De la ira al amor.... Capitulo Final
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De la ira al amor.... Capitulo Final
Myriam Montemayor nunca se imaginó que su prometido, el atractivo hombre de negocios Víctor García, la veía como a cualquier otro objeto que podía comprar. Cuando descubrió la verdad, huyó. ¿Cómo iba a compartir su vida con un hombre que había acordado los términos de su matrimonio en una mesa de negocios en lugar de en un dormitorio?
Años más tarde, Víctor necesitó a Myriam y decidió conseguirla. Pero ella ya no era la niña inocente que conoció. No obstante, él siempre conseguía lo que quería, y estaba decidido a que volviera a Italia con él, aunque tuviera que seducirla de nuevo.
Esta nueva novelita les va a encantar.....
mañana les publico el primer capitulo..
Años más tarde, Víctor necesitó a Myriam y decidió conseguirla. Pero ella ya no era la niña inocente que conoció. No obstante, él siempre conseguía lo que quería, y estaba decidido a que volviera a Italia con él, aunque tuviera que seducirla de nuevo.
Esta nueva novelita les va a encantar.....
mañana les publico el primer capitulo..
Última edición por laurayvictor el Vie Oct 07, 2011 12:47 pm, editado 10 veces
laurayvictor- VBB CRISTAL
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Fecha de inscripción : 10/01/2011
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
okas se ve interesante graxias y en espera del primer capitulo
mariateressina- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 897
Localización : Campeche, Camp.
Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
Gracias esperamos el 1er Cap. Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1132
Edad : 42
Localización : Monterrey, Nuevo Leon
Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
Chicas aqui esta el primer capitulo de esta bonita novelita... espero y les guste es la adaptación pero esta linda.. espero sus comentarios.
Capítulo 1
Víctor García estaba en la consulta de uno de los psiquiatras más prestigiosos de Milán, con los ojos brillantes en un rostro que parecía de piedra.
—Han pasado ocho meses —dijo Víctor—, Ocho meses de todos los tratamientos disponibles, y no ha habido ningún cambio.
Ricardo Sanperi, que tenía el informe encima del escritorio sonrió comprensivamente.
—No puede esperar una cura milagrosa, Signor García. Es posible que no haya cura alguna —agregó mirando a Víctor.
Víctor agitó la cabeza.
—No me resigno.
Había ido a Milán en busca del mejor terapeuta para la criatura que tenía a su cargo, y lo conseguiría.
Sanperi se pasó la mano por el pelo y suspiró.
—Signor García, tiene que contemplar la posibilidad real de que Lucio esté afectado de un desorden generalizado del desarrollo…
—No.
Lucio llevaba ocho meses de silencio y estrés, pero él no lo aceptaría. Estaba acostumbrado a los obstáculos, y los personales no podían ser distintos ni más difíciles que los profesionales.
—Lucio era normal antes de que muriese su padre. Era como cualquier otro niño…
—El autismo se manifiesta a menudo a los tres años de edad… —le explicó Sanperi—. Lucio hablaba muy poco antes de la muerte de su padre, y perdió completamente la capacidad de comunicarse en los meses posteriores.
Víctor alzó una ceja en señal de escepticismo.
—¿E intenta convencerme de que ambas cosas no están relacionadas?
—Estoy intentando decirle que es una posibilidad —contestó Sanperi, con la voz tensa—. Por más que le resulte difícil de aceptar.
Víctor se quedó en silencio un momento.
—Para el autismo no hay cura —dijo finalmente.
Se había ocupado de averiguarlo. Había leído y visto estadísticas.
—Hay terapias, dietas, que alivian los síntomas —dijo Sanperi serenamente—. Depende de en qué fase de la enfermedad se encuentra…
—No está en ninguna fase.
—Signor…
—No me conformaré con esto —dijo Víctor mirando al psiquiatra.
Después de un momento, Sanperi levantó sus manos en un gesto de derrota.
—Signor García, hemos intentado todo tipo de terapias y como recordará, no habido cambio alguno. Si acaso, Lucio se ha sumergido más en su mundo amurallado. Si éste fuera un caso normal de duelo…
—¿Qué tiene de normal un duelo?
—El proceso de un duelo es normal —dijo Sanperi—. Y aceptado. Pero el comportamiento de Lucio no es normal, y después de las terapias debería haber signos de mejora en la comunicación. Y no habido ninguno.
En su regazo, fuera del alcance de la vista, Víctor apretó la mano.
—Eso lo sé.
—Entonces acepte que el niño podría estar las primeras fases del autismo, ¡y diríjase a las terapias y tratamientos adecuados!
Víctor se quedó en silencio. Apoyó la mano en el escritorio deliberadamente. Cuando la madre de Lucio, Bianca, le había pedido ayuda, que fuera a Milán y le dijera a «esos médicos» que su hijo no era autista, Víctor había aceptado. Había confiado en el criterio de Bianca entonces, pero ahora sentía el primer atisbo de duda.
Haría cualquier cosa por Bianca, cualquier cosa por Lucio. Su familia lo había salvado años atrás, lo había sacado del fango en su infancia, y le había dado las pautas y herramientas para ser el hombre que era en aquel momento.
Él no lo olvidaría jamás.
—Debe de haber algo que no hayamos intentado —dijo Víctor finalmente—. Antes de que aceptemos este diagnóstico.
—Los psiquiatras involucrados en un diagnóstico de autismo son muy concienzudos —dijo Sanperi—. Y competentes. No formulan un juicio como éste a la ligera.
—De acuerdo. Pero no obstante… ¿Se puede hacer algo más?
Sanperi se quedó en silencio un momento.
—Sí —dijo finalmente—. Hay una terapeuta que tuvo éxito con un niño al que se le había diagnosticado autismo. Un diagnóstico erróneo, al parecer. El niño había sufrido un trauma que los especialistas no habían detectado, y cuando quedó al descubierto, el niño recuperó el habla.
Víctor sintió una punzada de esperanza.
—Entonces, ¿Lucio no podría ser un caso como el de ese niño? —preguntó.
—No quiero darle falsas esperanzas —dijo Sanperi, escéptico—. Ése fue un caso excepcional…
Víctor lo interrumpió.
—¿Quién es la terapeuta?
—Es una terapeuta que trabaja a través del arte —respondió Sanperi—. A menudo las terapias creativas ayudan a los niños a expresar emociones y recuerdos reprimidos, que era el caso de este niño. Sin embargo, los síntomas de Lucio son más graves…
—Terapias creativas… —repitió Víctor. No le gustó cómo sonaba aquello. Parecía algo abstracto, absurdo—. ¿Qué quiere decir exactamente?
—La terapeuta usa el arte como vía para expresar los sentimientos, ya sea a través de la pintura, la canción o la representación. En algunos casos el arte puede ser la llave que libere las emociones de un niño al que no se puede llegar de otra manera.
«Abrir», pensó Víctor. Era una palabra que le parecía apropiada si recordaba el rostro inexpresivo de Lucio y su mirada vacía. Y su mutismo. Hacía casi un año que no pronunciaba una sola palabra.
—De acuerdo, entonces. Intentaremos eso. Quiero que esa terapeuta se ocupe del caso de Lucio.
—Ese fue un caso solo… —empezó a decir Sanperi.
Víctor lo silenció alzando la mano.
—Quiero ponerme en contacto con esa terapeuta.
—Vive en Londres. Me enteré del caso por una revista de psiquiatría y mantuve correspondencia brevemente con ella. Pero no sé…
—¿Es inglesa? —preguntó Víctor, decepcionado.
¿De qué podría servirle a Lucio una terapeuta inglesa?
—No, no se la habría mencionado si fuera así. Es italiana, pero hace mucho tiempo que no vive en Italia.
—Vendrá —dijo Víctor firmemente.
Él se aseguraría de ello. Le ofrecería todos los incentivos que ella necesitase.
—¿Cuánto tiempo trabajó con ese otro niño?
—Unos pocos meses…
—Entonces quiero que esté en Abruzzo, con Lucio, lo antes posible —Víctor habló con una seguridad que impresionó al psiquiatra.
—Signor García, ella debe de tener otros pacientes, responsabilidades…
—Puede deshacerse de ellos.
—No es tan sencillo.
—Sí, lo es. Lo será. A Lucio no se lo puede mover. Eso lo perturbaría mucho. La psiquiatra vendrá a Abruzzo. Y se quedará.
Sanperi se movió en el asiento, incómodo.
—Eso tendrá que negociarlo con ella, por supuesto. Una terapia tan intensa podría ser muy beneficiosa, aunque no hay garantías, pero puede resultar muy cara…
—El dinero no es problema —dijo Víctor.
—Naturalmente —Sanperi miró sus datos.
Víctor sabía que el médico tendría su propio curriculum: Víctor García, fundador de García Electrónica, y comprador de una docena de compañías electrónicas a las que había sacado a flote. No tenía rival.
—Le daré los datos de la terapeuta —suspiró Sanperi—. Tengo su artículo sobre el caso que le mencioné aquí, en mi despacho. Le diré que es joven, ha hecho sus prácticas hace poco tiempo y tiene relativamente poca experiencia. Pero por supuesto aquel caso ha sido notorio…
—¿Ese niño se recuperó? ¿Volvió a hablar? —preguntó Víctor.
Vio el brillo de compasión, ¿o era pena?, en los ojos del psiquiatra.
—Sí —dijo Sanperi serenamente—. Pero no es tan sencillo, Signor García. Y Lucio podría ser diferente. Podría ser…
—Déme los datos de la terapeuta, por favor…
Él no esperaba que las cosas fueran sencillas. Sólo quería que empezaran.
—Un momento… ¡Ah! Aquí está el artículo que le mencioné —sonrió y le dio a Víctor la revista de psiquiatría, abierta en el artículo—. Aquí está la terapeuta… Una foto muy bonita, ¿no cree? Se llama Myriam Montemayor…
Víctor no escuchó lo último que dijo Sanperi, porque no le hacía falta. Conocía el nombre de la mujer. La conocía.
O al menos la había conocido.
Myriam Montemayor. La mujer que debía haber sido su esposa. La mujer que ya no conocía.
Su preocupación por Lucio desapareció de su mente por un momento mientras miraba la foto y leía la nota a pie de ella: Myriam Montemayor, Terapeuta a través del arte, con su paciente.
A la mente de Víctor acudieron recuerdos largamente sumergidos. Pero él los reprimió mientras dirigía la mirada a la foto. Vio que ella estaba más madura, más delgada. Estaba sonriendo en la foto, con sus ojos castaños brillantes mientras miraba a la criatura que tenía a su lado, en cuyas manos tenía un trozo de arcilla.
Su cabeza estaba inclinada hacia un lado, y su cabello era una cascada luminosa y dorada recogida en un moño descuidado, del que se escapaban unos mechones que rodeaban su mejilla y su hombro.
Le brillaban los ojos y tenía una amplia sonrisa, llena de esperanza. Casi podía oír las campanas de su alegría. Tenía hoyuelos, notó. No lo había notado entonces. ¿Sería que no se había reído así en su presencia?
Tal vez no.
Víctor miró la foto. El fantasma de una muchacha que había conocido una vez, la imagen de una mujer que no conocía.
Myriam.
Su Myriam… Pero ya no lo era, lo sabía. Lo había sabido cuando había desaparecido. Para siempre.
Víctor cerró la revista y se la dio a Sanperi. Pensó en Lucio. Sólo en Lucio.
—Una foto muy bonita, sí —dijo Víctor—. Me pondré en contacto con ella.
Sanperi asintió.
—Y si por alguna razón ella está ocupada, hablaremos de posibles alternativas… —comentó el psiquiatra.
