¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
muchas grax....k bueno k ya se empieza a saber el motivo del cambio de Myriam
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
QUE BUEN CAPITULO...SIGUELE POR FAAAA
jai33sire- VBB PLATINO
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Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Ke bueno ke Myri empieza a confiar en Vic, gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Gracias por el Cap. Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
m nkanta k empieze a poarecerle un poko mas claro todooo y mas xk es x ayuda del bb
saludos
saludos
Peke- VBB CRISTAL
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Fecha de inscripción : 15/08/2009
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
me encanta la nove siguele please no tardes
saludos
saludos
fresita- VBB PLATINO
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Localización : colima, méxico
Fecha de inscripción : 31/07/2009
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Capítulo 18
Durante el trayecto de regreso, permanezco callada. Tengo bien aferrada la carpeta sobre el regazo, como si fuera a salir volando. Los campos pasan zumbando a nuestro lado. Víctor me mira de vez en cuando, pero no dice nada.
Voy rumiando todo lo que acabo de descubrir. Me siento como si hubiese hecho en media hora un doctorado sobre Myriam Smart.
—Todavía no puedo creer que mi padre nos metiera en semejante lío —digo por fin—. Sin avisarnos siquiera.
—¿De veras?
Me saco los zapatos, pongo los pies en el asiento y apoyo la barbilla en las rodillas mientras sigo contemplando la carretera.
—Todo el mundo quería a papá, ¿sabes? Era tan guapo, tan divertido, tan marchoso… Nos adoraba. Aunque la cagase algunas veces, nos adoraba. Nos llamaba sus tres chicas.
—Sus tres chicas —repite Víctor, más seco que nunca—. Una obsesa de los perros en permanente negación, una adolescente dedicada a la extorsión y una amnésica bien fastidiada. No está mal, Michael. Un trabajo impecable.
Le lanzo una mirada airada.
—No tienes una gran opinión de papá, ¿eh?
—Creo que él se lo pasó muy bien y que les dejó el estropicio para que se las arreglaran. Creo que era un cabron y un egoísta. Pero bueno, no lo conocí personalmente. —Pone el intermitente y cambia bruscamente de carril. Aferra el volante con fuerza, advierto de repente. Casi parece cabreado.
—Al menos, ahora sé un poco más de mí. —Me muerdo la uña del pulgar—. ¿Te había hablado del funeral?
—Una o dos veces —dice con una sonrisa irónica.
—Ok —me ruborizo—. A todas horas. Debo de haberte aburrido mortalmente con esa historia.
—No seas tonta. —Aparta una mano del volante y aprieta la mía un momento—. Un día, muy al principio, cuando sólo éramos amigos, salió el tema. La historia completa. Me contaste cómo había cambiado tu vida; que asumiste la deuda familiar, que al día siguiente pediste hora en un centro dental, que te pusiste a dieta estricta, que decidiste cambiar por completo. Luego fuiste a la televisión y la cosa se disparó. Subiste como la espuma en el trabajo, conociste a Frank. Él parecía ideal. Solvente, rico, estable. En fin, a años luz de… —Enmudece.
—De mi padre.
—No soy psicólogo, pero eso creo.
Se hace un silencio. Observo un avión pequeño que va dejando en el cielo una doble estela blanca.
—¿Sabes?, cuando desperté después del accidente creía que había aterrizado en una vida de ensueño —digo lentamente—. Creía que era Cenicienta. Mejor que Cenicienta. Pensaba que era la chica más afortunada del mundo…
Él menea la cabeza.
—Vivías bajo una tensión permanente. Llegaste lejos demasiado deprisa y no sabías cómo manejar la situación. Cometiste algunos errores… —Duda un momento—. Te alejaste de tus amigas. Eso fue lo que más te costó.
—¡Pero no lo entiendo! —exclamo exasperada—. No entiendo por qué me convertí en una bruja.
—Tampoco lo pretendías. Myriam, date un respiro. Te viste propulsada a un alto cargo y tenías que controlar un departamento muy grande. Querías impresionar a los directivos y que no te acusaran de favoritismo. Estabas confusa. Hiciste algunas cosas mal, te sentías atrapada. Te construiste esa imagen de dura. Que era parte de tu éxito, por lo demás.
—La Cobra —digo con una mueca. Aún no puedo creer que me pusieran ese apodo.
—La Cobra —asiente él con una leve sonrisa—. Eso fue idea de los productores del programa. Tú no eras así. Aunque no dejaron de captar algo cierto. Cuando se trata de negocios, tú te pareces bastante a una cobra.
—¡De eso nada! —Levanto la vista, horrorizada.
—En el buen sentido. —Sonríe con aire travieso.
—¿Buen sentido? ¿Qué buen sentido va a tener una cobra?
Seguimos avanzando un rato en silencio. Los campos dorados se extienden a ambos lados hasta el horizonte. Finalmente, Víctor enciende la radio. Los Eagles cantan Hotel California, mientras nos deslizamos a toda velocidad con el sol destellando en el parabrisas, me siento como si estuviéramos en otro país. En otra vida.
—Una vez me dijiste que si pudieras retroceder y hacer las cosas de otro modo, lo harías. —Ahora habla en voz más baja—. En todos los aspectos. Contigo misma, en el trabajo, con Frank… Todo se ve distinto cuando desaparece el brillo de la novedad.
Siento una punzada repentina cuando menciona a Frank. Víctor habla como si todo eso formara parte del pasado. Pero no es así. Estoy casada. Y no me gusta lo que ha dado a entender.
—Escucha, yo no soy una cazafortunas cualquiera, ¿ok? —le espeto, indignada—. Debí de enamorarme de Frank. No me habría casado con un tipo sólo por el brillo de su dinero.
—Al principio creíste que era la elección perfecta —asiente—. Es encantador, tiene todas las condiciones… De hecho, es como uno de esos sistemas inteligentes de nuestros loft, lo pones en modo «marido encantador» y listo.
—Basta.
—Es un modelo de última generación. Tiene una gama enorme de posibilidades, pantalla táctil…
—¡He dicho que basta! —Me cuesta no reírme. Subo la radio para hacerlo callar. Un momento después, ya sé lo que quiero responder y vuelvo a bajar el volumen—. Muy bien, escucha. Quizá hayamos tenido una aventura en el pasado, pero eso no significa… Quizá yo quiera conseguir que mi matrimonio funcione esta vez.
—No lo conseguirás —responde impasible—. Frank no te quiere.
¿Por qué se las da de tan sabiondo? Me pone de los nervios.
—Sí me quiere. —Cruzo los brazos—. Me lo dijo. De hecho, por si quieres saberlo, fue muy romántico.
—¿Ah, sí? —No parece nada impresionado—. ¿Qué te dijo?
—Que se había enamorado de mi preciosa boca, de mis piernas, de mi manera de balancear el maletín. —No puedo evitar sonrojarme. Siempre recuerdo a Frank diciéndome eso. En realidad, se me quedó grabado.
—Menuda sandez.
—¡No es ninguna sandez! ¡Es muy romántico!
—No me digas. ¿Y se habría enamorado de ti si no hubieras balanceado el maletín?
Me quedo perpleja un segundo.
—Pues… no sé. Ésa no es la cuestión.
—¿Cómo que no? Es exactamente la cuestión. ¿Te querría si no tuvieras unas piernas preciosas?
—¡Yo qué sé! ¿No puedes cerrar el pico por un rato? Fue un momento encantador, precioso.
—Una gilipollez.
—Bueno. —Alzo la barbilla—. ¿Y a ti qué te gusta de mí?
—No lo sé. Todo, tu esencia. Es algo que no puede transformarse en un listado.
Se hace un largo silencio. Yo miro al frente, todavía con los brazos cruzados. Víctor se concentra en la carretera, como si hubiera olvidado la conversación. Nos acercamos a Londres y el tráfico empieza a hacerse más denso.
—De acuerdo —dice por fin, al detenernos en un atasco—. Me gustan los grititos que das mientras duermes.
—¿Doy grititos?
—Como una ardilla.
—Creía que me parecía a una cobra. Decídete.
—Cobra de día —asiente—, ardilla de noche.
Procuro mantener los labios apretados, pero se me escapa una sonrisa.
Mientras avanzamos a paso de tortuga, mi móvil suelta un pitido de mensaje recibido.
—Es de Frank —digo después de leerlo—. Ha llegado a Manchester sin problemas. Se ha ido unos días para localizar nuevos terrenos de construcción.
—Sí, ya.
Cruzamos una rotonda. Estamos en las afueras. El aire parece más gris y, de repente, me cae en la mejilla una gota de lluvia. Me estremezco y Víctor vuelve a cerrar el techo. Tiene una expresión muy seria mientras va serpenteando por los carriles de la autovía.
—Frank podría haber liquidado las deudas de tu padre sin el menor esfuerzo, ¿sabes? —me dice de pronto—. Pero no. Dejó que las pagaras tú. Ni siquiera hizo el gesto.
Ahora no sé qué decir. Ni qué pensar.
—Es su dinero —replico al fin—. ¿Por qué tendría que hacerlo? Y además, yo no necesito la ayuda de nadie.
—Ya. Yo te lo propuse y no quisiste aceptar nada. Eres muy testaruda.
Llegamos a un cruce y nos situamos detrás de un autobús. Víctor me mira.
—No sé qué plan tienes ahora.
—¿Ahora?
—El resto del día. —Se encoge de hombros—. Con Frank de viaje.
Algo empieza a agitarse dentro de mí. Un suave latido que ni siquiera quiero reconocer ante mí misma.
—Bueno. —Adopto un tono formal—. Nada en particular. Irme a casa, cenar, leerme los documentos de la carpeta… —Me obligo a hacer una pausa que parezca natural—. ¿Por qué?
—Por nada. —Él también hace una pausa y arruga el entrecejo con la vista fija en la carretera, antes de añadir—: Es que hay algunas cosas tuyas en mi apartamento. A lo mejor quieres recogerlas.
—Bueno —digo encogiéndome de hombros.
—Muy bien. —Da media vuelta y hacemos el resto del trayecto en silencio.
Víctor vive en el apartamento más precioso que he visto nunca.
Bueno, sí, está en una calleja más bien cutre de Hammersmith. Y no tienes que hacer caso del grafiti de la pared de enfrente. Pero la casa es grande, toda de ladrillo y con unos ventanales enormes en forma de arco, y resulta que el apartamento abarca también una parte del edificio contiguo, o sea que es muchísimo más grande de lo que parece por fuera.
—¡Qué hermosa!
Me quedo casi sin habla mirando su espacio de trabajo. Techo muy alto, paredes pintadas de blanco, un enorme escritorio inclinado, cubierto de papeles, y un ordenador Mac. En un rincón hay un caballete de dibujo. La pared opuesta está cubierta de libros y cuenta con una de esas anticuadas escaleras de biblioteca con ruedas.
—Estas casas fueron construidas como estudios para pintores —me explica mientras se mueve de aquí para allá y recoge unas diez tazas de café, que se lleva a una cocina diminuta.
