Vicco y la Viccobebe
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¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.

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Mensaje  alma.fra Dom Feb 07, 2010 12:26 am

Muchas gracias por los capitulos, no tardes con el proximo.
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Mensaje  mats310863 Dom Feb 07, 2010 8:11 pm

ESTA SUPER, ¿PERO CUANDO APARECE VÍCTOR?, GRACIAS POR LOS CAPÍTULOS

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Mensaje  myrithalis Dom Feb 07, 2010 10:59 pm

Gracias por el Cap. niña bye Atte: Iliana
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Mensaje  myrielpasofan Dom Feb 07, 2010 11:34 pm

muchas grax por los capis...y si keremos k continues..bueno al menos yo jajaja si
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Mensaje  fresita Lun Feb 08, 2010 5:53 pm

orale super la nove pero si ya queremos que aàrezca vicco y por mi igual siguele


saludos

aaaaaaaaaaa y no tardes con mas capis ok
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Mensaje  Anyannca Mar Feb 09, 2010 5:41 pm

Capítulo 5


Me he quedado sin habla. Sólo puedo mirarlo fijamente mientras en mi interior se agranda una burbuja de incredulidad. Es tan brutalmente atractivo que casi resulta doloroso mirarlo. Como un modelo de Armani. Pelo corto y castaño; ojos cafes, hombros anchos, un traje muy caro. Mandíbula cuadrada, impecablemente rasurada.
¿Cómo conseguí a este tipo? ¿Cómo, por Dios?
—Hola —dice con una voz grave y modulada de actor.
—¡Hola! —consigo decir, casi sin aliento.
Pero mira qué tórax tan musculoso… Debe de hacer ejercicio todos los días. Y mira qué zapatos más relucientes, y ese reloj de diseño…
Vuelvo a fijarme en su pelo. Nunca pensé que me casaría con un hombre tan alto. Curioso. No es que tenga nada en contra de los altos. En su caso tiene un aspecto fantástico.
—Cariño. —Se acerca a la cama entre un rumor de flores carísimas—. Pareces mucho mejor que ayer. Y esta habitación es mejor que la otra. ¿Cómo te encuentras?
—Bien. Eh… muchas gracias.
Cojo el ramo de sus manos. Es el ramo más increíble, ultramoderno y sofisticado que he visto, todo en matices de blanco y marrón. ¿Dónde demonios se conseguirán rosas marrón?
—O sea… que tú eres Frank —añado para estar del todo segura.
Puedo percibir cómo la conmoción se propaga por todo su rostro, pero aun así consigue sonreír.
—Sí. Eso es. Yo soy Frank. ¿Aún no me reconoces?
—No mucho. En realidad, nada.
—Te lo he dicho —le apunta mamá en voz baja—. Lo siento tanto, Frank… Pero estoy segura de que, si se esfuerza de verdad, pronto lo recordará todo.
—¿Qué se supone que significa eso? —le suelto con una mirada ofendida.
—Bueno, querida —se defiende mamá—. He leído que estas cosas dependen siempre de la fuerza de voluntad. La mente sobre la materia.
—Estoy procurando recordar, ¿vale? —le digo indignada—. ¿O piensas que me gusta estar así?
—Vayamos poco a poco —interviene Frank, sin prestarle atención a mamá, y se sienta en la cama—. Procuraré provocar algún recuerdo. ¿Me permites? —dice señalando mi mano.
—Eh… sí, ok. —La coge suavemente. Tiene una mano bonita, cálida, firme. Pero es la mano de un extraño.
—Myriam, soy yo —dice con voz grave y resonante—. Frank. Tu marido. Llevamos casi dos años casados.
Qué fascinante resulta. De cerca es todavía más atractivo. Tiene la piel suave y bronceada, y unos dientes perfectos, deslumbrantes…
«Dios de los cielos. He mantenido relaciones sexuales con este hombre.» La idea me pasa por la cabeza como un relámpago.
Me ha visto desnuda. Me ha quitado la ropa interior. A saber qué cosas hemos hecho juntos. Y ni siquiera lo reconozco. O sea… doy por supuesto que me ha quitado la ropa interior y demás. No voy a preguntarlo con mi madre delante.
Me gustaría saber qué tal es en la cama. Disimuladamente, recorro su cuerpo con la vista. Bueno, me casé con él, ¿no? Tiene que ser bastante bueno…
—¿Estás pensando en algo? —Frank se ha fijado en mi mirada—. Cariño, si quieres preguntar alguna cosa, hazlo.
—¡No, nada! —Me ruborizo—. Perdona. Continúa.
—Nos conocimos hace casi tres años en una recepción de Pyramid TV los productores de “El Aprendiz”, el reality en que participamos los dos. Nos sentimos atraídos en el acto. Nos casamos en junio y fuimos de luna de miel a París. Nos alojamos en una suite del hotel George V. Fue maravilloso. Estuvimos en Montmartre, visitamos el Louvre, tomamos café au lait cada mañana… —Se interrumpe—. ¿No te suena de nada todo esto?
—La verdad es que no —respondo en tono culpable—. Lo siento.
Quizá mamá tenga razón. Debería esforzarme un poco. Venga. París. La Mona Lisa… Piensa, caramba. Intento empujar mi mente hacia el pasado. Trato de combinar su rostro con alguna imagen de París para provocar algún recuerdo…
—¿Subimos a la torre Eiffel? —pregunto por fin.
—¡Por supuesto! —Su expresión se ilumina—. ¿Empiezas a recordar? Nos quedamos allí disfrutando de la brisa, sacándonos fotos…
—No —lo interrumpo—. Lo he deducido, nada más. París, la torre Eiffel… En fin, ya me entiendes, lo clásico.
—Ah. —Asiente decepcionado, y nos quedamos en silencio.
Para mi alivio, alguien llama a la puerta.
—¡Adelante! —digo, y entra Nicole con una tablilla.
—Tengo que echar un vistazo a esa presión —empieza, pero se detiene al ver a Frank con mi mano entre las suyas—. Ay, perdón. No pretendía interrumpir.
—¡No te preocupes! —digo—. Es Nicole, una de las enfermeras que me atienden —le explico a Frank. Y a ella—: Mi madre, mi hermana… y mi marido. Se llama —la miro a los ojos— Frank.
—¡Frank! —Sus ojos se iluminan—. Encantada de conocerte.
—Un placer —dice él inclinando la cabeza—. Le estoy eternamente agradecido por cuidar de mi esposa.
«Esposa.» El estómago me da un vuelco. Soy su esposa. Todo esto suena muy adulto, ¿no? Seguro que hasta tenemos una hipoteca. Y una alarma antirrobo.
—El placer es mío —repone Nicole con una sonrisa profesional—. Myriam es muy buena paciente.
Me pone el manguito en el brazo y se vuelve hacía mí.
—Voy a tomarte la tensión…
«¡Es despampanante!», me dice con los labios y alza disimuladamente el pulgar. A mí se me escapa una sonrisa.
Cierto, es despampanante. En mi vida había salido con alguien que jugara en esta división. No hablemos ya de casarse. Ni de zamparme croissants en una suite del George V.
—Me gustaría hacer una donación a este hospital —anuncia Frank. Su voz grave de galán inunda la habitación—. Si están haciendo alguna cuestación o tienen un fondo…
—¡Sería fenomenal! —exclama Nicole—. Ahora mismo estamos recaudando dinero para un nuevo escáner.
—Quizá podría hacer la maratón por esa causa. Cada año corro la maratón por una causa distinta.
Estoy a punto de explotar de orgullo. Ninguno de mis novios ha corrido jamás una maratón. Chungo Dave apenas lograba arrastrarse del sofá a la tele.
—Bueno —dice Nicole, alzando las cejas mientras deja que se desinfle el manguito—. Ha sido un placer, Frank. Myriam, esto está perfecto. —Hace una anotación en mi expediente—. ¿Ése es tu almuerzo?—añade, señalando la bandeja intacta.
—Ay, sí. Se me ha olvidado.
—Tienes que comer. Y voy a tener que pedirles a ustedes que no se queden demasiado. —Se vuelve hacia mamá y Amy—. Comprendo que quieran pasar todo el tiempo posible con ella, pero su estado aún es delicado. Y debe tomárselo con calma.
—Haré lo que sea necesario —dice Frank apretándome la mano—. Quiero que mi esposa se recupere plenamente.
Mamá y Amy empiezan a recoger sus cosas, pero él no se mueve.
—Me gustaría hablar un momento a solas contigo —me dice—. Si no te importa, Myriam.
—Ah. —Me sobresalto—. Eh… perfecto.
Mamá y Amy se acercan para darme un abrazo (sobre la marcha mamá hace otro intento de alisarme el pelo). Luego se cierra la puerta y nos quedamos a solas en medio de un extraño silencio.
—Bueno —dice él por fin.
—Qué situación más rara. —Suelto una risita, que se desvanece enseguida.
Frank me mira preocupado.
—¿Han dicho los médicos si recobrarás la memoria?
—Ellos creen que sí. Pero no saben cuándo.
Se incorpora y camina hasta la ventana.
—Así que se trata de esperar —prosigue—. ¿No habrá nada que yo pueda hacer para acelerar el proceso?
—No lo sé —digo con impotencia—. Quizá podrías contarme algo más sobre nosotros.
—Claro. Buena idea. —Se vuelve hacia mí; su cuerpo se recorta contra la ventana—. ¿Qué quieres saber? Pregúntame lo que quieras. Cualquier cosa.
—Bueno… ¿Dónde vivimos?
—En Kensington. En un apartamento tipo loft. —Pronuncia cada palabra como si fueran todas mayúsculas—. Son mi especialidad. Las viviendas estilo loft. —Lo dice con delectación y hace un gesto con las manos, como poniendo ladrillos.
Uau. ¡Kensington! Paseo la vista por la habitación, buscando alguna otra pregunta, pero todo me parece arbitrario y superficial, como las tonterías que dices en una entrevista cuando quieres ganar tiempo.
—¿Qué cosas compartimos? —pregunto finalmente.
—La buena comida, el cine… La semana pasada fuimos a ver un ballet. Y luego cenamos en Ivy.
—¿En Ivy? —Sofoco un gritito.
¿Por qué narices no recuerdo nada de todo eso? Cierro los ojos, aprieto los párpados, intento arrancar mi cerebro como si fuera una moto. Pero no hay manera.
Vuelvo a abrir los ojos, algo mareada, y veo que Frank se ha fijado en los anillos que hay sobre la cajonera.
—Es el anillo de boda, ¿no? —Levanta la vista, perplejo—. ¿Por qué lo has dejado ahí?
—Me lo sacaron para hacerme el escáner.
—¿Me permites?
Cuando recoge el anillo y toma mi mano izquierda, siento una punzada de alarma.
—Yo…
Instintivamente, sin pensarlo siquiera, aparto la mano de un tirón y Frank retrocede sobresaltado.
—Perdona—digo tras una pausa incómoda—. Lo siento de verdad. Es que… eres un extraño.
—Claro. —Frank se vuelve, todavía con el anillo en la mano—. Mira que soy idiota.
Ay, Dios. Parece herido. No debería haberlo llamado «un extraño», sino «un amigo que aún he de conocer».
—Lo siento mucho, Frank. —Me muerdo el labio—. Yo quiero conocerte y… quererte y tal. Seguro que eres una persona maravillosa. Si no, no me hubiera casado contigo. Y tienes un aspecto estupendo —añado para animarlo—. No me esperaba a nadie tan atractivo. Ni de lejos, vamos. Mi último novio no te llegaba a la suela del zapato.
Levanto la vista y veo que está mirándome fijamente.
—¡Qué extraño! —dice al fin—. No eres la misma. Los médicos ya me lo habían advertido, pero no me imaginaba que fuera tan acusado. —Por un momento parece abrumado; luego se yergue otra vez—. Bueno, te ayudaremos a ponerte bien. Ya lo verás. —Con delicadeza, deja el anillo sobre la cajonera, se sienta en la cama y me coge la mano—. Y para que lo sepas, Myriam… te quiero.
—¿De veras? —Se me escapa una sonrisa encantada—. Quiero decir… genial. ¡Muchas gracias!
Ninguno de mis novios me había dicho «te quiero» de esa manera, o sea, como es debido, a la luz del día, como una persona adulta, y no durante una borrachera o cuando estás en plena faena. Ahora yo tengo que corresponder. Pero ¿qué digo?
«Yo también te quiero.»
No.
«Probablemente yo también te quiero.»
No.
—Frank, estoy segura de que yo también te quiero, en el fondo de mi ser —digo por fin, apretándole la mano—. Y lo recordaré. Quizá no será hoy ni mañana. Pero… siempre nos quedará París. —Hago una pausa—. O por lo menos, siempre te quedará a ti. Y a mí podrás contármelo.
Parece un poco perplejo.
—Tómate tu almuerzo y descansa. —Me da unas palmaditas en el hombro—. Voy a dejarte para que descanses.
—Quizá me despierte mañana y lo recuerde todo —le digo en plan optimista, mientras él se incorpora.
—Esperemos que sí. —Me observa unos instantes—. Pero aunque no sea así, cariño, también lo arreglaremos. ¿Trato hecho?
—Trato hecho.
—Hasta luego.
Sale en silencio de la habitación y permanezco inmóvil unos instantes. Empiezo a notar otra vez ese martilleo en la cabeza, me siento algo aturdida. Ha sido demasiado, en conjunto. Amy lleva el pelo azul, Brad Pitt ha tenido un hijo natural con Angelina Jolie y yo tengo un marido que está de muerte y que acaba de decirme que me quiere. Tengo la sensación de que voy a dormirme, de que me despertaré otra vez en 2004, en casa de Carolyn, con una resaca de campeonato, y descubriré que todo era un sueño.


Última edición por Anyannca el Mar Feb 09, 2010 5:42 pm, editado 1 vez
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Mensaje  Anyannca Mar Feb 09, 2010 5:41 pm

Capitulo 6


Pero no era un sueño. Me despierto a la mañana siguiente y seguimos en 2007. Tengo aún una dentadura perfecta y el pelo castaño claro. Y también un gran agujero negro en la memoria. Estoy comiéndome la tercera tostada y dándole sorbos a mi taza de té cuando se abre la puerta y aparece Nicole, empujando un carrito cargado de flores. Me quedo fascinada ante semejante despliegue. Debe de haber veinte ramos distintos, entre buqués de flores, macetas de orquídeas y rosas de primerísima clase.
—¿Es mío alguno de éstos?
Ella me mira con sorpresa.
—Todos. Se habían quedado en la otra habitación.
—¿Todos? —farfullo, casi escupiendo el té.
—Eres una chica muy popular. ¡Se nos han agotado los jarrones! —dice, entregándome un montoncito de tarjetas.
—Wow.
Cojo la primera y la leo:
Myriam, querida. Cuídate mucho y ponte bien. Nos vemos muy pronto. Con todo mi cariño.
Rosalie.
¿Rosalie? Yo no conozco a ninguna Rosalie.
Dejo a un lado la tarjeta y miro la siguiente:
Con nuestros mejores deseos. Recupérate pronto.
Tim y Suki.
A éstos tampoco los conozco.
Myriam, esperamos que te pongas bien, ¡y que pronto vuelvas a tus trescientas flexiones!
De tus amigas del gimnasio.
¿Trescientas? Vaya chiste. Aunque eso explicaría las piernas tan musculosas que tengo.
Miro la cuarta tarjeta; ésta, por fin, es de gente conocida:
Recupérate pronto, Myriam. Con nuestros mejores deseos.
Fi, Debs, Carolyn y todo el personal de Suelos y Alfombras.
Mientras leo estos nombres conocidos, noto una cálida sensación de bienestar. Será una tontería, pero casi empezaba a pensar que mis amigas se habían olvidado de mí.
—¡Oye, tienes un marido despampanante! —me dice Nicole, interrumpiendo mis pensamientos.
—¿Tú crees? —Me hago la indiferente—. Sí, es bastante atractivo, imagino…
—¡Es increíble! ¿Sabes?, ayer se pasó por la sala para darnos otra vez las gracias. Muy poca gente lo hace.
—Yo no he salido en mi vida con un tipo como Frank —le confieso, abandonando mi falsa indiferencia—. La verdad, aún no me creo que sea mi marido. O sea, yo… ¿y él?
Se oye un golpecito en la puerta.
—¡Adelante! —dice Nicole.
Mamá y Amy entran muy acaloradas, arrastrando seis bolsas llenas de álbumes de fotos y cartas.
—¡Buenos días! —Nicole les sonríe, sosteniendo la puerta—. Les alegrará saber que Myriam se encuentra mucho mejor.
—¡No me diga que ya lo ha recordado todo! —dice mamá, descompuesta—. Ahora que hemos cargado con las fotos todo el camino… ¿Sabe lo pesados que son estos álbumes? Y encima no encontrábamos aparcamiento…
—Todavía sufre una grave pérdida de memoria —dice Nicole.
—¡Gracias a Dios! —Mamá advierte la expresión de Nicole—. Bueno, quiero decir… Myriam, querida, te hemos traído algunas fotografías. Quizá te refresquen la memoria.
Miro las bolsas con repentina excitación. Esas fotos contienen la parte perdida de mi historia. Me mostrarán cómo dejé de ser la Dientotes para convertirme… en Dios sabe qué.
—¡Venga, disparad! —Dejo a un lado las tarjetas y me siento en la cama—. ¡Quiero verme!