Víctor asintió bruscamente. Sabía que Myriam no estaría ocupada. Él se aseguraría de que no lo estuviera. Si ella era la mejor terapeuta para Lucio, la tendría.
Aunque se tratase de Myriam.
El pasado no importaría si se trataba de ayudar a Lucio. El pasado no afectaría en absoluto.
Myriam Montemayor se miró en el espejo del aseo de señoras en el hotel Dorchester e hizo una mueca de disgusto. Había querido recogerse el cabello en un moño descuidado y elegante, pero al parecer sólo había logrado la primera parte del plan.
Al menos su vestido estaba bien, reflexionó con satisfacción. Un vestido de seda gris, con un amplio escote y dos finos tirantes. Era elegante y sexy, sin ser demasiado atrevido.
Había costado una fortuna, mucho más de lo que ella se podía permitir con su sueldo de terapeuta. No obstante quería estar elegante para la boda de su prima Daniela. Quería sentirse bien.
Como si encajase con aquel ambiente.
Pero ella sabía que no encajaba. Sinceramente, no. No desde la noche en que ella se había marchado de su boda y había dado plantón a todo el mundo.
Con un pequeño suspiro, agarró una barra de labios de su bolso. No pensaba nunca en aquella noche. Había decidido no pensar nunca más en ella, en el sueño destruido, en el corazón roto. En el engaño, en el miedo.
Sin embargo la boda de su prima le había traído al recuerdo su propia casi boda. Y había tenido que hacer un gran esfuerzo para volver a guardarla en la caja en donde quería guardar esos recuerdos. Esa vida.
La boda había sido hermosa, una ceremonia iluminada con velas en una pequeña iglesia de Londres. Daniela con su rostro en forma de corazón, su voz suave y su nube de cabello oscuro, estaba hermosa. Su marido, una persona de mucho talento y ambición en una empresa publicitaria en la City, le parecía un hombre demasiado seguro, para el gusto de Myriam. Pero ella esperaba que su prima hubiera encontrado la felicidad. El amor. Si esas cosas podían encontrarse.
Sin embargo, durante la ceremonia, ella había escuchado las promesas de matrimonio con cinismo poco disimulado.
—«¿Prometes amarla, honrarla y protegerla, y, por encima de todo, serle fiel hasta que la muerte os separe?»
Al oír aquellas palabras Myriam no pudo evitar pensar en su propia boda, la boda que jamás había ocurrido, las promesas que ella no había pronunciado.
Víctor no la había amado, no la hubiera honrado… ¿La habría protegido? Sí, pensó cínicamente. Eso, sí. ¿Le habría sido fiel? Lo dudaba.
Pero ella todavía había sentido, sentada en aquella iglesia tenuemente iluminada, una punzada de añoranza no identificable, algo casi como un arrepentimiento.
Excepto que no se arrepentía de nada. Ciertamente no lamentaba haber dejado a Víctor. Aunque su tío, y algunas veces la sociedad, parecían culparla de aquel fiasco. Pero Myriam sabía que el fiasco habría sido quedarse.
Por suerte era libre, se dijo firmemente. Era libre y feliz.
Myriam se alejó del espejo. Había sobrevivido a la boda de Daniela, escabullándose casi todo el tiempo para que no pudieran acorralarla con preguntas. No estaba de ánimo para hacer relaciones sociales. Estaba un poco melancólica y no tenía ganas de charlar, reír y bailar.
Había ido por Daniela y su tía Barbara, a quienes quería, pero su relación con su tío Jorge siempre había sido tensa.
Apenas había hablado con su tío en los siete años que llevaba en Londres. Ella se había refugiado brevemente en casa de su tío cuando había huido de Italia, y las escasas conversaciones que había tenido con él habían sido, como poco, incómodas.
Myriam se irguió y salió del aseo. Había sido un día agotador. Había estado corriendo todo el día en el hospital, atendiendo caso tras caso sin esperanza. No había habido ninguna tregua. Aquel día, no.
El banquete se celebraba en la sala Orchid Room, con sus paredes pintadas de delicado azul y su techo ornamentado. Habían contratado a un cuarteto de cuerda que se encontraba cerca de la pista de baile, y los camareros circulaban con bandejas con entremeses y burbujeante champán.
Myriam miró a la resplandeciente gente y alzó la barbilla. No estaba acostumbrada a aquello. Ella no iba a fiestas.
La última fiesta a la que había asistido, una fiesta como aquélla, con toda la sociedad presente, había sido la de su compromiso. Ella había llevado un vestido rosa vaporoso y unos zapatos de tacón de aguja que le habían hecho daño en los pies. Pero había estado tan feliz… Tan excitada.
Myriam agitó la cabeza para borrar aquel pensamiento, aquel recuerdo.
¿Por qué permitía que aquellos recuerdos penetrasen su memoria como fantasmas de otra vida?
¿Por qué se acordaba de aquellos días en aquel momento?
Debía de ser por la boda de su prima, pensó. Era la primera a la que iba después de que hubiera abandonado la suya.
«Olvídalo», se dijo. Y agarró una copa de champán de una de las bandejas que circulaban y se abrió paso entre la gente. La boda de su prima estaba destinada a revolver algunos recuerdos desagradables. Por eso se sentía así.
Myriam tomó un sorbo de champán, dejó que las burbujas le hicieran cosquillas en la garganta y miró a la multitud.
—Myriam… Me alegro tanto de que hayas podido venir…
Myriam se dio la vuelta y vio a su tía Barbara, sonriendo. Llevaba un vestido color lima.
Myriam le sonrió cálidamente.
—Yo también me alegro de estar aquí —respondió ella, no muy sinceramente—. Me alegro tanto por Daniela…
—Sí… Serán muy felices, ¿no crees? —contestó su tía, mirando a su hija, que estaba charlando y sonriendo a su marido, quien le rodeaba los hombros con su brazo.
—Me temo que no sé mucho sobre el novio —dijo Myriam, tomando otro sorbo de champán—. ¿Su nombre es Carlos, no?
—Carlos Espinoza. Se conocieron en el trabajo. Sabes que Daniela ha sido secretaria en Hobbs and Ford, ¿no?
Myriam asintió.
Aunque su tío no quería que Myriam siguiera manteniendo contacto con su familia, aún hablaba por teléfono con Barbara muy de vez en cuando, y Daniela había desafiado a su padre varias veces quedando con Myriam para comer.
Myriam se había enterado en uno de esos encuentros de que Daniela tenía un trabajo como secretaria en una empresa de publicidad, a pesar de su evidente falta de cualificaciones. Las de su padre, al parecer, habían sido suficientes.
—Me alegro por ellos —dijo Myriam, mirando a Carlos sonreír a su esposa.
Luego lo vio mirar el salón con una mirada fría, de hierro. ¿Estaría buscando contactos de negocios? ¿Socios?, se preguntó Myriam cínicamente.
Carlos Espinoza era un hombre como la mayoría de ellos: frío, ambicioso, al acecho.
—¡Barbara! —exclamó su tío con voz cortante entre la gente. Ambas, Myriam y su tía se pusieron tensas mientras Jorge Masón caminaba hacia ellas, con gesto de desagrado mientras miraba a su sobrina.
—Barbara, deberías ocuparte de los invitados —ordenó a su mujer.
Barbara dedicó una leve sonrisa de disculpa a Myriam. Ésta se la devolvió.
—Me alegro de verte, Myriam —murmuró Barbara—. No te vemos a menudo —agregó con desafío delante de su esposo.
Jorge la conminó a marcharse, y Barbara se marchó.
Hubo un momento de tenso silencio, y Myriam se preguntó qué podía decirle a un hombre que hacía siete años la había echado de su casa. Las pocas veces que lo había visto desde entonces, en excepcionales ocasiones familiares, se habían evitado.
Ahora estaban cara a cara.
Su tío estaba igual que siempre, pensó mientras lo miraba distraídamente. Delgado, con el pelo cano, bien vestido, perfecto. Ojos fríos y boca prieta. Nada de humor.
—Gracias por invitarme, tío Jorge —dijo finalmente Myriam—. Ha sido un detalle de tu parte…
—Tenía que invitarte, Myriam —respondió Jorge—. Eres familia, aunque no te hayas comportado como tal en los últimos siete años.
Myriam tuvo que contenerse para no responderle. No había sido ella quien lo había echado, ni quien había hecho difícil el contacto con su familia.
El salir huyendo había sido su único delito, y su tío no dejaba de recordárselo.
Porque huyendo lo había avergonzado. Myriam todavía recordaba la furia de su tío cuando ella había aparecido, aterrada y agotada, en su casa.
—Puedes quedarte esta noche —le había dicho—. Pero luego te tienes que marchar.
—Tu tío tiene negocios con Víctor García —le había explicado su tía, desesperada por que lo comprendiese y no lo juzgase—. Si sabe que te ha refugiado, García podría hacerle la vida muy desagradable, Myriam. Y hacérnosla a todos.
Había sido una visión desagradable de su ex prometido. Ella se había preguntado entonces si Víctor la perseguiría, si le haría desagradable la vida.
Pero no lo había hecho. Y que ella supiera, no le había hecho la vida imposible a su tío.
Ella a veces se preguntaba si aquélla no habría sido una excusa conveniente para que su tío se desentendiera de ella, sobre todo porque su huida había sido seguida rápidamente por la de su madre.
Su madre… Otra persona a la que Myriam no quería recordar.
—Yo necesité ayuda y tú me la diste. Y por ello te estaré eternamente agradecida —dijo Myriam.
—Y me lo demostrarás alejándote de mi vida —dijo Jorge fríamente—. Y de la de Daniela. Tu prima ya está bastante nerviosa como para que tú…
Myriam sintió rabia.
—Ciertamente no quiero causar ningún malestar a mi prima. Saludaré y me iré lo antes posible.
—Bien —respondió él escuetamente antes de irse.
Myriam se irguió orgullosamente. Se sintió como si todo el mundo la mirase, condenándola, aunque ella sabía que no le importaba a nadie.
Excepto a su tío y a su familia.
Pasó un camarero y Myriam dejó la copa sin probar apenas.
Murmuró unas excusas mientras se movía por entre la gente y buscó un rincón del salón donde ocultarse, detrás de una palmera.
Respiró profundamente y miró a la gente. Nadie le estaba prestando atención, lo sabía, porque ella no era importante. Su marcha de Italia hacía siete años era escaso motivo de preocupación o de cotilleo en aquel momento.
Ella había estado apartada de la alta sociedad en los últimos años. Tenía dos trabajos para pagarse los estudios y vivía lejos, muy lejos, de aquella multitud glamurosa y su estilo de vida.
No obstante, a la gente que la conocía, a la que se suponía que la quería… Aún le afectaba lo que había sucedido hacía siete años. Y siempre sería así.
Pero aquello no tenía relevancia en su nueva vida, una vida que le gustaba. Marchándose aquella noche de hacía siete años, ella había ganado su libertad, pero el precio había sido muy alto.
Había sido un precio que había merecido la pena.
La música se fue apagando y Myriam vio que todo el mundo volvía a sus mesas. Iban a servir la cena.
Suspiró nuevamente y se acercó a la gente para encontrar la tarjeta con su nombre en las mesas. La habían puesto con un grupo que parecía tan incómodo como ella. Familiares distantes, que significaban una vaga incomodidad, compañeros de trabajo y amigos que había que invitar aunque no eran piezas fundamentales en la deslumbrante fiesta que Jorge Masón había organizado para su hija.
Una terapeuta a través del arte con un pasado de poca reputación caía en esa categoría, pensó Myriam.
Saludó con un murmurado «hola» y ocupó su sitio entre una mujer entrada en carnes y un hombre de negocios.
