¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
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¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
LEs dejo el prologo de una nueva novela; me gustaria que la leyeran porque esta muy muy padre, algo diferente. Narrada en primera persona.
Porfis dejenme mensajes si quieren que la siga posteando
Los personajes son: Myriam, Victor y Frank
¿Y si un día abrieras los ojos y, de repente, tu vida fuese perfecta? Por increíble que parezca, a Myriam Smart ese sueño se le ha hecho realidad. Tenía un trabajo mal pagado, los dientes torcidos y una vida sentimental desastrosa cuando, una mañana, se despierta en una cama de hospital y descubre que su espléndida dentadura deslumbra como en un anuncio de dentífrico, sus uñas presentan una manicura inmejorable, y su ropa y complementos son los de una mujer muy rica. Y, por si fuera poco, está casada; ¡¡¡con un desconocido!!! Superada la gran sorpresa, Myriam se propone disfrutar de su nuevo yo, con lo cual podrá comprobar de primera mano las ventajas e inconvenientes que puede acarrear una inesperada vida perfecta.
PrólogoLa más horrible de todas las noches horribles de este asco de vida que ha sido siempre mi vida.
En una escala del uno al diez estaríamos hablando de menos seis. Y no es que suela moverme en cifras muy altas.
La lluvia me salpica el cuello mientras desplazo mi peso de un pie (lleno de ampollas) al otro (ídem). Me cubro la cabeza con la chaqueta tejana, en plan paraguas improvisado, pero resulta que no es impermeable precisamente. Lo único que quiero es encontrar un taxi, llegar a casa, quitarme de una vez estas malditas botas y darme un buen baño caliente. Pero llevamos esperando aquí diez minutos y ni rastro de un taxi.
Mis pies son una verdadera tortura. No volveré a comprarme zapatos de Fashion Ocasiones en mi vida. Estas botas las compré la semana pasada rebajadas (charol negro sin tacón, yo nunca llevo tacones). Eran medio número más pequeñas, pero la chica me dijo que cederían y que, con ellas puestas, se me veían las piernas muy largas. Yo le creí. La verdad es que a boba no me gana nadie.
Estamos todas en la esquina de una calle del sudoeste de Londres que no había pisado en mi vida, con la música de la disco retumbando sordamente bajo nuestros pies. La hermana de Carolyn es promotora y nos consiguió entradas con descuento; por eso nos hemos arrastrado hasta aquí. Sólo que ahora tenemos que volver a casa y parece que soy la única que se molesta en buscar un taxi.
Fi se ha apoderado del único portal que hay cerca y está metiéndole la lengua hasta la garganta al tipo con el que se enrolló en el bar. Es mono, a pesar del extraño bigotito que lleva. Y más bajo que Fi, aunque muchos chicos lo son: no en balde mide uno ochenta. Fi tiene el pelo largo y oscuro, una boca enorme y una risa descomunal. Cuando le da por reírse, consigue paralizar a la oficina entera.
A un metro, Carolyn y Debs se guarecen bajo un periódico y aúllan It's Raining Men como si aún estuvieran en el karaoke.
—¡Myriam! —me grita Debs, alargando el brazo para que me una a ellas—. ¡Llueven hombres!
Su largo pelo rubio tiene un aire medio andrajoso con la lluvia, pero aún se le ve una expresión animada. Sus dos aficiones favoritas son el karaoke y el diseño de joyas; de hecho, llevo puestos unos pendientes que me hizo para mi cumpleaños: unas L diminutas de plata con aljófares colgando.
—¡Y un cuerno llueven hombres! —replico de mal humor—. ¡Aquí sólo cae agua!
Normalmente también me gusta el karaoke. Pero esta noche no tengo ganas de cantar. Me siento dolida y me gustaría acurrucarme y aislarme de todo el mundo. Si al menos Chungo Dave se hubiese presentado como prometió… Después de todos esos mensajitos de «T kiero Myriam», después de jurar que estaría aquí a las diez… Me he pasado todo el rato sentada, mirando la puerta, incluso cuando las demás chicas me decían que me olvidase de él. Ahora me siento como una gilipollas redomada.
Chungo Dave trabaja en televentas de coches y ha sido mi novio desde que nos conocimos el verano pasado, en la barbacoa de unos amigos de Carolyn. No lo llamo Chungo Dave para insultarle: es un apodo, nada más. Nadie recuerda cómo se lo pusieron y él se niega a contarlo. Es más: se esfuerza en que lo llamen de otra manera. Hace un tiempo empezó a llamarse «Butch» a sí mismo, porque él cree que se parece a Bruce Willis en Pulp Fiction. Está pelado al cero, es verdad, pero el parecido termina ahí.
En todo caso, la cosa no cuajó. Para sus colegas del curro él es Chungo Dave, del mismo modo que yo soy Dientotes. Me llaman así desde los once años. Y a veces Escarola. Es cierto que tengo el pelo muy rizado, y los dientes más bien torcidos, pero siempre digo que le dan carácter a mi aspecto.
(Una trola, en realidad: es Fi la que dice que me dan carácter. Por mi parte, estoy pensando en arreglármelos en cuanto tenga dinero y consiga mentalizarme de llevar hierros en la boca… o sea, nunca, seguramente.)
De pronto aparece un taxi y extiendo el brazo en el acto, pero un grupo más adelante se me anticipa. Fantástico. Meto las manos en los bolsillos con desolación y escudriño la calle mojada, buscando otra luz amarilla.
No es sólo el plantón de Chungo, sino también el tema de las bonificaciones. Hoy era el último día del año financiero en el trabajo. Todos han recibido un resguardo con la cantidad que les corresponde y se han puesto a dar saltos de alegría, porque resulta que las ventas de la empresa en el período 2003-2004 han sido mucho mejores de las esperadas. Era como si las Navidades hubieran llegado con diez meses de antelación. Todos se han pasado la tarde cotorreando sobre cómo van a gastarse el dinero. Carolyn ha empezado a hacer planes para irse de vacaciones a Nueva York con su novio Matt. Debs ya tiene hora para hacerse unos reflejos en Nicky Clarke —se moría de ganas de ir a esa peluquería—. Fi ha llamado a Harvey Nichols para reservar un bolso nuevo muy guay que se llama «Paddington» o algo así.
Y luego venía yo. Con cero patatero. No porque no haya trabajado duro, no porque no haya cumplido mis objetivos, sino porque para conseguir una bonificación tienes que llevar trabajando en la empresa un año, y yo no lo he cumplido por una semana. ¡Una semana! Menuda injusticia. De una tacañería impresionante. Si pudiera decirles lo que pienso…
Ya. Como si Simon Johnson fuera a pedirle su opinión a una adjunta júnior del director comercial, departamento de Suelos y Alfombras. Y ésa es otra: tengo el puesto con el nombre más feo de la historia. Resulta incluso embarazoso. A duras penas cabe entero en mi tarjeta. He llegado a la conclusión de que cuanto más largo es el nombre del cargo, más cutre es el trabajo. Se creen que van a deslumbrarte con el título y que no vas a ver que te han mandado al último rincón para que te ocupes de las cuentas piojosas con las que nadie quiere apechugar.
Un coche cruza salpicando un charco junto a la acera y retrocedo de un salto, pero demasiado tarde: un chorro de agua me da directamente en la cara. Me llega la voz de Fi desde el portal. Está calentando el tema, murmurándole cosas al oído a ese chico tan mono. Pesco varias palabras y, pese a mi galopante mal humor, tengo que apretar los labios para no echarme a reír. Una noche, hace unos meses, nos quedamos a dormir las cuatro juntas y acabamos confesándonos nuestras frases verdes secretas. Fi dijo que siempre usaba la misma y que le funcionaba a las mil maravillas: «Creo que se me están derritiendo las bragas.»
Pero bueno, ¿hay algún tipo que se trague una cosa así?
Pues eso parece, teniendo en cuenta el historial de Fi.
Debs confesó que la única palabra que se atreve a usar durante el sexo sin troncharse de risa es «caliente». Con lo cual lo único que dice es: «Estoy caliente», «¡Qué caliente estás!», «Menudo calentón». Aunque, a decir verdad, si eres tan despampanante como ella, tampoco necesitas un gran repertorio.
Carolyn lleva con Matt un millón de años y nos dijo que nunca habla en la cama, salvo para decir: «Aggg» o «Más arriba» o incluso (una vez, cuando él estaba a punto de eyacular) «Joder, me he dejado las tenacillas puestas». No sé si lo decía en serio, porque tiene un sentido del humor bastante raro, igual que Matt. Los dos son unos cerebrines excéntricos, pero lo llevan muy bien. Cuando estamos todos juntos, se insultan de tal manera que cuesta saber si lo hacen en serio, pero no creo que lo sepan ni ellos.
Luego me tocó el turno y confesé la verdad, o sea, que suelo decirle piropos al chico. Por ejemplo, a Chungo Dave siempre le digo: «Qué hombros más bonitos» o «Tienes unos ojos preciosos». No reconocí que lo digo con la secreta esperanza de que alguno me responda que yo también soy preciosa. Ni que eso no ha ocurrido hasta ahora.
En fin. Qué se le va a hacer.
—Eh, Myriam. —Levanto la vista y veo que Fi se ha desenganchado del chico mono. Se me acerca, se cubre con mi chaqueta tejana y saca su barra de labios.
—Hola —digo parpadeando; me gotea el agua por las pestañas—. ¿Dónde se ha metido tu Romeo?
—Ha ido a decirle a la chica que lo acompañaba que se marcha.
—¡Fi!
—¿Qué? —Me mira sin remordimiento—. No son pareja. O no mucho. —Se repasa los labios con una barra de rojo carmesí—. Voy a comprarme un cargamento de maquillaje —dice mirando el pintalabios gastado—. Todo de Christian Dior. ¡Ahora puedo permitírmelo!
—¡Claro! —le digo, intentando sonar entusiasta.
Al punto levanta la vista, dándose cuenta de la metedura de pata.
—Ay, mierda. Perdona, Myriam. —Me rodea los hombros con un brazo y me da un achuchón—. Tendrían que haberte dado una bonificación. No hay derecho.
—No pasa nada. —Procuro sonreír—. El año que viene.
—¿Estás bien? —Me observa con atención—. ¿Quieres que vayamos a tomar una copa?
—No, lo que necesito es meterme en la cama. He de levantarme pronto mañana.
Se le ilumina el rostro al recordar y se muerde un labio.
—Chin! también se me había olvidado eso. Con las bonificaciones y tal… Myriam, lo siento. Estás pasando un momento de mierda.
—¡No pasa nada! —digo rápidamente—. Eh… procuro no tomármelo a la tremenda.
A nadie le gustan las lloricas. Así que me las arreglo para esbozar una sonrisa que demuestre que estoy de coña aunque sea una dentona, aunque me hayan plantado y dejado sin bonificación y aunque mi padre acabe de morirse.
Fi se queda en silencio un momento; sus ojos verdes resplandecen con los faros de los coches.
—Las cosas te van a ir mejor —dice.
—¿Tú crees?
—Ajá. —Asiente con energía—. Tú sólo tienes que creerlo. Venga. —Me da otro achuchón—. ¿Qué eres: una mujer o una morsa?
Fi usa esta expresión desde que tenemos quince años, y cada vez consigue arrancarme una sonrisa.
—¿Y sabes qué? —añade—. Yo creo que tu padre habría querido que te presentaras en su funeral con resaca.
Fi había visto un par de veces a mi padre. Y seguramente tiene razón.
—Oye, Myriam…
Su voz se vuelve más suave de repente y me preparo por si acaso. Ya estoy bastante de los nervios y si encima me dice algo bonito de mi padre, soy capaz de echarme a llorar. Tampoco es que yo lo conociera demasiado bien, pero, en fin, padre no hay más que uno…
—¿No tendrás un condón de sobra?
Vale. O sea que no tenía que preocuparme por un repentino acceso de compasión.
—Sólo por si acaso —añade con una mueca traviesa—. Seguramente sólo vamos a charlar de política internacional o algo así.
—Ya, seguro. —Hurgo en mi bolso verde Accessorize (un regalo de cumpleaños) hasta encontrar el monedero a juego y saco un Durex, que le entrego con disimulo.
—Gracias, cariño. —Me da un beso en la mejilla—. Oye, ¿quieres venir a casa mañana por la noche, cuando haya terminado todo? Prepararé espaguetis a la carbonara.
—Sí. —Sonrío agradecida—. Fantástico. Te llamaré.
Ya me estoy muriendo de ganas. Un plato delicioso de pasta, una copa de vino… y poder contarle el funeral con todo detalle. Fi es capaz de volver divertidas las cosas más lúgubres y ya sé que acabaremos tronchándonos.
—¡Eh, ahí hay un taxi! ¡Taaaaxi! —Me abalanzo hacia el bordillo mientras el vehículo se detiene y llamo por señas a Debs y Carolyn, que ahora están canturreando a gritos Dancing Queen. Carolyn tiene las gafas llenas de gotas de lluvia y le lleva a Debs unas cinco notas de ventaja.
Me inclino junto a la ventanilla del taxista, con el pelo chorreándome por la cara.
—¡Hola! ¿Podría llevarnos primero a Balham y luego…?
—Lo siento. Nada de karaoke —responde el hombre, cortante, echando una mirada hosca a Debs y Carolyn.
Lo miro desconcertada.
—¿Qué significa eso?
—Que no voy a subir a esas de ahí para que me den dolor de cabeza con sus malditas canciones.
Debe de estar de coña. No puedes quitarte de encima a la gente sólo por cantar.
—Pero…
—Es mi taxi y son mis normas. Ni borrachos, ni drogas ni karaoke. —Y antes de que pueda replicarle, se aleja calle abajo.
—¡No puede prohibir el karaoke! —le grito indignada—. ¡Es… discriminatorio! ¡Es ilegal! ¡Es…!
Balbuceo hasta quedarme sin voz. Echo un vistazo alrededor. Fi ha vuelto a desaparecer en brazos de mister Monín. Debs y Carolyn siguen cantando Dancing Queen: un numerito tan atroz que ni siquiera puedo culpar del todo al taxista. El tráfico continúa deslizándose a nuestro lado y salpicándonos a base de bien; la lluvia tamborilea sobre mi chaqueta y me empapa el pelo; las ideas me dan vueltas en la cabeza como un par de calcetines en la secadora.
Nunca vamos a encontrar un taxi. Vamos a quedarnos aquí clavadas toda la noche. Esos cócteles de banana eran fatales, tendría que haberme plantado en el cuarto. Mañana es el funeral de mi padre. Nunca he estado en un funeral. ¿Qué pasa si me pongo a llorar y se me queda todo el mundo mirando? Chungo Dave debe de estar en la cama con otra chica en este mismo instante, diciéndole que es preciosa mientras ella gime: «¡Buten! ¡Butch!»
Tengo los pies llenos de ampollas y, además, congelados…
—¡Taxi! —grito instintivamente, casi antes de divisar a lo lejos la luz amarilla. Se acerca con el intermitente parpadeando—. ¡No gires! —Me pongo a hacerle señales frenéticas—. ¡Aquí! ¡Aquí!
Tengo que pillar ese taxi. Tengo que pillarlo. Con la chaqueta sobre la cabeza, echo a correr por la acera, patinando un poco y chillando hasta quedarme ronca.
—¡Taxi! ¡¡Taxi!!
En la esquina hay un montón de gente. Los esquivo y subo los escalones de un edificio oficial. Llego a un descansillo y, antes de bajar por el otro lado, me inclino sobre la balaustrada y llamo desde ahí arriba.
—¡¡Taxi!! ¡¡Taaaaaaxü!
¡Sí! ¡Está frenando, gracias a Dios! Por fin. Voy a llegar a casa, me daré un baño y olvidaré este día nefasto.
—¡Aquí! —grito—. ¡Ya voy! ¡Un seg…!
Para mi consternación, en la acera veo a un tipo trajeado que se dirige hacia el taxi.
—¡Es nuestro! —rujo mientras bajo las escaleras corriendo—. ¡Es nuestro! ¡Lo he visto yo! ¡Ni te atrevas! ¡Arg! ¡Arggggg!
Incluso mientras mi pie resbala en el escalón mojado, no acabo de entender lo que sucede. Al empezar a caer, mi cerebro se acelera. He patinado con mis malditas botas de suela reluciente. Estoy rodando por los peldaños como una cría de tres años. Manoteo desesperadamente hacia la balaustrada de piedra, rasguñándome, dándome golpes en la mano y perdiendo mi bolso Accessorize por el camino… Intento agarrarme, pero ya no puedo frenar…
Ay, mierda.
El suelo viene directamente hacia mí, no puedo evitarlo. Y esto va a hacerme muuuucho daño…
...continaura
Porfis dejenme mensajes si quieren que la siga posteando
Los personajes son: Myriam, Victor y Frank
¿Y si un día abrieras los ojos y, de repente, tu vida fuese perfecta? Por increíble que parezca, a Myriam Smart ese sueño se le ha hecho realidad. Tenía un trabajo mal pagado, los dientes torcidos y una vida sentimental desastrosa cuando, una mañana, se despierta en una cama de hospital y descubre que su espléndida dentadura deslumbra como en un anuncio de dentífrico, sus uñas presentan una manicura inmejorable, y su ropa y complementos son los de una mujer muy rica. Y, por si fuera poco, está casada; ¡¡¡con un desconocido!!! Superada la gran sorpresa, Myriam se propone disfrutar de su nuevo yo, con lo cual podrá comprobar de primera mano las ventajas e inconvenientes que puede acarrear una inesperada vida perfecta.
Prólogo
En una escala del uno al diez estaríamos hablando de menos seis. Y no es que suela moverme en cifras muy altas.
La lluvia me salpica el cuello mientras desplazo mi peso de un pie (lleno de ampollas) al otro (ídem). Me cubro la cabeza con la chaqueta tejana, en plan paraguas improvisado, pero resulta que no es impermeable precisamente. Lo único que quiero es encontrar un taxi, llegar a casa, quitarme de una vez estas malditas botas y darme un buen baño caliente. Pero llevamos esperando aquí diez minutos y ni rastro de un taxi.
Mis pies son una verdadera tortura. No volveré a comprarme zapatos de Fashion Ocasiones en mi vida. Estas botas las compré la semana pasada rebajadas (charol negro sin tacón, yo nunca llevo tacones). Eran medio número más pequeñas, pero la chica me dijo que cederían y que, con ellas puestas, se me veían las piernas muy largas. Yo le creí. La verdad es que a boba no me gana nadie.
Estamos todas en la esquina de una calle del sudoeste de Londres que no había pisado en mi vida, con la música de la disco retumbando sordamente bajo nuestros pies. La hermana de Carolyn es promotora y nos consiguió entradas con descuento; por eso nos hemos arrastrado hasta aquí. Sólo que ahora tenemos que volver a casa y parece que soy la única que se molesta en buscar un taxi.
Fi se ha apoderado del único portal que hay cerca y está metiéndole la lengua hasta la garganta al tipo con el que se enrolló en el bar. Es mono, a pesar del extraño bigotito que lleva. Y más bajo que Fi, aunque muchos chicos lo son: no en balde mide uno ochenta. Fi tiene el pelo largo y oscuro, una boca enorme y una risa descomunal. Cuando le da por reírse, consigue paralizar a la oficina entera.
