¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
gracias por los capitulos estuvieron fabulosos...pero siguele porfa y pronto que esta buenisima
jai33sire- VBB PLATINO
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Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
andaleee pues...myriam tienes k hablar mas con victor para k te acuerdes...
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
osea como k myriiam no c acuerda de viictor creo k ellos tiienen k hablar para k ella aclare su viida k creo k no es tan perfecta como myriiam cree hay y k bueno k ya aparecio viictor
Dianitha- VBB PLATINO
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Localización : chihuahua
Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
POBRE MYRIAM, DEBE SER TERRIBLE PERDER LA MEMORIA Y ENFRENTARTE CON UN SIN NÚMERO DE HECHOS QUE NO TIENEN EXPLICACIÓN, OJALA VÍCTOR LA AYUDE Y NO LA DEJE SOLA, AL IGUAL QUE SUS VIEJAS AMIGAS.
GRACIAS POR LOS CAPÍTULOS
GRACIAS POR LOS CAPÍTULOS
mats310863- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 01/06/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Capítulo 11
No puede ser.
La luz de la mañana se cuela por las persianas; llevo un buen rato despierta, pero soy incapaz de levantarme. Contemplo el techo, respirando despacio. La teoría, supongo, es que si estoy lo bastante quietecita quizá se calme la vorágine que tengo en la cabeza.
Por ahora ha demostrado ser una teoría muy chapucera.
Cada vez que repaso lo ocurrido anoche siento mareos. Creía que me estaba adaptando a esta nueva vida, que todo empezaba a cobrar sentido. Y ahora es como si se hubiera abierto el suelo bajo mis pies. Fi dice que soy una bruja repulsiva. Y ese tipo va y me suelta que soy su amante secreta. ¿Qué más? ¿Va a resultar que soy agente del FBI?
No puede ser. Y punto. ¿Por qué narices habría de engañar a Frank? Es atractivo, delicado, multimillonario. Y sabe conducir una lancha motora. Mientras que Víctor es como… no sé, desaliñado.
En cuanto a esa frasecita: «No tienes ni idea de tu vida», ¡menuda cara, el tipo! Yo sé un montón de cosas de mi vida, muchas gracias. Sé a qué peluquería voy, y qué pusieron de postre en mi boda, y con qué frecuencia nos acostamos Frank y yo… Está todo en el manual.
Además, ¿no es de una grosería espantosa? Uno no se presenta y le espeta a una mujer casada «Somos amantes» mientras está dando una cena en su casa con su marido. En fin, al menos eliges otro momento. O le escribes una carta.
No, una carta no…
Bueno, lo que sea. Y deja ya de pensar.
Me siento en la cama, aprieto el botón para subir las persianas y me paso los dedos por el pelo enredado, dándome tirones. La pantalla que tengo delante permanece apagada y un misterioso silencio me rodea. Después de vivir en mi piso de Balham, lleno de corrientes, se me hace raro este lugar tan hermético. Según el manual, no tenemos que abrir las ventanas porque eso distorsiona el sistema de aire acondicionado.
Ese Víctor debe de ser un psicópata. Seguro que se ceba en las personas con amnesia y les dice que es su amante, el muy descarado. Pero no hay ninguna prueba de que nosotros tuviéramos una aventura. Ninguna. No he encontrado nada que tenga que ver con él: una nota, una foto, un recuerdo.
Claro que tampoco iba a dejarlo en medio para que Frank lo encontrase, ¿no?, dice una vocecita en mi interior.
Permanezco unos momentos inmóvil, siguiendo el curso de mis pensamientos. Luego, con un impulso repentino, me levanto y voy al vestidor. Me acerco al tocador y de un tirón abro el primer cajón. Está lleno de envases de Chanel perfectamente alineados. Lo cierro y abro el siguiente, atestado de pañuelos doblados. En el siguiente hay un estuche de joyas y un álbum de fotos de ante, vacío.
Cierro el cajón lentamente. Incluso aquí, en mi rincón más íntimo, todo parece ordenado, esterilizado y como anulado. ¿Y el desorden? ¿Y los trastos, las cartas, las fotos? ¿Dónde están mis cinturones con tachuelas? ¿Y mis pintalabios de muestra, obsequio de alguna revista de cuarta? ¿Dónde estoy… yo?
Me apoyo en los codos, mordisqueándome una uña. Y de repente tengo una inspiración: el cajón de las bragas. Si hubiera escondido algo, sería allí. Abro el armario, tiro del cajón y empiezo a hurgar entre un mar satinado de La Perla… Pero no encuentro nada. Tampoco en el cajón de los sujetadores.
—¿Buscas algo? —Me vuelvo con un respingo y veo a Frank en el umbral. Me pongo roja como un tomate.
Lo sabe.
No, no seas estúpida. ¡Si no hay nada que saber!
—¡Hola! —Saco las manos del cajón con toda la calma, o eso intento—. Estaba buscando… unos sujetadores.
Ok, Myriam. Ésta es la razón principal de que no puedas tener una aventura. Mientes de pena.
¿Para qué iba a necesitar «unos sujetadores»? ¿Es que me han salido seis bubis?
—Me estaba preguntando —continúo, medio aturullada—. ¿Hay más chismes míos en otra parte?
—¿Chismes? —Frank arquea una ceja.
—Sí, cartas, diarios, esas cosas.
—Bueno, también está el escritorio del estudio. Ahí tienes todos tus archivos de trabajo.
—Claro. —Se me había olvidado el estudio. O tal vez pensaba que era territorio suyo.
—Una cena maravillosa, anoche. —Se adentra un par de pasos en el vestidor—. Te felicito, querida. No te habrá sido fácil.
—Fue divertido. —Me pongo en cuclillas y jugueteo con la correa del reloj—. Había gente interesante.
—¿No te resultó abrumador?
—Un poquito —contesto sonriendo—. Todavía tengo mucho que aprender.
—Ya sabes que puedes preguntarme lo que quieras. Para eso estoy —dice, abriendo las manos—. ¿Algo en concreto?
Le devuelvo la mirada en silencio. «¿Sabes si me he tirado a tu arquitecto?»
—Bueno. —Me aclaro la garganta—. Ya que lo preguntas… Estaba pensando… Nosotros somos felices juntos, ¿no? Formamos una pareja feliz… y fiel, ¿verdad? —Creo que he dejado caer «fiel» muy sutilmente, pero su oído aguzado la pesca al vuelo.
—¿Fiel? —repite, con el entrecejo fruncido—. Yo nunca te he sido infiel, Myriam. No me lo plantearía siquiera. Hicimos unos votos. Asumimos un compromiso.
—Por supuesto. Sin duda.
—No entiendo cómo se te puede haber ocurrido. —La verdad es que parece estupefacto—. ¿Te ha dicho alguien otra cosa? ¿Alguno de los invitados? Porque quienquiera que sea…
—¡No! ¡Nadie me dijo nada! Sólo que… todo es tan nuevo y tan extraño… —Hablo a trompicones, la cara me arde—. Bueno… se me ha ocurrido preguntarte. Simple interés.
Vale, así que el nuestro no es un matrimonio abierto y «moderno». Por si necesitaba saberlo.
Cierro el cajón de los sujetadores, abro otro al azar y observo tres filas de medias primorosamente dobladas mientras la cabeza me va a mil por hora. Debería cambiar de tema. Pero no puedo evitarlo, tengo que investigar.
—Eh… y ese tipo… —Arrugo la frente exageradamente, como si no pudiera recordar su nombre—. El arquitecto.
—Víctor.
—Eso es, Víctor. Parece buen tipo —digo encogiéndome de hombros.
—De lo mejor que hay. A él se debe nuestro éxito en gran parte. Es la persona con más imaginación que conozco.
—¿Imaginación? —Me aferró a ese detalle—. ¿Quieres decir que se pasa a veces de imaginativo? ¿Una especie de… fantasioso?
—No. —Me mira perplejo—. En absoluto. Es mi mano derecha. Pondría mi vida en sus manos sin dudarlo.
Antes de que pueda preguntarme a qué viene tanto interés, el teléfono da un timbrazo repentino para mi alivio.
Frank sale del dormitorio para responder y me apresuro a cerrar el cajón de las medias. Estoy a punto de darme por vencida y abandonar el registro de mi propio armario cuando descubro una cosa en la que no me había fijado hasta ahora. Hay un cajoncito disimulado en la base del armario, con un pequeño teclado numérico.
¿Un cajón secreto?
El corazón se me acelera. Me agacho y marco la clave que utilizo siempre: 4591. Se oye un chasquido y el cajón se abre. Mirando la puerta de reojo por si aparece Frank, tanteo sigilosamente con la mano y tropiezo con algo duro, el mango de un…
Látigo.
Me quedo tan pasmada que no puedo ni moverme. Es un látigo pequeño con tiras de cuero negro; vamos, un artículo directamente salido del Palacio del Sado. Su visión me deja paralizada. ¿Será esto el látigo de mi adulterio? ¿Me he convertido en una persona totalmente distinta? ¿En una fetichista, una asidua de los locales sadomaso que somete a los hombres vestida con un corsé de tachuelas?
Siento unos ojos clavados en mí. Frank está en el umbral, mirando el látigo y enarcando las cejas con aire socarrón. Me llevo un susto de muerte.
—¡Ah! Eh… ¡He encontrado esto aquí! No sabía…
—Será mejor que no lo dejes a la vista —dice con aire divertido—. No vaya a ser que lo encuentre Gianna.
Lo miro de hito en hito mientras mi cerebro alelado trabaja a marchas forzadas. Frank está al corriente. Sonríe. Lo cual significa…
No. No puede ser.
¡Ni hablar!
—¡Esto no estaba en el manual! —Quería decirlo en tono ligero y burlón, pero me sale un chillido histérico.
—No todo está en el manual. —Sus ojos destellan.
Ok, pero eso es cambiarme las reglas. Yo creía que todo, absolutamente todo, figuraba allí.
Le echo una mirada nerviosa al látigo. Entonces… ¿cómo es la cosa? ¿Yo lo azoto? ¿O es él…?
No quiero ni pensarlo. Vuelvo a meterlo en el cajón y lo cierro de un golpe. Me sudan las manos.
—Eso es. —Frank me guiña un ojo—. Bien guardado. Hasta luego.
Me deja sola y un momento después oigo la puerta principal.
Creo que me iría bien un trago de vodka.
Al final, me decido por una taza de café y un par de galletas que Gianna me cede de su alijo personal. Dios mío, echo mucho de menos las galletas. Y el pan. Y las tostadas. Me muero por una buena tostada crujiente y doradita, cubierta de mantequilla…
En fin. Deja de fantasear sobre carbohidratos. Deja de pensar en el látigo. Un látigo en miniatura. Muy bien. ¿Y qué?
Mamá viene a las once, pero no tengo nada que hacer hasta entonces. Me paseo por la sala, me siento en el brazo del inmaculado sofá y abro una revista, pero la cierro a los dos minutos. Estoy demasiado crispada. Es como si hubieran empezado a surgir grietas en esta vida tan perfecta. No sé qué pensar. No sé qué hacer.
Dejo la taza de café y me miro las uñas impecables. Yo era una chica normal con el pelo de escarola, los dientes salidos y un novio chungo. Con un trabajo cutre, un grupo de amigas con las que echar unas risas y un piso diminuto y acogedor.
Y ahora… Aún reacciono con retraso cuando veo mi reflejo en un espejo. Y no veo mi personalidad reflejada por ningún lado en este apartamento. El reality show de la tele… los tacones altos… mis amigas que no quieren ni verme… un tipo que me dice que es mi amante secreto… No sé en qué me he convertido. No comprendo qué demonios me ha pasado.
Siguiendo un impulso, dejo la revista y voy al estudio. Ahí está mi escritorio, pulcro y reluciente, con la silla perfectamente colocada en su sitio. Nunca he tenido un escritorio tan ordenado. No es de extrañar que no supiera que es mío. Me siento y abro el primer cajón. Está lleno de cartas ordenadas en carpetas de plástico. En el segundo están los extractos bancarios, atados con cordel azul.
Rayos. ¿Desde cuándo me he vuelto tan minuciosa?
Abro el último, el más grande, esperando encontrar una hilera de frascos de Liquid Paper perfectamente alineados, o algo por el estilo. Pero está vacío, aparte de un par de papeles.
Saco los extractos bancarios y los hojeo deprisa. Me quedo estupefacta al ver mi sueldo, que es al menos tres veces más de lo que ganaba antes. La mayor parte del dinero sale de mi cuenta personal y va a la cuenta conjunta que tengo con Frank. Pero una cantidad considerable va cada mes a una cosa llamada «Cta. Unito». Tengo que averiguar qué es.
Dejo los extractos y saco los papeles del último cajón. Uno está escrito con mi letra, pero con tantas abreviaturas que no entiendo ni jota. Casi parece un código cifrado. En el otro, un trozo de hoja arrancado de un bloc, hay únicamente tres palabras garabateadas a lápiz con mi letra:
Yo sólo deseo
Las contemplo, absorta. ¿Qué? ¿Qué deseaba?
Mientras le doy vueltas al papel, intento imaginarme a mí misma escribiendo esas palabras. Incluso —aunque sé que no tiene sentido— trato de recordarme escribiéndolas. ¿Fue hace un año? ¿Seis meses? ¿Tres semanas? ¿En qué estaría pensando?
Suena el timbre. Doblo el papel con todo cuidado y me lo meto en el bolsillo. Luego cierro el cajón de golpe.
Mamá se ha traído tres perros: tres whippet enormes y llenos de energía a este loft impoluto e inmaculado. Que Dios nos agarre confesados.
—Hola, mamá. —Mientras recojo su raída chaqueta acolchada y voy a darle un beso, dos chuchos salen disparados hacia el sofá—. Wow… ¡Has venido acompañada!
—Los pobrecitos se han puesto tan tristes cuando iba a salir… —Tiene al tercero abrazado y restriega la mejilla contra su hocico—. Agnes se siente un poco vulnerable últimamente.
—Ya. Pobrecita. ¿No podías dejarla en el coche?
—¡Cariño! ¡No puedo abandonarla! —Eleva los ojos al cielo—. No ha sido fácil organizar este viaje a Londres, ¿sabes?
Vaya por Dios. Ya sabía yo que ella no quería venir. Toda esta visita es fruto de un malentendido. Sólo le dije por teléfono que me sentía rara rodeada de tantos desconocidos, y ella se puso a la defensiva y me espetó que por supuesto pensaba hacerme una visita. Así que acabamos quedando para hoy.
Un perro ha puesto las patas en la mesita del café; el otro se ha subido al sofá y está mordisqueando un cojín. Si el sofá vale diez mil, ese cojín debe de costar mil libras él sólito.
—Mamá, ¿podrías sacar ese perro del sofá?
—Raphael, ¡cuidadito con hacer estropicios! —le advierte. Y a continuación suelta a Agnes, que se apresura a reunirse con Raphael y con el otro, como demonios se llame.
Ahora hay tres whippet retozando en el sofá de Frank. Espero que no se le ocurra encender las cámaras en este momento.
Vuelve a sonar el timbre. Ahora es Amy la que aparece, con aire enfurruñado y las manos en los bolsillos.
—¿Tienes Coca-Cola light? —me suelta a modo de saludo.
—En la cocina, creo —contesto distraídamente. Ahora estoy demasiado ocupada—. ¡Perritos! ¡Fuera del sofá!
Ni caso.
—¡Venid, pequeñines! —Mamá saca unas galletas de los bolsillos de su rebeca y los tres dejan de roer el tapizado y salen disparados hacia ella—. Muy bien. Sin un solo desperfecto. —Compruebo el cojín aplastado que Raphael acaba de soltar. No vale la pena decir nada.
—No hay Coca-Cola light. —Amy regresa de la cocina desenvolviendo una piruleta. Se le ven unas piernas larguísimas con esos vaqueros tan ceñidos y esas botas—. ¿No tendrás Sprite?
—Quizá. Oye… ¿tú no deberías estar en el colegio?
—No —repone encogiéndose de hombros.
—¿Cómo que no? —Noto una repentina tensión en el aire.
Ninguna de las dos responde de inmediato. Mamá se ajusta su cinta de terciopelo.
—Amy tiene un problemilla —dice por fin—. ¿No, Raphael?
—Estoy expulsada temporalmente. —Con aire arrogante, se sienta y pone las botas sobre la mesita.
—¿Expulsada? ¿Por qué?
Silencio. Mamá no parece haberme oído.
—¿Mamá? —insisto.
—Me temo que Amy ha vuelto a hacer de las suyas —explica con una mueca.
—¿Y eso qué significa?
Amy nunca se ha distinguido por sus trastadas. Al contrario. Es muy ingenua.