La comida pasó entre conversaciones afectadas y silencios incómodos.
Y Myriam se preguntó cuánto tiempo más tendría que aguantar allí.
Quería ver a Daniela, pero con su marido al lado no creía que pudieran tener una conversación en confianza.
Recogieron los platos y su tío se puso de pie para hablar. Halagó a Carlos Espinoza e hizo bromas sobre los negocios.
Poco después la música empezó a sonar otra vez, y Myriam se excusó de la mesa antes de que nadie pudiera sacarla a bailar. El ayudante de la oficina de Carlos la había estado mirando con interés, y ella no tenía ni el más mínimo en él.
Myriam pasó por entre la gente.
Daniela estaba al lado de su marido, reluciente.
—Hola, Daniela… —dijo Myriam.
Su prima, con quien había pasado entrañables veranos en Italia, ahora la miraba preocupada.
—H… Hola, Myriam —dijo Daniela después de un momento, volviendo su mirada hacia su marido—. ¿Conoces a Carlos?
Carlos Espinoza sonrió fríamente.
—Sí, tu prima vino a nuestra fiesta de compromiso. ¿No lo recuerdas, cariño?
Carlos lo dijo como si ella hubiera estropeado la fiesta.
—Daniela, sólo quería felicitarte —dijo Myriam—. Me temo que tendré que irme temprano…
—Oh, Myriam… —Daniela la miró con un gesto de alivio y de pena a la vez—. Lo siento…
—No te preocupes, estoy cansada de todos modos. He tenido un día agotador.
—Gracias —susurró Daniela.
Y Myriam se preguntó por qué le daba las gracias su prima. ¿Por haber ido? ¿Por marcharse pronto? ¿O simplemente por no haber hecho una escena?
Como si ella hiciera escenas. Una sola vez había hecho una, y no tenía intención de volver a hacerlo.
—Adiós —murmuró, y rápidamente le dio un beso a su prima en su fría mejilla.
Fue al vestíbulo y se dirigió al guardarropa. Entregó el número a la mujer y esperó a que ésta encontrase su abrigo barato entre los lujosos chales y abrigos.
—Aquí tiene, señorita.
—Gracias.
Estaba por ponérselo cuando oyó una voz, una voz segura y fría que penetró sus sentidos, su memoria y su alma.
Todos los recuerdos se despertaron al oírla.
—Hola, Myriam —dijo Víctor.
Víctor García estaba en la consulta de uno de los psiquiatras más prestigiosos de Milán, con los ojos brillantes en un rostro que parecía de piedra.
—Han pasado ocho meses —dijo Víctor—, Ocho meses de todos los tratamientos disponibles, y no ha habido ningún cambio.
Ricardo Sanperi, que tenía el informe encima del escritorio sonrió comprensivamente.
—No puede esperar una cura milagrosa, Signor García. Es posible que no haya cura alguna —agregó mirando a Víctor.
Víctor agitó la cabeza.
—No me resigno.
Había ido a Milán en busca del mejor terapeuta para la criatura que tenía a su cargo, y lo conseguiría.
Sanperi se pasó la mano por el pelo y suspiró.
—Signor García, tiene que contemplar la posibilidad real de que Lucio esté afectado de un desorden generalizado del desarrollo…
—No.
Lucio llevaba ocho meses de silencio y estrés, pero él no lo aceptaría. Estaba acostumbrado a los obstáculos, y los personales no podían ser distintos ni más difíciles que los profesionales.
—Lucio era normal antes de que muriese su padre. Era como cualquier otro niño…
—El autismo se manifiesta a menudo a los tres años de edad… —le explicó Sanperi—. Lucio hablaba muy poco antes de la muerte de su padre, y perdió completamente la capacidad de comunicarse en los meses posteriores.
Víctor alzó una ceja en señal de escepticismo.
—¿E intenta convencerme de que ambas cosas no están relacionadas?
—Estoy intentando decirle que es una posibilidad —contestó Sanperi, con la voz tensa—. Por más que le resulte difícil de aceptar.
Víctor se quedó en silencio un momento.
—Para el autismo no hay cura —dijo finalmente.
Se había ocupado de averiguarlo. Había leído y visto estadísticas.
—Hay terapias, dietas, que alivian los síntomas —dijo Sanperi serenamente—. Depende de en qué fase de la enfermedad se encuentra…
—No está en ninguna fase.
—Signor…
—No me conformaré con esto —dijo Víctor mirando al psiquiatra.
Después de un momento, Sanperi levantó sus manos en un gesto de derrota.
—Signor García, hemos intentado todo tipo de terapias y como recordará, no habido cambio alguno. Si acaso, Lucio se ha sumergido más en su mundo amurallado. Si éste fuera un caso normal de duelo…
—¿Qué tiene de normal un duelo?
—El proceso de un duelo es normal —dijo Sanperi—. Y aceptado. Pero el comportamiento de Lucio no es normal, y después de las terapias debería haber signos de mejora en la comunicación. Y no habido ninguno.
En su regazo, fuera del alcance de la vista, Víctor apretó la mano.
—Eso lo sé.
—Entonces acepte que el niño podría estar las primeras fases del autismo, ¡y diríjase a las terapias y tratamientos adecuados!
Víctor se quedó en silencio. Apoyó la mano en el escritorio deliberadamente. Cuando la madre de Lucio, Bianca, le había pedido ayuda, que fuera a Milán y le dijera a «esos médicos» que su hijo no era autista, Víctor había aceptado. Había confiado en el criterio de Bianca entonces, pero ahora sentía el primer atisbo de duda.
Haría cualquier cosa por Bianca, cualquier cosa por Lucio. Su familia lo había salvado años atrás, lo había sacado del fango en su infancia, y le había dado las pautas y herramientas para ser el hombre que era en aquel momento.
Él no lo olvidaría jamás.
—Debe de haber algo que no hayamos intentado —dijo Víctor finalmente—. Antes de que aceptemos este diagnóstico.
—Los psiquiatras involucrados en un diagnóstico de autismo son muy concienzudos —dijo Sanperi—. Y competentes. No formulan un juicio como éste a la ligera.
—De acuerdo. Pero no obstante… ¿Se puede hacer algo más?
Sanperi se quedó en silencio un momento.
—Sí —dijo finalmente—. Hay una terapeuta que tuvo éxito con un niño al que se le había diagnosticado autismo. Un diagnóstico erróneo, al parecer. El niño había sufrido un trauma que los especialistas no habían detectado, y cuando quedó al descubierto, el niño recuperó el habla.
Víctor sintió una punzada de esperanza.
—Entonces, ¿Lucio no podría ser un caso como el de ese niño? —preguntó.
—No quiero darle falsas esperanzas —dijo Sanperi, escéptico—. Ése fue un caso excepcional…
Víctor lo interrumpió.
—¿Quién es la terapeuta?
—Es una terapeuta que trabaja a través del arte —respondió Sanperi—. A menudo las terapias creativas ayudan a los niños a expresar emociones y recuerdos reprimidos, que era el caso de este niño. Sin embargo, los síntomas de Lucio son más graves…
—Terapias creativas… —repitió Víctor. No le gustó cómo sonaba aquello. Parecía algo abstracto, absurdo—. ¿Qué quiere decir exactamente?
—La terapeuta usa el arte como vía para expresar los sentimientos, ya sea a través de la pintura, la canción o la representación. En algunos casos el arte puede ser la llave que libere las emociones de un niño al que no se puede llegar de otra manera.
«Abrir», pensó Víctor. Era una palabra que le parecía apropiada si recordaba el rostro inexpresivo de Lucio y su mirada vacía. Y su mutismo. Hacía casi un año que no pronunciaba una sola palabra.
—De acuerdo, entonces. Intentaremos eso. Quiero que esa terapeuta se ocupe del caso de Lucio.
—Ese fue un caso solo… —empezó a decir Sanperi.
Víctor lo silenció alzando la mano.
—Quiero ponerme en contacto con esa terapeuta.
—Vive en Londres. Me enteré del caso por una revista de psiquiatría y mantuve correspondencia brevemente con ella. Pero no sé…
—¿Es inglesa? —preguntó Víctor, decepcionado.
¿De qué podría servirle a Lucio una terapeuta inglesa?
—No, no se la habría mencionado si fuera así. Es italiana, pero hace mucho tiempo que no vive en Italia.
—Vendrá —dijo Víctor firmemente.
Él se aseguraría de ello. Le ofrecería todos los incentivos que ella necesitase.
—¿Cuánto tiempo trabajó con ese otro niño?
—Unos pocos meses…
—Entonces quiero que esté en Abruzzo, con Lucio, lo antes posible —Víctor habló con una seguridad que impresionó al psiquiatra.
—Signor García, ella debe de tener otros pacientes, responsabilidades…
—Puede deshacerse de ellos.
—No es tan sencillo.
—Sí, lo es. Lo será. A Lucio no se lo puede mover. Eso lo perturbaría mucho. La psiquiatra vendrá a Abruzzo. Y se quedará.
Sanperi se movió en el asiento, incómodo.
—Eso tendrá que negociarlo con ella, por supuesto. Una terapia tan intensa podría ser muy beneficiosa, aunque no hay garantías, pero puede resultar muy cara…
—El dinero no es problema —dijo Víctor.
—Naturalmente —Sanperi miró sus datos.
Víctor sabía que el médico tendría su propio curriculum: Víctor García, fundador de García Electrónica, y comprador de una docena de compañías electrónicas a las que había sacado a flote. No tenía rival.
—Le daré los datos de la terapeuta —suspiró Sanperi—. Tengo su artículo sobre el caso que le mencioné aquí, en mi despacho. Le diré que es joven, ha hecho sus prácticas hace poco tiempo y tiene relativamente poca experiencia. Pero por supuesto aquel caso ha sido notorio…
—¿Ese niño se recuperó? ¿Volvió a hablar? —preguntó Víctor.
Vio el brillo de compasión, ¿o era pena?, en los ojos del psiquiatra.
—Sí —dijo Sanperi serenamente—. Pero no es tan sencillo, Signor García. Y Lucio podría ser diferente. Podría ser…
—Déme los datos de la terapeuta, por favor…
Él no esperaba que las cosas fueran sencillas. Sólo quería que empezaran.
—Un momento… ¡Ah! Aquí está el artículo que le mencioné —sonrió y le dio a Víctor la revista de psiquiatría, abierta en el artículo—. Aquí está la terapeuta… Una foto muy bonita, ¿no cree? Se llama Myriam Montemayor…
Víctor no escuchó lo último que dijo Sanperi, porque no le hacía falta. Conocía el nombre de la mujer. La conocía.
O al menos la había conocido.
Myriam Montemayor. La mujer que debía haber sido su esposa. La mujer que ya no conocía.
Su preocupación por Lucio desapareció de su mente por un momento mientras miraba la foto y leía la nota a pie de ella: Myriam Montemayor, Terapeuta a través del arte, con su paciente.
A la mente de Víctor acudieron recuerdos largamente sumergidos. Pero él los reprimió mientras dirigía la mirada a la foto. Vio que ella estaba más madura, más delgada. Estaba sonriendo en la foto, con sus ojos castaños brillantes mientras miraba a la criatura que tenía a su lado, en cuyas manos tenía un trozo de arcilla.
Su cabeza estaba inclinada hacia un lado, y su cabello era una cascada luminosa y dorada recogida en un moño descuidado, del que se escapaban unos mechones que rodeaban su mejilla y su hombro.
Le brillaban los ojos y tenía una amplia sonrisa, llena de esperanza. Casi podía oír las campanas de su alegría. Tenía hoyuelos, notó. No lo había notado entonces. ¿Sería que no se había reído así en su presencia?
