar en serio…
—Por fin se ha enterado. —Byron se cruza de brazos y menea la cabeza con tanta guasa que me entran ganas de darle un puñetazo. ¿Él lo sabía?
Simon suspira.
—Myriam, ya lo hemos discutido muchas veces. El mercado está muy duro. Tú has hecho auténticas maravillas con tu equipo de ventas. Eso lo valoramos todos y, desde luego, serás recompensada debidamente. Pero hoy en día, el departamento es insostenible.
—¡Pero no puedes suprimir Suelos y Alfombras! Es la especialidad de Alfombras Deller. ¡Así empezó esta empresa!
—No levantes la voz —me advierte, mirando alrededor. Todo su barniz amable se ha evaporado—. Myriam, ya sabes que no me gustan los arrebatos. Es muy poco profesional…
—Pero…
—No tienes de qué preocuparte. Tú y Byron tendréis un puesto en la dirección de la empresa. Lo hemos estudiado todo minuciosamente. Ahora no puedo perder más tiempo. —Llega el ascensor, sube y pulsa un botón.
—Pero, Simon—me desespero—, no puedes poner de patitas en la calle al departamento entero…
Demasiado tarde. Las puertas se han cerrado.
—No es «poner de patitas en la calle» —susurra Byron a mi espalda con voz sardónica—, sino hacer una reducción de plantilla. A ver si te expresas correctamente.
—¿Cómo tienes la cara de seguir aquí? —Giro sobre mis tacones, furiosa—. ¿Y cómo se explica que yo no supiera nada de esto?
—Ah, ¿no te lo dije? —Chasquea la lengua y simula reprochárselo con sorna—. Lo lamento, Myriam. No es fácil saber por dónde empezar cuando tú has olvidado… bueno, todo.
—¿Dónde están los expedientes? ¿Por qué no había visto antes este informe?
—A lo mejor yo los había tomado prestados —dice con un encogimiento de hombros, y entra en su despacho—. Ciao.
—¡No! ¡Espera! —Entro tras él a trompicones y cierro la puerta—. No lo entiendo. ¿Por qué quieren cargarse el departamento?
—¿Has repasado las ventas últimamente? —Pone los ojos en blanco.
—¡Pues han subido! —replico, sabiendo de antemano que ésta no es la táctica correcta.
—¿Un tres por ciento? —contesta en tono de mofa—. Myriam, las alfombras son agua pasada. Y no hemos conseguido penetrar en los demás mercados del sector. Sólo tenemos un par de contratos para ir tirando. Afróntalo. Esto se ha terminado.
—Pero no podemos desprendernos sin más del departamento. ¡Esos diseños originales son auténticos clásicos! ¿Qué me dices de… de las alfombrillas?
Me mira incrédulo un instante y estalla en carcajadas.
—Eres muy graciosa, ¿lo sabías?
—¿Cómo?
—Es que te repites. Dijiste exactamente lo mismo en el primer gabinete de crisis. «¡Podríamos reconvertir las alfombras en alfombrillas!» —imposta una vocecita chillona—. Ríndete de una vez.
—¡Pero se irán al paro! ¡Todo el equipo a la puta calle!
—Ya. Lástima. —Se sienta frente a su escritorio y me indica la puerta con un gesto—. Tengo trabajo.
—Eres un hijo de puta —le digo con voz temblorosa.
Salgo y doy un portazo, aferrando la carpeta y jadeando de tal manera que temo sufrir una hiperventilación. He de leerme todo esto, tengo que pensar…
—¡Myriam!
Levanto la cabeza y me aprieto la carpeta contra el pecho instintivamente. Fi está en la puerta de la oficina principal, haciéndome señas.
—Ven a tomarte una madalena.
La miro sin pronunciar palabra.
—¡Vamos! —Se echa a reír—. Johnson ya se ha ido, ¿no?
—Eh… sí —digo con voz ronca—. Ya se ha ido.
—Bueno, entonces ven. ¡Te estamos esperando!
No puedo negarme. He de aparentar normalidad, parecer simpática, por mucho que esté a punto de sufrir un patatús.
Fi me tira del brazo y, en cuanto entro en la oficina, me quedo atónita. Entre dos ventanas han colgado un cartel: «¡¡Bienvenida, Myriam!!» Encima del archivador hay una bandeja de madalenas y una preciosa cesta de regalo.
—No te habíamos dado la bienvenida como es debido —me dice—. Sólo queríamos decirte que nos alegramos de que estés bien después del accidente. —Se dirige a todo el departamento—. A los que no conocieron a Myriam hace años, he de decirless que creo que este accidente ha cambiado las cosas. Estoy convencida de que va a ser una jefa fantástica y todos hemos de apoyarla. ¡A tu salud, Myriam!
Levanta su taza de café y la oficina en pleno estalla en un sonoro aplauso.
—Gracias a todos —acierto a decir, roja como un tomate—. Son… fenomenales. —Se van a quedar todos sin trabajo. No tienen ni idea. Y me han comprado madalenas y una cesta de regalo.
—Tómate un café. —Fi me trae una taza—. Deja que te aguante esa carpeta.
—¡No! —Ahogo un grito y me la pego con más fuerza al pecho—. Es un poco… confidencial.
—Son nuestras bonificaciones, ¿verdad? —dice Debs, dándome un codazo—. Procura que sean generosas, ¿eh, Myriam? ¡Necesito un bolso nuevo!
Esbozo una sonrisa mortificada. Estoy en una pesadilla.
Cuando por fin salgo del trabajo, a las seis y media, la pesadilla no se ha desvanecido. Tengo el fin de semana para preparar una defensa razonable de Suelos y Alfombras. Y lo cierto es que apenas sé cuál es el problema, no digamos la solución. Justo cuando estoy en el ascensor pulsando el botón de la planta baja, aparece Byron y se desliza a mi lado, ya con el abrigo puesto.
—¿Trabajo para casa? —dice, arqueando las cejas al ver mi maletín hasta los topes.
—He de salvar el departamento —respondo secamente—. Voy a trabajar todo el fin de semana para encontrar una solución.
—¿Bromeas? —Menea la cabeza con incredulidad—. ¿No has leído la propuesta? Esto nos favorecerá a ti y a mí. Están creando un nuevo equipo estratégico; tendremos más poder, mayor radio de acción…
—¡Ésa no es la cuestión! ¿Qué hay de los compañeros a los que les vamos a dar la patada?
—Qué penita, por Dios. Me duele el corazón —repone, en plan teatral—. Encontrarán otro trabajo. —Se detiene y me observa—. Antes no te preocupaba, ¿sabes?
—¿Qué quieres decir?
—Antes del accidente estabas totalmente a favor de suprimir el departamento. Sobre todo cuando viste la tajada que sacarías. Más poder, más dinero… ¿No es maravilloso?
Un frío glacial se apodera de mí.
—No te creo —digo con voz entrecortada—. No te creo. Yo nunca habría vendido a mis amigas.
Byron me mira con lástima.
—Ya lo creo que sí. Tú no eres ninguna santa, Myriam. ¿Por qué habrías de serlo, además?
En ese momento se abren las puertas del ascensor y él se aleja a paso rápido.
Llego a los grandes almacenes Langridge y subo como una exhalación al departamento de modas. Tengo una cita con Ann, mi asistente de compras. Según el manual, nos vemos una vez cada trimestre; ella me elige algunas «piezas» y luego analizamos juntas las tendencias de la temporada.
—¡Myriam! ¿Cómo estás? —Ann es una chica menuda, de pelo oscuro y cortito, pantalones pitillo negros y un perfume inconfundible que me revuelve el estómago—. ¡Me quedé destrozada al enterarme de tu accidente!
—Ya estoy bien, gracias. Del todo recuperada. —Hago lo posible por sonreír. Tendría que haber anulado esta cita. No sé qué hago aquí.
—¡Fantástico! Bueno, hay algunas piezas absolutamente fabulosas que quiero que veas. —Me acompaña a un probador y me muestra un perchero portátil con gesto teatral—. Verás algunos diseños y estilos nuevos, pero creo que pueden servirte…
¿Diseños y estilos nuevos? Pero si todo son trajes en colores neutros… Ya tengo un armario lleno de «piezas» de éstas.
Ann me enseña una chaqueta tras otra sin parar de hablar de largos, sisas y bolsillos, pero yo no la escucho. Noto un zumbido en la cabeza, como si tuviese un insecto atrapado dentro, y cada vez suena con más fuerza…
—¿No tienes algo distinto? —la corto en seco—. ¿Algo un poco más… vivo?
—¿Vivo? —repite. Vacila y echa mano de otra chaqueta beige—. Ésta es superelegante…
Salgo del probador para tomar aire y noto el zumbido de la sangre en los oídos. Estoy casi desquiciada, la verdad.
—Éste —digo, tomando un vestidito morado con manchas de color más intenso—. Es una pasada. Perfecto para ir a la disco.
Ann parece al borde del desmayo.
—Myriam —murmura—. Yo no diría… que sea de tu estilo.
—Pues yo sí. —Desafiante, cojo una minifalda plateada—. Y ésta también.
Exactamente las mismas cosas que habría elegido en New Look. Sólo que un millón de veces más caras, claro.
—Myriam. —Se pone los dedos en el puente de la nariz y respira hondo un par de veces—. Soy tu estilista y sé lo que te cae bien. Tú tienes un look práctico, atractivo y profesional que llevamos tiempo puliendo…
—Es aburridísimo. Sofocante. —Le arrebato de las manos un vestido beige sin mangas y lo sostengo en alto—. Yo no soy esta persona. No lo soy, sencillamente.
—Claro que sí.
—¡No lo soy! Yo necesito diversión. Y color.
—Pues has vivido la mar de bien durante años con el beige y el negro. —Endurece las facciones—. Myriam, tú me dijiste expresamente la primera vez que nos vimos que necesitabas un guardarropa de trabajo en colores neutros…
—Eso era entonces, ¿ok? —Trato de dominarme, pero es como si todos los acontecimientos del día hubiesen entrado en ebullición—. Tal vez las cosas hayan cambiado. Tal vez yo haya cambiado.
—Éste, por ejemplo —continúa Ann, enseñándome un traje plisado beige—. Así eres tú.
—Qué va.
—Ya lo creo.
—¡Que no! ¡No soy esta persona! ¡No pienso serlo! —Estoy al borde de las lágrimas y empiezo a quitarme las horquillas del moño, de repente desesperada por librarme de él—. ¡No soy la clase de persona que lleva trajes beige! Ni la que lleva moño cada día. Ni la que se gasta un dineral en vino. Ni la que traiciona a sus amigas…
Ya estoy sollozando. El moño no se me deshace del todo y los mechones salen disparados, como un espantapájaros. Tengo la cara anegada en lágrimas y empiezo a enjugarme los ojos con el dorso de la mano. Ann, horrorizada, trata de arrebatarme el vestido beige.
—¡No vayas a mojar el Armani! —me advierte.