—¡Tampoco había para tanto! ¡Se han pasado un montón conmigo! —protesta, quitándose la piruleta de la boca—. Lo único que hice fue llevar al cole a esa vidente.
—¿A una vidente?
—Bueno. —Me mira con una sonrisita socarrona—. La conocí en un bar. No sé si tiene poderes, pero todo el mundo se lo tragó. Les cobré diez pavos por cabeza y ella les dijo a todas que iban a conocer muy pronto a un chico. Se quedaron encantadas. Hasta que un profesor se enteró.
—¿Diez libras por cabeza? —repito, incrédula—. ¡No me extraña que estés metida en un lío!
—Es el último aviso —me dice, orgullosa.
—¿Por qué? ¿Qué más has hecho?
—No gran cosa. Bueno… durante las vacaciones hice una recolecta para esa profesora de mates, la señorita Winters, que había sido internada en un hospital. —Se encoge de hombros—. Dije que estaba en las últimas y todo el mundo puso un montón de pasta. Me saqué más de quinientos pavos. —Se ríe sorbiéndose la nariz—. ¡Fue una pasada!
—Cariño, eso es obtener dinero de modo fraudulento. —Mamá retuerce su collar de ámbar y acaricia con la otra mano a uno de los perros—. La señorita Winters estaba muy contrariada.
—Le regalé una caja de bombones, ¿no? —replica Amy sin ningún arrepentimiento—. Además, no era mentira. Te puedes morir de verdad por una liposucción.
Estoy confusa. ¿Cómo es posible que mi dulce e inocente hermanita se haya convertido en semejante criminal?
—Necesito crema para los labios —anuncia ella, quitando los pies de la mesa—. ¿Puedo usar la de tu tocador?
—Eh… claro. —En cuanto desaparece, me vuelvo hacia mamá—. ¿Pero qué ha pasado? ¿Cuánto lleva metiéndose en líos?
—Pues… los últimos dos años —contesta sin mirarme, como si le hablara al perro que tiene en el regazo—. Es una buena chica, en el fondo, ¿verdad, Agnes? Sólo que se deja arrastrar por el mal camino. Unas chicas mayores la incitaron al robo, no fue culpa suya.
—¿Qué robo? —pregunto alucinada.
—Bueno. —Pone expresión afligida—. Fue un desafortunado incidente. Se quedó con la chaqueta de un compañero de clase y cosió detrás una cinta con su nombre. Luego estaba muy arrepentida.
—Pero… ¿porqué?
—Nadie lo sabe, cariño. Le sentó muy mal la muerte de su padre, y desde entonces ha sido prácticamente una tras otra.
No sé qué responder. Quizá sea normal que una adolescente se desmande un poco después de perder a su padre.
—Esto me recuerda otra cosa. Tengo algo para ti, Myriam —me dice, hurgando en su bolsa de lona y sacando un DVD—. Es el último mensaje de tu padre. Hizo una grabación de despedida antes de la operación. Por si acaso. La pusieron en el funeral. Si no la recuerdas, deberías verla. —Me la entrega sosteniéndola con dos dedos, como si estuviese contaminada.
El último mensaje de papá. Todavía no puedo creer que lleve tres años muerto.
—Será como volver a verlo. Qué impresionante que se le ocurriera hacer una grabación.
—Sí, bueno, ya sabes cómo era. Siempre tenía que ser el centro de atención.
—¡Por favor, mamá! A mí me parece normal ser el centro de atención en tu propio funeral.
Ella simula no haberme oído. Su truco de siempre cuando la gente habla de algo que no le gusta. Se hace la loca y cambia de tema.
En efecto, enseguida levanta la vista y me dice:
—Tal vez puedas echarle a Amy una mano, cielo. Estabas pensando en buscarle un puesto de interina en tu oficina.
—¿De interina? —Arrugo el entrecejo—. No sé qué decirte… —Mi situación en la empresa ya es bastante complicada sin que Amy ande por allí quejándose y haciendo aspavientos.
—Sólo una semana o dos. Tú dijiste que habías hablado en la oficina y que estaba todo arreglado…
—Quizá. Pero ahora todo es distinto. Ni siquiera me he reincorporado y tengo que volver a aprenderlo todo…
—Tú has hecho una carrera brillante —continúa.
Sí, impresionante. De asistente a bruja repulsiva en un solo paso.
Se hace un silencio. Sólo se oyen los perros, que corretean por la cocina. No quiero ni pensar qué estarán haciendo.
—Justamente estaba pensando en eso —le digo—. Quiero reunir otra vez todas las piezas… y no me acaban de encajar. ¿Por qué me presenté a ese programa de la tele? ¿Cómo me convertí en una mujer dura y ambiciosa de la noche a la mañana? No consigo comprenderlo.
—No tengo ni idea, hija. —Tampoco tiene mucho interés. Ahora parece muy ocupada buscando algo en su bolsa—. Una quiere mejorar en su trabajo, es natural.
—Eso no tuvo nada de natural. —Me inclino hacia delante, a ver si consigo captar su atención—. Nunca fui una de esas profesionales enérgicas, tú lo sabes. ¿Por qué cambiaría tan de sopetón?
—Cariño, hace mucho de eso, ya no recuerdo… ¿No eres una buena chica? ¿No eres la chica más guapa del mundo?
Le está hablando a un perro, me doy cuenta de golpe. Ni siquiera me escucha. Típico de ella.
Amy se acerca, chupando aún su piruleta.
—Estaba hablando con Myriam de que pases una temporada de interina en su oficina —le dice mamá—. ¿Te gustaría?
—Cuando haya vuelto a incorporarme —aclaro.
—Pues, supongo.
Ni siquiera parece agradecida.
—Con algunas normas básicas, desde luego —le advierto—. No puedes estafar a mis compañeros. Ni robarles.
—¡Yo no robo! —grita—. Sólo era una chaqueta de mierda. Y fue un malentendido. ¡Por favor!
—No fue sólo la chaqueta, cielo —dice mamá.
—Todo el mundo piensa mal de mí. Cada vez que desaparece algo, me convierto en el chivo expiatorio. —Está pálida, le brillan los ojos. Se encoge de hombros y yo me siento culpable. Tiene razón, la he juzgado sin conocer los hechos.
—Perdona —le digo en tono conciliador—. Estoy segura de que no robaste nada.
—Como quieras —replica sin mirarme—. Échame la culpa de todo si quieres. Igual que los demás.
—No, no. —Me acerco a ella, junto a la ventana—. Amy, perdona. Sé que todo ha sido muy duro desde que murió papá… Ven —le digo, abriendo los brazos.
—Déjame en paz —exclama con brusquedad.
—Pero…
—¡Lárgate! —Retrocede y alza los brazos para zafarse de mí.
—¡Venga, hermanita! —Insisto y la abrazo con fuerza. Pero me echo atrás enseguida—. ¡Uy! ¡Cómo pinchas!
—¿Yo?
Miro extrañada su chaqueta llena de bultos.
—¿Qué demonios llevas en los bolsillos?
—Latas —dice a bote pronto—. De atún y maíz.
—¿De maíz? —repito pasmada.
—¡Otra vez no! —exclama mamá, cerrando los ojos—. Amy, ¿qué has cogido ahora?
—¡Déjame en paz! ¡No he cogido nada!
Levanta la mano, airada, y le salen disparados de la manga dos pintalabios. Aterrizan en el suelo con estrépito y las tres nos quedamos mirándolos. Son de Channel.
—¿Son míos? —pregunto al fin.
—¡No! —responde Amy, furiosa y completamente colorada.
—Claro que sí.
—Como si fueras a enterarte —replica enfurruñada—. Tienes miles.
—¡Ay, Amy! —dice mamá, apenada—. Vacíate los bolsillos.
Ella le lanza una mirada asesina y empieza a sacarse cosas de los bolsillos y dejarlas en la mesita del café. Dos cremas hidratantes nuevas. Una vela de Jo Malone. Un cargamento de maquillaje. Un juego de perfumes Christian Dior.
La observo con ojos desorbitados.
—Ahora quítate la camiseta —le ordena mamá, como si fuera una agente de inmigración.
—¡Esto es injusto! —murmura Amy. Se quita la camiseta con cierto esfuerzo y me quedo boquiabierta. Debajo lleva un vestido de tirantes de Armani remetido de cualquier manera en los pantalones; cuatro o cinco sujetadores La Perla en torno a la cintura y, colgados de ellos, dos bolsitos de noche.
—¿Has cogido un vestido? ¿Y sujetadores?
—Vale, ¿quieres tu vestido? Muy bien. —Se quita todo, una capa tras otra, y lo tira sobre la mesa—. ¿Satisfecha? —grita desafiante—. No es culpa mía. Mamá no me da dinero para ropa.
—¡Menuda tontería! —bufa mamá—. Tienes ropa a montones.
—¡Toda pasada de moda! —responde Amy a gritos. Es evidente que ya han tenido esta discusión otras veces—. ¡No todos vivimos en los setenta! ¿Cuándo vas a enterarte de que estamos en el siglo XXI? —Señala su vestido—. ¡Es patético!
—¡Basta, Amy! —le digo—. Ésa no es la cuestión. Además, esos sujetadores ni siquiera te van.
—Se pueden vender en eBay —replica mordaz—. Lujosos sujetadores de fantasía.
Se pone la camiseta, se sienta en el suelo y empieza a enviar un sms con su móvil.
Entre una cosa y otra, me tienen enloquecida.
—Amy, quizá deberíamos mantener una pequeña charla. Mamá, ¿por qué no vas a preparar café?
Ella también está de los nervios y acoge la propuesta con alivio. En cuanto se ha ido, me siento en el suelo frente a mi hermana, que no levanta la vista.
Ok. He de ser comprensiva. Sé que hay una gran diferencia de edad entre las dos. Además, ni siquiera recuerdo una parte de su vida. Pero seguro que hay un vínculo entre nosotras.
—Escucha, Amy —empiezo con mi mejor voz de hermana mayor enrollada—. No puedes andar por ahí robando, ¿entiendes? No puedes sacarle dinero a la gente.
—Que te den —murmura ella sin levantar la cabeza.
—Te meterás en líos. Te echarán a patadas del colegio.
—A la mierda —me suelta—. Que te den… y que te den.
—¡Escucha! —le digo, haciendo acopio de paciencia—. Sé que las cosas pueden ser duras. Y es posible que te sientas sola viviendo con mamá. Pero si algún día quieres que hablemos, si tienes problemas, aquí estoy. Llámame o mándame un mensaje. A cualquier hora. Saldremos a tomar un café o nos iremos al cine…
Me detengo. Amy sigue enviando un mensaje con una mano.
—¡Que te den a ti, nena! —exclamo furiosa.
Maldita mocosa descarada. Si mamá se cree que le voy a dar un puesto en la empresa, va fina.
Nos quedamos ahí sentadas, sumidas en un espeso silencio. Luego me acuerdo del DVD de papá; sin levantarme del suelo, me acerco al reproductor y lo meto en la ranura. La pantalla gigante de la pared opuesta se enciende en el acto y enseguida aparece el rostro de mi padre.
Lo contemplo absorta. Está en un sillón con una bata afelpada roja, aunque no reconozco la habitación. Normal: no llegué a ver la mayoría de los sitios donde vivió. Tiene la cara demacrada, como la tenía cuando se puso enfermo. Era como si se estuviese desinflando lentamente. Pero sus ojos verdes centellean y tiene un puro en la mano.
«Hola —dice con voz ronca—. Soy yo. Bueno, ya lo saben. —Se le escapa una risita que se convierte en una tos seca. Él la alivia dándole una buena calada al puro, como si fuese un trago de agua—. Todos sabemos que esta operación sólo tiene un cincuenta por ciento de posibilidades. Culpa mía, por castigarme el cuerpo de esta manera. O sea que he pensado en dejaros un pequeño mensaje, por si acaso.»
Hace una pausa y le da un trago a un vaso de whisky. La mano le tiembla cuando vuelve a dejarlo. ¿Sabía que se iba a morir? Tengo un nudo en la garganta. Miro de soslayo a Amy. Ella ha dejado el teléfono; se ha quedado paralizada también.
«Disfruten de la vida —dice papá a la cámara—. Sean felices. Sean buenas entre ustedes. Barbara, deja de vivir a través de esos malditos chuchos. No son humanos. Nunca te querrán ni te apoyarán ni se irán a la cama contigo. Salvo que estés muy desesperada.»
Me llevo la mano a la boca.
—¡No puede haber dicho eso!
—Ya lo creo —dice Amy con una risita—. Mamá se levantó y se fue en cuanto lo oyó.
«Sólo tienen una vida, queridas mías. No la malgasten.»
Mira a la cámara con los ojos brillantes y de repente me acuerdo de cuando venía a buscarme al colegio con su coche deportivo. «¡Es mi papá!», le explicaba a todo el mundo. Los niños miraban el coche boquiabiertos y las madres no podían dejar de echarle miradas furtivas, tan atractivo estaba con su chaqueta de lino y su bronceado español.
«Sé que me he equivocado más de una vez —continúa—. Sé que no he sido un buen padre de familia. Pero, con la mano en el corazón, lo he hecho lo mejor que he podido. Adiós, queridas mías. Nos vemos en el otro barrio.» Levanta la copa hacia la cámara y echa un trago. Luego la pantalla se apaga.
El DVD sale con un chasquido, pero ni Amy ni yo nos movemos. Mientras sigo contemplando la pantalla vacía, me siento más desolada que nunca. Mi padre está muerto. Lleva muerto tres años. No podré volver a hablar con él nunca más. Ni hacerle un regalo de cumpleaños. Ni pedirle consejo. No es que se le pudiera pedir consejo sobre demasiadas cosas. Tal vez sobre dónde comprar lencería sexy… Pero bueno. Miro a Amy; ella me devuelve la mirada y se encoge de hombros.
—Un mensaje muy bonito —digo, decidida a no ponerme sentimental ni mucho menos a llorar—. Papá terminó bien.
—Sí. Es cierto.
El hielo entre nosotras parece haberse derretido. Amy hurga en su bolso y saca un estuche de maquillaje. Mirándose en el espejito, se pinta con destreza con un lápiz de labios. Nunca la había visto maquillarse, salvo cuando jugábamos a pintarnos.
Amy ya no es una niña, pienso mientras la observo. Está a punto de convertirse en una mujer. Hoy las cosas no han ido demasiado bien entre nosotras, pero a lo mejor fuimos amigas en el pasado.
Quizá era mi confidente.
—Oye, Amy —le digo bajando la voz—. ¿Hablábamos a menudo antes del accidente? Nosotras dos, quiero decir. De… nuestras cosas. —Echo un vistazo hacia la cocina para asegurarme de que mamá no nos oye.
—Un poco. —Se encoge de hombros—. ¿A qué te refieres?
—Estaba pensando… —Intento parecer natural—. Por pura curiosidad… ¿te hablé alguna vez de un tal Víctor?
—¿Víctor? —Hace una pausa, con el lápiz de labios en la mano—. ¿Quieres decir ése con el que te fuiste a la cama?
—¿¡Cómo!? ¿Estás segura? —¡Dios mío! Es cierto.
—Claro. —Parece sorprendida de mi reacción—. Me lo contaste en Nochebuena. Estabas bastante borracha.
—¿Qué más te conté? —El corazón me late enloquecido—. Dime todo lo que recuerdes.
—¡Me lo contaste todo! —dice con los ojos brillantes—. Con detalles. Era tu primera vez, y él perdió el condón, y tú estabas muriéndote de frío en medio de las pistas del cole…
—¿En las pistas…? —Me la quedo mirando—. ¿No querrás decir… no estarás hablando de Vicente?
—¡Ah, sí! —Chasquea la lengua—. Ése. Vicente. El que estaba en el grupo de rock. ¿Por qué? ¿Tú en quién estabas pensando? —Termina de arreglarse los labios y me mira con interés renovado—. ¿Quién es Víctor?
—Nadie —me apresuro a decir—. Un… tipo. Nadie importante.
¿Lo ves? No hay pruebas. Si de verdad tuviera una aventura, habría dejado algún rastro. Una nota, una foto, un diario. O lo sabría Amy, algo así…
Lo cierto es que estoy felizmente casada con Frank. Ésa es la verdad.
Mamá y Amy se han marchado hace un rato, después de engatusar a un whippet para que saliera del Jacuzzi, donde se estaba peleando con una toalla. Ahora voy en el coche con Frank, deslizándome por la orilla del Támesis. Él tenía una reunión con Ava, su interiorista, y me ha propuesto que le acompañase a ver el piso piloto de su último proyecto: el Blue 42.
Todos los edificios de Frank se llaman así, Blue y un número. Es la marca de la empresa. Y resulta que tener una marca es indispensable para vender el estilo de vida loft. Como lo es tener puesta la música adecuada y exhibir en la mesa una cubertería de diseño. Al parecer, Ava es genial eligiendo cuberterías.