Tal vez no.
Víctor miró la foto. El fantasma de una muchacha que había conocido una vez, la imagen de una mujer que no conocía.
Myriam.
Su Myriam… Pero ya no lo era, lo sabía. Lo había sabido cuando había desaparecido. Para siempre.
Víctor cerró la revista y se la dio a Sanperi. Pensó en Lucio. Sólo en Lucio.
—Una foto muy bonita, sí —dijo Víctor—. Me pondré en contacto con ella.
Sanperi asintió.
—Y si por alguna razón ella está ocupada, hablaremos de posibles alternativas… —comentó el psiquiatra.
Víctor asintió bruscamente. Sabía que Myriam no estaría ocupada. Él se aseguraría de que no lo estuviera. Si ella era la mejor terapeuta para Lucio, la tendría.
Aunque se tratase de Myriam.
El pasado no importaría si se trataba de ayudar a Lucio. El pasado no afectaría en absoluto.
Myriam Montemayor se miró en el espejo del aseo de señoras en el hotel Dorchester e hizo una mueca de disgusto. Había querido recogerse el cabello en un moño descuidado y elegante, pero al parecer sólo había logrado la primera parte del plan.
Al menos su vestido estaba bien, reflexionó con satisfacción. Un vestido de seda gris, con un amplio escote y dos finos tirantes. Era elegante y sexy, sin ser demasiado atrevido.
Había costado una fortuna, mucho más de lo que ella se podía permitir con su sueldo de terapeuta. No obstante quería estar elegante para la boda de su prima Daniela. Quería sentirse bien.
Como si encajase con aquel ambiente.
Pero ella sabía que no encajaba. Sinceramente, no. No desde la noche en que ella se había marchado de su boda y había dado plantón a todo el mundo.
Con un pequeño suspiro, agarró una barra de labios de su bolso. No pensaba nunca en aquella noche. Había decidido no pensar nunca más en ella, en el sueño destruido, en el corazón roto. En el engaño, en el miedo.
Sin embargo la boda de su prima le había traído al recuerdo su propia casi boda. Y había tenido que hacer un gran esfuerzo para volver a guardarla en la caja en donde quería guardar esos recuerdos. Esa vida.
La boda había sido hermosa, una ceremonia iluminada con velas en una pequeña iglesia de Londres. Daniela con su rostro en forma de corazón, su voz suave y su nube de cabello oscuro, estaba hermosa. Su marido, una persona de mucho talento y ambición en una empresa publicitaria en la City, le parecía un hombre demasiado seguro, para el gusto de Myriam. Pero ella esperaba que su prima hubiera encontrado la felicidad. El amor. Si esas cosas podían encontrarse.
Sin embargo, durante la ceremonia, ella había escuchado las promesas de matrimonio con cinismo poco disimulado.
—«¿Prometes amarla, honrarla y protegerla, y, por encima de todo, serle fiel hasta que la muerte os separe?»
Al oír aquellas palabras Myriam no pudo evitar pensar en su propia boda, la boda que jamás había ocurrido, las promesas que ella no había pronunciado.
Víctor no la había amado, no la hubiera honrado… ¿La habría protegido? Sí, pensó cínicamente. Eso, sí. ¿Le habría sido fiel? Lo dudaba.
Pero ella todavía había sentido, sentada en aquella iglesia tenuemente iluminada, una punzada de añoranza no identificable, algo casi como un arrepentimiento.
Excepto que no se arrepentía de nada. Ciertamente no lamentaba haber dejado a Víctor. Aunque su tío, y algunas veces la sociedad, parecían culparla de aquel fiasco. Pero Myriam sabía que el fiasco habría sido quedarse.
Por suerte era libre, se dijo firmemente. Era libre y feliz.
Myriam se alejó del espejo. Había sobrevivido a la boda de Daniela, escabullándose casi todo el tiempo para que no pudieran acorralarla con preguntas. No estaba de ánimo para hacer relaciones sociales. Estaba un poco melancólica y no tenía ganas de charlar, reír y bailar.
Había ido por Daniela y su tía Barbara, a quienes quería, pero su relación con su tío Jorge siempre había sido tensa.
Apenas había hablado con su tío en los siete años que llevaba en Londres. Ella se había refugiado brevemente en casa de su tío cuando había huido de Italia, y las escasas conversaciones que había tenido con él habían sido, como poco, incómodas.
Myriam se irguió y salió del aseo. Había sido un día agotador. Había estado corriendo todo el día en el hospital, atendiendo caso tras caso sin esperanza. No había habido ninguna tregua. Aquel día, no.
El banquete se celebraba en la sala Orchid Room, con sus paredes pintadas de delicado azul y su techo ornamentado. Habían contratado a un cuarteto de cuerda que se encontraba cerca de la pista de baile, y los camareros circulaban con bandejas con entremeses y burbujeante champán.
Myriam miró a la resplandeciente gente y alzó la barbilla. No estaba acostumbrada a aquello. Ella no iba a fiestas.
La última fiesta a la que había asistido, una fiesta como aquélla, con toda la sociedad presente, había sido la de su compromiso. Ella había llevado un vestido rosa vaporoso y unos zapatos de tacón de aguja que le habían hecho daño en los pies. Pero había estado tan feliz… Tan excitada.
Myriam agitó la cabeza para borrar aquel pensamiento, aquel recuerdo.
¿Por qué permitía que aquellos recuerdos penetrasen su memoria como fantasmas de otra vida?
¿Por qué se acordaba de aquellos días en aquel momento?
Debía de ser por la boda de su prima, pensó. Era la primera a la que iba después de que hubiera abandonado la suya.
«Olvídalo», se dijo. Y agarró una copa de champán de una de las bandejas que circulaban y se abrió paso entre la gente. La boda de su prima estaba destinada a revolver algunos recuerdos desagradables. Por eso se sentía así.
Myriam tomó un sorbo de champán, dejó que las burbujas le hicieran cosquillas en la garganta y miró a la multitud.
—Myriam… Me alegro tanto de que hayas podido venir…
Myriam se dio la vuelta y vio a su tía Barbara, sonriendo. Llevaba un vestido color lima.
Myriam le sonrió cálidamente.
—Yo también me alegro de estar aquí —respondió ella, no muy sinceramente—. Me alegro tanto por Daniela…
—Sí… Serán muy felices, ¿no crees? —contestó su tía, mirando a su hija, que estaba charlando y sonriendo a su marido, quien le rodeaba los hombros con su brazo.
—Me temo que no sé mucho sobre el novio —dijo Myriam, tomando otro sorbo de champán—. ¿Su nombre es Carlos, no?
—Carlos Espinoza. Se conocieron en el trabajo. Sabes que Daniela ha sido secretaria en Hobbs and Ford, ¿no?
Myriam asintió.
Aunque su tío no quería que Myriam siguiera manteniendo contacto con su familia, aún hablaba por teléfono con Barbara muy de vez en cuando, y Daniela había desafiado a su padre varias veces quedando con Myriam para comer.
Myriam se había enterado en uno de esos encuentros de que Daniela tenía un trabajo como secretaria en una empresa de publicidad, a pesar de su evidente falta de cualificaciones. Las de su padre, al parecer, habían sido suficientes.
—Me alegro por ellos —dijo Myriam, mirando a Carlos sonreír a su esposa.
Luego lo vio mirar el salón con una mirada fría, de hierro. ¿Estaría buscando contactos de negocios? ¿Socios?, se preguntó Myriam cínicamente.
Carlos Espinoza era un hombre como la mayoría de ellos: frío, ambicioso, al acecho.
—¡Barbara! —exclamó su tío con voz cortante entre la gente. Ambas, Myriam y su tía se pusieron tensas mientras Jorge Masón caminaba hacia ellas, con gesto de desagrado mientras miraba a su sobrina.
—Barbara, deberías ocuparte de los invitados —ordenó a su mujer.
Barbara dedicó una leve sonrisa de disculpa a Myriam. Ésta se la devolvió.
—Me alegro de verte, Myriam —murmuró Barbara—. No te vemos a menudo —agregó con desafío delante de su esposo.
Jorge la conminó a marcharse, y Barbara se marchó.
Hubo un momento de tenso silencio, y Myriam se preguntó qué podía decirle a un hombre que hacía siete años la había echado de su casa. Las pocas veces que lo había visto desde entonces, en excepcionales ocasiones familiares, se habían evitado.
Ahora estaban cara a cara.
Su tío estaba igual que siempre, pensó mientras lo miraba distraídamente. Delgado, con el pelo cano, bien vestido, perfecto. Ojos fríos y boca prieta. Nada de humor.
—Gracias por invitarme, tío Jorge —dijo finalmente Myriam—. Ha sido un detalle de tu parte…
—Tenía que invitarte, Myriam —respondió Jorge—. Eres familia, aunque no te hayas comportado como tal en los últimos siete años.
Myriam tuvo que contenerse para no responderle. No había sido ella quien lo había echado, ni quien había hecho difícil el contacto con su familia.
El salir huyendo había sido su único delito, y su tío no dejaba de recordárselo.
Porque huyendo lo había avergonzado. Myriam todavía recordaba la furia de su tío cuando ella había aparecido, aterrada y agotada, en su casa.
—Puedes quedarte esta noche —le había dicho—. Pero luego te tienes que marchar.
—Tu tío tiene negocios con Víctor García —le había explicado su tía, desesperada por que lo comprendiese y no lo juzgase—. Si sabe que te ha refugiado, García podría hacerle la vida muy desagradable, Myriam. Y hacérnosla a todos.
Había sido una visión desagradable de su ex prometido. Ella se había preguntado entonces si Víctor la perseguiría, si le haría desagradable la vida.
Pero no lo había hecho. Y que ella supiera, no le había hecho la vida imposible a su tío.
Ella a veces se preguntaba si aquélla no habría sido una excusa conveniente para que su tío se desentendiera de ella, sobre todo porque su huida había sido seguida rápidamente por la de su madre.
Su madre… Otra persona a la que Myriam no quería recordar.
—Yo necesité ayuda y tú me la diste. Y por ello te estaré eternamente agradecida —dijo Myriam.
—Y me lo demostrarás alejándote de mi vida —dijo Jorge fríamente—. Y de la de Daniela. Tu prima ya está bastante nerviosa como para que tú…
Myriam sintió rabia.
—Ciertamente no quiero causar ningún malestar a mi prima. Saludaré y me iré lo antes posible.
—Bien —respondió él escuetamente antes de irse.
Myriam se irguió orgullosamente. Se sintió como si todo el mundo la mirase, condenándola, aunque ella sabía que no le importaba a nadie.
Excepto a su tío y a su familia.
Pasó un camarero y Myriam dejó la copa sin probar apenas.
Murmuró unas excusas mientras se movía por entre la gente y buscó un rincón del salón donde ocultarse, detrás de una palmera.
Respiró profundamente y miró a la gente. Nadie le estaba prestando atención, lo sabía, porque ella no era importante. Su marcha de Italia hacía siete años era escaso motivo de preocupación o de cotilleo en aquel momento.
Ella había estado apartada de la alta sociedad en los últimos años. Tenía dos trabajos para pagarse los estudios y vivía lejos, muy lejos, de aquella multitud glamurosa y su estilo de vida.
No obstante, a la gente que la conocía, a la que se suponía que la quería… Aún le afectaba lo que había sucedido hacía siete años. Y siempre sería así.
Pero aquello no tenía relevancia en su nueva vida, una vida que le gustaba. Marchándose aquella noche de hacía siete años, ella había ganado su libertad, pero el precio había sido muy alto.
Había sido un precio que había merecido la pena.