El sol, que ha vuelto a salir y se cuela a través de los ventanales, reluce en los suelos de madera. Hay dibujos y bocetos tirados aquí y allá. Y plantada en medio de todos sus papeles, una botella de tequila y un paquete de almendras.
Levanto la vista y veo a Víctor mirándome desde el umbral de la cocina. Se sacude el pelo con las manos, como para cambiar de chip.
—Tus cosas están ahí.
Siguiendo su indicación, cruzo un arco y entro en una acogedora salita amueblada con sofás de algodón azul, un enorme puf de cuero y un viejo televisor sobre una silla. Detrás del sofá hay unos estantes de madera hechos polvo, atiborrados de libros, revistas, plantas y…
—Esa taza es mía —musito al ver entre los estantes una taza roja que Fi me regaló una vez por mi cumpleaños.
—Si —asiente Víctor, a mi espalda—. Es lo que te decía. Te dejaste algunas cosas por aquí. —Se adelanta y me la da.
—¡Y mi jersey! —Un jersey de cuello alto que he tenido desde los dieciséis años y que veo tirado en un sofá. ¿Cómo es posible…?
Miro alrededor alucinada, mientras van apareciendo más cosas ante mis ojos, como en un truco mágico: aquella colcha mullida, tipo piel de lobo, en la que solía envolverme; las fotos antiguas del colegio con sus marcos de cuentas de colores. ¿Mi tostadora retro de color rosa?
—Venías y te ponías a comer tostadas —dice Víctor, siguiendo mi mirada—. Te atiborrabas como si estuvieras muerta de hambre.
Ahora veo de pronto el otro lado de mí misma; el lado que creía desaparecido para siempre. Por primera vez desde que desperté en el hospital, me siento como en casa. Incluso veo alrededor del tiesto del rincón las bombillitas de fantasía que tenía en mi apartamento de Balham.
Todas mis cosas estaban aquí; han estado aquí todo el tiempo. Y de golpe recuerdo lo que me dijo Frank cuando le pregunté por Víctor: «Pondría mi vida en sus manos sin dudarlo.»
Quizá fue eso lo que hice. Poner mi vida en sus manos.
—¿Te acuerdas de algo? —me pregunta con aparente indiferencia, aunque percibo la esperanza que hay detrás.
—No. Sólo de estas cosas de mi vida anterior… —Me interrumpo al reparar en un marco de cuentas de colores que no reconozco. Me acerco para mirar la fotografía y doy un respingo. Es una foto mía y de Víctor. Estamos sentados en un tronco y él me rodea con sus brazos. Llevo tejanos y zapatillas, tengo la cabeza echada atrás, con el pelo por la espalda, y sonrío como si fuera la chica más feliz del mundo.
Era verdad. Verdad de la buena.
Siento un hormigueo mientras contemplo nuestros rostros iluminados por el sol. O sea que Víctor tenía pruebas.
—Podrías habérmela enseñado antes —le digo, casi con acento acusador—. Esta foto. Podrías habértela traído la primera vez.
—¿Me habrías creído? —Se sienta en el brazo del sofá—. O mejor, ¿habrías querido creerme?
Me quedo cortada. Quizá tiene razón. Quizá habría encontrado un modo de explicarlo y racionalizarlo, mientras me aferraba a mi marido perfecto y mi vida de ensueño.
Para aligerar la tensión, me acerco a una mesa donde hay un montón de viejas novelas mías y un cuenco de pipas.
—Semillas de girasol —digo, cogiendo un puñado—. Me encantan.
—Ya lo sé. —Tiene una expresión insondable, extraña.
—¿Qué pasa? —Lo miro, a punto de meterme una en la boca—. ¿Están buenas?
—Claro. Es que había… —Sonríe como para sí—. No importa. Olvídalo.
—¿Qué? Di. ¿Algo de nuestra relación? Tienes que contármelo, venga.
—No es nada —dice encogiéndose de hombros—. Una tontería. Teníamos… una especie de tradición. La primera vez que nos acostamos tú habías estado comiendo semillas de girasol. Así que plantaste una en un envase de yogur y yo me lo traje a casa. Luego empezamos a hacerlo cada vez. Como un recuerdo o un chiste privado. Decíamos que eran nuestros hijos.
—¿Plantamos semillas de girasol? —Pregunto con interés repentino. Esto me suena.
—Ajá —asiente, pero cambia de tema—. Deja que te sirva algo de beber.
—¿Y dónde están? —pregunto, mientras él llena dos copas de vino—. ¿Las has guardado? —Miro por todos lados, a ver si localizo las plantas con sus envases de yogur.
—No importa. —Me tiende una copa.
—¿Las has tirado?
—No, no las he tirado. —Se acerca al reproductor de CD y pone una música de fondo, pero no va a despistarme así como así.
—¿Dónde están, entonces? —insisto con tono desafiante—. Debemos de habernos acostado unas cuantas veces, si lo que dices es cierto. O sea que tendría que haber varias plantas.
Víctor bebe un sorbo de vino. Luego, sin decir palabra, da media vuelta y me indica que lo siga por un pasillo. Entramos en un dormitorio sin apenas decoración. Abre las puertas de un amplio balcón y yo contengo el aliento, sacada de onda.
Hay una hilera de girasoles a lo largo de todo el balcón. Desde ejemplares casi monstruosos que se alzan hacia el cielo, hasta flores muy jóvenes atadas con cañas, e incluso algunos brotes verdes y larguiruchos que ahora empiezan a abrirse. Allí donde miro, hay girasoles.
O sea que era esto… O sea que éramos esto. Desde la primera hasta la última semilla. Se me hace un nudo en la garganta mientras contemplo este despliegue verde y amarillo.
—Entonces… ¿cuánto hace…? O sea… —Me inclino sobre la planta más diminuta, metida en un tiestito y sujeta con dos palitos—. Desde que…
—Hace seis semanas, la víspera del accidente. —Hace una pausa, con una expresión indescifrable—. He estado cuidando de ésa en particular.
—¿Fue la última vez que nos vimos antes de…? —Me muerdo el labio.
Asiente tras un instante.
—La última vez que estuvimos juntos.
Me siento y bebo un trago de vino, abrumada. Aquí hay toda una historia. Una relación completa, creciendo y desarrollándose, convirtiéndose en algo tan fuerte que al final incluso estaba decidida a dejar a Frank.
—¿Y la primera vez? —digo finalmente—. ¿Cómo empezó todo?
—Fue ese fin de semana, cuando Frank estaba fuera. Fui a verte y estuvimos charlando y bebiendo vino. En la terraza, como ahora mismo. Luego, a media tarde, nos quedamos callados de repente. Los dos lo sabíamos.
Alza sus ojos oscuros hacia los míos y siento una sacudida. Se pone en pie y se acerca.
—Sabíamos que era inevitable —susurra.
Estoy paralizada. Suavemente, me quita la copa y toma mis manos.
—Myriam… —Se las lleva a los labios, cierra los ojos y me las besa con dulzura—. Yo sabía… —su voz suena amortiguada mientras sigue besándome las manos— que volverías. Sabía que volverías a mí.
—¡Basta! —lo aparto bruscamente, el corazón desbocado—. ¡Tú… tú no sabes nada!
—¿Qué ocurre? —dice anonadado.
Yo misma apenas entiendo lo que me pasa. Lo deseo con desesperación; todo mi cuerpo me dice que me lance sin más. Pero no puedo.
—Lo que ocurre es que… me siento abrumada.
—¿Por qué?
—¡Por todo esto! —Señalo el cerco de girasoles—. Es demasiado. Me pones frente a… una relación con todas las de la ley. Y para mí sólo es el principio. —Doy un buen trago de vino, tratando de mantener la calma—. Estoy muchos escalones por debajo. Hay un desequilibrio brutal.
—Volveremos a equilibrarlo —se apresura a decir—. Lo solucionaremos. Yo también empezaré otra vez.
—¡Tú no puedes volver a empezar! —Me paso las manos por el pelo—. Víctor, eres un tipo atractivo e inteligente, un tipo agradable. Y me gustas. Pero no estoy enamorada de ti. ¿Cómo podría estarlo? Yo no he hecho todo esto. No recuerdo nada.
—No pretendo que estés enamorada de mí…
—¡Sí, ya lo creo que sí! Pretendes que sea la de antes.
—¡Es que lo eres! —Ahora parece irritado—. No me vengas con tonterías. Tú eres la chica que yo amo. Créeme, Myriam.
—¡No lo sé! —replico—. No sé si lo soy, ¿ok? ¿Soy ella? ¿O soy yo?
Para mi horror, las lágrimas se me desbordan. No sé de dónde han salido. Me vuelvo y las enjugo, pero no consigo pararlas.
Quiero ser ella, la chica que sonreía de esa manera sentada sobre un tronco. Pero no lo soy.
Finalmente, consigo dominarme y me vuelvo hacia él. Sigue inmóvil, con una expresión tan desolada que me encoge el corazón.
—Miro todos estos girasoles —digo, tragando saliva—, y las fotos, y todas mis cosas, y soy consciente de que ocurrió de verdad. Pero para mí no deja de ser un maravilloso romance entre dos personas que no conozco.
—Eres tú —murmura Víctor—. Soy yo. Y tú nos conoces a los dos.
—Sé que es así en teoría, pero no lo siento. Y tampoco lo sé. —Aprieto el puño sobre el pecho, notando que me vienen otra vez las lágrimas—. Si pudiese recordar aunque sólo fuera una cosa. Un recuerdo, un hilo…
Víctor mira las flores, absorto.
—¿Qué quieres decir?
—Digo… ¡que no lo sé! No lo sé. Necesito tiempo… Necesito… —Me interrumpo, agotada.
Empiezan a caer gotas. Se levanta una ráfaga de viento y los girasoles se balancean, como asintiendo.
Víctor rompe por fin el silencio.
—¿Te llevo a casa? —Me mira a los ojos, ya sin irritación.
—Sí. —Me enjugo las lágrimas y me echo el pelo atrás—. Por favor.
Hay un cuarto de hora hasta casa, pero no hablamos durante el trayecto. Voy sentada con la carpeta en las manos y Víctor conduce en silencio, con la mandíbula tensa. Detiene el coche en mi plaza de aparcamiento y, durante unos instantes, no nos movemos. La lluvia repiquetea con fuerza en el techo y de pronto estalla un relámpago.
—Tendrás que correr hasta la puerta —dice Víctor.
—¿Y tú cómo vas a volver?
—No te preocupes. —Me entrega las llaves, eludiendo mi mirada—. Y buena suerte con eso —añade, señalando la carpeta—. Lo digo en serio.
—Gracias. —Paso la mano por la tapa de cartón, mordiéndome un labio—. Aunque no sé cómo voy a arreglármelas para hablar de ello con Simon Johnson. Me ha degradado. He perdido toda mi credibilidad. No tendrá el menor interés.