A un metro, Carolyn y Debs se guarecen bajo un periódico y aúllan It's Raining Men como si aún estuvieran en el karaoke.
—¡Myriam! —me grita Debs, alargando el brazo para que me una a ellas—. ¡Llueven hombres!
Su largo pelo rubio tiene un aire medio andrajoso con la lluvia, pero aún se le ve una expresión animada. Sus dos aficiones favoritas son el karaoke y el diseño de joyas; de hecho, llevo puestos unos pendientes que me hizo para mi cumpleaños: unas L diminutas de plata con aljófares colgando.
—¡Y un cuerno llueven hombres! —replico de mal humor—. ¡Aquí sólo cae agua!
Normalmente también me gusta el karaoke. Pero esta noche no tengo ganas de cantar. Me siento dolida y me gustaría acurrucarme y aislarme de todo el mundo. Si al menos Chungo Dave se hubiese presentado como prometió… Después de todos esos mensajitos de «T kiero Myriam», después de jurar que estaría aquí a las diez… Me he pasado todo el rato sentada, mirando la puerta, incluso cuando las demás chicas me decían que me olvidase de él. Ahora me siento como una gilipollas redomada.
Chungo Dave trabaja en televentas de coches y ha sido mi novio desde que nos conocimos el verano pasado, en la barbacoa de unos amigos de Carolyn. No lo llamo Chungo Dave para insultarle: es un apodo, nada más. Nadie recuerda cómo se lo pusieron y él se niega a contarlo. Es más: se esfuerza en que lo llamen de otra manera. Hace un tiempo empezó a llamarse «Butch» a sí mismo, porque él cree que se parece a Bruce Willis en Pulp Fiction. Está pelado al cero, es verdad, pero el parecido termina ahí.
En todo caso, la cosa no cuajó. Para sus colegas del curro él es Chungo Dave, del mismo modo que yo soy Dientotes. Me llaman así desde los once años. Y a veces Escarola. Es cierto que tengo el pelo muy rizado, y los dientes más bien torcidos, pero siempre digo que le dan carácter a mi aspecto.
(Una trola, en realidad: es Fi la que dice que me dan carácter. Por mi parte, estoy pensando en arreglármelos en cuanto tenga dinero y consiga mentalizarme de llevar hierros en la boca… o sea, nunca, seguramente.)
De pronto aparece un taxi y extiendo el brazo en el acto, pero un grupo más adelante se me anticipa. Fantástico. Meto las manos en los bolsillos con desolación y escudriño la calle mojada, buscando otra luz amarilla.
No es sólo el plantón de Chungo, sino también el tema de las bonificaciones. Hoy era el último día del año financiero en el trabajo. Todos han recibido un resguardo con la cantidad que les corresponde y se han puesto a dar saltos de alegría, porque resulta que las ventas de la empresa en el período 2003-2004 han sido mucho mejores de las esperadas. Era como si las Navidades hubieran llegado con diez meses de antelación. Todos se han pasado la tarde cotorreando sobre cómo van a gastarse el dinero. Carolyn ha empezado a hacer planes para irse de vacaciones a Nueva York con su novio Matt. Debs ya tiene hora para hacerse unos reflejos en Nicky Clarke —se moría de ganas de ir a esa peluquería—. Fi ha llamado a Harvey Nichols para reservar un bolso nuevo muy guay que se llama «Paddington» o algo así.
Y luego venía yo. Con cero patatero. No porque no haya trabajado duro, no porque no haya cumplido mis objetivos, sino porque para conseguir una bonificación tienes que llevar trabajando en la empresa un año, y yo no lo he cumplido por una semana. ¡Una semana! Menuda injusticia. De una tacañería impresionante. Si pudiera decirles lo que pienso…
Ya. Como si Simon Johnson fuera a pedirle su opinión a una adjunta júnior del director comercial, departamento de Suelos y Alfombras. Y ésa es otra: tengo el puesto con el nombre más feo de la historia. Resulta incluso embarazoso. A duras penas cabe entero en mi tarjeta. He llegado a la conclusión de que cuanto más largo es el nombre del cargo, más cutre es el trabajo. Se creen que van a deslumbrarte con el título y que no vas a ver que te han mandado al último rincón para que te ocupes de las cuentas piojosas con las que nadie quiere apechugar.
Un coche cruza salpicando un charco junto a la acera y retrocedo de un salto, pero demasiado tarde: un chorro de agua me da directamente en la cara. Me llega la voz de Fi desde el portal. Está calentando el tema, murmurándole cosas al oído a ese chico tan mono. Pesco varias palabras y, pese a mi galopante mal humor, tengo que apretar los labios para no echarme a reír. Una noche, hace unos meses, nos quedamos a dormir las cuatro juntas y acabamos confesándonos nuestras frases verdes secretas. Fi dijo que siempre usaba la misma y que le funcionaba a las mil maravillas: «Creo que se me están derritiendo las bragas.»
Pero bueno, ¿hay algún tipo que se trague una cosa así?
Pues eso parece, teniendo en cuenta el historial de Fi.
Debs confesó que la única palabra que se atreve a usar durante el sexo sin troncharse de risa es «caliente». Con lo cual lo único que dice es: «Estoy caliente», «¡Qué caliente estás!», «Menudo calentón». Aunque, a decir verdad, si eres tan despampanante como ella, tampoco necesitas un gran repertorio.
Carolyn lleva con Matt un millón de años y nos dijo que nunca habla en la cama, salvo para decir: «Aggg» o «Más arriba» o incluso (una vez, cuando él estaba a punto de eyacular) «Joder, me he dejado las tenacillas puestas». No sé si lo decía en serio, porque tiene un sentido del humor bastante raro, igual que Matt. Los dos son unos cerebrines excéntricos, pero lo llevan muy bien. Cuando estamos todos juntos, se insultan de tal manera que cuesta saber si lo hacen en serio, pero no creo que lo sepan ni ellos.
Luego me tocó el turno y confesé la verdad, o sea, que suelo decirle piropos al chico. Por ejemplo, a Chungo Dave siempre le digo: «Qué hombros más bonitos» o «Tienes unos ojos preciosos». No reconocí que lo digo con la secreta esperanza de que alguno me responda que yo también soy preciosa. Ni que eso no ha ocurrido hasta ahora.
En fin. Qué se le va a hacer.
—Eh, Myriam. —Levanto la vista y veo que Fi se ha desenganchado del chico mono. Se me acerca, se cubre con mi chaqueta tejana y saca su barra de labios.
—Hola —digo parpadeando; me gotea el agua por las pestañas—. ¿Dónde se ha metido tu Romeo?
—Ha ido a decirle a la chica que lo acompañaba que se marcha.
—¡Fi!
—¿Qué? —Me mira sin remordimiento—. No son pareja. O no mucho. —Se repasa los labios con una barra de rojo carmesí—. Voy a comprarme un cargamento de maquillaje —dice mirando el pintalabios gastado—. Todo de Christian Dior. ¡Ahora puedo permitírmelo!
—¡Claro! —le digo, intentando sonar entusiasta.
Al punto levanta la vista, dándose cuenta de la metedura de pata.
—Ay, mierda. Perdona, Myriam. —Me rodea los hombros con un brazo y me da un achuchón—. Tendrían que haberte dado una bonificación. No hay derecho.
—No pasa nada. —Procuro sonreír—. El año que viene.
—¿Estás bien? —Me observa con atención—. ¿Quieres que vayamos a tomar una copa?
—No, lo que necesito es meterme en la cama. He de levantarme pronto mañana.
Se le ilumina el rostro al recordar y se muerde un labio.
—Chin! también se me había olvidado eso. Con las bonificaciones y tal… Myriam, lo siento. Estás pasando un momento de mierda.
—¡No pasa nada! —digo rápidamente—. Eh… procuro no tomármelo a la tremenda.
A nadie le gustan las lloricas. Así que me las arreglo para esbozar una sonrisa que demuestre que estoy de coña aunque sea una dentona, aunque me hayan plantado y dejado sin bonificación y aunque mi padre acabe de morirse.
Fi se queda en silencio un momento; sus ojos verdes resplandecen con los faros de los coches.
—Las cosas te van a ir mejor —dice.
—¿Tú crees?
—Ajá. —Asiente con energía—. Tú sólo tienes que creerlo. Venga. —Me da otro achuchón—. ¿Qué eres: una mujer o una morsa?
Fi usa esta expresión desde que tenemos quince años, y cada vez consigue arrancarme una sonrisa.
—¿Y sabes qué? —añade—. Yo creo que tu padre habría querido que te presentaras en su funeral con resaca.
Fi había visto un par de veces a mi padre. Y seguramente tiene razón.
—Oye, Myriam…
Su voz se vuelve más suave de repente y me preparo por si acaso. Ya estoy bastante de los nervios y si encima me dice algo bonito de mi padre, soy capaz de echarme a llorar. Tampoco es que yo lo conociera demasiado bien, pero, en fin, padre no hay más que uno…
—¿No tendrás un condón de sobra?
Vale. O sea que no tenía que preocuparme por un repentino acceso de compasión.
—Sólo por si acaso —añade con una mueca traviesa—. Seguramente sólo vamos a charlar de política internacional o algo así.
—Ya, seguro. —Hurgo en mi bolso verde Accessorize (un regalo de cumpleaños) hasta encontrar el monedero a juego y saco un Durex, que le entrego con disimulo.
—Gracias, cariño. —Me da un beso en la mejilla—. Oye, ¿quieres venir a casa mañana por la noche, cuando haya terminado todo? Prepararé espaguetis a la carbonara.
—Sí. —Sonrío agradecida—. Fantástico. Te llamaré.
Ya me estoy muriendo de ganas. Un plato delicioso de pasta, una copa de vino… y poder contarle el funeral con todo detalle. Fi es capaz de volver divertidas las cosas más lúgubres y ya sé que acabaremos tronchándonos.
—¡Eh, ahí hay un taxi! ¡Taaaaxi! —Me abalanzo hacia el bordillo mientras el vehículo se detiene y llamo por señas a Debs y Carolyn, que ahora están canturreando a gritos Dancing Queen. Carolyn tiene las gafas llenas de gotas de lluvia y le lleva a Debs unas cinco notas de ventaja.
Me inclino junto a la ventanilla del taxista, con el pelo chorreándome por la cara.
—¡Hola! ¿Podría llevarnos primero a Balham y luego…?
—Lo siento. Nada de karaoke —responde el hombre, cortante, echando una mirada hosca a Debs y Carolyn.
Lo miro desconcertada.
—¿Qué significa eso?
—Que no voy a subir a esas de ahí para que me den dolor de cabeza con sus malditas canciones.
Debe de estar de coña. No puedes quitarte de encima a la gente sólo por cantar.
—Pero…
—Es mi taxi y son mis normas. Ni borrachos, ni drogas ni karaoke. —Y antes de que pueda replicarle, se aleja calle abajo.
—¡No puede prohibir el karaoke! —le grito indignada—. ¡Es… discriminatorio! ¡Es ilegal! ¡Es…!
Balbuceo hasta quedarme sin voz. Echo un vistazo alrededor. Fi ha vuelto a desaparecer en brazos de mister Monín. Debs y Carolyn siguen cantando Dancing Queen: un numerito tan atroz que ni siquiera puedo culpar del todo al taxista. El tráfico continúa deslizándose a nuestro lado y salpicándonos a base de bien; la lluvia tamborilea sobre mi chaqueta y me empapa el pelo; las ideas me dan vueltas en la cabeza como un par de calcetines en la secadora.
Nunca vamos a encontrar un taxi. Vamos a quedarnos aquí clavadas toda la noche. Esos cócteles de banana eran fatales, tendría que haberme plantado en el cuarto. Mañana es el funeral de mi padre. Nunca he estado en un funeral. ¿Qué pasa si me pongo a llorar y se me queda todo el mundo mirando? Chungo Dave debe de estar en la cama con otra chica en este mismo instante, diciéndole que es preciosa mientras ella gime: «¡Buten! ¡Butch!»
Tengo los pies llenos de ampollas y, además, congelados…
—¡Taxi! —grito instintivamente, casi antes de divisar a lo lejos la luz amarilla. Se acerca con el intermitente parpadeando—. ¡No gires! —Me pongo a hacerle señales frenéticas—. ¡Aquí! ¡Aquí!
Tengo que pillar ese taxi. Tengo que pillarlo. Con la chaqueta sobre la cabeza, echo a correr por la acera, patinando un poco y chillando hasta quedarme ronca.
—¡Taxi! ¡¡Taxi!!
En la esquina hay un montón de gente. Los esquivo y subo los escalones de un edificio oficial. Llego a un descansillo y, antes de bajar por el otro lado, me inclino sobre la balaustrada y llamo desde ahí arriba.
—¡¡Taxi!! ¡¡Taaaaaaxü!
¡Sí! ¡Está frenando, gracias a Dios! Por fin. Voy a llegar a casa, me daré un baño y olvidaré este día nefasto.
—¡Aquí! —grito—. ¡Ya voy! ¡Un seg…!
Para mi consternación, en la acera veo a un tipo trajeado que se dirige hacia el taxi.
—¡Es nuestro! —rujo mientras bajo las escaleras corriendo—. ¡Es nuestro! ¡Lo he visto yo! ¡Ni te atrevas! ¡Arg! ¡Arggggg!
Incluso mientras mi pie resbala en el escalón mojado, no acabo de entender lo que sucede. Al empezar a caer, mi cerebro se acelera. He patinado con mis malditas botas de suela reluciente. Estoy rodando por los peldaños como una cría de tres años. Manoteo desesperadamente hacia la balaustrada de piedra, rasguñándome, dándome golpes en la mano y perdiendo mi bolso Accessorize por el camino… Intento agarrarme, pero ya no puedo frenar…
Ay, mierda.
El suelo viene directamente hacia mí, no puedo evitarlo. Y esto va a hacerme muuuucho daño…
...continaura
Anyannca- VBB CRISTAL
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Fecha de inscripción : 27/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
O Otra novelita Gracias siguele esta interesante niña Gracias Bye Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
MUY BUEN INICIO ESTAREMOS EL PRIMER CAP...
Eva_vbb- VBB DIAMANTE
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
gracias por esta nueva novelita...me esta gustando....gracias de nuevo..
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
ME GUSTO EL PRIMER CAPÍTULO, ESPERO PRONTO EL PRÓXIMO CAPÍTULO, SALUDOS
mats310863- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
orale se ve que va estar muy buena. graxias. esperamos el primer capitulo
mariateressina- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
woow!!!!!!!!! noveliita nueva graciias niiña x compartirla con nosotras xfiis no tardes con el priimier cap se ve k va estar muy interesante
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
CAPITULO 1
¿Cuánto tiempo llevo despierta? ¿Ya es de día?
Me siento fatal. ¿Qué pasó anoche? La cabeza me duele un montón. Está bien, no volveré a beber. Nunca más.
Estoy tan mareada que no puedo ni pensar, no digamos ya…
Uf. ¿Cuánto llevo despierta?
Tengo la cabeza a punto de estallar y noto una especie de niebla. Me muero de sed. Ésta es la resaca más monstruosa de mi vida. No volveré a beber nunca más.
¿Eso es una voz?
No, tengo que dormir…
¿Cuánto llevo despierta? ¿Cinco minutos? ¿Media hora? No es fácil saberlo.
¿Qué día es hoy, por cierto?
Permanezco tendida e inmóvil. Siento un martilleo rítmico en la cabeza, una especie de taladradora gigantesca. Tengo la garganta seca, me duele todo. Noto como si mi piel fuese papel de lija.
¿Dónde estuve anoche? ¿Qué pasa con mi cerebro? Es como si hubiese descendido una niebla que lo cubre todo.
No volveré a beber. Debo de haber sufrido una intoxicación etílica o algo así. Me esfuerzo en recordar la noche anterior, pero lo único que me viene a la cabeza son tonterías. Recuerdos, imágenes del pasado que surgen al azar, una especie de iPod embarullado.
Unos girasoles balanceándose sobre un cielo azul…
Amy recién nacida, con el aspecto de una salchichita rosada, encima de una manta…
Una bandeja de patatas fritas en una mesa de madera, el calor del sol en la nuca, mi padre sentado enfrente con un sombrero Panamá, fumándose un puro y diciéndome: «Cómetelas, cariño»…
Aquella carrera de sacos en el colegio… Ay, Dios, ese recuerdo otra vez, no. Intento cerrarle el paso, pero es demasiado tarde, ya se ha colado… Tengo siete años y voy ganando con una ventaja kilométrica, pero me resulta tan incómodo estar ahí delante yo sola que me detengo y espero a mis amigas. Ellas me dan alcance y entonces, en medio de la melé, tropiezo y llego la última. Todavía siento la humillación, oigo las carcajadas, noto el polvo en la garganta y el sabor a banana…
Espera. Obligo a mi cerebro a estarse quieto un instante.
Bananas.
Entre la niebla, otro recuerdo brilla tenuemente. Hago un esfuerzo desesperado por recuperarlo, por darle alcance… Sí. Ya lo tengo. Cócteles de banana.
Estábamos en una disco tomando unos cócteles. Es lo único que recuerdo. Esos malditos cócteles de banana. ¿Qué demonios les habrán puesto?
Ni siquiera puedo abrir los párpados. Los noto pesados, cerrados a cal y canto, como aquella vez que usé unas pestañas postizas con un pegamento medio chungo y, al día siguiente, cuando entré dando tumbos en el baño, vi que tenía un ojo totalmente pegado y una cosa negra encima que parecía una araña muerta. Muy atractiva, Myriam.
Con cautela, deslizo una mano hacia mi pecho y oigo un crujido de sábanas. No suenan como las de casa. Hay un extraño aroma a limón en el aire y llevo puesta una camiseta de algodón que no reconozco. ¿Dónde estoy?
No me echaría un ligue, ¿no?
Uau. ¿Le fui infiel a Chungo Dave? ¿Llevaré la camiseta talla extra de algún chico cachondo? ¿La habré tomado prestada para dormir después de una noche de sexo apasionado? ¿Por eso me siento magullada y dolorida?
No, no he sido infiel en mi vida. Me habré quedado en casa de alguna de las chicas. Tal vez si me levanto y me doy una buena ducha… Abro los ojos con gran esfuerzo y me incorporo unos centímetros. Mierda. ¿Qué demonios…?
Estoy en una habitación sumida en la penumbra, sobre una cama metálica. Hay un panel con botones a mi derecha. Un ramo de flores en la mesilla de noche. Tragando saliva mentalmente (en la boca no me queda), veo que en el brazo izquierdo tengo un gotero conectado a una bolsa de suero.
Esto es increíble. Estoy en un hospital.
¿Qué pasa aquí? ¿Qué ha pasado?
Trato de que mi cerebro recuerde, pero no es más que un gran globo vacío. Necesito una taza de café bien cargado. Me propongo escudriñar la habitación para vislumbrar alguna pista, pero mis ojos no están para pesquisas. No quieren información; sólo colirio y tres aspirinas. Débilmente, vuelvo a desplomarme sobre la almohada, cierro los ojos y aguardo un poco. Vamos. Tengo que recordar qué pasó. No es posible que estuviera tan borracha, ¿no?
Me aferró a mi único retazo de memoria como si fuera una isla en medio del océano. Cócteles de banana… cócteles de banana… Haz un esfuerzo… piensa…
Las Destiny's Child. ¡Sí! Ahora me vienen algunos recuerdos. Poco a poco, a trozos. Nachos con queso. Esos horribles taburetes de la barra con todo el vinilo roto.