Estoy aprendiendo muchas cosas durante esta estancia en el hospital. Una de ellas es ésta: si tienes un familiar con amnesia y quieres estimular su memoria, enséñale una foto antigua; no importa cuál, ¡pero enséñale alguna! Han pasado diez minutos y aún no he visto una solo foto porque mamá y Amy continúan discutiendo por cuál empezar.
—Lo que no debemos hacer es abrumarla —repite mamá una y otra vez, mientras las dos hurgan en las bolsas—. Ésta, por ejemplo… —Elige una foto con un marco de cartón.
—Ni hablar. —Amy se la quita de las manos—. Tengo un grano en la barbilla. Y se me ve gorda.
—Pero si es un granito de nada, Amy. Apenas se ve.
—Vaya si se ve. Y esta otra aún es más repulsiva —dice, mientras rompe las dos en pedazos.
O sea, que aquí estoy, deseando enterarme de mi vida perdida mientras mi hermana se dedica a destruir las pruebas.
—¡No te miraré las espinillas! —le prometo—. ¡Déjame ver una foto! ¡La que sea!
—Muy bien. —Mamá se acerca a la cama con una fotografía sin marco—. Te la enseñaré desde aquí, Myriam. Mira la imagen con atención, a ver si te despierta algún recuerdo. ¿Lista?
Y le da la vuelta.
Es un perro vestido de Santa Claus.
—Mamá —trato de controlarme—. ¿Cómo se te ocurre enseñarme un perro?
—Cariño, ¡es Tosca!—dice, herida—. Ha cambiado mucho desde dos mil cuatro. Y éste es Raphael con Amy, la semana pasada. Los dos monísimos…
—Estoy espantosa. —Amy le quita la foto y la rompe con saña antes de que yo pueda echarle un vistazo.
—¡Deja ya de romperlas! —chillo—. Mamá, ¿has traído fotos de otra cosa que no sean perros? ¿De personas, quizá?
—Oye, Myriam, ¿te acuerdas de esto? —Amy me acerca un collar muy especial con una rosa de jade. Yo lo miro con los ojos entornados, me concentro para arrancarle algún recuerdo.
—No —le digo por fin—. No me dice nada.
—Super!. ¿Puedo quedármelo?
—¡Amy! —exclama mamá. Ella sigue pasando una foto tras otra con aire insatisfecho—. Quizá debiéramos esperar a que venga Frank con el DVD de la boda. Si eso no sirve para refrescarte la memoria, ya me dirás qué otra cosa va a servir.
El DVD de la boda.
De mi boda.
Cada vez que lo pienso el estómago me da un brinco, como si reaccionara por anticipado. Tengo un DVD de la boda. ¡De mi boda! Es una idea extrañísima, casi extraterrestre. No me imagino siquiera de novia. ¿Habré ido con uno de esos vestidos abullonados, con velo y cola y un espantoso tocado floral? No me atrevo a preguntarlo.
—Él… parece simpático —digo—. Frank, quiero decir. Mi marido.
—Es fantástico —dice mamá con tono ausente, todavía repasando fotos de perros—. Da un montón de dinero para obras de caridad, ¿lo sabías? O lo hace la empresa, no sé. Pero es su propia empresa, así que viene a ser lo mismo.
—¿Su propia empresa? ¿No habíamos quedado en que era agente inmobiliario?
—Es una empresa que vende propiedades, cariño. Proyectos enormes de estilo loft. El año pasado vendieron una parte de la empresa, pero él retiene la participación mayoritaria.
—Ganó diez millones —dice Amy, que sigue en cuclillas junto a las bolsas de fotos.
—¿Cómo?
—Está podrido de dinero, a ver si te enteras. Venga, no me digas que no lo habías adivinado.
—¡Amy! —dice mamá—. No seas ordinaria.
Creo que estoy mareada. ¿Diez millones?
Llaman a la puerta.
—¿Myriam? ¿Puedo pasar?
Ay, Dios. Es él. Me echo un vistazo rápido y me rocío con un frasquito de Channel que he encontrado en el bolso.
—¡Pasa, Frank! —grita mamá.
Se abre la puerta… y ahí está, sosteniendo a pulso dos grandes bolsas, otro ramo de flores y una cestilla de frutas. Lleva camisa a rayas y pantalones color canela, un suéter amarillo de cachemir y mocasines.
—Hola, cariño. —Lo deja todo en el suelo, se acerca a la cama y me besa delicadamente en la mejilla—. ¿Cómo estás?
—Mucho mejor, gracias —le digo con una sonrisa.
—Aunque todavía no sabe quién eres —le aclara Amy—. Por ahora sólo eres un tipo con un suéter amarillo.
Él no parece turbarse lo más mínimo. Quizá ya está acostumbrado a las salidas de tono de mi hermana.
—Bueno, de eso vamos a ocuparnos hoy. —Alza la bolsa con aire animoso—. He traído fotos, DVD, recuerdos… Vamos a reintroducirte en tu vida. Barbara, ¿por qué no vas poniendo el DVD de la boda? —le dice a mamá, dándole un disco—. Y como aperitivo, Myriam… nuestro álbum.
Deposita sobre la cama un álbum de piel de becerro que debe de costar una fortuna y noto un pellizco de incredulidad al ver las letras estampadas en relieve:
MYRIAM Y FRANK
3 DE JUNIO DE 2005
Lo abro y noto en el estómago una sensación igual que si cayera en el vacío. Me estoy viendo vestida de novia en una fotografía en blanco y negro. Voy con un largo vestido blanco de tubo, el pelo recogido en un moño impecable y un ramito minimalista de lirios. Nada abullonado a la vista.
Sin decir una palabra, paso a la página siguiente. Ahí está Frank, a mi lado, vestido de etiqueta. En la siguiente levantamos sendas copas de champán y sonreímos. Tenemos un aspecto de lujo. Como la gente de las revistas.
Es mi boda. Mi boda de verdad, mi auténtica boda. Si querías pruebas, aquí están.
De repente, me llega un rumor de charla y de risas desde la tele. Levanto la vista y sufro otro shock. En la pantalla, Frank y yo posamos con nuestros trajes de boda. Estamos junto a un pastel monumental, sosteniendo entre los dos un cuchillo y sonriendo a alguien que no aparece en pantalla. No puedo quitarme los ojos de encima a mí misma.
—Decidimos no grabar la ceremonia —me explica Frank—. Esto es del banquete.
—Ya. —Me sale una voz algo ronca.
Yo nunca he sido demasiado ñoña con las bodas. Pero al mirar cómo cortamos el pastel, cómo sonreímos a las cámaras y volvemos a posar para alguien que no ha podido captar el instante… empiezo a sentir un peligroso cosquilleo en la nariz. Es el día de mi boda, supuestamente el más feliz de mi vida, y yo no recuerdo nada.
La cámara gira poco a poco y capta el rostro de un montón de gente que no conozco. Identifico a mamá, con un vestido azul marino, y a Amy, con un modelito morado de tirantes. El lugar es un espacio ultramoderno con paredes de vidrio, sillas de diseño y arreglos florales por todas partes, y la gente sale a tomar el aire a una gran terraza con sus copas de champán en la mano.
—¿Qué sitio es ése?
—Cielo… —Frank suelta una risita—. Es nuestra casa.
—¿Nuestra casa? ¡Pero si es gigantesca!
—Es el ático. —Asiente—. Muy espacioso.
—¿Espacioso, dices? Parece un campo de fútbol. Mi piso de Balham cabría entero en una de esas alfombras… ¿Y ésa quién es? —digo señalando a una chica muy mona con un vestido rosa de tirantes, que me habla al oído.
—Es Rosalie, tu mejor amiga.
¿Mi mejor amiga? No he visto a esa mujer en mi vida. Delgaducha y bronceada, con unos enormes ojos azules, lleva una pulsera grandiosa en la muñeca y unas gafas de sol alzadas sobre su pelo rubio de aire californiano.
Me envió unas flores, ahora que lo recuerdo. «Para mi queridísima amiga. Con cariño. Rosalie.»
—¿También trabaja en Alfombras Deller?
—¡Qué va! —dice Frank sonriendo. Ni que le hubiese contado un chiste—. Mira, este trozo es muy divertido —añade, señalando la pantalla.
La cámara nos sigue a los dos mientras cruzamos la terraza; me oigo riendo y diciéndole: «Frank, ¿qué estás tramando?» Todo el mundo levanta la vista, no sé por qué… Y entonces la cámara enfoca hacia arriba. Hay un mensaje escrito en el cielo: «Myriam, te querré siempre.» En la pantalla, todos murmuran y señalan con el brazo extendido; yo miro hacia arriba, haciendo visera con una mano, y le doy un beso a Frank.
¿Será posible? ¿Mi marido hizo que me escribieran un mensaje en el cielo el día de mi boda y yo no recuerdo nada? ¡Por favor, es para echarse a llorar!
—Esto es de las vacaciones del año pasado en isla Mauricio…
Frank ha hecho avanzar la grabación y contemplo la pantalla sin dar crédito a lo que veo. ¿Esa chica que camina por la playa soy yo? Tengo el pelo trenzado, estoy morenísima y delgada, y llevo un tanga rojo. Parezco la típica chica a la que normalmente miro con envidia.
—Y aquí estamos en un baile de beneficencia… —prosigue Frank, que ha vuelto a avanzar la grabación. Esta vez llevo un vestido de noche azul muy provocativo y aparezco bailando con Frank en una sala de aspecto majestuoso.
—Frank es un benefactor muy generoso —dice mamá.
No respondo. Me he quedado fascinada con un moreno guapísimo que está cerca de la pista. Un momento. ¿No lo conozco de algo?
Sí, sí. ¡Lo reconozco! ¡Por fin!
—¿Myriam? —Frank ha captado mi reacción—. ¿Se te está activando la memoria?
—¡Sí! —Se me escapa una sonrisa de felicidad—. Recuerdo a ese tipo de la izquierda. —Señalo la pantalla—. Ahora mismo no sé exactamente quién es, pero lo conozco. ¡Lo conozco muy bien! Es simpático, divertido, y creo que es médico… O quizá lo conocí en un casino…
—Myriam —me corta Frank—. Es George Clooney, el actor. Era uno de los invitados.
—Ah. —Me froto la nariz, incómoda—. Sí, exacto.
George Clooney, claro. Mira que soy idiota. Me dejo caer sobre la almohada, desanimada.
Cuando pienso en la cantidad de cosas espantosas y humillantes que sí puedo recordar… Tener que comerme la sémola en el colegio cuando tenía siete años y casi vomitarla. O llevar un traje de baño blanco cuando tenía quince y verlo transparente al salir de la piscina y oír las risas de todos los chicos. Recuerdo esa humillación como si fuese hoy.
En cambio, no logro recordar cómo caminaba por una playa de arena perfecta en isla Mauricio. Ni cómo bailaba con mi marido en un esplendoroso baile de gala. Toc, toc… ¿Cerebro, hay alguien? ¿Y tiene algún criterio?
—Anoche estuve leyendo sobre la amnesia —dice Amy de pronto, sentada en el suelo con las piernas cruzadas—. ¿Sabes cuál es el sentido que estimula más la memoria? El olfato. Quizá deberías olisquear un poco a Frank.
—Cierto —interviene mamá—. Como ese chico francés, Proust. Un olorcillo a madalena y, ¡paf!, fluyeron todos los recuerdos.
—Venga —insiste Amy, animosa—. Vale la pena probar, ¿no?
Le echo un vistazo a Frank, avergonzada.
—¿Te importa si… te huelo, Frank?
—En absoluto. Hay que intentarlo. —Se sienta en la cama y congela la imagen del DVD—. ¿Levanto los brazos o…?
—Umm… sí, supongo.
Con aire solemne, Frank levanta un brazo. Me inclino hacia delante con cautela y olfateó su axila. Huele a jabón y loción de afeitado. También detecto un ligero olor varonil. Pero nada se remueve en mi interior.
Sólo una visión de George Clooney en Ocean's Eleven.
Será mejor que no lo comente.
—¿Notas algo? —Frank sigue rígido, con el brazo en alto.
—Aún no —contesto, después de husmear por segunda vez—. Es decir, nada muy fuerte…
—Deberías olerle la entrepierna —dice Amy.
—¡Cielo! —susurra mamá, consternada.
Sin poder evitarlo, bajo la vista y le miro la entrepierna. La entrepierna con la que me he casado. Parece bastante generosa, aunque nunca se sabe. Me pregunto…
No. Ésa no es la cuestión ahora.
—Lo que tendríais que hacer vosotros dos es practicar sexo —continúa Amy en medio del incómodo silencio que se ha creado, y hace un globo con su chicle—. Percibir el olor acre de los fluidos…
—¡Amy! —la corta en seco mamá—. ¡Cariño! ¡Ya está bien!
—¡Yo sólo digo que es el tratamiento para la amnesia que nos ofrece la propia naturaleza!
—Bueno —murmura Frank, bajando el brazo—. ¡No es que haya sido un gran éxito!
—No.
Quizá Amy tenga razón. Quizá deberíamos acostarnos. Miro a Frank con el rabillo del ojo. Estoy segura de que está pensando lo mismo.
—No pasa nada. Son sólo los primeros días —dice con una sonrisa mientras cierra el álbum, aunque percibo su decepción en la voz.
—¿Y si no recupero la memoria? —pregunto echando un vistazo alrededor—. ¿Y si se han perdido para siempre todos esos recuerdos y ya no puedo recobrarlos?
Mientras examino sus rostros preocupados, me siento de repente indefensa y vulnerable. Como cuando se me estropeó el ordenador y perdí todos mis e-mails. Igual, sólo que un millón de veces peor. El técnico no paraba de decirme que tendría que haber hecho una copia de seguridad. Pero ¿cómo haces una copia de tu cerebro?


A mediodía, me examina un neuropsicólogo. Un tipo simpático con tejanos. Se llama Neil. Me siento ante una mesa para hacer unos tests, y debo decir que lo hago bastante bien. De una lista de veinte palabras consigo recordar casi todas; también recuerdo bien un relato y hago un dibujo de memoria.
—Funcionas a la perfección, Myriam —me dice Neil tras revisar el último test—. Tus facultades están intactas, tu memoria a corto plazo es impecable, dadas las circunstancias, y no padeces problemas cognitivos… Pero sufres una amnesia retrógrada focalizada muy severa. Un caso insólito, ¿sabes?
—Pero ¿por qué?
—Tiene que ver con el modo en que te golpeaste la cabeza. —Se inclina hacia delante, traza en su bloc la silueta de una cabeza y empieza a dibujar dentro un cerebro—. Has sufrido lo que nosotros llamamos una herida de aceleración-desaceleración. Al golpear el parabrisas, tu cerebro sufrió una sacudida en el cráneo y una reducida región del mismo quedó, digamos, pellizcada. Puede que tengas dañado tu almacén de recuerdos… o tu capacidad para recuperar esos recuerdos. En tal caso, el almacén permanecería intacto, por así decirlo, pero no podrías abrir la puerta.
Le brillan los ojos como si fuera fabuloso: como si yo misma tuviera que estar emocionada con «mi caso».
—¿No puede aplicarme un electroshock? — pregunto, frustrada—. O darme otro porrazo en la cabeza, no sé.
—Me temo que no. —Parece divertido—. Contra la opinión popular, darle a un amnésico un golpe en la cabeza no sirve para que recobre la memoria. Así que no lo intentes en casa. —Se pone de pie—. Te acompaño a tu habitación.
Cuando llegamos, mamá y Amy están mirando aún el DVD mientras Frank habla por teléfono. Termina su conversación de inmediato y cierra el móvil con un chasquido.
—¿Qué tal ha ido?
—¿Qué has recordado, cariño? —pregunta mamá, sin dejar de mirar la tele.
—Nada.
—En cuanto Myriam regrese a su ambiente familiar, es probable que vaya recobrando la memoria de un modo natural —dice Neil con tono tranquilizador—. Aunque puede llevar su tiempo.
—Muy bien. —Frank asiente con seriedad—. ¿Y ahora qué?
—Bueno. —Neil hojea sus notas—. Físicamente ya estás en forma, Myriam. Yo diría que mañana podemos darte de alta. Te citaré para dentro de un mes. Lo mejor hasta entonces es que estés en casa. —Sonríe—. Seguro que es donde quieres estar.
—¡Sí! —exclamo tras una pausa—. En casa. Genial.
Mientras pronuncio estas palabras, me doy cuenta de que no sé qué quiero decir exactamente con «casa». Mi casa era el piso de Balham. Y ya no lo tengo.
—¿Cuál es tu dirección? —pregunta, sacando un bolígrafo.
—Eh… esto…
—Yo se la anoto —le dice Frank, solícito, tomando el bolígrafo. Es demencial. Ni siquiera sé dónde vivo. Como esas ancianitas desorientadas.
—Buena suerte, Myriam. —Neil mira a Frank y mamá—. Ustedes pueden ayudarla dándole toda la información posible sobre su vida. Anótenlo todo. Llévenla a los sitios donde ha estado. Si hay problemas, me llaman.
Se cierra la puerta y se hace un silencio, sólo perturbado por la cháchara de la tele. Mamá y Frank se miran. Si tuviera tendencia a ver conspiraciones, diría que andan tramando algo.
—¿Qué pasa?
—Cielo, tu madre y yo hemos estado hablando antes de cómo… —vacila un momento— afrontar tu libertad, por así decirlo.
«¡Afrontar mi libertad!» Ni que fuera una psicópata peligrosa a punto de salir de la cárcel.
—Estamos en una situación un poco rara —prosigue—. Obviamente, a mí me llenaría de felicidad que quisieras venir a casa y reanudar tu vida sin más. Pero soy consciente de que podría resultarte incómodo. Al fin y al cabo… no me conoces.
—No. —Me muerdo el labio—. La verdad es que no.
—Le he dicho a Frank que te acogeré en casa encantada para que pases conmigo una temporadita —interviene mamá—. Desde luego, habrá ciertas molestias y tendrás que compartir el mismo espacio con Jake y Florian, pero son buenos perros…
—Esa habitación apesta —dice Amy.
—No es verdad —replica mamá, ofendida—. El chico de la constructora dijo que era sólo una cuestión de la madera seca o no sé qué…
—Putrefacción seca —apunta Amy, sin quitar los ojos de la pantalla—. Y apesta.
Mamá parpadea, disgustada. Frank se me acerca con aire preocupado.
—Myriam, no creas que voy a ofenderme. Comprendo lo difícil que tiene que resultarte esta situación. Soy un extraño para ti, por el amor de Dios. —Abre los brazos con impotencia—. ¿Por qué demonios ibas a querer venir conmigo?
Me toca responder a mí, pero me he distraído con una imagen de la tele. Frank y yo aparecemos en una lancha motora. A saber dónde estábamos, pero el sol brilla y el mar es azul. Los dos vamos con gafas oscuras. Frank me sonríe mientras conduce la lancha y la verdad es que tenemos tanto glamur como dos personajes de una película de James Bond.
No puedo quitar la vista de la pantalla, me tiene hipnotizada. «Yo quiero vivir así —oigo en mi interior—. Es la vida que me corresponde. Me la he ganado. No voy a dejar que se me escurra entre los dedos.»
—Lo último que querría es ser un obstáculo en tu recuperación —continúa Frank—. Decidas lo que decidas, lo comprenderé.
—Sí, ok. —Doy un trago de agua, intento ganar tiempo—. Voy… a pensarlo unos minutos.
Bueno. Vamos a aclarar mis opciones:
1. Una habitación putrefacta en Kent que habré de compartir con dos perros whippet.
2. Un loft palaciego en Kensington con mi atractivo esposo, que sabe pilotar una lancha motora.
—¿Sabes, Frank? —digo lentamente, midiendo mis palabras—. Creo que debería irme a vivir contigo.
—¿En serio? —Su rostro se ilumina, pero puede verse que está estupefacto.
—Eres mi marido. Debo estar contigo.
—Pero no te acuerdas de mí —contesta, vacilante—. No me conoces.
—¡Tendré que conocerte otra vez! —insisto, cada vez más entusiasmada—. Es indudable que la mejor manera de recordar mi vida es viviéndola. Tú puedes hablarme de ti, de mí, de nuestro matrimonio… ¡Puedo descubrirlo todo de nuevo! El médico dijo que las circunstancias conocidas serían de gran ayuda. Estimularán mi sistema de recuperación de archivos…
Estoy cada vez más decidida. Ok, no sé nada de mi marido ni de mi vida. Pero la cuestión es que me he casado con un multimillonario que está cañón, que me quiere, que posee un enorme ático y me compra rosas marrón. ¿Voy a tirarlo todo por la borda por el simple detalle de que no lo recuerdo?
Todo el mundo tiene que esforzarse de un modo u otro en su matrimonio. Yo tendré que concentrarme sobre todo en el apartado de recuerda-a-tu-marido.
—Frank, quiero ir a casa contigo, de verdad —le digo con toda la sinceridad posible—. Estoy segura de que formamos un matrimonio lleno de amor. Podemos conseguirlo.
—Sería maravilloso que volvieras. —Aún parece inquieto—. Pero no te sientas obligada…
—¡No me siento obligada! Lo hago porque… es lo que me parece más acertado.
—A mí me parece una gran idea —interviene mamá.
—Pues ya está—digo—. Decidido.
—Evidentemente, no querrás… —Frank titubea, incómodo—. Quiero decir… yo ocuparé la suite de invitados.
—Te lo agradecería —respondo, imitando su tono formal—. Gracias, Frank.
—Bueno, si estás segura… —Su rostro se ha iluminado—. Hagámoslo como es debido, ¿no?
Echa un vistazo a los anillos, que siguen sobre la cajonera, y parece consultarme con la mirada.
—¡Sí, ponmelos! —asiento entusiasmada.
Coge los anillos y extiendo la mano con timidez. Observo, paralizada, cómo me los desliza en el dedo. Primero la alianza; luego el enorme diamante solitario. Se hace un silencio mientras contemplo mi mano.
«Wow, este diamante es grandioso.»
—¿Te van bien, Myriam? —pregunta Frank—. ¿No te molestan?
—¡Me van de fábula! De veras. Perfectos.
Sonrío abiertamente mientras vuelvo la mano a uno y otro lado. Tengo la sensación de que deberían tirarnos confeti o tocar la marcha nupcial. Hace dos noches estaba de plantón en una disco infecta… ¡y ahora estoy casada!

...continuara (ya mero aparece Victor no se desesperen)
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Mensaje  Dianitha Mar Feb 09, 2010 6:57 pm

woow!!! niiña esta noveliita me encanta miil graciias x los cap xfa no tardes con el siiguiiente sii k ya kiiero k aparesca VICTOR ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 981274 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 981274 me diicen la desesperado no crees ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 981274 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 981274
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Mensaje  myrielpasofan Mar Feb 09, 2010 7:14 pm

muchas grax por los capis...esta super la nove..
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Mensaje  myrithalis Miér Feb 10, 2010 1:09 am

Gracias por el Cap. nos vemos bye Atte: Iliana
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Mensaje  Peke Miér Feb 10, 2010 2:07 am

¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353
muchas gracias niñaaaaa no tardes plis esta mui buenaa!!!! ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353

saludos ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 953882

p.d. siii k ia aparesk el niñoo pliss ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 455262

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Mensaje  mats310863 Miér Feb 10, 2010 9:32 am

ESTA MUY PADRE ESTA NOVELA, Y AUNQUE HAY QUE SER PACIENTE, YA QUIERO QUE SALGA VÍCTOR, GRACIAS POR LOS CAPÍTULOS

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Mensaje  alma.fra Miér Feb 10, 2010 10:36 pm

Muchas gracias por los capitulos, esperamos ansiosas a Vic jeje.
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Mensaje  Anyannca Jue Feb 11, 2010 7:24 pm

CAPITULO 7


Tiene que ser el karma.
Debo de haber sido increíblemente buena en una vida anterior. Habré rescatado niños de un incendio o entregado mi vida a los leprosos o inventado la rueda. Es la única explicación que se me ocurre a que me haya tocado esta vida de ensueño.
Aquí estoy, volando junto al Támesis con mi apuesto marido a bordo de su Mercedes descapotable.
Digo «volando» pero, en realidad, vamos a cuarenta por hora. Frank se muestra muy solícito y no para de decir que comprende lo difícil que debe de resultarme volver a subir a un coche. A mí me da lástima decirle la verdad. O sea, que estoy la mar de bien. No recuerdo el accidente. Es como una historia que me hubieran contado de otra persona. El tipo de historia ante la que asientes con educación, mientras dices: «Sí, qué espanto», aunque en realidad ya has dejado de escuchar hace rato.
Yo no paro de echarme miradas incrédulas a mí misma. Llevo unos tejanos pirata dos tallas más pequeños de los que solía usar. Y un top Miu Miu, que es una de esas marcas que hasta ahora sólo conocía por las revistas. Frank me ha traído una bolsa llena de cosas para que eligiera y era todo tan nice que apenas me atrevía a tocarlo, no digamos ya a ponérmelo.
En el asiento trasero van todos los ramos y regalos que tenía en la habitación, incluida una cesta gigantesca de fruta tropical que me enviaron de Alfombras Deller. Había una tarjeta de una tal Clare diciéndome que me enviaría las actas de la última reunión de la directiva, para que las leyera en un rato libre, y que esperaba que me encontrase mejor. Y luego firmaba: «Clare Abrahams, ayudante de Myriam Smart.»
O sea, que ahora tengo mi propia ayudante. Y asisto a las reuniones de dirección. ¡Yo!
Los cortes y moretones han mejorado mucho y ya me han quitado la grapa de la cabeza. Tengo el pelo recién lavado y la dentadura tan impecable como una actriz de cine. ¡No puedo parar de sonreír ante cada superficie brillante que se me pone delante! No puedo parar de sonreír. En general.
Quizá fui Juana de Arco en una vida anterior y me torturaron hasta la muerte. O fui ese chico del Titanic. Sí. Me ahogué en un mar gélido y cruel, no conseguí nunca a Kate Winslet, y ésta es ahora mi recompensa. Lo que está claro es que a nadie le regalan una vida perfecta sin un buen motivo. Eso no ocurre nunca, sencillamente.
—¿Todo bien, cariño? —Frank pone un momento la mano sobre la mía. El viento le alborota el pelo y el sol reluce en sus carísimas gafas de sol. Tiene todo el aspecto del tipo que la gente de Mercedes querría que condujera siempre sus coches (no como esos viejos con aire de playboy caducado).
—¡Sí! —le devuelvo la sonrisa—. Me siento de fábula.
Soy Cenicienta. No, mejor que Cenicienta, porque ella sólo consiguió al príncipe, ¿no? Yo soy Cenicienta con una dentadura de película y un trabajo genial.
Frank señala a la izquierda.
—Ya llegamos. —Se mete por una entrada con dos pilares majestuosos, pasa de largo frente a un portero metido en una garita y detiene el coche en una plaza del aparcamiento—. Ven a ver nuestra casa.