—Toma —digo, tirándoselo con brusquedad—. Puedes quedártelo. —Y me marcho sin más.
Voy a la cafetería de la planta baja, pido un chocolate caliente y me lo tomo mientras termino de quitarme las horquillas del pelo. Luego pido otro, acompañado de un donut. Al rato, los carbohidratos se han asentado en mi estómago formando un cálido colchón, y me siento mucho mejor. Tiene que haber un modo de arreglarlo, seguro. Trabajaré todo el fin de semana, encontraré la solución, salvaré el departamento…
Un pitido en el bolsillo interrumpe mis pensamientos. Saco el móvil y veo un sms de Frank:
¿Qué tal? ¿Trabajando hasta tarde?
Me conmuevo repentinamente, de un modo abrumador. A Frank le importo. Piensa en mí.
«Voy para casa —le respondo—. ¡Te he echado de menos!»
No es del todo cierto, pero suena bien.
«¡Yo también te he echado de menos!», contesta enseguida.
Sabía que el matrimonio tenía sus ventajas. Aquí están. Alguien que se preocupa por ti cuando todo es una mierda. Alguien que te da ánimos. Un par de mensajes como éstos me transmiten más calor que un millón de tazas de chocolate. Estoy pensándome una respuesta, cuando el móvil da otro pitido.
¿Se te antoja un Monte Blanco?
¡Y dale con el Monte Blanco! ¿Qué será? ¿Un cóctel? Evidentemente, es algo muy especial. Y sólo hay un modo de averiguarlo.
«¡Fantástico! —contesto—. ¡Me muero de ganas!»
Recojo el bolso, salgo de Langridge y paro un taxi.
Tengo sólo veinte minutos hasta casa, que aprovecho para releer tres expedientes, cada uno más deprimente que el anterior. Las ventas de alfombras nunca han sido tan malas, mientras que los resultados de los otros departamentos no cesan de crecer. Cierro los expedientes y miro por la ventanilla, aunque todavía con la mente acelerada. Si pudiera montar una operación de rescate… Estoy segura de que la marca Alfombras Deller aún tiene valor.
—¿Señorita? —Es el taxista, que interrumpe mis divagaciones—. Ya hemos llegado.
—Ah, ok. Gracias. —Mientras busco el monedero en el bolso, el móvil vuelve a pitar.
¡Ya estoy listo!
¿Listo? Esto se pone cada vez más misterioso.
«¡Acabo de llegar! ¡Nos vemos en un minuto!», le respondo rápidamente, y pago al taxista.
Cuando entro en el apartamento, las luces están muy tenues. En modo seducción, juraría. Suena una música de fondo, aunque tan baja que apenas se oye; por lo demás, silencio absoluto.
—¡Hola! —digo con cautela, colgando el abrigo.
—¡Hola!
Es la voz de Frank. Parece venir del dormitorio. Del mío.
Bueno, supongo que es el nuestro, oficialmente.
Me echo un vistazo en el espejo y me arreglo el pelo, que tengo muy desaliñado. Luego cruzo el salón hasta el dormitorio. La puerta está levemente entornada y no veo el interior. Me detengo un momento, preguntándome de qué va todo esto, hasta que al fin me decido a empujar la puerta.
El panorama casi me arranca un grito.
¿Esto es un Monte Blanco? ¿Esto?
Frank está en la cama. Completamente desnudo, salvo por un enorme cono de nata montada (cajeta) sobre su miembro… Ahí.
—¡Hola, cariño! —Alza las cejas con un brillo de complicidad en los ojos y luego mira hacia abajo—. ¡Toda tuya! ¡Zambúllete de cabeza!
¿De cabeza? ¿Que me zambulla?
Observo la montaña de nata, paralizada de horror. Todas y cada una de mis células gritan que no quiero zambullirme ahí. Pero no puedo dar media vuelta y salir corriendo, ¿verdad? No puedo rechazarlo. Es mi marido. Al parecer esto es… uno de los jueguecitos que solemos practicar.
Ay, Dios. Ay.
Con cautela, me aproximo al montón de nata. Sin saber muy bien lo que hago, alargo un dedo, tomo una pizca de la cima y me la meto en la boca.
—Está… endulzada. —Me sale la voz ronca, de los nervios.
—Baja en calorías —dice Frank con una amplia sonrisa.
No, no… No es posible que me esté pasando esto. Ni hablar. He de inventarme una excusa.
—¡Estoy mareada! —No sé de dónde me salen las palabras. Consigo taparme los ojos y apartarme de la cama—. ¡Dios mío, creo que me viene un flashback!
—¿Un flashback? —dice Frank, incorporándose de golpe.
—Sí, me ha venido una imagen de… de la boda —improviso—. Sólo una imagen fugaz de los dos, pero muy vivida. Me ha cogido por sorpresa…
—¡Siéntate, cariño! —Frunce el entrecejo, preocupado—. Tómatelo con calma. Quizá te lleguen otros recuerdos.
Parece esperanzado y yo me siento fatal por mentirle. Pero es mejor eso que decirle la verdad, ¿no?
—Me voy a tumbar un rato fuera, si no te importa. —Retrocedo hasta la puerta, todavía tapándome los ojos para evitarme la pesadilla de la nata—. Perdona, Frank, después de todas las molestias… que te has tomado…
—¡No pasa nada, cariño! Yo te ayudo… —Hace el gesto de incorporarse.
—¡No! —Lo corto de un modo un pelín estridente—. Tú… tú arréglate por tu lado. Yo enseguida me repondré.
Antes de que pueda alegar nada, salgo corriendo y me desplomo en el sofá de color crema. La cabeza me da vueltas, no sé si por el horror del Monte Blanco o por todo el día en general… Lo único que sé es que me apetece acurrucarme bajo un edredón y convencerme de que el mundo no existe. No puedo con esta vida que me ha tocado. Con ninguno de sus apartados.
...Continuara.
Anyannca- VBB CRISTAL
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Fecha de inscripción : 27/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Gracias por el Cap. Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Localización : Monterrey, Nuevo Leon
Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Jajaja ke loco esta ese Frank, ojala Myri hable pronto con Vic.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
gracias por el capitulo
jai33sire- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
gracias por el cpi estobo muy interesante sigele proto
Eva Robles- VBB BRONCE
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Edad : 51
Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
¡POBRE MYRIAM!, SU VIDA SI QUE ES UN VERDADERAO LÍO, OJALA PRONTO ENCUENTRE LA SOLUCIÓN, (YA QUIERO QUE SALGA MÁS VÍCTOR)
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 983
Fecha de inscripción : 01/06/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Gracias por el capi niña, esto cada vez se poner mas interesante
monike- VBB PLATA
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Edad : 36
Fecha de inscripción : 22/01/2009
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Capítulo 16
No puedo mirar a Frank sin pensar en una montaña de nata. Anoche soñé que todo él estaba hecho de nata montada. No era un sueño agradable.
Por suerte, apenas nos hemos visto este fin de semana. Él estaba ocupado acompañando a unos clientes importantes y yo tratando de idear a la desesperada un plan para salvar el departamento. He revisado los contratos de los últimos tres años, estudiado toda la información de nuestros proveedores y analizado la respuesta de los clientes. Para ser sincera, es una situación de mierda. El año pasado tuve un pequeño triunfo cuando negocié duramente un contrato con una empresa informática. Seguro que fue eso lo que impresionó a Simon Johnson. Pero no basta.
No es sólo que el nivel de los pedidos sea muy bajo, sino que en la empresa nadie parece interesado en Suelos y Alfombras. Contamos únicamente con una pequeña parte del presupuesto de publicidad y marketing que manejan otros departamentos. No organizamos ninguna promoción especial. En la reunión semanal de directores, Suelos aparece siempre en el último punto del orden del día. Es la Cenicienta de la empresa.
Pero todo eso va a cambiar si de mí depende. A lo largo del fin de semana he elaborado un relanzamiento completo. Hará falta algo de dinero y fe, y habrá que recortar gastos, pero podré darles un buen empujón a las ventas. Cenicienta fue al baile, ¿no? Pues yo voy a ser el hada madrina. Tengo que serlo. No puedo dejar que todas mis amigas se queden en la calle.
Ay, Dios. Otra vez tengo el estómago revuelto por los nervios. Me dirijo en taxi a la oficina, con el pelo impecablemente recogido y la carpeta de mi presentación en el regazo. La reunión empieza en una hora. Los demás directivos van a votar a favor de desmantelar Suelos y Alfombras. He de hacerlo perfecto. O si no…
No. Si no, nada. He de conseguirlo como sea… Suena mi teléfono y casi salto del asiento, tan nerviosa estoy.
—¿Sí?
—¿Myriam? —dice una vocecita—. Soy Amy. ¿Estás ocupada?
—¡Amy! —exclamo sorprendida—. ¡Qué tal! En realidad, ahora mismo…
—Estoy en un aprieto. Tienes que venir. Por favor.
—¿Un aprieto? ¿Qué clase de aprieto?
—Ven, por favor. —Le tiembla la voz—. Estoy en Notting Hill.
—¿En Notting Hill? ¿Por qué no estás en el colegio?
—Un momento. —Con el sonido amortiguado, oigo que le dice a alguien: «Estoy hablando con mi hermana mayor, ¿ok? Ella viene ahora.» Luego se pone otra vez—. Por favor, Myriam. Por favor. Me he metido en un lío tremendo.
Nunca había oído a Amy así. Suena desesperada.
—¿Qué has hecho? —Intento imaginarme con qué tipo de gente puede haberse enredado. ¿Traficantes? ¿Usureros?
—Estoy en la esquina de Ladbroke Grove y Kensington Park Gardens. ¿Cuánto tardarás?
—Amy… —Me agarro la cabeza—. ¡No puedo! Tengo una reunión superimportante. ¿No puedes llamar a mamá?
—¡No! —Su voz se llena de pánico—. Myriam, me lo dijiste. Me dijiste que podía llamarte cuando te necesitara, que eras mi hermana mayor y me apoyarías.
—Pero no quería decir… Tengo una presentación… —Me interrumpo, consciente de lo poco convincente que sueno—. Escucha, en cualquier otra ocasión…
—OK. —Me dice con una vocecita indefensa. Parece que tenga diez años—. Ve a tu reunión. No te preocupes.
La culpa me reconcome, mezclada con un sentimiento de frustración. ¿Por qué no podría haber llamado anoche? ¿Por qué habrá elegido precisamente este momento?
—Amy, dime, ¿qué ha pasado?
—No importa. Ve a tu reunión. Siento haberte molestado.
—¡Un momento! ¡Déjame pensar un segundo! —Miro sin ver por la ventanilla, desquiciada de estrés e indecisión… Faltan tres cuartos de hora para la reunión. No hay tiempo, no lo hay.
Podría hacerlo si voy ahora mismo. Sólo estamos a diez minutos de Notting Hill.
Pero no puedo arriesgarme a llegar tarde. No puedo.