Yo ya sabía de Ava por el manual. Tiene cuarenta y ocho, está divorciada, trabajó durante veinte años en Los Ángeles, ha escrito una serie de libros de interiorismo y diseña todos los pisos piloto de la empresa de Frank.
—Hoy he mirado mis extractos bancarios —le digo mientras avanzamos entre el tráfico—. Según parece, estoy enviando dinero regularmente a un sitio llamado Unito. Y en el banco me han dicho que es una cuenta de un paraíso fiscal.
—Vaya, vaya —asiente. No parece ni remotamente interesado. Aguardo por si comenta algo más, pero él enciende la radio.
—¿Tú sabías algo? —le pregunto, levantando la voz.
—No. —Se encoge de hombros—. Pero no es mala idea tener un poco de dinero en un paraíso fiscal.
—Ok.
No me satisface nada su respuesta. Casi me dan ganas de empezar una pelea. Aunque no sé bien por qué.
—He de poner gasolina —anuncia, desviándose y entrando en una estación de servicio—. No tardo nada…
—Oye —le digo cuando abre la puerta—, ¿me traes una bolsa de papitas? Con sal y vinagreta, si hay.
—¿Una bolsa de papitas? —Me mira como si le hubiese pedido una dosis de heroína.
—Sí, papitas.
—Cariño, tú no comes papitas. Está en el manual. Nuestro nutricionista nos recomendó una dieta proteínica baja en carbohidratos.
—Ya… ya lo sé. Pero todo el mundo tiene derecho a darse un gusto de vez en cuando, ¿no? Y a mí ahora me apetecen unas papas.
Frank no sabe qué decir durante un instante.
—Los médicos ya me advirtieron que podrías comportarte de un modo irracional y tomar decisiones extrañas —murmura como si hablara consigo mismo.
—¡Comerse una bolsa de papas no tiene nada de irracional! ¡No son un veneno!
—Cielo, lo digo por ti. —Ahora adopta su tono cariñoso—. Sé muy bien lo que te costó bajar esas dos tallas. Gastamos un montón en un entrenador personal. Si ahora quieres echarlo por la borda por una bolsa de papas… tú sabrás. Aun así, ¿insistes?
—Sí —replico, más desafiante de lo que desearía.
Una sombra de irritación le cruza el rostro, pero enseguida la convierte en una sonrisa.
—Como quieras. —Y cierra la puerta con estrépito.
Unos minutos más tarde, vuelve con la bolsa.
—Aquí tienes. —Me la tira en el regazo y arranca.
—Gracias. —Le sonrío, aunque él no parece advertirlo.
Mientras se concentra en el volante intento abrir la bolsa, pero tengo la mano izquierda algo torpe aún y no logro agarrarla bien. Al final, me la pongo entre los dientes, tiro con fuerza con la mano derecha y… explota la bolsa entera.
Mierda. Hay papas por todas partes. Por los asientos, por la palanca del cambio, por la ropa de Frank.
—¡Dios! —exclama cabreado—. ¿Las tengo en el pelo también?
—Perdona —digo mientras le sacudo la chaqueta—. Lo siento muchísimo…
El aroma a vinagreta inunda el coche. Mmmm… delicioso.
—Tendré que hacer lavar el coche de arriba abajo —refunfuña arrugando la nariz—. Y tengo la chaqueta llena de grasa.
—Lo siento mucho, Frank —murmuro, quitándole los últimos trocitos—. Yo pagaré la tintorería. —Me arrellano en mi asiento, cojo una papa enorme de mi regazo y me la meto en la boca.
—¿Pero te la vas a comer? —Parece fuera de sí.
—La tenía en la falda —protesto—. ¡No la he cogido del suelo!
Nos quedamos callados. Disimuladamente, me como unas cuantas más, procurando que no crujan demasiado.
—No es culpa tuya —dice Frank, con la mirada fija en la calzada—. Te diste un golpe en la cabeza. Aún no puedo esperar una normalidad total.
—Yo me siento muy normal.
—Claro que sí. —Me da unas palmaditas, aunque sólo logra ponerme todavía más envarada. Ok, quizá no esté recuperada del todo, pero sé que una bolsa de papas no te convierte en una enferma. Voy a decírselo cuando él pone el intermitente, gira para cruzar unas puertas que se abren a nuestro paso y entramos en una explanada. Luego apaga el motor.
—Ya estamos. —Percibo una nota de orgullo en su voz mientras señala el edificio—. Ésta es nuestra última criatura.
Levanto la vista, abrumada. Ya se me han olvidado las papas. Tengo ante mí un edificio blanco nuevecito, con balcones curvados, un toldo en la entrada y una escalinata de granito que termina en unas puertas imponentes de marco plateado.
—¿Tú has hecho esto? —le digo por fin.
—Bueno, no con mis propias manos —contesta riendo—. Vamos.
Abre la puerta, se sacude un par de papitas de los pantalones y baja del coche. Yo lo sigo, maravillada, mientras un portero de uniforme viene a abrirnos. El vestíbulo es todo de mármol blanquísimo y está decorado con columnas. Esto es un verdadero palacio.
—Increíble. ¡Qué glamur! —No dejo de reparar en detalles de un gusto exquisito, como los zócalos con incrustaciones o el cielo pintado en el techo.
—El ático tiene su propio ascensor. —El portero asiente y Frank me guía hasta el fondo del vestíbulo. El ascensor, con revestimientos de marquetería, es precioso—. En el sótano hay una piscina, un gimnasio y una sala de cine para los inquilinos. Aunque, por supuesto —añade—, la mayoría de los apartamentos tienen su gimnasio y su proyector de cine propios.
Lo miro para ver si me toma el pelo; parece que no.
—Ya hemos llegado. —Las puertas se abren con un leve chasquido y salimos a un vestíbulo circular lleno de espejos. Frank presiona con suavidad uno de los espejos. Es una puerta; en cuanto se abre, me quedo embobada.
Ante mí se extiende una estancia kilométrica. Es un espacio, no una habitación. Tiene ventanales de cristal hasta el techo, una chimenea en la que puedes entrar andando y, en la pared opuesta, una enorme plancha de acero por la que cae en cascada una corriente de agua.
—¿Es agua de verdad? —pregunto estúpidamente.
Frank se echa a reír.
—A nuestros clientes les gustan estos detalles únicos. ¿Divertido, no? —Coge un mando, apunta a la cascada y el agua se ve bañada de repente por una luz azul—. Hay diez luces distintas programadas… ¿Ava? —llama.
Enseguida aparece por una puerta empotrada una rubia delgadísima con gafas sin montura, tejanos grises y una blusa blanca.
—¡Eh, Myriam! —me saluda con su acento de la costa Este—. ¡Ya estás repuesta! —Me estrecha una mano entre las suyas—. Me enteré de lo que te pasó. Pobrecilla.
—Estoy bien —sonrío—. Tratando de ponerme otra vez en marcha… ¡Este sitio es increíble! Y toda esa agua…
—El agua es el tema central del apartamento piloto —me explica Frank—. Hemos seguido estrictamente los principios del feng-shui, ¿verdad, Ava? Cosa que tiene suma importancia para nuestro target de gama extra alta…
—¿Extra qué?
—Los más ricos —aclara—. Nuestro mercado potencial.
—El feng-shui es fundamental para esa gama social —asiente Ava—. Frank, acabo de recibir los peces para la suite principal. ¡Son impresionantes! Cada uno cuesta trescientas libras —me explica—. Los hemos alquilado expresamente.
Gama extra no sé qué. Peces alquilados. Cascadas de colores. Esto es otro mundo. No tengo palabras; me limito a mirar en derredor: la barra de bar curvada, la sala situada en un nivel más bajo, la escultura de vidrio colgada del techo. No tengo ni idea de lo que debe de costar todo esto. Prefiero no saberlo.
—Mira, echa un vistazo. —Ava me pone en las manos un detalladísimo modelo a escala, hecho de papel y palillos—. Es del edificio entero. Verás que he reflejado la línea curvada de los balcones en el borde festoneado de los almohadones —añade—. Una fusión de Art Deco y Gaultier.
—Eh… magnífico. —Me devano los sesos, buscando alguna cosa que decir—. ¿Y cómo se te ocurrió todo esto? —pregunto señalando la cascada, ahora de color naranja.
—Ah, eso no fue idea mía. Mi especialidad es el mobiliario, los tejidos, los detalles sensuales. El concepto en sí es de Víctor.
Siento un pequeño sobresalto.
—¿Víctor? —repito ladeando la cabeza, como si fuera una palabra de un oscuro idioma.
—Víctor Blythe —apunta Frank—. El arquitecto. Lo conociste en la cena… ¿No me has preguntado antes por él?
—¿Ah, sí? No me acuerdo.
Empiezo a darle vueltas a la maqueta del edificio, sin hacer caso del calorcillo que me sube a la cara.
Es absurdo. Me estoy comportando como una adúltera con sentimiento de culpa.
—¡Víctor! —exclama Ava—. ¡Estábamos hablando de ti!
¿Es que está aquí? Aprieto la maqueta con fuerza. No quiero verle. No quiero. He de poner una excusa y marcharme…
Pero es demasiado tarde. Ahí está, acercándose a grandes zancadas con sus tejanos y un jersey azul marino de pico.
Bueno. Manten la calma. Todo va bien. Estás felizmente casada. No has encontrado pruebas de ninguna aventurilla, de ningún affaire o liaison con este hombre.
—Hola. Frank. Myriam. —Nos hace un gesto educado. Luego me mira las manos… Tierra, trágame. La maqueta está medio aplastada; tiene el tejado roto y se ha desprendido un balcón.
—¡Myriam! —exclama mi marido—. ¿Qué ha pasado?
—¡Víctor! ¡Tu maqueta! —La cara de Ava es todo un poema.
—Lo siento muchísimo —digo aturdida—. No sé qué ha pasado. La tenía en la mano y no sé como…
—No te preocupes. —Víctor se encoge de hombros—. Sólo me costó un mes hacerla.
—¿Un mes? —repito horrorizada—. Escucha, si tienes un poco de celo, yo te la arreglo… —Le doy golpecitos al tejado aplastado, con la esperanza de ponerlo bien otra vez.
—Quizá no fuese un mes —dice Víctor, observándome—. Quizá un par de horas.
—Ah, bueno. —Paro de dar golpecitos—. Perdona de todos modos.
Me echa una mirada rápida.
—Podrías compensarme.
¿Compensarlo? ¿Qué quiere decir? Sin pensarlo, me cuelgo del brazo de Frank. Necesito tranquilidad, un contrapeso para mantener los pies en el suelo. Un marido firme a mi lado.
—El apartamento es impresionante. —Ahora adopto un tono insulso de esposa de ejecutivo—. Felicidades.
—Gracias. Me siento muy satisfecho —dice de un modo igualmente insípido—. ¿Y cómo va esa memoria?
—Más o menos igual.
—¿Ningún recuerdo nuevo?
—No.
—Qué pena.
—Ya.
Intento actuar con naturalidad, pero entre nosotros hay una especie de corriente eléctrica cada vez más intensa. Se me está entrecortando el aliento. Le echo una mirada a Frank, convencida de que habrá notado algo, pero él ni siquiera pestañea. ¿No se da cuenta? ¿No lo ve?
—Frank, tenemos que hablar del proyecto Bayswater —dice Ava después de hojear unos papeles que tenía en su bolso de piel—. Fui a verlo ayer y tomé algunas notas…
—¿Por qué no das una vuelta mientras hablamos, Myriam? —me dice Frank, soltándome el brazo—. Víctor puede enseñártelo todo.
Me quedo rígida.
—No te preocupes.
—A mí me encantaría —comenta Víctor—. Si te apetece a ti.
—No, no hace falta…
—Cariño, Víctor ha diseñado este edificio. —Frank me mira con expresión severa—. Ahora tienes una oportunidad única para conocer la visión de la empresa.
—Sígueme y te explicaré el concepto básico —insiste Víctor, señalando el otro extremo del apartamento.
No tengo escapatoria.
—Fantástico —accedo al fin.
Bueno. Si quiere hablar, hablaremos. Lo sigo en silencio; él se detiene junto a las corrientes de agua coloreada. ¿Cómo va a vivir nadie con una cascada atronando en la pared?
—Bueno —digo con educación—, ¿de dónde sacas todas estas ideas? Todos estos detalles tan exclusivos.
Víctor arruga la frente, pensativo. Espero que no me suelte ahora un discursito pretencioso sobre su genio artístico.
—Simplemente —responde— me pregunto qué podría gustarle a un gilipollas. Y lo pongo en el proyecto.
No puedo evitar una carcajada. Alucino con este tipo.
—Bueno, si yo fuera gilipollas, esto me encantaría.
—¿Lo ves? —Se me acerca y baja la voz. Casi cuesta oírle con la cascada al lado—. ¿O sea que no has recordado nada?
—Nada.
—Muy bien. —Da un suspiro—. Hemos de vernos; tenemos que hablar. Hay un sitio a donde solemos ir. El Old Canal House de Islington. Te habrás fijado en la altura de los techos —añade en voz más alta—. Son el sello distintivo de todos nuestros proyectos. —Me mira un momento y ve mi expresión—. ¿Qué?
—¿Tú estás loco? —le suelto con un silbido, cuidando que Frank no pueda oírnos—. ¡No voy a quedar contigo! Y para tu información —susurro—, no he encontrado una sola prueba de que tengamos una aventura. Ni una… ¡Qué sentido magistral del espacio! —digo casi a gritos.
—¿Pruebas? —repite—. ¿Como qué?
—Como… qué sé yo. Como una carta de amor.
—Nosotros no nos escribimos cartas de amor.
—O chucherías.
—¿Chucherías? —Ahora casi se echa a reír—. Tampoco estábamos para chucherías.
—¡Pues vaya una aventura más cutre! —le espeto—. He mirado en mi tocador, y nada. En mi diario, tampoco. Le he preguntado a mi hermana, y ni siquiera ha oído hablar de ti.
—Myriam. —Hace una pausa—. Era un amor secreto. Lo cual significa que nadie estaba al corriente.
—O sea: no tienes pruebas. Lo sabía.
Doy media vuelta y echo a andar hacia la chimenea. Él me sigue.
—¿Así que necesitas pruebas? —murmura incrédulo—. ¿Como, por ejemplo… una marca en la nalga izquierda?
—No tengo ninguna. —Me doy la vuelta, victoriosa, pero me detengo en seco. Frank nos está mirando desde la otra punta—. ¡Es asombroso el uso que has hecho de la luz! —Le hago una seña a Frank; él me la devuelve y prosigue su conversación.
—Sé muy bien que no tienes una marca en la nalga —me dice Víctor, poniendo los ojos en blanco—. No tienes ninguna marca de nacimiento. Sólo un lunar en el brazo.
Me quedo muda un instante. Es cierto. ok, ¿y qué?
—Eso puedes haberlo adivinado de chiripa —digo, y cruzo los brazos.
—Ya. Pero no es así. —Me sostiene la mirada—. No me lo he inventado, Myriam. Tenemos una aventura. Nos queremos. De un modo profundo, apasionado.
—Escucha. —Me paso la mano por el pelo—. ¡Esto es una locura! Yo no tendría una aventura. Ni contigo ni con nadie. Nunca he sido infiel…
—Hicimos el amor aquí, en el suelo, hace sólo cuatro semanas —me interrumpe—. Ahí mismo. —Señala con la cabeza una enorme piel de carnero, blanca y mullida.
Yo la observo sin pronunciar palabra.
—Tú encima —añade.
—¡Basta! —Me vuelvo desquiciada y me alejo hasta el otro extremo del apartamento, donde una escalera de metacrilato ultramoderna asciende a un nivel más elevado.
—Echemos un vistazo a la zona de baños —dice él en voz alta, a mis espaldas—. Creo que te gustará…
—No lo creo —replico por encima del hombro—. Déjame en paz.
Llegamos a lo alto de la escalera y nos asomamos por encima de la balaustrada de acero. Veo a Frank en el nivel inferior y, más allá, tras los ventanales, todas las luces de Londres. He de reconocerlo: es un apartamento espectacular.
Víctor se pone de pronto a olisquear el aire.
—Eh —dice—. ¿Has comido papas a la vinagreta?
—Quizá. —Le echo una mirada suspicaz.
Él abre los ojos como platos.
—Estoy impresionado. ¿Has logrado pasar de contrabando una bolsa sin que se entere ese fanático de las calorías?
—No es ningún fanático. Le preocupa la nutrición, simplemente.
—Es Hitler en persona. Si pudiera encerrar el pan en un campo de concentración, no dudaría en hacerlo.
—Ya está bien.