Ya se sabe que algunas cosas, después de tanta propaganda, son una completa decepción cuando por fin las consigues. Como cuando ahorras durante meses para ir a un restaurante carísimo y te encuentras con unos camareros muy estirados, por no decir bordes, con unas mesitas minúsculas y un pudín lleno de adornos con un sabor revenido.
Bueno, pues con mi nueva casa ocurre exactamente lo contrario. Es muchísimo mejor de lo que imaginaba. Deambulo sobrecogida por su interior. Es enorme, luminosa, con vistas al río, un kilométrico sofá crema en forma de L y una barra de granito negro para las bebidas que es lo más chulo que he visto en mi vida. La ducha es una habitación entera revestida de mármol donde cabrían fácilmente cinco personas.
—¿Recuerdas algo? —pregunta Frank, observándome atentamente—. ¿No se te remueve nada por dentro?
—No. Pero esto es impresionante.
Tendríamos que montar unas fiestas increíbles en este sitio. Ya me imagino a Fi, Carolyn y Debs acodadas en la barra, con tragos de tequila a porrillo y la música atronando desde los altavoces. Me detengo un momento junto al sofá y paso la mano por su tela suntuosa. Es tan impecable y mullida que no creo que me atreva a sentarme aquí. Quizá tendré que simularlo y quedarme suspendida a unos centímetros. Un ejercicio buenísimo para los glúteos.
—¡Este sofá es increíble! —digo—. Debe de haber costado un pastón.
Frank asiente.
—Diez mil libras.
¡Madre mía! Retiro la mano como si me quemara. ¿Cómo es posible que un sofá cueste tanto? ¿Está relleno de caviar o qué? Me alejo, dando gracias a Dios por no haber puesto mis posaderas encima. Nota mental: no se te ocurra beber vino tinto ni comer pizza encima, ni acercarte demasiado a esa pasada de sofá.
—Me encanta este… eh… aplique. —Señalo una pieza de metal ondulada.
—Es un radiador —me dice Frank con una sonrisa.
—Ah, ok —respondo, confusa—. Yo creía que el radiador era aquello. —Me refiero a un anticuado radiador de hierro que han pintado de negro y colgado de la pared.
—Eso es una obra de arte —me corrige Frank—. Es de Hector James-John. Desintegración en cascada.
Me acerco, ladeo la cabeza y lo examino junto a Frank con una mirada que, espero, parezca inteligente y «entendida».
Desintegración en cascada. Un radiador negro. Vacío total, ni idea.
—Es tan… estructural —aventuro.
—Tuvimos suerte de conseguirlo —dice Frank, asintiendo—. Solemos invertir en alguna pieza de arte no figurativo cada ocho meses. Hay espacio de sobras en el loft. Y tiene que ver también con la cartera de valores —añade encogiéndose de hombros, como si la cosa estuviera muy clara.
—¡Claro! Yo también habría dicho que ese aspecto… que la cartera… sería… desde luego… —Me aclaro la garganta y doy media vuelta.
Cierra el pico, Myriam. No tienes ni idea de arte moderno ni de carteras ni de lo que significa ser rico. Y se te nota a la legua.
Me alejo del radiador artístico y examino una pantalla gigante que ocupa casi toda la pared opuesta. Hay otra pantalla en el otro extremo, junto a la mesa, y también he visto una en el dormitorio. A Frank le gusta la tele, por lo visto.
—¿Qué te apetece? —me dice—. Prueba esto. —Coge un mando a distancia y apunta a la pantalla. De repente veo un incendio enorme que lo devora todo y chisporrotea ante mis narices.
—¡Wow!
—O esto —dice Frank, y la pantalla muestra un pez de brillantes colores tropicales deslizándose entre una fronda de algas—. Es lo último en tecnología de pantallas domésticas —me explica con orgullo—. Es arte, entretenimiento, comunicación. Puedes enviar un e-mail desde aquí, o escuchar música, leer libros… Tengo miles de obras literarias cargadas en el sistema. Incluso puedes tener una mascota virtual.
—¿Una mascota? —No puedo quitar los ojos de la pantalla, tan deslumbrada me he quedado.
—Tenemos una cada uno —añade con una sonrisa—. Ésta es la mía, Titán. —Acciona el mando y en la pantalla aparece una enorme araña rayada, que se pasea por una caja de cristal.
—¡Dios mío! —Retrocedo asqueada. Nunca me han entusiasmado las arañas y ésta debe de medir tres metros de altura. Se le ven los pelitos de las patas repulsivas. ¡Se le ve la cara!—. ¿Podrías apagarlo, por favor?
—¿Qué sucede? —Me mira sorprendido—. Te la enseñé la primera vez que viniste aquí y entonces te pareció adorable.
Genial. Era nuestra primera cita, dije que me gustaba por pura educación y ahora he de aguantarme.
—¿Sabes qué pasa? —le digo, tratando de no mirar a ese bicharraco—. A lo mejor el golpe me ha hecho desarrollar una fobia a las arañas. —Hago lo posible para sonar muy enterada sobre la materia, como si se lo hubiera oído al médico.
—Tal vez. —Frank frunce el entrecejo y parece a punto de ponerle objeciones a mi teoría.
—¿Yo también tengo mascota? —pregunto para distraerlo—. ¿Qué es?
—Ahí está —dice accionando el mando—. Se llama Arthur. —Y aparece en la pantalla un gatito blanco y mullido. Doy un gritito de alegría.
—¡Es monísimo! —Miro cómo juega con un ovillo, que va dando tumbos a cada empujón—. ¿Crece? ¿Será un gato grande?
—No. —Frank sonríe—. Seguirá siendo un gatito. Toda tu vida, si quieres. Tienen una capacidad vital de cien mil años.
—Ah, ok —murmuro tras una pausa. Menuda extravagancia, por favor. Un gatito virtual de cien mil años.
Suena el teléfono de Frank. Él responde y luego acciona el mando y vuelve a poner en la pantalla el pez tropical.
—Cielo, ha llegado mi chófer. Ya te he dicho que tengo que pasarme un momento por la oficina. Pero Rosalie viene de camino y te hará compañía. Y si necesitas algo entretanto, me llamas. O puedes enviarme un e-mail a través del sistema. —Me da un cacharro rectangular blanco con una pantallita—. Éste es tu mando. Controla la calefacción, el aire acondicionado, la luz, las puertas, los postigos… Es un edificio inteligente. Aunque, en principio, no deberías necesitarlo. Está todo programado.
—¿Tenemos una casa con mando a distancia? —Estoy a punto de echarme a reír.
—¡Es parte del estilo loft! —Vuelve a hacerme aquel gesto con las dos manos en paralelo y yo asiento, procurando no demostrar lo abrumada que estoy.
Lo observo mientras se pone la chaqueta.
—¿Y esta Rosalie… de dónde sale?
—Es la esposa de Clive, mi socio. Ustedes dos siempre se la pasan bien.
—¿Sale conmigo y con las chicas de la oficina? ¿Salimos todas juntas?
—¿Con quién?
No parece saber de qué hablo. Quizá es de esos tipos que no están al tanto de la vida social de su esposa.
—No importa —añado rápidamente—. Ya lo averiguaré.
—Gianna también vendrá luego. Nuestra ama de llaves. Ella te ayudará a resolver cualquier problema. —Se acerca, vacila y me coge la mano. Tiene la piel suave e inmaculada incluso de tan cerca, y percibo la maravillosa fragancia a sándalo de su loción de afeitado.
—Gracias, Frank. —Le aprieto la mano—. Te lo agradezco de veras.
—Bienvenida de nuevo, querida —dice con cierta brusquedad. Retira la mano, va hacia la puerta y desaparece.
Me quedo sola. Sola en mi hogar conyugal. Mientras examino otra vez todo el espacio gigantesco que me rodea (ahora me fijo en la mesita de café de metacrilato, las sillas de cuero, los libros de arte…), me doy cuenta de que apenas hay indicios de mí misma. Ni tazas de cerámica de color chillón ni luces de fantasía ni pilas de libros de bolsillo.
Todavía. Seguramente queríamos empezar de nuevo y elegirlo todo entre los dos. Y lo más probable es que recibiéramos en nuestra boda montones de regalos increíbles. Esos floreros de cristal azul de la repisa de la chimenea tienen toda la pinta de costar una fortuna.
Deambulo lentamente hacia los enormes ventanales y escudriño la calle, que se extiende a mis pies. No me llega ningún sonido ni corriente de aire ni nada. Observo a un hombre con un paquete que se mete en un taxi y a una mujer que forcejea con la correa de su perro. Saco mi móvil y empiezo a escribirle un mensaje a Fi. Tengo que hablar con ella como sea. Le diré que se pase por aquí más tarde, nos acurrucaremos las dos en el sofá y me pondrá al corriente de mi vida, empezando por Frank. No puedo reprimir una sonrisa mientras aprieto los botones.
¡Hola! Otra vez en casa, ¡llámame! Me muero por verte.
Besos. Myriam.
Mando el mismo texto a Carolyn y Debs. Luego guardo el teléfono y giro sobre mí misma mientras el parquet reluciente rechina bajo mis talones. He procurado adoptar un aire despreocupado delante de Frank, pero ahora que estoy sola siento un acceso de euforia recorriéndolo todo. Nunca pensé que llegaría a vivir en un sitio como éste. Nunca.
Una risa repentina me sube a los labios, burbujeante. Es que es una locura. Yo… ¡en este sitio!
Doy otra vuelta y empiezo a girar con los brazos extendidos, riéndome como una loca. Yo, Myriam Smart, viviendo en este palacio de control remoto, ¡el último grito, vamos!
Perdón, Myriam Gardiner.
Este pensamiento me provoca una risita incontrolable. Por no saber, ni siquiera sabía mi nombre cuando desperté. ¿Y si hubiera sido Espotaverderona? ¿Qué habría hecho entonces? «Lo siento, Frank, pareces un chico estupendo, pero por nada del mundo cambiare mi apellido a Espota…»
¡Catacrac!
El ruido de cristales interrumpe mis pensamientos. Paro de dar vueltas, aterrorizada. Sin darme cuenta, le he dado con la mano a un leopardo de cristal que saltaba por el aire en un expositor de la pared. Ahora yace en el suelo partido en dos.
Acabo de romper un adorno de valor incalculable y sólo llevo tres minutos sola.
Mierda.
Me agacho y examino el trozo más grande, el de la cola. Le ha quedado un borde dentado muy feo y hay varias astillas de cristal por el suelo. Esto no tiene arreglo.
Enloquezco de pánico. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Y si valía diez mil pavos como el sofá? ¿Y si es un preciado recuerdo de familia? ¿En qué estaría yo pensando, dando vueltas como una tonta?
Con mucho cuidado, recojo primero un trozo y luego el otro. Tengo que barrer las astillas y entonces…
Me interrumpe un pitido electrónico y doy un respingo. La pantalla gigante del otro lado se ha puesto azul y tiene un mensaje en mayúsculas verdes.
«Hola Myriam - ¿Cómo te va?»
¡caray! Puede verme, está mirándome. ¡Big Brother!
Del susto, me pongo de pie y meto los dos trozos del leopardo debajo de un cojín del sofá.
—Hola —le digo a la pantalla azul, con el corazón desbocado—. Ha sido sin querer, un accidente…
Silencio. La pantalla no se mueve ni reacciona.
—¿Frank?
Nada.
Vale, quizá no pueda verme, a fín de cuentas. Debe de estar tecleando desde el coche. Me acerco de puntillas ala pantalla y descubro un teclado adosado a la pared. Al lado hay un diminuto ratón plateado. Hago clic en respuesta y tecleo despacio: «Bien, gracias.»
Podría dejar la cosa ahí. Y encontrar el modo de arreglar el leopardo… o de reemplazarlo…
No, venga. No puedo empezar mi nuevo matrimonio ocultándole secretos a mi marido. He de ser valiente y confesar mi culpa. «Roto leopardo de cristal sin querer —tecleo—. Siento mucho. Confío no sea irremplazable.»
Pulso enviar y empiezo a pasearme arriba y abajo mientras espero la respuesta, diciéndome a mí misma que no debo preocuparme. Quiero decir, tampoco sé con seguridad si es de incalculable valor. Quizá lo ganamos en una rifa. Quizá era mío y Frank siempre lo encontró espantoso. ¿Cómo voy a saberlo?
Me desplomo en una silla, abrumada por lo poco que sé de mi propia vida. Si hubiera sabido que iba a darme un ataque de amnesia, me habría escrito una nota a mí misma. Me habría dejado unas cuantas pistas. «Cuidado con el leopardo de cristal, vale una fortuna. Posdata: Te gustan las arañas.»
Otro pitido en la pantalla. Contengo la respiración y levanto la vista.
«¡Claro que no es irremplazable! No te preocupes.»
Siento un alivio brutal. No hay problema.
«¡Gracias! —tecleo sonriendo—. No romperé nada más. ¡Lo prometo!»
No puedo creer que haya reaccionado de una manera tan exagerada. No puedo creer que haya escondido los trozos debajo de un cojín. ¿Acaso tengo cinco años? Ésta es mi casa. Soy una mujer hecha y derecha. Una mujer casada. Y he de empezar a comportarme como tal. Todavía sonriendo, levanto el cojín… y me quedo petrificada.
Chingao!
Los cristales han desgarrado el maldito sofá. Habré pillado la tela al meter con tanta prisa los trozos bajo el cojín. Y ahora la lujosa superficie crema está toda rasgada.
El sofá de diez mil libras.
Levanto la vista instintivamente hacia la pantalla pero desvío la mirada, muerta de miedo. No puedo decirle a Frank que además he arruinado el sofá. No puedo.
Está bien. Lo que haré es… no decírselo hoy. Lo dejaré para un momento mejor. Aturdida, arreglo los cojines otra vez para cubrir el estropicio. Ya está. Como nuevo. La gente no mira debajo de los cojines, ¿no?
Cojo los trozos del leopardo y me voy a la cocina, toda reluciente con sus armarios lacados de gris y sus suelos de goma. Encuentro un rollo de papel de cocina, envuelvo el leopardo, consigo localizar el cubo tras una serie de puertas aerodinámicas y tiro los trozos. Ok. Ya está. No voy a destrozar nada más.
Suena un timbre por todo el apartamento y me incorporo, más animada. Debe de ser Rosalie, mi nueva mejor amiga. Tengo muchas ganas de conocerla.


Rosalie resulta incluso más flacucha de lo que parecía en el DVD de la boda. Va con unos pantalones negros pirata, un jersey de pico de cachemir rosa y unas grandiosas gafas de sol de Chanel montadas sobre su pelo rubio. En cuanto abro la puerta, da un gritito y deja caer la bolsa de Jo Malone que lleva en la mano.
—Dios mío, Myriam —exclama consternada—. Mira tu pobre cara.
—¡Estoy bien! —digo para tranquilizarla—. Tendrías que haberme visto hace seis días. Llevaba una grapa de plástico en la cabeza.
—Pobrecita. ¡Qué pesadilla! —Recoge la bolsa y me besa en ambas mejillas—. Habría venido antes, pero sabes bien lo que tuve que esperar para conseguir esa reserva en el Cheriton Spa.
—Pasa. —Le indico la cocina con un gesto—. ¿Quieres un café?
—Encanto… —Me mira perpleja—. Yo no tomo café. El doctor André me lo prohibió, ya lo sabes.
—Ah, ya. —Hago una pausa—. La cuestión es… que no me acuerdo. Tengo amnesia.
Rosalie me mira de un modo educado e inexpresivo. ¿Lo sabrá ya? ¿Se lo habrá dicho Frank?
—No recuerdo nada de los últimos tres años. —Segundo intento—. Me golpeé la cabeza y se me ha borrado todo de la memoria.
—Ay, Dios. —Se lleva las manos a la boca—. Frank no paraba de hablar de amnesia y de que no ibas a reconocerme. ¡Pensaba que era una broma!
Me dan ganas de reírme de su expresión horrorizada.
—Pues no lo era. Para mí… eres una extraña.
—¿Una extraña? —Parece herida.
—Frank también —me apresuro a añadir—. Me desperté y no sabía quién era. Todavía no lo sé, en realidad.
Se hace un breve silencio mientras Rosalie procesa esta información. Finalmente, abre los ojos como platos, hincha las mejillas y se muerde el labio.
—Dios mío. ¡Es una pesadilla!
—No reconozco este lugar —digo abriendo los brazos—. Mi propia casa. Ni sé cómo es mi vida. Si pudieras echarme una mano o… contarme algunas cosas…
—Por supuesto. Vamos a sentarnos. —Entra en la cocina, deja la bolsa de Jo Malone encima del mármol y se sienta frente a una mesa ultramoderna de acero. Yo la imito mientras me pregunto si fui yo misma o fue Frank quien eligió esta mesa, o si la elegimos entre los dos.
Levanto la vista y me encuentro con sus ojos fijos en mí. Sonríe, pero veo que está alucinando.
—Ya lo sé —digo—. Es una situación extraña.
—¿Es permanente?
—Al parecer podría recobrar la memoria, pero nadie lo sabe con certeza. Ni cuándo. Ni hasta qué punto.
—Y aparte de eso, ¿te encuentras bien?
—Estoy bien, salvo que tengo una mano algo más lenta. —Alzo la mano izquierda—. He de hacer unos ejercicios. —Flexiono la mano tal como me ha enseñado a hacer el fisioterapeuta y Rosalie me observa con horrorizada fascinación. Como si se le fueran a salir los ojos de las órbitas.
—Qué pesadilla —susurra.
—El problema es que no sé nada de mi vida desde dos mil cuatro. Tengo un gran agujero negro. Los médicos dicen que debo hablar con mis amigos y tratar de hacerme una idea general, y que tal vez así se desencadenará algún recuerdo.
—Claro. Déjame que te ponga al día. ¿Qué quieres saber? —pregunta, echándose hacia delante.
—Bueno. —Medito un instante—. ¿Cómo nos conocimos?
—Fue hace unos dos años y medio. —Parece concentrarse—. En una fiesta. Frank me dijo: «Ésta es Myriam.» Y yo dije: «Hola.» ¡Así fue como nos conocimos! —concluye con una sonrisa radiante.
—Ya. —Me encojo de hombros, como disculpándome—. No lo recuerdo.
—Fue en casa de Trudy Swinson. Ya sabes, la que era azafata de vuelo y conoció a Adrian en un viaje a Nueva York. Todo el mundo dice que fue por él en cuanto vio su American Express negra… —Su voz se va apagando, como si sólo ahora empezara a darse cuenta de la enormidad de la situación—. Entonces… ¿no recuerdas ningún chisme?
—La verdad es que no.
—¡Dios mío! —Suelta un resoplido—. Tengo que ponerte al corriente de muchísimas cosas. ¿Por dónde empiezo? Vamos a ver. Estoy yo —saca un bolígrafo del bolso y empieza a escribir— y mi marido Clive, y la mala pécora de su ex, Davina. Espera a que te hable de ella y verás lo que es bueno. Y también están Jenna y Petey…
—¿Salimos alguna vez con mis otras amigas? —la interrumpo—. ¿Con Fi y Carolyn? ¿O Debs? ¿Las conoces?
—Carolyn. Carolyn. —Se da unos golpecitos en los dientes con el bolígrafo y arruga el entrecejo, pensativa—. ¿Esa francesa encantadora del gimnasio?
—No, Carolyn: mi amiga del trabajo. Y Fi. Debo de haberte hablado de ellas, seguro. Hemos sido amigas toda la vida… Salimos cada viernes…
Rosalie me mira imperturbable.
—La verdad, encanto, es que nunca me has hablado de ellas. Por lo que sé, tú no te relacionas con la gente del trabajo.
—¡Pero si es lo más divertido! Ir a las discotecas, bien emperifolladas, y ponernos ciegas de cócteles…
Rosalie se echa a reír.
—Myriam, yo nunca te he visto tomarte un cóctel. Tú y Frank estáis completamente metidos en el rollo del vino.
—¿Del vino? No puede ser. Yo lo único que sé del vino es que me atonta.
—Pareces un poco confusa —dice, inquieta—. Te he bombardeado con demasiada información. Olvidemos por ahora los cotilleos. —Aparta el papel donde ha ido escribiendo una serie de nombres y, al lado de cada uno, «encanto» o «mala pécora»—. ¿Qué te apetece hacer?
—Hagamos lo que solemos hacer cuando estamos juntas.
—¡De acuerdo! —Reflexiona un instante y se le ilumina la cara—. Deberíamos ir al gimnasio.
—El gimnasio —repito, procurando mostrar entusiasmo—. Claro… ¿Voy mucho al gimnasio?
—Cielo, ¡eres una adicta! Corres una hora cada día a las seis de la mañana.
¿A las seis? Yo no corro a ninguna hora. Te acaban doliendo las piernas y, además, se te bambolean todo el rato las tetas. Una vez participé en una carrera benéfica con Fi y Carolyn; era sólo un kilómetro y por poco me muero. Aunque al menos quedé mejor que Fi, porque ella a los dos minutos dejó de correr y siguió caminando el resto del circuito mientras se fumaba un cigarrillo. Para colmo, tuvo una trifulca con los organizadores y le prohibieron volver a participar en futuras campañas contra el cáncer.
—Pero no te apures. Hoy haremos una sesión suavecita —me dice para tranquilizarme—. Un masaje, por ejemplo, o una deliciosa clase de estiramientos. ¡Coge tu ropa deportiva y vamos!
—¡Ok! —Me levanto enérgicamente y camino dos pasos, pero me detengo—. Verás, me resulta un poquito embarazoso… pero el caso es que no sé dónde está mi ropa. Los armarios de nuestro dormitorio están llenos de trajes de Frank. No he visto nada mío.
Rosalie parece del todo pasmada.
—¿Que no sabes dónde está tu ropa? —De repente se le saltan las lágrimas de sus grandes ojos azules y empieza a abanicarse con una mano—. Perdona—dice tragando saliva—. Pero me estoy dando cuenta ahora de lo espeluznante que ha de resultarte todo esto. ¡Que se te haya olvidado incluso tu guardarropa! —Respira hondo para serenarse y me aprieta la mano—. Ven conmigo, cariño. Yo te lo enseño.


Deacuerdo. No podía encontrar mi ropa porque no está en un armario, sino en una habitación aparte, tras una puerta disimulada con un espejo. Y el motivo de que se necesite una habitación aparte es la cantidad inaudita de cosas que tengo.
Sólo de mirar esos percheros me mareo. Nunca había visto tal cantidad de ropa. Quiero decir, fuera de una tienda. Blusas blancas almidonadas, pantalones negros de corte impecable, vestidos en todos los matices desde el beige al marrón. Vestidos de gasa de noche. Medias enrolladas en un cajón especial. Braguitas de seda dobladas con etiqueta de La Perla. No hay nada que no parezca nuevo e inmaculado. Ni tejanos holgados, ni camisetas desaliñadas, ni viejos pijamas a los que has tomado cariño.
Paso la mano por una hilera de chaquetas, todas prácticamente idénticas salvo por los botones. No puedo creer que me haya gastado tanto dinero en ropa y que toda sea en distintas versiones del beige.
—¿Qué me dices? —Rosalie me mira con ojos chispeantes.
—¡Alucinante!
—Ann tiene un ojo increíble —apunta—. Es tu asistente de compras.
—¿Tengo una asistente de compras?
—Sólo para las piezas principales de la temporada. —Saca un vestido azul marino con tirantes espagueti y unos volantitos diminutos—. Mira, éste es el vestido que llevabas cuando nos conocimos. Recuerdo que pensé: «Ah, es la chica por la que Frank está loco.» ¡Fue la comidilla de la fiesta! Y permíteme que te lo diga, Myriam: un montón de chicas se llevaron un buen disgusto cuando se casaron… —Alarga la mano hacia un vestido largo negro—. Éste es el que llevaste en mi velada de misterio criminal. —Me lo pega al cuerpo—. Con una estola de piel y unas perlas… ¿no te acuerdas?
—No mucho.
—¿Y qué me dices de este Catherine Walker? De éste tienes que acordarte… O de tu Roland Mouret… —Va sacando un vestido tras otro, pero ninguno me resulta remotamente conocido. Llega a una funda de color claro y se detiene con un gritito—. ¡Tu vestido de boda! —Muy despacio, casi con veneración, abre la cremallera y saca el sedoso vestido blanco de tubo que vi en el DVD—. ¿No te vienen todos los recuerdos de golpe?
Miro el vestido y hago un esfuerzo para que mi memoria responda… pero nada.
—Ay, Dios. —Se lleva de pronto una mano a la boca—. ¡Tú y Frank tendan que renovar sus votos! Yo me encargaré de organizarlo. Podríamos montar una fiesta de estilo japonés y tú llevarías un kimono…
—Quizá —la interrumpo—. Es pronto aún. Ya lo pensaré.
—Umm. —Rosalie parece defraudada mientras guarda otra vez el vestido de boda. Luego se le enciende una bombilla—. Prueba con los zapatos. Tienes que acordarte de tus zapatos.
Me lleva al otro lado de la habitación y abre de par en par el armario. Yo me quedo turulata ante semejante muestrario de calzado. Todos ordenados, la mayoría de tacón alto. ¿Qué narices hago yo con zapatos de tacón?
—Es increíble —digo, volviéndome hacia ella—. Yo ni siquiera sé andar con tacones. Dios sabrá para qué los he comprado.
—Claro que sabes —replica desconcertada—. Por supuesto.
Meneo la cabeza.
—Qué va. Nunca he podido llevar tacones. Me caigo, me acabo torciendo el tobillo. Camino como una idiota.
—Cariño. —Me mira con los ojos como platos—. Tú te pasas la vida con tacones. Llevabas éstos la última vez que salimos a almorzar —dice mientras saca un par de zapatos negros con tacones de aguja de diez centímetros. El tipo de zapatos que yo ni siquiera miro en un escaparate.
Las suelas están rozadas; la etiqueta de dentro se ha borrado. Alguien los ha usado.
¿Yo?
—¡Póntelos! —me anima Rosalie.
Me quito los mocasines y, con cautela, introduzco los pies en los zapatos de tacón. Casi al momento, doy un traspié y tengo que agarrarme a ella.
—¿Lo ves? No sé mantener el equilibrio.
—Myriam, tú sabes andar perfectamente con estos zapatos —me repite con firmeza—. Yo te he visto.
—No puedo. —Hago ademán de quitármelos, pero Rosalie me aprieta el brazo.
—¡No! No te rindas tan fácilmente, cariño. Lo tienes dentro, estoy segura. Sólo tienes que… liberarlo.
Intento dar otro paso y el tobillo se me dobla como plastilina.
—Fatal —exclamo frustrada—. No estoy hecha para esto.
—Claro que sí. ¡Prueba otra vez! Busca el punto de apoyo. —Habla como si me estuviera entrenando para los juegos olímpicos—. ¡Tú puedes, Myriam!
Me tambaleo hasta el otro lado de la habitación y me agarro de una cortina.
—Nunca podré —me desespero.
—Claro que sí. No pienses. Distráete. ¡Ya sé! Cantaremos una canción. Tierra de esperanza y gloriaaa… Venga, Myriam, ¡canta!
Le hago caso a regañadientes. Espero que Frank no tenga una cámara de seguridad enfocándonos.
—Y ahora camina —continúa, dándome un suave empujón—. Venga.
—Tierra de esperanza y gloriaaa… —Tratando de concentrarme en la canción, doy un paso adelante. Y luego otro. Y otro.
¡Dios del cielo! Me está saliendo. ¡Sé andar con tacones!
—¿Lo ves? —exclama ella, triunfal—. ¡Te lo he dicho! Tú eres una chica con tacones.
Llego al otro lado de la habitación, giro con toda confianza y regreso otra vez, con una sonrisa de júbilo. ¡Me siento como una modelo en la pasarela!
—¡Ya sé hacerlo! ¡Es fácil!
—Ajá… —Alza la mano y chocamos las palmas. Luego abre un cajón, me elige ropa de deporte y lo mete todo en una bolsa grande—. En marcha.