Y entonces, súbitamente, por encima del ruido de fondo de la línea, oigo la voz de un hombre, primero hablando y luego chillando. Miró el teléfono con un escalofrío. No puedo dejar a mi hermanita en la estacada. ¿Y si tiene problemas con una banda peligrosa? ¿Y si están a punto de darle una paliza?
—Amy, espérame —le digo bruscamente—. Ya voy. —Me inclino y llamo a la ventanita del conductor—. Tenemos que dar un rodeo por Notting Hill. Lo más rápido que pueda, por favor.
Mientras el taxi sube resoplando por Ladbroke Grove, voy asomándome por la ventanilla, tratando de divisar a Amy. De repente veo un coche de policía. En la esquina de Kensington Park Gardens.
Me da un vuelco el corazón. Demasiado tarde. Le han disparado. La han apuñalado.
Aterrorizada, le lanzo un billete al taxista y bajo. Delante del coche de policía se agolpa una multitud que me impide ver nada: todos aguzando la vista, gesticulando y hablando. Malditos mirones.
—Disculpe. —La voz me flaquea mientras me abro paso entre el gentío—. Es mi hermana. ¿Me deja pasar?
Logro abrirme paso entre anoraks y chaquetas tejanas mientras me armo de valor para lo que tal vez me espera…
Y allí está Amy. Ni apuñalada ni tiroteada, sino sentada en un murete y con aspecto muy alegre.
—¡Myriam! —Amy se vuelve hacia el policía que tiene al lado—. Ahí está. Ya le he dicho que vendría.
—¿Qué ha pasado? —pregunto, aliviada y aún temblorosa—. Creía que estabas en un apuro…
—¿Ésta es su hermana? —me interrumpe el policía, un tipo bajo y fornido, de pelo rubio rojizo y unos gruesos antebrazos, que está tomando notas.
—Eh… sí, lo es. —Tengo el corazón en un puño. ¿La habrán pillado robando en una tienda?
—Me temo que esta joven se ha metido en un lío. Se ha dedicado a explotar a los turistas. Y ahí hay un montón de gente indignada —dice, señalando a la multitud—. No tendrá nada que ver con usted, ¿verdad?
—¡No! ¡Claro que no! ¡Ni siquiera sé de qué me habla!
—Rutas de famosos, por llamarlas así. —Y me alcanza un folleto, arqueando las cejas.
Sin dar crédito, contemplo un folleto amarillo fluorescente, obviamente pergeñado con un ordenador muy cutre.
RUTA SECRETA DE LOS FAMOSOS
Muchas estrellas de Hollywood se hallan afincadas en Londres.
Véalas en un tour único. Disfrute sorprendiendo a:
–Madonna poniendo la lavadora
–Gwyneth en su jardín
–Elton John reposando en casa
¡Impresione a sus amistades con cotilleos exclusivos!
Diez libras por persona, incluida la guía de la A a la Z.
Nota importante: Si interpela a las estrellas, ellas negarán su identidad. ¡No se deje engañar! ¡Eso forma parte de su vida de incógnito!
Levanto la vista, alucinada.
—¿Esto va en serio?
El policía asiente.
—Su hermana ha guiado a un montón de gente por la ciudad, prometiéndoles que verían a famosas estrellas de cine.
—¿Y a quién han visto?
—A personas como ésa—dice, señalando a una rubia delgada, con tejanos y una blusa campesina, que está en los escalones de una casa señorial con una niña de dos años en brazos.
—¡Que no soy Gwyneth Paltrow! —le está diciendo airada a un par de turistas—. ¡Y no, no pienso firmarle ningún autógrafo!
Se parece bastante a Gwyneth. Tiene el mismo pelo rubio lacio y un tipo de cara similar, sólo que algo más vieja y demacrada.
—¿Usted está con ella? —La doble de Gwyneth me ha visto y baja enfurecida a la acera—. Voy a poner una denuncia. Llevo toda la semana con gente sacando fotografías de mi casa y entrometiéndose en mi vida… —Se interrumpe y se vuelve como un rayo—. ¡Que no se llama Apple, joder! ¡Se lo digo por última vez! —le grita a una japonesa que no para de llamar «Apple» a la niña para sacarle una foto.
La mujer está hecha una furia, y no es de extrañar.
—Cuanto más repito que no soy Gwyneth Paltrow, más convencidos están de que lo soy—le dice al policía—. Tendré que mudarme.
—Debería sentirse halagada —comenta Amy, como si nada—. La han tomado por una estrella ganadora de un Oscar.
—¡Y tú deberías estar en la cárcel! —ladra la falsa Gwyneth, y parece dispuesta a atizarla en la cabeza.
La secundaría con gusto, si he de ser sincera.
—Voy a tener que amonestar a su hermana oficialmente —me informa el policía mientras una agente acompaña a Gwyneth a su casa—. Puedo dejarla bajo su custodia, pero sólo cuando haya rellenado estos impresos y concertado una cita en comisaría.
—Está bien —digo, lanzándole una mirada asesina a Amy—. Lo que usted diga.
—¡Vete a la mierda! —Gwyneth esquiva a un chico con aspecto estrafalario que no deja de perseguirla con un CD en la mano—. ¡No voy a darle ningún disco a Chris Martin! ¡No lo conozco! ¡Ni siquiera me gusta Coldplay!
Amy se muerde los labios para contener la risa.
Sí, divertidisimo. Nos lo estamos pasando bomba. Y yo no tengo nada mejor que hacer ahora mismo.
Relleno los formularios a toda prisa y estampo furiosamente un punto final después de mi firma.
—¿Podemos irnos ya?
—Está bien. Pero será mejor que no la pierda de vista —añade el policía mientras me entrega un duplicado y un folleto titulado: «Guía práctica de la amonestación policial.»
¿Que no la pierda de vista? Sólo me faltaba eso.
—Claro. —Le dirijo una sonrisa forzada y meto los documentos en el bolso—. Lo haré lo mejor posible. Vamos, Amy. —Echo un vistazo al reloj y me entra un espasmo de pánico. Son las doce menos diez—. ¡Rápido! Hemos de encontrar un taxi.
—Pero yo quiero ir a Portobello…
—¡Hemos de encontrar un condenado taxi! —chillo—. ¡Tengo que llegar como sea a la reunión!
Ella abre los ojos como platos y empieza a buscar, obediente. Finalmente, consigo parar uno y la meto dentro de un empujón.
—Victoria Palace Road. Lo más deprisa que pueda.
Es imposible que llegue en hora, pero al menos puedo llegar. Aún puedo decir lo que tengo que decir. Aún puedo…
—Myriam… gracias —dice Amy con vocecita inocente.
—De nada.
Mientras el taxi baja por Ladbroke Grove, mantengo los ojos fijos en la calzada, deseando con todas mis fuerzas que los semáforos se pongan verdes y el tráfico se mueva. Pero todo parece paralizado. No voy a llegar a tiempo.
Saco el móvil, marco el número del despacho de Simon Johnson y aguardo a que responda su asistente.
—Hola, Natasha—le digo impostando tono profesional—. Soy Myriam. Estoy metida en un atasco, pero es de vital importancia que participe en la reunión. ¿Me haces el favor de pedirles que me esperen? Voy de camino en un taxi.
—Claro —dice Natasha—. Se lo diré. Hasta luego.
—Gracias.
Cierro el móvil y me acomodo, algo más tranquila.
—Lo siento —dice Amy.
—Ya. ok. —Suspiro y la miro de frente por primera vez desde que hemos subido al taxi—. ¿Por qué, Amy?
—Por dinero. —Se encoge de hombros—. ¿Por qué no?
—¡Porque cualquier día te vas a meter en un lío de verdad! Si necesitas dinero, búscate un trabajo. O pídeselo a mamá.
—¿A mamá? —replica con desdén—. Ella no tiene dinero.
—Bueno, quizá no lo tenga a montones…
—No tiene nada. ¿Por qué crees que la casa se está cayendo a trozos? ¿Por qué crees que la calefacción siempre está apagada? Me pasé la mitad del último invierno en casa de mi amiga Rachel. Al menos, ellos tienen los radiadores encendidos. Estamos sin blanca.
—Pero eso es muy raro —digo—. ¿Cómo se explica? ¿Papá no le dejó nada?
Ya sé que algunos negocios de papá no eran muy de fiar, pero tenía varios y sé que mi madre esperaba que le cayera una buena suma cuando muriese. Aunque ella no lo habría reconocido jamás.
—No sé. No mucho, supongo —contesta bajando la mirada.
—Bueno, en todo caso, tú no puedes seguir así. En serio, acabarás en la cárcel.
—Ok. —Se echa atrás el pelo veteado de azul—. Eso estaria chido.
—¡No, nada de chido! ¿De dónde has sacado esa idea? ¡Es horrible! ¡Es brutal! Todo el mundo tiene el pelo fatal y no puedes depilarte ni usar crema limpiadora. —Me lo estoy inventando. Seguro que hoy en día tienen centros termales y secadores para el pelo—. Y no hay chicos —añado para rematar—. Y no está permitido el iPod, ni el chocolate ni los DVD. Has de limitarte a dar vueltas al patio. —Seguramente no es así, pero ya estoy lanzada—. Con cadenas en los pies.
—Ya no llevan cadenas —replica Amy con una mueca.
—Han vuelto a instaurarlas —miento sin inmutarme—. Sobre todo en el caso de los adolescentes. Ha sido una medida experimental del gobierno. Por el amor de Dios, Amy, ¿no lees el periódico?
Amy parece un poco asustada. Ja. Se lo merece.
—Bueno, lo llevamos en los genes —dice, adoptando otra vez su tono desafiante.
—¿Cómo que lo llevamos…?
—Papá estuvo en la cárcel —afirma.
—¿Papá? —La miro fijamente—. ¿Cómo que papá? —La idea es tan descabellada que me dan ganas de reírme.
—Es cierto. Oí que lo decían unos tipos en el funeral. O sea que es mi destino. —Se encoge de hombros y saca un paquete de cigarrillos.
—¡Ya basta! —Le arranco el paquete de las manos y lo tiro por la ventanilla—. Papá no fue a la cárcel y tú tampoco vas a ir. Y no esta chido. Es fatal. —Reflexiono un instante—. Escucha, Amy… ven a trabajar a mi empresa. Te lo pasarás bien. Ganarás experiencia y sacarás algo de dinero.
—¿Cuánto?
Por Dios. Puede llegar a ser irritante, la niña.
—¡Lo suficiente! Y así quizá yo no le cuente esto a mamá… ¿Trato hecho?
Se hace un largo silencio en el taxi. Amy se está arrancando escamas de esmalte azul de la uña como si fuese lo más importante del mundo.
—Vale —dice por fin, encogiéndose de hombros.
El taxi se para en un semáforo en rojo y siento un espasmo de angustia al mirar el reloj por millonésima vez. Las doce y veinte. Espero que hayan empezado con retraso. Mi mirada se detiene en el folleto turístico y, muy a mi pesar, se me escapa una sonrisa. Era un plan ingenioso.