La música se fue apagando y Myriam vio que todo el mundo volvía a sus mesas. Iban a servir la cena.
Suspiró nuevamente y se acercó a la gente para encontrar la tarjeta con su nombre en las mesas. La habían puesto con un grupo que parecía tan incómodo como ella. Familiares distantes, que significaban una vaga incomodidad, compañeros de trabajo y amigos que había que invitar aunque no eran piezas fundamentales en la deslumbrante fiesta que Jorge Masón había organizado para su hija.
Una terapeuta a través del arte con un pasado de poca reputación caía en esa categoría, pensó Myriam.
Saludó con un murmurado «hola» y ocupó su sitio entre una mujer entrada en carnes y un hombre de negocios.
La comida pasó entre conversaciones afectadas y silencios incómodos.
Y Myriam se preguntó cuánto tiempo más tendría que aguantar allí.
Quería ver a Daniela, pero con su marido al lado no creía que pudieran tener una conversación en confianza.
Recogieron los platos y su tío se puso de pie para hablar. Halagó a Carlos Espinoza e hizo bromas sobre los negocios.
Poco después la música empezó a sonar otra vez, y Myriam se excusó de la mesa antes de que nadie pudiera sacarla a bailar. El ayudante de la oficina de Carlos la había estado mirando con interés, y ella no tenía ni el más mínimo en él.
Myriam pasó por entre la gente.
Daniela estaba al lado de su marido, reluciente.
—Hola, Daniela… —dijo Myriam.
Su prima, con quien había pasado entrañables veranos en Italia, ahora la miraba preocupada.
—H… Hola, Myriam —dijo Daniela después de un momento, volviendo su mirada hacia su marido—. ¿Conoces a Carlos?
Carlos Espinoza sonrió fríamente.
—Sí, tu prima vino a nuestra fiesta de compromiso. ¿No lo recuerdas, cariño?
Carlos lo dijo como si ella hubiera estropeado la fiesta.
—Daniela, sólo quería felicitarte —dijo Myriam—. Me temo que tendré que irme temprano…
—Oh, Myriam… —Daniela la miró con un gesto de alivio y de pena a la vez—. Lo siento…
—No te preocupes, estoy cansada de todos modos. He tenido un día agotador.
—Gracias —susurró Daniela.
Y Myriam se preguntó por qué le daba las gracias su prima. ¿Por haber ido? ¿Por marcharse pronto? ¿O simplemente por no haber hecho una escena?
Como si ella hiciera escenas. Una sola vez había hecho una, y no tenía intención de volver a hacerlo.
—Adiós —murmuró, y rápidamente le dio un beso a su prima en su fría mejilla.
Fue al vestíbulo y se dirigió al guardarropa. Entregó el número a la mujer y esperó a que ésta encontrase su abrigo barato entre los lujosos chales y abrigos.
—Aquí tiene, señorita.
—Gracias.
Estaba por ponérselo cuando oyó una voz, una voz segura y fría que penetró sus sentidos, su memoria y su alma.
Todos los recuerdos se despertaron al oírla.
—Hola, Myriam —dijo Víctor.
laurayvictor- VBB CRISTAL
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Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
que biien novelita nueva y super interesante xfa no tardes con el siguiente cap sii
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
Andale ¡¡¡¡¡¡¡¡¡ No tardes con el siguiente capitulo, muchas gracias.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
¡QUE FAMILIA TAN PESADA TIENE MYRIAM!
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
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Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
nueva novelita que padre
gracias por el primer capitulo no tardes
rodmina- VBB PLATA
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Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
Gracias por el Cap. Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
gracias por el capitulo
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
Aqui tiene el siguiente capitulo..... me encantan sus comentarios y me da gusto que les guste lo que publico....
Capítulo 2
Siete años antes…
Al día siguiente era su boda, un día de vestidos de encaje y besos, de magia, de promesas, de alegría.
Myriam se puso la mano en el corazón. Fuera de la villa toscana, había caído la noche, posándose sobre las colinas púrpuras y trepando por los olivos.
Dentro, una lámpara dibujaba siluetas de luz y sombras. Myriam miró la habitación de su niñez: las almohadas rosas y los ositos de peluche apretados en su estrecha cama de niña, los libros infantiles prestados por sus primos ingleses, sus dibujos de pequeña enmarcados por su niñera, y por último, su vestido de novia.
Se rió de alegría. ¡Se iba a casar!
Había conocido a Víctor García hacía trece meses, en la fiesta en que celebraba su cumpleaños número dieciocho. Lo había visto cuando bajaba las escaleras con sus tacones de aguja nuevos. El había estado esperando con sus ojos color ámbar llenos de promesas, y le había extendido una mano.
Ella había tomado su mano tan naturalmente como si lo conociera, como si hubiera esperado que él estuviera allí. Cuando él la había invitado a bailar, ella simplemente había ido a sus brazos.
Había sido tan fácil…
Y desde entonces no había habido ningún problema. Víctor le había pedido salir un montón de veces, a restaurantes y al teatro y a algunas fiestas locales. Le había escrito cartas desde País y Roma, cuando había estado de viaje por motivos de negocios, y le había enviado flores…
Y luego le había pedido que se casara con él, que fuera su esposa.
Ella se rió tontamente al pensarlo.
Oyó unas voces por la ventana y miró.
Una pareja se estaba besando apasionadamente. Él le estaba besando el cuello a ella. Víctor nunca la había besado así, pensó.
Siempre se había comportado muy caballerosamente con ella. Cuando la había besado había sido castamente, casi fraternalmente. Sin embargo el roce de sus labios la había hecho estremecer…
Sintió un calor en las mejillas y deseó ver a Víctor. Quería decirle… ¿qué?
¿Que lo amaba? Nunca se lo había dicho. Ni él tampoco. Pero eso no importaba. Seguramente él lo adivinaba en sus ojos cada vez que lo miraba. Y en cuanto a Víctor… ¿Cómo iba a dudarlo ella? El la invitaba a salir, la cortejaba como un trovador. Por supuesto que Víctor la amaba.
No obstante ella quería verlo, hablarle, tocarlo.
Sintió que se ponía colorada, y se apartó de la ventana.
Una sola vez había visto a Víctor sin la camisa, cuando habían ido todos a nadar al lago. Y ella había visto su pecho desnudo, bronceado y musculoso, y luego había apartado la mirada.
Y sin embargo al día siguiente se iban a casar.
Iban a ser amantes. Aun ella, educada en un internado de monjas, lo sabía.
Su mente intentó desviarse de las implicaciones, de las imposibilidades. Las imágenes que conjuraba su cerebro estaban borrosas, extrañas.
No obstante quería verlo. En aquel momento.
Víctor era una persona a la que le gustaba la noche. No creía que estuviera en la cama. Estaría abajo, en el estudio de su padre o en la biblioteca, leyendo alguno de sus viejos libros.
Intentaría encontrarlo.
Myriam tomó aliento y abrió la puerta de su dormitorio y caminó por el pasillo. El aire de septiembre era fresco, aunque tal vez fuera que ella estaba acalorada.
En el vestíbulo oyó voces desde la biblioteca.
—A esta hora, mañana, tendrás a tu esposa —dijo su padre, Roberto. Parecía muy satisfecho.
—Y usted tendrá lo que quiere —respondió Víctor.
Y Myriam se estremeció al oír su voz, fría, indiferente, distante.
Ella jamás lo había oído hablar en semejante tono.
—Sí. Este es un buen trato de negocios para ambos, Víctor, hijo…
—Sí, lo es —dijo Víctor—. Me alegro de que usted se haya acercado a mí.
—Y no ha sido mal precio, ¿no? —agregó Roberto riéndose.
Myriam se estremeció al oír el tono de voz de su padre al hablar de ella.
—La madre de Myriam la ha criado bien —continuó Roberto—. Cuando te haya dado cinco o seis bambinos la puedes tener en el campo —se rió otra vez su padre—. Ella sabrá cuál es su lugar. Y yo conozco a una mujer en Milán… es muy buena.
—¿Sí?
Myriam no podía creerlo.
¿De qué estaban hablando?
«Arreglo de negocios», un trato, un éxito. Una mujer a la venta.
Estaban hablando de su matrimonio, pensó ella.
—Sí, lo es. Hay muchos placeres para el hombre casado, Víctor.
Víctor respondió con una risa.
—Eso creo.
Myriam cerró los ojos. Se sentía mareada.
Tomó aliento y trató de serenarse. Debía confiar. Debía haber alguna razón para que Víctor dijera aquellas cosas. Si ella se lo preguntaba, todo se aclararía. Todo volvería a ser igual.
—¡Myriam! ¿Qué estás haciendo aquí?
Ella abrió los ojos.
Víctor estaba delante de ella, con cara de preocupación, ¿o era disgusto?
—Yo… No podía dormir.
—¿Demasiado excitada, fiorina? —sonrió Víctor.
Y ella se preguntó si lo que veía en él era arrogancia en lugar de ternura.
—En menos de doce horas seremos marido y mujer. ¿No puedes esperar a entonces para verme? —Víctor le agarró la mejilla con la mano, y deslizó su pulgar para acariciarle los labios. La boca de ella se entreabrió involuntariamente y la sonrisa de Víctor se hizo más profunda—. Vete a la cama, Myriam. Sueña conmigo.
Víctor bajó la mano y se marchó, sin hacerle caso.
Myriam lo observó marcharse.
—¿Me amas? —preguntó torpemente Myriam.
En cuanto hizo la pregunta deseó haberse tragado las palabras. Porque habían sonado desesperadas, implorantes, patéticas.
Sin embargo era una pregunta razonable, ¿no? Se iban a casar.
Pero al ver el gesto de Víctor, la tensión de su cuerpo, ella sintió que no lo era.
—¿Myriam? —preguntó suavemente.
—Os he oído a papá y a ti… —susurró ella.
La expresión de Víctor cambió, y ella vio su mirada dura.
—Negocios, Myriam, negocios entre hombres. No es nada que tenga que preocuparte a ti.
—Parecía… Parecía tan…
—¿Tan qué?
—Frío —respondió ella.
Víctor alzó las cejas.
—¿Qué intentas decirme, Myriam? ¿Te has arrepentido?
—¡No! Víctor, sólo me preguntaba… las cosas que has dicho…
—¿Dudas de que te cuide? ¿De que te proteja y te dé lo que necesites? —preguntó él.
—No —dijo rápidamente Myriam—. Pero, Víctor, yo quiero más que eso. Quiero…
El agitó la cabeza.
—¿Qué más?
Myriam lo miró sorprendida. Ella quería mucho más. Esperaba amabilidad, respeto, honestidad. El compartir la alegría y la risa, así como las tristezas y el dolor. Apoyarse mutuamente.
Pero ella vio la frialdad de Víctor, y supo que él no estaba pensando en esas cosas.
No existían para él.
—Pero Víctor…
Víctor alzó una mano para que no continuase.
—¿Me estás cuestionando el tipo de hombre que soy? —dijo finalmente él con tono despiadado.
—¡No! —exclamó Myriam, sintiendo que realmente sí lo estaba haciendo.
Y él lo sabía.
Víctor se quedó en silencio un momento, mirándola.
Y ella se dio cuenta de que él la trataba como a una niña a la que había que castigar o aplacar.
Y entonces se dio cuenta de que él siempre la trataba así. No como a una mujer o a una esposa.
—Vete a la cama, Myriam —él le quitó un mechón de pelo de la cara y se lo puso detrás de la oreja. Luego le acarició la cara—. Ve a la cama, novia mía. Mañana es nuestra boda. Un nuevo comienzo para nosotros.
—Sí… —susurró ella.
Aunque para ella aquello era más bien un fin.
—No tengas miedo.