Vamos en el coche de Rosalie. Es un Range Rover lujoso, con las iniciales de su nombre en la matrícula y el asiento trasero lleno de bolsas de diseño tiradas de cualquier manera.
—¿Y tú a qué te dedicas? —le pregunto mientras serpentea entre dos carriles.
—Hago un montón de trabajo voluntario —contesta muy seria.
—Wow. —Me siento un poquito avergonzada. A mí Rosalie no me parece que la haga como trabajadora voluntaria, pero eso sólo demuestra que estoy llena de prejuicios—. ¿De qué tipo?
—Planificación de eventos, sobre todo.
—¿Para alguna organización benéfica?
—No, sobre todo para amigos. Ya sabes: si necesitan que les eche una mano con las flores o los regalitos de una fiesta, o lo que sea… —dice, mientras le dirige una sonrisa encantadora al conductor de un camión—. Por favor, déjeme pasar, señor conductor… ¡Gracias! —Se mete en el otro carril y le lanza un beso por el retrovisor—. Hago algunas cosillas también para la empresa —añade—. Frank es un encanto y siempre me mete en la organización de almuerzos y cosas así. ¡Mierda, ahí hay obras! —Esquiva a un grupo de coches que tocan la bocina enfurecidos y sube el volumen de la radio.
—O sea, que Frank te cae bien. —Lo digo como quien no quiere la cosa, aunque me muero por saber lo que piensa.
—Es el marido perfecto. Absolutamente perfecto. —Se detiene en un paso cebra—. El mío es un monstruo.
—¿De veras?
—Bueno, en realidad yo también lo soy. —Se vuelve hacia mí y me mira muy seria con sus ojos azules—. Los dos somos muy volubles. Es una relación de amor y odio con todas las de la ley. ¡Ya llegamos!
Sale zumbando otra vez, se mete en un parking diminuto, para junto a un Porsche y apaga el motor.
—Tú ahora no te preocupes —dice mientras me conduce hacia una doble puerta de vidrio—. Ya sé que esto te resultará difícil, pero yo me encargo de hablar… ¡Hola!
Se abre paso muy decidida hasta una elegante recepción con asientos de cuero curtido y una fuente con guijarros.
—¿Cómo están, señoras…? —La recepcionista levanta la vista y se queda boquiabierta—. ¡Myriam! ¡Pobrecilla! Nos enteramos de tu accidente. ¿Ya te encuentras bien?
—Muy bien, gracias. —Esbozo una sonrisa—. Muchas gracias por las flores.
—La pobre Myriam sufre amnesia —explica Rosalie—. No se acuerda de este sitio. No se acuerda de nada. —Echa un vistazo alrededor, como buscando algo para ilustrarlo—. O sea que no se acuerda de esa puerta… ni de esa planta —añade señalando un helecho frondoso.
—¡Por Dios!
—Ya. —Asiente con aire solemne—. Una auténtica pesadilla. —Se vuelve hacia mí—. ¿No te trae esto recuerdos, Myriam?
—Eh… no mucho.
Todo el mundo me mira emocionado. Tengo la sensación de formar parte del Circo Amnesia.
—Venga —prosigue Rosalie, tomándome del brazo—. Vamos a cambiarnos. Quizá te acuerdes cuando te pongas el equipo.
Los vestuarios son los más majestuosos que he visto en mi vida, todo en madera y mosaico, con una música ambiental agradable. Me encierro en un cubículo y empiezo a ponerme las mallas y el body.
Para mi sorpresa y horror, advierto que el body termina en tanga. No puedo ponerme esto, me digo. El culo se me verá enorme.
Pero al parecer no tengo otra cosa, de modo que me lo pongo de mala gana y salgo del cubículo, tapándome los ojos. Esto puede ser un verdadero horror. Cuento hasta cinco y me obligo a echar una miradita.
Pues, la verdad, no estoy tan mal. Retiro las manos del todo y me contemplo a mí misma. Se me ve bien y delgada… distinta. Doblo un brazo, a ver qué pasa, y me sale un bíceps que nunca había visto. Lo miro estupefacta como si fuese un alien.
—Bueno, bueno. —Rosalie se me acerca con una malla y un top—. Por aquí. —Me guía hasta una sala muy espaciosa, donde ya hay un montón de mujeres acicaladas tendidas sobre esterillas de yoga.
—Perdón por el retraso —dice muy seria, mirando alrededor—. Pero es que Myriam sufre amnesia. No se acuerda de nada. De ninguna de vosotras.
Da la sensación de que está disfrutando.
—Hola. —Saludo tímidamente con la mano.
—Me enteré de tu accidente, Myriam —dice la profesora mientras se acerca con una sonrisa compasiva. Es una mujer delgada con el pelo rubio muy cortito y unos auriculares—. Tómatelo con calma por hoy. Siéntate donde quieras. Vamos a empezar trabajando en la esterilla.
—ok. Gracias.
—Estamos procurando estimular su memoria —interviene Rosalie—. O sea que ustedes actuen todas con normalidad.
Mientras las demás alzan los brazos, busco una esterilla y me siento. La gimnasia nunca ha sido mi fuerte, lo confieso. Trataré de hacerlo lo mejor posible. Estiro las piernas e intento tocarme la punta de los pies, aunque sé muy bien…
¡Anda! Me he tocado la punta de los pies. Es más: incluso puedo apoyar la frente en las rodillas… ¿Qué ha ocurrido aquí?
Todavía incrédula, intento el siguiente ejercicio. ¡Y también me sale! ¡Me he vuelto flexible! Mi cuerpo adopta cada posición como si lo recordase todo, aunque yo no lo recuerde.
—Y ahora, sólo para las que se vean capaces —dice la profesora—, la posición de danza avanzada…
Con precaución, empiezo a tirar de mi tobillo… ¡Obedece! Y me pongo… la pierna sobre la cabeza. ¡Como una contorsionista! Me dan ganas de gritar: «¡Mirenme, chicas!»
—No te fuerces, Myriam. —La profesora me mira alarmada—. Será mejor que te lo tomes con calma. Vamos a saltarnos esta semana el spagat con las piernas abiertas.
¿Yo… haciendo un spagat? Ni hablar. Eso ya es demasiado.


En los vestuarios, una vez terminada la clase, estoy eufórica. Me siento frente al espejo para secarme el pelo y miro cómo va pasando de un marrón húmedo a un castaño resplandeciente.
—Aún no puedo creerlo —le repito a Rosalie—. Yo siempre he sido medio mensa para estas cosas.
—Tienes una capacidad innata, cielo —dice, embadurnándose de crema hidratante—. Eres la mejor de la clase.
Yo apago el secador, me paso los dedos por el pelo y estudio mi reflejo. Por millonésima vez, los ojos se me van directamente hacia esa dentadura de anuncio y esos labios tan llenos… Mi boca no tenía este aspecto en 2004, eso seguro.
—Rosalie —digo, bajando la voz—. ¿Puedo hacerte una pregunta muy personal?
—Claro —susurra.
—¿Yo me he hecho alguna cosa? ¿En la cara? ¿Botox? ¿O…? —Bajo aún más la voz; no puedo creer que esté haciendo esta pregunta—. ¿O algo de cirugía?
—¡Cielo! —Se lleva un dedo a los labios, escandalizada—. ¡Chist!
—Pero…
—Chisssst… ¡Naturalmente que no! Todo, lo que se dice todo, es cien por cien natural —dice guiñándome un ojo. ¿Qué significa ese guiño?
—Rosalie, tienes que contármelo…
Me quedo con la palabra en la boca, distraída de repente por lo que veo en el espejo. Sin pensarlo siquiera, he sacado horquillas del bote que tengo delante, me he ido recogiendo el pelo como una sonámbula y, en menos de treinta segundos, me he hecho un moño perfecto.
«¿Cómo demonios lo he hecho?»
Mientras me miro las manos como si no fuesen mías, siento una especie de histeria. ¿Qué más sabré hacer? ¿Desactivar una bomba? ¿Desnucar con el canto de la mano?
—¿Qué te pasa? —me pregunta Rosalie.
—Acabo de recogerme el pelo. —Señalo el espejo—. Mira. ¿No es increíble? No había hecho esto en mi vida.
—Claro que sí. Siempre lo llevas así cuando vas a la oficina.
—Yo no lo recuerdo. Es… como si Superwoman se hubiera apoderado de mí. O algo así. Sé andar con tacones, sé hacerme un moño en el pelo y un spagat en el suelo con las piernas abiertas… ¡Me siento como la mujer perfecta! ¡No soy yo!
—¡Eres tú, cielo! —Rosalie me aprieta el brazo—. Y será mejor que te acostumbres.


Almorzamos en un establecimiento de jugos y charlamos con un par de chicas que parecen conocerme. Luego Rosalie me lleva a casa. Mientras subimos en el ascensor, me siento repentinamente exhausta.
—¡Bueno! —dice al entrar en el apartamento—. ¿Quieres que echemos otro vistazo a tu ropa? ¿A los trajes de baño?
—La verdad es que estoy agotada —le digo, disculpándome—. ¿Te importa si me voy a descansar un rato?
—Claro que no. —Me da una palmadita—. Me quedaré por si necesitas algo.
—No seas tonta. Estoy bien y luego vendrá Frank. De verdad. Gracias, Rosalie. Has sido muy amable.
—¡Querida! —Me da un abrazo y recoge su bolso—. Te llamaré. ¡Cuídate!
Está a punto de salir cuando se me ocurre algo.
—¡Rosalie! —la llamo—. ¿Qué le preparo a Frank para cenar?
Ella me mira atónita. Supongo que es una pregunta un poco rara, así de sopetón.
—Es que se me ha ocurrido que tú sabrías lo que le gusta —le digo riendo, medio incómoda.
—Cariño… —Pestañea—. Tú no haces la cena. Es Gianna quien la hace, tu ama de llaves. Debe de estar de compras ahora. Luego vendrá, hará la cena, preparará las camas…
—Ah, bueno. ¡Claro! —Asiento rápidamente, como si ya lo supiera.
Vaya vida. Yo nunca he tenido una sirvienta, no digamos un ama de llaves en plan hotel de cinco estrellas.
—Bueno, pues me voy a la cama. Hasta luego.
Rosalie me lanza un beso y cierra la puerta. Luego me voy a mi habitación, pintada en tono crema y recubierta de lujosa madera oscura. La cama, tapizada de ante, es enorme. Frank ha insistido en que me quede el dormitorio principal, lo cual es muy amable de su parte. A decir verdad, la habitación de invitados es bastante suntuosa también. De hecho, creo que tiene su propio Jacuzzi, o sea que no se puede quejar.
Me quito los zapatos de una patada, me deslizo bajo la funda nórdica y siento un gran relax en el acto. Ésta es la cama más cómoda que he probado en mi vida. Me remuevo un poco, deleitándome con la suavidad de las sábanas y el tacto mullido de las almohadas.
Mmmm… qué placer. Voy a cerrar los ojos y echar un pequeño…


Me despierta una luz tenue y un tintineo de vajilla.
—¿Querida? —dice una voz detrás de la puerta—. ¿Ya estás despierta?
Me incorporo con dificultad, restregándome los ojos.
—Eh…hola.
Se abre la puerta y entra Frank con una bandeja y una bolsa.
—Has dormido durante horas. Te traigo algo para cenar. —Se acerca, coloca la bandeja en la cama y enciende la lamparilla—. Sopa de pollo thai.
—¡Me encanta la sopa tailandesa! ¡Gracias!
Frank sonríe y me alcanza una cuchara.
—Rosalie me ha dicho que han ido al gimnasio.
—Sí, ha sido genial. —Tomo una cucharada; la sopa es deliciosa y estoy muerta de hambre—. ¿Podrías traerme un poquito de pan?
—¿Pan? —dice, frunciendo el entrecejo—. Nunca compramos pan, cariño. Los dos seguimos una dieta sin carbohidratos.
Ah, vaya. Me había olvidado de ese detallito.
—No pasa nada. —Le sonrío y tomo otra cucharada. Creo que me adaptaré. Todo controlado.
—Lo cual me lleva a este pequeño regalito —prosigue Frank—. Bueno, dos regalitos. Éste es el primero…
Mete la mano en la bolsa y saca un cuaderno plastificado de espiral, que me entrega tras unas cuantas florituras en el aire. La portada es una fotografía en color de los dos con nuestros vestidos de boda. El título dice:
Frank y Myriam Gardiner: Manual Conyugal.
—El médico nos propuso que escribiéramos todos los detalles de nuestra vida juntos, ¿te acuerdas? —Parece orgulloso—. Pues yo he preparado este librito para ti. La respuesta a cualquier pregunta que te hagas sobre nuestro matrimonio y nuestra vida en común debería estar aquí.
Paso la primera página y leo un encabezamiento:
Frank y Myriam.
Un matrimonio mejor para un mundo mejor.
—¿Tenemos un lema?
—Se me acaba de ocurrir. —Se encoge de hombros con modestia—. ¿Qué te parece?
—¡Fantástico! —Ojeo el cuaderno. Entre el texto aparecen intercalados titulares, fotografías e incluso esquemas hechos a mano. Hay apartados dedicados a las vacaciones, a la familia, a la colada, a los fines de semana…
—He organizado las entradas en orden alfabético —me explica—. Y he añadido un índice. Creo que te resultará fácil de utilizar.
Paso las páginas hasta el final y le echo un vistazo al índice.
Laca - ver Tocador
Lechuga, pp. 5,23
Lenguas, p. 24
¿«Lenguas»? Busco rápidamente la página 24.
—No lo leas ahora. —Frank me cierra suavemente el cuaderno—. Necesitas comer y dormir.
Miraré «Lenguas» más tarde. Cuando se haya ido.
Termino la sopa y me vuelvo a echar con un suspiro.
—Muchas gracias, Frank. Me ha venido de fábula.
—No es ninguna molestia, querida. —Me retira la bandeja y la pone sobre la mesita. Repara en mis zapatos, que he dejado tirados por el suelo de cualquier manera—. Myriam —dice con una sonrisa—, los zapatos van en el vestidor.
—Ah, perdón.
—No pasa nada. Hay mucho que aprender. —Se acerca a la cama y se lleva la mano al bolsillo—. Y éste es el otro regalito…
Saca un pequeño joyero de cuero y siento un hormigueo de incredulidad. Mi marido me da un regalo en el estuche más pijo que he tenido en las manos… Igual que en las películas.
—Quiero que tengas algo que recuerdes que yo te he regalado —dice con una sonrisa triste, y señala el joyero—. Ábrelo.
Levanto la tapa y me encuentro un diamante resplandeciente ensartado en una cadena de oro.
—¿Te gusta?
—¡Es… alucinante! —balbuceo—. ¡Me encanta! ¡Muchas gracias!
Alarga una mano y me acaricia el pelo.
—Me alegro de que estés en casa, Myriam.
—Y yo me alegro de estar en casa —respondo con fervor.
Lo digo casi de verdad. Quizá no pueda afirmar que me siento del todo en casa. Pero sí me siento como en un hotel de cinco estrellas, lo cual es incluso mejor. Él, con una expresión tierna, juguetea con un mechón de mi pelo.
—Frank —empiezo con timidez—. Cuando nos conocimos, ¿qué viste en mí? ¿Por qué te enamoraste de mí?
Una sonrisa nostálgica cruza su rostro.
—Me enamoré de ti, Myriam, porque eres dinámica, porque eres eficiente. Porque ambicionas el éxito, como yo. La gente dice que somos duros, pero no es verdad. Somos profundamente competitivos, eso sí.
—ok —digo tras una pausa.
A decir verdad, yo nunca me he considerado tan competitiva. Pero quizá sí lo soy en 2007.
—Y me enamoré de tu preciosa boca. —Me toca suavemente el labio superior—. De tus hermosas piernas. Y de la manera que tienes de balancear el maletín.
«Ha dicho “preciosa”.»
Lo escucho sumida en un trance. Me gustaría que siguiera eternamente. Nadie me había hablado así. Nunca.
—Ahora tengo que dejarte. —Me da un beso en la frente y recoge la bandeja—. Que duermas bien. Nos vemos por la mañana.
—Hasta mañana —murmuro—. Buenas noches, Frank… Y gracias.
Cierra la puerta y me deja sola con mi collar, mi manual conyugal y una sensación de euforia. Tengo un marido de ensueño. E incluso mejor. Me ha traído a la cama una sopa thai, me ha regalado un diamante y me ha dicho que se prendó de mi modo de balancear el maletín.
Debo de haber sido Gandhi. Por lo menos.
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¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 Empty Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.

Mensaje  Anyannca Jue Feb 11, 2010 7:25 pm

CAPITULO 8


Paladar, p. 49, ver también Menú Diario y Comer Fuera
Pasta e hilo dental, p. 50
Preliminares (para el sexo), p. 51
¡No me digas que ha incluido un apartado de «preliminares»…!
Llevo hojeando el manual conyugal desde que me levanté esta mañana. Es una auténtica pasada. Tengo la sensación de estar espiándome a mí misma. Y no digamos a Frank. Lo sé todo: desde dónde se compra las corbatas hasta qué piensa del gobierno. También que cada mes se revisa el escroto por si le salen bultitos. (Lo cual es más de lo que esperaba, la verdad. ¿Hacía falta mencionar el escroto?)
Es la hora del desayuno y estamos los dos en la cocina. Frank lee el Financial Times; yo consulto el índice para ver qué como normalmente. Comida me remite a Paladar —¡qué sofisticado!— y dos líneas más abajo descubro Preliminares, que aún me parece más interesante. Con disimulo, paso a la página 21.
¡Ha escrito tres párrafos sobre los preliminares! Bajo el título «Procedimiento habitual», leo: «… recorriendo, con un movimiento regular… por lo general en el sentido de las agujas del reloj… una suave estimulación del interior de los muslos…»
Casi escupo el café. Frank levanta la vista.
—¿Todo bien, cariño? —Me sonríe—. ¿Te resulta útil el manual? ¿Encuentras lo que necesitas?
—¡Sí! —digo, saltando apresuradamente a otro apartado, como un niño al que han pillado buscando palabrotas en un diccionario—. Quería saber qué suelo tomar de desayuno.
—Gianna te ha dejado beicon y huevos revueltos en el horno. También sueles tomar Jugo verde. —Me señala una jarra llena de una especie de agua turbia—. Es una bebida vitamínica y un supresor natural del apetito.
Yo suprimo un estremecimiento.
—Creo que me lo voy a saltar por hoy. —Me sirvo beicon y huevos revueltos y trato de sofocar las ganas de zamparme tres buenas rodajas de pan integral.
—El coche nuevo deberían entregártelo esta mañana—dice mientras bebe un sorbo de café—. El otro quedó inservible. Aunque supongo que no tienes mucha prisa por volver a conducir.
—No lo había pensado —respondo, sin saber qué decir.
—Ya lo iremos viendo. Tampoco puedes hacerlo, en realidad, hasta que vuelvas a pasar el examen de conducir. —Se limpia los labios con una servilleta de lino y se pone en pie—. Otra cosa, Myriam. Si te parece bien, me gustaría programar una cena para la semana que viene. Sólo unos pocos viejos amigos.
—¿Una cena? —repito con aprensión. No soy muy dada a ofrecer cenitas en casa. Salvo que cuente en esa categoría un plato de pasta en el sofá mientras dan Will and Grace en la tele.
—No tienes por qué preocuparte. —Me pone las manos en los hombros con suavidad—. Gianna se encargará de la comida. Tú lo único que has de hacer es ponerte guapa. Pero si no te apetece, lo olvidamos…
—¡Claro que me apetece! —me apresuro a responder—. Ya estoy cansada de que todo el mundo me trate como a una inválida. ¡Me encuentro estupendamente!
—Bueno. Pues eso me lleva a otro asunto. El trabajo —dice mientras se pone la chaqueta—. Evidentemente, aún no estás preparada para reincorporarte del todo, pero Simon se preguntaba si no te gustaría ir de visita a la oficina. Simon Johnson —me aclara—. ¿Te acuerdas de él?
—¿Simon Johnson? ¿El director general?
—Ajá—asiente—. Llamó anoche. Tuvimos una buena charla. Es un gran tipo.
—Ni siquiera creo que haya oído hablar de mí.
—Myriam, tú eres un miembro importante del equipo directivo —me explica con paciencia—. Por supuesto que ha oído hablar de ti.
—Ah, ok. Claro.
Mastico mi beicon, simulando indiferencia, pero me dan ganas de dar unos gritos de alegría. Esta nueva vida cada vez se pone más interesante. ¡Un miembro importante del equipo directivo! ¡Simon Johnson sabe quién soy! ¡Uf!
—Nos pareció que podría serte de ayuda pasarte un rato por el despacho. Quizá contribuya a refrescarte la memoria. Y de paso servirá para tranquilizar al departamento.
—Me parece una gran idea —digo entusiasmada—. Podré empezar a familiarizarme con mi nuevo trabajo, ver a las chicas, almorzar con ellas…
—Tu adjunto ha ocupado tu puesto —añade, consultando un bloc de notas de la cocina—. Byron Foster. Sólo hasta que vuelvas, desde luego.
—¿Byron, mi adjunto? —No me lo puedo creer—. ¡Si era mi jefe!
El mundo al revés. Todo irreconocible. Me muero de ganas de llegar a la oficina y ver qué narices pasa.
Frank anota algo en su agenda BlackBerry, la guarda y recoge su maletín.
—Que tengas un buen día, cariño.
—Tú también, eh… cariño.
Me pongo de pie y él lo hace al mismo tiempo. Una corriente repentina fluye entre ambos. Lo tengo apenas a unos centímetros. Llega hasta mí la fragancia de su loción e incluso veo el minúsculo rasguño que se ha hecho en el cuello al afeitarse.
—Aún no me he leído el manual entero. —Me siento muy torpe de repente—. ¿Lo normal es… es que ahora te dé un beso?
—Normalmente sí, en efecto. —Él también está agarrotado—. Pero, por favor, no te sientas…
—¡No! ¡Si yo quiero! O sea… tenemos que hacer lo que hacíamos siempre, ¿no? —Me estoy ruborizando—. Entonces… ¿yo te besaría en la mejilla?, ¿o en los labios?
—En los labios. —Se aclara la garganta—. Eso sería lo normal.
—Ok —digo—. Umm… —Le paso los brazos por la cintura para parecer natural—. ¿Así? Dime si no lo hago exactamente…
—Más bien con una sola mano —me corrige él tras un instante de reflexión—. Y un poco más arriba.
—De acuerdo. —Le deslizo una mano hasta el hombro y dejo caer la otra, con la sensación de estar practicando bailes de salón. Manteniendo la posición, alzo la cabeza.
Entonces reparo en que tiene un extraño bultito en la punta de la lengua. OK. No lo miraré. Concéntrate en el beso. Él se inclina hacia mí y sus labios rozan los míos brevemente. Sentir, sentir… no siento nada.
Yo creía que nuestro primer beso desencadenaría una avalancha de recuerdos y sensaciones. Quizá una súbita imagen de la torre Eiffel o de nuestra boda. O de nuestro primer morreo… Pero mientras él se aparta, no siento más que un gran vacío en mi interior. Me mira con expectación y yo me apresuro a buscar algo estimulante que decir.
—¡Ha sido encantador! Muy…
La voz se me atraganta. Sólo se me ocurre la palabra «veloz», que no me parece demasiado indicada.
—¿Te ha traído algún recuerdo? —Me mira con atención.
—Bueno… no —digo, como disculpándome—. Pero eso no significa que no haya sido… O sea, sí… ¡estoy excitada! —Las palabras me salen de sopetón, sin que pueda detenerlas.
¿Por qué lo habré dicho? Yo no estoy excitada.
—¿De veras? —Frank parece iluminarse y deja el maletín.
Oh, no. ¡Nooooo!
Aún no puedo acostarme con él. Primero, porque ni siquiera lo conozco, o casi. Y segundo, porque no he leído lo que ocurre tras la suave estimulación del interior de los muslos.
—Pero no excitada en ese sentido —corrijo a toda prisa—. O sea, lo justo para saber… para darme cuenta… Es decir, obviamente, tenemos una gran… en el terreno… de cama, digamos…
«Basta. Cierra el pico, Myriam.»
—Bueno. —Le dirijo la sonrisa más radiante que puedo—. Que pases un gran día.
—Tú también. —Me toca la mejilla con suavidad y se da media vuelta. En cuanto oigo que la puerta se cierra, me dejo caer en una silla. Ha ido por los pelos. Cojo el manual. Además de los Preliminares, he de buscar varias palabras por la F.
Frecuencia (Sexual) es una. Y no digamos Felación (sexo oral masculina).
Tengo para un buen rato.