—Lo gasearía: los panecillos, primero; luego los cruasanes.
—¡Basta! —Casi se me escapa una sonrisa; doy media vuelta para que no me vea.
Es más divertido de lo que parece. Y tiene su punto sexy, visto de cerca, con ese pelo desgreñado y oscuro.
Pero bueno, hay muchas cosas graciosas y con su punto sexy (Friends, por ejemplo) y no por eso te las llevas a la cama ni tienes una aventura con ellas.
—¿Qué quieres de mí? —le digo por fin, volviéndome y encarándolo—. ¿Qué pretendes que haga?
—¿Qué quiero? —Hace una pausa y arruga el entrecejo—. Quiero que le digas a tu marido que no lo amas y que vengas conmigo para que empecemos una nueva vida.
Habla en serio. Casi me da la risa.
—Quieres que me escape contigo —repito—. Ahora. Sin más ni más.
—Bueno, en cinco minutos. —Consulta su reloj—. Tengo un par de cosas que hacer.
—Estás como una cabra.
—De eso nada —dice con paciencia—. Te quiero. Y tú me quieres. De veras. Tienes que creerme.
—No tengo por qué creerte. —Me irrita su confianza—. Estoy casada, ¿ok? Tengo un marido. Lo quiero y he prometido quererlo toda mi vida. ¡Aquí está la prueba! —le digo mostrándole mi alianza.
—¿Lo quieres? —repite sin mirar el anillo—. ¿Sientes amor por él? ¿Aquí dentro? —Se golpea el pecho.
Me gustaría replicarle: «Sí, estoy desesperadamente enamorada de él» y cerrarle la boca de una vez por todas. Pero por algún estúpido motivo no me decido a mentir.
—Quizá no lo sienta aún… pero llegaré a sentirlo —le espeto, desafiante—. Frank es fantástico. Todo es maravilloso entre nosotros…
—Ajá. —Víctor asiente con aparente educación—. Seguro que no habéis practicado el sexo desde el accidente…
Lo miro con desconfianza.
—¿Sí o no? —Sus ojos relampaguean.
—Yo… eh… —Me aturullo—. ¡Tal vez sí, tal vez no! Mi vida privada no es asunto tuyo.
—Ya lo creo que sí. —Ahora hay cierta ironía en su expresión—. Ya lo creo. Ésa es la cuestión precisamente.
Para mi sorpresa, me coge una mano y la sostiene un instante, mirándola. Luego, muy despacio, empieza a deslizarme el pulgar por la piel.
No consigo moverme. Siento una especie de hormigueo. Su pulgar va dejando a su paso una deliciosa sensación. Noto un estremecimiento en la nuca.
—Bueno, ¿qué te parece? —La voz de Frank resuena desde abajo.
Casi doy un brinco y retiro la mano de un tirón. ¿En qué estaría yo pensando?
—¡Es genial, cariño! —gorjeo asomándome a la balaustrada—. Enseguida bajamos…
Retrocedo para que no me vean desde abajo, y le hago una seña a Víctor.
—Escucha, ya he tenido bastante —le susurro a toda prisa—. Déjame tranquila. No te conozco. No te quiero, digas lo que digas. Y las cosas ya son bastante difíciles ahora mismo. Lo único que quiero es seguir con mi vida y con mi marido, ¿ok? —Me dirijo hacia la escalera.
—No, no ok. —Me agarra del brazo—. Myriam, hay muchas cosas que no sabes. Tú no eres feliz con Frank. Él no te quiere ni te comprende…
—¡Claro que me quiere! —Ya estoy hasta las narices—. Estuvo a mi lado en el hospital día y noche. Me trajo esas increíbles rosas marrón…
—¿Y crees que yo no quería estar contigo día y noche? —Me lanza una mirada turbada—. Te aseguro, Myriam, que aquello por poco acaba conmigo.
—Suéltame. —Intento zafarme, pero él me sujeta con fuerza.
—No puedes tirar lo nuestro por la borda. —Me mira desesperado—. Lo tienes dentro. En alguna parte. Estoy seguro.
—¡Te equivocas! —Con un gran esfuerzo, acabo soltándome—. ¡No es cierto! —grito, y bajo las escaleras con un redoble de tacones y sin mirar atrás… directa a los brazos de Frank.
—¡Eh! —exclama riendo—. Menudas prisas. ¿Pasa algo?
—No me encuentro muy bien. —Me toco la frente—. Tengo jaqueca. ¿Podemos irnos ya?
—Claro que sí, cielo. —Me masajéa los hombros y echa un vistazo a las escaleras—. ¿Te has despedido de Víctor?
—Sí. Vamos.
Mientras nos dirigimos hacia la puerta, me apoyo en su brazo. El suave tacto de su chaqueta Armani aplaca mis nervios. Éste es mi marido, qué caramba. Y es de él de quien estoy enamorada. Ésa es la única realidad.
...Continuara
Anyannca- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Buenisimo capitulo siguele por faaaaaaa
jai33sire- VBB PLATINO
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Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Muchas gracias por los capitulos, te esperamos con el siguiente.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
miil graciias x el cap niiña me gusta mucho tu noveliita solo espero k myriiam confiie en viictor y pueda recordar todo lo k viiviio con el xfa no tardes con el siiguiiente cap siip niiña
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
POBRE DE MYRIAM ESTA BIEN CONFUNDIDA, PERO SE ME HACE QUE SI VÍCTOR INSISTE UN POCO MÁS, LOGRARÁ QUE MYRI LO RECUERDE.
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 983
Fecha de inscripción : 01/06/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Gracias por el Cap Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Edad : 42
Localización : Monterrey, Nuevo Leon
Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
que buena nove niña siguele please
saludpos
saludpos
fresita- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 31/07/2009
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Apenas estoy leyendo esta novelita esta muy buena niña, que malo a de ser eso que cuando deseas ser una persona diferente cuando lo logras sin querer no lo quieres, bueno asi o más confundida yo he jajaja
monike- VBB PLATA
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Capítulo 12
Bueno. Ahora sí que necesito recuperar la memoria. Estoy hasta el moño de la amnesia. Ya me he hartado de que la gente me cuente mi propia vida.
La memoria es mía. Me pertenece.
Me miro a los ojos en la puerta-espejo del guardarropa, a sólo unos centímetros del vidrio. Es una nueva costumbre, quedarme pegada al espejo de manera que sólo me veo los ojos. Me reconforta. Me hace sentir como si mirase a mi antiguo yo.
—Recuerda ya, so tonta—me digo—. Re-cuer-da.
Mis ojos me devuelven la mirada, como si lo supieran todo pero no pensaran soltar prenda. Doy un suspiro y apoyo la cabeza en el vidrio, frustrada.
Desde el día que fuimos al apartamento piloto, me he dedicado a hacer una inmersión en los últimos tres años. He repasado álbumes de fotos y mirado películas que sé que he visto antes. He escuchado canciones que la otra Myriam escuchó cientos de veces… Pero nada ha funcionado. El armario mental donde se hallan almacenados esos archivos es muy resistente. No se va a abrir de par en par por muchas veces que escuche una canción titulada You're Beautiful, de James no sé qué.
Estúpido cerebro, con tanto secretito. O sea, ¿quién manda aquí? ¿Él o yo?
Ayer fui a ver a ese neuropsicólogo, Neil. Él fue asintiendo y tomando notas con simpatía mientras yo me desahogaba. Y luego me dijo que era fascinante, que igual escribía un artículo sobre mi caso. Cuando le pregunté qué podía hacer yo con mi caso, me dijo que podría resultarme útil redactar una cronología y que, si quería, podía visitar a un terapeuta.
¡Pero yo no necesito una terapia! Lo que necesito es recobrar la memoria.
He empañado el espejo con mi aliento. Presiono el cristal con la frente, como si las respuestas estuvieran del otro lado, en ese otro yo del espejo, y como si pudiera llegar a captarlas si me concentro lo suficiente…
—¿Myriam? —Frank entra con un DVD en la mano—. Cariño, te has dejado esto en la alfombra. ¿Te parece un sitio apropiado…?
Lo cojo. Es “El Aprendiz” EP1, el DVD que empecé a mirar el otro día.
—Perdona. No sé cómo habrá ido a parar ahí.
Es mentira, desde luego. Se me olvidó recogerlo ayer, cuando esparcí por la alfombra más de veinte DVD, además de un montón de revistas, álbumes de fotos y envoltorios de caramelos. Si llega a verme, le da un ataque.
—Tu taxi viene a las diez —dice—. Yo ya me voy.
—¡Perfecto! —Le doy un beso, como cada mañana. Ya empieza a parecerme normal—. ¡Que tengas un buen día!
—Tú también —dice apretándome el hombro—. Espero que te vaya bien.
—Seguro que sí—respondo con confianza.
Hoy me reincorporo a la oficina. A jornada completa. No voy a hacerme cargo del departamento: obviamente, aún no estoy preparada. Pero sí voy a empezar a aprenderlo todo otra vez y ponerme un poco al día. Han pasado cinco semanas desde el accidente. No puedo quedarme sentadita en casa toda la vida. Tengo que hacer algo. Tengo que rehacer mi vida. Y recuperar a mis amigas.
Sobre la cama tengo preparadas tres bolsas relucientes con regalos para Fi, Debs y Carolyn. Voy a llevárselos hoy. Me ha costado una eternidad elegirlos. De hecho, cada vez que pienso en ellos tengo ganas de darme besos a mí misma.
Tarareando, voy a la sala y pongo el DVD en el reproductor. Sólo he visto el principio y quizá lo que queda me ayude a conectarme con el rollo del trabajo. Paso de largo la primera parte hasta que me veo sentada en una limusina con dos tipos trajeados. Pulso play.
«… Myriam y sus compañeros de equipo no lo van a tener fácil esta noche», dice una voz en off. La cámara me enfoca; yo (la espectadora) contengo la respiración.
«¡Vamos a ganar esta prueba! —grito a mis compañeros, chocando las palmas—. Si hay que dedicar las veinticuatro horas, lo haremos. ¿Entendido? Pero vamos a ganar. Sin excusas.»
Me miro a mí misma con la boca abierta. ¿Esa ejecutiva feroz soy yo? En mi vida he hablado de ese modo.
«Como siempre, Myriam está poniendo a punto a su equipo —dice la voz en off—. Aunque esta vez… ¿no habrá ido la Cobra demasiado lejos?»
¿Qué cobra ni qué ocho cuartos?
Cambia la escena. Aparece uno de los tipos de la limusina, sentado ante un escritorio. Se ve un cielo nocturno a través del ventanal que tiene a su espalda.
«No es humana —murmura—. Sólo hay veinticuatro puñeteras horas al día. Y nosotros hacemos todo lo que podemos, joder. Pero ¿te crees que a ella le importa?»
Mientras habla, aparezco yo recorriendo con paso enérgico una especie de almacén. Siento una punzada de pánico. ¿Estaba hablando de mí? Ahora hay otro corte y de repente se nos ve a los dos discutiendo ásperamente en mitad de la calle. Él trata de defenderse, pero yo ni siquiera le dejo meter baza.
«¡Estás despedido! —le espeto por fin con un tono implacable que me llena de vergüenza (no sé si propia o ajena)—. ¡Estás expulsado del equipo!»
«¡La Cobra ha golpeado de nuevo! —comenta la voz en off con desenfado—. ¡Veamos repetido ese momentazo!»
Pero entonces… está diciendo… ¿que yo soy la Cobra?
Con una música amenazadora, repiten a cámara lenta la escena, empezando con un primer plano de mi rostro.
«¡Estaaaaás despediiiiiido! —silbo con ferocidad—. ¡Estaaaaás expulsado de mi equipo!»
Me mareo de horror. ¿Qué coño han hecho? Me han manipulado la voz. Sueno como una verdadera serpiente.
«¡Myriam está en plena forma venenosa esta semana! —dice la voz en off—. Y mientras tanto, en el otro equipo…»
Ahora aparece en pantalla otro grupo de gente trajeada; todos discuten sobre el precio de una negociación.
Yo no puedo ni moverme.
¿Cómo es posible?
¿Por qué nadie me ha dicho nada? ¿Por qué no me han advertido? Cojo el teléfono y marco casi a puñetazos el número de Frank.
—Hola, Myriam.
—Frank, ¡acabo de ver el DVD del reality show! —le digo a trompicones—. ¡Me llamaban la Cobra! ¡Y yo me comportaba como una auténtica bruja! ¿Por qué no me habías dicho nada?
—Cielo, fue un programa impresionante —repone en tono tranquilizador—. Y tú estuviste magnífica.
—Pero si me llamaban la Cobra…
—¿Y qué?
—¡Que no quiero ser una serpiente! —Debo de sonar casi histérica, lo sé, no puedo evitarlo—. ¡A nadie le gustan las serpientes! Yo me parezco más a… a una leona. O a un cachorrito.
—¿Un cachorrito? —Frank ríe—. Cariño, tú eres una cobra. Tienes instinto. Agresividad. Lo cual te convierte en una gran ejecutiva.
—Pero yo no quiero… —Me interrumpo al oír el timbre—. Es mi taxi. He de dejarte.
Corro al dormitorio y recojo las bolsas de los regalos, tratando de recobrar el ánimo. Me gustaría sentir la misma excitación que sentía hace un rato ante el día que me aguarda. Pero ahora toda mi seguridad se ha evaporado.
Soy un reptil. No es de extrañar que todos me odien.
Mientras el taxi se abre paso hacia Victoria Palace Road, permanezco rígida en el asiento, aferrada a las bolsas, y me doy a mí misma una charla «motivadora». En primer lugar, cualquiera sabe que en la televisión lo distorsionan todo. Nadie cree que yo sea una serpiente repulsiva. Además, ese programa ya es muy antiguo y todo el mundo lo ha olvidado…
¡Uf. El problema de darte esta clase de charlas a ti misma es que sabes muy bien que son una sarta de chorradas.
El taxi me deposita frente al edificio de la empresa. Respiro hondo y me estiro el traje chaqueta de Armani. Luego, algo intimidada, subo a la tercera planta. Nada más salir del ascensor, veo junto a la máquina del café a Fi, Carolyn y Debs. Fi gesticula señalándose el pelo, y habla con Carolyn con gran animación. Pero la charla se detiene en cuanto me ven. Como si alguien hubiera desenchufado una radio.
—¡Hola, chicas! —Las miro con la sonrisa más calurosa y amigable que logro esbozar—. ¡Ya estoy de vuelta!
—Hola, Myriam —dice Fi con un gesto, como encogiéndose de hombros.
Ok, no será una sonrisa, pero al menos es una reacción. Las otras dos se han quedado mudas.
—¡Tienes una pinta estupenda! ¡Me encanta esa blusa! —Fi me mira con extrañeza—. ¡Tú también estás fantástica, Debs! ¡Y tú, Carolyn! ¡Vaya peinado! ¡Y qué botas más chulas!
—¿Éstas? —Carolyn suelta una carcajada—. Las tengo hace siglos.
—Bueno… todavía son llamativas.
Los nervios me hacen hablar a borbotones y decir demasiadas tonterías. Con razón me miran pasmadas las tres. Fi se ha cruzado de brazos; Debs parece reprimir una risita.
—Bueno. —Intento calmarme un poco—. Os he traído una cosita. Fi, esto es para ti. Debs…
Ahora que se las entrego, las bolsas parecen demasiado llamativas y hasta ridículas.
—¿A qué viene esto? —pregunta Debs.
—Bueno, no sé. Porque… son mis amigas… Vamos. Abranlas.
Se miran, indecisas, y luego cada una empieza a romper el envoltorio.
—¿Gucci? —exclama Fi boquiabierta mientras saca un estuche de joyería—. Myriam, no puedo aceptar…
—Claro que sí. Por favor. Ábrelo y verás.
Ella lo abre con un chasquido. Es un reloj de oro.
—¿Te acuerdas? —le digo entusiasmada—. Siempre nos parábamos delante del escaparate. Cada fin de semana. Bueno, pues por fin es tuyo…
—En realidad… —dice incómoda—. Bueno, es mío desde hace dos años.
Se arremanga la blusa y veo que lleva exactamente el mismo reloj, sólo que algo más deslucido. Se me cae el alma a los pies.
—Bueno, no importa. Puedo cambiarlo y buscar otra cosa…
—Myriam, yo no puedo usar esto —interviene Carolyn, y me devuelve el estuche de perfume que le he comprado y la bolsa de cuero en que iba envuelto—. Ese olor me da arcadas.
—¡Pero si es tu favorito!
—Lo era —me corrige—. Antes de quedarme embarazada.
—¿Estás embarazada? —La miro, abrumada—. ¡Dios mío, Carolyn, felicidades! ¡Es maravilloso! ¡Me alegro tanto por ti! Matt debe de estar contentísimo…
—No es de Matt —me corta.