—Lo lograrás.
—Si puedo hablar con él, no habrá problema. Pero hará lo posible por eludirme. Ya no tienen ni un minuto para mí. —Suspiro y abro la puerta. Llueve a cántaros, pero no puedo pasarme aquí la noche.
—Myriam…
Noto que está hecho un manojo de nervios.
—Ya hablaremos —lo corto deprisa—. En otro momento.
—De acuerdo —dice mirándome a los ojos—. En otro momento. Trato hecho. —Vacila, y me da un beso en la mejilla. Luego baja del coche, tapándose inútilmente con las manos—. Voy a buscar un taxi. Vamos, corre. —Se despide con la mano y se aleja a grandes zancadas.
Echo a correr bajo la lluvia y poco me falta para perder varios papeles de la carpeta. Me detengo a la entrada y ordeno los documentos con un arrebato de esperanza, aunque sé que lo que he dicho es cierto: si no consigo reunirme con Simon Johnson, todo habrá sido en vano.
Y de pronto, al reflexionar acerca de mi situación real, me embarga el desánimo. Más allá de lo que haya en esta carpeta, él no va a darme otra oportunidad. Ya no soy la Cobra. Ya no soy la chica prodigio. Soy la chica con problemas de memoria, la vergüenza de la empresa, un desastre completo. Simon Johnson no va a concederme cinco minutos ni en broma, no digamos ya una audiencia completa.
No me apetece subir en ascensor. Ante la estupefacción del portero, me dirijo a la escalera y empiezo a subir lentamente los relucientes escalones de cristal y acero que nunca usan los residentes del bloque. Una vez arriba, enciendo la chimenea con el mando a distancia y trato de acurrucarme en el sofá crema. Pero los almohadones están demasiado impecables, resultan incómodos y, además, me da miedo humedecer la tela, así que al final me levanto y voy a la cocina a prepararme una taza de té.
Después de toda la adrenalina de este día, me siento abatida y decepcionada. He descubierto unas cuantas cosas de mí. ¿Y qué? Me he dejado llevar por el entusiasmo: con Víctor, con el contrato y con todo lo demás. Ha sido una especie de sueño imposible. No lograré salvar el departamento. Simon no me hará pasar a su despacho para escucharme, y menos aún para montar una operación de importancia. Nunca en la vida.
A menos…
No.
No sería capaz. ¿O…?
Me quedo paralizada de la emoción mientras examino todas las posibilidades y oigo una y otra vez en mi cabeza la voz de Simon Johnson, como si fuera una banda sonora: «Si hubieras recuperado la memoria, todo habría sido diferente.»
Si recuperase la memoria, todo sería diferente.
El agua ha empezado a hervir y no me he dado ni cuenta. Como en un sueño, saco mi móvil y pulso un número directo.
—Fi —digo en cuanto responde—. No digas nada y escucha.
...Continuara.
Anyannca- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
perfectooooooooooo la niña va a recuperar su depto.
el niño k no c desespereee digooo es myrriiiiii jijijiji
saludos niña no tardes plis!!!
el niño k no c desespereee digooo es myrriiiiii jijijiji
saludos niña no tardes plis!!!
Peke- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Gracias por el Cap.
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
gracias por el capitulo
jai33sire- VBB PLATINO
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Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
OJALA MYRI LOGRE SOLUCIONAR LO DE SU TRABAJO, RECUPERAR A SUS AMIGAS Y SOBRE TODO RECORDAR A VÍCTOR, GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
GRACIAS POR EL CAPI NIÑA
monike- VBB PLATA
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Soy nueva en este foro, me encanta la novela, quisiera saber cada que tiempo la actualizan...
M@y- Nuevo Usuario
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Muchas gracias por el capitulo, ojala Myri logre salvar su departamento y arregle las cosas con Vic.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Capítulo 19
Piensa como una bruja. Como una jefa. Como la Cobra.
Me repaso en el espejo y me pongo más pintalabios. Es un gris rosado pálido que muy bien podría llamarse «Bruja repulsiva y tiránica». Tengo el pelo recogido en un moño y llevo el conjunto más formal que he encontrado en el armario: una falda de tubo ceñida, zapatos de tacón de aguja y una blusa blanca a rayas grises. El mensaje de mi indumentaria no puede ser más claro: «Hablemos de negocios.»
Ayer me pasé dos horas con Jeremy Northpool en su despacho de Reading y, cada vez que lo recuerdo, me recorre un escalofrío. Todo está arreglado. Los dos deseamos que salga bien el acuerdo. Ahora ya sólo depende de mí.
—No tienes una pinta lo bastante borde. —Fi, vestida con un traje pantalón azul marino, me repasa con aire crítico—. Procura fruncir más el ceño.
Arrugo la nariz, pero parezco a punto de estornudar.
—Ni hablar. —Menea la cabeza—. No te sale del todo. Antes tenías una mirada realmente glacial. En plan: «Eres un bicho insignificante, sal de mi vista.» —Entorna los ojos e imposta una voz dura y desdeñosa—: «Soy la jefa y las cosas se van a hacer como yo diga.»
—¡Perfecto! —le digo, admirada—. Tendrías que hacerlo tú. Intercambiemos los papeles.
—Sí, ya. —Me da un empujón—. Venga, vuelve a hacerlo. ¡Ese ceño!
—Apártate de mi vista, mequetrefe —gruño con mi mejor voz de Bruja Malvada—. Soy la jefa y aquí se hace lo que yo diga.
—¡Bien! Así está mejor. Y desvía la mirada cuando te cruces con la gente, como si ni siquiera tuvieras tiempo para advertir su presencia.
Suspiro y me desplomo en la cama. Toda esta comedia me resulta agotadora.
—Era una auténtica cerda, ¿no?
—Tampoco te comportabas así todo el tiempo —me consuela un poco—. Pero no podemos permitirnos que la gente lo adivine. Cuanto más malvada, mejor.
Fi ha estado asesorándome durante las últimas veinticuatro horas. Llamó ayer a la oficina diciendo que estaba enferma y luego vino cargada de víveres. Tan concentradas estábamos que acabó quedándose a dormir. Y la verdad, ha hecho un trabajo impresionante. Ahora lo sé todo. Sé lo que pasó en la fiesta de Navidad del año pasado. Sé que Byron salió furioso de una reunión hace unos meses, llamándome «arrogante advenediza». Sé que las ventas de vinilo subieron en marzo un dos por ciento, a causa del pedido de una escuela de Wokingham, que luego nos hizo una reclamación porque el color estaba mal e intentó demandarnos…
Tengo la cabeza tan atiborrada de datos que creo que me va a estallar. Y eso no es todavía lo más importante.
—Cuando entres en tu despacho, cierra siempre de un portazo —prosigue Fi—. Luego vuelve a salir y pide un café. Siempre en este orden.
Lo más importante es que dé la impresión de ser la antigua mala pécora de Myriam y que logre engañar a todo el mundo. Dejo la barra de labios y recojo mi maletín.
—¡Tráeme un café! —le grito al espejo—. ¡Rápido!
—Entorna más los ojos… —Me observa y asiente—. Ahora sí.
—Gracias, Fi. —Me vuelvo y la abrazo—. Eres única.
—Tú sí que serás única si lo consigues. —Vacila un instante—. Bueno, también si no lo consigues. Al fin y al cabo, no tenías por qué hacer todo esto. Sé que te han ofrecido un puesto importante.
—Ya, bueno. —Me rasco la nariz, incómoda—. Ésa no es la cuestión. Venga, vamos.
Mientras nos dirigimos en taxi a la oficina, noto un nudo en el estómago y ni siquiera logro charlar para pasar el rato. Debo de estar loca para atreverme a hacer esto. Sí, estoy loca, pero es la única solución que se me ha ocurrido.
—Dios mío, me está entrando pánico escénico —murmura Fi cuando nos acercamos—. Y ni siquiera soy yo quien va a actuar. No sé cómo voy a arreglármelas para que Debs y Carolyn no me lo noten en la cara.
A ellas no les hemos explicado nada. Pensamos que cuantas menos personas lo sepan, mejor.
—Bueno, pues tendrás que hacer un esfuerzo, ¿ok? —Le suelto con la voz de la nueva Myriam y casi me entra la risa floja al ver cómo se sobresalta.
—Uf, ¡suenas espeluznante! Eres una artista.
Bajamos, pago al taxista y aprovecho para practicar mi mirada más borde cuando recojo el cambio.
—¿Myriam? —oigo a mi espalda. Me vuelvo, dispuesta a estrenar mi expresión intimidante con algún desprevenido, pero soy yo la que se queda boquiabierta.
—¿Amy? ¿Qué demonios haces aquí?
—Estaba esperándote. —Se echa atrás un mechón de pelo con aire desafiante—. Vengo a trabajar contigo, ¿recuerdas? Como interina.
—¿Qué?
La miro con ojos desorbitados. Va con tacones (en precario equilibrio), medias de malla, una diminuta minifalda a rayas y un chaleco a juego, y lleva su pelo con mechas azules recogido en una cola. En la solapa luce un pin que reza: «No hace falta estar loco para trabajar aquí, pero ayuda lo suyo ser una lesbiana cachonda.»
—Amy. —Me llevo una mano a la cabeza—. Hoy no es precisamente un día…
—¡Me lo prometiste! —Le tiembla la voz—. Me dijiste que lo arreglarías. He hecho un gran esfuerzo para llegar hasta aquí. He madrugado y todo. Mamá estaba muy contenta. Ha dicho que tú también te alegrarías.
—¡Estoy muy contenta! Pero es que precisamente hoy…
—Eso ya me lo dijiste la otra vez. En realidad no te intereso. —Se da media vuelta y se suelta la cola de un tirón—. Bueno. De todos modos, no quiero tu trabajo de mierda.
—Podría servir para desviar la atención —me murmura Fi—. Quizá sea una buena idea. ¿Podemos fiarnos de ella?
—¿Fiarse? —pregunta Amy, súbitamente interesada—. ¿Para qué? —Se acerca con los ojos brillantes—. ¿Tienen un secreto?
—Está bien —me decido por fin—. Escucha, Amy —bajo la voz—, puedes subir, pero ojo: voy a decir a todos que he recobrado la memoria y que soy otra vez la de antes, a ver si así consigo un acuerdo muy importante. Aunque no sea cierto. ¿Lo captas?
Ella no parpadea. Su mente trabaja a cien por hora, asimilando. Tener como hermana a una artista de la estafa también tiene sus ventajas.
—O sea que te harás pasar por la antigua Myriam —dice al cabo.
—Sí.
—Necesitarías una pinta más borde.
—Eso digo yo —asiente Fi.
—Dar a entender que para ti todo el mundo es… un gusano.
—Exacto.
Las veo tan convencidas que me deprimo.
—¿Era amable alguna vez? —pregunto con tono lastimero.
—Bueno… sí —responde Fi con escasa convicción—. A veces. Venga, vamos.