Habíamos salido con las chicas de la oficina. Esa disco tan cutre con el techo de neón rosa en… Donde sea. Yo estaba sola con mi cóctel, completamente deprimida.
¿Por qué me sentía tan fatal? ¿Qué había pasado?
Las bonificaciones. Claro. Una fría decepción muy conocida me oprime el estómago. Y Chungo Dave no se presentó. Doble palo. Aunque eso no explica que esté en un hospital. Aprieto los párpados, contraigo los músculos de la cara para tratar de concentrarme. Me recuerdo bailando frenéticamente una canción de Kylie Minogue y cantando We Are Family en la zona de karaoke, las cuatro juntas, cogidas del brazo. Me acuerdo vagamente de haber salido dando tumbos en busca de un taxi.
Pero más allá de eso… nada. Vacío total.
Es extraño. Le mandaré un mensaje a Fi y le preguntaré qué pasó. Alargo la mano hacia la mesilla y entonces caigo en que no hay teléfono. Ni en la silla ni en la cómoda.
¿Y mi móvil? ¿Dónde están mis cosas?
Ay, Dios, ¿me atracaron? Tiene que ser eso. Algún adolescente encapuchado me dio en la cabeza, me fui al suelo y llamaron a una ambulancia…
Me asalta una idea más horrenda todavía: ¿qué ropa interior llevaba?
No logro evitar un gemido. Eso sí podría ser fatal. Quizá llevaba las andrajosas bragas verdes y el sujetador que sólo me pongo cuando la cesta de la ropa sucia está llena. O ese tanga limón descolorido, con los bordes deshilachados y la tira de Snoopy.
No podía ser nada muy elegante, desde luego. No te vas a poner algo así para estar con Chungo Dave. Sería un desperdicio. Haciendo muecas de dolor, giro la cabeza a uno y otro lado, pero no veo ropa. Los médicos deben de haberlas quemado en el Incinerador Especial de Lencería Andrajosa.
Y sigo sin tener ni idea de qué estoy haciendo aquí. Me noto la garganta seca, me muero por un vaso de naranjada fresca. Y ahora que lo pienso, ¿dónde están los médicos y las enfermeras? ¿Acaso me estoy muriendo?
—¿Hola? —llamo débilmente. Mi voz suena como un rallador arrastrado por un suelo de madera. Aguardo un momento, pero todo continúa en silencio. Nadie puede oírme a través de esa puerta tan gruesa.
Entonces se me ocurre apretar un botón del panel. Elijo el que tiene la silueta de una persona y al cabo de unos instantes se abre la puerta. ¡Ha funcionado! Aparece una enfermera de pelo gris y uniforme azul oscuro. Me sonríe.
—¡Hola, Myriam! ¿Te encuentras bien?
—Umm, sí, gracias. Tengo sed. Y me duele la cabeza.
—Ahora te traeré un calmante. —Me da un vaso de agua y me ayuda a incorporarme—. Bébete esto.
—Gracias —le digo después de tragarme el agua—. Entonces… supongo que esto es un hospital, ¿no? ¿O quizá es una especie de spa de alta tecnología?
La enfermera se echa a reír.
—Lo lamento, pero es un hospital. ¿No recuerdas cómo llegaste aquí?
—No —contesto meneando la cabeza—. Estoy un poco confusa.
—Es que te diste un buen golpe en la cabeza. ¿Te acuerdas de algún detalle del accidente?
Accidente… accidente… Y de pronto me viene todo de golpe, como en una ráfaga. Claro. La carrera detrás del taxi, el suelo mojado, el resbalón con mis malditas botas de ocasión…
Vaya. Debo de haberme dado un buen porrazo en la cabeza.
—Sí. Creo que sí —digo—. Más o menos. Y… ¿qué hora es?
—Las ocho de la noche.
¿Las ocho? Uau. ¿He estado inconsciente un día entero?
—Yo soy Maureen. —Me quita el vaso de las manos—. Te han trasladado a esta habitación hace unas horas. Hemos mantenido ya varias conversaciones, ¿sabes?
—¿Ah, sí? —me sorprendo—. ¿Y qué dije?
—Te costaba hablar, pero no parabas de preguntar si una cosa era… ¿«estropajosa»?—Frunce el entrecejo—. O «andrajosa» quizá.
Fantástico. No sólo llevo una ropa interior andrajosa: además lo voy comentando con desconocidos.
—¿Andrajosa? —Finjo sorpresa—. No tengo ni idea.
—Bueno, ahora pareces coordinar perfectamente. —Maureen me ahueca la almohada—. ¿Quieres que te traiga algo más?
—Me encantaría un jugo de naranja. Y no veo por aquí mi teléfono y mi bolso.
—Todas tus pertenencias deben de estar a buen recaudo. Voy a comprobarlo. —La enfermera sale y me quedo contemplando la habitación silenciosa, todavía medio aturdida. Sólo he conseguido montar una esquinita del rompecabezas. Aún no sé en qué hospital estoy, ni cómo llegué aquí, ni si habrán avisado a mi familia. Y además, hay una sensación que no me abandona…
Recuerdo que tenía muchas ganas de volver a casa. Sí, exacto. No paraba de decir que debía llegar a casa, porque tenía que levantarme temprano al día siguiente. Porque…
Oh, no. ¡Maldicion!
El funeral de papá. Era a las once. Lo cual significa…
¿Que me lo he perdido? Instintivamente trato de levantarme, pero empieza a darme vueltas la cabeza. Al final, me dejo caer otra vez a regañadientes. Si me lo he perdido, qué se le va a hacer. Ya no tiene remedio.
No es que yo conociera demasiado a mi padre; él nunca pasó mucho tiempo conmigo. Era más bien como un tío, esa clase de tío pícaro y gracioso que te trae caramelos en Navidad y huele a cigarrillos y alcohol.
Tampoco fue una sorpresa tan tremenda su muerte. Le iban a hacer un gran bypass en el corazón y todo el mundo sabía que había un riesgo del cincuenta por ciento. Aun así, debería haber ido al funeral con mamá y Amy. Al fin y al cabo, Amy sólo tiene doce años y es una niña muy tímida. Tengo una visión repentina de ella, sentada al lado de mamá en el crematorio, aferrada a su harapiento león de peluche azul y con un aspecto muy serio bajo ese flequillo de pony escocés. Todavía no está preparada para ver el féretro de papá, o por lo menos no sin que su hermana mayor la coja de la mano.
Mientras permanezco tendida, imaginándome los esfuerzos de mi hermana para comportarse con valentía, como una persona mayor, noto una lágrima en la mejilla. Hoy era el funeral de mi padre. Y yo aquí, en un hospital, con dolor de cabeza y una pierna rota. O algo parecido.
Y encima, mi novio me dio plantón anoche. De pronto soy consciente de que estoy sola. ¿No tendrían que estar aquí mis amigas y mi familia, todos muy preocupados alrededor de la cama, tomándome de la mano?
Bueno. Supongo que mamá habrá ido al funeral con Amy. Y a Chungo Dave que le den. Pero Fi y las demás… ¿dónde se han metido? Cuando pienso que todas fuimos a visitar a Debs cuando le extirparon un uñero… Prácticamente acampamos en el suelo de su habitación y le llevamos café de Starbucks y revistas. Y luego, cuando ya estaba curada, le pagamos una sesión de pedicura. ¡Todo por una uña!
Yo, en cambio, he estado inconsciente. Con un gotero y todo. Pero, como es evidente, a nadie le importa.
Fantástico. Asquerosamente fantástico.
Otro grueso lagrimón se me desliza mejilla abajo, justo cuando se abre la puerta y entra Maureen. Trae una bandeja y una bolsa de plástico. «Myriam Smart», pone en un lado.
—¡Ay, querida! —exclama al ver que me enjugo las lágrimas—. ¿Te duele? —Me tiende una pastilla y un vasito—. Esto te irá bien.
—Muchas gracias. —Me trago la píldora—. Pero no es por eso. Es mi vida. —Abro las manos, impotente—. Es un desastre completo. De principio a fin.
—¡Nada de eso! —dice Maureen en plan tranquilizador—. Las cosas a veces pueden tener mal aspecto…
—Créame. Lo malo no es su aspecto.
—Estoy segura…
—Mi supuesta carrera profesional no va a ninguna parte. Mi novio me dejó plantada anoche. Y no tengo un penique. En casa hay un escape en el fregadero y una asquerosa agua marrón se filtra en la planta baja —añado, recordándolo con un escalofrío—. Los vecinos acabarán poniéndome una demanda. Y mi padre acaba de morir.
Se hace un silencio. Maureen parece patidifusa.
—Bueno, todo eso suena… umm, un poco complicado —dice por fin—. Pero ya verás como las cosas mejoran pronto.
—¡Eso me decía mi amiga Fi! —Me viene el recuerdo repentino de sus ojos brillantes en medio de la lluvia—. Y mire, ¡he terminado en un hospital! —Me señalo a mí misma, desalentada—. ¿Cómo quiere que mejore?
—Pues… no sé, querida. —Sus ojos se mueven inquietos, como buscando ayuda.
—Cada vez que pienso que todo es un asco, ¡aún se pone más asqueroso! —Me sueno la nariz y suspiro—. ¿No sería fantástico que por una vez, aunque sólo fuera por una vez, se arreglara todo por arte de magia?
—La esperanza es lo último que se pierde, ¿no? —Me sonríe compasiva y extiende la mano para recoger el vasito.
Se lo doy y, al hacerlo, reparo de golpe en mis uñas. ¡Vaya! ¿Qué demonios…?
Mis uñas siempre han sido un muñón mordisqueado que trato de esconder. Éstas, en cambio, son increíbles… Impecables, pintadas de rosa claro. Y muy largas. Parpadeo, incrédula, mientras intento comprender qué ha ocurrido. ¿Fuimos a una sesión de manicura de madrugada y lo he olvidado? ¿Me puse unas uñas postizas? Deben de tener una técnica revolucionaria porque no veo junturas ni nada.
—Por cierto, tu bolso está aquí dentro —añade Maureen, dejando la bolsa en la cama—. Voy a buscarte ese jugo de naranja.
—Gracias. —Menos mal, porque creía que me lo habían birlado.
Ya es algo haberlo recuperado. Con un poco de suerte, todavía tendré batería y podré mandar unos mensajitos… Maureen se dirige hacia la puerta y yo meto la mano en la bolsa de plástico. Saco un elegante bolso Louis Vuitton con asas de piel de becerro, todo reluciente y con un aspecto carísimo.
Vaya, suspiro decepcionada. Éste no es mi bolso. Me han confundido con otra. Como si yo pudiese tener un bolso Louis Vuitton…
—Perdone, pero este bolso no es mío —le digo a la enfermera. Pero la puerta ya se ha cerrado.
Observo tristemente el Louis Vuitton y me pregunto de quién será. De alguna chica rica del fondo del pasillo… Lo deposito en el suelo, me desplomo sobre la almohada y cierro los ojos.
...continuara
Anyannca- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Gracias por el Cap. nina Atte:Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Muchas gracias por la novela nueva, te esperamos con el siguiente capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
gracias por una nueva novelita
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
ESTA MUY, PERO MUY INTERESANTE, SALUDOS
mats310863- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
orale ya me dejaste intrigada. ¿que paso? porque no reconoce su bolsa?.
espero con ansia en proximo capitulo. Graxias
espero con ansia en proximo capitulo. Graxias
mariateressina- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
muiii bueNaaaa , al principio m enrede un pokoooo peRoooo ia todo cLarooooo iiiiiii muiii inTereSanTe!!!!
saLudos
p.d. solo un favor NO TARDES!!!!!
saLudos
p.d. solo un favor NO TARDES!!!!!
Peke- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Que bueno que les guste, este capitulo es clave de la historia.
Capítulo 2
Cuando despierto, veo unas franjas de luz matinal bajo las cortinas corridas. Hay un vaso de jugo de naranja en la mesita y Maureen trabaja en una esquina de la habitación. El gotero ha desaparecido de mi brazo y yo me siento mucho más normal.
—Hola, Maureen —la saludo con voz rasposa—. ¿Qué hora es?
Ella se vuelve, alzando las cejas.
—¿Te acuerdas de mí?
—Claro —respondo sorprendida—. Nos conocimos anoche. Estuvimos hablando.
—¡Magnífico! Eso demuestra que has superado la amnesia postraumática. No te alarmes —añade con una sonrisa—. Es una fase normal de confusión después de una contusión en el cráneo.
Instintivamente, me llevo la mano a la cabeza y noto un vendaje. Wow. Debí de darme un buen golpe en las escaleras.
—Estás mejorando mucho. —Me da unas palmaditas—. Voy a traerte un jugo de naranja fresco.
Llaman a la puerta, que se abre para dar paso a una mujer alta y delgada de unos cincuenta años. Tiene ojos azules, pómulos altos y un pelo ondulado rubio ceniciento, algo desaliñado. Viste un chaleco acolchado rojo sobre un vestido estampado y un collar de ámbar, y trae una bolsa de papel en la mano.
Es mamá. Vamos, estoy segura al noventa y nueve por ciento. No entiendo a qué viene la duda.
—¡Cómo tienen aquí la calefacción! —exclama con su vocecita de niña.
Ok: es ella sin duda alguna.
—¡Casi estoy mareada! —Se abanica—. Y he tenido un día tan estresante… —Echa un vistazo hacia la cama, como si se le ocurriera de repente, y le dice a Maureen—: ¿Cómo está?
La enfermera sonríe.
—Mucho mejor. Mucho menos confusa que ayer.
—¡Gracias a Dios! —Mamá baja un poquito la voz—. Ayer era como hablar con una loca… o con una persona retrasada.
—Myriam no está loca —responde Maureen sin inmutarse— y comprende todo lo que usted dice.
Pero la verdad es que apenas estoy escuchando. No puedo dejar de mirar a mamá. ¿Qué le pasa? Parece diferente. Más delgada. Y un poco… más vieja. Cuando se me acerca y la luz de la ventana le da en la cara, aún tiene peor aspecto.
¿Estará enferma?
No. Yo lo sabría. Pero, la verdad, es como si hubiese envejecido de la noche a la mañana. Decido que le compraré Crème de la Mer estas Navidades.
—Aquí estás, cariño —dice subiendo la voz—. Soy yo. Tu-ma-dre. —Me alcanza la bolsa de papel, que contiene un bote de champú, y me da un beso.
En cuanto inhalo ese aroma suyo a perro y rosa de té, parecerá ridículo, ya lo sé, pero noto que las lágrimas acuden a mis ojos. No me había dado cuenta de lo abandonada que me sentía.
—Hola, mamá. —Voy a abrazarla, pero sólo encuentro aire: ella se ha dado media vuelta y está consultando su minúsculo reloj de oro.
—Me temo que no puedo quedarme más que un minuto —me dice con tensión contenida, como si el mundo fuese a saltar por los aires en caso de que se entretuviera más de la cuenta—. Voy a consultar a un especialista sobre Roly.
—¿Roly?
—De la última carnada de Smoky, cariño. —Me lanza una mirada de reproche—. Te acordarás del pequeño Roly, ¿verdad?
No sé cómo puede pretender que recuerde el nombre de todos sus perros. Tiene veinte al menos, todos whippet, y cada vez que voy a casa creo que hay otro nuevo. Nosotros siempre fuimos una familia sin mascotas, hasta el verano de mis diecisiete años. Mientras yo estaba en Gales de vacaciones, mamá tuvo un antojo y compró un cachorro whippet. Y de un día para otro se le desató esa manía.
A mí me gustan los perros. Bueno, más o menos, salvo cuando te saltan seis encima al abrir la puerta. En casa, desde hace años, si intentas acomodarte en un sofá o una silla, resulta que hay un perro sentado. Y los regalos más gordos del árbol de Navidad son para los perros.
Mamá ha sacado una botellita de Flores de Bach de su bolso, se echa tres gotas en la lengua e inspira profundamente.
—El tráfico estaba horrible de camino para aquí —comenta—. La gente en Londres se ha vuelto muy agresiva. He tenido un altercado muy desagradable con el conductor de una furgoneta.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunto, sabiendo de antemano que se negará a contármelo.
—Mejor no hablar de eso, cariño. —Hace una mueca de dolor, como si le hubieran pedido que recordara sus días en un campo de concentración—. Olvidémoslo.
Hay muchas cosas que mamá encuentra demasiado dolorosas para hablar de ellas. Por ejemplo, el asunto de mis sandalias nuevas, que aparecieron destrozadas las pasadas Navidades; o las continuas quejas del ayuntamiento por las cagadas de perro en nuestra calle. O cualquier otra cagada, en general, en la vida misma.
—Tengo una postal para ti —dice mientras hurga en su bolso—. ¿Dónde se habrá metido? De Andrew y Sylvia.
La miro perpleja.
—¿Quiénes?
—Nuestros vecinos, hija. Andrew y Sylvia —dice, como si fuera obvio.
Los vecinos se llaman Philip y Maggie, que yo sepa.
—Mamá…
—Te mandan muchos besos —añade—. Y Andrew quiere pedirte consejo sobre esquí.
¿Esquí? ¡Pero si yo no sé esquiar!
—Pero mamá… —Me llevo una mano a la cabeza sin acordarme de la herida y hago una mueca de dolor—. ¿De qué estás hablando?
—¡Aquí lo tenemos! —Maureen ha regresado con el jugo de naranja—. El doctor Harman viene ahora mismo.
—Debo irme, cariño —dice mamá, poniéndose de pie—. He dejado el coche en una zona azul que cuesta un ojo de la cara. Y encima, la tarifa por circular por el centro. ¡Ocho libras he tenido que pagar!
Eso tampoco es así. La tarifa contra atascos no cuesta ocho libras, sino cinco. Estoy segurísima, aunque yo no conduzca.
Siento una opresión en el estómago. Dios mío. Ha empezado a sufrir demencia precoz. Tiene que ser eso. Se ha puesto senil a los cincuenta y cuatro años. Tendré que hablar con algún médico.
—Volveré luego con Amy y Frank —dice, ya en la puerta.
¿Frank? Les pone unos nombres muy raros a sus perros.
—Estupendo. —Sonrío para animarla—. Me hace mucha ilusión.
Mientras me bebo a sorbitos el zumo de naranja me siento consternada. Todo el mundo cree que su madre está algo loca. Pero mamá presenta síntomas de una locura muy grave. ¿Y si tiene que ingresar en un manicomio? ¿Qué voy a hacer con toda su jauría?
Mis pensamientos se ven interrumpidos cuando llaman a la puerta y entra un médico joven, de pelo oscuro, seguido por otras tres personas con uniforme sanitario.
—¿Qué tal, Myriam? —me dice con brío afable—. Soy el doctor Harman, uno de los neurólogos residentes del hospital. Y éstos son Nicole, enfermera especializada, y Diana y Garth, nuestros dos médicos en prácticas. Bueno, ¿cómo te sientes?
—¡Perfecta! Salvo que noto algo raro en la mano izquierda. Como si me hubiera dormido encima y no me funcionara del todo…
Al alzar la mano para mostrársela, no puedo dejar de admirar otra vez mi increíble manicura. Tengo que preguntarle a Fi dónde estuvimos anoche.