—¿Ah, no? Pero… ¿es que rompisteis? —No puede ser. Imposible. Todo el mundo daba por supuesto que seguirían juntos para siempre.
—No me apetece hablar del asunto, ¿ok? —murmura. Para mi horror, veo que tiene los ojos rojos detrás de los cristales de las gafas—. Hasta luego.
Me lanza el envoltorio y la cinta y, dándose media vuelta, se mete a toda prisa en la oficina.
—Bravo, Myriam —dice Fi, sarcástica—. Ahora que ya creíamos que había superado lo de Matt…
—No lo sabía. No tenía ni idea. Lo siento muchísimo. —Me arde la cara de vergüenza—. Debs, abre tu paquete.
Le he comprado una cruz tachonada de diamantes diminutos. A ella las joyas la vuelven loca y, en estos casos, una cruz nunca falla. Le va a encantar.
Debs desenvuelve su regalo en silencio.
—Ya sé que es un poquito desorbitado —digo nerviosa—. Pero quería algo realmente especial…
—¡Una cruz! —Debs me devuelve la caja con la nariz arrugada, como si apestara—. Yo no puedo llevar esto. ¡Soy judía!
—¿Judía? Venga ya. ¿Desde cuándo?
—Desde que me comprometí con Jacob —me dice, como si estuviera muy claro—. Me he convertido.
—¡Wow! —exclamo con alegría—. ¿Estás prometida? —Ahora me fijo en el anillo de platino que lleva en la mano izquierda, con un diamante en el centro. Debs lleva tantos anillos que no me había dado cuenta—. ¿Cuándo es la boda?
—El mes que viene —dice, rehuyendo mi mirada—. En Wiltshire.
—¡El mes que viene! ¡Dios mío, Debs! Pero si todavía no tengo… —Enmudezco de golpe. Se hace un silencio muy denso. Iba a decir que no tengo aún la invitación. No la tengo porque no estoy invitada—. Quiero decir… eh… ¡felicidades! —Consigo mantener la sonrisa—. Espero que todo vaya de maravilla. Y no te preocupes, devolveré la cruz… y el reloj… y el perfume…
Con dedos temblorosos, meto todos los envoltorios en una de las bolsas.
—Bueno —dice Fi con una voz extraña—, nos vemos, Myriam.
—Ciao —añade Debs sin mirarme a los ojos. Mientras se alejan, siento unas ganas tremendas de llorar.
Bravo, Myriam. No sólo no has recuperado a tus amigas, sino que lo has fastidiado todo un poquito más.
—¿Un regalito para mí? —Es la voz sarcástica de Byron. Me vuelvo y veo que viene por el pasillo con un café en la mano—. ¡Qué amable de tu parte!
Este tipo me da repelús. Él sí que es un reptil.
—Hola, Byron —le digo con un tono que quiere ser enérgico—. Me alegro de verte.
Haciendo un esfuerzo, alzo la barbilla y me aparto de la cara un mechón rebelde. No puedo desmoronarme.
—Demuestras mucho valor volviendo —me dice mientras cruzamos el pasillo—. Lo encuentro admirable.
—No sé por qué. A mí me hace mucha ilusión.
—Bueno, para cualquier duda, ya sabes dónde encontrarme. Aunque hoy estaré casi todo el día con James Garrison. Recuerdas a James, ¿no?
Cabrón. ¿Por qué siempre elige gente que no conozco?
—Refréscame la memoria —le digo a regañadientes.
—Es el jefe de la distribuidora, Southey's. ¿Sí? Distribuyen nuestros productos por todo el país. O sea, alfombras, baldosas y tal. Los llevan en camiones —añade en tono socarrón.
—Me acuerdo de Southey's, gracias —replico cortante—. Y ¿por qué te reúnes con ellos?
—Bueno. —Hace una pausa—. La verdad es que últimamente han perdido el norte. Están en crisis. Si no logran mejorar, tendremos que buscarnos otro distribuidor.
—Muy bien. —Asiento con aire ejecutivo—. Mantenme informada. —Hemos llegado a mi despacho—. Nos vemos, Byron.
Cierro la puerta y tiro las bolsas en el sofá. Abro el armario del archivo, saco un montón de carpetas. Sin dejarme vencer por el desaliento, me instalo en mi escritorio y me enfrento al primer expediente, que contiene las actas de las reuniones del departamento.
Tres años. Puedo ponerme al día. Tampoco es tanto.
Sólo veinte minutos después, ya me duelen las meninges. No recuerdo haber leído nada serio o pesado en mucho tiempo, y estos expedientes son densos y aburridos con ganas. Discusión presupuestaria. Renovación de contratos. Valoraciones de rendimiento… Es como si hubiera vuelto al colegio y tuviera que pasar seis cursos a la vez.
Y aún no he terminado de leer el primer documento…
—¿Cómo te va? —La puerta se ha abierto silenciosamente y Byron asoma la cabeza. ¿Es que no sabe llamar primero?
—Muy bien —digo a la defensiva—. Estupendamente. Tengo sólo un par de preguntitas.
—Dispara. —Se apoya en el marco de la puerta.
—Vale. Primero: ¿qué es QAS?
—Nuestro nuevo software de contabilidad. Todo el mundo ha recibido ya la formación necesaria.
—Bueno, entonces también puedo recibirla yo —digo con energía—. Y ¿qué es Services.Com?
—Es la empresa que atiende a nuestros clientes on-line.
—¿Cómo?—pregunto desconcertada—. ¿Y nuestro departamento de atención al cliente?
—Todos despedidos. Hace años —contesta con aire aburrido—. Hubo una reestructuración y muchos departamentos fueron suprimidos.
—Está bien. —Intento asimilar toda la información y vuelvo a mirar el documento—. Y BD Brooks, ¿qué es?
—Nuestra agencia de publicidad —dice, como armándose de paciencia—. Hacen nuestros anuncios. Radio, televisión…
—Sé lo que es una agencia. ¿Y Pinkham Smith? ¿Qué pasó con ellos? Teníamos una relación excelente…
—Ya no existen. —Pone los ojos en blanco—. Quebraron. rayos, Myriam, no tienes ni pajolera idea, ¿no?
Abro la boca para replicar, pero vuelvo a cerrarla. Tiene razón. Es como si el paisaje que yo conocía hubiera sido barrido por un huracán. Lo han reconstruido y no reconozco nada.
—Nunca llegarás a ponerte al día del todo. —Me observa con lástima.
—Claro que sí.
—Tienes que afrontarlo. No estás bien. No deberías someter tu mente enferma a una tensión como ésta.
—¡No tengo ninguna enfermedad mental! —exclamo. Me pongo en pie y salgo bruscamente del despacho pasando por su lado. Clare levanta la vista, alarmada, y cierra su móvil.
—Hola, Myriam. ¿Querías algo? ¿Una taza de café?
Parece aterrorizada, como si fuera a morderla o despedirla. Muy bien. Ahora tengo la oportunidad de demostrarle que no soy una bruja tiránica. Que soy yo, Myriam Smart.
—¡Hola, Clare! —le digo con mi tono más afectuoso, y me siento en la esquina de su escritorio—. ¿Todo bien?
—Eh… sí. —Me mira con ojos desorbitados.
—Estaba pensando… ¿quieres que te traiga un café?
—¿Tú? —Ahora su mirada es de alarma, como si sospechara una trampa—. ¿Traerme un café… a mí?
—Sí, ¿por qué no? —Cuanto más sonrío, más se estremece.
—No… gracias. —Se levanta despacio, con los ojos fijos en mí, como si realmente pensara que soy una cobra—. Yo te lo traigo.
—Espera —la detengo a la desesperada—. ¿Sabes?, Clare, me gustaría conocerte mejor. Tal vez podríamos ir un día a almorzar juntas… a dar una vuelta… de compras…
Clare me mira confundida.
—Eh… sí, Myriam —murmura, y echa a correr por el pasillo.
Me vuelvo y descubro a Byron, que sigue en el umbral de mi despacho y se está deshaciendo de risa.
—¿Qué pasa?
—Oye —dice arqueando las cejas—, tú te has convertido en otra persona, ¿no?
—A lo mejor lo único que pasa es que quiero ser amable con mi gente y tratarla con respeto —respondo desafiante—. ¿Alguna objeción?
—¡No, por supuesto que no! —Levanta las manos—. Es una gran idea, Myriam. —Me observa atentamente, todavía con una sonrisa sarcástica en los labios; luego chasquea la lengua—. Lo cual me recuerda otra cosa. Te la cuento antes de irme pitando. Es un asunto que te he dejado para que resuelvas tú, como directora del departamento. Me ha parecido lo más adecuado.
Por fin me trata como lo que soy. Como la jefa.
—¿Ah, sí? —Alzo la barbilla con orgullo—. ¿De qué se trata?
—Hemos recibido un e-mail de arriba sobre alguna gente que se está pasando con el tiempo del almuerzo. —Se lleva la mano al bolsillo y saca un papel—. S.J. quiere que los directores les echen una bronca a sus equipos. Hoy, preferiblemente —añade alzando las cejas—. ¿Lo dejo en tus manos?
Hijo de perra. Maldito hijo de perra.
Encerrada en mi despacho, camino de un lado para otro con el estómago atenazado por los nervios. Nunca le he pegado un buen chorreo a nadie. No digamos ya a un departamento entero. Y menos aún mientras intento demostrar que soy una tipa buena onda y no una bruja repulsiva.
Vuelvo a leerme el e-mail que ha enviado Natasha, la asistente personal de Simon Johnson:
Apreciados colegas. Ha llegado a oídos de Simon que algunos miembros de la plantilla están extendiendo sistemáticamente la hora del almuerzo mucho más allá de los límites estipulados. Lo cual es intolerable. Simon os agradecería que se lo dejaran bien claro a sus equipos lo más pronto posible y que impongan una política de control más estricta.
Gracias,
NATASHA
Bueno. Pero no dice por ninguna parte «echenle una buena bronca a su departamento». No hace falta que sea agresiva. Puedo hablar del asunto sin ser desagradable.
Quizá podría hacerlo en plan simpático e incluso con cierto cachondeo. Empezaré diciendo: «¡Eh, chicos! ¿les hace falta más tiempo para almorzar?» Pondré los ojos en blanco para indicar que es una ironía y todos se echarán a reír, y alguien me preguntará: «¿Por qué? ¿Pasa algo, Myriam?» Y yo sonreiré medio apenada y diré: «No soy yo; son los de arriba… O sea que vamos a intentar volver a la hora, ¿ok?» Y más de uno asentirá como diciendo: «ok, está bien.» Y asunto arreglado.
Sí. Suena bien. Respiro hondo, doblo el papel, me lo meto en el bolsillo, salgo de mi despacho y entro en la oficina principal de Suelos y Alfombras.
Hay un murmullo general de gente al teléfono y teclados repiqueteando. Durante medio minuto nadie advierte mi presencia, hasta que Fi levanta la vista y le da un codazo a Carolyn; ésta a su vez le da un toque a la chica de al lado (no la reconozco), que interrumpe su conversación telefónica en el acto. Todos se apresuran a colgar, apartan la vista de la pantalla y las manos de los teclados; todas las sillas giran en redondo. El departamento entero queda paralizado y en silencio.
—¡Hola a todos! —empiezo—. Eh… ¿qué tal? ¿Cómo va la cosa?
Nadie responde. Ni siquiera se inmutan. Se limitan a mirar al techo con una expresión de: «¡Venga ya!»
—Bueno, bueno. —Procuro sonar simpática—. Quería saber… ¿Tenéis tiempo suficiente para almorzar?
—¿Queeeé? —La chica sentada en mi antiguo escritorio me mira con incredulidad—. ¿Nos van a dar más?
—¡No! O sea… Es demasiado, en realidad.
—Yo creo que está bien. —Se encoge de hombros—. Con una hora tienes tiempo de hacer unas compras.
—Sí —dice otra chica—. Justo para ir a King's Road y volver.
Parece que no he logrado hacerme entender. Y ahora hay dos chicas en el rincón que se han puesto a hablar.
—¡Escuchen, por favor! —Se me está poniendo una voz estridente—. Tengo una cosa que decirles. Sobre la hora del almuerzo. Algunas personas de la plantilla… eh… bueno, aunque no necesariamente ninguna de ustedes…
—Myriam —interviene Carolyn—, ¿de qué coño estás hablando?
Fi y Debs explotan en una carcajada. Yo me pongo roja como un tomate.
—Escuchen. —Trato de no perder la compostura—. Esto va en serio.
—Seeeeeerio —repite alguien, haciéndome eco. Risitas por toda la oficina.
—Muy gracioso. —Esbozo una sonrisa—. Pero bueno, ahora en serio…
—¡Seeeeeerio!
Ahora el departamento entero parece sisear por lo bajito o reír disimuladamente, o las dos cosas a la vez. Todo el mundo lo encuentra muy divertido. Excepto yo. De golpe, un avión de papel pasa rozándome la oreja y aterriza en el suelo. Doy un respingo del susto y todos estallan en risotadas.
—Bueno, vale, escuchen. No se cuelguens demasiado durante el almuerzo, ¿está claro? —digo, desesperada.
Nadie me escucha. Otro avión de papel me da en la nariz; luego una goma. De pronto me encuentro al borde de las lágrimas.
—Bueno, ¡nos vemos! —acierto a decir—. Gracias por… su magnífica labor.
Las carcajadas resuenan a mi espalda mientras salgo tambaleante. Corro hacia el baño y me cruzo por el camino con Dana.
—¿Vas a entrar en ese baño, Myriam? —me pregunta, sorprendida—. Ya sabes que tienes la llave de los servicios de dirección. ¡Mucho más bonitos!
—Aquí está bien —le digo con una sonrisa forzada—. En serio.
Me meto directamente en el último cubículo, cierro de un portazo y me desplomo con la cabeza entre las manos. Ha sido la experiencia más humillante de mi vida. Dejando de lado el episodio del traje de baño transparente.
¿Por qué habré querido ser la jefa? ¿Por qué? Lo único que consigues es perder a todas tus amigas, verte obligada a echar broncas y tener que soportar risitas y silbidos. Y todo, ¿a cambio de qué? ¿De un sofá en tu despacho? ¿De una Visa oro?
Finalmente, levanto la cabeza y reparo en la puerta del cubículo, como de costumbre llena de grafitis. Siempre hemos usado esta puerta como una especie de tablón de anuncios donde desahogar nuestras frustraciones y escribir chistes y diálogos idiotas. Con el tiempo, se va llenando y llenando, y entonces alguien la rasca hasta dejarla limpia… y vuelta a empezar. El personal de limpieza no se ha chivado nunca y los ejecutivos jamás entran aquí, así que resulta bastante seguro.
Repaso los mensajes. Hay una historia calumniosa sobre Simon Johnson que me arranca una sonrisa. Y de pronto tropiezo con un mensaje en rotulador azul que capta toda mi atención. Es la letra de Debs y dice: «La Cobra ha vuelto.»
Debajo, con boli negro, alguien ha añadido: «No te preocupes, he escupido en su café.»
Sólo hay una salida. Y consiste en pillar una borrachera de campeonato. Una hora más tarde, acodada en el bar del hotel Bathgate, a la vuelta de la esquina, apuro mi tercera copa. El mundo se ha vuelto un poquito borroso, pero ya me va bien. Por lo que a mí respecta, cuanto más borroso, mejor. Siempre y cuando pueda conservar el equilibrio en el taburete.
—Eh. —Llamo al camarero—. Sírvame otra, por favor.
El tipo alza las cejas levemente.
—Desde luego.
Lo observo con cierto resentimiento mientras prepara la menta. ¿Es que no va a preguntarme por qué quiero otro? ¿No va a ofrecerme como en las películas un poco de sabiduría casera?
Coloca el cóctel en un posavasos y añade un cuenco de cacahuetes, que yo aparto con desdén. No quiero tomar nada para amortiguar el alcohol. Lo que quiero es que me suba directo a la cabeza.
—¿Le preparo alguna cosa? ¿Un tentempié?
Me señala con un gesto la carta, pero no hago ni caso y le doy un trago generoso a mi copa. Fría, acida, con sabor a lima. Perfecto.
—¿A usted le parezco una bruja? Sinceramente.
—No —dice él, sonriendo.
—Pues lo soy, por lo visto. —Echo otro trago—. Es lo que dicen todas mis amigas.
—Lo dirán algunas.
—Antes eran amigas mías… —Incluso yo percibo que arrastro las palabras—. No sé cuándo se fue a la mierda mi vida.
—Eso dicen todos —comenta un tipo al final de la barra, levantando la vista del Evening Standard. Tiene acento norteamericano y el pelo oscuro con grandes entradas—. Nadie sabe nunca en qué punto se jodio.