En cuanto empujo las puertas de cristal, adopto mi expresión más ceñuda. Flanqueada por Amy y Fi, avanzo con paso firme por el suelo de mármol hasta el mostrador de recepción. Allá vamos. Comienza el show.
—Hola —le gruño a Jenny—. Ésta es mi asistente interina, Amy. Dale un pase. Para tu información, estoy completamente recuperada. Y si tienes correspondencia para mí, me gustaría saber por qué no la han subido a mi despacho.
—¡Excelente! —susurra Fi a mi lado.
—No hay nada para ti, Myriam. —Jenny parece desconcertada mientras rellena el pase de Amy—. Entonces… ¿ya lo recuerdas todo?
—Ajá. Vamos, Fi. Llegamos tarde. Tengo que hablar con el equipo. Se han escaqueado mucho últimamente.
Me dirijo hacia los ascensores y, a mis espaldas, oigo cuchichear a Jenny: «¿Sabes qué? ¡Myriam ha recuperado la memoria!» Me vuelvo disimuladamente y, en efecto, está al teléfono.
Llega el ascensor, subimos y, en cuanto se cierran las puertas, nos desternillamos de risa.
—¡Chócala! —dice Fi, alzando la mano—. ¡Ha sido genial!
Bajamos en la octava planta y me dirijo directamente al escritorio de Natasha, junto a la puerta de Simon Johnson, con la cabeza muy alta y aire imperioso.
—Hola —le digo secamente—. Supongo que habrás recibido mi mensaje y que ya sabes que he recobrado la memoria. Tengo que ver a Simon cuanto antes.
—Sí, lo recibí —asiente ella—. Pero me temo que Simon tiene una mañana muy ocupada.
—Pues arréglalo, guapa. Cancela alguna cita. Necesito reunirme con él esta misma mañana.
—Muy bien —dice, tecleando a toda prisa—. Puedo hacerte un hueco a… ¿las diez y media?
—Fantást… —Fi me da un codazo—. De acuerdo —rectifico sobre la marcha con una mirada borde—. Vamos, Fi.
Dios mío, tanto gruñir y soltar impertinencias me agota. Empiezo a deprimirme y no han pasado ni cinco minutos.
—A las diez y media —dice Amy cuando volvemos al ascensor—. Buen trabajo. ¿Adónde, ahora?
—Al departamento de Suelos y Alfombras. —Siento una punzada de angustia—. Voy a tener que seguir fingiendo hasta las diez y media.
—Buena suerte. —Fi me da un apretón en el hombro cuando se abren las puertas.
Mientras cruzamos el pasillo hasta la oficina principal, siento unas ligeras náuseas. «Puedo hacerlo —me repito—. Puedo ser una jefa repulsiva.» Llego al umbral y me detengo unos instantes, contemplando el panorama. Luego respiro hondo.
—¡Vaya, vaya! —suelto con tono duro y sarcástico—. Conque leyendo Hello! ¿Te parece que eso es trabajar?
Melanie, que estaba hojeando la revista con el auricular en la oreja, da un respingo y se sonroja.
—Yo sólo… estaba esperando a que me pasaran con Contabilidad… —balbucea, cerrando la revista.
—Más tarde les hablaré a todos de su actitud. —Lanzo en derredor una mirada airada—. Y eso me recuerda otra cosa. ¿No les dije hace dos meses que me trajeran cada uno una hoja de gastos detallada? Las quiero en mi despacho. Ahora.
—Creíamos que lo habías olvidado —alega Carolyn.
—Pues lo he recordado —replico con una sonrisa mordaz—. Lo he recordado todo. Y ustedes quizá recuerden que dependn exclusivamente de mí para obtener referencias.
Salgo con aire arrogante y casi me tropiezo con Byron.
—¡Myriam! —Por poco se le cae la taza de café—. ¿Qué demonios…?
—Byron. Tengo que hablar contigo de Tony Dukes —lo corto con tono tajante— ¿Cómo resolviste las discrepancias que había en sus cálculos? Porque todos conocemos su tendencia a hacer trampas. ¿Te acuerdas del problema que tuvimos en octubre?
Byron se ha quedado con la boca abierta como un idiota.
—Y quiero hablar contigo de la convención de ventas —añado—. La del año pasado fue un desastre. —Echo a andar hacia mi despacho pero me vuelvo de nuevo hacia él—. Por cierto, ¿dónde están las actas de la última reunión de producto? Tú eras el encargado, creo recordar.
—Eh… enseguida te las traigo. —Está pasmado.
Cada cosa que he dicho ha dado en el blanco. ¡Fi es genial!
—¿O sea que te has recuperado? —dice Byron mientras abro la puerta de mi despacho—. ¿Has vuelto?
—Ya lo creo que he vuelto. —Hago pasar a Amy y cierro de un portazo. Cuento hasta tres y me asomo de nuevo—. Clare, un café. Y otro para mi asistente Amy. Fi, ¿puedes venir un momento?
Mientras Fi entra y cierra la puerta, me desplomo en el sofá, sin aliento.
—¡Tendrías que dedicarte al teatro! —exclama en un susurro—. ¡Has estado genial! ¡Exactamente como antes!
Yo todavía estoy muerta de vergüenza. ¡No puedo creer que me haya comportado como una bruja!
—Ahora tenemos que aguantar hasta las diez y media. —Fi consulta su reloj y se sienta en el borde de mi escritorio—. Sólo falta media hora.
—Te has portado como una auténtica cerda —me dice Amy con admiración. Ha sacado el rímel y se está poniendo una capa de refuerzo—. Así seré yo cuando me meta en negocios gordos.
—No harás muchos amigos.
—No quiero ganar amigos. —Sacude la cabeza—. Quiero ganar dinero. ¿Sabes lo que dijo papá? Dijo…
De repente, no tengo ganas de saber lo que dijo.
—Ya me lo contarás luego —la interrumpo.
Alguien llama a la puerta y nos quedamos paralizadas.
—¡Rápido! —susurra Fi—. Siéntate. Y procura parecer cabreada.
Tomo asiento ante el escritorio y ella ocupa una silla enfrente.
—Adelante —digo con impaciencia. Se abre la puerta y aparece Clare con una bandeja. Sacudo la cabeza con irritación—. Bueno, Fi, ¡estoy harta de tu actitud! —Improviso mientras Clare deja las tazas en el escritorio—. Esto es intolerable. ¿Tienes algo que decir?
—Perdona, Myriam —musita ella cabizbaja. Me doy cuenta de que le ha entrado un ataque de risa tonta.
—Eso está mejor. —Intento mantener una expresión seria—. La jefa soy yo y no voy a permitir… —Dios mío, me he quedado en blanco respecto a la falta de Fi— no voy a permitir… ¡que te sientes sobre el escritorio!
A Fi le sale una especie de resoplido.
—Perdón, por favor —jadea, y se lleva un pañuelo a los ojos.
Clare contempla la escena petrificada.
—Eh… Myriam —dice, retrocediendo—. No quiero interrumpir, pero Lucinda está aquí… con su bebé. Lucinda.
No me suena de nada.
Fi se incorpora en su silla, ya sin rastro de risa.
—¿Quieres decir la Lucinda que trabajó con nosotras el año pasado?
Clare me señala la puerta con un gesto y veo a un grupito de gente alrededor de una rubia con un porta-bebés, que me saluda con la mano.
—¡Myriam! ¡Ven a ver al bebé!
Mierda. No puedo negarme a ver un bebé. Quedaría muy raro.
—Bien… —digo por fin—. Sólo un segundo.
—Lucinda estuvo con nosotras unos ocho meses —murmura Fi a toda prisa mientras salimos del despacho—. Se ocupaba sobre todo de las cuentas europeas. Se sentaba junto a la ventana, le gusta el poleo menta…
—Aquí está el regalo. —Clare me entrega un enorme paquete de regalo rematado con un lazo de raso—. Es un gimnasio para bebés.
Al acercarme, los demás retroceden. No los culpo, la verdad.
—Qué tal, Myriam —dice Lucinda, ufana ante tanta atención.
—Qué tal. —Señalo con un gesto seco al bebé, que lleva un pijama blanco—. Felicidades. Es… ¿niño o niña?
—Se llama Marcus, ¿no lo recuerdas? —dice con ceño—. ¡Si ya lo habías visto!
Tengo que esforzarme para encoger los hombros con aire despectivo.
—Me temo que los bebés no son lo mío.
—¡Se los come! —susurra alguien.
—Bueno. De parte de todo el departamento, aquí tienes esto —digo, entregándole el paquete.
—¡Unas palabras! —pide Clare.
—No hace falta —replico con expresión glacial—. Bien, ya pueden volver a…
—¡Sí hace falta! —objeta Debs, desafiante—. Es la despedida de Lucinda. No puede irse sin unas palabras.
—¡Que hable! —dice alguien al fondo.
—¡Que hable! —corean dos más, aporreando los escritorios.
Dios del cielo. No puedo negarme. Los jefes siempre sueltan un discursito en estos casos. Es lo acostumbrado.
—Naturalmente —digo por fin, aclarándome la garganta—, todas nos alegramos por Lucinda y estamos muy contentas por el nacimiento de Marcus. Pero también tristes por tener que decirle adiós a un miembro tan valioso de nuestro equipo.
Byron se suma al corrillo de gente y me observa con atención.
—Lucinda siempre ha sido… —Doy un sorbo a mi café, para ganar tiempo—. Ha sido siempre…. Ahí, junto a la ventana… con sus tazas de poleo, controlando las cuentas europeas…
Levanto la vista y veo a Fi al fondo, haciendo gestos frenéticos de algún tipo de ejercicio físico.
—Siempre recordaremos a Lucinda por lo mucho que le gustaba… montar en bicicleta —digo, indecisa.
—¿En bicicleta? —Lucinda me mira perpleja—. A caballo, querrás decir.
—Eso es, a caballo —me corrijo—. Y todos te agradecemos tus esfuerzos con esos… clientes franceses.
—Yo no me ocupaba de Francia. —Me mira indignada—. ¿Te has enterado alguna vez de lo que hacía?
—¡Cuenta la historia de Lucinda y la mesa de billar! —grita alguien desde el fondo y se desata una carcajada general.
—No es momento —replico, nerviosa—. Bueno… a la salud de Lucinda—añado alzando mi taza.
—¿No te acuerdas de esa historia, Myriam? —Es la voz insulsa de Byron.
Le echo una mirada y siento un espasmo de angustia. Lo ha adivinado.
—Por supuesto que la recuerdo —replico con mi tono más cortante—. Pero no es momento para anécdotas triviales. Estamos en horario laboral. Vuelva todos a sus puestos.
—¡Por Dios, menuda bruja despiadada! —musita Lucinda creyendo que no la oigo—. ¡Incluso peor que antes!
—¡Un momento! —La voz de Byron se eleva por encima de los murmullos—. ¡Se nos olvidaba el otro regalo! El vale del balneario para mamas y bebés. —Me alcanza el papel con exagerada deferencia—. Sólo has de poner el nombre de Lucinda. Mejor que lo hagas tú, como jefa del departamento.