—¿Quiénes eran los otros famosos? ¿No me dirás que había una Madonna?
—¡Ya lo creo! —Su mirada se ilumina—. Hay una mujer en Kensington igualita, sólo que un poco más gorda. Todo el mundo se lo ha tragado. Tenía a Sting, a Judi Dench, y también a un lechero muy simpático de Highgate, que es identico a Elton John.
—¿Un lechero? —Se me escapa la risa.
—Les dije que Elton hacía servicios comunitarios de incógnito.
—¿Y cómo los encontraste?
—Buscando. Gwyneth fue la primera. Ella me dio la idea, en realidad. —Esboza una sonrisa—. Me odia a muerte.
—¡No es para menos! Seguramente la han acosado más que a la auténtica Gwyneth.
El taxi arranca. Nos acercamos a Victoria Palace Road. Abro la carpeta y repaso mis notas para asegurarme de que tengo frescos los puntos esenciales.
—Oye, lo de papá no me lo he inventado. —Su seriedad me pilla por sorpresa—. Dijeron que había estado en la cárcel.
Vaya. No me cabe en la mollera. ¿Papá en la cárcel? Parece imposible.
—¿Le preguntaste a mamá?
—No.
—Seguro que no habría sido por algo… —Vacilo—. Ya me entiendes, malo.
—¿Recuerdas que solía llamarnos «las chicas»? Sus tres chicas. Tú, mamá y yo.
Sonrío, recordándolo.
—Le gustaba bailar con las tres —digo.
—Sí. Y compraba aquellas cajas de bombones enormes.
—Y tú acababas enferma…
—Alfombras Deller, señoras. —El taxi se ha detenido frente al edificio.
—Ah, bien. Gracias. —Hurgo en mi monedero—. Amy, tengo que salir pitando. Lo siento, es superimportante.
—¿Qué pasa?
—Debo salvar a mi departamento. —Forcejeo con la manivela y bajo trastabillando—. Tengo que convencer a doce directivos de algo que ya habían decidido no hacer. Y llego tarde.
—Wow. —Me mira indecisa—. Pues buena suerte.
—Gracias, ya hablaremos.
Le doy un abrazo, subo volando los escalones y entro en el vestíbulo con media hora de retraso. Podría ser peor.
—¡Hola! —le digo a la recepcionista, al pasar como una exhalación por el mostrador—. ¡Ya estoy aquí! ¿Puedes avisarles?
—Myriam… —empieza, pero no tengo tiempo de pararme.
Entro en el ascensor, oprimo el botón de la octava planta y aguardo los segundos angustiosos que tarda en llegar arriba. Tendrían que poner ascensores más rápidos, por favor. Ascensores de emergencias, instantáneos…
Por fin. Salgo disparada, corro a la sala de juntas y… me paro en seco.
Simon Johnson está en el pasillo, frente a la sala, hablando jovialmente con tres tipos trajeados. Un hombre de traje azul se está poniendo el abrigo. Natasha se mueve de aquí para allá, sirviendo café entre un runrún de conversaciones.
El pecho me estalla. Apenas puedo hablar.
—¿Qué… pasa aquí?
Todos se vuelven.
—Tranquila, Myriam. —Simon me mira con ceño, como el otro día—. Estamos haciendo un descanso. Ya hemos terminado lo más crucial de la reunión y Angus tiene que marcharse —dice, señalando al tipo del abrigo.
—¿Cómo que terminado? —Siento una sacudida de terror—. ¿Quieres decir…?
—Ya hemos votado. A favor de la reorganización.
—¡Pero no pueden! —Me acerco a él, desquiciada—. ¡He encontrado un modo de salvar el departamento! ¡La marca aún tiene valor, estoy segura! ¡Por favor! —Me dirijo directamente a Angus—. No te vayas. Escuchame hasta el final y vuelven a votar…
Angus me da la espalda, incómodo.
—Me alegro de verte, Simon. He de irme a otra reunión.
—Desde luego.
No quieren darse por enterados siquiera. No quieren escucharme. Con piernas temblorosas, veo desfilar a los directivos hacia la sala de juntas.
—Myriam —me dice Simon—. Encuentro admirable la lealtad que demuestras a tu departamento, pero no puedes comportarte así en una reunión de directivos. —Hay acero bajo su tono amable: está furioso.
—Simon, perdona… —Trago saliva.
—Sé que las cosas no te resultan fáciles desde tu accidente. —Hace una pausa—. Propongo que te tomes unas vacaciones pagadas de tres meses. Y cuando vuelvas, te encontraremos un puesto más… adecuado. ¿De acuerdo?
Me quedo lívida. Me está degradando.
—Estoy bien. No necesito ningunas vacaciones…
—Yo creo que sí. —Suspira—. Myriam, lamento mucho cómo han ido las cosas. Si hubieras recuperado la memoria, todo habría sido diferente. Pero Byron me ha puesto al corriente de tu situación. No estás en condiciones de ocupar un puesto ejecutivo.
Su tono es terminante.
—Bien —acierto a decir—. Lo comprendo.
—Ahora quizá quieras bajar a tu departamento. Como no estabas aquí… —Hace una pausa significativa—. He confiado a Byron la tarea de darles la mala noticia.
¿Byron?
Con una brusca inclinación, Simon desaparece en la sala de juntas. Me quedo mirando la puerta como si estuviera clavada al suelo. Luego, con un repentino acceso de pánico, corro al ascensor. No puedo permitir que Byron les dé la noticia. Al menos eso tengo que hacerlo yo misma.
En el ascensor, marco en mi móvil el número de Byron. Me sale el buzón de voz.
—¡Byron! —digo jadeante—. ¡No informes aún al departamento de los despidos! ¿De acuerdo? Quiero hacerlo personalmente. Repito: no se lo digas.
Salgo del ascensor a todo correr y me encierro en mi despacho. Me tiembla todo el cuerpo. Nunca había estado tan muerta de miedo. ¿Cómo voy a darles la noticia? ¿Qué voy a decirles? ¿Cómo contarles a tus propias amigas que se van al paro?
Camino de un lado para otro, retorciéndome las manos y con la sensación de que voy terminar vomitando. Esto es peor que un examen, que un análisis, que cualquier otra cosa…
Un ruido me pone en guardia. Voces.
—¿Está ahí dentro?
—¿Dónde está?
—¿Se ha escondido, la muy bruja?
Por un momento, considero la posibilidad de esconderme debajo del sofá.
—¿Todavía está arriba? —Las voces suenan cada vez más fuertes detrás de la puerta.
—¡No; la he visto! ¡Está ahí dentro! ¡Myriam! ¡Sal!
Alguien aporrea la puerta y me echo a temblar. Luego me obligo a comportarme y abro.
Están todos frente a la puerta. Lo saben. Los quince miembros del departamento de Suelos y Alfombras. En silencio, con aire acusador. Fi encabeza el grupo y me dirige una mirada glacial.
—No… no he sido yo —tartamudeo—. Escuchenme, por favor. No ha sido decisión mía. Yo he intentado… iba a… —Se me apaga la voz.
Soy la jefa. La salvación del departamento dependía de mí, pero no lo he conseguido.
—Lo siento —susurro, con lágrimas en los ojos, mientras voy mirando los rostros implacables—. Lo siento muchísimo…
Se hace un silencio. Creo que acabaré derritiéndome bajo el odio de sus miradas. Luego, como obedeciendo a una señal, dan media vuelta todos a la vez y se alejan. Con las piernas como flanes, regreso a mi escritorio y me desplomo en la silla. ¿Cómo se lo habrá anunciado Byron? ¿Qué les habrá dicho?
Y de repente lo veo en mi correo electrónico. Una circular para todo el mundo con el título: «Colegas. Malas noticias.»
Abro el mensaje y lo leo, gimiendo de desesperación. ¿Es esto lo que ha enviado? ¿Con mi nombre?
A todos los colegas de Suelos y Alfombras:
Como quizá sabéis, los resultados del departamento han sido desastrosos últimamente. Por tanto, el consejo directivo ha decidido suprimirlo.
Por consiguiente, la empresa tendrá que prescindir de ustedes a partir de junio. Entretanto, Myriam y yo les agradeceríamos que sigan trabajando con mayor eficiencia y rendimiento si cabe. Recuerden que vamos a dar referencias suyas, así que nada de holgazanear ni de cachondeo.
Saludos,
BYRON Y MYRIAM
Ok. Ahora sí quiero pegarme un tiro.
Cuando llego a casa, me encuentro a Frank en la terraza, leyendo el Evening Standard, disfrutando del sol de la tarde y tomándose un gin-tonic.
—¿Te ha ido bien el día?
—A decir verdad… no —respondo con voz temblorosa—. Ha sido un día horrible. Van a despedir al departamento entero. —En cuanto lo digo en voz alta, me deshago en lágrimas—. Todas mis amigas van a perder su trabajo. Me odian… y no las culpo.
—Querida. —Frank deja el periódico—. Así son los negocios. Son cosas que pasan.
—Ya. Pero son mis amigas. Conozco a Fi desde los seis años.
Él parece reflexionar mientras da sorbos a su bebida. Finalmente, se encoge de hombros y vuelve a concentrarse en el periódico.
—Ya te lo he dicho, son cosas que pasan.
—No pasan simplemente. —Niego con la cabeza—. Uno puede evitar que pasen. Uno puede luchar.
—Cielo. —Frank parece divertido—. Tú conservas tu puesto, ¿no?
—Sí.
—La empresa no se va al garete, ¿verdad?
—No.
—Pues ya está. Tómate un gin-tonic.
¿Cómo puede responder así? ¿Será humano?
—No quiero un gin-tonic, ok! —Estoy perdiendo los estribos—. ¡No quiero ningún gin-tonic de mierda!
—¿Una copa de vino, entonces?
—Frank, ¿no lo entiendes? —levanto la voz—. ¿No comprendes lo terrible que es?
Toda mi rabia contra Simon Johnson y el resto de directivos se vuelve ahora como un torbellino hacia mi marido, ahí sentado tan campante con su gin-tonic.
—Myriam…
—¡Esa gente necesita su trabajo! ¡No son superricachones de mierda! —Hago un gesto abarcando nuestra terraza reluciente—. Tienen hipotecas que pagar. O alquileres. O banquetes de boda.
—Te lo estás tomando demasiado a la tremenda —dice secamente y pasa una página del periódico.
—¡Y tú demasiado a la ligera! Y no lo entiendo. No te entiendo. —Quiero que levante la vista, que se explique, que hablemos del asunto.
Pero no reacciona. Como si no me hubiera oído.
Todo mi cuerpo palpita de pura frustración. Me dan ganas de tirarle el gin-tonic por la barandilla.
—Muy bien —digo por fin—. No hablemos. Finjamos que todo va bien y que estamos de acuerdo, aunque no lo estemos…
Giro sobre los talones y me quedo sin aliento.