—Está bien —asiente el médico—. Le echaremos un vistazo; quizá necesites un poco de fisioterapia. Pero antes voy a hacerte unas preguntas. Ten un poquito de paciencia aunque te parezcan obvias. —Me lanza una sonrisa profesional y tengo la sensación de que este rollo ya lo ha soltado antes mil veces—. ¿Puedes decirme cómo te llamas?
—Me llamo Myriam Smart —respondo en el acto. Él asiente y hace una cruz en su carpeta.
—¿Cuándo naciste?
—En mil novecientos setenta y nueve.
—Muy bien. —Otra anotación—. Myriam, cuando te estrellaste con el coche, te golpeaste la cabeza con el parabrisas. Hubo una ligera inflamación en el cerebro, pero parece que has tenido suerte. Aun así, he de hacerte algunas pruebas —añade sosteniendo su bolígrafo—. Haz el favor de mirar el extremo superior de este bolígrafo mientras lo hago oscilar…
Los médicos nunca te dejan meter baza, ¿no es así?
—¡Perdone! —le digo moviendo la mano para que me vea—. Me parece que me ha confundido con otra. Yo no me estrellé con un coche.
Él frunce el entrecejo y pasa dos páginas atrás en su carpeta.
—Aquí dice que la paciente sufrió un accidente de tráfico, ¿no? —Mira alrededor, buscando una confirmación.
¿Por qué les pregunta a las enfermeras? La que se ha pegado el porrazo soy yo.
—Bueno, lo habrán anotado mal —insisto—. Salí de copas con mis amigas, corrí detrás de un taxi y me caí. Eso es lo que ocurrió. Lo recuerdo perfectamente.
El doctor Harman y Maureen se miran perplejos.
—Fue sin duda un accidente de tráfico —murmura Maureen—. Dos vehículos, lateral. Yo estaba en Urgencias y la vi cuando ingresaba. También vi al otro conductor. Me parece que él sufrió una fractura menor.
—No puedo haber tenido un accidente de tráfico —digo, armándome de paciencia—. Para empezar, no tengo coche. ¡Ni siquiera sé conducir!
Tengo intención de aprender algún día. Hasta ahora, viviendo en Londres, no lo he necesitado, y las clases son carísimas. Y tampoco puedo comprarme un coche ahora mismo.
—¿No tienes un…? —El doctor pasa una página y parpadea—. ¿Un Mercedes descapotable?
—¿Un Mercedes? —Suelto una carcajada—. ¿Habla en serio?
—Pero aquí pone…
—Mire —digo, interrumpiéndolo con buenas maneras—, voy a decirle lo que cobra un comercial de veinticinco años en Alfombras Deller, ¿de acuerdo? Y usted me dice si con eso puedo permitirme un Mercedes descapotable.
Harman abre la boca, pero la médica en prácticas requiere su atención y garabatea algo en mi expediente. Él parece extrañado y mira a la mujer, que arquea las cejas, me echa un vistazo y le señala otra vez el papel. Parecen dos estudiantes de mimo bastante mediocres.
El doctor se acerca un poco más a mí y me mira gravemente. Se me empieza a revolver el estómago. He visto el programa de tv ER (Emergencias) y sé lo que significa esa expresión. «Myriam, te hemos hecho un escáner y hemos descubierto algo que no nos esperábamos. Puede que no sea nada…» Ya, claro. Pero resulta que siempre es algo, ¿verdad? Si no, ¿para qué ibas a salir en el programa?
—¿Es muy grave? —pregunto de un modo casi agresivo, procurando suprimir un repentino temblor de voz—. Díganmelo sin rodeos, ¿ok?
Mi mente repasa todas las posibilidades febrilmente. Cáncer. Un fallo en el corazón. Una pierna que ha de ser amputada. O quizá ya la he perdido y ellos no quieren decírmelo. Disimuladamente, tanteo bajo las sábanas.
—Myriam, voy a hacerte otra pregunta. —La voz del doctor suena más amable—. ¿Puedes decirme en qué año estamos?
—¿En qué año?
—No te alarmes —me tranquiliza—. Tú sólo dime en qué año crees que estamos. Es una pregunta de rutina.
Examino sus caras, una a una. Sé que me han tendido una trampa, pero no acabo de comprender en qué consiste.
—Pues en dos mil cuatro —digo por fin.
Todos se quedan inmóviles, como si nadie se atreviese a respirar.
—Ya. —El doctor Harman se sienta en la cama—. Myriam, hoy es seis de mayo de dos mil siete.
Está muy serio. Los otros también. Durante un instante parece abrirse en mi mente una grieta terrorífica. Pero enseguida, con una ráfaga de alivio, lo comprendo todo: ¡me están tomando el pelo!
—Ja, ja. —Pongo los ojos en blanco—. Muy gracioso. ¿Quién está detrás de todo esto? ¿Fi? ¿Carolyn?
—No conozco a esas personas —responde el médico sin desviar la mirada—. Y no estoy bromeando.
—Habla en serio, Myriam —interviene la médica—. Estamos en dos mil siete.
—Pero… eso es el futuro —digo estúpidamente—. ¿Me está diciendo que han inventado la máquina del tiempo? —Suelto una risa forzada. Nadie me sigue.
—Myriam, ya sé que es un shock para ti —tercia Maureen, poniéndome una mano en el hombro—. Pero es verdad. Estamos en mayo de dos mil siete.
Seguramente las dos mitades de mi cerebro se han desconectado o algo por el estilo. Oigo lo que me dicen, pero todo es absurdo. Ayer estábamos en 2004. ¿Cómo podemos habernos saltado tres años?
—Escuchen, no puede ser dos mil siete —digo por fin, tratando de no delatar mis nervios—. Estamos en dos mil cuatro, no soy idiota…
—No te alteres —me interrumpe Harman, lanzando una mirada de advertencia a los demás—. Vayamos poco a poco. Cuéntanos lo último que recuerdas, por favor.
—Muy bien… —Me restriego la cara con las manos—. Lo último que recuerdo es que ayer salí del trabajo con unas amigas. Viernes por la noche. Nos fuimos de copas… Luego intentamos parar un taxi en medio de la lluvia, resbalé en unos escalones y me caí. Y desperté en este hospital. Y era viernes veinte de febrero. —Me tiembla la voz—. Recuerdo la fecha con exactitud ¡porque era la víspera del funeral de mi padre! ¡Y me lo he perdido, postrada en esta cama!
—Myriam, todo eso sucedió hace más de tres años —me dice Maureen en voz baja.
Parece tan convencida… Todos lo parecen. Empieza a entrarme pánico mientras vuelvo a repasar sus caras. Es 2004, estoy segura. Tiene todo el aire de ser 2004.
—¿Qué más recuerdas? —pregunta el doctor—. Antes de esa noche.
—No sé —respondo a la defensiva—. La oficina… la mudanza a mi apartamento… todo.
—¿Notas cierta niebla en la memoria?
—Un poco —reconozco, mientras se abre la puerta. La médica ha salido hace un momento y vuelve ahora con el Periodico. Se acerca a la cama y consulta al doctor con la mirada.
—¿Le parece?
—Sí —dice él—. Buena idea.
—Mira, Myriam. —Me señala la fecha en la portada—. Éste es el periódico de hoy.
Siento un tremendo sobresalto al leer: «6 de mayo de 2007.» Pero bueno, no son más que palabras impresas, no demuestran nada. Recorro la portada con la vista y me detengo en una fotografía de Tony Blair (Primer ministro de Inglaterra).
—¡Cómo ha envejecido, por Dios! —exclamo. Como mamá, se me ocurre, y un súbito escalofrío me recorre la columna.
Aunque eso tampoco demuestra nada. Quizá la luz no le favorecía cuando le hicieron esa foto.
Con manos temblorosas, paso la página. Se ha hecho un silencio completo; todos me miran abrumados por la emoción. Recorro con la vista los titulares: «Sube la tasa de interés», «Visita de la reina a EE.UU.»… Hasta que me llama la atención el anuncio de una librería: «Todo a mitad de precio en literatura fantástica, incluido Harry Potter y el misterio del príncipe.»
Vale. Ahora sí me hormiguea la piel. He leído todos los volúmenes de Harry Potter: los cinco. Y no recuerdo ningún príncipe.
—¿Y esto? —Con falsa indiferencia, señalo el anuncio—. ¿Qué es Harry Potter y el misterio del príncipe?
—De momento es el último de la serie —dice la médica—. Hace mucho que se publicó.
Se me escapa un grito.
—¿Un sexto Harry Potter?
—¡Pronto saldrá el séptimo! —interviene con entusiasmo el otro médico en prácticas—. Y adivina lo que pasa al final de la sexta entrega…
—¡Chist! —dice la enfermera rubia, Nicole—. ¡No se lo cuentes!
Siguen discutiendo, pero ya no los escucho. Contemplo el anuncio del periódico hasta que la verdad cobra forma ante mis ojos. Por eso nada parecía tener sentido. No era mamá la que estaba confusa. Soy yo.
—O sea, que he estado aquí en coma… —trago saliva— ¿durante tres años?
No me lo puedo creer. He sido la Chica en Coma. Todo el mundo ha estado esperando que despertara durante tres años enteros. El mundo ha continuado sin mí. Seguramente mi familia y mis amigos han grabado vídeos caseros, han pasado noches en vela, cantando canciones y demás…
Pero Harman niega con la cabeza.
—No, Myriam. Hace sólo cinco días que fuiste ingresada.
¿Cómo?
Basta. Ya no aguanto más. Llegué al hospital hace cinco días, en 2004, y ahora, por arte de magia, estamos en 2007… ¿Qué es esto, el maldito reino de Narnia?
—¡No lo entiendo! —exclamo, apartando el periódico de un manotazo—. ¿Estoy alucinando? ¿Me he vuelto loca?
—¡No! —dice Harman con tono enérgico—. Myriam, me parece que sufres lo que llamamos una amnesia retrógrada. Es un estado que suele producirse tras sufrir una herida en la cabeza, pero en tu caso se está prolongando…
Él continúa hablando, pero sus palabras no acaban de llegarme al cerebro. Mientras los observo, me entra una sospecha repentina. Parecen una pandilla de farsantes. ¿Serán médicos de verdad? ¿Y esto es un hospital?
—¿Es que me han robado un riñón? —Mi voz surge como una especie de gruñido aterrado—. ¿Qué me han hecho? No pueden retenerme aquí. Voy a llamar a la policía… —Intento levantarme.
—Myriam —dice Nicole, sujetándome por los hombros—, nadie quiere hacerte daño. El doctor Harman dice la verdad. Has perdido la memoria y estás confusa.
—Es normal que te entre pánico o creas que hay una especie de conspiración. Pero te estamos diciendo la verdad. —Harman me sostiene la mirada—. Has olvidado un trozo de tu vida. Lo has olvidado. Nada más.
Me entran ganas de llorar. No sé si me mienten o si todo esto es una broma monumental; ni si debo confiar en ellos o tratar de huir. Tengo un torbellino en la cabeza…
Y de pronto me quedo helada. Mientras forcejeaba para levantarme se me ha subido la manga de la bata y acabo de verme una pequeña cicatriz en forma de V junto al codo. Una cicatriz que no había visto hasta ahora. Que no reconozco.
No es nueva. Parece de hace muchos meses.
—¿Te encuentras bien? —pregunta Harman.
No puedo responder. Tengo los ojos clavados en la cicatriz.
—¿Te encuentras bien? —repite.
Mi corazón late desbocado. Desplazo la mirada hasta mis manos. Estas uñas no son postizas. Las acrílicas nunca son tan buenas. Son mis uñas auténticas. Y no es posible que me hayan crecido tanto en cinco días.
Tengo la sensación de haberme alejado de la playa nadando y de hallarme en medio de un océano insondable.
Me aclaro la garganta.
—¿Me está diciendo… que he perdido tres años de mi memoria?
—Bueno, no es fácil precisarlo. Pero eso parece por el momento —contesta Harman, asintiendo.
—¿Puedo echar otro vistazo al periódico?
Lo cojo con manos temblorosas y voy pasando páginas. En todas aparece la misma fecha: «6 de mayo de 2007», «6 de mayo de 2007»… Estamos en 2007 de verdad. Lo cual quiere decir que yo… Oh, Dios. Tengo veintiocho.
¡Soy vieja!
...continuara
Capítulo 2
Cuando despierto, veo unas franjas de luz matinal bajo las cortinas corridas. Hay un vaso de jugo de naranja en la mesita y Maureen trabaja en una esquina de la habitación. El gotero ha desaparecido de mi brazo y yo me siento mucho más normal.
—Hola, Maureen —la saludo con voz rasposa—. ¿Qué hora es?
Ella se vuelve, alzando las cejas.
—¿Te acuerdas de mí?
—Claro —respondo sorprendida—. Nos conocimos anoche. Estuvimos hablando.
—¡Magnífico! Eso demuestra que has superado la amnesia postraumática. No te alarmes —añade con una sonrisa—. Es una fase normal de confusión después de una contusión en el cráneo.
Instintivamente, me llevo la mano a la cabeza y noto un vendaje. Wow. Debí de darme un buen golpe en las escaleras.
—Estás mejorando mucho. —Me da unas palmaditas—. Voy a traerte un jugo de naranja fresco.
Llaman a la puerta, que se abre para dar paso a una mujer alta y delgada de unos cincuenta años. Tiene ojos azules, pómulos altos y un pelo ondulado rubio ceniciento, algo desaliñado. Viste un chaleco acolchado rojo sobre un vestido estampado y un collar de ámbar, y trae una bolsa de papel en la mano.
Es mamá. Vamos, estoy segura al noventa y nueve por ciento. No entiendo a qué viene la duda.
—¡Cómo tienen aquí la calefacción! —exclama con su vocecita de niña.
Ok: es ella sin duda alguna.
—¡Casi estoy mareada! —Se abanica—. Y he tenido un día tan estresante… —Echa un vistazo hacia la cama, como si se le ocurriera de repente, y le dice a Maureen—: ¿Cómo está?
La enfermera sonríe.
—Mucho mejor. Mucho menos confusa que ayer.
—¡Gracias a Dios! —Mamá baja un poquito la voz—. Ayer era como hablar con una loca… o con una persona retrasada.
—Myriam no está loca —responde Maureen sin inmutarse— y comprende todo lo que usted dice.
Pero la verdad es que apenas estoy escuchando. No puedo dejar de mirar a mamá. ¿Qué le pasa? Parece diferente. Más delgada. Y un poco… más vieja. Cuando se me acerca y la luz de la ventana le da en la cara, aún tiene peor aspecto.
¿Estará enferma?
No. Yo lo sabría. Pero, la verdad, es como si hubiese envejecido de la noche a la mañana. Decido que le compraré Crème de la Mer estas Navidades.
—Aquí estás, cariño —dice subiendo la voz—. Soy yo. Tu-ma-dre. —Me alcanza la bolsa de papel, que contiene un bote de champú, y me da un beso.
En cuanto inhalo ese aroma suyo a perro y rosa de té, parecerá ridículo, ya lo sé, pero noto que las lágrimas acuden a mis ojos. No me había dado cuenta de lo abandonada que me sentía.
—Hola, mamá. —Voy a abrazarla, pero sólo encuentro aire: ella se ha dado media vuelta y está consultando su minúsculo reloj de oro.
—Me temo que no puedo quedarme más que un minuto —me dice con tensión contenida, como si el mundo fuese a saltar por los aires en caso de que se entretuviera más de la cuenta—. Voy a consultar a un especialista sobre Roly.
—¿Roly?
—De la última carnada de Smoky, cariño. —Me lanza una mirada de reproche—. Te acordarás del pequeño Roly, ¿verdad?
No sé cómo puede pretender que recuerde el nombre de todos sus perros. Tiene veinte al menos, todos whippet, y cada vez que voy a casa creo que hay otro nuevo. Nosotros siempre fuimos una familia sin mascotas, hasta el verano de mis diecisiete años. Mientras yo estaba en Gales de vacaciones, mamá tuvo un antojo y compró un cachorro whippet. Y de un día para otro se le desató esa manía.
A mí me gustan los perros. Bueno, más o menos, salvo cuando te saltan seis encima al abrir la puerta. En casa, desde hace años, si intentas acomodarte en un sofá o una silla, resulta que hay un perro sentado. Y los regalos más gordos del árbol de Navidad son para los perros.
Mamá ha sacado una botellita de Flores de Bach de su bolso, se echa tres gotas en la lengua e inspira profundamente.
—El tráfico estaba horrible de camino para aquí —comenta—. La gente en Londres se ha vuelto muy agresiva. He tenido un altercado muy desagradable con el conductor de una furgoneta.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunto, sabiendo de antemano que se negará a contármelo.
—Mejor no hablar de eso, cariño. —Hace una mueca de dolor, como si le hubieran pedido que recordara sus días en un campo de concentración—. Olvidémoslo.
Hay muchas cosas que mamá encuentra demasiado dolorosas para hablar de ellas. Por ejemplo, el asunto de mis sandalias nuevas, que aparecieron destrozadas las pasadas Navidades; o las continuas quejas del ayuntamiento por las cagadas de perro en nuestra calle. O cualquier otra cagada, en general, en la vida misma.
—Tengo una postal para ti —dice mientras hurga en su bolso—. ¿Dónde se habrá metido? De Andrew y Sylvia.
La miro perpleja.
—¿Quiénes?
—Nuestros vecinos, hija. Andrew y Sylvia —dice, como si fuera obvio.
Los vecinos se llaman Philip y Maggie, que yo sepa.
—Mamá…
—Te mandan muchos besos —añade—. Y Andrew quiere pedirte consejo sobre esquí.
¿Esquí? ¡Pero si yo no sé esquiar!
—Pero mamá… —Me llevo una mano a la cabeza sin acordarme de la herida y hago una mueca de dolor—. ¿De qué estás hablando?
—¡Aquí lo tenemos! —Maureen ha regresado con el jugo de naranja—. El doctor Harman viene ahora mismo.
—Debo irme, cariño —dice mamá, poniéndose de pie—. He dejado el coche en una zona azul que cuesta un ojo de la cara. Y encima, la tarifa por circular por el centro. ¡Ocho libras he tenido que pagar!
Eso tampoco es así. La tarifa contra atascos no cuesta ocho libras, sino cinco. Estoy segurísima, aunque yo no conduzca.
Siento una opresión en el estómago. Dios mío. Ha empezado a sufrir demencia precoz. Tiene que ser eso. Se ha puesto senil a los cincuenta y cuatro años. Tendré que hablar con algún médico.
—Volveré luego con Amy y Frank —dice, ya en la puerta.
¿Frank? Les pone unos nombres muy raros a sus perros.
—Estupendo. —Sonrío para animarla—. Me hace mucha ilusión.
Mientras me bebo a sorbitos el zumo de naranja me siento consternada. Todo el mundo cree que su madre está algo loca. Pero mamá presenta síntomas de una locura muy grave. ¿Y si tiene que ingresar en un manicomio? ¿Qué voy a hacer con toda su jauría?
Mis pensamientos se ven interrumpidos cuando llaman a la puerta y entra un médico joven, de pelo oscuro, seguido por otras tres personas con uniforme sanitario.
—¿Qué tal, Myriam? —me dice con brío afable—. Soy el doctor Harman, uno de los neurólogos residentes del hospital. Y éstos son Nicole, enfermera especializada, y Diana y Garth, nuestros dos médicos en prácticas. Bueno, ¿cómo te sientes?