Dos horas y tres tazas de café más tarde, cierro el manual conyugal y me reclino, con la cabeza rebosante de información. Lo he leído de cabo a rabo y ahora sí me hago una idea de conjunto.
He descubierto que Frank y yo pasamos a menudo el fin de semana en «hoteles con encanto». Que nos gusta mirar documentales de negocios y también El ala oeste. Que tuvimos opiniones muy distintas sobre Brokeback Mountain, que es —primera noticia— una peli sobre vaqueros gays. (¿Vaqueros gays? ¡No manches!)
Me entero de más cosas. Que los dos compartimos una verdadera pasión por el vino y por la región de Burdeos. Que soy una persona «motivada», «centrada» y dispuesta a trabajar «veinticuatro horas para que las cosas salgan adelante». Que «no soporto a los idiotas», que «detesto perder el tiempo» y que soy de la clase de personas que «aprecian las cosas buenas de la vida».
Toda una novedad para mí.
Me levanto y me acerco a la ventana, intentando digerir lo que acabo de leer. Cuanto más descubro sobre esta Myriam de veintiocho años, mayor es la sensación de que es una persona muy distinta de mí. No sólo parece diferente. Es diferente. Es una ejecutiva. Lleva ropa beige de diseño y lencería de La Perla. Entiende de vinos y jamás come pan.
Es una adulta. Exactamente. Me miro en el cristal y mi rostro de veintiocho años me devuelve la mirada.
¿Cómo demonios me las arreglé para dejar de ser yo y convertirme… en ella?
Con un impulso repentino, me voy al dormitorio y entro en el vestidor. Tiene que haber alguna clave por ahí. Me siento ante un tocador minimalista y lo examino en silencio.
Esto mismo, para empezar. Mi antiguo tocador estaba pintado de rosa y era un desbarajuste total: un montón de pañuelos y collares colgados sobre el espejo y tarros de maquillaje desperdigados por todas partes. Este tocador, en cambio, está impoluto. Tarros plateados en hileras; un platillo con un par de pendientes y un espejo de mano art déco. Nada más.
Abro un cajón al azar y encuentro un montón de pañuelos doblados impecablemente. Encima, un DVD con la inscripción «El Aprendiz: EP1» escrita con rotulador. Lo examino perpleja hasta que comprendo de qué se trata. Es ese programa del que me hablaba Amy. ¡Soy yo, en la tele!
Dios, esto tengo que verlo. Primero porque me muero por ver qué aspecto tenía cuando salí. Y segundo porque es otra pieza importante del puzle. En ese reality show fue donde me vio Frank por primera vez. Supuso, además, un cambio importante en mi carrera. Seguramente yo no tenía ni idea entonces de lo decisivo que iba a ser.
Corro hacia el salón, encuentro (no sin dificultades) el reproductor de DVD tras un panel translúcido y lo meto en la ranura. Enseguida aparecen los títulos del programa en todas las pantallas del apartamento; adelanto la grabación hasta que surge mi rostro en pantalla. Me preparo para morirme de vergüenza y esconderme detrás del sofá, y pulso play.
Sin embargo, la verdad es que no tengo tan mala pinta. Los dientes ya los tengo chapados o barnizados o como se diga, aunque los labios se me ven mucho más finos. (Ya no hay duda: tengo implantes de colágeno.) Llevo el pelo castaño recogido en una cola, traje chaqueta negro y una blusa verde mar. En conjunto, un aire de ejecutiva total.
«He de triunfar —le digo a un entrevistador que no aparece en pantalla—. Tengo que ganar el concurso.»
¡Caray, nena! Qué seria se te ve. No lo entiendo. ¿Qué mosca me habrá picado para querer ganar de repente un concurso de negocios?
—Buenos días, señora Myriam.
Me vuelvo de un brinco y veo a una mujer cincuentona. Me ha dado un susto de muerte, la mujer. Me apresuro a pulsar stop y me la quedo mirando. Lleva el pelo entrecano recogido en un moño, va con un guardapolvo floreado y sostiene un cubo lleno de utensilios de limpieza. En el bolsillo del guardapolvo lleva prendido un iPod, y desde los auriculares que tiene en los oídos me llegan los compases de una ópera.
—¡Ya está levantada! —me dice con voz penetrante—. ¿Cómo se encuentra? ¿Mejor? —Su acento es difícil de identificar, una mezcla de cockney e italiano.
—¿Usted es Gianna? —pregunto con cautela.
—Ay, Señor. —Se persigna y se besa los dedos—. El señor Frank ya me lo advirtió. No tiene usted bien la cabeza, pobrecilla.
—Me encuentro bien, en realidad—digo apresuradamente—. Sólo he perdido un poquito la memoria. Voy a tener que aprenderlo todo sobre mi vida otra vez.
—Bueno, yo soy Gianna. —Se señala con un dedo, por si hubiera dudas.
—Genial. Y… gracias. —Me hago a un lado; ella se acerca a la mesita de café y empieza a repasar con un plumero la superficie de vidrio mientras tararea la música de su iPod.
—¿Conque estaba mirando su programa de televisión? —me dice, echando un vistazo a la enorme pantalla.
—Pues… sí. A ver si lo recordaba. —La apago a toda prisa. Ella, entretanto, se pone a sacarles brillo a las fotos enmarcadas.
Empiezo a retorcerme los dedos, nerviosa. ¿Cómo puedo estar aquí plantada, mirando cómo me limpia la casa otra mujer? ¿No debería ofrecerme a ayudarla?
—¿Qué le gustaría que prepare para cenar esta noche? —pregunta mientras ahueca los almohadones del sofá.
—¡Oh! —exclamo, horrorizada—. ¡Nada, gracias! ¡De veras!
Ya sé que Frank y yo somos ricos, pero no puedo pedirle a alguien que me prepare la cena. Me parece obsceno.
—¿Nada? —Hace una pausa—. ¿Es que van a salir?
—No. Sólo que… quizá me encargue yo misma de la cena.
—Ya veo —dice—. Como usted guste. —Con aire tenso, agarra el siguiente almohadón y lo zarandea con vigor—. Espero que le gustase la sopa de ayer —añade sin mirarme.
—Estaba deliciosa —me apresuro a decir—. ¡Muchas gracias! Un sabor exquisito.
—Me alegro —responde con voz agarrotada—. Lo hago lo mejor que puedo.
Ay, Dios. ¿Se habrá ofendido?
—Ya me dirá qué quiere que le compre para que prepare usted —prosigue, todavía golpeando el almohadón—. Si lo que quiere es algo nuevo o diferente…
Mierda. Se ha ofendido.
—Eh… Bueno. —Me sale la voz rasposa de puros nervios—. ¿Sabe qué, Gianna?, pensándolo bien… Quizá podría preparar alguna cosilla. Pero, vaya, sin complicarse demasiado. Con un sándwich bastará.
—¿Un sándwich? —Me mira alucinada—. ¿Para cenar?
—Bueno, lo que usted quiera. Lo que disfrute más cocinando.
Incluso mientras lo digo, me doy cuenta de lo rematadamente estúpido que suena. Me alejo titubeante, cojo una revista sobre propiedades inmobiliarias de una mesita rinconera y ojeo un artículo sobre fuentes japonesas.
¿Cómo voy a acostumbrarme a todo esto? ¿Cómo he podido convertirme en una señorona con ama de llaves, por el amor de Dios?
—¡Ay, madonna! ¡El sofá! —aúlla Gianna.
Ahora suena más italiana. Se arranca de los oídos los auriculares del iPod y me señala la tela rasgada con expresión horrorizada.
—¡Mire! ¡Toda desgarrada! Ayer no estaba así. —Me mira a la defensiva—. Se lo juro. Cuando yo me fui estaba en perfectas condiciones. No tenía una sola marca…
Me sonrojo hasta la raíz del cabello.
—Fui… yo —tartamudeo—. Es culpa mía.
—¿Suya?
—Fue un accidente —digo a trompicones—. Lo hice sin querer. Se me rompió ese leopardo de cristal… —Casi estoy jadeando—. Encargaré otro sofá, no se preocupe. Pero no se lo diga a Frank. Él no lo sabe.
—¿Cómo que no lo sabe? —repite, desconcertada.
—Puse el almohadón encima. —Trago saliva—. Para taparlo.
Gianna me mira fijamente sin poder creerme. Yo le sostengo la mirada, suplicante, conteniendo el aliento. Su severo rostro se contrae por fin en una sonrisa. Deja el almohadón en el sofá y me da una palmadita en el brazo.
—Yo lo coseré. Con puntadas pequeñas. Su marido no se enterará.
—¿De veras? —Siento una oleada de alivio—. Gracias a Dios. Sería maravilloso. Le estaría eternamente agradecida.
Ella me mira con los brazos cruzados.
—¿Está segura de que no le pasó algo raro cuando se dio en la cabeza? —dice finalmente—. Como… ¿un trasplante de personalidad?
—¿Qué? —Suelto una carcajada—. No creo…
Suena el portero automático.
—Es para mí. Será mejor que responda. —Corro hacia la puerta y descuelgo el telefonillo—. ¿Diga?
—¿Señora Gardiner? —dice una voz gutural—. Vengo a entregarle el coche.


Mi nuevo coche me espera frente al edificio, en una plaza de parking que, según el portero, es mía. Es de color plateado, un Mercedes (lo sé por la insignia que lleva en el morro), y además descapotable. No sabría dar más detalles: no entiendo nada de coches. Aunque es evidente que habrá costado una fortuna.
—Tiene que firmar aquí… y aquí —me dice el empleado, con una tablilla en la mano.
—Muy bien. —Hago un garabato.
—Aquí están las llaves… La chapa del impuesto de circulación… Y los papeles… Gracias. —El tipo me quita el bolígrafo de la mano y se aleja hacia la entrada, dejándome sola con el coche, un montón de papeles y un reluciente juego de llaves. Las hago tintinear con un escalofrío de excitación.
Ya lo he dicho: nunca me han interesado los coches.
Pero, claro, tampoco había tenido nunca tan a mano un Mercedes nuevecito. Un Mercedes que, además, es mío.
Voy a echarle un vistazo por dentro. De manera instintiva, sostengo el mando y aprieto un botoncito. Casi doy un respingo cuando se oye un pitido y destellan todos los faros.
Bueno. Por lo visto, esto lo he hecho otras veces. Abro la puerta, me deslizo en el asiento del conductor y respiro hondo.
Wow. Esto sí es un coche. No como el birrioso Renault de Chungo Dave (descalificado a perpetuidad). Noto el maravilloso y embriagador aroma del cuero nuevo. Los asientos son amplios y muy cómodos. El salpicadero de madera reluce de barniz. Pongo lentamente las manos en el volante. Parecen aferrarlo con toda naturalidad, como si hubieran pasado mucho tiempo en esa posición. De hecho no quiero moverlas de ahí.
Permanezco sentada un rato mientras observo cómo se abre la entrada para dejar salir un BMW.
La cuestión es que… sé conducir. En algún momento debí de aprobar el examen, aunque ahora no lo recuerde.
Y éste es un coche chulísimo. Sería una pena no dar una vueltita.
Meto la llave (para ver qué pasa) en la ranura que hay junto al volante… y entra perfecta. La giro, como he visto hacer a la gente, y el motor suelta una especie de rugido de protesta. Mierda. ¿Qué he hecho ahora? La vuelvo a girar con más cuidado y esta vez no hay rugido: sólo unas cuantas lucecitas que se encienden en el salpicadero.
¿Y ahora qué? Reviso los mandos con la esperanza de encontrar alguna inspiración, pero no me llega ninguna. No tengo ni idea de cómo funcionan estos cacharros, la verdad. No tengo recuerdos de haber conducido en mi vida.
Pero la cuestión sigue siendo que lo he hecho. Es igual que caminar con tacones: una destreza que está en mi interior. Lo único que tengo que hacer es permitir que mi cuerpo tome el mando. Si logro distraerme, tal vez me encuentre de pronto conduciendo de forma automática.
Sujeto el volante con firmeza. Allá vamos. Piensa en otra cosa. La, la, la. No pienses en conducir. Deja que tu cuerpo haga lo que le surja espontáneamente. Relájate. Quizá debería cantar una canción. La otra vez funcionó.
—Tierra de esperanza y gloriaaa—empiezo, medio desafinando—, madre de los hombres libreees…
Dios mío. ¡Funciona! Mis manos y pies empiezan a moverse de modo sincronizado. No me atrevo a mirarlos. Lo único que sé es que he girado la llave y pisado un pedal, luego se ha oído un ruido sordo y… ¡bingo! ¡Lo he arrancado!
Siento la vibración del motor, como si quisiera salir zumbando. Vale, tranquila. Respiro hondo, aunque por dentro me está entrando pánico. Estoy frente a los mandos de un Mercedes en marcha y ni siquiera sé cómo ha ocurrido.
Bueno. Serenidad, Myriam.
Freno de mano. Sé lo que es: hasta ahí llego. Y el cambio de marchas. Muy bien. Libero los dos poco a poco y el coche empieza a moverse.
Instintivamente, piso un pedal a fondo; el coche da un brinco y suelta un chirrido espantoso. Mierda. Eso no ha sonado nada bien. Retiro el pie y el coche se desliza hacia delante de nuevo. No estoy segura de querer que siga así. Procurando conservar la calma, vuelvo a pisar el pedal. Pero esta vez no se detiene, sigue adelante. Piso a fondo y el coche da un acelerón, como un prototipo de carreras.
—¡Mierda! Vale, párate ya… ¡Quieto! —Tiro del volante, pero no sirve de nada: esto no es un caballo. Y no sé cómo controlarlo. Nos dirigimos poco a poco hacia un deportivo de lujo que está aparcado enfrente y a mí no se me ocurre cómo demonios frenar. A la desesperada, lanzo ambos pies a fondo y piso los dos pedales, lo que desencadena un chirrido de frenos tremendo.
Ay, Dios, ay, Dios… Me arde la cara; las manos me sudan. Nunca tendría que haberme subido a este coche. Si acabo estrellándolo, Frank se divorciará de mí y no podré culparlo.
—¡Quieto! —grito otra vez.
De repente, reparo en un tipo moreno con tejanos que cruza la entrada. En cuanto me ve avanzando hacia el deportivo, se pone a gritar con la cara descompuesta:
—¡Frena! —Su voz me llega amortiguada a través del cristal.
—¡No puedo!
—¡Gira! —Con ambos manos, hace el gesto de girar el volante.
El volante. Claro. Mira que soy mensa. Doy un brusco volantazo a la derecha (casi me disloco los brazos) y consigo desviarme del deportivo. Sólo que ahora voy directa al muro de ladrillo.
—¡Frena! —El tipo corre a mi lado—. ¡Frena, Myriam!
—Pero si no…
—¡Frena, por el amor de Dios! —chilla.
El freno de mano, recuerdo de golpe. Rápido. Tiro de él con las dos manos y el coche para en seco, con una sacudida. El motor sigue en marcha, pero el coche ya no se mueve. Al menos no he chocado ni me he llevado nada por delante.
Estoy jadeando. Aún tengo las manos aferradas a la palanca del freno. No volveré a conducir. Nunca más.
—¿Estás bien? —El tipo se inclina junto a la ventanilla.
Tras unos instantes, acierto a levantar una mano del freno. Voy pulsando botones de la puerta hasta que se baja la ventanilla.
—¿Qué ha pasado?
—Me ha entrado pánico. No sé conducir, en realidad. Creía que me acordaría, pero me he asustado… —Sin previo aviso, noto que me resbala una lágrima por la mejilla—. Lo siento —digo tragando saliva—. Estoy un poco desquiciada. Tengo amnesia.
El tipo me mira como si le hablara en cantonés. Tiene una cara bastante llamativa, ahora que me fijo. Pómulos altos, ojos negros y cejas tupidas arqueadas en un entrecejo fruncido. El pelo castaño oscuro y desordenado. Lleva una camiseta gris sobre los tejanos y parece mayor que yo: treinta y pocos, le calculo.
Ahora se ha quedado mudo. Completamente sorprendido. No es para menos, imagínate: el hombre entra en un aparcamiento, pensando en sus asuntos, y se encuentra a una chica a punto de estrellar un Mercedes y que dice sufrir amnesia.
Quizá no me cree, se me ocurre de pronto. Quizá piensa que estoy borracha y que todo lo demás es una excusa rebuscada.
—Tuve un accidente de tráfico hace unos días —le explico a trompicones—. De verdad. Y me golpeé la cabeza. —Señalo los cortes que aún se me ven en la cara.
—Sé que tuviste un accidente —dice por fin. Tiene una voz peculiar: seca e intensa. Como si cada palabra tuviera importancia—. Ya me había enterado.
—Un momento —digo chasqueando la lengua—. Antes me has llamado por mi nombre… ¿Nos conocemos?
Una conmoción se apodera de su rostro. Sus ojos me examinan como si casi no pudiese creerme; como si estuviera buscando una interpretación alternativa.
—¿No te acuerdas de mí? —pregunta por fin.
—No —le respondo, encogiéndome de hombros—. Perdona, no es grosería, me pasa con todo el mundo. No recuerdo a ninguna de las personas que he conocido en los últimos tres años. A nadie. Ni siquiera a mi marido. ¡Era un completo desconocido para mí! ¡Mi propio marido! ¿Puedes creerlo?
Esbozo una sonrisa, pero él no me la devuelve ni muestra ninguna simpatía. Su expresión me pone nerviosa.
—¿Quieres que te lo estacione? —dice con brusquedad.
—Sí, por favor.
Me miro inquieta la mano izquierda, todavía aferrada al freno.
—¿Puedo soltarlo? ¿No empezará a rodar?
Una ligera sonrisa le ilumina el rostro.
—No. Puedes soltarlo.
Con precaución, abro la mano, que tengo casi agarrotada y la sacudo.
—Muchas gracias —le agradezco mientras me bajo—. Está nuevecito, me lo acaban de traer. Si lo hubiera escacharrado… no quiero ni pensarlo —digo con una mueca de espanto—. Me lo ha comprado mi marido. ¿Lo conoces? ¿Frank Gardiner?
—Sí —contesta, tras una pausa—. Lo conozco.
Sube al coche, cierra la puerta y me indica que me quite de en medio. Con destreza, coloca el coche marcha atrás en su sitio.
—Gracias. Te lo agradezco de veras.
Espero que él conteste: «De nada» o «A tu disposición», pero parece sumido en sus pensamientos.
—¿Qué te han dicho de la amnesia? —pregunta de sopetón—. ¿Tus recuerdos se han evaporado para siempre?
—Puede que vuelvan en cualquier momento —le explico—. O puede que no. Nadie lo sabe. Estoy intentando aprenderlo todo sobre mi vida otra vez. Frank me ayuda mucho; me ha explicado lo de nuestra boda y demás. ¡Es el marido perfecto! —Sonrío, tratando de relajar el ambiente—. Y a ti… ¿dónde he de situarte?
Él permanece en silencio. Se ha metido las manos en los bolsillos y mira al cielo. No entiendo qué le pasa.
Por fin baja la cabeza y vuelve a mirarme. Tiene la cara contraída, como si lo estuviese pasando mal de verdad.
—Debo irme —dice.
—Bueno, gracias otra vez —le digo educadamente—. Ha sido un placer conocerte. O sea, ya sé que nos conocimos en mi vida anterior, pero ¡ya me entiendes!
Le tiendo la mano para estrechársela, pero él la mira como si no tuviese el menor sentido.
—Adiós, Myriam. —Y da media vuelta.
—Adiós… —murmuro.
Qué tipo más raro. Ni siquiera me ha dicho su nombre.