Víctor está en la puerta de la terraza. Va con tejanos, una camiseta blanca y gafas de sol, o sea que no veo su expresión.
—Hola. —Da un paso—. Me ha abierto Gianna. ¿Molesto?
—¡No! —Me vuelvo rápidamente para que no me vea la cara—. Claro que no. Todo va bien. Todo perfecto.
Tenía que ser él justamente. Para rematarme el día. Pues no voy a mirarlo siquiera. Como si no existiera.
—Myriam está algo disgustada —le dice Frank, bajando la voz como si compartiera una confidencia de hombre a hombre—. Van a despedir a unas cuantas personas de su trabajo.
—¡De unas cuantas, nada! —protesto impulsivamente—. ¡Un departamento entero! Y no he podido hacer nada para evitarlo. Se supone que soy su jefa y la he cagado. —Me resbala una lágrima por la mejilla; me la seco de un manotazo.
—Víctor. —Frank ni siquiera me escucha—. Deja que te sirva una copa. He traído los planos de Bayswater, tenemos mucho de que hablar… —Se levanta y se asoma al salón—. ¡Gianna! ¡Gianna! ¿Dónde se habrá metido?
—Myriam —dice Víctor, acercándose, con voz grave y acuciante.
Todavía sigue intentándolo. Es increíble la desfachatez que tiene.
—¡Déjame en paz! —me revuelvo contra él—. ¿No recibiste mi mensaje? ¡No me interesa! No eres más que… un mujeriego y un charlatán de tres al cuarto. Incluso si me interesara, no sería buen momento, ¿ok? Todo mi departamento acaba de desmoronarse. O sea que si no tienes una solución para eso, vete al cuerno.
Silencio. Preveo que va a salirme con alguna de sus frases baratas, pero no: lo que hace es quitarse las gafas de sol y rascarse la cabeza con aire perplejo.
—No lo entiendo. ¿Qué pasó con el plan?
—¿Plan? ¿Qué plan?
—Ese contrato monstruo de alfombras.
—¿Qué alfombras? ¿Qué contrato?
Víctor abre los ojos de par en par. Por un instante me mira como si le estuviera tomando el pelo.
—No hablarás en serio… ¿No sabes nada?
—¿De qué? —exclamo al borde del ataque—. ¡No sé de qué coño estás hablando!
—Por el amor de Dios —resopla—. Myriam, escúchame bien. Tenías preparado en secreto un contrato gigantesco. Dijiste que eso lo iba a cambiar todo, que iba a suponer unos ingresos enormes, que transformaría el departamento… Así que te gusta la vista, ¿eh, Myriam? —Cambia de chip automáticamente al ver regresar a Frank con otro gin-tonic.
¿Un contrato monstruo?
El corazón me va a cien mientras observo cómo Frank le alcanza la bebida y le ofrece una silla bajo el toldo.
«No le hagas ni caso —dice una voz en mi cabeza—. Se lo ha inventado. Está jugando contigo, es otro truco suyo.»
¿Y si no lo es?
—Frank, cariño. Perdona lo de antes. —Las palabras me salen con demasiada facilidad—. Ha sido un día difícil. ¿Podrías traerme una copa de vino?
A Víctor ni siquiera lo miro.
—¡Descuida, cielo! —Frank desaparece otra vez y me vuelvo a toda prisa.
—Dime de qué narices estás hablando —le susurro—. Rápido. Y será mejor que no sea una de tus mandangas.
Mientras lo miro a los ojos, no puedo dejar de sentir cierta humillación. No sé si puedo creerle nada, pero tengo que asegurarme. Porque si hay un uno por ciento de posibilidades de que sea cierto…
—No es ninguna mandanga. Si hubiera comprendido antes que no lo sabías… —Sacude la cabeza, incrédulo—. Llevabas trabajando en ello semanas. Tenías una carpeta azul grande que llevabas a todas partes. Estabas tan excitada que apenas podías dormir…
—Pero ¿qué era?
—No conozco los detalles. Eras demasiado supersticiosa para contármelo. Tenías la teoría de que soy gafe (persona que atrae la mala suerte). —Hace una mueca, como compartiendo un chiste privado—. Pero sí sé que pensabas aprovechar los diseños de alfombra retro de un viejo libro de muestras. Y que iba a ser un supercontrato.
—Pero ¿cómo es posible que yo no lo sepa? ¿Cómo es que nadie lo sabe?
—Porque ibas a mantenerlo en secreto hasta el último momento. Me dijiste que no te fiabas de todo el mundo en la oficina y que era mejor… —Se interrumpe al ver a Frank.
Me siento como si me hubieran dado una bofetada. No puede dejarme así.
—Aquí tienes, Myriam—me dice mi marido con aire jovial, tendiéndome una copa de vino. Luego se sienta a la mesa y le indica a Víctor que lo acompañe—. He hablado otra vez con el técnico de urbanismo…
Me quedo inmóvil mientras ellos hablan. Tengo la cabeza a cien, las dudas me corroen. Podría ser todo un cuento. Quizá yo sea una boba sin remedio por escucharlo siquiera.
Pero ¿cómo puede conocer la existencia de esa carpeta azul? ¿Y si resulta que es cierto? Siento un espasmo de esperanza. Si todavía existe alguna posibilidad, aunque sea mínima…
—¿Te encuentras bien, Myriam? —Frank me mira extrañado y sólo entonces me doy cuenta de que estoy en medio de la terraza tapándome la cara con las manos.
—Sí, perfectamente.
Me retiro al otro lado de la terraza y me siento en un balancín de acero galvanizado. Noto el sol en la cara y apenas me llega el ruido del tráfico. Víctor y Frank siguen estudiando los planos del proyecto.
—Quizá tengamos que replantearnos por completo el parking —dice Víctor haciendo un esquema—. Tampoco es el fin del mundo.
—De acuerdo. —Frank suelta un gran suspiro—. Si tú me dices que puede hacerse, te creo.
Doy un buen trago de vino y saco mi móvil. No puedo creer lo que estoy a punto de hacer. Con mano temblorosa, encuentro el número de Víctor y escribo un mensaje: «¿Podemos vernos? M.» Lo envío y de inmediato deslizo el móvil en el bolso y me concentro en el panorama que se domina desde la terraza.
Un instante después, todavía ocupado en su esquema, Víctor saca el teléfono del bolsillo sin mirar hacia donde estoy. Lo examina un momento y teclea una respuesta. Frank no parece enterarse de nada.
Me obligo a contar hasta cincuenta y luego, como si tal cosa, abro mi teléfono. «Por supuesto. V»
...Continuara.
Anyannca- VBB CRISTAL
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Fecha de inscripción : 27/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
muchas grax por el capi..porfin van a verse y vic le platicara cosas..grax de nuevo...
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
gracias por el capitulo esta buenisima la novelita siguele por faaaaaaaa
jai33sire- VBB PLATINO
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Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Gracias por el Cap Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Localización : Monterrey, Nuevo Leon
Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Por fiiiiin ¡¡¡¡¡¡ Ojala puedan hablar largo y tendido, gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
- Cantidad de envíos : 2190
Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
CON CADA CAPÍTULO ME TRUENO LOS DEDOS, ¿CÓMO SALDRA MYRIAM DE TODAS ESAS SITUACIONES A LAS QUE SE ESTA ENFRENTANDO?
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 01/06/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
muuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuiiiiiiiiiii buenaaaaaaaaaaaaaa
siguele plis!!!!
saludos
siguele plis!!!!
saludos
Peke- VBB CRISTAL
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Fecha de inscripción : 15/08/2009
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Capítulo 17
Quedamos en un café llamado Fabian's, en Holland Park. Un local pequeño y acogedor con las paredes pintadas de color terracota, con fotos de la Toscana y estantes llenos de libros italianos. Al entrar y echar un vistazo a la barra de granito, la cafetera y el sofá medio desvencijado, tengo la extraña sensación de haber estado aquí antes.
Tal vez sea el típico déjà vu. O tal vez me estoy haciendo ilusiones.
Víctor está en la mesa del rincón, tomando un café, y, en cuanto levanta la vista, noto que me pongo en guardia. En contra de lo que me dice mi instinto, a pesar de todas mis protestas, aquí estoy, acudiendo a una cita ilícita. Tal como él había pretendido desde el principio. Tengo la sensación de estar cayendo en una trampa… pero aún no sé en qué consiste.
En cualquier caso, he venido por motivos profesionales. Mientras sea capaz de recordarlo, todo irá bien.
—Hola. —Me siento y dejo el maletín en una silla—. Bueno. Los dos somos gente ocupada. Hablemos de ese contrato. —Víctor me mira fijamente, como si no acabara de entender—. ¿Hay algo más que puedas contarme? —añado, sin hacer caso de su expresión—. Creo que tomaré un capuchino.
—Myriam, ¿qué es todo esto? ¿Qué coño pasó en la fiesta?
—No… no sé a qué te refieres. —Cojo la carta y simulo estudiarla—. O quizá un café con leche.
—Vamos… —dice él, apartando la carta para verme la cara—. No vas a esconderte ahora. ¿Qué ocurrió?
Le parece muy divertido todo esto. Lo detecto en su voz. Con una punzada de orgullo herido, estampo la carta en la mesa.
—Ya que quieres saberlo —le digo muy tiesa—, hablé con Rosalie y me contó de tus… aficiones. Ahora sé que eran todo tonterías. Y no me gusta que me tomen el pelo, muchas gracias.
—Pero Myriam…
—No te atrevas a fingir, ¿ok? Sé que lo intentaste con ella y con Margo. —Se me desliza en la voz un matiz de amargura—. No eres más que un caradura que les dice a las mujeres casadas lo que quieren oír. Lo que tú crees que quieren oír.
Él no parpadea.
—Lo intenté con Rosalie y con Margo. Y tal vez fui… —vacila un instante— demasiado lejos. Pero tú y yo estábamos de acuerdo en que lo hiciera. Era nuestra tapadera.
¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido que podía salirme con eso, el muy desvergonzado? Lo miro furiosa e impotente. Puede decir lo que le apetezca y yo no tengo manera de saber si miente.
—Has de entenderlo. —Se inclina sobre la mesa—. Era todo fingido. Tramamos toda esa historia para despistar a la gente y tener una coartada si alguna vez nos veían juntos. Y Rosalie se la tragó, tal como queríamos.
—¿Querías que te considerasen un mujeriego?
—¡Claro que no! Pero estuvimos a punto de fastidiarla un par de veces. Rosalie (especialmente ella) es muy avispada. Nos habría descubierto.
—Motivo por el cual ligaste con ella. —No puedo evitar el sarcasmo—. Muy bonito. Muy elegante.
Víctor me sostiene la mirada con firmeza.
—Tienes toda la razón. No estuvo bien. No era una situación cómoda precisamente y cometimos errores… —Alarga una mano hacia las mías—. Pero has de confiar en mí, Myriam. Por favor. Tienes que dejarme que te lo explique.