—Ya. Pero yo no lo sé de verdad —digo, levantando un dedo—. Sufro un accidente de tráfico, ¡bum! Y cuando despierto, me encuentro atrapada en el cuerpo de una bruja.
—Pues a mí me parece que está atrapada en el cuerpo de un bombón. —El norteamericano se acerca y se sienta en el taburete de al lado—. Yo no cambiaría ese cuerpo por nada.
Lo observo perpleja.
—¡Ah! ¡Está coqueteando! Lo siento. Estoy casada. Con un tipo. Mi marido. —Levanto la mano izquierda, localizo la alianza tras unos instantes y se la señalo—. ¿Ve? Casada. —Reflexiono un momento—. Y quizá también tengo un amante.
Se oye un resoplido. Cuando levanto la vista, el camarero me mira imperturbable. Tomo otro trago. Noto cómo me sube el alcohol; me zumban los oídos, el local empieza a balancearse.
Estupendo. ¡El mundo entero ha de balancearse!
—No crea que bebo para olvidar —le digo al camarero—. Yo ya lo he olvidado todo. —Y esto me parece de repente tan gracioso que me sale una risita incontrolable—. Me di un coscorrón en la cabeza y lo olvidé todo. —Me aprieto el estómago; las lágrimas acuden a mis ojos—. ¡Incluso olvidé que tenía un marido!
—Ajá. —El camarero le lanza una mirada al norteamericano.
—Y dicen que no tiene cura. Pero los médicos pueden equivocarse, ¿no les parece? —Ahora me dirijo a toda la concurrencia. A estas alturas hay unos cuantos escuchando y un par de ellos asienten, comprensivos.
—Los médicos siempre se equivocan —remacha el norteamericano—. Son todos gilipollas.
—¡Exacto! —Me vuelvo hacia él—. ¡Cuánta razón tienes, hombre! —Doy otro trago y llamo al camarero—. ¿Puede hacerme un favor? Coja esa coctelera y deme en la cabeza. Los médicos dicen que no funcionará, ¿pero ellos qué saben?
El camarero sonríe; cree que bromeo.
—Muy bien. —Suspiro con impaciencia—. Lo haré yo misma.
Antes de que pueda detenerme, agarro la coctelera y me doy un porrazo en la frente.
—¡Joder! ¡Me he hecho daño! —gimo, dejando caer la coctelera.
—¿Lo ha visto? —dice alguien a mis espaldas—. ¡Está loca!
—Señorita, ¿se encuentra bien? —El camarero parece alarmado—. ¿Quiere que llame…?
—Espere. —Levanto la mano y permanezco unos momentos inmóvil, aguardando a que fluyan los recuerdos. Luego me doy por vencida—. Nada. Ni uno. Maldita sea.
—Yo le prepararía un café bien cargado —le dice por lo bajito el norteamericano al camarero.
Vaya morro, el hombre. ¡No quiero café! Estoy a punto de decírselo cuando mi móvil lanza un pitido. Tras un pequeño forcejeo con la cremallera del bolso, consigo sacarlo. Es un mensaje de Frank:
Hola. Voy para casa. F.
—Es de mi marido —informo al camarero—. ¿Le he dicho que sabe conducir una lancha motora?
—Fantástico —responde con educación.
—Sí. Ya lo creo. —Asiento seis o siete veces—. Es fantástico. El matrimonio perfecto… —Me quedo pensativa un instante—. Aunque no hemos tenido relaciones sexuales.
—¿No tienen relaciones? —repite el norteamericano
—Sí hemos tenido relaciones sexuales. —Doy un trago y me inclino hacia él, en plan confidencial—. Sólo que no me acuerdo.
—¿Tan bueno resultó? —Suelta una carcajada—. Se le fundieron los plomos, ¿no?
Se me fundieron los plomos. Sus palabras iluminan mi cerebro como un neón deslumbrante. Se me fundieron los plomos.
—¿Sabe? —digo lentamente—. Quizá usted no se dé cuenta, pero eso es muy… pero que muy… sificativo… significati…
No sé si me ha salido del todo la palabra, pero sé muy bien lo que quiero decir. Si nos acostamos, quizá se me fundan los plomos. ¡A lo mejor es lo que necesito! Tal vez Amy tenía razón, es el remedio para la amnesia que ofrece la naturaleza.
—¡Voy a hacerlo! —Dejo el vaso de golpe—. ¡Voy a acostarme con mi marido!
—¡Bien hecho! —dice el norteamericano, riendo—. ¡Que lo disfrute!
Voy a acostarme con Frank. Ésa es mi misión. Mientras me dirijo a casa en taxi, me siento bastante excitada. Voy a atacarlo en cuanto llegue. Tendremos una sesión increíble de sexo, se me fundirán los plomos y todo se aclarará de golpe.
La única pega que se me ocurre es que no llevo encima el manual conyugal. Y no sé si recuerdo del todo el orden de los preliminares.
Cierro los ojos, tratando de olvidar el mareo que siento y de recordar exactamente lo que escribió Frank. Había una cosa «en el sentido de las agujas del reloj». Y otra con «lengüetazos suaves y luego acelerados». ¿Qué? ¿Los muslos? ¿El pecho? Tendría que habérmelo aprendido de memoria. O habérmelo apuntado en una nota en el cabezal de la cama.
Ok. Creo que ya lo tengo. Primero los glúteos, luego la cara interna de los muslos, luego el escroto…
—¿Cómo dice? —pregunta el taxista.
¡Uf! No me he dado cuenta de que hablaba en voz alta.
—¡Nada!
Los lóbulos de las orejas aparecían por algún lado, recuerdo de pronto. Quizá eran ahí los lengüetazos. Bueno, no importa. Lo que no recuerde puedo inventármelo. O sea, tampoco es posible que seamos una vieja y aburrida pareja de casados y que cada vez hagamos lo mismo.
¿No?
Siento una pequeña duda, pero no hago caso. Va a ser una pasada. Además, llevo una ropa interior chulísima. De seda, a conjunto y toda la pesca. Ya no hay nada «andrajoso» entre mis pertenencias.
Llegamos y pago al taxista. Mientras subo en el ascensor, me quito de la boca el chicle que he venido mascando para refrescarme el aliento y me desabrocho un poco la blusa.
Bueno, no tanto. Ahora se me ve el sostén.
Vuelvo a abrocharme, entro en el apartamento y llamo a Frank.
No hay respuesta, así que me dirijo al estudio. Estoy bastante borracha, la verdad. Voy dando tumbos sobre los tacones y las paredes se acercan y se alejan de un modo muy extraño. Será mejor que no intentemos hacerlo de pie.
Llego a la puerta del estudio y veo a Frank, que está trabajando con su ordenador. En la pantalla aparece el folleto del Blue 42, su nuevo edificio. La fiesta de inauguración se celebra dentro de pocos días y él está dedicado por entero a preparar su intervención.
Bueno. Lo que mi marido debería hacer ahora es percibir las vibraciones sexuales que hay en el ambiente, darse la vuelta y verme. Pero no.
—Frank —digo con mi voz más roca y sensual. Él, como si nada. Hasta que me doy cuenta de que lleva los auriculares—. ¡Frank! —grito, y por fin se vuelve.
Se quita los auriculares y sonríe.
—¿Qué tal? ¿Cómo ha ido el día?
—Frank… tómame. —Me paso una mano por el pelo—. Hagámoslo. Fúndeme los plomos.
Él me mira unos segundos, entornando los ojos.
—Cielo, ¿has bebido?
—Quizá me haya tomado un par de cócteles. O tres —asiento, agarrándome al marco de la puerta—. Lo importante es que me han hecho darme cuenta de lo que necesito. De lo que me hace falta. Sexo.
—Bueeeeno. —Arquea las cejas—. Quizá sea mejor que se te pase un poco primero y que comas algo. Gianna ha preparado un caldo de marisco…
—¡No quiero caldos! —Me entran ganas de patalear—. ¡Tenemos que hacerlo! ¡Es la única manera de que empiece a recordar!
¿Qué le ocurre? Yo creía que se me echaría encima sin más y lo que hace es frotarse la frente con el dorso del puño.
—Myriam, yo no quiero forzarte a hacer nada. Esto es una decisión importante. El médico del hospital dijo que debemos mantenernos en un nivel en el que tú te sientas cómoda…
—Pues me sentiría muy cómoda si lo hiciéramos ahora mismo. —Me desabrocho dos botones, dejando a la vista mi wonderbra de La Perla. Dios, ¡qué grandes se me ven las tetas con este invento! Faltaría más, por sesenta libras—. Vamos. —Alzo la barbilla, desafiante—. Soy tu esposa.
Veo cómo trabaja su mente mientras me observa.
—Bueno… está bien. —Cierra el documento, apaga el ordenador, se me acerca, me rodea con sus brazos y empieza a besarme. Es… agradable.
Sí, eso, agradable.
Tiene una boca bastante suave. Ya lo había notado antes. Un poco raro en un hombre. Quiero decir, no es que sea exactamente antisexy pero…
—¿Te sientes cómoda, Myriam? —me dice al oído, jadeante.
—¡Sí! —susurro.
—¿Vamos al dormitorio?
—¡ok!
Sale del estudio y lo sigo dando tumbos. Parece todo un poquito raro, demasiado formal, como si fuese a hacerme una entrevista de trabajo.
En la habitación, reanudamos el besuqueo. Él parece muy concentrado, pero yo no sé muy bien qué debo hacer a continuación. Vislumbro el manual conyugal sobre la comoda y me pregunto si podría abrirlo en la página de Preliminares con la punta del pie. Aunque Frank tal vez lo notaría.
Ahora me arrastra hacia la cama. Tengo que corresponderle de algún modo, pero ¿cómo? Pito, pito, colorito… No. Para. Voy a concentrarme en… el pecho. Le desabrocho la camisa y empiezo a acariciárselo. En el sentido de las agujas del reloj.
Tiene un buen tórax, eso no puedo negárselo. Firme y musculoso, gracias a su hora diaria de gimnasio.
—¿Te parece bien que te toque los pechos? —murmura mientras empieza a quitarme el sujetador.
—Creo que sí—murmuro.
¿Por qué me estruja tanto? Como si estuviese comprando fruta. Me va a hacer un morado.
En fin. Déjate de melindres. Esto es fantástico. Tengo un marido fabuloso con un cuerpo fabuloso y estamos en la cama…
¡Agggg! ¡Mi pezón!
—Perdona —susurra—. Escucha, cielo, ¿te sientes cómoda si te toco el abdomen?
—Eh… ¡supongo!
¿Por qué me pregunta eso? ¿Por qué iban a parecerme bien los pechos y no el abdomen? Y para ser del todo sincera, no sé si «cómoda» es la palabra apropiada. Esto es surrealista. Estamos moviéndonos, jadeando y haciéndolo todo tal como dice el manual, pero yo no tengo la sensación de ir a ninguna parte.
Frank me echa su cálido aliento en la nuca. Creo que ahora me toca a mí hacer alguna cosa. Las nalgas tal vez o… Sí, ok. Por la manera que tiene de mover las manos, parece que ahora pasamos sin más al interior de los muslos.
—¡Qué buena estás! —dice con voz ahogada—. Por Dios, ¡qué buena! ¡Y qué caliente me pones!
¡Otro con la manía de decir «caliente»! Debería acostarse con Debs. ¡No! No debería, obviamente. Borra esa idea.
Me doy cuenta de que voy tres pasos por detrás en los preliminares, no digamos ya en la charla sexy. Pero Frank no parece haberlo notado.
—Myriam, cielo —me murmura al oído.
—¿Sí? —susurro, preguntándome si me va a decir: «Te quiero.»
—¿Te sientes cómoda si te meto el pene en tu…?
¡Argggggg!
Sin pensármelo dos veces, me lo quito de encima de un empujón y ruedo hacia el otro lado de la cama.
Bueno… no quería darle un empujón tan fuerte.
—¿Qué pasa? —Se incorpora alarmado—. ¡Myriam! ¿Estás bien? ¿Has tenido un recuerdo repentino?
—No. —Me muerdo el labio—. Lo siento. Me he sentido de sopetón un poco…
—Lo sabía. Sabía que nos estábamos precipitando. —Suspira y me toma de las manos—. Dime, Myriam, ¿por qué no te has sentido cómoda? ¿Te ha venido un recuerdo traumático?
Ay, Dios. Habla muy en serio. Tendré que mentirle. No, no puedo mentir. El matrimonio sólo funciona si eres totalmente sincera.
—No ha sido ningún recuerdo traumático. —Le digo por fin, con la vista fija en el edredón—. Ha sido porque has dicho… «pene».
—¿«Pene»? —repite estupefacto—. ¿Qué pasa con «pene»?
—Es que… ya sabes. No resulta muy sexy. Como palabra.
Frank se reclina sobre el cabezal, con gesto desconcertado.
—A mí «pene» me parece sexy—dice por fin.
—Bueno, ok —rectifico—. O sea, sí, obviamente es bastante sexy… —¡Por favor! ¿Cómo puede parecerle sexy?—. En fin, no sólo era eso. —Me apresuro a cambiar de tema—. Ha sido esa manía de preguntarme cada dos por tres si me sentía cómoda. Suena un poquito, no sé… formal. ¿No crees?
—Sólo trataba de ser considerado —repone con frialdad—. Ésta es una situación muy extraña para los dos. —Se da la vuelta y empieza a ponerse la camisa con gestos bruscos.
—¡Lo sé! —digo—. Y te lo agradezco, de veras. —Le pongo una mano en el hombro—. Pero quizá podríamos relajarnos un poco. Ser más… espontáneos.
Frank se queda callado, como sopesando lo que he dicho.
—Entonces, ¿duermo aquí esta noche? —me dice por fin.
—¡Oh! —Me echo atrás sin poder remediarlo. ¿Qué me pasa? Es mi marido. Hace un momento estaba decidida a hacer el amor con él. Y en cambio, tenerlo durmiendo conmigo toda la noche me resulta… demasiado íntimo—. Quizá podríamos dejarlo tal como está un tiempo. Lo siento, es sólo…
—Perfecto. Lo comprendo. —Se pone de pie sin mirarme a los ojos—. Creo que voy a darme una ducha.
—De acuerdo.
En cuanto sale, me desplomo sobre los almohadones.
Fenomenal. No he tenido relaciones sexuales. No recuerdo nada. He fallado estrepitosamente.
«A mí “pene” me parece sexy.»
Me entra una carcajada y me tapo la boca, por si pudiera oírme. El teléfono junto a la cama empieza a sonar, pero al principio no me muevo. Seguro que es para Frank. Luego recuerdo que está en la ducha. Alargo el brazo y descuelgo un auricular Bang & Olufsen que es el último grito.
—¿Hola?
—Hola —una voz seca y conocida—. Soy Víctor.
—¿Víctor? —Noto que me pongo al rojo vivo. Frank no está a la vista, pero aun así corro al baño adosado con el teléfono, cierro la puerta y echo el pestillo—. ¿Estás loco? —susurro furiosa—. ¿Para qué me llamas aquí? ¡Es muy arriesgado! ¿Y si contesta Frank?
—Yo esperaba que contestara Frank. —Suena desconcertado—. He de hablar con él.
—Ah. —Me quedo de piedra. ¡Estúpida de mí!—. Ah, ok. —Intento salvar la situación adoptando un tono de atenta y solícita esposa—. Por supuesto, Víctor. Ahora voy a buscarlo…
—Pero quiero volver a hablar contigo —me corta él—. Hemos de vernos. Tenemos que hablar.
—¡No puede ser! Tienes que parar. Todo este… diálogo o lo que sea. Al teléfono. Sin teléfono.
—Myriam… ¿estás borracha?
—No. —Me examino la cara enrojecida en el espejo—. Bueno… un poquito quizá.
Oigo una especie de bufido al otro lado de la línea. ¿Se está riendo?
—Te quiero —dice.
—Tú no me conoces.
—Quiero a la chica… que eras. Que eres.
—¿A la Cobra? —replico con brusquedad—. ¿A esa bruja repulsiva? Entonces debes de estar loco.
—¡Tú no eres una bruja repulsiva! —Ahora ríe abiertamente.
—Todo el mundo parece creer que lo soy. Que lo era. O como sea.
—Estabas descontenta. Y cometiste algunos errores importantes. Pero no eras una bruja repulsiva.
Bajo la neblina del alcohol, me bebo cada una de sus palabras. Es como si estuviera poniéndome un bálsamo en una herida en carne viva. Quiero seguir escuchándolo.
—¿Qué…? —Trago saliva—. ¿Qué clase de errores?
—Te lo diré cuando nos veamos. Hablaremos de todo. Myriam, te he echado tanto de menos…
Su tono íntimo me incomoda de repente. Aquí estoy, en mi propio cuarto de baño, susurrándole a un tipo que no conozco. ¿En qué lío me estoy metiendo?