—¡Perfecta! Salvo que noto algo raro en la mano izquierda. Como si me hubiera dormido encima y no me funcionara del todo…
Al alzar la mano para mostrársela, no puedo dejar de admirar otra vez mi increíble manicura. Tengo que preguntarle a Fi dónde estuvimos anoche.
—Está bien —asiente el médico—. Le echaremos un vistazo; quizá necesites un poco de fisioterapia. Pero antes voy a hacerte unas preguntas. Ten un poquito de paciencia aunque te parezcan obvias. —Me lanza una sonrisa profesional y tengo la sensación de que este rollo ya lo ha soltado antes mil veces—. ¿Puedes decirme cómo te llamas?
—Me llamo Myriam Smart —respondo en el acto. Él asiente y hace una cruz en su carpeta.
—¿Cuándo naciste?
—En mil novecientos setenta y nueve.
—Muy bien. —Otra anotación—. Myriam, cuando te estrellaste con el coche, te golpeaste la cabeza con el parabrisas. Hubo una ligera inflamación en el cerebro, pero parece que has tenido suerte. Aun así, he de hacerte algunas pruebas —añade sosteniendo su bolígrafo—. Haz el favor de mirar el extremo superior de este bolígrafo mientras lo hago oscilar…
Los médicos nunca te dejan meter baza, ¿no es así?
—¡Perdone! —le digo moviendo la mano para que me vea—. Me parece que me ha confundido con otra. Yo no me estrellé con un coche.
Él frunce el entrecejo y pasa dos páginas atrás en su carpeta.
—Aquí dice que la paciente sufrió un accidente de tráfico, ¿no? —Mira alrededor, buscando una confirmación.
¿Por qué les pregunta a las enfermeras? La que se ha pegado el porrazo soy yo.
—Bueno, lo habrán anotado mal —insisto—. Salí de copas con mis amigas, corrí detrás de un taxi y me caí. Eso es lo que ocurrió. Lo recuerdo perfectamente.
El doctor Harman y Maureen se miran perplejos.
—Fue sin duda un accidente de tráfico —murmura Maureen—. Dos vehículos, lateral. Yo estaba en Urgencias y la vi cuando ingresaba. También vi al otro conductor. Me parece que él sufrió una fractura menor.
—No puedo haber tenido un accidente de tráfico —digo, armándome de paciencia—. Para empezar, no tengo coche. ¡Ni siquiera sé conducir!
Tengo intención de aprender algún día. Hasta ahora, viviendo en Londres, no lo he necesitado, y las clases son carísimas. Y tampoco puedo comprarme un coche ahora mismo.
—¿No tienes un…? —El doctor pasa una página y parpadea—. ¿Un Mercedes descapotable?
—¿Un Mercedes? —Suelto una carcajada—. ¿Habla en serio?
—Pero aquí pone…
—Mire —digo, interrumpiéndolo con buenas maneras—, voy a decirle lo que cobra un comercial de veinticinco años en Alfombras Deller, ¿de acuerdo? Y usted me dice si con eso puedo permitirme un Mercedes descapotable.
Harman abre la boca, pero la médica en prácticas requiere su atención y garabatea algo en mi expediente. Él parece extrañado y mira a la mujer, que arquea las cejas, me echa un vistazo y le señala otra vez el papel. Parecen dos estudiantes de mimo bastante mediocres.
El doctor se acerca un poco más a mí y me mira gravemente. Se me empieza a revolver el estómago. He visto el programa de tv ER (Emergencias) y sé lo que significa esa expresión. «Myriam, te hemos hecho un escáner y hemos descubierto algo que no nos esperábamos. Puede que no sea nada…» Ya, claro. Pero resulta que siempre es algo, ¿verdad? Si no, ¿para qué ibas a salir en el programa?
—¿Es muy grave? —pregunto de un modo casi agresivo, procurando suprimir un repentino temblor de voz—. Díganmelo sin rodeos, ¿ok?
Mi mente repasa todas las posibilidades febrilmente. Cáncer. Un fallo en el corazón. Una pierna que ha de ser amputada. O quizá ya la he perdido y ellos no quieren decírmelo. Disimuladamente, tanteo bajo las sábanas.
—Myriam, voy a hacerte otra pregunta. —La voz del doctor suena más amable—. ¿Puedes decirme en qué año estamos?
—¿En qué año?
—No te alarmes —me tranquiliza—. Tú sólo dime en qué año crees que estamos. Es una pregunta de rutina.
Examino sus caras, una a una. Sé que me han tendido una trampa, pero no acabo de comprender en qué consiste.
—Pues en dos mil cuatro —digo por fin.
Todos se quedan inmóviles, como si nadie se atreviese a respirar.
—Ya. —El doctor Harman se sienta en la cama—. Myriam, hoy es seis de mayo de dos mil siete.
Está muy serio. Los otros también. Durante un instante parece abrirse en mi mente una grieta terrorífica. Pero enseguida, con una ráfaga de alivio, lo comprendo todo: ¡me están tomando el pelo!
—Ja, ja. —Pongo los ojos en blanco—. Muy gracioso. ¿Quién está detrás de todo esto? ¿Fi? ¿Carolyn?
—No conozco a esas personas —responde el médico sin desviar la mirada—. Y no estoy bromeando.
—Habla en serio, Myriam —interviene la médica—. Estamos en dos mil siete.
—Pero… eso es el futuro —digo estúpidamente—. ¿Me está diciendo que han inventado la máquina del tiempo? —Suelto una risa forzada. Nadie me sigue.
—Myriam, ya sé que es un shock para ti —tercia Maureen, poniéndome una mano en el hombro—. Pero es verdad. Estamos en mayo de dos mil siete.
Seguramente las dos mitades de mi cerebro se han desconectado o algo por el estilo. Oigo lo que me dicen, pero todo es absurdo. Ayer estábamos en 2004. ¿Cómo podemos habernos saltado tres años?
—Escuchen, no puede ser dos mil siete —digo por fin, tratando de no delatar mis nervios—. Estamos en dos mil cuatro, no soy idiota…
—No te alteres —me interrumpe Harman, lanzando una mirada de advertencia a los demás—. Vayamos poco a poco. Cuéntanos lo último que recuerdas, por favor.
—Muy bien… —Me restriego la cara con las manos—. Lo último que recuerdo es que ayer salí del trabajo con unas amigas. Viernes por la noche. Nos fuimos de copas… Luego intentamos parar un taxi en medio de la lluvia, resbalé en unos escalones y me caí. Y desperté en este hospital. Y era viernes veinte de febrero. —Me tiembla la voz—. Recuerdo la fecha con exactitud ¡porque era la víspera del funeral de mi padre! ¡Y me lo he perdido, postrada en esta cama!
—Myriam, todo eso sucedió hace más de tres años —me dice Maureen en voz baja.
Parece tan convencida… Todos lo parecen. Empieza a entrarme pánico mientras vuelvo a repasar sus caras. Es 2004, estoy segura. Tiene todo el aire de ser 2004.
—¿Qué más recuerdas? —pregunta el doctor—. Antes de esa noche.
—No sé —respondo a la defensiva—. La oficina… la mudanza a mi apartamento… todo.
—¿Notas cierta niebla en la memoria?
—Un poco —reconozco, mientras se abre la puerta. La médica ha salido hace un momento y vuelve ahora con el Periodico. Se acerca a la cama y consulta al doctor con la mirada.
—¿Le parece?
—Sí —dice él—. Buena idea.
—Mira, Myriam. —Me señala la fecha en la portada—. Éste es el periódico de hoy.
Siento un tremendo sobresalto al leer: «6 de mayo de 2007.» Pero bueno, no son más que palabras impresas, no demuestran nada. Recorro la portada con la vista y me detengo en una fotografía de Tony Blair (Primer ministro de Inglaterra).
—¡Cómo ha envejecido, por Dios! —exclamo. Como mamá, se me ocurre, y un súbito escalofrío me recorre la columna.
Aunque eso tampoco demuestra nada. Quizá la luz no le favorecía cuando le hicieron esa foto.
Con manos temblorosas, paso la página. Se ha hecho un silencio completo; todos me miran abrumados por la emoción. Recorro con la vista los titulares: «Sube la tasa de interés», «Visita de la reina a EE.UU.»… Hasta que me llama la atención el anuncio de una librería: «Todo a mitad de precio en literatura fantástica, incluido Harry Potter y el misterio del príncipe.»
Vale. Ahora sí me hormiguea la piel. He leído todos los volúmenes de Harry Potter: los cinco. Y no recuerdo ningún príncipe.
—¿Y esto? —Con falsa indiferencia, señalo el anuncio—. ¿Qué es Harry Potter y el misterio del príncipe?
—De momento es el último de la serie —dice la médica—. Hace mucho que se publicó.
Se me escapa un grito.
—¿Un sexto Harry Potter?
—¡Pronto saldrá el séptimo! —interviene con entusiasmo el otro médico en prácticas—. Y adivina lo que pasa al final de la sexta entrega…
—¡Chist! —dice la enfermera rubia, Nicole—. ¡No se lo cuentes!
Siguen discutiendo, pero ya no los escucho. Contemplo el anuncio del periódico hasta que la verdad cobra forma ante mis ojos. Por eso nada parecía tener sentido. No era mamá la que estaba confusa. Soy yo.
—O sea, que he estado aquí en coma… —trago saliva— ¿durante tres años?
No me lo puedo creer. He sido la Chica en Coma. Todo el mundo ha estado esperando que despertara durante tres años enteros. El mundo ha continuado sin mí. Seguramente mi familia y mis amigos han grabado vídeos caseros, han pasado noches en vela, cantando canciones y demás…
Pero Harman niega con la cabeza.
—No, Myriam. Hace sólo cinco días que fuiste ingresada.
¿Cómo?
Basta. Ya no aguanto más. Llegué al hospital hace cinco días, en 2004, y ahora, por arte de magia, estamos en 2007… ¿Qué es esto, el maldito reino de Narnia?
—¡No lo entiendo! —exclamo, apartando el periódico de un manotazo—. ¿Estoy alucinando? ¿Me he vuelto loca?
—¡No! —dice Harman con tono enérgico—. Myriam, me parece que sufres lo que llamamos una amnesia retrógrada. Es un estado que suele producirse tras sufrir una herida en la cabeza, pero en tu caso se está prolongando…
Él continúa hablando, pero sus palabras no acaban de llegarme al cerebro. Mientras los observo, me entra una sospecha repentina. Parecen una pandilla de farsantes. ¿Serán médicos de verdad? ¿Y esto es un hospital?
—¿Es que me han robado un riñón? —Mi voz surge como una especie de gruñido aterrado—. ¿Qué me han hecho? No pueden retenerme aquí. Voy a llamar a la policía… —Intento levantarme.
—Myriam —dice Nicole, sujetándome por los hombros—, nadie quiere hacerte daño. El doctor Harman dice la verdad. Has perdido la memoria y estás confusa.
—Es normal que te entre pánico o creas que hay una especie de conspiración. Pero te estamos diciendo la verdad. —Harman me sostiene la mirada—. Has olvidado un trozo de tu vida. Lo has olvidado. Nada más.
Me entran ganas de llorar. No sé si me mienten o si todo esto es una broma monumental; ni si debo confiar en ellos o tratar de huir. Tengo un torbellino en la cabeza…
Y de pronto me quedo helada. Mientras forcejeaba para levantarme se me ha subido la manga de la bata y acabo de verme una pequeña cicatriz en forma de V junto al codo. Una cicatriz que no había visto hasta ahora. Que no reconozco.
No es nueva. Parece de hace muchos meses.
—¿Te encuentras bien? —pregunta Harman.
No puedo responder. Tengo los ojos clavados en la cicatriz.
—¿Te encuentras bien? —repite.
Mi corazón late desbocado. Desplazo la mirada hasta mis manos. Estas uñas no son postizas. Las acrílicas nunca son tan buenas. Son mis uñas auténticas. Y no es posible que me hayan crecido tanto en cinco días.
Tengo la sensación de haberme alejado de la playa nadando y de hallarme en medio de un océano insondable.
Me aclaro la garganta.
—¿Me está diciendo… que he perdido tres años de mi memoria?
—Bueno, no es fácil precisarlo. Pero eso parece por el momento —contesta Harman, asintiendo.
—¿Puedo echar otro vistazo al periódico?
Lo cojo con manos temblorosas y voy pasando páginas. En todas aparece la misma fecha: «6 de mayo de 2007», «6 de mayo de 2007»… Estamos en 2007 de verdad. Lo cual quiere decir que yo… Oh, Dios. Tengo veintiocho.
¡Soy vieja!
...continuara
Anyannca- VBB CRISTAL
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Localización : Mexico
Fecha de inscripción : 27/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Gracias por el Cap. nos vemos bye Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1132
Edad : 42
Localización : Monterrey, Nuevo Leon
Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Muchas gracias por el capitulo, no tardes con el siguiente ya kiero ke aparesca Vic.
alma.fra- VBB DIAMANTE
- Cantidad de envíos : 2190
Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
muchas grax...pobre de Myriam...perdio la memoriaa...grax de nuevo
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
graciias x el cap niiña solo espero k viictor aparesca pronto aunk creo k myriiam se va a confundiir mas xfa no tardes con el siiguiiente cap siip niiña
Dianitha- VBB PLATINO
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Localización : chihuahua
Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
si por fa sigele esta bonita tu novelita y espero que myriam recupere pronto la memoria y que si reconosca a Victor
Eva Robles- VBB BRONCE
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Edad : 51
Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Chicas no se desesperen si no ven a Victor aparecer pronto; les dije que es una novela diferente pero muy padre. Les dejo 2 capitulos.
Capítulo 3
Me han traído una taza de té bien cargado. Un remedio infalible contra la amnesia, claro.
No, espera. No seas tan sarcástica. Les agradezco esa taza. Al menos es algo a lo que agarrarse. Algo real.
Mientras el doctor Harman habla de pruebas neurológicas y tomografías computarizadas, yo me las arreglo para mantener la compostura. Voy asintiendo con mucha calma, como diciendo: «Sí, hombre, no hay problema. Estoy muy tranquila.» Pero por dentro no es así. Todo lo contrario: estoy muerta de miedo. La verdad me golpea una y otra vez en las entrañas, hasta que acabo mareada.
Cuando por fin suena su busca y tiene que irse, siento un inmenso alivio. Ya no aguantaba una palabra más, aunque no entendiera lo que me estaba diciendo. Doy un sorbo de té y me desplomo sobre la almohada. (Vale, retiro todo lo dicho sobre el té. Es lo mejor que he probado en mucho tiempo.)
Maureen ha terminado su turno y la enfermera rubia, Nicole, se ha quedado en la habitación y está escribiendo en mi historial.
—¿Cómo te encuentras?
—Rara, rara, rara —respondo, tratando de sonreír.
—No me sorprende. —Sonríe comprensiva—. Tómatelo con calma. Tu cerebro está intentando reiniciarse por su cuenta.
La observo mientras consulta su reloj y anota la hora.
—Cuando la gente sufre amnesia —me aventuro a preguntar—, ¿acaba recobrando la memoria?
—Es lo habitual —dice con un gesto tranquilizador.
Cierro los ojos y me empeño en que mi mente retroceda. Con la esperanza de que pesque algo, de que se le enganche alguna cosa, aunque sea por casualidad.
Pero no hay nada, sólo oscuridad: la nada más absoluta.
—Háblame del dos mil siete —digo, abriendo los ojos—. ¿Quién es ahora primer ministro? ¿Y el presidente de Estados Unidos?
—Pues Tony Blair —responde Nicole—. Y el presidente Bush.
—Ah, igual. —Miro alrededor—. Y… ¿ya han resuelto el calentamiento global? ¿O curado el sida?
Nicole se encoge de hombros.
—Aún no.
Uno tendería a creer que habrían ocurrido más cosas en tres años. Que el mundo habría cambiado. El 2007 me está dejando poco impresionada, la verdad.
—¿Te apetece una revista mientras te preparo el desayuno? —pregunta Nicole. —Sale de la habitación y regresa enseguida con un ejemplar del “Hola!”
En cuanto echo un vistazo a los titulares, me llevo un sobresalto.
—«Jennifer Aniston y su nuevo novio»… —leo con voz vacilante—. ¿Qué nuevo novio? ¿Para qué quiere otro?
—Ah, sí. —Nicole sigue mi mirada con indiferencia—. ¿No sabes que rompió con Brad Pitt?
—¿Que Jennifer y Brad rompieron? —La miro horrorizada—. ¡No hablas en serio! ¡No puede ser!
—Él se largó con Angelina Jolie. Ahora tienen una hija.
—¡No! —aúllo—. ¡Pero si Jen y Brad eran la pareja perfecta! Los dos tan guapos. Con esa preciosa fotografía de la boda y todo…
—Pues se han divorciado. —Nicole se encoge de hombros, como si no tuviese demasiada importancia.
No logro asimilarlo. ¡Jennifer y Brad, divorciados! El mundo ha cambiado radicalmente.
—La gente ya se ha hecho a la idea. —Me da unas palmaditas para calmarme—. Voy a buscar el desayuno. ¿Inglés, continental o cestilla de frutas? ¿O los tres?
—Umm… continental. Muchas gracias. —Abro la revista y vuelvo a dejarla—. Un momento… ¿Cestilla de frutas? ¿Os ha tocado la lotería en la Seguridad Social?
—Esto no es la Seguridad Social —sonríe—. Estás en el ala privada del hospital.
¿Privada? Pero si yo no puedo permitírmelo…
—Te pondré un poco más de té. —Toma la tetera de porcelana y empieza a servirme.
—¡Basta! —exclamo aterrorizada. No quiero ni una gota más. Seguro que cuesta quince pavos cada taza.
—¿Qué ocurre? —pregunta sorprendida.
—No puedo permitirme todo esto —digo avergonzada—. Perdona, pero no entiendo qué estoy haciendo en esta habitación de lujo. Deberían haberme llevado a un hospital público. Estoy dispuesta a trasladarme…
—Todo esto lo cubre tu seguro privado. No te preocupes.
—Ah. De acuerdo.
¿Tengo un seguro privado? Bueno, claro. Ahora, con veintiocho, he sentado la cabeza.
¡Veintiocho!
La impresión se me concentra en la boca del estómago, como si acabara de enterarme. Soy una persona distinta. Ya no soy yo.
O sea, claro que soy yo. Pero una Myriam de veintiocho años, y a saber quién demonios es ésa. Examino mi mano, buscando alguna pista. Una persona que puede pagarse un seguro privado y hacerse una manicura tan espectacular…
Un momento. Lentamente, vuelvo la cabeza y me concentro en el reluciente bolso Louis Vuitton.
No. No es posible. Ese bolso de diseño de trillones de libras, más propio de una actriz, no será…
—¿Nicole? —Trago saliva y procuro sonar despreocupada—. ¿Tú crees…? O sea, este bolso… ¿es mío?
—Debería. Déjame ver…
Busca dentro del bolso, saca una billetera Louis Vuitton a juego y la abre.
—Sí, es tuyo. —Le da la vuelta a la billetera y me enseña una American Express platino con mi nombre impreso.
Mi cerebro sufre un cortocircuito al contemplar las letras en relieve. Esa tarjeta es mía. Y el bolso.
—Pero este bolso debe costar, qué sé yo… mil libras —digo con voz ahogada.