...continuara
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Mensaje  myrielpasofan Vie Feb 12, 2010 12:21 am

wooow muchas grax por los capis..ese era victor..andalee..se me hace k el va hacer k se acuerde la myriam de su vida pasada
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Mensaje  alma.fra Vie Feb 12, 2010 12:49 am

Muchas gracias por los capitulos, tiene ke recordar a Vic.
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Mensaje  myrithalis Vie Feb 12, 2010 1:46 am

Gracias por el Cap. bye Atte:Iliana
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Mensaje  Dianitha Vie Feb 12, 2010 4:07 am

graciias x el cap niiña y creo k ese era viictor y le va ayudar a recoradar xfa niiña no tardes con el siiguiiente cap siip k ya kiiero k aparesca viictor What a Face What a Face What a Face
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Mensaje  mats310863 Vie Feb 12, 2010 10:10 am

PARECE QUE HA VÍCTOR LE DOLIO QUE MYRIAM NO SE ACUERDE DE ÉL,
GRACIAS POR LOS CAPÍTULOS

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Mensaje  Eva Robles Vie Feb 12, 2010 10:11 pm

espero que victor sepa comprender a myriam y que se haya enojado porque no lo reconocio y que mejor trate de ayudarla que pornto se recupere y asi se acuerde de quien es el en su vida y que es importante para ella

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Mensaje  Peke Vie Feb 12, 2010 10:39 pm

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x fin aparecio viccooo!!!! ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 146353 cada vez c pone mas buena!!!!!!

no tardes nena

saludos ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 953882

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Mensaje  jai33sire Sáb Feb 13, 2010 12:09 pm

que buena novelita siguele por faaaaaa

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Mensaje  Anyannca Dom Feb 14, 2010 2:33 am

Capítulo 9


Fi es una de las personas más sinceras que conozco. Somos amigas desde los seis años, cuando yo era la «nueva» en el patio del colegio. Ya entonces era la más alta de las dos y tenía el pelo largo y una voz resonante y aplomada. Fi me dijo que mi cuerda para brincar era un mugrero y me enumeró, uno a uno, todos sus defectos. Y entonces, cuando ya estaba a punto de llorar, me ofreció la suya.
Ella es así. Te puede herir con su franqueza, y lo sabe. Cuando ha dicho lo que no debía, pone los ojos en blanco y se da una palmada en la boca. Pero en el fondo es una persona cariñosa y amable. Y es fantástica en las reuniones de trabajo. Mientras el resto de la gente se limita a enrollarse como una persiana, ella va directa al grano, sin rodeos ni tonterías.
Fue ella quien me dio la idea de presentarme en Alfombras Deller. Fi llevaba dos años allí cuando mi empresa de entonces —Frenshaws— fue vendida a un grupo español. Muchos empleados nos acogimos a las bajas incentivadas. Como en Deller había un hueco en la sección de Suelos y Alfombras, me sugirió que le llevase el currículo a Gavin, que era su jefe…
Y así fue. Conseguí el puesto.
Desde que trabajamos juntas, nos hemos vuelto más amigas de lo que ya éramos. Comemos juntas, vamos al cine los fines de semana y nos mandamos mensajes de texto mientras Gavin intenta echarnos una «bronca en equipo», como él las llama. También soy amiga de Carolyn y Debs, pero Fi siempre es la primera en enterarse cuando tengo noticias; la primera en la que pienso cuando pasa algo divertido.
Por eso es tan extraño que no haya dado señales de vida. Le he enviado varios mensajes de texto desde que salí del hospital. También le he dejado un par en el buzón de voz. Y le he mandado algunos correos en plan chistoso. Incluso le escribí una tarjeta dándole las gracias por las flores. Pero no ha habido respuesta. Quizá esté muy ocupada, me digo y me repito. O está en alguna convención de trabajo. O tiene la gripe. Puede haber un millón de motivos.
En todo caso, hoy iré a la oficina y la veré. A ella y las demás.
Me miro en el enorme espejo de mi guardarropa. La Myriam de antes solía presentarse en la oficina con unos tejanos negros de Next, una blusa del cesto de saldos de New Looky un par de zapatillas con las suelas hechas polvo.
Ya no. Ahora tengo puesta la blusa más almidonada que he llevado en mi vida —un modelo de Prada con puño francés—, un traje chaqueta negro con falda de tubo y cintura estrecha, y unas medias Charnos que me ciñen las piernas con su brillo inigualable. Los zapatos, de charol y con tacón de aguja, por supuesto. Y el pelo, recogido en mi moño habitual. Parezco la ilustración de un libro infantil. Una Dama de Hierro.
Frank entra en el vestidor y yo me vuelvo.
—¿Qué tal estoy?
—¡Fantástica! —dice, aunque no parece muy sorprendido. Claro, para él este conjuntito debe de ser muy normal. Para mí, en cambio, es ir de punta en blanco—. ¿Todo listo?
—¡Creo que sí! —Recojo el bolso, un Bottega Veneta negro que he encontrado en el armario.
Ayer le pregunté a Frank por Fi, pero él apenas parecía recordarla, aunque sea mi amiga más antigua y haya estado en nuestra boda y demás. La única amiga mía que conoce, por lo visto, es Rosalie, y eso porque está casada con Clive.
No importa. Voy a visitarla esta mañana; seguro que hay alguna explicación y que todo vuelve a ser como siempre. Confío en que salgamos todas a tomar una copa a la hora del almuerzo. Así nos pondremos al día.
—¡No te olvides esto! —Frank abre un armario del rincón, saca un delgado maletín negro y me lo alcanza—. Te lo regalé cuando nos casamos.
—Wow. ¡Es precioso! —Está hecho de una piel suave y finísima y tiene estampadas mis iniciales: M.G.
—Ya sé que usas tu nombre de soltera en el trabajo —dice—, pero quería que te llevases cada día a la oficina un trocito de mí.
¡Qué romántico! ¡Es tan perfecto!
—He de irme —añade—. Vendrán a recogerte en cinco minutos. Que lo pases bien. —Me da un beso y me deja sola.
Mientras Frank sale y cierra la puerta, examino el maletín y me pregunto qué voy a poner ahí dentro. Nunca he usado un trasto de éstos. Yo siempre lo metía todo en el bolso a presión. Después de reflexionar un poco, saco del bolso un paquete de pañuelos y otro de caramelos de menta y los meto en el maletín. Luego añado un bolígrafo. Tengo la sensación de estar preparando la cartera para el primer día de colegio. Mientras deslizo el bolígrafo en un sedoso bolsillo del maletín, noto con los dedos que hay algo dentro, quizá una tarjeta.
No. Es una foto. Una fotografía antigua de las cuatro: Fi, Debs, Carolyn y yo. Antes de que me arreglase el pelo, cuando aún tenía los dientes torcidos. Aparecemos en un bar, muy acicaladas, con las mejillas rojas y la cabeza cubierta de serpentinas. Fi me rodea el cuello con el brazo y yo tengo entre los dientes una sombrilla de cóctel. Se nos ve a todas enloquecidas y no puedo reprimir una sonrisa nostálgica.
Recuerdo muy bien aquella noche. Debs acababa de dejar a Mitchell, aquel novio espantoso que trabajaba en un banco, y nos habíamos propuesto ayudarla a olvidar. En mitad de la juerga, Mitchell la llamó al móvil y Carolyn respondió en su lugar y fingió que era una profesional rusa de mil libras la noche, que creía estar hablando con un cliente. Carolyn había estudiado ruso, así que el papel le salió bastante bien, y Mitchell se puso muy nervioso, el muy lerdo, aunque luego lo negara. Todas lo escuchamos por el altavoz; yo creía que me moría de la risa.
Sonriendo, vuelvo a guardar la foto y cierro el maletín con un chasquido. Lo cojo y me echo una última mirada en el espejo. La Dama de Hierro se va a la Oficina.
—Hola —le digo a mi reflejo, adoptando tono de ejecutiva—. Qué tal. Myriam Smart, directora de Suelos y Alfombras. ¿Cómo te va? ¡Ja! Soy la jefa.
Dios mío. No me siento como una jefa. En absoluto. Pero, bueno, quizá me lo crea cuando esté allí.


Alfombras Deller es esa empresa que todo el mundo recuerda por los anuncios de la tele en los años ochenta. El primero mostraba a una mujer tendida en medio de una tienda sobre una moqueta con un estampado azul en espiral, porque era tan mullida que había sentido la necesidad imperiosa de acostarse con un vendedor de aire timorato. Luego vino la continuación: el anuncio en que ella se casaba con el vendedor y ponía en el pasillo una moqueta floreada Deller. Y luego tenían gemelos que no podían dormirse si no los tapaban en la cuna con una colcha azul de Alfombras Deller.
Eran anuncios bastante horteras, pero consiguieron que Alfombras Deller se convirtiera en una marca conocida. Lo cual es parte del problema. La empresa intentó hace pocos años cambiar de nombre para convertirse en Deller a secas. Hicieron un nuevo logo y un eslogan, pero nadie hizo caso. Si tú explicas que trabajas en Deller, la gente arruga la frente y dice: «¿Quieres decir Alfombras Deller?»
La cosa es especialmente irónica porque hoy en día las alfombras son sólo una pequeña parte del negocio. Hará unos diez años, el departamento de mantenimiento empezó a producir un limpiador de alfombras que se vendía por correo y se hizo tremendamente popular. Aquello dio lugar a toda una gama de aparatos y productos de limpieza, y ahora las ventas por correo son una pasada. Lo mismo ha ocurrido con cortinas y tejidos. En cambio, las pobres alfombras se han quedado muy rezagadas. El problema de las alfombras es que ya no gustan. Ahora lo que se llevan son los suelos de madera y de pizarra. Nosotros vendemos parqué, pero casi nadie lo sabe porque todos creen que seguimos siendo Alfombras Deller. En fin, un círculo vicioso.
Ya sé que las alfombras no son muy padres. Y las estampadas, aún menos. Aunque yo, secretamente, las adoro. Sobre todo esos diseños retro de los setenta. Tengo en mi escritorio un viejo catálogo de estampados que hojeo siempre que mantengo una de esas aburridas e interminables conversaciones telefónicas. Y una vez encontré en el almacén una caja entera de muestras antiguas. Nadie las quería, así que me las llevé a la oficina y las clavé en la pared, junto a mi escritorio.
O mejor dicho, mi antiguo escritorio. Porque entiendo que ahora me han ascendido. Mientras me dirijo hacia el edificio de Victoria Palace Road, siento una especie de hormigueo en el estómago. Ahí está: un gran bloque gris con columnas de granito en la entrada. Empujo las puertas de vidrio de recepción y me detengo, sorprendida. El vestíbulo está distinto. ¡Tiene un aspecto muy chulo! Han desplazado el mostrador y colocado una mampara de cristal donde antes había una pared. Y el pavimento es de un vinilo especial de brillo metálico. Deben de haber sacado una nueva gama.
—¡Myriam!
Una mujer rolliza con blusa rosa y pantalones pitillo negros se me acerca, muy bulliciosa. Lleva mechas en el pelo, los labios de color fucsia y zapatos de salón. Y se llama… Sí la conozco… La jefa de recursos humanos…
—¡Dana! —Casi grito su nombre—. ¡Qué tal!
—Myriam. —Me tiende la mano—. ¡Bienvenida de nuevo! ¡Pobrecilla! Nos quedamos todos tan preocupados cuando lo supimos…
—Estoy bien, gracias. Mucho mejor. —La sigo por el vestíbulo de vinilo, tomo la tarjeta que me entrega y la paso por la máquina de seguridad. Todo esto es nuevo. Antes no había barreras, sólo un guardia que se llamaba Reg.
—¡Estupendo! Por aquí… —Dana me va indicando el camino—. He pensado que podríamos charlar un momento en mi despacho, asomar la nariz en la reunión de presupuestos y luego… Supongo que querrás echar una ojeada a tu departamento.
—¡Fantástico! Buena idea.
Mi departamento. Antes sólo tenía un escritorio y una grapadora.
Subimos en ascensor, bajamos en la segunda planta y Dana me hace pasar a su despacho.
—Siéntate. —Ella se instala en su escritorio, en una silla muy lujosa—. Bueno, como es obvio, tenemos que hablar de tu… situación —dice bajando la voz, como si yo tuviera una enfermedad vergonzosa—. Tienes amnesia.
—Exacto. Pero, aparte de eso, me encuentro bien.
—¡Estupendo! —Anota algo en su bloc—. ¿Y es permanente o temporal?
—Bueno… los médicos me han dicho que podría empezar a recordar en cualquier momento.
—¡Fenomenal! —Su rostro se ilumina—. Como es natural, desde nuestro punto de vista sería estupendo que pudieras recordarlo todo para el día veintiuno. Que es cuando se celebra nuestra convención de ventas —añade con una mirada expectante.
—Muy bien —digo tras una pausa—. Haré todo lo posible.
—Tú puedes hacerlo incluso mejor —me dice riendo con un gorjeo y se dispone a levantarse—. Vamos a saludar a Simon y compañía. ¿Te acuerdas de Simon Johnson?
—Por supuesto.
¿Cómo no voy a acordarme del jefazo máximo? Lo recuerdo pronunciando su discursito durante la fiesta de Navidad. Y también cuando se presentó en nuestra oficina y fue preguntando nuestros nombres mientras Gavin —entonces jefe del departamento— lo seguía a todas partes como un perrillo faldero. ¡Pues ahora asisto a reuniones con él!
Procurando disimular mis nervios, sigo a Dana por el pasillo. Subimos en ascensor hasta la octava planta. Me guía con paso enérgico hasta la sala de reuniones, llama con los nudillos a la puerta de madera maciza y la abre.
—¡Perdón por la interrupción! ¡Myriam ha venido de visita!
—¡Myriam! ¡Nuestra superestrella! —Simon Johnson se levanta de la cabecera de la mesa. Es un hombre alto y cuadrado, de compMyriamón militar y un pelo castaño que ya empieza a clarear. Se me acerca, me estrecha la mano como si fuéramos viejos amigos y me da un beso en la mejilla.
—¿Cómo te encuentras, querida?
No puedo creerlo. ¿El director general besándome?
—Eh… muy bien, gracias. —Intento mantener la compostura—. Mucho mejor.
Echo un vistazo alrededor y observo a toda la tropa de ejecutivos trajeados. Byron, en tiempos mi jefe más directo, está en la otra punta de la mesa. Un tipo pálido y larguirucho de pelo oscuro, con una de sus habituales corbatas retro. Me dirige una sonrisa cansada y yo se la devuelvo con cierto alivio. Por lo menos reconozco a alguien.
—Te diste un buen golpe en la cabeza, tengo entendido —me está diciendo Simon Johnson con su voz meliflua.
—Exacto.
—Pues date prisa en recuperarte —bromea, simulando una gran urgencia—. Porque Byron te ha reemplazado muy bien. —Lo señala con un gesto—. Aunque no sé si puedes confiar en que mantenga el presupuesto de tu departamento…
—No sé… —Arqueo las cejas—. ¿He de preocuparme?
Estalla una carcajada alrededor de la mesa; Byron me lanza una mirada asesina.
Sólo estaba bromeando. De veras.
—Hablando en serio, Myriam, tenemos que retomar nuestras últimas… conversaciones —me dice Simon con un gesto de complicidad—. Iremos a almorzar en cuanto te reincorpores.
—Desde luego —respondo, imitando su tono confidencial, aunque no tengo ni idea de qué me está hablando.
—Simon. —Dana se adelanta tímidamente—. Los médicos no saben si la amnesia de Myriam es permanente o temporal. O sea, que podría tener problemas de memoria…
—Seguramente una ventaja en este negocio —comenta un tipo calvo al otro lado de la mesa, provocando otra carcajada.
—Myriam, confío mucho en ti —me dice Simon con firmeza, y se vuelve hacia un pelirrojo que tiene al lado—. Daniel, vosotros dos no os conocéis, ¿verdad? Daniel es nuestro nuevo director financiero… A Myriam —dice, mirándolo de soslayo— quizá la habías visto ya en televisión, ¿no?
—¡Es verdad! —exclama él, reconociéndome mientras nos damos la mano—. Así que tú eres la chica prodigio de la que tanto he oído hablar.
¿La chica prodigio?
—Umm… No creo —digo. Más risas.
—¡No seas modesta! —Simon me sonríe y se vuelve hacia Daniel—. Esta joven ha protagonizado el ascenso más meteórico que se recuerda en esta empresa. De adjunta comercial a directora de su departamento en dieciocho meses. Como le he dicho a ella misma muchas veces, fue una apuesta arriesgada darle el cargo. Pero nunca me he arrepentido de haber asumido ese riesgo. Es una líder nata. Transmite entusiasmo. Se entrega en cuerpo y alma. Y tiene algunas visiones estratégicas de futuro muy sugerentes… En fin, es uno de los miembros de la empresa con más talento.
Al terminar, me dirige una sonrisa radiante; lo mismo hacen el tipo calvo y un par de ejecutivos más.
Estoy conmocionada. Estoy colorada. Las piernas me tiemblan. Nadie ha hablado así de mí en toda mi vida.
—Bueno… ¡gracias! —balbuceo.
—Myriam… —Simon me señala una silla vacía—. ¿Te apetecería quedarte para la reunión de presupuestos?
—Eh… —Le lanzo una mirada de socorro a Dana.
—Hoy no puede quedarse mucho, Simon —dice ésta—. Y tenemos que pasarnos por Suelos y Alfombras aún.
—Claro —asiente él—. En fin, tú te lo pierdes. A todo el mundo le encantan las reuniones de presupuestos —agrega con una mueca cómica.
—¿No te has dado cuenta de que me hice esto para saltármela? —Señalo el último rasguño que me queda en la cabeza. Otra carcajada colectiva.
—Hasta pronto, Myriam —me dice Simon Johnson—. Cuídate.
Mientras Dana y yo abandonamos la sala de conferencias, me siento flotar de pura euforia. Nunca lo habría creído. ¡Yo, bromeando con el jefe supremo! ¡La chica prodigio! ¡Con sus visiones estratégicas!
Espero haberlas dejado anotadas en alguna parte.
—¿Recuerdas dónde está el departamento de Suelos y Alfombras? —me pregunta Dana mientras bajamos en el ascensor—. Todo el mundo se muere de ganas de verte.
—¡Y yo! —le digo, más segura de mí misma que antes. Salimos del ascensor y su teléfono da un pitido.
—¡Uf! —exclama mirando la pantalla—. Debo contestar. ¿Quieres acercarte tú misma a tu despacho? Yo te sigo enseguida.
—Por supuesto.
Echo a andar por el pasillo. Tiene el aspecto de siempre: la misma moqueta marrón, los mismos avisos contra incendios, las mismas plantas de plástico. El departamento de Suelos y Alfombras está al fondo a la izquierda. Y el despacho de Gavin, a la derecha.
Mejor dicho, mi despacho.
Mi despacho privado.
Me detengo frente a la puerta un instante, para mentalizarme. No acabo de creer que sea mi despacho. Mi puesto.
Vamos. No hay nada que temer. Puedo hacerlo: lo ha dicho Simon Johnson. Mientras pongo la mano en el pomo, veo a una chica de unos veinte años que sale como una exhalación de la oficina principal y se lleva las manos a la boca.
—¡Myriam! ¡Has vuelto!
—Sí. —La miro indecisa—. Tendrás que perdonarme, pero con el accidente he perdido la memoria…
—Me lo han dicho. —Parece muy nerviosa—. Soy Clare. Tu ayudante.
—Ah, ¿qué tal? Me alegro de conocerte. Entonces… ¿yo estoy aquí? —digo señalando con un gesto el despacho de Gavin.
—Exacto. ¿Te traigo una taza de café?
—Gracias. Me encantaría.
Intento ocultar mi entusiasmo. ¡Una ayudante que me trae el café! No hay duda: he triunfado. Entro y dejo que se cierre la puerta con un agradable chasquido.
Orale. Había olvidado lo grande que era este despacho. Tiene un amplio escritorio, una planta, un sofá… De todo. Dejo el maletín sobre la mesa y me acerco ala ventana. ¡Incluso tengo una vista! De otro edificio enorme, cierto. Pero aun así, ¡es mía! ¡Para mí sólita! ¡Soy la jefa! Se me escapa la risa, estoy como borracha. Giro sobre mí misma, me siento de un salto en el sofá y doy unos cuantos botes… Hasta que oigo que llaman a la puerta y me paro en seco.
Mierda. Si hubiese entrado alguien y me hubiera visto… Contengo la respiración, corro a situarme ante el escritorio, cojo un documento al azar y empiezo a estudiarlo en plan ejecutiva eficiente.
—¡Adelante!
—¡Myriam! —Es Dana, siempre acelerada—. ¿Ya te estás poniendo a tus anchas? ¡Clare me ha dicho que no la reconocías! Esto te va a resultar un poquito complicado. No había advertido hasta qué punto… —Sacude la cabeza—. O sea… ¿no recuerdas nada?
—Bueno… no —reconozco—. Pero estoy convencida de que los recuerdos vendrán, tarde o temprano.
—Esperemos que así sea. Venga, vamos al departamento, para que veas a todo el mundo…
Salimos del despacho y entonces… ¿a quién veo saliendo de la oficina, con una falda negra cortita, unas botas y un top verde sin mangas? ¡A Fi! Se la ve algo distinta: tiene un mechón rojo en el pelo y la cara más delgada. Pero es ella. Hasta lleva el juego de pulseras de carey que ha llevado siempre.
—¡Fi! —exclamo emocionada. Casi se me cae el bolso—. ¡Dios mío! ¡Soy yo! ¡Myriam! ¡Ya estoy de vuelta!
Ella se sobresalta. Se vuelve y me mira boquiabierta, como si yo fuera una loca peligrosa. Imagino que parezco algo más excitada de la cuenta. Pero es que me entusiasmo sólo de verla.
—Hola, Myriam —dice por fin, observándome—. ¿Cómo te encuentras?
—Muy bien. ¿Y tú? ¡Tienes un aspecto genial! ¡Me encanta lo que te has hecho en el pelo!
Todos los ojos están fijos en mí.
—En fin. —Trato de recuperar la compostura—. Quizá luego podamos vernos y ponernos al día, ¿no? Con las demás…
—Eh… sí. —Asiente sin mirarme a los ojos.
¿Por qué está tan desagradable? ¿Qué pasa? Siento un frío repentino. Esto es lo que llaman un jarro de agua fría. Quizá por eso no ha respondido a mis mensajes… Habremos tenido una buena trifulca y las otras se han puesto de su lado. Pero yo no consigo acordarme.
—Tú primera, Myriam —dice Dana, y me hace pasar a la oficina principal, una sala grande sin tabiques. Quince cabezas levantan la vista de su escritorio mientras trato de dominarme.
«Esto es rarísimo», me digo.
Están Carolyn, Debs, Melanie y muchas otras. Todas conocidas, aunque con tres años más. Los peinados, el maquillaje y la ropa son diferentes. Debs tiene los brazos muy musculosos y está muy bronceada, como si acabase de volver de unas vacaciones exóticas; Carolyn lleva unas gafas nuevas sin montura y el pelo aún más corto que antes…
Ahí está mi escritorio. Lo ocupa una chica teñida de rubio, que parece muy a sus anchas.
—Todos sabéis que Myriam ha estado de baja a causa de su accidente —dice Dana, alzando la voz—. Estamos encantados de que haya venido hoy de visita. Myriam sufre algunos efectos colaterales de sus heridas; sobre todo amnesia. Estoy segura de que la ayudaréis a recordar cómo va todo y le daréis una calurosa bienvenida. —Se vuelve hacia mí y murmura—: Myriam, ¿quieres dirigir unas palabras motivadoras al departamento?
—¿Motivadoras?
—Algo inspirador —añade sonriendo—. Para arengar a la tropa. —Su teléfono vuelve a pitar—. Perdona. Discúlpame. —Y sale al pasillo, dejándome sola ante el departamento en pleno.
Vamos, Myriam. Simon Johnson dice que eres una líder nata.
—Umm… ¡Hola a todos! —Saludo con la mano pero nadie me corresponde—. Sólo quería decir que estaré pronto de vuelta y… Bueno, que sigáis así… —Me debato buscando algo «motivador»—. ¿Cuál es el mejor departamento de Deller? ¡El nuestro! ¿Quién se lleva la palma? ¡Suelos y Alfombras! —Agito el puño como una animadora—. ¡Ese, u, e, o…!
—Falta la ele —me interrumpe una chica que no conozco y que me mira con los brazos cruzados, nada impresionada.
—¿Cómo? —Me detengo, casi sin aliento.
—Que falta la ele. De «suelos» —explica poniendo los ojos en blanco. Las dos chicas que tiene al lado se están carcajeando y se tapan la boca con la mano. Carolyn y Debs me miran con la boca abierta y los ojos como platos.
—Cierto —asiento, nerviosa—. En fin, buen trabajo… habéis hecho entre todos una tarea increíble…
—¿O sea, que ya te reincorporas, Myriam? —pregunta una chica vestida de rojo.
—No exactamente…
—Es que necesito que me firmes mis gastos. Con urgencia.
—¡Yo también! —me dicen otras seis personas.
—¿Has hablado con Simon de nuestros objetivos? —Melanie se me acerca, ceñuda—. Son del todo impracticables tal como están planteados…
—¿Y qué pasa con los nuevos ordenadores?
—¿Has leído mi e-mail?
—¿Ya está resuelto el pedido del Grupo Thorne?
De repente, todo el mundo se arremolina a mi alrededor, disparando preguntas. Casi no consigo oírlas, ni mucho menos entiendo de qué van.
—¡No lo sé! —grito desesperada—. Lo siento, no me acuerdo… ¡Nos vemos luego!
Salgo jadeando al pasillo, me meto en mi despacho y cierro de un portazo.
Mierda. ¿Qué era todo eso?
Alguien llama a la puerta.
—¿Sí? —contesto con voz ahogada.
—¡Hola! —dice Clare, desde debajo de una montaña de cartas y documentos—. Perdona que te moleste, Myriam, pero, ya que estás aquí, ¿podrías echar una ojeada a todo esto? Tienes pendiente una respuesta a Tony Dukes, de Biltons, y hay que autorizar el pago a Sixpack, y ya de paso habría que firmar estas exenciones, y ese tal Jeremy Northpool ha llamado un montón de veces, dice que espera que podáis reanudar las conversaciones…
Me tiende un bolígrafo. Supongo que espera que yo pase a la acción a cámara rápida.
—No puedo autorizar nada—digo muerta de pánico—. Y tampoco firmar nada. Nunca he oído hablar de Tony Dukes. No recuerdo una sola palabra de todo esto.
—Pero… —Se asoma entre el montón de papeles y me mira con los ojos como platos—. Entonces ¿quién va a dirigir el departamento?
—No tengo ni… Es decir, yo. Es mi trabajo. Y lo haré. Sólo necesito un poco de tiempo… ¿Sabes qué? Déjalo todo aquí. Le echaré una ojeada. Quizá lo vaya recordando.
—Está bien —dice aliviada, y descarga la montaña de papeles en mi escritorio—. Te traigo ahora mismo el café.
La cabeza me da vueltas. Me siento frente al escritorio y cojo la primera carta. Es sobre una reclamación, por lo visto. «Como sin duda sabrá… esperamos una respuesta inmediata…»
Miro el siguiente documento. Es la previsión presupuestaria mensual que se hace en todos los departamentos. Hay seis gráficos y un pósit en el que alguien ha anotado: «Esperamos tus comentarios, Myriam.»
Clare da unos golpecitos y entra otra vez.
—Tu café.
—Ah, sí. Gracias, Clare —digo, sin levantar la vista y adoptando tono de jefa. Mientras deposita la taza a mi lado, señalo los gráficos con un gesto—. Interesante… Les daré una respuesta… más tarde.
En cuanto se marcha, dejo caer la cabeza sobre el escritorio, desesperada. ¿Qué voy a hacer, por el amor de Dios? Esto es una pasada. Es un trabajo muy difícil.
¿Cómo demonios lo hago? ¿Cómo sé lo que tengo que decir y las decisiones que debo tomar?
Llaman de nuevo a la puerta. Me incorporo de golpe y cojo otro papel al azar.
—¿Todo bien, Myriam? —Es Byron, con una botella de agua y un fajo de papeles. Apoya un brazo en el marco de la puerta. Por el puño de su camisa blanca asoma una muñeca huesuda, ceñida por un reloj enorme de última generación. Debe de costar mucha lana, pero resulta ridículo.
—¡Estupendo! ¡Genial! —exclamo—. Creía que estabas en la reunión de presupuestos.
—Hemos hecho una paradita para comer.
Byron habla siempre con un tonillo sarcástico, como si una fuera idiota. A decir verdad, nunca me he llevado bien con él. Ahora está recorriendo con la vista el montón de documentos de mi escritorio.
—Otra vez en marcha, por lo que veo.
—No del todo. —Le dirijo una sonrisa que él no me devuelve.
—¿Has decidido qué hacer con Tony Dukes? Los de Contabilidad vinieron ayer a darme la lata.
—Bueno. —Vacilo—. En realidad… yo no… —Trago saliva; noto que me suben los colores—. La cuestión es que he sufrido amnesia a causa del accidente y… —Me interrumpo mientras me retuerzo los dedos.
Su rostro se ilumina de repente.
—¡Santo Dios! —exclama—. No sabes quién es Tony Dukes, ¿es eso?
Tony Dukes. Tony Dukes. Hurgo frenéticamente en mi cerebro, pero no hay manera.
—Eh… bueno… pues no. ¿Me refrescas la memoria?
Byron no me hace caso. Ahora entra del todo en el despacho, golpeando la botella de agua contra la palma de su mano.
—A ver si lo entiendo bien —dice despacio—. ¿No recuerdas absolutamente nada?
Se me disparan todas las alarmas. El gato y el ratón. Pretende averiguar lo débil que es su presa.
«Este tipo quiere mi puesto.»
En cuanto lo comprendo, me siento como una estúpida redomada por no haberlo deducido antes. Pues claro que lo quiere. Le pasé por delante. Debe de odiarme a muerte bajo ese barniz educado.
—¡No recuerdo nada! —declaro casi sin aliento, como si la idea misma fuese absurda—. Los últimos tres años los tengo en blanco.
—¿Los últimos tres años? —Byron echa la cabeza atrás y suelta una carcajada—. Cuánto lo siento, Myriam. Pero tú sabes tan bien como yo que en este negocio tres años son toda una vida.
—Pronto seré la de siempre. —Intento parecer convencida—. Los médicos me han dicho que puedo empezar a recordar en cualquier momento.
—O puede que no. —Ahora adopta un tono compasivo—. Lo cual debe de provocarte una gran preocupación. La posibilidad de que tu mente se quede en blanco para siempre.
Le sostengo la mirada con toda la frialdad que puedo.
«No vas a asustarme tan fácilmente.»
—Seguro que todo volverá pronto a la normalidad —le aseguro con un gesto enérgico—. De nuevo en mi puesto, al frente del departamento… He mantenido antes una charla con Simon Johnson —le suelto para rematar.
—Ajá. —Le da unos golpecitos a la botella, pensativo—. ¿Y qué querías saber exactamente de Tony Dukes?
Mierda, me ha pillado. No tengo ni la menor idea de ese asunto y él lo sabe. Ordeno los papeles de mi escritorio para ganar tiempo.
—Quizá… puedas tomar tú una decisión —digo por fin.
—Por mí, encantado. —Me dirige una sonrisa condescendiente—. Yo me hago cargo de todo. Tú cuídate, Myriam, recupérate. Tómate todo el tiempo necesario. ¡No te preocupes por nada!
—Bueno. —Finjo un tono amable—. Te lo agradezco, Byron.
—¿Qué tal? —Dana asoma por la puerta—. ¿Estabais de charla? ¿Poniéndoos al día, Myriam?
—Naturalmente. —Sonrío con los dientes apretados—. Byron me está ayudando mucho.
—Para cualquier cosa… —abre los brazos con falsa humildad— aquí me tienes. ¡Con la memoria intacta!
—Fenomenal. —Dana consulta su reloj—. Bueno, Myriam, he de salir pitando a un almuerzo, pero todavía puedo acompañarte a la puerta si quieres…
—No te molestes. Me quedaré un rato más para repasar estos documentos.
No voy a salir de aquí hasta que haya hablado con Fi.
—Vale, como quieras. Me ha encantado verte, Myriam. Ya hablaremos sobre cuándo quieres reincorporarte.
Hace el gesto de hablar por teléfono y yo la imito.
—Sí, nos llamamos.
Salen los dos y oigo que Byron le está diciendo:
—Dana, ¿tienes un momento? Tenemos que hablar. Con todos los respetos para Myriam…
La puerta se cierra con un chasquido. Me acerco de puntillas, abro una rendija y pego el oído.
—… evidente que no está en condiciones de dirigir el departamento… —le oigo decir mientras doblan por el pasillo hacia los ascensores.
Hijo de perra. Ni siquiera se ha molestado en esperar a que yo no pudiera oírles. Vuelvo al despacho, me desplomo en la silla y me cubro la cara con las manos. Toda mi euforia se ha volatilizado. Saco al azar un papel del montón. Un papiro egipcio no me resultaría más misterioso. Tiene que ver con primas de seguros, me parece… ¿Cómo llegué a aprender estas cosas? ¿Cuándo? Me siento como si hubiese despertado en la cima del Everest sin saber siquiera lo que es un crampón.
Con un profundo suspiro, dejo el documento en su sitio. Tengo que hablar con alguien. Con Fi. Levanto el auricular y marco el 352: su extensión, salvo que haya cambiado.
—Suelos y Alfombras, Fiona Roper al habla.
—¡Fi, soy yo! Myriam. ¿Podemos hablar?
—Claro —dice, muy formal—. ¿Quieres que vaya a tu despacho ahora? ¿O le pido cita a Clare?
Se me cae el alma a los pies. Suena tan… distante.
—¡Quiero decir si podemos charlar un rato! Si es que no estás ocupada…
—En realidad, iba a salir a almorzar.
—Ok, voy contigo —le digo entusiasmada—. Como en los viejos tiempos. Me muero por un chocolate caliente. ¿Siguen haciendo en Morelli's esos panini tan deliciosos?
—Myriam…
—Fi, tengo que hablar contigo, ¿ok? —Me acerco más el auricular y bajo la voz—. Yo… no me acuerdo de nada. Y la situación me tiene algo asustada. —Intento reír—. Espérame un segundo, voy enseguida…
Cuelgo y cojo un trozo de papel. Tras un instante de duda, escribo: «Dale curso a todo esto, Byron. Muchas gracias. Myriam.»
Sé que estoy poniéndome en sus manos. Pero ahora mismo lo único que me importa es ver a mis amigas. Recojo el bolso y el maletín, salgo corriendo, paso junto al escritorio de Clare y entro en la oficina principal del departamento.
—Hola, Myriam —me dice una chica—. ¿Querías algo?
—No, gracias. He quedado con Fi para almorzar… —Miro alrededor. No la veo por ningún lado. Ni a Carolyn. Ni a Debs.
—Me parece que ya han salido todas. —Parece sorprendida—. Se te han escapado por los pelos.
—Ah, bueno. —Procuro disimular mi desconcierto—. Gracias. Deben de esperarme en el vestíbulo.
Doy media vuelta y empiezo a cruzar el pasillo tan deprisa como me lo permiten mis tacones… Justo para ver cómo desaparece Debs en el ascensor.
—¡Espera! —grito echando a correr—. ¡Debs!
Pero las puertas ya se están cerrando.
Me ha oído. Estoy segura de que me ha oído.
Los pensamientos se agolpan en mi mente mientras abro la puerta de la escalera y empiezo a bajar a toda prisa con un redoble de tacones. Sabían que iba con ellas. ¿Me están evitando? ¿Qué fregados ha pasado en estos tres años? Somos amigas. Ok, sí, soy la jefa… Pero también puedes seguir siendo amiga de tu jefa, ¿no?
¿No?
Llego a la planta baja y poco falta para que me caiga de morros en medio del vestíbulo. ¡Ahí están! Carolyn y Debs se dirigen hacia las puertas de cristal; Fi va delante.
—¡Eh! —chillo—. ¡Esperen!
Corro y las alcanzo por fin en los escalones del edificio.
—Ah. Hola, Myriam. —Fi suelta un bufido, lo que significa que está haciendo un esfuerzo para no reírse.
Debo de tener un aspecto estrafalario, corriendo como una posesa con mi traje chaqueta y mi moño de ejecutiva.
—Creía que íbamos a almorzar juntas —digo jadeando—. ¡Te he dicho que iba con ustedes!
Se hace el silencio. Ninguna de las tres me mira a los ojos. Debs juguetea con su colgante de plata mientras el viento alborota su pelo rubio. Carolyn se quita las gafas para limpiarlas con su camisa blanca.
—¿Qué pasa? —Trato de parecer tranquila, pero percibo un tono dolido en mi propia voz—. Fi, ¿por qué no has respondido a mis mensajes? ¿Hay… algún problema?
Ninguna responde. Casi veo las burbujas de sus pensamientos yendo de una a otra. Pero ya no sé leer esas burbujas; estoy fuera de onda.
—Chicas. —Hago un esfuerzo para sonreír—. Por favor. Tenéis que echarme una mano. He sufrido un ataque de amnesia y no recuerdo… ¿Tuvimos una pelea o algo así?
—No. —Fi se encoge de hombros.
—Entonces no lo entiendo. —Las miro a las tres, suplicante—. Lo último que recuerdo es que éramos íntimas y salíamos juntas un viernes. Nos tomamos unos cócteles de banana. Chungo Dave me dio plantón. Hicimos karaoke… ¿Se acuerdan?
Fi suelta un resoplido y arquea una ceja mirando a Carolyn.
—De eso hace mucho.
—¿Y qué ha pasado desde entonces?
—Mira —dice Fi, suspirando—, vamos a dejarlo así. Tú has tenido un accidente, estás enferma y nosotras no queremos darte un disgusto…
—Venga, vamos a tomarnos un sándwich juntas. —Debs le lanza a Fi una mirada de síguele-la-corriente.
—¡No quiero que me perdonen la vida! —Me sale un tono más cortante de lo que querría—. ¡Olvidense del accidente! No soy ninguna inválida, estoy bien. Pero necesito que me digan la verdad. —Las miro una a una, desesperada—. Si no nos peleamos, ¿cuál es el problema? ¿Qué ha sucedido?
—No ha pasado nada, Myriam. —Fi parece incómoda—. Es sólo… que ya no salimos contigo. Ya no somos amigas.
—¿Por qué no? —El corazón me va a cien mientras trato de conservar la calma—. ¿Porque soy la jefa?
—No es eso. Eso no tendría importancia si tú fueses… —Se interrumpe y mete las manos en los bolsillos, rehuyendo mi mirada—. Si he de serte sincera, es porque eres…
—¿Qué? —Miro las caras de las tres, perpleja—. ¡Dilo!
Fi se encoge de hombros.
—Una engreída desesperante.
—Una bruja repulsiva y tiránica sería más exacto —musita Carolyn.
Me quedo helada. Turulata. ¿Bruja tiránica? ¿Yo?
—No… no lo entiendo —tartamudeo—. ¿No soy buena jefa?
—Uy, sí, buenísima. —Carolyn rezuma sarcasmo—. Nos penalizas si llegamos tarde. Nos cronometras el tiempo del almuerzo. Nos sometes a inspecciones sobre nuestros gastos… En fin, diversión de la buena en Suelos y Alfombras.
Me arden las mejillas, como si me hubiera abofeteado.
—Pero yo nunca… ¡Yo no soy así!
—Ahora sí —me corta Carolyn.
—Tú lo has preguntado, Myriam —dice Fi con los ojos en blanco, como siempre que se siente incómoda—. Por eso ya no salimos juntas. Tú vas a tu aire, y nosotras al nuestro.
—No soy una bruja —logro decir con voz temblorosa—. No puede ser. ¡Soy amiga suya! Nos divertimos juntas, salimos a bailar, nos ponemos ciegas… —Me asoman las lágrimas. Miro desesperada esas tres caras que conozco tan bien (o que creía conocer) buscando algún signo de complicidad—. ¡Soy yo! ¡Myriam! ¡La Dientotes! ¿Es que no se acuerdan de mí?
Fi y Carolyn se miran.
—Myriam —me dice Fi casi con amabilidad—, tú eres nuestra jefa. Y nosotras hacemos lo que nos dices. Pero no almorzamos ni salimos contigo. —Se coloca el bolso en el hombro y suspira—. Escucha, ven hoy si quieres…
—No —le digo, herida—. No. Muchas gracias.
Con las piernas temblando, me doy media vuelta y me alejo.
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¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante. - Página 2 Empty Re: ¿Te acuerdas de mi?... soy tu amante.