—Ya.
—Y el apellido también —añade mientras quito el capuchón del bolígrafo. Levanto la vista y veo cómo le brillan los ojos. Mierda. Me ha pillado.
—Desde luego —respondo con vivacidad—. Lucinda… recuérdame qué apellido usas ahora.
—El de siempre —dice, meciendo a su bebé—. Mi apellido de soltera.
—Ajá.
Muy despacio, escribo «Lucinda» en la línea de puntos.
—¿Y el apellido? —murmura Byron, como un torturador girando el potro. Miro desesperada a Fi, que trata de decirme algo con los labios. ¿Dobson? ¿Dodgson?
Conteniendo el aliento, escribo cuidadosamente una «D». Hago una pausa y estiro el brazo, como para desentumecerlo.
—Me han quedado secuelas en la muñeca —digo a nadie en particular—. Tengo los músculos… un poco agarrotados a veces.
—Admítelo, Myriam —dice Byron, meneando la cabeza—. La pantomima ha terminado.
—No sé a qué te refieres —replico cortante—. Me llevo el volante a mi despacho un momento…
—¡Venga ya! ¡Por el amor de Dios! ¿Te crees de verdad que vas a engañar…?
—¡Eh, mirad! —El grito de Amy atrae la atención de todos—. ¡Es Jude Law! ¡Sin camisa!
—¡Jude Law!
—¿Dónde?
La voz de Byron queda ahogada por la estampida general hacia la ventana. Debs aparta a Carolyn de un empujón y hasta Lucinda estira el cuello para ver.
Adoro a mi hermanita.
—Bien —digo con aire de hastío—. Tengo cosas que hacer. Clare, ¿quieres terminar de rellenarlo? —Le lanzo el volante.
—¡Es Jude Law! —insiste Amy—. Acabo de verlo besando a Sienna. Tendríamos que llamar a Hello!
—¡No recuerda ni una puñetera cosa! —dice Byron furioso, tratando de hacerse oír—. ¡Todo es pura comedia!
—Tengo una reunión con Simon. Vamos, vuelvan a sus puestos. El tiempo es oro.
Giro sobre los talones con mi estilo más intimidante y me apresuro a salir de la oficina.
La puerta de Simon Johnson está cerrada cuando llego arriba. Natasha me indica que tome asiento. Me hundo en el sofá, aún temblorosa por el enfrentamiento con Byron.
—¿Vienen a hablar las dos con Simon Johnson? —me pregunta al ver a Fi.
—No. Fi ha venido sólo… —No puedo decir «para darme apoyo moral».
—Myriam tenía que hacerme una consulta sobre un contrato —interviene Fi con naturalidad, y le dirige una mirada alzando las cejas—. Te aseguro que vuelve a ser la que era.
—Ya veo —responde Natasha.
Un instante después suena el teléfono. Natasha descuelga y escucha un momento.
—Está bien, Simon. Ya se lo digo… —murmura antes de colgar y mirarnos—. Myriam, Simon está reunido con sir David y otros directivos.
—¿Sir David Allbright? —pregunto, atemorizada.
Sir David Allbright es el presidente del consejo de administración. El pez más gordo de todos, mucho más que Simon. Y es un tipo muy temible, según dicen.
—Exacto. Simon dice que tendrás que entrar y sumarte a la reunión. En cinco minutos. ¿De acuerdo?
Siento una oleada de pánico. Yo no contaba con sir David y los demás directivos.
—Claro. Perfecto. Eh… Fi, tengo que empolvarme la nariz. Sigue explicándome eso en el lavabo.
—Muy bien.
Corro al lavabo, donde por suerte no hay nadie, y me siento jadeando en un taburete.
—No soy capaz.
—¿Qué?
—No puedo. —Abrazo la carpeta, impotente—. Este plan es una estupidez. ¿Cómo voy a impresionar a sir David Allbright? Yo nunca he hecho una presentación ante gente tan importante y no se me da bien hablar en público…
—¡Claro que sí! —replica Fi—. Myriam, tú has hablado más de una vez ante todo el personal de la empresa. Y has estado fantástica.
—¿De veras?
—Yo no te mentiría. En la última convención estuviste genial. Puedes hacerlo si confías en ti misma. Sólo tienes que creértelo.
Me quedo callada unos segundos, tratando de imaginármelo, deseando creerlo. Pero no me suena de nada. No lo tengo registrado. Como si quisiera recordar que soy una fabulosa trapecista, capaz de hacer un triple salto mortal.
—No sé. —Me froto la cara, cada vez más desanimada—. Quizá no esté hecha para esto. Tal vez debería dejarlo…
—¡Ni hablar! ¡Tú has nacido para jefa!
—¿Cómo puedes decir eso? —Me tiembla la voz—. Cuando me ascendieron y me nombraron directora, no estuve a la altura. Os perdí a todas vosotras, no supe controlar el departamento… La fastidié. Y han acabado dándose cuenta. Por eso me han degradado. Ni siquiera sé por qué habría de molestarme. —Me cubro la cara con las manos.
—Myriam, tú no la fastidiaste —dice Fi con ansiedad—. Eras una buena jefa.
—Ya, seguro. —Pongo los ojos en blanco.
—De veras. —Se ruboriza—. Nosotras… no fuimos justas contigo. Estábamos cabreadas y te lo hicimos pasar lo peor posible. —Vacila un momento y retuerce un pañuelo desechable—. Sí, eras demasiado impaciente a veces. Pero hiciste algunas cosas muy importantes. Eres buena motivando al personal. Todo el mundo estaba animado. La gente quería impresionarte. Te admiraban.
A medida que asimilo sus palabras, la tensión empieza a remitir. Aunque no sé si puedo fiarme de lo que estoy oyendo.
—Pero ustedes me pintaron como una bruja espantosa. Todas ustedes —le recuerdo.
—A veces te comportabas como una bruja, sí, pero en algunos casos era necesario. —Se queda pensativa, mientras entrelaza el pañuelo de papel entre sus dedos—. Carolyn se llevaba cierto cachondeo con sus gastos. Merecía una buena bronca… Yo nunca te he dicho esto —añade con una sonrisa.
Se abre la puerta y asoma la mujer de la limpieza con el mocho.
—¿Puede darnos dos minutos? —le digo con mi tono más tajante—. Gracias. —La puerta se cierra otra vez.
—La cuestión es, Myriam… —prosigue Fi, tirando el pañuelo de papel— que estábamos celosas. —Me mira con franqueza.
—¿Celosas?
—Tú eras la Dientotes hasta hacía cuatro días y de pronto, de la noche a la mañana, tenías un pelo increíble, la dentadura perfecta y un despacho propio, y además te habías convertido en nuestra jefa.
—Ya. —Suspiro—. Una locura.
—No es ninguna locura. —Se agacha y me coge de los hombros—. Ascenderte fue una buena decisión. Tú puedes ser la directora, Myriam. Puedes hacerlo. Mil veces mejor que el imbécil de Byron —añade, girando los ojos en plan burlón.
Su convicción me conmueve.
—Yo sólo quiero ser… una de ustedes —le digo.
—Y lo serás. Lo eres. Pero alguien tiene que estar ahí delante. —Se sienta sobre sus talones—. ¿Recuerdas cuando íbamos al colegio? ¿Te acuerdas de la carrera de sacos?
—Eso no me lo recuerdes —resoplo—. También entonces la fastidié. Me caí .
—¡Pero ésa no es la cuestión! —Sacude la cabeza—. La cuestión es que estabas ganando. Llevabas mucha ventaja; si hubieras seguido adelante, si no nos hubieras esperado, habrías ganado. —Me mira casi con ferocidad, con esos ojos verdes que conozco bien desde los seis años—. Sigue adelante. No lo pienses, no mires atrás.
La puerta se abre otra vez y las dos nos sobresaltamos.
—¿Myriam? —Es Natasha, que frunce el entrecejo al vernos—. No sabía dónde se habian metido. ¿Estás lista?
Le echo una última mirada a Fi, me pongo en pie y alzo la barbilla.
—Sí. Estoy lista.
Puedo hacerlo. Puedo puedo puedo.
Al entrar en el despacho de Simon Johnson, tengo la espalda más tiesa que un palo y sólo me sale una sonrisa forzada.
—Myriam. —Simon me dirige una sonrisa radiante—. Me alegro de verte. Ven, toma asiento.
Todos parecen muy a sus anchas. Alrededor de una mesa pequeña hay cuatro directivos sentados en sillas de cuero. Todos con tazas de café. Un hombre flaco y de pelo gris —es David Allbright, lo reconozco enseguida— le está hablando al directivo sentado a su lado acerca de su villa en Provenza.
—¡Así que has recobrado la memoria! —Simon me alcanza una taza de café—. ¡Gran noticia, Myriam! —Sí, está muy bien.
—Estábamos analizando precisamente todas las consecuencias de junio de dos mil siete. —Señala con un gesto los documentos esparcidos sobre la mesa—. Llegas en el momento justo, porque me consta que tenías algunas ideas bastante contundentes sobre la fusión de departamentos. Conoces a todo el mundo, ¿verdad? —Me ofrece una silla, pero no me muevo del sitio.
—En realidad… —Tengo las manos húmedas y las retuerzo en torno a la carpeta—. En realidad quería hablarles… de otra cosa.
David Allbright levanta la vista, arrugando el entrecejo.
—¿De qué?
—De Suelos y Alfombras.
Simon hace una mueca.
—Por el amor de Dios —murmura alguien.
—Myriam. —Simon me habla con voz tirante—. Ya hemos discutido ese punto. No hay nada más que hablar sobre Suelos y Alfombras.
—¡Pero es que acabo de cerrar un acuerdo! ¡De eso quería hablar! —Respiro hondo—. Siempre he tenido la sensación de que el archivo de muestras de Deller era uno de sus grandes activos. Durante meses he tratado de encontrar un modo de aprovecharlos. Ahora tengo en puertas un acuerdo con una empresa que desearía usar uno de nuestros viejos diseños. Lo cual servirá para realzar la imagen de Deller. Y revolucionará el departamento por completo. —Se me escapa un tono eufórico—. Estoy segura de que puedo motivar al personal y de que esto puede ser el principio de una etapa distinta y apasionante. Lo que necesitamos es otra oportunidad. ¡Sólo una más!
Me detengo sin aliento y observo todas las caras.
No he causado ningún impacto. Sir David conserva el mismo aspecto impaciente de antes. Simon parece al borde del asesinato, y un directivo aprovecha para revisar su BlackBerry.
—Creía que la decisión sobre ese departamento ya había sido tomada —le dice sir David a Simon, irritado—. ¿Por qué hemos de volver a plantear la cuestión?
—La decisión está tomada, sir David. Myriam, no entiendo qué pretendes…
—¡Pretendo hacer negocios! —replico, apretando los dientes.