—Ya. —Nicole suelta una risita—. Bueno, relájate. Es tuyo.
Acaricio sigilosamente el asa, casi sin atreverme a tocarla. No puedo creer que me pertenezca. ¿De dónde lo habré sacado? ¿Es que estoy ganando dinero a montones?
—¿O sea, que sufrí un accidente de coche? —Levanto la vista, de repente ansiosa por saberlo todo sobre mí: todo a la vez—. ¿Conducía yo? ¿Un Mercedes?
—Eso parece. —Percibe mi incredulidad—. ¿No tenías un Mercedes en dos mil cuatro?
—¿Estás de broma? ¡Yo ni siquiera sé conducir!
¿Cuándo aprendí? Por el amor de Dios, ¿cuándo empecé a poder permitirme bolsos de diseño y Mercedes descapotables?
—Mira en el bolso. A lo mejor su contenido te refresca la memoria.
—Buena idea.
Siento un aleteo en el estómago mientras lo abro. Del interior emana olor a cuero mezclado con un perfume desconocido. Meto la mano y lo primero que saco es una polvera Estée Lauder chapada en oro. Me apresuro a abrirla para echarme un vistazo.
—Te hiciste algunos cortes en la cara—me advierte Nicole—. No te alarmes, se te acabarán curando.
Cuando me miro a los ojos en el espejito siento un alivio repentino. Todavía soy yo, aunque tenga un gran rasguño en el párpado. Muevo el espejo para mirarme mejor y me estremezco al ver el vendaje de la cabeza. Lo inclino hacia abajo: ahí están mis labios, muy llenos y rosados, cosa rara, como si me hubiera pasado la noche de besuqueo y…
¡Dios!
Ésos no son mis dientes. Tan blancos. Tan deslumbrantes. Es la boca de una extraña.
—¿Pasa algo? —Nicole me arranca de mi confusión—. ¿Myriam?
—Necesito un espejo, por favor —acierto a pedir—. Quiero verme bien. ¿Tienes uno grande?
—Hay uno en el baño. —Se acerca a la cama—. Y no sería mala idea que empezaras a moverte. Yo te ayudo…
Me levanto con esfuerzo de la cama metálica. Las piernas me tiemblan, pero logro llegar hasta el baño tambaleándome.
—Escucha —me advierte Nicole antes de cerrar la puerta—, tienes cortes y varios morados, así que tu aspecto quizá te cause cierta impresión. ¿Estás lista?
—Sí. No importa. Déjame ver. —Respiro hondo y me armo de valor.
Nicole cierra la puerta y de pronto me veo en el espejo de cuerpo entero que hay detrás. ¿Ésta… soy yo?
Me he quedado sin habla. Tengo las piernas como flanes. Me agarro del toallero mientras intento dominarme.
—Ya sé que las heridas tienen mal aspecto. —Nicole me sostiene por detrás—. Pero créeme, son superficiales.
Yo ni siquiera miro los cortes. Ni el vendaje, ni la grapa de la frente. Es lo que hay debajo lo que me tiene atontada.
—Yo… —Gesticulo ante mi reflejo—. Yo no soy así…
Cierro los ojos y visualizo mi antiguo yo, para asegurarme de que no me he vuelto loca. Pelo negrusco y rizado, ojos cafes, un tipito más relleno de lo que quisiera. Guapita de cara, aunque nada del otro mundo. Lápiz de ojos negro, pintalabios rosa intenso del súper. En fin, la pinta habitual de Myriam Smart.
Entonces vuelvo a abrir los ojos. Me devuelve la mirada una chica muy distinta. Una parte del pelo la tengo hecha una pena a causa del accidente, pero el resto es de un castaño desconocido, todo liso y lustroso, sin un solo rizo. Llevo impecablemente pintadas de rosa las uñas de los pies. Y tengo las piernas bronceadas, con un leve matiz dorado, y mucho más delgadas que antes. Más musculosas.
—¿Qué ves diferente? —Nicole observa mi reflejo con curiosidad. Ella no ve la diferencia.
—¡To-do! —balbuceo—. Tengo un aire… flamante.
—¿Flamante? —repite riendo.
—Mi pelo, mis piernas, ¡mis dientes…! —No puedo quitar los ojos de esos dientes nacarados. Tienen que haberme costado un ojo de la cara.
—Son bonitos —asiente.
—No, no. —Sacudo la cabeza—. No lo entiendes. Yo tengo los dientes más espantosos del mundo. Me llaman Dientotes.
—Vaya. —Arquea una ceja, divertida.
—He perdido montones de kilos… y tengo la cara distinta, no sé cómo narices… —Examino mis rasgos, tratando de averiguarlo. Cejas más finas y arregladas, labios más llenos… Los miro de cerca con una repentina sospecha. ¿Me habré hecho algo? ¿Me he convertido en una aficionada a los «retoques»?
Me aparto bruscamente del espejo; la cabeza me da vueltas.
—Calma —dice Nicole a mis espaldas—. Has sufrido un gran shock. Deberías ir paso a paso.
Sin hacerle caso, agarro el bolso Louis Vuitton y empiezo a sacar las cosas y examinarlas una a una, como si fuesen a revelarme un mensaje. Por el amor de Dios, ¡mira qué cosas! Un llavero Tiffany, unas gafas de sol Prada, un pintalabios Lancóme (no del super).
Y aquí tenemos una agendita Smythson verde claro. Dudo un segundo, me mentalizo y la abro. Con un sobresalto, me tropiezo con mi letra: «Myriam Smart, 2007», garabateado en la primera página. Tengo que haber sido yo la que escribió esas palabras y esbozó el dibujito de un pájaro en una esquina. Pero no recuerdo haberlo hecho.
Sintiéndome como si me espiara a mí misma, empiezo a hojear las páginas. Hay anotaciones en todas: «Almuerzo, 12.30. Copas. Cita Gill. Material gráfico.» Todo con iniciales y abreviaturas. De aquí no puedo sacar gran cosa. Llego al final y se me escurre un montoncito de tarjetas. Recojo una y… me quedo petrificada.
Es una tarjeta de la empresa, Alfombras Deller, aunque con un nuevo logo, más modernillo. Y el nombre que aparece impreso en gris marengo es:
Myriam Smart.
Directora de Suelos y Alfombras.
Me siento flotar.
—¿Myriam? —se preocupa Nicole—. Estás muy pálida.
—Mira esto. —Le enseño la tarjeta, procurando controlarme—. Es mi tarjeta, pone «Directora». Lo cual quiere decir… jefa del departamento entero. ¿Cómo es posible? —Mi voz suena más chillona de lo que quisiera—. Sólo llevo un año en la empresa. ¡Ni siquiera me han dado la bonificación!
Con manos temblorosas, vuelvo a introducir la tarjeta entre las páginas de la agenda y sigo hurgando en el bolso. Tengo que encontrar el teléfono. He de llamar a mis amigas, a mi familia, a alguien que entienda qué demonios…
Lo tengo.
Es un nuevo modelo extraplano que no reconozco, pero aun así sencillo de manejar. No hay mensajes de voz, aunque sí uno de texto, todavía sin leer:
Llego tarde, te llamo en cuanto pueda. F.
¿Quién es F? Me devano los sesos, pero no se me ocurre un solo conocido cuyo nombre empiece por F. ¿Alguien nuevo del trabajo? Voy a los mensajes guardados. El primero también es de F: «Creo que no. F»
¿Será mi mejor amiga?
Luego revisaré todos los mensajes. Ahora he de hablar con alguien capaz de explicarme qué ha pasado conmigo en los últimos tres años… Llamo a Fi con la tecla de marcación rápida y aguardo tamborileando con mis uñas de película.
«Hola, has llamado a Fiona Roper; por favor, deja tu mensaje.»
—Hola, Fi—digo en cuanto suénala señal—. ¡Soy yo, Myriam! Escucha, ya sé que te sonará extraño, pero he tenido un accidente. Estoy en el hospital, necesito hablar contigo. Es importante. ¿Puedes llamarme? Ciao.
Mientras cierro el teléfono, Nicole me reprende.
—No se pueden usar esos chismes aquí —dice—. Puedes utilizar un teléfono fijo. Te buscaré uno.
—Vale. Gracias.
Me dispongo a repasar los mensajes antiguos cuando llaman a la puerta y entra otra enfermera con un par de bolsas.
—Aquí tienes tu ropa… —Deja una de las bolsas en la cama.
Saco unos tejanos oscuros y los examino. ¿Qué es esto? Demasiado altos de cintura y demasiado estrechos, casi como unas medias. Y además, ¿cómo te vas a poner unas botas por debajo de estos pantalones?
—¡Son de Seven For All Mankind! —exclama Nicole, alzando las cejas—. Preciosos.
¿Seven qué?
—Me encantaría tener unos iguales. —Acaricia la pernera con admiración—. Valen unas doscientas libras, ¿no?
¿Doscientas? ¿Por unos tejanos? Esta tía alucina.
—Y aquí están tus joyas —añade la otra enfermera, mostrándome una bolsa de plástico transparente—. Hubo que quitártelas para el escáner.
Todavía estupefacta, cojo la bolsa. Nunca he sido muy dada a llevar joyas (salvo que se incluyan en esa categoría los pendientes de Topshop y el reloj Swatch). Como una cría frente al calcetín de los regalos en Navidades, meto la mano y saco un enredo de piezas doradas. Hay una pulsera de oro trabajado de aspecto carísimo, un collar a juego y un reloj.
—Wow. ¡Qué onda!
Paso los dedos con precaución por la pulsera; luego vuelvo a meter la mano en la bolsa y saco unos pendientes chandelier. Entre sus hebras de oro hay un anillo enredado. Después de maniobrar un rato, consigo desengancharlo.
Respiramos hondo. Las tres.
—¡Dios del cielo! —murmura alguien.
Se trata de un anillo con un enorme diamante solitario. El tipo de anillo que ves en el escaparate de una joyería sobre un fondo de terciopelo azul marino y sin etiqueta (no vale la pena ni preguntar). Cuando consigo apartar de él la mirada, veo a las dos enfermeras tan fascinadas como yo.
—¡Espera! —exclama Nicole de repente—. Hay otra cosa. Pon la mano. —Inclina la bolsa y da unos golpecitos. Tras un instante me cae en la palma una alianza de oro.
Noto un zumbido en los oídos.
—¡Debes de estar casada! —dice Nicole alegremente.
No puede ser. Yo lo sabría, ¿no? Lo sentiría en mi interior, en el fondo de mi ser. Con amnesia o sin amnesia. Le doy vueltas al anillo con torpeza, sintiendo calor y frío al mismo tiempo.
—Claro que sí —asiente la otra enfermera—. Estás casada. ¿No lo recuerdas, querida?
Meneo la cabeza en silencio.
—¿No recuerdas tu boda? —Nicole parece consternada—. ¿Nada de tu marido tampoco?
—No. —Levanto la vista, muerta de miedo—. No me habré casado con Chungo Dave, ¿no?
—¡Y yo qué sé! —Nicole suelta una risita, aunque se lleva una mano a la boca—. Perdona. Has puesto cara de pánico. ¿Tú sabes cómo se llama el marido? —le pregunta a la otra enfermera, que niega con la cabeza.
—No; lo siento. Estoy trabajando en la otra sala. Pero sé que hay un marido.
—Mira, tiene una inscripción —dice Nicole, quitándome el anillo—. «M.S. y F.G., tres de junio de dos mil cinco.» Se acerca el segundo aniversario. —Me lo devuelve—. ¿Eres tú?
Respiro agitada. Es cierto. Está grabado en oro macizo.
—Yo soy M.S. —le digo—. M de Myriam. Pero no tengo ni idea de quién es F.G.
El «F» del teléfono, comprendo de sopetón. Ese mensaje era de él. De mi marido.
—Creo que necesito un poco de agua fresca…
Me voy al baño, tambaleante, y me echo agua por la cara. Apoyada en el lavamanos, observo mi rostro magullado, mi reflejo extraño y conocido a la vez. Creo que se me va a colgar el disco duro. ¿Me están gastando una broma monumental? ¿Sufro alucinaciones?
Tengo veintiocho años, unos dientes perfectos, un bolso Louis Vuitton, una tarjeta de «Directora»… y un marido.
¿Cómo demonios ha ocurrido?
Capítulo 3
Me han traído una taza de té bien cargado. Un remedio infalible contra la amnesia, claro.
No, espera. No seas tan sarcástica. Les agradezco esa taza. Al menos es algo a lo que agarrarse. Algo real.
Mientras el doctor Harman habla de pruebas neurológicas y tomografías computarizadas, yo me las arreglo para mantener la compostura. Voy asintiendo con mucha calma, como diciendo: «Sí, hombre, no hay problema. Estoy muy tranquila.» Pero por dentro no es así. Todo lo contrario: estoy muerta de miedo. La verdad me golpea una y otra vez en las entrañas, hasta que acabo mareada.
Cuando por fin suena su busca y tiene que irse, siento un inmenso alivio. Ya no aguantaba una palabra más, aunque no entendiera lo que me estaba diciendo. Doy un sorbo de té y me desplomo sobre la almohada. (Vale, retiro todo lo dicho sobre el té. Es lo mejor que he probado en mucho tiempo.)
Maureen ha terminado su turno y la enfermera rubia, Nicole, se ha quedado en la habitación y está escribiendo en mi historial.
—¿Cómo te encuentras?
—Rara, rara, rara —respondo, tratando de sonreír.
—No me sorprende. —Sonríe comprensiva—. Tómatelo con calma. Tu cerebro está intentando reiniciarse por su cuenta.
La observo mientras consulta su reloj y anota la hora.
—Cuando la gente sufre amnesia —me aventuro a preguntar—, ¿acaba recobrando la memoria?
—Es lo habitual —dice con un gesto tranquilizador.
Cierro los ojos y me empeño en que mi mente retroceda. Con la esperanza de que pesque algo, de que se le enganche alguna cosa, aunque sea por casualidad.
Pero no hay nada, sólo oscuridad: la nada más absoluta.
—Háblame del dos mil siete —digo, abriendo los ojos—. ¿Quién es ahora primer ministro? ¿Y el presidente de Estados Unidos?
—Pues Tony Blair —responde Nicole—. Y el presidente Bush.
—Ah, igual. —Miro alrededor—. Y… ¿ya han resuelto el calentamiento global? ¿O curado el sida?
Nicole se encoge de hombros.
—Aún no.
Uno tendería a creer que habrían ocurrido más cosas en tres años. Que el mundo habría cambiado. El 2007 me está dejando poco impresionada, la verdad.
—¿Te apetece una revista mientras te preparo el desayuno? —pregunta Nicole. —Sale de la habitación y regresa enseguida con un ejemplar del “Hola!”
En cuanto echo un vistazo a los titulares, me llevo un sobresalto.
—«Jennifer Aniston y su nuevo novio»… —leo con voz vacilante—. ¿Qué nuevo novio? ¿Para qué quiere otro?
—Ah, sí. —Nicole sigue mi mirada con indiferencia—. ¿No sabes que rompió con Brad Pitt?
—¿Que Jennifer y Brad rompieron? —La miro horrorizada—. ¡No hablas en serio! ¡No puede ser!
—Él se largó con Angelina Jolie. Ahora tienen una hija.
—¡No! —aúllo—. ¡Pero si Jen y Brad eran la pareja perfecta! Los dos tan guapos. Con esa preciosa fotografía de la boda y todo…
—Pues se han divorciado. —Nicole se encoge de hombros, como si no tuviese demasiada importancia.
No logro asimilarlo. ¡Jennifer y Brad, divorciados! El mundo ha cambiado radicalmente.
—La gente ya se ha hecho a la idea. —Me da unas palmaditas para calmarme—. Voy a buscar el desayuno. ¿Inglés, continental o cestilla de frutas? ¿O los tres?
—Umm… continental. Muchas gracias. —Abro la revista y vuelvo a dejarla—. Un momento… ¿Cestilla de frutas? ¿Os ha tocado la lotería en la Seguridad Social?
—Esto no es la Seguridad Social —sonríe—. Estás en el ala privada del hospital.
¿Privada? Pero si yo no puedo permitírmelo…
—Te pondré un poco más de té. —Toma la tetera de porcelana y empieza a servirme.
—¡Basta! —exclamo aterrorizada. No quiero ni una gota más. Seguro que cuesta quince pavos cada taza.
—¿Qué ocurre? —pregunta sorprendida.
—No puedo permitirme todo esto —digo avergonzada—. Perdona, pero no entiendo qué estoy haciendo en esta habitación de lujo. Deberían haberme llevado a un hospital público. Estoy dispuesta a trasladarme…
—Todo esto lo cubre tu seguro privado. No te preocupes.
—Ah. De acuerdo.
¿Tengo un seguro privado? Bueno, claro. Ahora, con veintiocho, he sentado la cabeza.
¡Veintiocho!
La impresión se me concentra en la boca del estómago, como si acabara de enterarme. Soy una persona distinta. Ya no soy yo.
O sea, claro que soy yo. Pero una Myriam de veintiocho años, y a saber quién demonios es ésa. Examino mi mano, buscando alguna pista. Una persona que puede pagarse un seguro privado y hacerse una manicura tan espectacular…
Un momento. Lentamente, vuelvo la cabeza y me concentro en el reluciente bolso Louis Vuitton.
No. No es posible. Ese bolso de diseño de trillones de libras, más propio de una actriz, no será…
—¿Nicole? —Trago saliva y procuro sonar despreocupada—. ¿Tú crees…? O sea, este bolso… ¿es mío?
—Debería. Déjame ver…
Busca dentro del bolso, saca una billetera Louis Vuitton a juego y la abre.
—Sí, es tuyo. —Le da la vuelta a la billetera y me enseña una American Express platino con mi nombre impreso.
Mi cerebro sufre un cortocircuito al contemplar las letras en relieve. Esa tarjeta es mía. Y el bolso.
—Pero este bolso debe costar, qué sé yo… mil libras —digo con voz ahogada.
—Ya. —Nicole suelta una risita—. Bueno, relájate. Es tuyo.
Acaricio sigilosamente el asa, casi sin atreverme a tocarla. No puedo creer que me pertenezca. ¿De dónde lo habré sacado? ¿Es que estoy ganando dinero a montones?
—¿O sea, que sufrí un accidente de coche? —Levanto la vista, de repente ansiosa por saberlo todo sobre mí: todo a la vez—. ¿Conducía yo? ¿Un Mercedes?
—Eso parece. —Percibe mi incredulidad—. ¿No tenías un Mercedes en dos mil cuatro?
—¿Estás de broma? ¡Yo ni siquiera sé conducir!
¿Cuándo aprendí? Por el amor de Dios, ¿cuándo empecé a poder permitirme bolsos de diseño y Mercedes descapotables?
—Mira en el bolso. A lo mejor su contenido te refresca la memoria.
—Buena idea.
Siento un aleteo en el estómago mientras lo abro. Del interior emana olor a cuero mezclado con un perfume desconocido. Meto la mano y lo primero que saco es una polvera Estée Lauder chapada en oro. Me apresuro a abrirla para echarme un vistazo.
—Te hiciste algunos cortes en la cara—me advierte Nicole—. No te alarmes, se te acabarán curando.