—Basta. —Retiro las manos bruscamente—. ¡Basta! No estamos aquí para hablar de esto. Centrémonos en el asunto. —Se acerca una camarera y pido un capuchino—. Ese contrato —prosigo en cuanto ella se retira— no existe. Lo he buscado por todas partes. He ido al despacho y mirado hasta en el último rincón, en todos los archivos del ordenador. También he buscado en casa, y nada. Lo único que he encontrado es esto. —Hurgo en el maletín y saco el papel con los códigos cifrados—. Estaba en un cajón casi vacío de mi escritorio.
Tengo la esperanza de que su mirada se ilumine de repente y me diga: «¡Ajá! ¡Ésta es la clave!», como si fuéramos los protagonistas de El código Da Vinci. Pero lo que hace es echarle un vistazo y encogerse de hombros.
—Es tu letra —dice.
—Ya sé que es mi letra. Pero no sé qué significa. —Tiro el papel al suelo, frustrada—. ¿Por qué demonios no tenía mis notas en el ordenador del despacho?
—Hay un tipo en el trabajo… ¿Byron?
—Sí —digo con precaución—. ¿Qué pasa?
—Tú no te fiabas de él. Sospechabas que quería que suprimieran el departamento. Creías que intentaría sabotearte. Y por eso sólo pensabas presentar el contrato ante el consejo directivo cuando estuviera del todo atado.
La puerta del café se abre repentinamente y doy un respingo, imaginando que es Frank. Tengo ya una excusa en la punta de la lengua: «He salido de compras y adivina con quién me he tropezado. ¡Menuda coincidencia!» Naturalmente, no es Frank, sino un grupito de adolescentes que parlotean en francés.
—¿O sea que no sabes nada más? —La culpa me pone agresiva, casi acusadora—. No puedes ayudarme.
—Yo no he dicho eso —responde con calma—. He estado pensando en ello y me acuerdo de una cosa. Tu contacto era Jeremy Northam. Northwick. O algo así.
—¿Jeremy Northpool? —El nombre me viene a la cabeza inesperadamente. Recuerdo que Clare me pasó un pósit con su nombre. Además de otras treinta y cinco notas.
—Sí, podría ser. Northpool.
—Me parece que me llamó mientras estaba en el hospital. Muchas veces.
—Ahí está. —Arquea las cejas—. A lo mejor deberías devolverle la llamada.
—No puedo. —Dejo caer las manos sobre la mesa, desanimada—. ¿Qué voy a decirle? «Hola, soy Myriam Smart, ¿tenemos un contrato a punto de firmar? Y por cierto, ¿usted a qué se dedica?» ¡No sé lo suficiente! ¿Dónde está toda esa información?
—Tiene que estar por ahí —dice removiendo su capuchino—. En alguna parte. Debiste de cambiar de sitio la carpeta. O la escondiste, para que quedara a buen recaudo.
—Pero ¿dónde?
La camarera me sirve el capuchino. Cojo la galletita de cortesía y empiezo a desenvolverla. ¿Dónde habré puesto esa maldita carpeta? ¿En qué estaría yo pensando?
—Me acuerdo de otra cosa. —Víctor apura su café y pide otro a la camarera con un gesto—. Fuiste a Kent. A casa de tu madre.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—Justo antes del accidente. Quizá te llevaste la carpeta.
—¿A casa de mi madre? —digo, escéptica.
—Tal vez valdría la pena probar. —Se encoge de hombros—. Llámala y pregúntale.
Remuevo mi capuchino de malhumor, mientras la camarera le sirve otro café. No quiero llamar a mamá. Llamarla me pone enferma.
—Vamos, Myriam. Puedes hacerlo. —Hace una mueca, divertido, al ver mi expresión—. ¿Qué eres: una mujer o una morsa?
Alzo la cabeza, estupefacta. ¿He oído bien?
—Eso… es lo que dice siempre Fi.
—Ya lo sé. Tú me hablabas mucho de ella.
—¿Qué te conté? —pregunto, suspicaz.
Víctor da un sorbo a su taza.
—Me contaste que se conocieron en la clase de la señorita Brady. Que te fumaste tu primer y último cigarrillo con ella. Que fueron juntas a Ibiza tres veces. Perderla como amiga tiene que haber sido traumático. —Señala con la cabeza mi móvil, que asoma en mi bolso entreabierto—. Sólo por eso deberías hacer la llamada.
Todo esto me pone los pelos de punta. ¿Qué más sabrá de mí? Echándole miradas recelosas, saco el teléfono y marco el número de mamá.
—No soy adivino, Myriam. —Parece que tiene ganas de reírse—. Teníamos una relación. Hablábamos.
—¿Sí? —La voz de mamá me arranca de la conversación.
—¡Mamá! Soy yo, Myriam. Escucha, ¿te dejé algunos papeles en casa hace poco? ¿Una carpeta quizá?
—¿Esa carpeta azul grande?
Me quedo de una pieza. Es cierto. Existe. Con un sentimiento de excitación, noto cómo crece la esperanza en mi interior.
—Exacto. ¿La tienes aún? ¿Sigue ahí?
—Está en tu habitación, donde la dejaste. —Mamá parece a la defensiva—. Bueno, quizá tenga una esquina un poco húmeda. Jolín. Algún perro se ha meado encima.
—Pero ¿todavía está bien? —pregunto con ansiedad.
—¡Claro!
—¡Estupendo! Guárdamela ahí, mamá. Cuídamela bien, pasaré hoy mismo a buscarla. —Cierro el teléfono y miro a Víctor—. ¡Tenías razón! Está allí. He de irme pitando. Tengo que llegar a la estación Victoria. Seguro que hay un tren cada hora…
—Calma. —Víctor apura su café—. Te llevo en coche.
—¿Qué?
—Hoy no estoy ocupado. Aunque tendrá que ser con tu coche; yo no tengo.
—¿Que no tienes coche? —digo, extrañada.
—Estoy esperando uno nuevo ahora mismo. —Se encoge de hombros—. Voy en bici o taxi. Pero sé conducir un asqueroso Mercedes de lujo con techo deslizante. —Otra vez parece como si me estuviera recordando un chiste privado.
A la chica que yo era.
Abro la boca para hablar, pero estoy demasiado confusa. No me cabe nada más en la cabeza.
—Ok —digo por fin—. Está bien. Gracias.
Tenemos lista nuestra coartada. Por lo menos, yo. Si alguien pregunta, Víctor me está dando una clase de conducir. Se ha pasado por casa justo cuando me subía al coche, y se ha ofrecido a enseñarme. Nadie pregunta, de todos modos.
Hace un día soleado. Víctor saca marcha atrás el coche de su plaza de parking y abre el techo deslizante. Luego se mete la mano en el bolsillo y me tiende una cinta elástica para el pelo.
—La vas a necesitar. Hace viento.
La cojo, sorprendida.
—¿Cómo llevas esto en el bolsillo?
—Tengo una colección entera. Son todas tuyas. —Pone los ojos en blanco mientras enciende el intermitente—. No sé qué haces con ellas, ¿las compras por kilos?
En silencio, me recojo el pelo en una cola antes de que me lo alborote el viento. Salimos a la calle y nos dirigimos hacia la primera intersección.
—Es en Kent —le indico cuando nos detenemos en el semáforo—. Has de salir de Londres en la…
—Sé dónde es.
—¿Sabes ir a la casa de mi madre?
—He estado allí.
El semáforo cambia a verde y arrancamos. Miro las magníficas casas blancas sin verlas apenas. Ha estado en casa de mamá. Conoce a Fi. Tiene una cinta elástica mía en el bolsillo. Ha acertado en lo de la carpeta. O ha hecho muy, pero que muy bien los deberes, o bien…
—Entonces… en el caso hipotético, sólo hipotético —digo con cautela—, de que hubiéramos sido amantes…
—En el caso hipotético. —Víctor asiente sin volver la cabeza.
—¿Qué ocurrió exactamente? ¿Cómo fue…?
—Ya te lo dije. Nos conocimos en una fiesta. Nos encontrábamos continuamente en los actos de la empresa. Yo pasaba cada vez más a menudo por tu casa. Llegaba pronto y Frank muchas veces estaba todavía liado. Charlábamos, salíamos a la terraza… Todo muy inofensivo. —Hace una pausa para tomar un desvío complicado—. Hasta que Frank se marchó fuera un fin de semana. Fui a verte. Y desde entonces… ya no resultó tan inofensivo.
Empiezo a creerlo. Es como si el mundo se estuviera deslizando, como si reapareciera una pantalla. Los colores se vuelven más nítidos.
—¿Qué más ocurrió?
—Nos veíamos lo más a menudo posible.
—Eso ya lo entiendo. Quiero decir… ¿cómo era? ¿Qué hacíamos, qué decíamos? Cuéntame cosas.
—Me das risa. —Menea la cabeza, divertido—. Es exactamente lo que me decías siempre en la cama: «Cuéntame cosas.»
—Me gusta que me cuenten cosas. —Me encojo de hombros—. Cosas del pasado.
—Ya sé que te gusta. De acuerdo. Algo del pasado. —Conduce en silencio un rato y se le va dibujando una sonrisa—. En todos los sitios a los que íbamos, siempre acababa comprándote calcetines. Siempre la misma historia: te quitas los zapatos para andar descalza por la arena, por la hierba o lo que sea, y luego te entra frío y hay que buscarte unos calcetines. —Se para en un cruce—. ¿Qué más? Me acostumbraste a poner mostaza en las patatas fritas.
—¿Mostaza francesa?
—Exacto. Al principio me parecía una aberración. Ahora soy un adicto. —Salimos del cruce y entramos en una autovía; Víctor acelera y ahora me cuesta más oírlo con el ruido del tráfico—. Hubo un fin de semana que llovió sin parar. Frank estaba fuera, jugando al golf, y nosotros vimos en la tele todos los episodios de Doctor Who, uno tras otro. —Me lanza una mirada—. ¿Continúo?
Todo lo que dice resuena en mi interior. Mi cerebro se está sintonizando. No recuerdo lo que dice, pero percibo indicios de reconocimiento. Suena todo muy mío. Da la impresión de que ésa sí es mi vida.
—Continúa.
—Muy bien. Eh… jugamos al ping-pong. Es increíble —dice, poniéndose en situación—. Me llevas dos partidas de ventaja, pero creo que estás a punto de venirte abajo.
—De eso nada —replico en el acto.
—Anda que no.
—¡Nunca! —Se me escapa una sonrisa.
—Conociste a mi madre. Ella lo adivinó a la primera. Me conoce demasiado para poder engañarla. Pero no importa. Es muy discreta, no cuenta nada —asegura mientras cambia de carril—. Tú siempre duermes sobre el lado izquierdo. Hemos pasado juntos cinco noches enteras en ocho meses. —Hace una pausa—. Frank tuvo las doscientas treinta y cinco restantes.