Mensaje  Anyannca Dom Feb 14, 2010 2:35 am

Capítulo 10


Estoy como aturdida por el shock.
Durante el trayecto a casa, permanecí en el taxi sumida en una especie de trance. Al llegar, aún tuve fuerzas para hablar con Gianna de los preparativos de la cena y para aguantar un rato a mamá, que llamó para contarme su última trifulca con el ayuntamiento a cuenta de los perros. Ahora es media tarde y estoy en la bañera. Pero no he parado de darle vueltas a lo mismo en todo el día.
«Soy una bruja repulsiva. Mis amigas me odian. ¿Qué fregados ha pasado?»
Cada vez que recuerdo el tono mordaz de Carolyn, me estremezco. Dios sabe qué le habré hecho, pero no me soporta.
¿Será posible que me haya convertido en una bruja en estos tres años? ¿Pero cómo? ¿Y por qué?
El agua empieza a ponerse tibia y me decido a salir. Me froto bien con la toalla, para tonificarme. No puedo parar de pensar. Ya son las seis. Dentro de una hora llegarán los invitados.
Por lo menos, no he de cocinar. Cuando llegué, Gianna estaba muy liada en la cocina con una de sus sobrinas, aunque iba cantando al mismo tiempo la ópera que atronaba por los altavoces. Había fuentes de sushi y canapés en todos los estantes de la nevera y un aroma delicioso a carne asada. Intenté colaborar (el pan de ajo me sale bastante bien), pero ellas se apresuraron a sacarme de allí y acabé refugiándome en el baño.
Me envuelvo con una toalla limpia y entro de puntillas en el dormitorio. Vuelvo sobre mis pasos y me dirijo al vestidor. Rayos. Ahora entiendo por qué los ricos son tan delgados. Es por las excursiones que tienen que hacer a lo largo y ancho de sus mansiones. En mi piso de Balham podía alcanzar el armario sin moverme de la cama. Y la televisión. Y la tostadora.
Escojo un vestidito negro, unas braguitas negras y unos zapatitos de raso. Todo pequeñito: no hay tallas grandes en este guardarropa. Ningún jersey holgado y mullido; ningunos zapatones grandotes. Todo minimalista y bien ceñido.
Al volver al dormitorio, dejo caer la toalla al suelo.
—¡Hola, Myriam!
¡Arggg! Casi doy un salto del susto. La gran pantalla que hay a los pies de la cama se ha activado de repente y muestra una imagen gigantesca del rostro de Frank. Me tapo los pechos con las manos y me acurruco detrás de una silla.
Estoy desnuda. Él puede verme.
Pero es mi marido, me recuerdo. Y ya ha visto todo lo que había que ver. Es normal.
Sólo que a mí no me lo parece.
—Frank, ¿me estás viendo? —pregunto con voz chillona.
—Ahora mismo no —dice riendo—. Has de poner el mando en cámara.
—¡Ah, ok! —respondo, aliviada—. Un segundo…
Me pongo una bata y me apresuro a recoger toda la ropa que he dejado tirada por la habitación. Una cosa que he aprendido enseguida es que a Frank no le gusta que haya cosas tiradas por el suelo. O en las sillas. Ningún tipo de desbarajuste. Lo meto todo debajo de la funda nórdica, pongo un almohadón encima y aliso la cama rápidamente.
—¡Lista! —Me acerco a la pantalla y le doy a cámara.
—Retrocede un poco —me dice Frank; obedezco—. Ahora sí te veo. Bueno, ya sólo me queda una reunión y voy para casa. ¿Todo listo para la cena?
—¡Eso creo!
—¡Magnífico! —Su enorme boca pixelada se distiende a cámara lenta en una gran sonrisa—. ¿Qué tal por la oficina?
—¡Genial! —acierto a decir con falso entusiasmo—. He visto a Simon Johnson, y a todo el departamento, y a mis amigas… —La voz se me ahoga y me sube el repentino calor de la humillación. ¿Todavía puedo describirlas como amigas?
—¡Excelente! —No creo que Frank me escuche siquiera—. Ahora ya tendrías que empezar a arreglarte. Nos vemos luego, querida.
—Espera, Frank —le digo con un impulso repentino.
Es mi marido. Tal vez no lo conozca apenas, pero él sí me conoce. Me quiere. Y si hay alguien a quien debo confiarle mis problemas y que puede tranquilizarme es él.
—Dispara, cariño —responde asintiendo. Sus movimientos en la pantalla son lentos y entrecortados.
—Fi me ha dicho… —Me cuesta horrores repetir esas palabras—. Me ha dicho que soy una bruja. ¿Es cierto?
—¡Claro que no!
—¿De veras? —Siento una punzada de esperanza—. ¿No soy una horrible y repulsiva bruja tiránica?
—Cariño, es imposible que seas horrible. O una bruja tiránica.
Parece tan convencido que me siento muy aliviada. Tiene que haber una explicación. Quizá se le han cruzado los cables a alguien; será un malentendido, todo se arreglará…
—Diría, eso sí, que eres… dura —añade.
La sonrisa de alivio se me congela. ¿Dura? No me gusta nada cómo suena.
—¿Quieres decir «dura» en el buen sentido? —Procuro sonar indiferente—. Digamos… ¿dura, pero simpática y agradable?
—Querida, tú eres una persona centrada. Una persona motivada. Manejas tu departamento con mano firme. Eres una jefa de primera. —Sonríe—. Y ahora he de dejarte. Nos vemos luego.
La pantalla se apaga y me quedo mirándola con desasosiego. En realidad, más alarmada que nunca.
Dura.
¿No es otra manera de decir «bruja repulsiva y tiránica»?