—Basta. ¡Basta! —lo corto en seco—. Tengo que pensar.
Camino de un lado para otro, pasándome la mano por el pelo y tratando de arrancarle alguna idea sensata a mi cabeza, que sigue dándome vueltas.
Podríamos vernos y hablar, simplemente…
No. ¡No! No puedo empezar a ver a alguien a espaldas de Frank. Quiero que mi matrimonio funcione.
—¡Frank y yo acabamos de tener relaciones sexuales! —le suelto, desafiante.
Ni siquiera estoy segura de por qué se lo he dicho.
Se hace un silencio. Me pregunto si se ha sentido ofendido y me ha colgado. Bueno, mejor.
—¿Y? —resurge su voz.
—Ya me entiendes. Eso cambia las cosas.
—No te sigo. ¿Crees que dejaré de estar enamorado de ti sólo porque te has acostado con Frank?
—No sé… Quizá.
—¿O acaso crees que tener relaciones sexuales con él es una prueba de que lo quieres? —Su voz suena implacable.
—¡No sé! —repito nerviosa. Ni siquiera debería mantener esta conversación. Debería estar caminando con el teléfono en la mano y diciendo: «¿Cariño? Es Víctor, para ti.» Pero algo me retiene en el baño, con el auricular pegado a la oreja—. Creí que me estimularía la memoria —digo al fin, sentándome en el borde de la bañera—. No paro de pensar que quizá todos mis recuerdos estén ahí, encerrados, y que si consigo llegar… ¡Es tan frustrante!
—Dímelo a mí —dice Víctor, irónico, y de repente me lo imagino de pie, con su camiseta gris y sus tejanos, con la cara fruncida y el teléfono en una mano, mesándose la nuca y dejando entrever la axila… La imagen resulta tan vivida que pestañeo—. ¿Y qué tal te ha ido? El sexo. —Su tono ha cambiado; suena más tranquilo.
—Ha sido… —Me aclaro la garganta—. Ya me entiendes. Sexo. Ya sabes cómo son estas cosas.
—Sí, ya sé. Y también sé cómo es Frank al respecto. Hábil… considerado… con la imaginación de…
—¡Basta! Lo dices como si fuesen defectos.
—Hemos de vernos —dice, cortante—. En serio.
—No podemos. —Noto un temblor espantoso. Como si estuviera a punto de caer al vacío. Como si tuviera que detenerme.
—Te echo mucho de menos —prosigue con una voz grave y dulce—. Myriam, no tienes ni idea de cómo te echo de menos. Vivir sin ti me está matando…
Se me ha puesto húmeda la mano con que sostengo el teléfono. No puedo seguir escuchándolo. Me confunde, me aturde. Porque si fuera cierto lo que dice, si lo fuera…
—Lo siento, tengo que dejarte —le digo a toda prisa—. Te paso a Frank.
Con piernas temblorosas, quito el pestillo y salgo del baño apartando el teléfono ostentosamente, como si estuviera contaminado.
—Myriam, espera. —Oigo su voz en el aparato, pero no hago caso.
—Frank —digo en voz bien alta al acercarme a su baño; él sale envuelto en una toalla—. ¿Cariño? Víctor, para ti. El arquitecto.
...continuara
Anyannca- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
que buen capitulo estuvo genial siguele pronto por faaa
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Muchas gracias por el capitulo, te esperamos con el siguiente.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
GRACIAS POR EL CAPÍTULO, BUENISSSIMO
mats310863- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
miil graciias x el cap niiña xfa no tardes con el siiguiiente sii
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Capítulo 13
Lo he intentado. Lo he intentado de verdad. He hecho todo lo que se me ha ocurrido para demostrar al departamento que no soy una bruja.
He colgado un cartel pidiendo ideas para organizar una excursión con todo el personal y nadie ha apuntado nada. He puesto flores en los alféizares de las ventanas y no ha habido el menor comentario. Hoy he traído una cesta enorme de madalenas de chocolate, vainilla y arándanos, y la he dejado encima de la fotocopiadora con un cartel que decía: «De parte de Myriam. ¡Sírvete tú mismo!»
Me he dado una vuelta hace unos minutos por la oficina y no han tocado una sola madalena. Pero no importa, aún es pronto. Dejaré pasar otros diez minutos. A ver.
Paso una página del expediente que estoy leyendo y abro un documento en pantalla. Estoy revisando expedientes y archivos informáticos al mismo tiempo, para tratar de cotejarlo todo. De improviso, me sale un gigantesco bostezo y apoyo la cabeza en el escritorio. Estoy cansada. Reventada. He venido cada día a las siete de la mañana para adelantar un poco con esta montaña de papeles, y tengo los ojos enrojecidos de tanto leer.
Poco me ha faltado hoy para no volver. Esta mañana, al día siguiente de que Frank y yo tuviéramos relaciones (por así decirlo), me desperté toda pálida, con una jaqueca espantosa y ningunas ganas de venir a la oficina. Nunca más. Fui a la cocina dando tumbos, me preparé una taza de té con tres cucharadas de azúcar, me senté y anoté en una hoja, haciendo muecas de dolor a cada movimiento:
OPCIONES
1. Lo dejo correr.
2. No lo dejo correr.
Me quedé una eternidad mirando el papel. Al final, taché la primera opción.
El problema de dejarlo es que nunca sabría si hubiera sido capaz de hacer este trabajo. Y ya estoy harta de no saber cosas sobre mí. O sea que aquí estoy, en mi despacho, repasando un análisis de variación de costes de las moquetas de fibra durante el 2005. Por si fuera importante.
No. Venga ya, no puede ser importante. Cierro el expediente, me levanto y estiro las piernas; luego me acerco a la puerta de puntillas. Abro una pequeña rendija y echo una miradita a la oficina principal. Vislumbro la cesta a través del cristal: sigue intacta.
Me siento de puta pena. ¿Qué pasa? ¿Por qué nadie se anima a tomar una? A lo mejor debería dejar más claro que las madalenas son para todos. Salgo del despacho a la oficina principal.
—¡Hola a todos! —digo jovialmente—. Sólo quería decirles que esas madalenas son para ustedes. Las he traído esta mañana de la panadería. Recién hechas. O sea que… ¡adelante! ¡Sirvance ustedes mismos!
Nadie responde. Ni siquiera se dan por enterados de mi presencia. ¿Es que me he vuelto invisible?
—Bueno. —Me obligo a sonreír—. ¡Disfrutenlas!
Giro sobre los talones y me retiro.
Yo ya he cumplido. Si quieren madalenas, bien; y si no también. Punto. Me importa un bledo. Vuelvo a sentarme ante mi escritorio, abro un informe financiero y empiezo a recorrer con el dedo las columnas importantes. Al cabo de un momento me reclino y me froto los ojos. Estas cifras no hacen más que confirmar lo que ya sabía: los resultados del departamento son pésimos.
Las ventas subieron un poco el año pasado, pero todavía son demasiado bajas. Vamos a tener verdaderos problemas si no le damos la vuelta a la situación. Se lo dije a Byron el otro día y él no pareció inmutarse siquiera. ¿Cómo es que le trae todo sin cuidado? Anoto en un posit: «Comentar ventas con Byron», y dejo a un lado el bolígrafo.
¿Por qué no quieren mis madalenas?
Me sentía muy animada cuando las compré esta mañana. Me imaginaba que se iluminarían todas las caras al verlas y que dirían: «¡Qué buena idea, Myriam! ¡Gracias!» Ahora, en cambio, me siento alicaída. Deben de odiarme a muerte. Vamos, tienes que aborrecer a alguien de verdad para rechazarle una madalena. Y mira que éstas son de primera. Gruesas, recién hechas. Las de arándanos hasta tienen limón glaseado.
Una vocecita juiciosa me dice que lo deje correr, que me olvide del asunto. Sólo es una cesta de madalenas, por Dios.
Pero no puedo. No voy a quedarme aquí sentada. Me levanto de un salto y me dirijo otra vez a la oficina. Ahí está la cesta, todavía intacta. Todos están tecleando o hablando por teléfono, sin hacerme caso a mí ni a la madalenas.
—¡Bueno! —Procuro sonar relajada—. ¿Nadie quiere una madalena? ¡Son de las buenas!
—¿Madalenas? —pregunta Fi, arqueando una ceja—. No las veo por ningún lado. —Mira alrededor, como si estuviera perpleja—. ¿Alguien ha visto esas madalenas?
Todos se encogen de hombros, como si también estuvieran desconcertados.
—¿Quieres decir madalenas inglesas? —Carolyn arruga el entrecejo—. ¿O francesas?
—En Starbucks tienen. Puedo mandar a buscar unas cuantas si quieres —dice Debs, conteniendo a duras penas la risa.
Ja, ja. Muy divertido.
—¡Ok! —digo, ocultando mi disgusto—. Si prefieren comportarse como críos, perfecto. Olvidenlo. Sólo pretendía ser amable.
Salgo airada y soltando bufidos. Oigo risitas a mis espaldas, pero me hago la sorda. He de mantener la dignidad, no perder la compostura. No debo reaccionar ni encabritarme…
¡Por Dios! No puedo resistirlo. El berrinche y la furia ascienden en mi interior como un volcán. ¿Cómo pueden ser tan mezquinos?
Irrumpo otra vez en la oficina, toda sofocada.
—No tan perfecto, pensándolo bien —jadeo—. Escuchen, me he tomado la molestia de traerles estas madalenas porque me ha parecido simpático darles una sorpresa. Y ahora fingen que ni siquiera las ven…
—Perdona, Myriam. —Fi parece contrita y sorprendida—. No sé de qué estás hablando, la verdad.
Carolyn ahoga una carcajada y algo en mi interior se quiebra.
—¡Hablo de esto! —Agarro una de chocolate y la agito ante sus narices, haciéndola retroceder—. ¡Es una madalena! ¡Una maldita madalena! ¡Muy bien! ¡Si no se la van a comer, me la comeré yo! —Arranco un trozo enorme con los dientes, empiezo a masticar con furia y enseguida le doy otro mordisco. Caen migas enormes por el suelo, pero me da igual—. Es más, ¡voy a comérmelas todas! ¿Por qué no? —Tomo una de arándanos y me la zampo también en la boca—. ¡Mmm, ñam!
—¿Myriam?
Me doy la vuelta y se me encogen las entrañas. Simon Johnson y Byron están en la puerta, con los ojos como platos.
Byron parece a punto de reventar de regocijo. Simon me mira como miraría a un gorila desquiciado que se dedicara a esparcir su comida por todo el zoo.
—¡Simon! —farfullo horrorizada y escupiendo migas en todas direcciones—. Umm, ¿qué tal? ¿Cómo estás?
—Quería hablar contigo un momento. Si no estás muy ocupada —añade arqueando las cejas.
—¡Claro! —Me aliso el pelo mientras trato desesperadamente de tragarme el pastoso bocado—. Vamos a mi despacho.
Al cruzar la puerta de cristal, me veo reflejada y casi me da un patatús. Tengo los ojos rojos del cansancio y todo el pelo alborotado. Debería habérmelo recogido. En fin, ya no hay nada que hacer.
—Bueno, Myriam —dice Simon mientras cierro la puerta y dejo en el escritorio las madalenas medio mordidas—. Acabo de tener una larga conversación con Byron sobre junio de dos mil siete. Estoy seguro de que él te habrá puesto al día.
—Desde luego. —Asiento como si supiera a qué se refiere, aunque a mí «junio de 2007» no me suena de nada. ¿Pasa algo en junio?
—Voy a convocar una reunión el lunes para tomar la decisión definitiva. Prefiero no añadir nada más por ahora. La discreción es crucial, obviamente… —Se interrumpe y arruga la frente—. Sé que tú tenías ciertas dudas. Todos las tenemos. Pero realmente no hay alternativa.
¿De qué estará hablando? ¿De qué?
—Bueno, Simon. Estoy convencida de que podremos resolverlo —digo con falso aplomo, rezando para que no me pida que me explique con más detalle.
—Así me gusta, Myriam. Sabía que acabarías dándonos la razón —replica, más animado—. Otra cosa. Luego me voy a reunir con James Garrison, el tipo nuevo de Southey's. ¿Qué opinas de él?
Gracias a Dios. Por fin algo que me suena.
—Ah, sí —respondo con energía—. Por desgracia, Simon, deduzco que Southey's no está dando la talla. Tendremos que buscarnos otro distribuidor.
—Lamento disentir, Myriam —me corta Byron—. Southey's acaba de ofrecernos una mejora en el porcentaje y los servicios logísticos. —Se vuelve hacia Simon—. Ayer me pasé el día con ellos, en compañía de Keith, de Soft Furnishings. James Garrison ha cambiado la empresa de arriba abajo. Me dejó impresionado.
Hijo de perra.
—¿Tú no estás de acuerdo, Myriam? —me pregunta Simon, sorprendido—. ¿Te has reunido con Garrison?
—Umm… no, aún no. —Trago saliva—. Estoy… segura de que tienes razón, Byron.
Me ha jorobado del todo. A propósito.
Se hace una pausa espantosa. Noto que Simon me mira perplejo y decepcionado.
—Muy bien —dice por fin—. He de irme. Me alegro de verte, Myriam.
—Hasta luego, Simon. —Lo acompaño hasta la puerta, tratando de aparentar la seguridad y desenvoltura de un alto cargo—. Espero ponerme completamente al día muy pronto. Quizá podamos programar ese almuerzo en algún momento…
—Oye, Myriam —dice Byron de repente, señalándome el trasero—. Tienes algo en la falda.
Busco a tientas por detrás y me encuentro un pósit pegado. Nada más mirarlo, tengo la sensación de que el suelo ha empezado a moverse bajo mis pies. Alguien ha escrito con rotulador rosa:
Simon Johnson me gusta.
No me atrevo a mirar a Simon. La cabeza me va a estallar. Byron suelta una carcajada.
—Hay otro —añade, haciendo un gesto con la cabeza. Atolondradamente, me arranco un segundo pósit.
¡Simon, házmelo!
—¡Una travesura infantil! —Estrujo las dos notas con saña—. Las chicas tienen ganas… de divertirse.
Simon no parece nada divertido.
—Ya —dice tras una pausa—. Bueno, nos vemos, Myriam.
Se da media vuelta y se aleja por el pasillo con Byron. Oigo que éste le dice al cabo de un momento:
—¿Te das cuenta, Simon? Está totalmente…
Me quedo mirándolos, temblorosa y consternada. Ya está. Mi carrera arruinada antes de hacer siquiera el intento. Entro en mi despacho, aturdida, y me desplomo en la silla. No puedo con este trabajo. Estoy hecha polvo. Byron me ha hecho la cama. Nadie quiere mis madalenas.
Este último pensamiento me provoca una tremenda punzada de angustia y, de repente, ya no puedo contenerme: una lágrima me resbala por la mejilla. Hundo la cara entre los brazos y estallo en sollozos. Creía que iba a ser todo fantástico. Pensaba que ser la jefa sería divertido y emocionante. No me había dado cuenta… No había pensado…
Una voz interrumpe mis pensamientos:
—Hola.
Levanto la cabeza y veo a Fi en el umbral.
—Ah, hola. —Me enjugo los ojos torpemente—. Perdona. Yo sólo…
—¿Estás bien? —me pregunta, incómoda.
—Sí, perfectamente. —Hurgo en el cajón, saco un pañuelo de papel y me sueno la nariz—. ¿Necesitas algo?
—Perdona por las notas. —Se muerde el labio—. No creíamos que fuese a aparecer Simon. Era sólo una broma.
—No pasa nada. —Me tiembla la voz—. No podian saberlo.
—¿Qué ha dicho?
—No pareció impresionado. —Doy un suspiro—. Aunque tampoco parece estarlo conmigo, así que… ¡qué más da! —Arranco un trocito de la madalena de chocolate, me lo meto en la boca y de inmediato me siento mejor. Una décima de segundo.
Fi me mira fijamente.
—Creía que ya no comías carbohidratos.
—Ya, seguro. Como si yo pudiera vivir sin chocolate. —Le doy un buen mordisco a la madalena—. Las mujeres necesitamos el chocolate. Está comprobado.
Se hace un silencio y, cuando levanto la vista, veo que Fi sigue mirándome desconcertada.
—Qué raro —dice—. Suenas como la antigua Myriam.
—Soy la antigua Myriam. —Me da de repente una pereza terrible tener que explicarlo todo otra vez—. Fi… imagínate que mañana te levantas y te encuentras de sopetón en el año dos mil diez. Y que has de incorporarte a una nueva vida y convertirte en otra persona. Bueno, pues eso es lo que me pasa. —Arranco otro trozo de madalena, lo examino un instante y lo dejo a un lado—. Y el caso es que no reconozco a esa nueva persona. Ni siquiera sé por qué es como es. Y resulta… muy duro.