No sé qué responder. Él mantiene la vista fija en la carretera, con expresión concentrada.
—¿Continúo? —dice por fin.
—Sí. —Me aclaro la garganta—. Continúa.
Cuando cruzamos la campiña de Kent, a Víctor se le han acabado ya los detalles que puede darme de nuestra relación. Yo no puedo aportar ninguno, obviamente, de manera que permanecemos en silencio mientras desfilan a nuestro lado los cultivos de lúpulo y los secaderos. Yo crecí en Kent, así que ni siquiera me fijo en este paisaje pintoresco del «jardín de Inglaterra». Ahora sólo tengo ojos para la pantalla del GPS, cuya flecha sigo como sumida en un trance.
De repente, recuerdo mi conversación con Chungo Dave y doy un suspiro.
—¿Qué pasa? —pregunta Víctor.
—Nada. Todavía me pregunto cómo he llegado aquí. ¿Qué me impulsó a hacer carrera, a arreglarme los dientes, a convertirme en esta… otra persona? —digo señalándome a mí misma.
—Bueno —dice él, mirando una señal con los ojos entornados—, supongo que todo empezó con lo sucedido en el funeral.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes. Lo de tu padre.
—¿Qué pasa con mi padre? No sé de qué me hablas.
Con un chirrido de frenos, detiene el Mercedes junto a un prado lleno de vacas y se vuelve hacia mí.
—¿Tu madre no te habló del funeral?
—¡Claro que sí! Se celebró, y papá fue… incinerado o algo así.
—¿Y ya está?
Me exprimo las meninges. Estoy segura de que mamá no me contó nada más. Cambió de tema enseguida cuando lo saqué a colación, ahora que lo recuerdo. Pero bueno, eso es normal en mamá. Ella siempre cambia de conversación.
Meneando la cabeza, Víctor pone el coche otra vez en marcha.
—Esto es surrealista —dice—. ¿Hay algo de tu vida que sepas?
—Por lo visto, no —respondo nerviosa—. Está bien, cuéntamelo, si es tan importante.
—No es asunto mío. Eso debe contártelo tu madre. —Sale de la carretera y enfila un camino de grava—. Ya llegamos.
Es cierto. Ni siquiera me había dado cuenta. La casa está tal como la recordaba: un edificio de ladrillo rojo de principios de siglo con una galería acristalada en un lado y el antiquísimo Volvo de mamá aparcado delante. En realidad, no ha cambiado gran cosa desde que vinimos a vivir aquí, hace veinte años. Sólo está un poco más deteriorada. Hay un trozo de canalón colgado del tejado y la hiedra ha trepado mucho más arriba. Bajo un toldo enmohecido, a un lado del camino, hay un buen montón de baldosas que papá dejó ahí hace años. Se suponía que iba a venderlas para empezar un negocio. ¿Cuánto debe de hacer? ¿Ocho, diez años?
Vislumbro el jardín a través de la verja. Solía estar muy bonito, con su césped y sus macizos de flores, antes de que tuviéramos los perros.
—¿Me estás diciendo que mi madre me mintió?
Víctor niega con la cabeza.
—No te mintió. Maquilló las cosas. —Abre la puerta del coche—. Vamos.
El problema con los whippet es que parecen poca cosa, pero cuando se alzan sobre sus patas traseras son enormes. Y si son unos diez los que se te vienen encima al mismo tiempo, es casi como si te asaltara una banda de forajidos.
—¡Ophelia!¡Raphael!—Apenas oigo a mamá con todos los gañidos y el alboroto de pataleo que me rodea—. Bajense. ¡Myriam, cariño! ¡Qué rápido has llegado! ¿A qué viene todo esto?
Lleva una falda de pana y una blusa de rayas azules con el dobladillo deshilachado en las mangas, y tiene en las manos un trapo de cocina antediluviano de «Carlos y Diana».
—Hola, mamá —saludo casi sin aliento, quitándome con esfuerzo un perro de encima—. Éste es Víctor. Un… amigo.
Él está mirando fijamente a uno de los perros mientras le repite:
—Las patas en el suelo.
—¡Vaya! —Mamá parece aturdida—. Si lo hubiese sabido, habría preparado algo para almorzar. ¿Cómo quieres que compre algo tan tarde?
—No pretendo que vayas a comprar nada, mamá. Lo único que quiero es la carpeta. ¿Sigue en su sitio?
—Por supuesto —dice, vacilante—. Está perfectamente.
Subo corriendo los rechinantes escalones, cubiertos con una alfombra verde, y entro en mi habitación, que sigue empapelada con el mismo diseño floral de Laura Ashley de toda la vida.
Amy tiene razón: la casa apesta. No sé si será por los perros, por la humedad o porque se está pudriendo lentamente, pero habría que hacerla arreglar. Veo la carpeta encima de una cómoda y la agarro, y al punto pongo cara de asco. Ahora entiendo por qué mamá estaba a la defensiva. Vaya guarrada. Tiene un pestazo a pis de perro.
Arrugando la nariz, la abro con dos dedos.
Es mi letra. Líneas y líneas escritas a mano, tan claras como la luz del día. Como un mensaje enviado a mí misma. Echo una rápida ojeada a la primera página, para deducir qué planeaba y de qué iba todo esto. Leo una especie de propuesta, pero ¿de qué exactamente? Paso una página, perpleja, y luego otra. Entonces veo el nombre. Dios mío.
En un instante lo comprendo todo, el cuadro completo. Levanto la vista, con el corazón desbocado. Es una idea genial. Impresionante. Alcanzo a imaginar todo su potencial. Podría adquirir unas proporciones descomunales, cambiarlo todo…
Con la adrenalina a tope, recojo la carpeta (ya no me importa el olor), salgo corriendo y bajo los escalones de dos en dos.
—¿Lo tienes? —me dice Víctor, al pie de la escalera.
—¡Sí! —exclamo sonriente—. ¡Es genial! ¡Una idea buenísima!
—Idea tuya.
—¿De veras? —Me sube un rubor de orgullo y trato de dominarme—. Es lo que necesitábamos, ¿sabes? Es lo que tendríamos que haber hecho desde hace tiempo. Si funciona, no podrán dejar de lado las alfombras. Estarían locos.
Un perro se me abalanza e intenta masticarme el pelo, pero eso ahora me trae sin cuidado. No puedo creer que yo haya montado una operación semejante. ¡Yo, Myriam! Ardo de impaciencia por contárselo a todo el mundo.
—¡Bueno! —Mamá se acerca con unas tazas de café en una bandeja—. Al menos puedo ofrecerles un café y unas galletas.
—No importa, mamá—la atajo—. Tenemos que irnos ya mismo.
—Yo sí me tomaría un café —dice Víctor con amabilidad.
¿Cómo? Fulminándolo con la mirada, lo sigo a la sala de estar y nos sentamos en un sofá descolorido. Víctor se acomoda como si se sintiera muy a sus anchas.
—Myriam estaba diciendo hace un momento que tiene que ordenar todas las piezas de su vida —dice mientras mordisquea una galleta—. Y yo he pensado que enterarse de lo que ocurrió en el funeral de su padre tal vez la ayudaría.
—Bueno, claro, perder a un padre siempre resulta traumático… —Mamá está muy concentrada partiendo una galleta—. Toma, Ophelia —dice, dándole una mitad a la perra.
—No me refería a eso —aclara Víctor—. Hablo de todo lo demás.
—¿Lo demás? —Ella parece distraída—. ¡Eso está muy feo, Raphael? ¿Café, Myriam?
Los perros se han lanzado sobre el plato de las galletas, mordiéndolas y llenándolas de babas. ¿Se supone que hemos de comérnoslas?
—Myriam no parece tener presente todo lo ocurrido —insiste Víctor.
—¡Smoky, aún no ha llegado tu turno!
—¡Deje de hablar de una vez con los malditos perros!
La orden de Víctor me hace saltar en el asiento.
Mamá parece demasiado consternada para pronunciar palabra o siquiera moverse.
—Su hija es ella —continúa Víctor exaltado—. No ese bicho —añade, levantándose bruscamente del sofá. Mamá y yo lo miramos boquiabiertas mientras él se acerca a la chimenea, pasándose las manos por el pelo y haciendo caso omiso de los perros, que se agolpan a su alrededor—. A mí me importa su hija. Ella quizá no se da cuenta, pero así es. Tal vez usted —añade mirándola fijamente— tenga intención de pasarse la vida en un estado de completa negación. Quizá eso le sirve. Pero a Myriam, no.
—¿De qué estás hablando? —tercio con impotencia—. Mamá, ¿qué pasó en el funeral?
—La vida puede ser desagradable —dice Víctor—. Y todavía más si vives en la ignorancia. Si usted no se lo cuenta, lo haré yo. Porque ella me lo contó a mí, ¿entiende?
—¡De acuerdo! Lo que pasó… —La voz de mamá se convierte en un susurro.
—¿Qué?
—¡Que se presentaron los alguaciles! —Se sonroja—. En mitad de la recepción.
—¿Los alguaciles? Pero…
—Aparecieron sin previo aviso. Cinco. —Mira fijamente al frente mientras acaricia con un movimiento obsesivo al perro que tiene en el regazo—. Pretendían embargar la casa. Llevarse los muebles y todo lo demás. Resultó que tu padre no había sido… del todo honesto conmigo. Ni con nadie.
—Enséñele el segundo DVD —dice Víctor—. Y no me diga que no sabe dónde lo tiene.
Se hace una pausa. Luego, sin mirarnos, mamá se pone en pie, comienza a revolver en un cajón y saca un disco reluciente sin ningún rótulo. Lo pone en el reproductor y los tres nos arrellanamos en el sofá.
«Queridas. —Aparece papá en la misma habitación del otro DVD, con la misma bata afelpada y el mismo aire encantador—. Si estan mirando esto, quiere decir que la he palmado. Y hay algo que debn saber. Pero no puede, digamos… hacerse público. —Le da una buena calada a su puro, con gesto apesadumbrado—. Se ha producido una pequeña catástrofe en el frente económico. Yo no pretendía que tuvieran que cargar con las consecuencias. Ustedes son muy espabiladas y encontran la manera de arreglarlo. —Reflexiona un instante—. Pero si se ven en un aprieto, preguntenle al viejo Dickie Hawford. Él podría echarles una mano. Adiós, queridas mías.»
Alza su copa y la imagen desaparece.
Me vuelvo hacia mamá.
—¿Qué significa eso de «catástrofe»?
—Que había vuelto a hipotecar la casa —contesta con voz temblorosa—. Ése era su verdadero mensaje. El DVD llegó por correo una semana después de su muerte. ¡Pero ya era demasiado tarde! ¡Los alguaciles se habían presentado aquí el día del funeral! ¿Qué se suponía que debíamos hacer?
Ahora acaricia al whippet casi furiosamente, hasta que éste, con un gañido, escapa de sus garras.
—¿Y qué hicimos? —le pregunto.