Cuando me miro a los ojos en el espejito siento un alivio repentino. Todavía soy yo, aunque tenga un gran rasguño en el párpado. Muevo el espejo para mirarme mejor y me estremezco al ver el vendaje de la cabeza. Lo inclino hacia abajo: ahí están mis labios, muy llenos y rosados, cosa rara, como si me hubiera pasado la noche de besuqueo y…
¡Dios!
Ésos no son mis dientes. Tan blancos. Tan deslumbrantes. Es la boca de una extraña.
—¿Pasa algo? —Nicole me arranca de mi confusión—. ¿Myriam?
—Necesito un espejo, por favor —acierto a pedir—. Quiero verme bien. ¿Tienes uno grande?
—Hay uno en el baño. —Se acerca a la cama—. Y no sería mala idea que empezaras a moverte. Yo te ayudo…
Me levanto con esfuerzo de la cama metálica. Las piernas me tiemblan, pero logro llegar hasta el baño tambaleándome.
—Escucha —me advierte Nicole antes de cerrar la puerta—, tienes cortes y varios morados, así que tu aspecto quizá te cause cierta impresión. ¿Estás lista?
—Sí. No importa. Déjame ver. —Respiro hondo y me armo de valor.
Nicole cierra la puerta y de pronto me veo en el espejo de cuerpo entero que hay detrás. ¿Ésta… soy yo?
Me he quedado sin habla. Tengo las piernas como flanes. Me agarro del toallero mientras intento dominarme.
—Ya sé que las heridas tienen mal aspecto. —Nicole me sostiene por detrás—. Pero créeme, son superficiales.
Yo ni siquiera miro los cortes. Ni el vendaje, ni la grapa de la frente. Es lo que hay debajo lo que me tiene atontada.
—Yo… —Gesticulo ante mi reflejo—. Yo no soy así…
Cierro los ojos y visualizo mi antiguo yo, para asegurarme de que no me he vuelto loca. Pelo negrusco y rizado, ojos cafes, un tipito más relleno de lo que quisiera. Guapita de cara, aunque nada del otro mundo. Lápiz de ojos negro, pintalabios rosa intenso del súper. En fin, la pinta habitual de Myriam Smart.
Entonces vuelvo a abrir los ojos. Me devuelve la mirada una chica muy distinta. Una parte del pelo la tengo hecha una pena a causa del accidente, pero el resto es de un castaño desconocido, todo liso y lustroso, sin un solo rizo. Llevo impecablemente pintadas de rosa las uñas de los pies. Y tengo las piernas bronceadas, con un leve matiz dorado, y mucho más delgadas que antes. Más musculosas.
—¿Qué ves diferente? —Nicole observa mi reflejo con curiosidad. Ella no ve la diferencia.
—¡To-do! —balbuceo—. Tengo un aire… flamante.
—¿Flamante? —repite riendo.
—Mi pelo, mis piernas, ¡mis dientes…! —No puedo quitar los ojos de esos dientes nacarados. Tienen que haberme costado un ojo de la cara.
—Son bonitos —asiente.
—No, no. —Sacudo la cabeza—. No lo entiendes. Yo tengo los dientes más espantosos del mundo. Me llaman Dientotes.
—Vaya. —Arquea una ceja, divertida.
—He perdido montones de kilos… y tengo la cara distinta, no sé cómo narices… —Examino mis rasgos, tratando de averiguarlo. Cejas más finas y arregladas, labios más llenos… Los miro de cerca con una repentina sospecha. ¿Me habré hecho algo? ¿Me he convertido en una aficionada a los «retoques»?
Me aparto bruscamente del espejo; la cabeza me da vueltas.
—Calma —dice Nicole a mis espaldas—. Has sufrido un gran shock. Deberías ir paso a paso.
Sin hacerle caso, agarro el bolso Louis Vuitton y empiezo a sacar las cosas y examinarlas una a una, como si fuesen a revelarme un mensaje. Por el amor de Dios, ¡mira qué cosas! Un llavero Tiffany, unas gafas de sol Prada, un pintalabios Lancóme (no del super).
Y aquí tenemos una agendita Smythson verde claro. Dudo un segundo, me mentalizo y la abro. Con un sobresalto, me tropiezo con mi letra: «Myriam Smart, 2007», garabateado en la primera página. Tengo que haber sido yo la que escribió esas palabras y esbozó el dibujito de un pájaro en una esquina. Pero no recuerdo haberlo hecho.
Sintiéndome como si me espiara a mí misma, empiezo a hojear las páginas. Hay anotaciones en todas: «Almuerzo, 12.30. Copas. Cita Gill. Material gráfico.» Todo con iniciales y abreviaturas. De aquí no puedo sacar gran cosa. Llego al final y se me escurre un montoncito de tarjetas. Recojo una y… me quedo petrificada.
Es una tarjeta de la empresa, Alfombras Deller, aunque con un nuevo logo, más modernillo. Y el nombre que aparece impreso en gris marengo es:
Myriam Smart.
Directora de Suelos y Alfombras.
Me siento flotar.
—¿Myriam? —se preocupa Nicole—. Estás muy pálida.
—Mira esto. —Le enseño la tarjeta, procurando controlarme—. Es mi tarjeta, pone «Directora». Lo cual quiere decir… jefa del departamento entero. ¿Cómo es posible? —Mi voz suena más chillona de lo que quisiera—. Sólo llevo un año en la empresa. ¡Ni siquiera me han dado la bonificación!
Con manos temblorosas, vuelvo a introducir la tarjeta entre las páginas de la agenda y sigo hurgando en el bolso. Tengo que encontrar el teléfono. He de llamar a mis amigas, a mi familia, a alguien que entienda qué demonios…
Lo tengo.
Es un nuevo modelo extraplano que no reconozco, pero aun así sencillo de manejar. No hay mensajes de voz, aunque sí uno de texto, todavía sin leer:
Llego tarde, te llamo en cuanto pueda. F.
¿Quién es F? Me devano los sesos, pero no se me ocurre un solo conocido cuyo nombre empiece por F. ¿Alguien nuevo del trabajo? Voy a los mensajes guardados. El primero también es de F: «Creo que no. F»
¿Será mi mejor amiga?
Luego revisaré todos los mensajes. Ahora he de hablar con alguien capaz de explicarme qué ha pasado conmigo en los últimos tres años… Llamo a Fi con la tecla de marcación rápida y aguardo tamborileando con mis uñas de película.
«Hola, has llamado a Fiona Roper; por favor, deja tu mensaje.»
—Hola, Fi—digo en cuanto suénala señal—. ¡Soy yo, Myriam! Escucha, ya sé que te sonará extraño, pero he tenido un accidente. Estoy en el hospital, necesito hablar contigo. Es importante. ¿Puedes llamarme? Ciao.
Mientras cierro el teléfono, Nicole me reprende.
—No se pueden usar esos chismes aquí —dice—. Puedes utilizar un teléfono fijo. Te buscaré uno.
—Vale. Gracias.
Me dispongo a repasar los mensajes antiguos cuando llaman a la puerta y entra otra enfermera con un par de bolsas.
—Aquí tienes tu ropa… —Deja una de las bolsas en la cama.
Saco unos tejanos oscuros y los examino. ¿Qué es esto? Demasiado altos de cintura y demasiado estrechos, casi como unas medias. Y además, ¿cómo te vas a poner unas botas por debajo de estos pantalones?
—¡Son de Seven For All Mankind! —exclama Nicole, alzando las cejas—. Preciosos.
¿Seven qué?
—Me encantaría tener unos iguales. —Acaricia la pernera con admiración—. Valen unas doscientas libras, ¿no?
¿Doscientas? ¿Por unos tejanos? Esta tía alucina.
—Y aquí están tus joyas —añade la otra enfermera, mostrándome una bolsa de plástico transparente—. Hubo que quitártelas para el escáner.
Todavía estupefacta, cojo la bolsa. Nunca he sido muy dada a llevar joyas (salvo que se incluyan en esa categoría los pendientes de Topshop y el reloj Swatch). Como una cría frente al calcetín de los regalos en Navidades, meto la mano y saco un enredo de piezas doradas. Hay una pulsera de oro trabajado de aspecto carísimo, un collar a juego y un reloj.
—Wow. ¡Qué onda!
Paso los dedos con precaución por la pulsera; luego vuelvo a meter la mano en la bolsa y saco unos pendientes chandelier. Entre sus hebras de oro hay un anillo enredado. Después de maniobrar un rato, consigo desengancharlo.
Respiramos hondo. Las tres.
—¡Dios del cielo! —murmura alguien.
Se trata de un anillo con un enorme diamante solitario. El tipo de anillo que ves en el escaparate de una joyería sobre un fondo de terciopelo azul marino y sin etiqueta (no vale la pena ni preguntar). Cuando consigo apartar de él la mirada, veo a las dos enfermeras tan fascinadas como yo.
—¡Espera! —exclama Nicole de repente—. Hay otra cosa. Pon la mano. —Inclina la bolsa y da unos golpecitos. Tras un instante me cae en la palma una alianza de oro.
Noto un zumbido en los oídos.
—¡Debes de estar casada! —dice Nicole alegremente.
No puede ser. Yo lo sabría, ¿no? Lo sentiría en mi interior, en el fondo de mi ser. Con amnesia o sin amnesia. Le doy vueltas al anillo con torpeza, sintiendo calor y frío al mismo tiempo.
—Claro que sí —asiente la otra enfermera—. Estás casada. ¿No lo recuerdas, querida?
Meneo la cabeza en silencio.
—¿No recuerdas tu boda? —Nicole parece consternada—. ¿Nada de tu marido tampoco?
—No. —Levanto la vista, muerta de miedo—. No me habré casado con Chungo Dave, ¿no?
—¡Y yo qué sé! —Nicole suelta una risita, aunque se lleva una mano a la boca—. Perdona. Has puesto cara de pánico. ¿Tú sabes cómo se llama el marido? —le pregunta a la otra enfermera, que niega con la cabeza.
—No; lo siento. Estoy trabajando en la otra sala. Pero sé que hay un marido.
—Mira, tiene una inscripción —dice Nicole, quitándome el anillo—. «M.S. y F.G., tres de junio de dos mil cinco.» Se acerca el segundo aniversario. —Me lo devuelve—. ¿Eres tú?
Respiro agitada. Es cierto. Está grabado en oro macizo.
—Yo soy M.S. —le digo—. M de Myriam. Pero no tengo ni idea de quién es F.G.
El «F» del teléfono, comprendo de sopetón. Ese mensaje era de él. De mi marido.
—Creo que necesito un poco de agua fresca…
Me voy al baño, tambaleante, y me echo agua por la cara. Apoyada en el lavamanos, observo mi rostro magullado, mi reflejo extraño y conocido a la vez. Creo que se me va a colgar el disco duro. ¿Me están gastando una broma monumental? ¿Sufro alucinaciones?
Tengo veintiocho años, unos dientes perfectos, un bolso Louis Vuitton, una tarjeta de «Directora»… y un marido.
¿Cómo demonios ha ocurrido?
Anyannca- VBB CRISTAL
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Fecha de inscripción : 27/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Capítulo 4
Fernando. Fabian. Farnacio.
Ha pasado una hora y continúo en estado de shock. No paro de mirar con incredulidad el anillo de boda que reposa a mi lado, sobre la cajonera. Yo, Myriam Smart, tengo un marido. No me siento lo bastante vieja para tener marido, qué caramba.
Fabricio. Fausto. Fandilas.
Por Dios bendito, que no sea Fandilas.
He registrado a fondo el Louis Vuitton. He repasado la agenda, página por página. He mirado todos los números grabados en el móvil. Pero aún no he descubierto a quién corresponde esa F. Cualquiera diría que habría de acordarme al menos del nombre de mi marido. Que lo tendría grabado a fuego en mi mente.
Cuando se abre la puerta me pongo en guardia, creyendo que es él. Pero es mamá otra vez, que llega muy sofocada.
—Estos guardias de aparcamiento no tienen corazón. Sólo he pasado veinte minutos en el veterinario…
—Mamá, tengo amnesia. —La interrumpo—. He perdido la memoria. Un trozo entero de mi vida. Estoy alucinada.
—Sí. La enfermera me lo ha dicho.
Nuestras miradas se cruzan sólo un instante, porque ella la aparta enseguida. Mirar a los ojos no es su fuerte, nunca lo ha sido. Lo cual me fastidiaba mucho cuando era más joven; ahora ya lo veo como una de las características de mamá. Como esa manera suya de no recordar los nombres de los programas de la tele, aunque le hayas explicado quinientas veces que no es La pandilla de los Simpsons.
Ahora se sienta y se quita el chaleco.
—Sé muy bien cómo te sientes —empieza—. Mi memoria cada día está peor. El otro día…
—¡Mamá! —Respiro hondo, procuro no perder la calma—. No tienes ni idea de cómo me siento. Esto no es como olvidar dónde te has dejado las gafas. ¡He perdido tres años de mi vida! No sé nada de mí en dos mil siete. No tengo el mismo aspecto, mis cosas son distintas y, encima, me he encontrado estos anillos. Necesito saber una cosa… —Me tiembla la voz de pavor—. ¿Es cierto que estoy casada?
—¡Pues claro! —Parece escandalizarla que se me ocurra preguntarlo—. Frank viene enseguida. Te lo he dicho antes.
—¿Frank… es mi marido? Pensaba que era un perro.
—¿Un perro? —Arquea las cejas—. ¡Por el amor de Dios, cariño! ¡Menudo golpe te diste!
Le doy vueltas al nombre, a ver qué pasa. «Mi marido Frank. Mi querido esposo Frank.» No me dice nada. Ni frío ni caliente. «Te quiero, Frank.» «Con este anillo te desposo y con mi cuerpo te adoro, Frank.»
Espero a ver si se produce alguna reacción en mi cuerpo. Debería reaccionar ¿no? Mis células amorosas tendrían que despertar todas a una. Pero me siento totalmente en blanco.
—Tenía una reunión muy importante esta mañana —prosigue mamá—. Pero ha estado aquí contigo día y noche.
—Ya. —Trato de asimilarlo—. ¿Cómo… cómo es?
—Delicioso —dice mamá, como si hablase de un bizcocho.
—¿Y es…? —Me detengo. No quiero preguntar si es atractivo. Sería muy superficial de mi parte. ¿Y si esquiva la pregunta y me dice que tiene un excelente sentido del humor?
¿Y si es un obeso?
Ay, Dios. ¿Y si llegué a conocer todas las bellezas de su interior por Internet? Sólo que ahora se me han olvidado y tendré que simular que no me importa su aspecto.
Nos quedamos calladas y me descubro echándole una ojeada al vestido Laura Ashley de mamá, que debe de datar de 1975. Los volantes se ponen y pasan de moda cada cierto tiempo, pero ella no parece enterarse. Todavía lleva la misma ropa que cuando conoció a papá. El mismo pelo largo y encrespado, el mismo pintalabios antediluviano. Como si creyera que aún es una veinteañera.
No es que yo le hable de estas cosas. Nosotras no mantenemos charlas íntimas madre-hija. Una vez, cuando rompí con mi primer novio, intenté hacerle unas confidencias. Tremendo error. Ella no me compadeció ni me abrazó. Ni siquiera me escuchó. Se puso roja y a la defensiva, toda cortante, como si tratara de herirla a propósito hablándole de relaciones. Tuve la sensación de estar cruzando un campo de minas; pisando zonas muy sensibles de su vida que ni siquiera sabía que existieran.
Así que la dejé por imposible y llamé a Fi.
—Myriam, ¿me hiciste el pedido de las fundas del sofá? —pregunta de repente—. Por la página de Internet —añade, al ver mi perplejidad—. Pensabas hacerlo la semana pasada.
¿Habrá oído algo de todo lo que he pensado?
—No lo sé, mamá—respondo lentamente—. No recuerdo nada de los últimos tres años.
—Perdona, cariño. —Se da una palmada en la frente—. ¡Qué estúpida soy!
—No sé qué andaba haciendo la semana pasada, ni el año pasado… ni tampoco quién es mi marido. —Abro las palmas de las manos—. Para serte sincera, es espeluznante.
—Claro. Desde luego —dice con aire ausente—. La cuestión, cariño, es que no recuerdo el nombre de la página web. Si llegas a recordarla…
—Te avisaré, ¿ok? Si recupero la memoria, lo primero que haré será llamarte y decírtelo. ¡Por Dios!
—No hace falta que me levantes la voz, Myriam.
Así que mamá tiene aún la exclusiva para sacarme de quicio. Se supone que ya no debería irritarme, ¿no? Sin pensarlo, empiezo a mordisquearme la uña del pulgar. Me detengo enseguida. La Myriam de veintiocho ya no se destroza las uñas.
—¿Y a qué se dedica? —Vuelvo al asunto de mi supuesto marido. Todavía no puedo creer que sea una persona real.
—¿Quién? ¿Frank?
—¡Pues claro!
—Vende propiedades —dice como si yo tuviera que saberlo—. Y es bastante bueno, por cierto.
Me he casado con un agente inmobiliario. Pero ¿cómo? ¿Por qué?
—¿Vivimos en mi piso?
—¿Tu piso? —Me mira divertida—. Cariño, hace mucho que vendiste tu piso. ¡Ahora tienes tu hogar conyugal!
—¿Que lo vendí? ¡Pero si me lo acabo de comprar!
Me encanta mi piso. Está en Balham y es minúsculo, pero muy acogedor. Tiene los marcos de las ventanas pintados de azul (los pinté yo misma), un mullido sofá de terciopelo, montones de cojines coloridos por todas partes y bombillitas de fantasía alrededor del espejo. Fi y Carolyn me ayudaron a mudarme hace dos meses y entre las tres pintamos el baño de color plateado y luego, de paso, nos pintamos también los tejanos con el mismo spray.
Pues ahora resulta que todo eso ha desaparecido. Vivo en mi hogar conyugal. Con mi marido conyugal.
Por millonésima vez, examino la alianza y el anillo con su diamante. Le echo un vistazo a la mano de mi madre. Todavía lleva el anillo de papá, pese a su manera de tratarla a lo largo de años…
Papá. El funeral de papá.
Una garra me estruja el estómago.
—Mamá —digo con cautela—. Siento haberme perdido el funeral de papá. ¿Fue…? Ya me entiendes, ¿todo bien?
—No te lo perdiste, cariño. —Me habla como si me hubiera vuelto loca—. Tú también estabas allí.
—Ah. —La miro, desconcertada—. Ya, claro. Lo que pasa es que no me acuerdo.
De pronto siento que ya no puedo más y doy un suspiro antes de arrellanarme sobre las almohadas. No me acuerdo de mi propia boda ni del funeral de mi padre. Dos de los acontecimientos más importantes de mi vida, y es como si me los hubiese perdido.
—¿Cómo fue? —pregunto.
—Todo salió bien, como suelen salir las cosas…
Se la ve inquieta, como siempre que sale papá a colación.
—¿Había mucha gente?
Ahora se le dibuja una mueca de dolor en la cara.
—No hablemos de eso, cariño. Fue hace años. —Se pone de pie, como para librarse de mis preguntas—. ¿Has almorzado? No he tenido tiempo de tomar nada, sólo un poquito de huevo con una tostada. Voy a ver si consigo algo para las dos. Y haz el favor de comer bien, Myriam —añade—. Déjate ya de esa obsesión con los carbohidratos. Una patatita no mata a nadie.
¿Nada de carbohidratos? ¿Así es como he conseguido este cuerpo? Deslizo la mirada por estas piernas asombrosas, sin un gramo de grasa. No parecen saber qué es una patata.