Sea cual sea la verdad, no debo permitir que esto me afecte. Tengo que ver las cosas con perspectiva. Ha pasado una hora y he recuperado un poco el ánimo. Me he puesto la cadena con el diamante que me regaló Frank y me he echado litros de un perfume carísimo. Y he tomado de extranjis una copita de vino que me ha ayudado a verlo todo de otra manera.
Quizá las cosas no sean tan perfectas como había creído. Quizá me haya enfadado con mis amigas; quizá Byron quiera quitarme el puesto; quizá yo no tenga ni idea de quién es Tony Dukes. Pero todo eso puede arreglarse. Puedo aprender otra vez a hacer mi trabajo. Puedo arreglar las cosas con Fi y las demás. Y puedo buscar en Google quién es Tony Dukes.
La cuestión es que sigo siendo la chica con más suerte del mundo. Tengo un marido despampanante, un matrimonio maravilloso y un apartamento de narices. O sea, ¡echa un vistazo, nena! Esta noche, más que nunca, tiene una pinta como para morirse. Ha pasado por aquí la florista y hay ramos de lirios y rosas por todas partes. La mesa de la cena, completamente extendida, está cubierta de plata y de cristal y tiene un centro de mesa como en las bodas. ¡Incluso hay tarjetas con los nombres de los invitados en una preciosa caligrafía!
Frank me dijo que sería «una cenita informal». A saber cómo será una cena formal de verdad. Quizá con diez mayordomos de guante blanco.
Me aplico un pintalabios Laucóme con cuidado. Al acabar, me observo detenidamente en el espejo. Llevo un moño de primera, un vestido ceñido que me queda perfecto y unos pendientes de diamantes. Parezco recién salida de un anuncio. Como si fuese a aparecer un rótulo en la pantalla:
«Ferrero Rocher. Para los grandes momentos.»
«Gas Nacional. Calor y confort en su loft de lujo de un millón de libras.»
Retrocedo un paso y las luces cambian automáticamente: en lugar de los focos del espejo ahora brilla una luz más global. El sistema de «iluminación inteligente» de esta habitación es mágico. Calcula tu posición con unos sensores de calor y se ajusta por sí solo. A mí me encanta despistarlo corriendo de un lado para otro y gritando: «¡Ja! ¡Te pillé, señor inteligente!» Cuando Frank no está, por supuesto.
—¡Cariño!
Doy un respingo y me vuelvo. Frank asoma por la puerta con su traje de ejecutivo.
—¡Estás preciosa!
—¡Gracias! —Noto un rubor de placer y me paso la mano por el pelo.
—Una cosita. Tú maletín está en el vestíbulo. ¿Te parece un sitio adecuado? —Su sonrisa no se altera, pero percibo irritación en su voz.
Mierda. Me lo habré dejado allí. Estaba tan agitada al llegar que no me he dado ni cuenta.
—Ya lo quito —me apresuro a decir—. Perdona.
—Estupendo —asiente—. Pero antes prueba esto. —Me alcanza una copa de vino tinto—. Es Chateau Branaire-Ducru. Lo compramos en el último viaje a Francia. A ver qué opinas.
—Bueno. —Procuro aparentar seguridad—. Cómo no.
¿Qué narices voy a decir? Lentamente, doy un sorbo y lo paseo por la boca mientras busco en mi cerebro palabras de esa jerga que usan los chiflados del vino. Correoso. Sabor a roble. Una cosecha excelente.
Si te paras a pensarlo, son todo chorradas, ¿no? Voy a decirle que es de una magnífica cosecha, con mucho cuerpo y un suave matiz de fresas salvajes. No: de grosellas. Me lo trago por fin y asiento con aire entendido.
—¿Sabes?, me parece una ex…
—Espantoso ¿no? —Me interrumpe—. Con sabor a corcho. Totalmente pasado.
«¿Pasado?»
—Oh… sí, ya lo creo. —Me recupero sobre la marcha—. Completamente caducado. ¡Aggg! —Hago una mueca—. Asqueroso.
Por los pelos. Dejo la copa en una mesita y la iluminación inteligente se ajusta de nuevo.
—Frank —lo llamo, sin manifestar mi exasperación—. ¿Podríamos ajustar la luz de manera que permaneciera igual toda la noche? No sé si será posible…
—Todo es posible. —Parece algo ofendido—. Hay infinitas posibilidades a nuestro alcance. En eso consiste justamente el estilo de vida loft. —Me pasa el mando a distancia—. Ahí tienes. Con esto puedes anular el sistema. Escoge la modalidad que desees. Yo voy a elegir el vino.
Entro en la sala, busco iluminación en el mando y empiezo a probar modalidades. Día resulta muy intensa. Cine, demasiado oscura. Relax, sombría… Repaso la lista rápidamente. Lectura… Disco…
Eh, un momento. ¿Luces de discoteca? Pulso el botón y me echo a reír cuando la sala se llena de vibrantes haces de colores. Ahora probemos estroboscópica. De inmediato, toda la sala parpadea en blanco y negro y me lanzo alegremente a bailar al estilo robot alrededor de la mesita de café. ¡Es igual que una disco! ¿Cómo no me lo había dicho Frank? Quizá también tengamos hielo seco y una bola de espejo…
—¡Santo Dios, Myriam! ¿Qué demonios haces? —La voz de Frank me llega desde el otro lado de la sala parpadeante—. ¡Has dejado todo el apartamento con luz estroboscópica! ¡Gianna por poco se corta un brazo!
—¡Ay! Perdón. —Busco a tientas el mando y pulso botones hasta que volvemos a iluminación disco—. ¡No me habías contado que teníamos estas luces tan chulas! ¡Qué pasada!
—Nunca las usamos. —Su rostro es un remolino psicodélico—. Y ahora busca algo más sensato, por el amor de Dios. —Se da media vuelta y desaparece.
¿Cómo es posible que no las usemos? ¡Qué desperdicio! ¡Tengo que invitar a las chicas y montar una fiesta monstruo! Un poco de vino, cosas para picar, despejamos la sala, ponemos el volumen a tope…
Y entonces me acuerdo de todo y se me encoge el corazón. Eso no va a ocurrir por ahora. O quizá nunca.
Desinflada, pongo las luces en zona de recepción 1: una modalidad que no está ni bien ni mal, qué más da. Dejo el mando, me acerco a la ventana y contemplo la calle. Estoy decidida. No voy a rendirme. Son mis amigas, averiguaré qué ha ocurrido y luego me reconciliaré con ellas.


Había pensado quedarme con las caras y los nombres de los invitados con técnicas de memoria visual. Pero mi plan naufraga a la primera cuando los tres compañeros de golf de Frank aparecen juntos con trajes idénticos, caras idénticas e incluso esposas idénticas, y con unos nombrecitos como Greg, Mick, Suki y Pooky. En cuanto llegan, se ponen a hablar de unas vacaciones en la nieve que pasamos una vez juntos, por lo visto.
Yo le doy sorbos a mi copa y sonrío sin parar, y entonces se presentan otros diez invitados y ya no tengo ni idea de quién es quién. Salvo Rosalie, que llega como una exhalación, me presenta a su marido Clive (no parece un monstruo, sólo un tipo manso y trajeado), y desaparece enseguida de mi vista.
Al cabo de muy poco tengo los oídos zumbando y me siento mareada. Gianna sirve las bebidas y su sobrina los canapés. Todo parece bajo control, así que farfullo una excusa al tipo calvo que me estaba hablando de una guitarra de Mick Jagger que acaba de comprar en una subasta benéfica y me deslizo furtivamente a la terraza.
Me lleno los pulmones de aire fresco un par de veces. La cabeza me da vueltas. Cae un crepúsculo gris y azulado y empiezan a encenderse las farolas. Contemplando la vista de Londres, me siento irreal. Es como si interpretase el papel de una chica con un vestido de noche que se asoma con una copa de champán al balcón de un loft de ensueño.
—¡Cariño! ¡Conque estabas aquí!
Me doy la vuelta y veo a Frank, que desliza la puerta corredera y se asoma desde el interior.
—¡Estoy tomando un poco el aire!
—Déjame presentarte a Víctor, mi arquitecto —dice, y le abre paso a un tipo moreno vestido con tejanos negros y una chaqueta gris marengo de lino.
—¡Hola…! —empiezo, pero me interrumpo en el acto—. ¡Eh, nosotros nos conocemos! —exclamo, casi aliviada al ver una cara conocida—. Tú eres el tipo del coche.
Una rara expresión cruza su rostro. Una especie de decepción. Luego asiente.
—Exacto. El tipo del coche.
—Víctor es nuestro espíritu creativo —me explica Frank, mientras le da unas palmadas—. Es él quien tiene el talento. Yo quizá posea instinto comercial, pero él ha creado el estilo de vida loft.
Mientras pronuncia estas palabras, hace aquel gesto con las manos, como poniendo ladrillos.
—¡Genial! —Procuro sonar entusiasmada. Pero por mucho que sea el negocio de Frank, lo del «estilo de vida loft» me está empezando a caer gordo.
—Gracias otra vez por lo del otro día —le digo a Víctor con una sonrisa educada—. ¡Me salvaste la vida! —Me vuelvo hacia Frank—. No te lo conté, cariño, pero quise probar el coche y por poco me estrello contra la pared. Víctor me salvó por los pelos.
—Fue un placer—repone él, dando un trago—. ¿Cómo va? ¿Aún no recuerdas nada?
Meneo la cabeza.
—Nada.
—Debe de ser muy raro.
—Sí… pero me voy acostumbrando. Y Frank me ayuda un montón. Hasta me ha escrito un libro para refrescarme la memoria. Un manual conyugal. Organizado por temas y todo.
—¿Un manual? —repite Víctor. Le ha entrado un tic en la nariz—. ¿En serio?
—Sí, un manual. —Lo miro, extrañada.
—Ahí está Graham. —Frank ni siquiera nos está escuchando—. Debo hablar con él un momento, permiso… —Vuelve a entrar en el apartamento y me deja sola con el arquitecto.
No sé qué pasa con este tipo; es decir, ni siquiera lo conozco, pero tiene algo que me agobia.
—¿Qué tiene de malo un manual conyugal? —me oigo preguntarle.
—No, nada. En absoluto. —Sacude la cabeza con seriedad—. Es una idea muy sensata. Si no, tal vez no sabrías cuándo tienen que besarse.
—¡Exacto! Frank ha incluido un apartado entero… —Me interrumpo. Su boca se crispa como si estuviera aguantando la risa. ¿O sea que lo encuentra divertido?—. El manual aborda todo tipo de cuestiones —añado con tono glacial—. Y nos ha ayudado mucho a los dos. También para Frank resulta difícil, ¿sabes?, tener una esposa que no recuerda nada de él. ¿O eso no se te había ocurrido?
Se hace un silencio. El humor se ha evaporado de su rostro.
—Créeme —responde por fin—. Sí se me ha ocurrido.
Apura su copa y se la queda mirando unos instantes. Luego levanta la vista, se dispone a hablar… Y entonces se abren las puertas a su espalda.
—¡Myriam! —Rosalie se acerca tambaleante, con una copa en la mano—. ¡Los canapés son espectaculares!
—Ah… ¡gracias! —Me avergüenza recibir elogios por algo que no he hecho—. Aún no los he probado. ¿Están buenos?
Ella me mira perpleja.
—No tengo ni idea, cielo. Pero tienen un aspecto maravilloso. Y Frank dice que la cena está a punto.
—Ay, Dios —digo con remordimiento—. Se lo he dejado todo al pobre Frank. Será mejor que entremos. ¿se conocen? —prosigo mientras volvemos dentro.
—Desde luego —dice él.
—Víctor y yo somos viejos amigos —comenta Rosalie con dulzura—. ¿Verdad, querido?
Víctor asiente y se apresura a cruzar las puertas de cristal.
—Nos vemos luego —dice, y desaparece.
—¡Qué tipo más horrible! —comenta Rosalie con una mueca.
—¿Horrible? —repito asombrada—. A Frank le cae muy bien.
—Sí, ya —dice con desdén—. Y Clive cree que es el no va más. Un visionario que gana premios y bla, bla, bla. —Se sacude el pelo—. Pero es el tipo más grosero que he conocido en mi vida. Cuando le pedí el año pasado que hiciera una donación para mi campaña benéfica, se negó. Peor aún: se echó a reír.
—¿Cómo que se echó a reír? —me escandalizo—. ¡Qué espanto! ¿En qué consistía la campaña?
—Se llamaba Una Manzana al Día —me explica, orgullosa—. Se me ocurrió a mí sola. La idea era darle, una vez al año, una manzana a cada alumno de un barrio deprimido de Londres. ¡Una manzana llena de maravillosos nutrientes! Sencillo y genial, ¿no te parece?
—Eh… sí, fenomenal. ¿Y qué tal fue?
—Empezó muy bien. Repartimos miles de manzanas; teníamos camisetas y una furgoneta con el logo de la manzana. ¡Fue tan divertido! Hasta que el ayuntamiento comenzó a mandarnos unas cartas del todo estúpidas sobre la fruta supuestamente tirada en la calle y los bichos que generaba.
—¡Qué lástima! —Me muerdo el labio. La que tiene ganas de carcajearse ahora soy yo.
—¿Sabes?, ése es el problema con las obras benéficas —prosigue con aire sombrío—. Los funcionarios no quieren tu ayuda y te ponen toda clase de trabas.
Cruzamos las puertas correderas y observo a toda la marabunta. Veinte caras desconocidas, riendo y charlando y dando gritos. Veo cómo destellan las joyas y percibo el rumor de las risas y tengo de nuevo una sensación de irrealidad.
—No debes preocuparte. —Rosalie me pone una mano en el brazo—. Frank y yo tenemos un plan. Todo el mundo se irá poniendo de pie y se presentará durante la cena. —Arruga la frente—. Cielo, pareces asustada.
—¡Qué va! —Consigo sonreír—. ¡En absoluto!
Es mentira, claro. Estoy muerta de miedo. Mientras busco mi sitio en la larga mesa de vidrio, entre saludos y sonrisas, me siento como si estuviera viviendo un sueño extraño. Éstos son mis amigos, supuestamente. Todos me conocen. Y yo tengo la sensación de no haberlos visto en mi vida.
—¡Myriam, cariño! —Una mujer de pelo muy negro me arrastra a un lado—. ¿Tienes un minuto? —dice casi susurrando—. Oye, el quince y el veintiuno pasamos todo el día juntas. ¿ok?
—¿Ah, sí? —respondo sin comprender.
—Sí, mujer. Por si Christian pregunta. Mi marido. —Me señala al calvo de la guitarra de Mick Jagger, que se sienta enfrente.
—Ah, ok. ¿De veras pasamos el día juntas?
—¡Claro! —dice tras una pausa—. ¡Claro que sí, cariño! Me aprieta la mano y se aleja.
—Damas y caballeros… —Frank se ha puesto de pie en la otra punta de la mesa y todas las conversaciones se apagan mientras la gente toma asiento—. Bienvenidos. Myriam y yo estamos encantados de tenerlos aquí.
Todos se vuelven hacia mí, y esbozo una tímida sonrisa.
—Como sabn, Myriam sufre aún las secuelas de su accidente, lo cual significa que no anda muy bien de memoria. —Sonríe con tristeza. El tipo que tiene delante suelta una risita, pero su esposa lo hace callar de inmediato—. Lo que propongo es que cada uno de ustedes se presente otra vez a Myriam. Se ponen de pie, dicen su nombre y cuentan algún hecho memorable que hayn compartido con ella.
—¿Qué dicen los médicos? ¿Esto podría servir para estimular su memoria? —pregunta un tipo que tengo a mi derecha.
—Nadie lo sabe a ciencia cierta —responde Frank con gravedad—. Pero debemos intentarlo. ¿Quién empieza?
—¡Yo! ¡Yo! —Es Rosalie, que se pone en pie de un salto—. Myriam, soy Rosalie, tu mejor amiga, ya lo sabes. Y nuestro recuerdo más memorable fue aquella vez cuando nos depilaron a la cera y la chica se entusiasmó más de la cuenta… —Ríe tontamente—. La cara que pusiste…
—¿Qué pasó? —pregunta una chica toda de negro.
—¡No voy a contarlo en público! —dice Rosalie, muy digna—. Pero, la verdad, fue inolvidable. —Sonríe y vuelve a sentarse.
—Muy bien —dice Frank, que se ha quedado confundido—. ¿El siguiente? ¿Charlie?
—Soy Charlie Mancroft. —Un hombre de aire tosco se levanta al lado de Rosalie y me hace un gesto—. Imagino que nuestro hecho memorable debe de ser aquella vez que fuimos todos a Wentworth, a la fiesta de la empresa. Montgomerie hizo un birdie en el hoyo dieciocho. Una jugada increíble —añade, y se me queda mirando.
—¡Claro! —No sé de qué me habla. ¿De golf? ¿De billar?—. Eh… muchas gracias.
El tipo vuelve a sentarse y se incorpora la chica de su lado.
—Hola, Myriam —me dice, saludándome con la mano—. Soy Natalie. Para mí, el hecho más memorable es el día de tu boda.
—¿En serio? —respondo casi conmovida—. Wow.
—¡Fue un día tan feliz! —Se muerde el labio—. Estabas preciosa y yo pensaba: «Así me gustaría estar a mí cuando me case.» En realidad, yo creía que Matthew me lo propondría aquel día, pero no lo hizo. —Se le tensa la sonrisa.
—¡Por favor, Natalie! —refunfuña un tipo, sentado frente a ella—. ¡Otra vez con esa historia, no!
—¡No, no, si no pasa nada! —continúa alegremente—. ¡Ahora sí estamos prometidos! ¡Sólo han hecho falta tres años! —Me muestra su diamante de compromiso—. ¡Llevaré el mismo vestido que tú! ¡El mismo modelo de Vera Wang, en blanco!
—¡Muy bien, Natalie! —la interrumpe Frank—. Vamos a continuar. ¿Víctor? Tu turno.
Víctor, sentado frente a mí, se pone en pie.
—Hola —dice con su voz seca—. Soy Víctor. Nos hemos visto antes. —Se queda callado.
—¿Y? —Lo anima Frank—. ¿Qué hay de tu recuerdo más memorable?
Víctor me examina con sus ojos oscuros e intensos. Se rasca la nuca, frunce el entrecejo y bebe un sorbo de vino, como si se estuviese concentrando. Al fin, extiende las palmas de las manos.
—No se me ocurre nada.
—¿Nada? —Me siento un poco picada.
—¡Cualquier cosa! —dice Frank para alentarlo—. Algún momento especial que hayan compartido…
Todos los ojos están fijos en él, que vuelve a fruncir el entrecejo y se encoge de hombros.
—No recuerdo nada—concluye—. Nada que pueda contar.
—Tiene que haber algo, Víctor —insiste ansiosamente una chica—. ¡A lo mejor sirve para estimular su memoria!
—Lo dudo —responde él con media sonrisa.
—Bueno, está bien —interviene Frank con impaciencia—. No importa, sigamos.
Cuando todos se han puesto de pie y han contado su anécdota, ya no me acuerdo de los que han hablado primero. Pero, en fin, es un comienzo, supongo. Gianna y su sobrina nos sirven un carpaccio de atún, ensalada de rúcula y peras al horno mientras charlo con un tal Ralph sobre su divorcio. Luego retiran los platos y Gianna recorre la mesa anotando los cafés.
—Del café me encargo yo —digo levantándome—. Ya has trabajado demasiado esta noche, Gianna. Tómate un respiro.
Verla trajinar cargada de fuentes alrededor de la mesa me ha ido poniendo cada vez más incómoda. Tampoco me ha gustado que los invitados no la miren siquiera mientras se sirven. Ni el modo que ha tenido de ladrarle ese tipo horroroso llamado Charlie porque quería más agua. ¡Qué maleducado!
—¡Myriam! —dice Frank sonriendo—. ¡No hace ninguna falta!
—Quiero hacerlo —insisto—. Siéntate, Gianna. Yo puedo preparar perfectamente unas tazas de café. De veras.
Gianna me mira perpleja.
—Iré a prepararle la cama —dice al fin, y se encamina hacia mi dormitorio seguida de su sobrina.
No me refería a eso cuando le he dicho que se tomara un respiro. Pero bueno.
—Ok. —Sonrío en torno a la mesa—. El que quiera café, que levante la mano… —Empiezo a contar—. ¿Algún poleo menta?
—Te echaré una mano —dice Víctor de repente, incorporándose.
—Bueno —respondo desconcertada—. Ok, gracias.
Me dirijo hacia la cocina, lleno el cazo y enciendo el hornillo. Luego me pongo a buscar las tazas por los armarios. Quizá tenemos un juego especial para este tipo de cenas. Consulto un momento el manual conyugal, pero no encuentro nada.
Entretanto, Víctor se pasea de un lado para otro, como sumido en una ensoñación y sin ayudarme en lo más mínimo.
—¿Te encuentras bien? —le pregunto por fin, medio irritada—. Supongo que tú no sabrás dónde están las tazas, ¿verdad?
Ni siquiera parece oír la pregunta.
—¿Hola? —Le hago señas—. ¿No has venido a ayudarme?
Por fin se detiene y me mira con una expresión rarísima.
—No sé cómo decírtelo —empieza—. Así que te lo voy a decir sin más. —Respira hondo, luego parece cambiar de idea, se me acerca y me mira fijamente—. ¿De verdad no lo recuerdas? ¿No es una broma que me estás gastando?
—¿Recordar qué? —le respondo, confunfida.
—Ok. Ok. —Se da media vuelta y empieza a pasearse de nuevo, mientras se pasa las manos por el pelo. Vuelve a acercarse—. Ésta es la cuestión: te quiero.
—¿Cómo?
—Y tú me quieres a mí —añade sin darme tiempo a reaccionar—. Soy tu amante… es decir somos amantes.
—¡Cielo! —La puerta se abre de golpe y Rosalie asoma la cabeza—. Dos poleos más y un descafeinado para Clive.
—¡Marchando! —acierto a graznar.
Rosalie desaparece y la puerta de la cocina se cierra sola. Se hace un silencio: el silencio más espantoso que he soportado en mi vida. No puedo mover una ceja. Ni decir palabra. Por un momento se me van los ojos hacia el manual conyugal, que sigue sobre el mármol, como si fuese a encontrar allí la respuesta. Víctor sigue mi mirada.
—Supongo —dice secamente— que yo no figuro en ese manual.
—No… no entiendo —alcanzo a decir, mientras me esfuerzo por recuperar la compostura—. ¿Qué significa «amantes»? ¿Me estás diciendo que teníamos… una aventura?
—Llevábamos viéndonos ocho meses. —Tiene sus ojos oscuros fijos en mí—. Estabas planeando dejar a Frank.
Se me escapa una risita. Enseguida me tapo la boca.
—Perdona, no pretendía ser grosera, pero… ¿dejar a Frank? ¿Por ti?
Antes de que pueda reaccionar, las puertas vuelven a abrirse.
—¡Myriam! —Aparece un tipo de cara colorada—. ¿No tendrás un poco de agua con gas por ahí?
—Aquí tienes. —Le pongo un par de botellas en las manos. La puerta se cierra otra vez. Víctor hunde las manos en los bolsillos.
—Estabas a punto de decirle a Frank que no podías seguir con él —me dice, hablando rápido—. Ibas a dejarlo, habíamos hecho planes… —Se interrumpe y da un profundo suspiro—. Y entonces tuviste el accidente.
Está muy serio. Cree de verdad lo que me está diciendo.
—¡Pero eso es absurdo!
Por un instante me mira como si lo hubiera abofeteado.
—¿Absurdo?
—¡Sí, absurdo! Yo no soy del género infiel. Además, tengo un gran matrimonio, un marido fantástico, soy feliz…
—Tú no eres feliz con Frank —me interrumpe—. Créeme.
—¡Desde luego que sí! —replico asombrada—. ¡Es encantador! ¡Es perfecto!
—¿Perfecto? —Da la impresión de que se está reprimiendo para no pasarse de la raya—. No tiene nada de perfecto, Myriam.
—Pues se acerca bastante —le digo, nerviosa. ¿Quién se habrá creído que es este tipo para venir a soltarme en medio de la cena que es mi amante?—. Escucha, Víctor… seas quien seas. No te creo. Yo nunca tendría una aventura, ¿ok? Tengo un matrimonio ideal. ¡Una vida de ensueño!
—¿De ensueño, dices? —Se rasca la frente, como intentando ordenar sus ideas—. ¿Eso crees?
Este tipo me está sacando de quicio.
—¡Pues claro! —Le muestro la cocina con los brazos extendidos—. ¡Mira este sitio! ¡Mira a Frank! ¡Es fantástico! ¿Cómo iba a tirarlo todo por la borda por un…?
Me detengo en seco al ver que se abre la puerta.
—¡Cariño! —Frank me sonríe desde el umbral—. ¿Cómo van esos cafés?
—Enseguida están —digo, aturdida—. Perdona, cariño. —Me doy la vuelta para ocultarle el rubor que me arde en las mejillas y empiezo a llenar la cafetera a cucharadas. La mitad se me cae fuera. Quiero que este tipo se largue ahora mismo.
—Frank, he de marcharme —dice Víctor a mi espalda, como si me leyese el pensamiento—. Gracias por esta magnífica velada.
—¡Víctor! ¡Genio! —Frank le da unas palmadas—. Hemos de vernos mañana, tenemos que preparar la reunión.
—Por supuesto —responde él—. Adiós Myriam. Me ha encantado conocerte de nuevo.
—Adiós. —Me obligo a darme la vuelta y dirigirle una sonrisa de anfitriona—. Encantada de verte.
Él se inclina y me da un beso en la mejilla.
—No tienes ni idea de tu vida —me dice al oído. Y sale de la cocina sin mirar atrás.

... Continuara.
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