Ella asintió. Se dio la vuelta y subió la escalera corriendo.
—¡Myriam! —oyó llamarla a su madre, Isabel.
—No… podía dormir —dijo Myriam entrando en su dormitorio.
Su madre la siguió.
—¿Qué ocurre? —le preguntó—. ¡Ni que hubieras visto a un fantasma!
—No ocurre nada —dijo Myriam rápidamente—. No podía dormir y he ido a beber un vaso de agua.
Isabel arqueó una ceja, y Myriam se puso nerviosa. No tenía miedo a su madre, pero no podía evitar ponerse nerviosa. Después de toda una vida de niñeras y colegios interna, a veces se preguntaba si la conocía.
Su madre observó su aspecto.
—¿Has visto a Víctor? —preguntó con tono inquisidor.
Myriam agitó la cabeza.
—No, no lo he visto.
—¡No me mientas, Myriam! —Isabel le agarró la barbilla con la mano—. Nunca has podido mentirme. Lo has visto. Pero, ¿qué ha sucedido? —y luego agregó con tono cruel—. ¿Se ha estropeado el cuento de hadas, hija mía querida?
Myriam no comprendía qué quería decir su madre, pero no le gustaba su tono. Aun así, se sentía atrapada, indefensa. Y sola.
Y necesitaba confiar en alguien, aunque fuera su madre.
—He visto a Víctor —susurró Myriam, reprimiéndose las lágrimas.
—¿Y? —preguntó su madre después de una pausa.
—Lo oí hablar con papá —Myriam cerró los ojos y agitó la cabeza.
—¿Y? —preguntó su madre impacientemente.
—¡Ha sido todo un acuerdo de negocios! Víctor no me ha amado nunca.
Su madre la miró con frialdad.
—Por supuesto que no.
Myriam se quedó con la boca abierta mientras le robaban otra ilusión.
—¿Tú lo sabías? ¿Lo has sabido siempre? —preguntó Myriam.
Pero mientras lo hacía se preguntaba de qué se sorprendía. Su madre nunca había sido su confidente, y no parecía disfrutar de su compañía. ¿Por qué no iba a estar al tanto de todo? ¿Por qué no iba a ser parte del sórdido trato de entregar una esposa, de vender una hija?
—Oh, Myriam, eres tan niña… —dijo Isabel—. Por supuesto que yo lo sabía. Tu padre vio a Víctor antes de tu dieciocho cumpleaños y le sugirió la boda contigo. Él necesita nuestras conexiones sociales, y nosotros, su dinero. Ése fue el motivo de que viniera a tu cumpleaños. Ése ha sido el motivo de que tuvieras una fiesta.
—¿Sólo para que lo conociera?
—Para que él te conociera —la corrigió Isabel—. Para que viera si tú eras apropiada. Y lo eras.
Myriam dejó escapar una risa salvaje.
—¡Yo no quiero ser apropiada! ¡Quiero ser amada!
—¿Como Cenicienta? —preguntó su madre con amargura—. ¿Como Blancanieves? La vida no es un cuento de hadas, Myriam. No lo ha sido para mí ni lo será para ti.
Myriam se apartó.
—Tampoco estamos en la Edad Media —respondió Myriam con voz temblorosa—. Hablas de esto como… si la gente pudiera vender novias…
—Las mujeres como nosotras, bien situadas, ricas, tenemos que aceptar estas cosas. Víctor parece un buen hombre. Sé agradecida.
«Parece», pensó Myriam. Pero, ¿lo era?
Se dio cuenta de que no lo conocía en absoluto.
—Es un hombre honorable —agregó Isabel—. Te ha tratado bien hasta ahora, ¿no es así? —hizo una pausa—. Podría ser peor.
Myriam se giró a mirar a su madre, su fría belleza transformada por un momento por el odio y la desesperación. Pensó en las palabras de su padre: «Conozco a una mujer en Milán», y se estremeció interiormente.
—¿Como te ha sucedido a ti? —preguntó en voz baja.
Isabel se encogió de hombros.
—Como tú, yo no tuve elección.
—Papá habló… Víctor dijo cosas…
—¿Sobre otra mujer? —Isabel adivinó con una risa dura—. Te alegrarás de ello al final.
—¡Nunca! —exclamó Myriam.
—Créeme —contestó Isabel.
Myriam sintió la necesidad de preguntar:
—¿Has sido feliz alguna vez?
Isabel se encogió de hombros otra vez, cerró los ojos un momento.
—Cuando llegaron los bambinos…
Sin embargo su madre no había parecido disfrutar de su papel de madre. Myriam era hija única y había sido criada con niñeras e institutrices toda la vida, hasta que había ido al colegio interna.
¿Sería suficiente la esperanza de hijos para soportar un matrimonio frío sin amor? ¿Un matrimonio que ella había creído que era, hasta hacía un momento, la culminación del amor?
—No puedo hacerlo.
Su madre le dio un bofetón. Myriam se quedó en estado de shock. Era la primera vez que le pegaban.
—Myriam, te vas a casar mañana.
Myriam pensó en la iglesia, en la comida, en los invitados, las flores… Los gastos.
Pensó en Víctor.
—Mamá, por favor —susurró ella con la mano en la cara, usando un tratamiento que sólo había usado de pequeña—. No me obligues.
—No sabes lo que dices —respondió Isabel—. ¿Qué puedes hacer, Myriam? ¿Para qué te han preparado además de para casarte y tener hijos, planear menús y vestirte elegantemente? ¿Eh? ¡Dime! ¡Dime! —la voz de su madre se alzó, furiosa—. ¿Qué?
Myriam miró a su madre, con la cara pálida.
—Yo no tengo por qué ser igual que tú —susurró.
—¡Ja! —Isabel se apartó.
Myriam pensó en las palabras de Víctor, en sus pequeños regalos, y se preguntó si todo había sido calculado.
La había comprado como a una vaca o a un coche, como a un objeto para ser usado.
A él no le había importado lo que pensara ella. Ni siquiera se había molestado en decirle la verdad sobre su matrimonio, la verdad de su cortejo.
Myriam sintió que algo se cristalizaba en su interior, y entonces comprendió.
Ahora comprendía lo que era ser una mujer.
—No puedo hacerlo —dijo serenamente—. No lo haré —agregó sin temblar.
Su madre se quedó en silencio un momento. Myriam no pudo evitar sentir esperanza. Pero no quería ilusionarse demasiado. ¿Cómo iba a ayudarla su madre, una mujer que la había ignorado y apenas le había dedicado tiempo?
Finalmente Isabel dijo:
—Si este matrimonio no sigue adelante destruirás a tu padre. Totalmente —agregó con tono de satisfacción.
—Me da igual —dijo Myriam—. Él me ha destruido manipulándome, ¡dándome!
—¿Y Víctor? —preguntó Isabel—. Se sentirá humillado.
Ella había creído que lo había amado, ¿o se había sentido fascinada por el cuento de hadas como había dicho su madre?
La vida no era así. Ahora lo sabía.
—No quiero montar un espectáculo —susurró Myriam—. Quiero irme sin escándalo. Podría escribirle una carta a Víctor, explicándoselo. Y que tú se la des mañana… Díselo a papá…
—Sí. Eso puedo hacerlo —achicó los ojos Isabel—. Myriam, ¿puedes renunciar a esto? ¿A tu casa, tus amigos, la vida a la que has estado acostumbrada? No se te permitirá volver… Yo no voy a arriesgar mi posición por ti.
Myriam pestañeó al oír la fría advertencia de su madre. Miró su habitación. De pronto todo le pareció tan hermoso y preciado… Tan fugaz. Se sentó encima de la cama abrazada a su osito de peluche. En su mente oía la voz de Víctor, cálida y confiada.
«Mañana es un nuevo comienzo para nosotros».
Tal vez estuviera equivocada. Quizás estuviera reaccionando desproporcionadamente. Si hablase con Víctor y le preguntase…
¿Preguntarle qué? Él no le había dicho que la amaba.
Y no obstante, ¿qué futuro había para ella sin Víctor?
—No sé qué hacer —susurró—. Mamá, no sé… —miró a su madre con los ojos llenos de lágrimas, esperando que aquella vez su madre la tocase, que la consolase. Pero no hubo ningún consuelo de su madre, como jamás lo había habido.
Myriam respiró profundamente.
—¿Qué habrías hecho tú? ¿Si tuvieras la oportunidad de volver en el tiempo? ¿Te habrías casado con papá?
Su madre la miró con gesto duro:
—No.
Myriam se sorprendió.
—Entonces, ¿no ha merecido la pena, al final? Ni con hijos… conmigo…
—Nada vale más que tu felicidad —dijo Isabel.
Myriam agitó la cabeza. Era la primera vez que oía a su madre hablar de felicidad. Siempre hablaba de deber, de familia, de obediencia.
—¿De verdad te importa mi felicidad? —preguntó Myriam con esperanza.
Su madre la miró con frialdad.
—Por supuesto que sí.
—¿Y crees que sería más feliz…?
—Si quieres amor… —la interrumpió Isabel—. Entonces, sí. Víctor no te ama.
Myriam miró a su madre.
—Pero, ¿qué haré? ¿Adonde iré?
—Eso déjamelo a mí —su madre se acercó a ella, le agarró los hombros—. Será difícil. No serás bienvenida en nuestra casa. Yo podré enviarte un poco de dinero, eso es todo.
Myriam se mordió el labio y asintió. Su determinación de actuar como una mujer, de elegir por sí misma, la llevó a aceptarlo.
—No me importa.
—Mi chófer puede llevarte a Milán —continuó Isabel—. Me hará ese favor. Y de ahí puedes tomar un tren a Inglaterra. Mi hermano Jorge te ayudará cuando llegues, pero no mucho tiempo. Después de eso… —la miró a los ojos—. ¿Puedes hacerlo?
Myriam pensó en su vida protegida, jamás había ido sola a ningún sitio, no había tenido planes ni destrezas.
Lentamente dejó el osito de peluche en la cama, junto a su infancia, y alzó la barbilla.
—Sí. Puedo hacerlo.
Con manos temblorosas hizo el equipaje en un solo bolso, mientras su madre la observaba.
Tuvo un momento de debilidad cuando vio en el comodín los pendientes que Víctor le había regalado. Se los había regalado para que los usara con el traje de novia.
Eran lágrimas de diamantes, antiguos y elegantes. Le había dicho que no veía la hora de vérselos puestos. Ahora ella ya no se los pondría.
—¿Estoy haciendo lo que debo? —susurró Myriam.
Isabel se inclinó y cerró la cremallera de su bolso.
—Por supuesto que sí —contestó—. Myriam si pensara que puedes ser feliz con Víctor, te diría que te quedes, que te cases y que intentes tener una buena vida. Pero tú nunca has querido una buena vida, ¿no es verdad? Tú quieres algo grande. El cuento de hadas —sonrió su madre cínicamente.
Myriam se reprimió unas lágrimas.
—¿Y eso está tan mal?
Isabel se encogió de hombros.
—Poca gente consigue el cuento de hadas. Y ahora, escríbele algo a Víctor, para explicarle.
—¡No sé qué decirle!
—Dile lo que me has dicho a mí. Que te has dado cuenta de que él no te ama, y que tú no estás preparada para casarte si no hay amor en el matrimonio —Isabel agarró un papel y un bolígrafo del escritorio de Myriam y se los dio a su hija.
Querido Víctor…, empezó a escribir Myriam, y unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas.
—¡No sé qué hacer! —exclamó.
—¡Por el amor de Dios, Myriam! ¡Tienes que empezar a actuar como una adulta! —Isabel le quitó el bolígrafo de las manos—. Mira, yo te diré qué puedes poner…
Isabel le dictó cada una de las palabras mientras las lágrimas de Myriam caían en el papel y corrían la tinta.