—Joven —me dice sir David—, los negocios consisten en mirar hacia delante. Deller es una empresa de alta tecnología en este nuevo milenio. Hay que evolucionar, no encallarse en el pasado.
—¡Yo no me encallo! Los antiguos diseños de Deller son fabulosos. No aprovecharlos sería un crimen.
—¿Tiene todo esto algo que ver con tu marido? —dice Simon, como si lo entendiese de repente—. Su marido es promotor inmobiliario —explica a los demás, y se vuelve hacia mí—. Myriam, dicho sea con todos los respetos, no vas a salvar a tu departamento alfombrando un par de apartamentos de muestra.
Uno de ellos suelta una risita y a mí me entra un acceso de furia. ¿Alfombrar un par de apartamentos? ¿Es que sólo me creen capaz de eso? Cuando sepan en qué consiste el acuerdo, cuando lo sepan…
Me enderezo con orgullo, dispuesta a decirlo y dejarlos boquiabiertos. Noto el hormigueo del triunfo, mezclado con una pequeña dosis de veneno. Quizá Víctor acierta, quizá sí es verdad que tengo algo de cobra.
—Si queréis saberlo… —empiezo, con una mirada llameante.
Y entonces, de sopetón, cambio de idea. Me detengo a media frase mientras reflexiono furiosamente. Noto que me retraigo y vuelvo a esconder las garras. He de aguardar el momento oportuno.
—Entonces ¿la decisión está tomada? —digo con voz de resignación.
—La tomamos hace tiempo —dice Simon—. Como bien sabes.
—De acuerdo. —Simulo una enorme decepción y me muerdo una uña. Luego, bruscamente, vuelvo a animarme, como si se me hubiera ocurrido una idea—. Bueno, si no les interesa, quizá podría comprar los derechos de esos diseños. Para comercializarlos por mi cuenta y riesgo.
—Por los clavos de Cristo —musita sir David.
—Myriam, por favor, no pierdas tu tiempo y tu dinero —dice Simon—. Tienes un puesto aquí, con muchas posibilidades. No hay ninguna necesidad de hacer un gesto como ése.
—Es que quiero hacerlo —insisto tercamente—. Yo creo de verdad en Alfombras Deller. Pero necesito el copyright de inmediato para cerrar este acuerdo.
Los directivos se miran unos a otros.
—Se dio un golpe en la cabeza en un accidente de coche —le susurra Simon a un tipo que no reconozco—. No ha estado bien desde entonces. Es una lástima, la verdad.
—Resolvamos esto de una vez —dice sir David Allbright con un ademán de impaciencia.
—De acuerdo. —Simon se dirige a su escritorio, levanta el auricular y marca un número—. ¿Ken? Simon Johnson. Irá a verte una de nuestras empleadas para hablarte del copyright de un antiguo diseño de alfombra. Vamos a cerrar el departamento, como sabes, pero ella tiene una idea para comercializarlo por su cuenta. —Escucha un momento—. Sí, ya lo sé. No, no es ninguna empresa. Es una sola persona. Calcula el precio y prepárame los documentos, ¿de acuerdo?
Cuelga y me anota un nombre y un número en un papel.
—Ken Allison. El abogado de la empresa. Llámale para que te dé una cita.
—Gracias. —Asiento y me guardo el papel.
—Por cierto… —Simon hace una pausa—. Sé que hablamos de unas vacaciones de tres meses, pero creo que tu contrato aquí debería darse por terminado.
—Muy bien —asiento—. Lo comprendo. Adiós. Y gracias.
Mientras abro la puerta, todavía lo oigo decir:
—Es una verdadera pena. Esta chica tenía un potencial…
Me las arreglo para no dar saltos de alegría.
Cuando salgo del ascensor en la tercera planta, Fi está esperándome expectante.
—¿Y bien?
—No ha funcionado —murmuro mientras nos dirigimos a la oficina del departamento—. Pero aún no está todo perdido.
—Ahí esta. —Byron sale de su despacho en ese momento—. La chica de la recuperación milagrosa.
—Cierra el pico —le espeto por encima del hombro.
—Entonces, ¿se supone que hemos de creer que has recobrado la memoria? —dice, sarcástico—. ¿De veras vas a ponerte otra vez al frente?
Me vuelvo y lo observo con aire inexpresivo.
—¿Quién es ése? —le digo a Fi, que suelta una risotada.
—Muy graciosa. Pero si te crees…
—Déjame en paz, Byron —lo corto—. Puedes quedarte mi trabajo de mierda, si quieres. —Llego a la puerta de la oficina principal y doy unas palmadas para captar la atención general.
—Hola —digo, cuando la gente levanta la vista—. Quiero explicarles que no estoy curada. No he recobrado la memoria, eso no era verdad. He intentado marcarme un gran farol para salvar el departamento. Pero… no lo he conseguido. Lo siento mucho.
Mientras me miran emocionados, me adelanto unos pasos y contemplo los escritorios, los gráficos colgados de las paredes, los ordenadores. Lo retirarán todo y acabarán vendiéndolo a peso o tirándolo en contenedores. Este pequeño mundo habrá llegado a su fin.
—He hecho todo lo que estaba en mi mano… —Doy un suspiro—. En fin. La otra noticia es que estoy despedida. O sea que Byron, ¡todo tuyo! —Advierto el sobresalto que se lleva y sonrío—. Y a todos los que me odiaban o me consideraban una bruja implacable… —prosigo, repasando los rostros silenciosos—pido perdón. Sé que me equivoqué muchas veces, pero no era mi intención. Adiós y buena suerte a todos. —Saludo con la mano.
—Gracias, Myriam—dice Melanie—. Gracias por intentarlo.
—Sí, gracias —interviene Clare, que ha seguido mi discurso con los ojos como platos.
Para mi sorpresa, alguien empieza a aplaudir. Y de pronto, la sala entera está aplaudiendo.
—Bueno, no es para tanto. —Me pican los ojos y tengo que parpadear una y otra vez—. No he conseguido nada. He fallado. —Miro a Fi, que está aplaudiendo a rabiar—. En fin. —Procuro mantener la compostura—. Como digo, he sido despedida, así que me voy al pub ahora mismo a emborracharme. —Una carcajada general—. Ya sé que sólo son las once pero… ¿alguien se apunta?
A las tres, mi cuenta en el pub asciende a trescientas libras. Casi todos los empleados de Suelos y Alfombras han regresado ya a la oficina, incluido un Byron muy irritado, que se ha presentado varias veces durante las últimas cuatro horas para exigir a todos que regresaran a sus puestos.
Ha sido una de las mejores fiestas que recuerdo. Cuando enseñé mi American Express de platino, el personal del pub puso la música a tope y nos sirvieron cosas para picar. Fi pronunció un discurso y Amy organizó un concurso de karaoke, bueno, hasta que la gente del pub se dio cuenta de que es menor de edad y tuvieron que echarla. (Le dije que volviera a la oficina y que nos veríamos allí, pero creo que se ha ido de tiendas.) Y luego dos chicas que apenas conozco hicieron un número divertidísimo imitando a Simon Johnson y sir David Allbright en una cita a ciegas. Ya lo habían hecho en Navidades, por lo visto, aunque naturalmente yo no lo recordaba.
Todos se lo pasaron bomba; de hecho, la única que no se emborrachó del todo fui yo. No podía, porque tengo una reunión a las cuatro y media con Ken Allison.
—Bueno. —Fi alza su copa—. Por nosotras —dice, brindando con Debs, Carolyn y yo. Estamos las cuatro alrededor de una mesa. Como en los viejos tiempos.
—Por el paro —añade Debs, quitándose del pelo una serpentina—. No es que te culpe, Myriam —aclara.
Doy un buen trago de vino y me inclino hacia delante.
—Bueno, chicas, tengo algo que decirles. Pero no podéis contárselo a nadie.
—¿Qué? —dice Carolyn con los ojos brillantes—. ¿Estás embarazada?
—¡No, tonta! —Bajo la voz—. He hecho un negocio muy importante. Es lo que intentaba contarle a Simon Johnson. Hay una empresa que quiere usar uno de nuestros diseños de alfombra de estilo retro. Digamos, una edición limitada que va a contar con mucha publicidad. Utilizarán el nombre de Deller y montarán una campaña brutal… ¡Va a ser increíble! Ya están decididos todos los detalles; sólo me queda redactar el contrato.
—Suena muy bien —dice Debs, vacilante—. Pero ¿cómo vas a hacerlo si estás despedida?
—La dirección me va a dejar comercializar esos viejos diseños por mi cuenta. Por una bicoca. ¡Tienen tan poca vista! —Cojo una empanadilla y vuelvo a dejarla; estoy demasiado excitada para comer—. O sea, esto podría ser sólo el principio. Hay mucho material en el archivo. Si la cosa fuera a más, podríamos expandirnos y dar trabajo a más gente del equipo… convertirnos en una empresa…
—No puedo creer que no les interesara —dice Fi.
—Ellos han dejado las alfombras por imposibles. Lo único que les interesa es ese rollo de los sistemas de entretenimiento doméstico. ¡Mejor! Me van a conceder una licencia para usar esos diseños por un precio irrisorio. Es decir, que todos los beneficios serán para mí. Y para quienes trabajen conmigo…
Las miro, una por una, a las tres, esperando que capten el mensaje.
—¿Nosotras? —A Debs se le ilumina la cara—. ¿Quieres que trabajemos contigo?
—Si les interesa… Piensenlo primero, es sólo una idea.
—Yo me apunto —anuncia Fi, muy resuelta. Abre una bolsa de papitas y se mete un puñado en la boca—. Pero, Myriam, aún no entiendo qué pasó allá arriba. ¿No reaccionaron cuando les dijiste con quién vas a firmar ese contrato? ¿Es que se han vuelto locos?
—Ni siquiera me lo preguntaron. —Me encojo de hombros—. Ellos suponen que es algún proyecto de Frank. «¡No vas a salvar tu departamento alfombrando un par de apartamentos!» —digo, imitando el tonillo paternalista de Simon Johnson.
—Bueno, ¿y quién es? —pregunta Debs—. ¿De qué empresa se trata?
Miro a Fi y sonrío mientras digo:
—Porsche. (una super marca de autos muy caros)
...Continuara.
Anyannca- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Gracias por el Cap. Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Muchas gracias por el capitulo, Myri ya empieza a arreglar su vida, ojala pronto arregle las cosas con Vic.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
gracias por el capitulo
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
k bn!!!!!
ellos c lo pierden y myriam gana mas!!!!
saludos
ellos c lo pierden y myriam gana mas!!!!
saludos
Peke- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
OJAL QUE TODO LE SALGA BIEN A MYRIAM, SALUDOS
mats310863- VBB PLATINO
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
Capítulo 20
Ya está. Tengo licencia oficial para comercializar los diseños de alfombras de Deller. Ayer me reuní con el abogado, y también esta mañana. Todo está firmado y la orden de pago ya ha sido tramitada en el banco. He quedado mañana con Jeremy Northpool para firmar el contrato con Porsche.