Hay un largo silencio. Miro fijamente el escritorio, con la respiración agitada, mientras voy desmenuzando la madalena en trocitos. No me atrevo a levantar la vista, no vaya a ser que Fi diga algo sarcástico o se ría de mí y yo acabe deshaciéndome en lágrimas otra vez.
—Perdona, Myriam —dice en voz baja, tan baja que apenas la oigo—. No me… no nos habíamos dado cuenta. Quiero decir, tienes el mismo aspecto.
—Ya. —Sonrío con tristeza—. Parezco una Barbie morena. —Me levanto un mechón de pelo y lo dejo caer—. Cuando me vi en el hospital en un espejo, casi me da un ataque. No me reconocía.
—Escucha —prosigue, mordiéndose el labio y retorciéndose las pulseras—. Perdona. Por las madalenas, por los pósit y… por todo lo demás. ¿Por qué no vienes con nosotras a almorzar? —Se acerca a mi escritorio con un entusiasmo repentino—. Empecemos de nuevo.
—Estaría bien. —Le dirijo una sonrisa agradecida—. Pero hoy no puedo. He quedado con Chungo Dave.
—¿Con Chungo Dave? —repite tan anonadada que se me escapa una sonrisa—. ¿Para qué? No estarás pensando…
—¡No! ¡Claro que no! Sólo quiero averiguar qué ha pasado con mi vida en estos últimos tres años. Recomponer todas las piezas. —Vacilo un instante, dándome cuenta de que ella seguramente conoce las respuestas a muchas preguntas—. ¿Tú sabes por qué rompimos Chungo y yo?
—Ni idea. —Se encoge de hombros—. Nunca nos lo contaste. Nos dejaste de lado. Incluso a mí. Era como si lo único que te importara fuera tu carrera. Y al final, dejamos de intentarlo.
Creo detectar que aún se siente herida.
—Perdona, Fi —digo con torpeza—. No pretendía dejarte de lado. O por lo menos, no creo haberlo hecho. —¡Esto sí que es surrealista! ¡Disculparme por algo que no recuerdo! Como el hombre-lobo o algo así.
—No te preocupes. No fuiste tú. O sea, fuiste tú… pero no eras tú. —Se queda callada. También ella parece confusa.
—Será mejor que me vaya —anuncio, mirando el reloj—. A lo mejor Chungo tiene algunas respuestas.
—Myriam —dice Fi con aire contrito—, se te ha olvidado uno. —Me señala la falda.
Busco a tientas y me arranco otro pósit.
«Simon Johnson te lo haré.»
—Ni loca lo haría —digo, estrujándolo.
—¿No? —Fi sonríe, maliciosa—. Yo sí.
—¡No me digas! —Se me escapa una risita.
—Está bastante bueno.
—¡Es viejísimo! Seguramente ni siquiera es capaz…
Nos miramos a los ojos y estallamos de repente en carcajadas, como en los viejos tiempos. Dejo la chaqueta y me siento en el brazo del sofá, agarrándome la barriga y sin poder parar de reír. No me había reído así desde antes del accidente. Es como si me desahogara ahora de toda la tensión acumulada. La risa lo limpia todo.
—¡Dios mío, te he echado de menos! —me dice, todavía con la respiración entrecortada.
—Yo también. —Inspiro hondo mientras intento dominarme—. Fi, de veras. Perdona. Por la actitud que haya adoptado… por las cosas que haya hecho…
—No seas tonta. —Me corta de una manera amable pero firme y me tiende la chaqueta—. Anda, ve a tu cita.
Pues mira por dónde, a Chungo Dave las cosas le han ido bien. Pero que muy bien. Ahora trabaja en la central de Auto Repair Workshop y tiene un cargo directivo en el área comercial. Lo veo salir del ascensor, muy elegante, con un traje de raya diplomática, el pelo mucho más largo (antes lo llevaba casi al cero) y gafas sin montura. Me levanto de un salto y exclamo:
—¡Chungo Dave! ¡Pero mira qué pinta tienes!
Él hace una mueca y recorre el vestíbulo con la vista.
—Ya nadie me llama Chungo Dave —dice en voz baja—. Ahora soy David, ¿ok?
—Claro. Perdona… eh… David. ¿Butch tampoco? —le pregunto sin poder resistirlo. Él me lanza una mirada asesina.
Su barriga ha desaparecido también, advierto mientras se inclina sobre el mostrador para hablar con el recepcionista. Ahora sí debe de hacer ejercicio como es debido, no como antes, cuando toda su actividad consistía en levantar pesas cinco veces, abrir una lata de cerveza y poner el fútbol en la tele.
Pensándolo bien, no me cabe en la cabeza cómo lo soportaba: calzoncillos cutres tirados por todo el apartamento; chistes brutales sobre las mujeres; la absurda paranoia de que me moría por atraparlo, por cargarlo con tres hijos y todas las tareas pesadas del hogar…
O sea. Habría estado de suerte.
—Tienes buen aspecto, Myriam —dice al volverse del mostrador, examinándome de arriba abajo—. Ha pasado mucho tiempo. Te vi por la tele, claro. En “El Aprendiz”. En otra época me habría gustado participar en un programa de ese tipo. —Me mira con lástima—. Pero ese nivel ya lo he superado. Ahora estoy subiendo de manera meteórica. ¿Vamos?
Lo lamento, pero no puedo tomarme en serio a Chungo Dave en su papel de David, el ejecutivo meteórico. Salimos a la calle para dirigirnos hacia lo que describe como un «buen restaurante de la zona». Durante todo el camino no para de hablar por el móvil sobre «ofertas» y «millones» mientras me recorre con la vista.
—Wow —digo, cuando se guarda por fin el teléfono—. Ahora sí eres un jefazo.
—Tengo un Ford Focus. —Se arremanga como quien no quiere la cosa para que vea sus gemelos—. American Express de la empresa. Derecho a usar el chalet de esquí de la dirección.
—¡Fantástico!
Ya hemos llegado al restaurante, un pequeño local italiano. Nos sentamos. Me echo hacia delante, con la barbilla apoyada en las manos. Chungo parece nervioso; juguetea con el menú de plástico y no para de revisar su móvil.
—David —empiezo—, no sé si recibirías el mensaje en que te explicaba por qué quería verte.
—Mi secretaria me dijo que querías hablar de los viejos tiempos —dice con cautela.
—Sí. La cuestión es que tuve un accidente de coche. Y estoy intentando recomponer todas las piezas de mi vida, averiguar qué ocurrió con nosotros, tal vez charlar de nuestra ruptura.
Suspira.
—Cariño, ¿te parece buena idea desenterrar otra vez todo eso? Ya dijimos lo que teníamos que decir en su momento…
—¿Desenterrar qué?
—Ya sabes… —Mira en derredor y consigue llamar la atención de un camarero—. ¿Puede atendernos? ¿Un poco de vino? Una botella de tinto de la casa, por favor.
—¡Es que no lo sé! No tengo ni idea de qué ocurrió. —Me inclino aún más hacia él—. Sufro amnesia. ¿No te lo explicó tu secretaria? No me acuerdo de nada.
Chungo se vuelve muy despacio y me mira fijamente, como temiéndose una tomadura de pelo.
—¿Tienes amnesia?
—¡Sí! He estado en el hospital y toda la pesca.
—¡Joder! —Menea la cabeza mientras llega el camarero y luego se entretiene con toda esa comedia de probar y hacer servir el vino—. ¿O sea que no recuerdas nada?
—Nada en absoluto de los tres últimos años. Y lo que quiero saber es por qué cortamos. ¿Ocurrió alguna cosa… nos alejamos poco a poco… o qué?
No responde enseguida. Me observa por encima de su copa.
—¿Hay algo de lo que sí te acuerdes? —pregunta al cabo.
—Mis últimos recuerdos son de la noche antes del funeral de mi padre. Estaba en una disco, muy cabreada porque tú no te habías presentado y, con la lluvia, me caí por unas escaleras… Ya no recuerdo más.
—Sí, sí —asiente, pensativo—. Recuerdo esa noche. Bueno, en realidad… por eso cortamos.
—¿Por qué? —digo perpleja.
—Porque no me presenté a la cita. Me diste la patada. Finito. —Bebe otro sorbo de vino.
—¿De veras? —Estoy confundida—. ¿Te di la patada?
—A la mañana siguiente. Estabas harta, se acabó. Habíamos terminado.
Arrugo el entrecejo, procurando imaginarme la escena.
—Entonces, ¿tuvimos una gran pelea?
—No tanto —prosigue tras un instante de reflexión—. Más bien fue una conversación madura. Coincidimos los dos en que lo mejor era dejarlo. Tú me dijiste que quizá estabas cometiendo el error de tu vida, pero que no podías controlar tu carácter celoso y posesivo.
—¿De veras? —digo con suspicacia.
—Sí. Me ofrecí a acompañarte al funeral de tu padre, para darte mi apoyo, pero dijiste que no, que no querías verme ni un minuto más. —Da otro trago de vino—. Pero no te guardé rencor. Te dije: «Myriam, a mí siempre me vas a importar. Y tus deseos son órdenes para mí.» Te di una rosa y un último beso. Y me alejé. Fue precioso.
Dejo mi copa y lo observo con atención. Me mira tan abiertamente y con tanta inocencia como cuando engañaba a los clientes para que asegurasen su coche con una póliza totalmente chunga.
—¿O sea que eso fue lo que pasó exactamente? —le insisto.
—Punto por punto. —Coge la carta—. ¿Te apetece pan de ajo?
¿Son imaginaciones mías o está mucho más contento desde que se ha enterado de mi amnesia?
—Chungo Dave, ¿de verdad fue eso lo que pasó? —Le dirijo mi mirada más severa y penetrante.
—Claro —contesta ofendido—. Y deja de llamarme así.
—Perdona. —Suspiro y empiezo a desenvolver un palito de pan. Quizá me ha dicho la verdad. O una versión Chungo Dave de la verdad. Quizá sí le di la patada. Estaba cabreada con él, eso es indudable.
—¿Y no pasó nada más en esa época? —Parto el palito y empiezo a mordisquearlo—. ¿No recuerdas nada? Por ejemplo, ¿por qué me obsesioné tanto con mi carrera? ¿Por qué dejé de lado a mis amigas? ¿Qué pasaba por mi cabeza?
—A mí que me registren —dice, repasando las ofertas de la carta—. ¿Te apetece que compartamos una lasaña?
—Es todo muy confuso. —Me froto la frente—. Me siento como si hubiera caído en mitad de un mapa con una de esas flechas enormes que dicen «Usted está aquí», cuando lo que yo quiero saber es cómo he llegado aquí.
Chungo levanta la vista de la carta.
—Lo que tú necesitas es un GPS —dice, como si fuera el Dalai Lama haciendo una declaración en lo alto de una montaña.
—¡Exacto! Me siento perdida. Si pudiera rastrear el camino, guiarme hacia atrás…
Él asiente sabiamente.
—Puedo hacerte una oferta.
—¿Cómo? —digo, sin comprender.
—Que puedo conseguirte un GPS de oferta. —Se da un golpecito en la nariz—. Estamos abriéndonos a nuevos productos en Auto Repair.
Por un momento creo que voy a explotar.
—¡No necesito un GPS literalmente! —casi le grito—. ¡Es una metáfora! ¡Me-tá-fo-ra!
—Vale, vale. Claro, por supuesto. —Chungo asiente, frunciendo el entrecejo, como si asimilara mis palabras—. Es un sistema incorporado, ¿no?
No puedo creerlo… ¿Yo salí con este tipo?
—Sí, eso es —le digo—. Lo ha fabricado Honda. Vamos a pedir el pan de ajo.
Llego a casa decidida a preguntarle a Frank qué sabe de mi ruptura con Chungo Dave. Seguro que hemos hablado de nuestras relaciones anteriores. Pero cuando entro en el loft, percibo que no es el mejor momento. Frank se mueve de un lado para otro mientras habla por teléfono con aire estresado.
—Corre, Myriam—me dice tapando el auricular—. O llegaremos tarde.
—¿Para qué?
—¿Para qué? ¡Para la inauguración!
Mierda. Esta noche es la fiesta de inauguración del Blue 42. Lo sabía, pero se me había ido de la cabeza.
—Claro. Enseguida estaré.
—¿No tendrías que llevar el pelo recogido? —me dice con una mirada crítica—. Tienes un aspecto poco profesional.
—Eh… claro, sí.
Hecha un manojo de nervios, me pongo a toda prisa un traje chaqueta negro de seda y mis zapatos de tacón más altos, y me hago el moño de siempre. Me pongo también unos diamantes y me vuelvo para mirarme.
Puag. ¡Qué pinta más sosa! Parezco una agente de seguros. ¿Es que ya no uso broches? ¿O flores de seda, o pañuelos, o agujas brillantes para el pelo? ¿Algo divertido? Hurgo en mis cajones pero no encuentro nada, salvo una cinta para el pelo beige. Estupendo. Vaya nota más estilosa…
—¿Lista? —pregunta Frank, entrando deprisa—. Estás perfecta. Vamos.
¡Uf! Nunca lo había visto tan tenso e hiperactivo. Se pasa todo el camino pegado al teléfono y cuando lo deja por fin, empieza a tamborilear con los dedos sobre el aparato mientras mira por la ventanilla.
—Seguro que saldrá perfecto —le digo para animarlo.
—Debería —responde sin mirarme—. Ésta es nuestra campaña más importante. Mucha gente de alto standing, un montón de prensa. Es ahora cuando vamos a convertir el Blue cuarenta y dos en la comidilla de toda la ciudad.
Mientras cruzamos las puertas de entrada, no puedo evitar soltar un gritito. Hay antorchas flanqueando el camino hasta la puerta principal, y rayos láser barriendo el cielo nocturno. Hay una alfombra roja para los invitados e incluso un par de fotógrafos esperando. Parece el estreno de una película.
—Frank, esto es increíble. —Impulsivamente, le aprieto una mano—. Va a ser un exitazo.
—Eso espero. —Por primera vez, se vuelve hacia mí y me dirige una sonrisa tensa. El chófer abre la puerta y me sujeto el bolso—. Ah, Myriam. —Rebusca en un bolsillo—. Antes de que se me olvide. Quería darte esto —dice tendiéndome un papel.
—¿Qué es? —Sonrío mientras lo desdoblo. Pero la sonrisa se me evapora en el acto: es una factura. Arriba figuraba el nombre de Frank; él lo ha tachado y ha escrito encima: «Para Myriam Gardiner.» Leo sin dar crédito:
Chelsea Bridge, objetos de regalo.
Leopardo de vidrio soplado.
Cantidad: 1
A pagar: 3.200 libras.
—Pedí que lo reemplazaran —explica Frank—. Puedes pagarlo cuando quieras. Con un cheque o una transferencia a mi cuenta…
¿Me está pasando una factura?
—¿Quieres que pague el leopardo? —Suelto una risita, para ver si me está tomando el pelo—. ¿Con mi dinero?
—Bueno, lo rompiste tú. —Parece sorprendido—. ¿Hay algún problema?
—¡No! Está… bien. —Trago saliva—. Te daré un cheque. En cuanto lleguemos a casa.
—No hay prisa —añade sonriendo, y señala al chófer, que aguarda con la puerta abierta—. Será mejor que subamos.
Está bien, me digo. A él le parece correcto pasarme una factura. Evidentemente, así funciona nuestro matrimonio.
Pero no debería funcionar así.
No. Déjalo. Está bien, es encantador.
Meto el papel en el bolso y le dedico al chófer una sonrisa lo más radiante posible. Cuando llegamos, bajamos del coche y sigo a mi marido por la alfombra roja.
Joder. Esto es una fiesta de verdad, un party glamoroso y a todo plan. El edificio entero está lleno de luces e inundado con el rumor de una música de fondo. El loft del ático tiene una pinta más espectacular que la otra vez, con flores por todas partes, bolsas de regalos para los invitados y una legión de camareros de uniforme negro superelegante que circulan con bandejas de champán. Ava, Víctor y otros que no conozco están en corrillo junto al ventanal, y Frank se dirige rápidamente hacia ellos.
... continuara
Anyannca- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
POR LO MENOS PARECE QUE MYRIAM ESTA A PUNTO DE RECUPERAR A SUS AMIGAS, GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Gracias por el capi niña
monike- VBB PLATA
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
si siguele esta buena esta novela y esper que victor aprobecha la ocacion para llevarse a myriam y hablar con ella y que le ayuda a recordar su pasado
Eva Robles- VBB BRONCE
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
gracias por el capitulo y siguele por faaaa
jai33sire- VBB PLATINO
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