—Asegúrate de que la recibe antes de la ceremonia. Así no… —dijo Myriam dándole la carta a su madre, pasándose la mano por las lágrimas.
—Lo haré —Isabel se metió la carta en el bolsillo de su bata—. Y ahora debes irte. Puedes comprar el billete en la estación. Hay dinero en tu bolso. Tendrás que quedarte en un hotel por una noche, por lo menos, hasta que vuelva Jorge.
Myriam abrió los ojos, grandes. Se había olvidado de que su tío se estaba alojando en la villa.
—¿Y por qué no puedo irme directamente con él? —preguntó.
—Eso quedaría fatal. Puedes quedarte en un hotel. Yo le contaré mañana lo que ha sucedido. Ellos estarán de regreso al día siguiente. Y ahora vete, antes de que te vea nadie.
Myriam sintió miedo. Al menos la boda con Víctor le había parecido algo seguro.
¿O habría sido la cosa más peligrosa del mundo, casarse con un hombre que ni la amaba ni la respetaba?
Ahora no se enteraría jamás.
—Mi chófer te está esperando fuera. Es preciso que no te vea nadie —Isabel le dio un leve empujón, lo más cercano a un abrazo que era capaz de dar, y le dijo—: ¡Vete!
Myriam agarró el bolso y se marchó. Su corazón latía tan deprisa que tenía la impresión de que lo escuchaban en toda la villa.
¿Qué estaba haciendo?
Se sentía como una niña traviesa que se estaba escapando. Pero era algo más serio que eso. Mucho peor.
Bajó la escalera sigilosamente. En un escalón crujió la madera, y ella oyó el ronquido lejano de su padre. Bajó de puntillas.
Cuando llegó a la puerta de entrada se encontró con que estaba cerrada con llave.
Por un momento sintió que era una excusa perfecta. Se volvería a la cama y se olvidaría de aquella locura. Cuando se dio la vuelta para volver a su habitación, oyó que la puerta se abría desde afuera. Alfonso, el chófer de su madre, estaba allí, alto, moreno, inexpresivo.
—Por aquí, Signorina —susurró.
Myriam miró atrás, con añoranza por su hogar, su vida. No quería dejarla. Pero igualmente la dejaría al día siguiente. Y por una vida peor que aquélla.
Por lo menos ahora ella era la responsable de su destino.
—¿Signorina?
Myriam asintió.
Sin decir nada más, Alfonso le abrió la puerta del coche y Myriam se sentó en él.
Cuando el coche se alejó, ella miró su hogar por última vez, resguardada en la oscuridad. Sus ojos se posaron sobre la buganvilla, las contraventanas pintadas, todo tan querido… Isabel estaba de pie junto a la ventana de arriba, su pálido rostro se veía entre las cortinas, y Myriam vio su cruel sonrisa de triunfo, algo que a Myriam le oprimió el corazón, y la sorprendió.
Unas lágrimas se deslizaron por el rostro de Myriam, y su corazón se le salía del pecho de miedo. Entonces se apretó contra el asiento del coche mientras el vehículo se alejaba del único hogar que había conocido.
Capítulo 2
Siete años antes…
Al día siguiente era su boda, un día de vestidos de encaje y besos, de magia, de promesas, de alegría.
Myriam se puso la mano en el corazón. Fuera de la villa toscana, había caído la noche, posándose sobre las colinas púrpuras y trepando por los olivos.
Dentro, una lámpara dibujaba siluetas de luz y sombras. Myriam miró la habitación de su niñez: las almohadas rosas y los ositos de peluche apretados en su estrecha cama de niña, los libros infantiles prestados por sus primos ingleses, sus dibujos de pequeña enmarcados por su niñera, y por último, su vestido de novia.
Se rió de alegría. ¡Se iba a casar!
Había conocido a Víctor García hacía trece meses, en la fiesta en que celebraba su cumpleaños número dieciocho. Lo había visto cuando bajaba las escaleras con sus tacones de aguja nuevos. El había estado esperando con sus ojos color ámbar llenos de promesas, y le había extendido una mano.
Ella había tomado su mano tan naturalmente como si lo conociera, como si hubiera esperado que él estuviera allí. Cuando él la había invitado a bailar, ella simplemente había ido a sus brazos.
Había sido tan fácil…
Y desde entonces no había habido ningún problema. Víctor le había pedido salir un montón de veces, a restaurantes y al teatro y a algunas fiestas locales. Le había escrito cartas desde País y Roma, cuando había estado de viaje por motivos de negocios, y le había enviado flores…
Y luego le había pedido que se casara con él, que fuera su esposa.
Ella se rió tontamente al pensarlo.
Oyó unas voces por la ventana y miró.
Una pareja se estaba besando apasionadamente. Él le estaba besando el cuello a ella. Víctor nunca la había besado así, pensó.
Siempre se había comportado muy caballerosamente con ella. Cuando la había besado había sido castamente, casi fraternalmente. Sin embargo el roce de sus labios la había hecho estremecer…
Sintió un calor en las mejillas y deseó ver a Víctor. Quería decirle… ¿qué?
¿Que lo amaba? Nunca se lo había dicho. Ni él tampoco. Pero eso no importaba. Seguramente él lo adivinaba en sus ojos cada vez que lo miraba. Y en cuanto a Víctor… ¿Cómo iba a dudarlo ella? El la invitaba a salir, la cortejaba como un trovador. Por supuesto que Víctor la amaba.
No obstante ella quería verlo, hablarle, tocarlo.
Sintió que se ponía colorada, y se apartó de la ventana.
Una sola vez había visto a Víctor sin la camisa, cuando habían ido todos a nadar al lago. Y ella había visto su pecho desnudo, bronceado y musculoso, y luego había apartado la mirada.
Y sin embargo al día siguiente se iban a casar.
Iban a ser amantes. Aun ella, educada en un internado de monjas, lo sabía.
Su mente intentó desviarse de las implicaciones, de las imposibilidades. Las imágenes que conjuraba su cerebro estaban borrosas, extrañas.
No obstante quería verlo. En aquel momento.
Víctor era una persona a la que le gustaba la noche. No creía que estuviera en la cama. Estaría abajo, en el estudio de su padre o en la biblioteca, leyendo alguno de sus viejos libros.
Intentaría encontrarlo.
Myriam tomó aliento y abrió la puerta de su dormitorio y caminó por el pasillo. El aire de septiembre era fresco, aunque tal vez fuera que ella estaba acalorada.
En el vestíbulo oyó voces desde la biblioteca.
—A esta hora, mañana, tendrás a tu esposa —dijo su padre, Roberto. Parecía muy satisfecho.
—Y usted tendrá lo que quiere —respondió Víctor.
Y Myriam se estremeció al oír su voz, fría, indiferente, distante.
Ella jamás lo había oído hablar en semejante tono.
—Sí. Este es un buen trato de negocios para ambos, Víctor, hijo…
—Sí, lo es —dijo Víctor—. Me alegro de que usted se haya acercado a mí.
—Y no ha sido mal precio, ¿no? —agregó Roberto riéndose.
Myriam se estremeció al oír el tono de voz de su padre al hablar de ella.
—La madre de Myriam la ha criado bien —continuó Roberto—. Cuando te haya dado cinco o seis bambinos la puedes tener en el campo —se rió otra vez su padre—. Ella sabrá cuál es su lugar. Y yo conozco a una mujer en Milán… es muy buena.
—¿Sí?
Myriam no podía creerlo.
¿De qué estaban hablando?
«Arreglo de negocios», un trato, un éxito. Una mujer a la venta.
Estaban hablando de su matrimonio, pensó ella.
—Sí, lo es. Hay muchos placeres para el hombre casado, Víctor.
Víctor respondió con una risa.
—Eso creo.
Myriam cerró los ojos. Se sentía mareada.
Tomó aliento y trató de serenarse. Debía confiar. Debía haber alguna razón para que Víctor dijera aquellas cosas. Si ella se lo preguntaba, todo se aclararía. Todo volvería a ser igual.
—¡Myriam! ¿Qué estás haciendo aquí?
Ella abrió los ojos.
Víctor estaba delante de ella, con cara de preocupación, ¿o era disgusto?
—Yo… No podía dormir.
—¿Demasiado excitada, fiorina? —sonrió Víctor.
Y ella se preguntó si lo que veía en él era arrogancia en lugar de ternura.
—En menos de doce horas seremos marido y mujer. ¿No puedes esperar a entonces para verme? —Víctor le agarró la mejilla con la mano, y deslizó su pulgar para acariciarle los labios. La boca de ella se entreabrió involuntariamente y la sonrisa de Víctor se hizo más profunda—. Vete a la cama, Myriam. Sueña conmigo.
Víctor bajó la mano y se marchó, sin hacerle caso.
Myriam lo observó marcharse.
—¿Me amas? —preguntó torpemente Myriam.
En cuanto hizo la pregunta deseó haberse tragado las palabras. Porque habían sonado desesperadas, implorantes, patéticas.
Sin embargo era una pregunta razonable, ¿no? Se iban a casar.
Pero al ver el gesto de Víctor, la tensión de su cuerpo, ella sintió que no lo era.
—¿Myriam? —preguntó suavemente.
—Os he oído a papá y a ti… —susurró ella.
La expresión de Víctor cambió, y ella vio su mirada dura.
—Negocios, Myriam, negocios entre hombres. No es nada que tenga que preocuparte a ti.
—Parecía… Parecía tan…
—¿Tan qué?
—Frío —respondió ella.
Víctor alzó las cejas.
—¿Qué intentas decirme, Myriam? ¿Te has arrepentido?
—¡No! Víctor, sólo me preguntaba… las cosas que has dicho…
—¿Dudas de que te cuide? ¿De que te proteja y te dé lo que necesites? —preguntó él.
—No —dijo rápidamente Myriam—. Pero, Víctor, yo quiero más que eso. Quiero…
El agitó la cabeza.
—¿Qué más?
Myriam lo miró sorprendida. Ella quería mucho más. Esperaba amabilidad, respeto, honestidad. El compartir la alegría y la risa, así como las tristezas y el dolor. Apoyarse mutuamente.
Pero ella vio la frialdad de Víctor, y supo que él no estaba pensando en esas cosas.
No existían para él.
—Pero Víctor…
Víctor alzó una mano para que no continuase.
—¿Me estás cuestionando el tipo de hombre que soy? —dijo finalmente él con tono despiadado.
—¡No! —exclamó Myriam, sintiendo que realmente sí lo estaba haciendo.
Y él lo sabía.
Víctor se quedó en silencio un momento, mirándola.
Y ella se dio cuenta de que él la trataba como a una niña a la que había que castigar o aplacar.
Y entonces se dio cuenta de que él siempre la trataba así. No como a una mujer o a una esposa.
—Vete a la cama, Myriam —él le quitó un mechón de pelo de la cara y se lo puso detrás de la oreja. Luego le acarició la cara—. Ve a la cama, novia mía. Mañana es nuestra boda. Un nuevo comienzo para nosotros.
—Sí… —susurró ella.
Aunque para ella aquello era más bien un fin.
—No tengas miedo.
Ella asintió. Se dio la vuelta y subió la escalera corriendo.
—¡Myriam! —oyó llamarla a su madre, Isabel.
—No… podía dormir —dijo Myriam entrando en su dormitorio.
Su madre la siguió.
—¿Qué ocurre? —le preguntó—. ¡Ni que hubieras visto a un fantasma!
—No ocurre nada —dijo Myriam rápidamente—. No podía dormir y he ido a beber un vaso de agua.