Cuando llego a casa todavía estoy acelerada y llena de adrenalina. Tengo que llamar a las chicas para contárselo todo. Luego he de pensar dónde vamos a instalarnos; necesitamos un despacho, algún sitio adecuado y barato, quizá en Balham.
Podríamos decorarlo con lucecitas de fantasía, pienso entusiasmada. ¿Por qué no? Será nuestro despacho, al fin y al cabo. Y también poner un espejo como Dios manda en el lavabo, y música mientras trabajamos.
Se oyen voces en el estudio cuando llego al apartamento. Frank debe de haber regresado de Manchester mientras yo estaba con el abogado. Me asomo por la puerta entreabierta y veo que está reunido con su equipo directivo alrededor de la mesa, con una cafetera vacía en el centro. Están Clive, la jefa de recursos humanos, Penny y un tipo llamado Steven, cuyo puesto nunca he acabado de averiguar.
—¡Hola! ¿Ha ido bien el viaje?
—Perfecto —asiente Frank; luego frunce el entrecejo—. ¿No tendrías que estar en el trabajo?
—Eh… te lo explico luego. ¿Les traigo más café?
—Ya se encargará Gianna, cariño —dice Frank, con un tonillo de reprobación.
—¡No hay problema! No tengo nada que hacer.
Voy a la cocina y, mientras preparo otra cafetera, envío un mensaje a Fi, Carolyn y Debs para explicarles que todo ha salido bien. Nos encontraremos esta tarde y lo hablaremos todo a fondo. Ya he recibido esta mañana un e-mail de Carolyn en que me decía, entusiasmada, que está anotando un montón de ideas y posibles contactos para cerrar acuerdos exclusivos. Y Debs está enloquecida con la idea de convertirse en relaciones públicas.
Vamos a formar un buen equipo, seguro.
Vuelvo al estudio con la cafetera y empiezo a servir discretamente el café. Penny está revisando un listado de nombres con cifras anotadas a lápiz.
—Yo no creo que Sally Hedge se merezca un aumento ni una bonificación —dice mientras le sirvo una taza—. Es una chica muy mediocre. Gracias, Myriam.
—A mí me cae bien —digo—. ¿Sabes que su madre estuvo bastante enferma hace poco?
—¿Ah, sí? —Penny hace una mueca, como diciendo: «¿Y qué?»
—Myriam se hizo amiga de todas las secretarias y del personal subalterno cuando vino a la oficina —tercia Frank con una risita—. Es muy buena en esa clase de cometidos.
—¡No es ningún «cometido»! —replico dolida—. Simplemente, me puse a hablar con ella. Y es una chica muy interesante. ¿Sabías que estuvo a punto de entrar en el equipo británico de gimnasia de los Juegos de la Commonwealth? Es capaz de hacer un salto mortal en la barra fija.
Todos me miran perplejos.
—Bueno. —Penny vuelve a su listado—. Estamos de acuerdo, ni bonificación ni aumento por ahora, aunque tal vez una revisión después de Navidades. Pasemos a Damián Greenslade…
Ya sé que no es asunto mío, pero no puedo resistirlo. Me imagino a Sally esperando noticias sobre su bonificación y sufriendo una tremenda decepción cuando se entere.
—¡Disculpen! —Dejo la cafetera de golpe en el estante que tengo más a mano y Penny se interrumpe, sorprendida—. ¿Puedo decir una cosa? Una bonificación quizá no sea gran cosa para la empresa, es el chocolate del loro en el balance final. Pero tiene una importancia enorme para Sally Hedge. ¿No recuerdan cuando eran jóvenes, cuando estaban sin dinero y tratando de abrirse paso? —Miro uno a uno a los directivos de Frank, todos vestidos con ropa elegante y accesorios carísimos—. Porque yo sí lo recuerdo.
—Myriam, ya sabemos que tienes un corazón sensible. —Steven pone los ojos en blanco—. Pero ¿qué es lo que dices? ¿Que todos hemos de ser pobres?
—Yo no he dicho eso. —Me armo de paciencia—. Lo que digo es que conviene tener presente lo que significa estar abajo de todo. A años luz de donde estan ustedes. —Hago un ademán en torno a la mesa—. Yo era como ella, y a veces me da la sensación de que sólo han pasado unas semanas desde entonces. Yo era esa chica. Sin dinero, esperando una bonificación, preguntándome si las cosas mejorarían algún día y aguantando el chaparrón en mitad de la calle… —Me estoy embalando demasiado—. En fin. Se los digo: si se la dan, ella lo agradecerá de verdad y rendirá más.
Se hace un silencio. Frank tiene una sonrisa lívida en la cara.
—Muy bien. —Penny arquea las cejas—. Eh… revisaremos el caso de Sally Hedge —dice haciendo una señal.
—Gracias. No pretendía interrumpir. Continuen.
Recojo la cafetera y procuro salir en silencio, aunque me tropiezo con un maletín que alguien ha dejado en el suelo.
Quizá le den la bonificación o quizá no. Al menos lo he intentado. Cojo el periódico y lo ojeo en busca de la sección «Despachos en alquiler», cuando veo salir del estudio a Frank.
—Qué tal —le digo—. ¿Te tomas un descanso?
—Myriam. Una cosa. —Me lleva rápidamente a mi dormitorio y cierra la puerta, todavía con esa horrible sonrisa en la cara—. Hazme el favor de no volver a interferir en mis negocios.
Ay, Dios, ya me parecía que estaba cabreado.
—Perdona por interrumpir la reunión —me apresuro a contestar—. Sólo he expresado una opinión.
—No me hace falta ninguna opinión.
—Pero ¿no es mejor hablar de las cosas? —digo, asombrada—. ¿Aunque discrepemos? ¡Es eso lo que mantiene vivas las relaciones! ¡Hablar!
—No estoy de acuerdo.
Sus palabras surgen como un disparo. Tiene todavía puesta esa extraña sonrisa, igual que una máscara, como si necesitara ocultar lo enfadado que está. Y repentinamente, es como si se me cayera una venda de los ojos: no conozco a este hombre. No estoy enamorada de él. No sé qué hago aquí.
—Frank, perdona. No volveré a hacerlo. —Me acerco a la ventana, mientras intento ordenar mis ideas. Luego me vuelvo hacia él—. ¿Puedo preguntarte una cosa, ya que estamos hablando? ¿Qué piensas de verdad, realmente, de nosotros? ¿De nuestro matrimonio? ¿De todo esto?
—Creo que vamos progresando —dice él, cambiando de humor de inmediato, como si hubiéramos pasado a otro punto del orden del día—. Tenemos una relación más estrecha… tú has experimentando algún flashback… has vuelto a aprenderlo todo en el manual conyugal… Las cosas van encajando. En conjunto, yo diría que son buenas noticias.
Lo dice en un tono práctico, como si estuviera a punto de hacer una presentación en PowerPoint con un gráfico que mostrara lo felices que somos. ¿Cómo puede creer semejante cosa cuando ni siquiera le interesa saber lo que pienso ni tampoco quién soy realmente?
—Frank, lo lamento. —Doy un profundo suspiro y me dejo caer en una silla de ante—. Pero no estoy de acuerdo. No creo que tengamos una relación más estrecha, la verdad. Y… tengo que confesarte una cosa: me inventé lo del flashback.
Me mira consternado.
—¿Te lo inventaste? ¿Por qué?
«Porque era eso o la montaña de nata.»
—Supongo que porque quería que fuera cierto —improviso vagamente—. Pero la verdad es que no he recordado nada en todo este tiempo. Para mí sigues siendo un tipo que conocí hace unas semanas.
Frank se desploma sobre la cama y nos quedamos los dos callados. Cojo una fotografía en blanco y negro del día de nuestra boda en la que aparecemos brindando y sonriendo, llenos de felicidad aparente. Pero ahora que la miro con más atención, veo en mis ojos una especie de tensión.
Me pregunto durante cuánto tiempo fui feliz. Y cuándo me di cuenta de que había cometido un error.
—Frank, miremos las cosas de frente. Esto no está funcionando. —Vuelvo a dejar la fotografía y suspiro—. Para ninguno de los dos. Yo estoy con un hombre al que no conozco. Y tú, con una mujer que no recuerda nada.
—Eso no importa. Estamos construyendo un nuevo matrimonio. ¡Volviendo a empezar! —Gesticula con las manos para enfatizar sus palabras. En cualquier momento va a decirme que estamos disfrutando del «estilo de vida matrimonial».
—No lo creo. —Meneo la cabeza—. Y yo no puedo continuar así.
—Claro que sí, cariño. —Ahora pasa automáticamente al modo «preocupado-marido-de-inválida-trastornada»—. Quizá es que te has esforzado demasiado. Tómate un descanso.
—¡No necesito un descanso! ¡Lo que necesito es ser yo misma! —Me pongo de pie, desbordada por la frustración—. Frank, yo no soy la chica con la que tú crees que te casaste. No sé quién habré sido durante estos tres años, pero no era yo. A mí me gusta el color. Me gusta el desorden. Me gusta… —agito los brazos— ¡me gusta comer pasta! Durante todo este tiempo no me he sentido hambrienta de éxito, sino hambrienta a secas.
Frank se ha quedado pasmado.
—Cariño —dice con cautela—, si tanto significa para ti, podemos comprar pasta. Le diré a Gianna…
—¡No estoy hablando de la pasta! No lo entiendes, Frank. Durante estas semanas he estado actuando. Y ya no puedo más. —Le señalo la pantalla gigante—. A mí no me van estos trastos de alta tecnología. No me siento cómoda con ellos. A decir verdad, preferiría vivir en una casa.
—¿En una casa? —Me mira tan horrorizado como si hubiera dicho que quiero vivir en un iglú.
—Este sitio es fantástico, Frank. —Me sabe mal haber denigrado su creación—. Es despampanante, me produce una gran admiración. Pero no es para mí. Yo no estoy hecha para… el estilo de vida loft.
Argggg. No puedo creerlo. Acabo de hacer ese gesto de deslizar las manos como poniendo ladrillos.
—Me dejas… de piedra. —Está realmente aturdido—. No tenía ni idea de que te sentías así.
—Pero lo más importante es que no me quieres. —Lo miro a los ojos—. No a mí, a la Myriam de verdad.
—¡Sí que te quiero! —Recupera su seguridad—. Sabes muy bien que sí. Tienes talento, eres preciosa…
—Tú no crees que yo sea preciosa.
—¡Por supuesto! —Parece ofenderse—. ¡Desde luego que sí!
—Tú crees que son preciosos mis implantes de colágeno —lo corrijo con suavidad—. Y mis fundas dentales y mi pelo teñido.
Se queda mudo y me examina con incredulidad. Seguramente le había dicho que era todo natural.
—Creo que debería mudarme a otro sitio —añado, y me alejo unos pasos con la vista clavada en la moqueta—. Lo lamento, pero hay… demasiada tensión.