—He cambiado bastante, ¿no? —No puedo dejar de decirlo, aunque sea con timidez—. El pelo… los dientes…
—Sí, supongo que estás distinta. —Me echa una ojeada—. Pero ha sido tan gradual que casi no me he dado cuenta.
¡Por favor! ¿Cómo no vas a darte cuenta de que tu hija ha dejado de ser una dentona zarrapastrosa con varios kilos de más para convertirse en una chica esbelta, bronceada y estilosa?
—No tardaré —dice recogiendo su bolso bordado—. Amy debe de estar al caer.
—¿Amy está aquí? —Se me levanta el ánimo al pensar en mi hermanita pequeña, con su chaleco rosa de lana, sus vaqueros con flores bordadas y esas zapatillas tan monas que se encienden cuando se pone a bailar.
—Ha ido a comprar unas chocolatinas abajo —dice mientras abre la puerta—. Le encanta el Kit Kat de menta.
Mamá se va y me quedo mirando la puerta cerrada. ¿Han inventado un Kit Kat de menta?
Este 2007 es otro mundo, la verdad.
Amy no es mi media hermana ni mi hermanastra, como mucha gente cree. Es mi hermana de todas todas, al cien por cien. Pero la gente se confunde porque: 1) nos llevamos doce años; y 2), mi madre y mi padre rompieron antes de que ella naciera.
Bueno, «romper» quizá sea demasiado fuerte. No sé qué ocurrió exactamente. Lo único que sé es que mientras crecía no le vi mucho el pelo a mi padre. El motivo oficial era que la sede de su empresa estaba en el extranjero. El motivo real, que era un oportunista y un tarambana. Yo tenía ocho años cuando oí que una de mis tías lo describía así en una fiesta de Navidades. Cuando me vieron cambiaron de tema, de manera que yo creí que «tarambana» era una palabrota muy fuerte. Se me ha quedado grabada. «Tarambana.»
La primera vez que se fue de casa yo tenía siete años. Mamá me explicó que se había ido de viaje a América. Cuando Melissa me contó en el colegio que lo había visto en el supermercado en compañía de una mujer con tejanos rojos, yo le dije que era una mentirosa asquerosa.
Papá volvió a casa unas semanas más tarde con aspecto cansado. Del cambio de horario, dijo. Cuando me puse a preguntarle una y otra vez qué me había traído de recuerdo, él sacó un paquete de chicles Wrigley. Yo fardaba mucho de mis chicles amFrankanos en el colegio y se los enseñaba a todo el mundo, hasta que Melissa me señaló el sello del super. Nunca le dije a papá que sabía la verdad. Ni a mamá. De alguna manera, siempre supe que no se había ido a América.
Un par de años después desapareció de nuevo, esta vez varios meses. Luego abrió en España un negocio inmobiliario que acabó quebrando. Entonces se metió en una red tipo pirámide bastante chunga e intentó involucrar a nuestras amistades. En algún punto de todo este historial se volvió alcohólico. Luego se fue a vivir un tiempo con una española… Pero mamá siempre volvía a abrirle la puerta. Y finalmente, hará unos tres años, se trasladó de modo definitivo a Portugal, al parecer para huir del fisco.
Mamá tuvo también varios «amigos» a lo largo de los años, pero ella y papá nunca se divorciaron; nunca se dejaron del todo. Y evidentemente, en una de sus joviales visitas navideñas (en plan: «Las copas corren de mi cuenta»), sin duda debieron…
Bueno, prefiero no imaginármelo. El caso es que acabó apareciendo Amy. La cría más adorable del mundo: siempre con la música puesta para jugar con su alfombra de baile y empeñada en hacerme trenzas un millón de veces…
La habitación se ha quedado muy tranquila. Me sirvo un vaso de agua y lo bebo despacio. Tengo una especie de nebulosa en la cabeza, como si fuera el escenario de un campo de batalla tras el bombardeo. Me siento como una forense que va recogiendo hebras microscópicas para reconstruir el cuadro completo.
Se oye un golpe ligero en la puerta y levanto la vista.
—¿Sí? ¡Adelante!
—Hola, Myriam.
Se asoma una chica de unos dieciséis años, alta y delgaducha. Lleva unos vaqueros caídos, con la barriga al aire, y un piercing en el ombligo; tiene el pelo en punta con mechas azules y como seis capas de rímel.
No tengo ni idea de quién es.
Ella hace una mueca nada más verme.
—Todavía tienes la cara hecha polvo.
—Ah —murmuro, desconcertada.
Me observa entornando los ojos.
—Myriam… soy yo. Me reconoces, ¿no?
—¡Claro! —Pongo cara de disculpa—. Mira, lo siento, pero he sufrido un accidente y tengo ciertos problemillas de memoria. Quiero decir, seguro que nos hemos visto…
—¿Myriam? —Incrédula, casi dolida—. ¡Soy yo! ¡Amy!
Estoy sin habla. Peor: turulata. Ésta no puede ser mi hermana.
Pero resulta que sí. Amy se ha convertido en una adolescente altísima de estilo descarado. Casi una adulta, vaya. Mientras deambula por la habitación toqueteándolo todo, sigo hipnotizada por su estatura, por la seguridad que rezuma.
—¿Hay algo de comer? Me muero de hambre. —Tiene la voz dulce y algo ronca de siempre, pero mejor modulada. Más enrollada, más espabilada.
—Mamá ha ido a buscarme algo para almorzar. Podemos compartirlo, si quieres.
—Genial. —Se sienta en una silla y pone las piernas (larguísimas) sobre uno de los brazos, lo que me permite apreciar sus botines de ante gris con tacones afiladísimos: una pasada—. Así que no te acuerdas de nada. Qué chido.
—No tiene nada de chido. Es horrible. Me acuerdo de todo hasta el día antes del funeral de papá… Luego no hay más que niebla. Tampoco recuerdo mis primeros días en el hospital. Es como si me hubiese despertado anoche por primera vez.
—Fregonsisimo. ¿O sea, que no recuerdas mis otras visitas?
—No. Sólo me acuerdo de cuando tenías doce años. Con tu cola de caballo y tus aparatos dentales. Y con aquellos pasadores tan monos que te ponías en el pelo.
—Aggg, no me lo recuerdes. —Hace el gesto de vomitar—. Entonces… a ver si lo entiendo bien. Los últimos tres años los tienes en blanco total.
—Como un gran agujero negro. E incluso antes de eso lo tengo todo medio borroso. Según parece, estoy casada. —Suelto una risita nerviosa—. No tenía ni idea. ¿Tú fuiste dama de honor o algo así?
—Sí —dice distraída—. Estuvo chido. Oye, Myriam, no me gusta sacar el tema justamente cuando te sientes fatal y demás, pero…
Se retuerce un mechón, con aire incómodo.
—¿Qué? Dime.
—Es sólo que me debes una lanita. —Se encoge de hombros, como disculpándose—. Me los pediste la semana pasada cuando se te estropeó la tarjeta y me dijiste que me los devolverías. Supongo que no te acordarás…
—Ah —digo, boquiabierta—. Claro, sírvete tú misma. —Le señalo el bolso Louis Vuitton—. Aunque no sé si habrá dinero ahí.
—Seguro que sí —dice ella, abriendo la cremallera rápidamente con una sonrisita—. Gracias.
Se mete los billetes en el bolsillo y vuelve a poner las piernas encima del brazo de la silla. Juguetea con su colección de pulseras. Levanta la vista de sopetón.
—Un momento. ¿Supongo que sabes…?
—¿Qué?
Me mira incrédula.
—Nadie te lo ha contado, ¿no?
—¿El qué?
—Changos!. Imagino que quieren informarte poco a poco. Pero vaya… —Menea la cabeza y se mordisquea las uñas—. A mí me parece que deberías saberlo cuanto antes.
—¿Saber qué? —Siento un espasmo de alarma—. ¿Qué, Amy? ¡Dímelo ya, caramba!
Durante un momento parece debatirse. Finalmente se pone de pie.
—Espera. —Sale de la habitación. La puerta vuelve a abrirse enseguida y aparece con un bebé de rasgos asiáticos en brazos. Aparenta un año más o menos. Lleva unos pantaloncitos con peto y un vaso de zumo en la mano, y me dirige una sonrisa radiante.
—Es Lennon —dice con expresión dulce—. Tu hijito.
Los miro petrificada, muerta de terror. ¿Qué está diciendo?
—Supongo que no lo recuerdas. —Amy le acaricia el pelo con cariño—. Lo adoptaste en Vietnam hace seis meses. Toda una aventura, por cierto. Tuviste que sacarlo de contrabando en tu mochila. ¡Por poco te meten al tambo!
¿Que adopté un bebé?
Estoy helada. No puedo ser mamá. No estoy preparada. No sé nada de bebés.
—¡Dile hola a tu niño! —Me lo acerca a la cama, taconeando con sus botines—. Te llama mó-má. ¿Mó-má?
—Hola, Lennon—digo con voz ahogada—. Soy mó-má. —Trato de adoptar un tono maternal—. ¡Ven con mó-má!
Levanto la vista y veo que a Amy le tiemblan los labios y se le escapa una carcajada.
—¿Qué pasa? —La miro con suspicacia—. ¿De verdad es mío o me estás tomando el pelo?
—Lo he visto antes en el pasillo —farfulla entre risas—. Y no he podido resistirlo. ¡Tendrías que ver la cara que has puesto!
Fuera se oyen gritos y llantos amortiguados.
—¿No me digas que son los padres? Mocosa descarada… ¡Devuélvelo ahora mismo!
Me desplomo sobre la almohada con un alivio inenarrable y el corazón a cien. Menos mal. No tengo ningún hijo.
No consigo sobreponerme. Amy era dulce e inocente. Solía mirar Barbie Bella Durmiente una y otra vez con el dedo metido en la boca. ¿Qué demonios le ha pasado?
—Por poco me da un ataque —la reprendo cuando vuelve con una lata de Coca-Cola light. Tan fresca, la niña—. Si hubiese muerto, habría sido por tu culpa.
—Necesitas espabilarte un poco —replica tan campante—. Podrían colarte como si nada cualquier cosa. —Saca una barra de chicle y empieza a desenvolverla. Luego se echa hacia delante—. Oye, Myriam —dice en voz baja—, ¿de verdad tienes amnesia o estás fingiendo? No se lo diré a nadie.
—¿Para qué iba a fingir?
—Quizá querías librarte de alguna cosa. Como de una cita en el dentista.
—¡Sí, seguro! ¡Esto es auténtico, nena!
—Vale. Lo que tú digas. —Se encoge de hombros y me ofrece un chicle.
—No, gracias. —Me rodeo las rodillas con los brazos, con un temor repentino. Amy tiene razón. La gente podría aprovecharse de mí. Tengo muchas cosas que aprender y ni siquiera sé por dónde empezar.
Comencemos por lo más obvio.
—Bueno… —Intento sonar despreocupada—. ¿Cómo es mi marido? ¿Qué… pinta tiene?
—Wow. —Amy pone los ojos como platos—. ¡Claro! ¡No tienes ni idea de cómo es!
—Mamá dice que es delicioso. —Hago lo posible para disimular mis temores.
—Es encantador —asiente, muy seria—. Tiene un gran sentido del humor. Y lo van a operar de la joroba.
—Bravo. Buen intento, Amy. —Pongo los ojos en blanco.
—¡Myriam! ¡Él se sentiría muy dolido si te oyera! —Parece consternada—. Estamos en dos mil siete, ya no discriminamos a nadie por su aspecto. Y Frank es un tipo dulce y encantador. No tiene la culpa de que se le dañase la espalda de niño. Y ha conseguido tantas cosas… Es un caso impresionante
Me arde la cara de vergüenza. Quizá sea cierto. No debería mostrar estos prejuicios. Además, sea cual sea su aspecto, seguro que tuve mis motivos para elegirlo, ¿no?
—Pero… ¿puede andar?—pregunto, nerviosa.
—Caminó por primera vez el día de la boda —dice con una mirada evocadora—. Se levantó de la silla de ruedas para pronunciar sus votos. A todo el mundo se le caían las lágrimas. El cura apenas podía hablar…
Se le escapa la risa otra vez, a la muy…
—¡Mocosa descarada! —exclamo—. No tiene ninguna puñetera joroba, ¿verdad?
—Perdona. —Le ha entrado la risa tonta—. Es un juego superdivertido.
—¡No es ningún juego! —Me tiro del pelo sin acordarme de mis heridas y hago una mueca de dolor—. Es mi vida. No sé quién es mi marido, ni cómo lo conocí, ni nada.
—Ok, ok. —Ahora parece ablandarse—. Lo que ocurrió fue que te pusiste a hablar con un viejo vagabundo en la calle. Y resultó que se llamaba Frank…
—¡Basta! ¡Cierra el pico de una vez! Si no me lo cuentas, me lo contará mamá.
—¡Está bien, no te pongas así! —Levanta las manos—. ¿Quieres saberlo de verdad?
—¡Sí!
—Ok. Lo conociste en un programa de la tele.
—Venga ya, vuelve a intentarlo —le digo alzando los ojos al techo.
—¡De verdad! Ahora no te tomo el pelo. Fuiste a ese reality que se llama “El Aprendiz”, donde la gente quiere triunfar en los negocios. Él era uno de los jurados y tú una concursante. No llegaste muy lejos en el programa, pero conociste a Frank y los dos tuvisteis buena onda desde el principio.
Se hace un silencio. Estoy esperando su carcajada y el final de esta historia tan graciosa, pero ella se limita a echarle un trago a su lata de Coca-Cola.
—¿Participé en un reality? —pregunto, todavía escéptica.
—Fue algo super chido. Todos mis amigos lo miraron. Y votamos todos por ti. ¡Tendrías que haber ganado!
La observo con atención, pero su expresión es del todo seria. ¿Me dice la verdad? ¿Salí en la tele?
—¿Por qué demonios fui a un programa como ése?
—¿Para ser la jefa tal vez? —Amy se encoge de hombros—. No sé. Para progresar. Ahí fue cuando te arreglaste los dientes y el pelo. Para salir guapa en la tele.
—Pero yo no soy ambiciosa. O no tan ambiciosa…
—¿Me tomas el pelo? —Abre los ojos de par en par—. ¡Eres la mujer más ambiciosa del mundo! En cuanto tu jefe dimitió, fuiste por su puesto. Todos los peces gordos de tu empresa te vieron en la tele y se volvieron locos contigo. Por eso te dieron el cargo.
Mi mente me trae el recuerdo de las tarjetas que hay en mi agenda. «Myriam Smart, Directora.»
—Eres la directora más joven que han tenido. Fue chido cuando te nombraron —añade—. Salimos todos a celebrarlo y nos invitaste a champán. —Estira el chicle que tiene en la boca hasta convertirlo en un hilo—. ¿No recuerdas nada?
—Nada de nada.
Se abre la puerta y aparece mamá con una bandeja que contiene un plato tapado, una mousse de chocolate y un vaso de agua.
—Aquí tienes —dice—. Te he traído lasaña. ¿Y sabes qué? ¡Frank ya está aquí!
—¿Aquí? —Palidezco, aterrorizada—. ¿Quieres decir… aquí, en el hospital?
Mamá asiente.
—Ahora mismo sube. Le he pedido que te diera unos minutos para prepararte.
¿Cómo que unos minutos? Me hacen falta muchos, todo esto va demasiado deprisa. Aún no estoy preparada para afrontar mis veintiocho años. No digamos ya para conocer a mi marido.
—Mamá, creo que no puedo —le digo muerta de pánico—. No me siento capaz todavía. Quizá mañana, cuando esté un poco más centrada.
—¡Myriam, cariño! —protesta mamá—. No puedes cerrarle la puerta en las narices a tu marido. ¡Ha venido desde su oficina corriendo para verte!
—¡Pero no lo conozco! No sabré qué decir o hacer…
—¡Cariño, es tu marido! —Me da unas palmaditas para calmarme—. No te preocupes.
—Quizá se te dispare la memoria al verlo —dice Amy, que se ha quedado con la mousse y le está quitando la tapa—. Quizá lo mirarás y dirás: «¡Frank, amor mío! ¡Ahora lo recuerdo todo!»
—Cierra el pico —le espeto—. Y esa mousse es mía.
—Tú no tomas carbohidratos. ¿También lo has olvidado? —Y me pasa la cucharilla, en plan tentador, por delante de las narices.
—Ésta sí que es buena —le digo, poniendo los ojos en blanco—. Yo jamás dejaría el chocolate.
—Tú ya no comes chocolate. Nunca. ¿Verdad, mamá? ¡Ni siquiera te comiste el pastel de boda por las calorías!
Ha de ser una tomadura de pelo. Yo no habría dejado el chocolate ni en un millón de años. Estoy a punto de decirle que se vaya al infierno y arrebatarle la mousse cuando se oye un golpecito en la puerta y una voz masculina amortiguada.
—¿Se puede?
—Dios mío. —Las miro a las dos, enloquecida—. ¡Dios mío! ¿Es él? ¿Tan pronto?
—¡Un momentito, Frank! —grita mamá a través de la puerta. Y me susurra—: ¡Arréglate un poco, cielo! ¡Cualquiera diría que te han arrastrado por un zarzal!
—No la agobies, mamá. La sacaron a rastras de un montón de chatarra, ¿recuerdas?
—Te peinaré un poco… —Se me acerca con un peine de bolsillo y empieza a darme tirones.
—¡Aggg! —chillo—. ¡Se me va a agravar la amnesia!
—Ya está. —Me da un último tirón y me limpia la cara con la esquina de un pañuelo—. ¿Lista?
—¿Abro la puerta? —pregunta Amy.
—¡No! Espera… un segundo.
Se me revuelve el estómago de pavor. No puedo enfrentarme a un extraño que se supone es mi marido. Es algo demasiado raro, caramba.
—Mamá, por favor —le ruego—. Todavía es demasiado pronto. Dile que venga luego. Mañana. Incluso podríamos aplazarlo unas semanas.
—¡No seas tonta, cariño! —dice riendo—. Es tu marido. Ha estado preocupadísimo, y ahora lo tenemos ahí esperando. ¡Ya está bien, pobre chico!
Mientras ella se dirige hacia la puerta, yo me aferró a las sábanas con fuerza.
—¿Y si lo odio? ¿Y si no hay química entre nosotros? —Ahora ya disparo a la desesperada—. Quiero decir, ¿acaso espera que vuelva y viva con él?
—Tú improvisa sobre la marcha —dice mamá vagamente—. En serio, Myriam. No debes preocuparte. Es un chico estupendo.
—Si no mencionas su peluquín. O su pasado nazi.
—¡Amy! —Mamá chasquea la lengua y abre la puerta—. Perdona que te haya hecho esperar, Frank. Pasa.
Hay una pausa insoportable. Luego se abre la puerta del todo y, tras un enorme ramo de flores, entra en la habitación el hombre más impresionante que he visto en mi vida.
...continuara.
P.D. si quieren que la continue?
Anyannca- VBB CRISTAL
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Fecha de inscripción : 27/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
graciias x los cap niiña y claro k kiiero seguiir leyendo tu nov x ya kiiero k aparesca viictor xfiis no tardes con el siiguiiente cap siip niiña xfa
Dianitha- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
gracias por los capitulos siguele por faaaaaa
jai33sire- VBB PLATINO
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