—Habríamos tenido que venderlo todo. Mudarnos a otra zona. Amy tendría que haber dejado el colegio… —Se pasa las manos por la cara—. Así que intervino mi hermano amablemente. Y mi hermana, y… tú misma. Tú dijiste que terminarías de pagar la hipoteca. En la medida de tus posibilidades.
—¿Yo?
Me hundo en el sofá. La cabeza me da vueltas mientras intento encajar todo esto en el cuadro general. Me comprometí a pagar las deudas de papá.
—¿Es una hipoteca en un banco extranjero? —pregunto de repente—. ¿El banco se llama Uni… no sé qué?
—Tu padre hacía la mayoría de sus negocios en paraísos fiscales —prosigue—. Para despistar a los de Hacienda. No entiendo por qué no podía comportarse con honradez…
—¡Dijo que prefería mantenerte en la ignorancia! —exclama Víctor airado, apuntando con un dedo acusador a mi madre—. ¿Cómo se atreve siquiera a decir eso?
No puedo evitar que se me contagie su exasperación.
—Mamá, tú sabías que no recordaba el funeral y no me dijiste nada. ¿No comprendes que podría haberme ayudado a verlo todo más claro? No tenía ni idea de adónde iba ese dinero.
—¡Ha sido todo muy difícil! —Mamá mira al techo con ojos desorbitados—. He tratado de mantenerlo en secreto por Amy…
—Pero… —De pronto se me ocurre algo aún más siniestro—. Mamá, quiero preguntarte otra cosa. Papá… ¿estuvo en la cárcel?
Ella hace una mueca, como si le hubiera pisado un callo.
—Muy poco tiempo, querida. Hace muchos años… Fue un malentendido. Dejemos eso. Voy a hacer más café…
—¡No! —Me levanto de un salto y me pongo frente a ella—. ¡Escucha, mamá! No puedes vivir en una burbuja, como si no hubiera pasado nada. ¡Amy tiene razón! Tienes que salir de este… agujero en el tiempo.
—¡Myriam! —grita mamá, pero no le hago caso.
—Amy oyó que papá había estado en la cárcel, y se quedó con la idea de que es fantástico. Con razón se ha metido en tantos líos… ¡Claro! —Súbitamente, todas las piezas parecen encajar, como en el Tetris—. Por eso me volví de golpe tan ambiciosa. Por eso estaba tan obsesionada con el trabajo. Ese funeral lo cambió todo.
—Tú me lo habías contado —me dice Víctor—. Cuando aparecieron los alguaciles ella se desmoronó. —Le lanza una mirada despectiva—. Tuviste que ocuparte tú de mantenerlos a raya y tomar todas las decisiones… Cargaste con toda la responsabilidad.
—¡Dejen de mirarme como si toda la culpa fuera mía! —suplica mamá con voz trémula—. ¡Dejen de culparme! ¡No tienen ni idea de lo que ha sido mi vida! ¡Ni idea! Tu padre, ese hombre…
Se detiene bruscamente, y contengo la respiración mientras sus ojos se encuentran con los míos. Por primera vez, que yo recuerde, mi madre suena sincera. En la habitación no se mueve ni una mosca. Apenas me atrevo a animarla:
—¿Qué? —Mi susurro parece romper el hechizo—. Dime.
Demasiado tarde. El momento ha pasado. Mamá desvía la vista, elude mi mirada. Con una punzada repentina, la veo como si la viese por primera vez: con su peinado juvenil y su cinta para el pelo; con sus manos arrugadas; con el anillo de papá todavía en el dedo. Mientras la contemplo, ella busca a tientas la cabeza de un perro y empieza a darle palmaditas.
—¡Ya es casi hora comer, Agnes! —le dice al whippet con voz frágil—. A ver qué encontramos para ti…
—¡Mamá, por favor! —Me acerco a ella—. No puedes pararte ahora. ¿Qué ibas a decir?
No sé qué pretendo exactamente, pero en cuanto ella levanta la vista, comprendo que no voy a conseguirlo. Tiene otra vez esa expresión opaca, como si no hubiera pasado nada.
—Iba a decir simplemente… —ha recuperado su habitual aire de mártir— que antes de que empieces a culparme de todo lo que te ha ocurrido, deberías pensar en ese chico, en el novio aquel que estuvo en el funeral. ¿Dave?, ¿David? Él tiene mucha culpa. Deberías acusarlo a él.
—¿Chungo Dave? —La miro, alelada—. Pero si él… no asistió al funeral. Me dijo que se había ofrecido a acompañarme, pero que yo me negué. Me dijo… —La voz se me apaga repentinamente al ver cómo Víctor menea la cabeza, elevando los ojos al techo.
—¿Qué más te dijo?
—Que habíamos roto aquella misma mañana, que todo había sido muy bonito, que me había regalado una rosa. —¡Ay, Dios! ¿En que estaría yo pensando? ¿Llegué a creérmelo siquiera un poquito?—. Perdona.
Salgo fuera como una exhalación, completamente decepcionada con mi madre, con mi padre, conmigo misma por ser tan crédula. Saco el móvil y llamo a Chungo Dave directamente a la oficina.
—Auto Repair Workshop. —Es su voz, en plan profesional—. Dave Lewis para servirle.
—Chungo Dave, soy yo, Myriam —digo con tono glacial—. Quiero que vuelvas a contarme lo de nuestra ruptura. Y esta vez quiero oír la verdad.
—Cariño, te dije la verdad. —Suena muy seguro de sí mismo—. Tendrás que confiar en mí.
¡Qué ganas de darle un puñetazo!
—Escucha, cabeza de chorlito —le digo con una lentitud venenosa—. Estoy ahora mismo en el despacho de un especialista en neurología, ¿ok? Dicen que alguien me ha dado falsa información y que está interfiriendo en mis circuitos neuronales. Y que si no se corrige el problema de inmediato, podría sufrir daños cerebrales permanentes.
—Por Dios —se asusta—. ¿En serio?
Es más lerdo que un whippet.
—Sí. El especialista está aquí, a mi lado, intentando arreglar los circuitos de mi memoria. Así que quizá quieras hacer otro intento, esta vez con la verdad. ¿O prefieres hablar con el médico?
—¡No, no! ¡Está bien! —Ahora suena acobardado de verdad. Me lo imagino jadeando y pasándose un dedo por el cuello de la camisa—. Quizá no fue exactamente como te dije. Trataba de protegerte.
—¿Protegerme de qué? ¿Viniste al funeral?
—Sí, sí que fui —responde tras una pausa—. Me dediqué a pasear las bandejas de canapés. Procuré echar una mano, apoyarte.
—¿Qué ocurrió luego?
—Luego… —Se aclara la garganta.
—¿Qué?
—Me acoste con una camarera. ¡Fue por el estrés emocional! —añade rápidamente—. Es eso lo que nos hace cometer locuras. Creía que había cerrado con llave…
—¿Te pillé con las manos en la masa? —digo, incrédula.
—Sí. No estábamos desnudos ni nada. Bueno, un poco sí, obviamente…
—¡Basta! —Aparto el móvil de la oreja.
Necesito unos instantes para asimilarlo. Jadeando, cruzo el sendero de grava, me siento en la cerca del jardín y observo el rebaño de ovejas que hay al otro lado de la carretera sin hacer caso de los gritos que salen del teléfono.
Pillé a Chungo Dave engañándome. Bueno, claro, en realidad no tendría que sorprenderme. Me pongo otra vez al teléfono.
—¿Cómo reaccioné? Y no me vayas a decir que te di una rosa y que fue precioso.
—Bueno. —Chungo suelta un suspiro—. La verdad es que te subiste por las paredes. Empezaste a quejarte a gritos de tu vida, a decir que tenías que cambiarla de arriba abajo, que era una auténtica mierda, que me odiabas, que estabas asqueada de todo… Te lo digo, Myriam, fue una cosa nunca vista. Yo intenté calmarte, te ofrecí un bocadillo de camarones. Pero tú no querías nada. Sólo desahogarte a gritos.
—¿Y luego?
—No volvimos a vernos. La siguiente vez que te puse los ojos encima, estabas en la tele, con una pinta totalmente distinta.
—Ok. —Miro cómo vuelan en círculo un par de pájaros—. Podrías haberme dicho la verdad a la primera, ¿sabes?
—Lo sé. Perdona.
—Sí, ya.
—No, de verdad. —Ahora suena sincero—. Siento haberme tirado a aquella chica. Y siento lo que ella te dijo. Eso estaba fuera de lugar.
Vuelvo a sentarme, repentinamente en guardia.
—¿Qué dijo?
—Ah, es cierto que no recuerdas… Eh… nada. Yo tampoco me acuerdo.
—¿Qué dijo? —Me pongo de pie y aferró el teléfono—. Dime qué me dijo. ¡Chungo Dave!
—He de dejarte. Buena suerte con el médico. —Y cuelga. Vuelvo a marcar su número, pero no contesta. Maldito cabrón.
Entro en la casa y me encuentro a Víctor sentado todavía en el sofá, leyendo un ejemplar de Planeta Whippet.
—Qué tal. —Su rostro se ilumina—. ¿Cómo ha ido?
—¿Cómo me llamó la camarera en el funeral?
Víctor adopta un aire evasivo.
—No sé de qué me hablas. Oye, ¿has leído alguna vez Planeta Whippet? Porque es sorprendentemente interesante…
—Sabes muy bien de qué te hablo. —Me siento a su lado y tiro de su barbilla para obligarlo a mirarme—. Sé que te lo conté. Dímelo.
Él suspira.
—Myriam, es sólo un detalle. ¿Por qué darle tanta importancia?
—Porque… la tiene. Escucha, no puedes echarle la bronca a mi madre por vivir en un estado de permanente negación y luego no querer contarme algo que ocurrió en mi propia vida y que merezco saber. Dime cómo me llamó la camarera. Ahora. —Lo fulmino con la mirada.
—¡Está bien! —Alza las manos, rindiéndose—. Ya que quieres saberlo, te llamó Drácula.
¿Drácula? Pese a mí misma, pese a que ya no tengo los dientes saltones, noto cómo se me encienden las mejillas de pura mortificación.
—Myriam… —Víctor esboza una mueca afligida.
—No. —Le aparto la mano—. Estoy bien.
Con la cara todavía ardiendo, me pongo de pie y me acerco a la ventana, tratando de imaginarme la escena, de ponerme en la piel de la Myriam de entonces: Estamos en 2004. No me han dado la bonificación. Estamos celebrando el funeral de mi padre. Los alguaciles acaban de presentarse para desahuciarnos. Me encuentro a mi novio follándose a una camarera… Y ella me echa un vistazo y me llama Drácula.
Bueno. Esto empieza a encajar.
... Continuara.
Anyannca- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
PARECE QUE MYRIAM EMPIEZA A CONOCER LOS MOTIVOS DE SU CAMBIO, OJALA AHORA PUEDA SOLUCIONAR SU VIDA, SALUDOS
mats310863- VBB PLATINO
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