—Supongo que hemos corrido demasiado —dice al fin—. Quizá un descanso sea una buena idea. Dentro de un par de semanas verás las cosas de otra manera y podremos volver a hablar.
—Sí—asiento—. Quizá.
Resulta muy raro hacer el equipaje en esta habitación. Ésta no es mi vida, sino la de otra chica. Meto sólo lo imprescindible en una maleta Gucci que he encontrado en el armario: ropa interior, unos tejanos, algunos pares de zapatos. No creo tener ningún derecho sobre los trajes de diseño de color beige. Y tampoco los quiero, si vamos a eso. Mientras termino de meter cosas, percibo una presencia a mis espaldas.
—He de salir —dice Frank desde el umbral, muy rígido—. ¿Podrás arreglártelas?
—Sí, no te preocupes. Iré a casa de Fi en taxi. Ella vuelve pronto del trabajo. —Cierro la cremallera de la maleta y no puedo evitar una mueca ante ese sonido tan definitivo—. Frank… gracias por todo. Sé que también para ti ha sido difícil.
—A mí me importas mucho. Eso debes saberlo. —Hay auténtico dolor en sus ojos.
Siento una punzada de culpa, pero no puedes vivir con alguien sólo porque te sientas culpable. O porque esa persona sepa pilotar una lancha. Me pongo de pie, frotándome la espalda, y contemplo la inmaculada y enorme habitación: la cama de diseño de última generación, la pantalla empotrada, el vestidor para todos esos millones de vestidos… Estoy segura de que nunca volveré a vivir en un lugar tan lujoso. Debo de estar loca.
Mientras recorro la cama con la vista, me pasa una idea por la cabeza.
—Frank, ¿yo doy grititos cuando duermo? —le pregunto con fingida indiferencia.
—Sí, es verdad. Incluso fuimos al médico. Te aconsejó que te inyectaras agua salada en las fosas nasales antes de dormir y te recetó un spray nasal. —Se acerca a un cajón, saca una caja y me muestra un chisme de plástico—. ¿Quieres llevártelo?
—No —digo tras una pausa—. Gracias.
Bueno. Estoy tomando la decisión acertada. Seguro.
Frank deja en su sitio el spray, vacila un momento y luego se acerca y me da un bastante apretado. Tengo la sensación de que estamos siguiendo las instrucciones del manual conyugal: «Separación (abrazo de despedida).»
—Adiós, Frank —le digo, pegada a su carísima y perfumada camisa—. Ya nos veremos.
Es absurdo, pero me siento al borde de las lágrimas. No por Frank, sino porque se ha terminado. Mi vida perfecta, mi increíble vida de ensueño.
Él se separa por fin.
—Adiós, Myriam. —Sale de la habitación a grandes zancadas y un momento después oigo la puerta.
Una hora más tarde, he terminado de recoger. Al final, no he podido resistir la tentación de llenar otra maleta con prendas de La Perla y productos de maquillaje Chanel. Y una tercera repleta de abrigos. ¿Quién va a quedárselos, si no? También me llevo mi bolso Louis Vuitton, por los viejos tiempos.
Despedirme de Gianna ha sido bastante duro. Le he dado un gran abrazo y ella ha murmurado algo en italiano mientras me daba palmaditas en la espalda. Creo que a su manera lo ha entendido.
Y ahora ya sólo quedo yo. Arrastro las maletas al salón y miro el reloj. Faltan unos minutos para que llegue el taxi. Tengo la misma sensación que si dejara la habitación de un hotel sofisticadísimo, estilo boutique. Ha sido estupendo alojarse aquí, las instalaciones son increíbles. Pero nunca me he sentido como en casa. Aun así, no puedo evitar una punzada tremenda cuando salgo a la terraza por última vez, protegiéndome con la mano del sol de mediodía. Recuerdo que cuando llegué aquí pensé haber aterrizado en el edén. Me pareció un palacio. Y Frank, un dios griego. Todavía puedo evocar con claridad aquella eufórica sensación de haber ganado la lotería.
Con un suspiro, vuelvo dentro. A fin de cuentas, supongo que no me sirvieron una vida perfecta en bandeja.
Lo cual probablemente significa que yo nunca fui Gandhi.
Mientras cierro la puerta de la terraza se me ocurre despedirme de mi mascota. Doy un golpecito en la pantalla y hago clic en «Mascota». Aparece mi gatito y lo contemplo un minuto mientras empuja un ovillo de lana. Tan mono como siempre, eternamente bebé.
—Adiós, Arthur —digo. Ya sé que no es real, pero me da pena igualmente verlo atrapado ahí, en su mundo virtual.
Quizá debería despedirme también de Titán, para ser justa. Hago clic en «Titán» y aparece en la pantalla aquella araña espantosa de dos metros.
—¡Arggg!
Retrocedo horrorizada y oigo un tremendo estrépito. Me doy la vuelta y veo en el suelo un gran estropicio de hojas, tierra y cristal.
Fantástico, Myriam. Acabo de derribar una de esas plantas super nice del demonio. Orquídeas, o como se llamen. Estoy contemplando aún el desastre cuando empiezan a parpadear en la pantalla unas letras en azul eléctrico sobre fondo verde:
«¡Problema! ¡Problema!»
Ese cacharro parece querer decirme algo. Quizá sea más inteligente de lo que yo creía, a fin de cuentas.
—¡Lo siento! —le digo a la pantalla—. Ya sé que he creado problemas, pero me voy. No tendrás que soportarme más tiempo.
Traigo una escoba de la cocina, lo barro todo y lo tiro a la basura. Luego cojo un trozo de papel y le dejo una nota a Frank.
Querido Frank:
He roto la orquídea. Lo siento.
También hice un siete en el sofá. Mándame la factura, por favor.
Myriam
Justo cuando estoy firmando, suena el timbre, y me apresuro a dejar la nota apoyada en el nuevo leopardo de cristal.
—Hola—digo por el telefonillo—. ¿Podría subir al último piso?
Quizá necesite ayuda con las maletas. Veremos qué dice Fi cuando me vea llegar; yo le he dicho que sólo me llevaba una caja de zapatos con lo imprescindible. Salgo al descansillo y oigo llegar el ascensor.
—Lo siento —digo en cuanto se abren las puertas—, pero tengo muchas male…
El corazón me da un vuelco. No es ningún taxista.
Es Víctor.
Va con unos tejanos y una camiseta, el pelo revuelto y la cara contraída, como si hubiera dormido fatal. En fin, todo lo contrario del aspecto impecable de Frank, que parece siempre un modelo de Armani.
—Ho...la. —De repente se me seca la garganta—. ¿Qué…?
Su rostro resulta casi monástico; sus ojos, tan oscuros e intensos como siempre. Recuerdo la primera vez que nos vimos en el aparcamiento, cuando él no paraba de mirarme con aire torturado, como si no pudiera creer que yo no lo recordara.
Ahora sé por qué parecía tan desesperado, sobre todo cuando le hablé de mi maravilloso marido. Ahora entiendo muchas cosas.
—Te he llamado a la oficina y me han dicho que estabas en casa.
—Sí. Han pasado algunas cosas en el trabajo.
Estoy del todo confundida. No logro mirarlo a los ojos. No entiendo por qué está aquí. Doy un paso atrás, con la vista fija en el suelo y estrujándome las manos.
—Quiero decirte una cosa, Myriam. —Respira hondo y parece poner en tensión todos los músculos—. Tengo que… disculparme. No tendría que haberte atosigado. No me parece justo.
Me quedo consternada. No me esperaba esto.
—He pensado mucho —continúa—. Me doy cuenta de que has pasado por una situación muy difícil. Y yo no te he ayudado. Y… tenías razón. —Hace una pausa—Ahora sólo un tipo que acabas de conocer.
Suena tan realista que se me hace un nudo en la garganta.
—Víctor, yo no quería…
—Ya. —Levanta una mano—. No pasa nada. Sé lo que quieres decir. Todo esto ha sido bastante duro para ti. —Se acerca un poco más, tratando de que se encuentren nuestras miradas—. Y lo que quería decirte es que no te atormentes. Estás haciendo todo lo que puedes. No has de exigirte más.
—Ya. —Se me nota que estoy al borde de las lágrimas—. Bueno, lo estoy intentando. —Ay, Dios, voy a ponerme a llorar.
Víctor se da cuenta y se aparta, como para darme espacio.
—¿Cómo te fue en el trabajo con ese negocio?
—Bien.
—Estupendo. Me alegro por ti.
Él va asintiendo como si esto fuera el final, como si estuviera a punto de darse la vuelta e irse. Y aún no sabe nada.
—Voy a dejar a Frank —le suelto de golpe—. Tengo las maletas listas y el taxi está a punto de llegar…
La esperanza ilumina su rostro un instante, como un rayo de sol, y luego se oculta otra vez.
—Me alegro —dice por fin, midiendo sus palabras—. Seguramente necesitas tiempo para reflexionar. Ahora todo es nuevo para ti.
—Ajá. Víctor… —Tengo la voz estrangulada. Y ni siquiera sé lo que quiero decir.
—No digas nada. —Menea la cabeza, con una sonrisa torcida—. Nosotros perdimos nuestra ocasión.
—No es justo.
—No.
Por el ventanal que tiene detrás, veo que el taxi ya está abajo. Víctor sigue mi mirada y percibo su desolación, pero se recompone enseguida y sonríe.
—Te acompaño hasta el taxi.
Después de bajar y cargar las maletas, le doy al taxista la dirección de Fi y me quedo de pie ante Víctor, con una opresión en el pecho y sin saber cómo despedirme.
—Bueno.
—Bueno. —Me toca la mano un instante—. Cuídate.
—Tú… —trago saliva— tú también.
Con las piernas flojas, subo al taxi y me dispongo a cerrar la puerta. Pero no consigo reunir las fuerzas para cerrarla aún, para oír ese chasquido definitivo.
—Víctor —digo levantando la vista—. ¿Estábamos bien juntos?
—Sí, lo estábamos. —Asiente con una expresión de amor y tristeza. Tiene la voz tan quebrada que apenas se le entiende—. Muy, muy bien.
Las lágrimas me resbalan por las mejillas. Se me tensa el estómago de angustia y me flaquean las fuerzas. Podría apearme, decirle que he cambiado de idea…
Pero no. No puedo huir corriendo de un tipo que no recuerdo para echarme en brazos de otro.
—He de irme —susurro, volviendo la cabeza para no verlo y frotándome los ojos—. He de irme, he de irme.
Cierro la puerta por fin. Y lentamente, el taxi se aleja.
FIN
jaja no se crean... este no es el fin, el siguiente capitulo si es el final. Entre mañana y pasado, se los pongo.
Anyannca- VBB CRISTAL
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Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
hay ana jajajaja casi me infarto cuando leei fin jajajajaja
Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.
No asusten chamaca soy cardiaca , no se vale , pero bueno espermaos el Cap Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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