Isabel arqueó una ceja, y Myriam se puso nerviosa. No tenía miedo a su madre, pero no podía evitar ponerse nerviosa. Después de toda una vida de niñeras y colegios interna, a veces se preguntaba si la conocía.
Su madre observó su aspecto.
—¿Has visto a Víctor? —preguntó con tono inquisidor.
Myriam agitó la cabeza.
—No, no lo he visto.
—¡No me mientas, Myriam! —Isabel le agarró la barbilla con la mano—. Nunca has podido mentirme. Lo has visto. Pero, ¿qué ha sucedido? —y luego agregó con tono cruel—. ¿Se ha estropeado el cuento de hadas, hija mía querida?
Myriam no comprendía qué quería decir su madre, pero no le gustaba su tono. Aun así, se sentía atrapada, indefensa. Y sola.
Y necesitaba confiar en alguien, aunque fuera su madre.
—He visto a Víctor —susurró Myriam, reprimiéndose las lágrimas.
—¿Y? —preguntó su madre después de una pausa.
—Lo oí hablar con papá —Myriam cerró los ojos y agitó la cabeza.
—¿Y? —preguntó su madre impacientemente.
—¡Ha sido todo un acuerdo de negocios! Víctor no me ha amado nunca.
Su madre la miró con frialdad.
—Por supuesto que no.
Myriam se quedó con la boca abierta mientras le robaban otra ilusión.
—¿Tú lo sabías? ¿Lo has sabido siempre? —preguntó Myriam.
Pero mientras lo hacía se preguntaba de qué se sorprendía. Su madre nunca había sido su confidente, y no parecía disfrutar de su compañía. ¿Por qué no iba a estar al tanto de todo? ¿Por qué no iba a ser parte del sórdido trato de entregar una esposa, de vender una hija?
—Oh, Myriam, eres tan niña… —dijo Isabel—. Por supuesto que yo lo sabía. Tu padre vio a Víctor antes de tu dieciocho cumpleaños y le sugirió la boda contigo. Él necesita nuestras conexiones sociales, y nosotros, su dinero. Ése fue el motivo de que viniera a tu cumpleaños. Ése ha sido el motivo de que tuvieras una fiesta.
—¿Sólo para que lo conociera?
—Para que él te conociera —la corrigió Isabel—. Para que viera si tú eras apropiada. Y lo eras.
Myriam dejó escapar una risa salvaje.
—¡Yo no quiero ser apropiada! ¡Quiero ser amada!
—¿Como Cenicienta? —preguntó su madre con amargura—. ¿Como Blancanieves? La vida no es un cuento de hadas, Myriam. No lo ha sido para mí ni lo será para ti.
Myriam se apartó.
—Tampoco estamos en la Edad Media —respondió Myriam con voz temblorosa—. Hablas de esto como… si la gente pudiera vender novias…
—Las mujeres como nosotras, bien situadas, ricas, tenemos que aceptar estas cosas. Víctor parece un buen hombre. Sé agradecida.
«Parece», pensó Myriam. Pero, ¿lo era?
Se dio cuenta de que no lo conocía en absoluto.
—Es un hombre honorable —agregó Isabel—. Te ha tratado bien hasta ahora, ¿no es así? —hizo una pausa—. Podría ser peor.
Myriam se giró a mirar a su madre, su fría belleza transformada por un momento por el odio y la desesperación. Pensó en las palabras de su padre: «Conozco a una mujer en Milán», y se estremeció interiormente.
—¿Como te ha sucedido a ti? —preguntó en voz baja.
Isabel se encogió de hombros.
—Como tú, yo no tuve elección.
—Papá habló… Víctor dijo cosas…
—¿Sobre otra mujer? —Isabel adivinó con una risa dura—. Te alegrarás de ello al final.
—¡Nunca! —exclamó Myriam.
—Créeme —contestó Isabel.
Myriam sintió la necesidad de preguntar:
—¿Has sido feliz alguna vez?
Isabel se encogió de hombros otra vez, cerró los ojos un momento.
—Cuando llegaron los bambinos…
Sin embargo su madre no había parecido disfrutar de su papel de madre. Myriam era hija única y había sido criada con niñeras e institutrices toda la vida, hasta que había ido al colegio interna.
¿Sería suficiente la esperanza de hijos para soportar un matrimonio frío sin amor? ¿Un matrimonio que ella había creído que era, hasta hacía un momento, la culminación del amor?
—No puedo hacerlo.
Su madre le dio un bofetón. Myriam se quedó en estado de shock. Era la primera vez que le pegaban.
—Myriam, te vas a casar mañana.
Myriam pensó en la iglesia, en la comida, en los invitados, las flores… Los gastos.
Pensó en Víctor.
—Mamá, por favor —susurró ella con la mano en la cara, usando un tratamiento que sólo había usado de pequeña—. No me obligues.
—No sabes lo que dices —respondió Isabel—. ¿Qué puedes hacer, Myriam? ¿Para qué te han preparado además de para casarte y tener hijos, planear menús y vestirte elegantemente? ¿Eh? ¡Dime! ¡Dime! —la voz de su madre se alzó, furiosa—. ¿Qué?
Myriam miró a su madre, con la cara pálida.
—Yo no tengo por qué ser igual que tú —susurró.
—¡Ja! —Isabel se apartó.
Myriam pensó en las palabras de Víctor, en sus pequeños regalos, y se preguntó si todo había sido calculado.
La había comprado como a una vaca o a un coche, como a un objeto para ser usado.
A él no le había importado lo que pensara ella. Ni siquiera se había molestado en decirle la verdad sobre su matrimonio, la verdad de su cortejo.
Myriam sintió que algo se cristalizaba en su interior, y entonces comprendió.
Ahora comprendía lo que era ser una mujer.
—No puedo hacerlo —dijo serenamente—. No lo haré —agregó sin temblar.
Su madre se quedó en silencio un momento. Myriam no pudo evitar sentir esperanza. Pero no quería ilusionarse demasiado. ¿Cómo iba a ayudarla su madre, una mujer que la había ignorado y apenas le había dedicado tiempo?
Finalmente Isabel dijo:
—Si este matrimonio no sigue adelante destruirás a tu padre. Totalmente —agregó con tono de satisfacción.
—Me da igual —dijo Myriam—. Él me ha destruido manipulándome, ¡dándome!
—¿Y Víctor? —preguntó Isabel—. Se sentirá humillado.
Ella había creído que lo había amado, ¿o se había sentido fascinada por el cuento de hadas como había dicho su madre?
La vida no era así. Ahora lo sabía.
—No quiero montar un espectáculo —susurró Myriam—. Quiero irme sin escándalo. Podría escribirle una carta a Víctor, explicándoselo. Y que tú se la des mañana… Díselo a papá…
—Sí. Eso puedo hacerlo —achicó los ojos Isabel—. Myriam, ¿puedes renunciar a esto? ¿A tu casa, tus amigos, la vida a la que has estado acostumbrada? No se te permitirá volver… Yo no voy a arriesgar mi posición por ti.
Myriam pestañeó al oír la fría advertencia de su madre. Miró su habitación. De pronto todo le pareció tan hermoso y preciado… Tan fugaz. Se sentó encima de la cama abrazada a su osito de peluche. En su mente oía la voz de Víctor, cálida y confiada.
«Mañana es un nuevo comienzo para nosotros».
Tal vez estuviera equivocada. Quizás estuviera reaccionando desproporcionadamente. Si hablase con Víctor y le preguntase…
¿Preguntarle qué? Él no le había dicho que la amaba.
Y no obstante, ¿qué futuro había para ella sin Víctor?
—No sé qué hacer —susurró—. Mamá, no sé… —miró a su madre con los ojos llenos de lágrimas, esperando que aquella vez su madre la tocase, que la consolase. Pero no hubo ningún consuelo de su madre, como jamás lo había habido.
Myriam respiró profundamente.
—¿Qué habrías hecho tú? ¿Si tuvieras la oportunidad de volver en el tiempo? ¿Te habrías casado con papá?
Su madre la miró con gesto duro:
—No.
Myriam se sorprendió.
—Entonces, ¿no ha merecido la pena, al final? Ni con hijos… conmigo…
—Nada vale más que tu felicidad —dijo Isabel.
Myriam agitó la cabeza. Era la primera vez que oía a su madre hablar de felicidad. Siempre hablaba de deber, de familia, de obediencia.
—¿De verdad te importa mi felicidad? —preguntó Myriam con esperanza.
Su madre la miró con frialdad.
—Por supuesto que sí.
—¿Y crees que sería más feliz…?
—Si quieres amor… —la interrumpió Isabel—. Entonces, sí. Víctor no te ama.
Myriam miró a su madre.
—Pero, ¿qué haré? ¿Adonde iré?
—Eso déjamelo a mí —su madre se acercó a ella, le agarró los hombros—. Será difícil. No serás bienvenida en nuestra casa. Yo podré enviarte un poco de dinero, eso es todo.
Myriam se mordió el labio y asintió. Su determinación de actuar como una mujer, de elegir por sí misma, la llevó a aceptarlo.
—No me importa.
—Mi chófer puede llevarte a Milán —continuó Isabel—. Me hará ese favor. Y de ahí puedes tomar un tren a Inglaterra. Mi hermano Jorge te ayudará cuando llegues, pero no mucho tiempo. Después de eso… —la miró a los ojos—. ¿Puedes hacerlo?
Myriam pensó en su vida protegida, jamás había ido sola a ningún sitio, no había tenido planes ni destrezas.
Lentamente dejó el osito de peluche en la cama, junto a su infancia, y alzó la barbilla.
—Sí. Puedo hacerlo.
Con manos temblorosas hizo el equipaje en un solo bolso, mientras su madre la observaba.
Tuvo un momento de debilidad cuando vio en el comodín los pendientes que Víctor le había regalado. Se los había regalado para que los usara con el traje de novia.
Eran lágrimas de diamantes, antiguos y elegantes. Le había dicho que no veía la hora de vérselos puestos. Ahora ella ya no se los pondría.
—¿Estoy haciendo lo que debo? —susurró Myriam.
Isabel se inclinó y cerró la cremallera de su bolso.
—Por supuesto que sí —contestó—. Myriam si pensara que puedes ser feliz con Víctor, te diría que te quedes, que te cases y que intentes tener una buena vida. Pero tú nunca has querido una buena vida, ¿no es verdad? Tú quieres algo grande. El cuento de hadas —sonrió su madre cínicamente.
Myriam se reprimió unas lágrimas.
—¿Y eso está tan mal?
Isabel se encogió de hombros.
—Poca gente consigue el cuento de hadas. Y ahora, escríbele algo a Víctor, para explicarle.
—¡No sé qué decirle!
—Dile lo que me has dicho a mí. Que te has dado cuenta de que él no te ama, y que tú no estás preparada para casarte si no hay amor en el matrimonio —Isabel agarró un papel y un bolígrafo del escritorio de Myriam y se los dio a su hija.
Querido Víctor…, empezó a escribir Myriam, y unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas.
—¡No sé qué hacer! —exclamó.
—¡Por el amor de Dios, Myriam! ¡Tienes que empezar a actuar como una adulta! —Isabel le quitó el bolígrafo de las manos—. Mira, yo te diré qué puedes poner…
Isabel le dictó cada una de las palabras mientras las lágrimas de Myriam caían en el papel y corrían la tinta.
—Asegúrate de que la recibe antes de la ceremonia. Así no… —dijo Myriam dándole la carta a su madre, pasándose la mano por las lágrimas.
—Lo haré —Isabel se metió la carta en el bolsillo de su bata—. Y ahora debes irte. Puedes comprar el billete en la estación. Hay dinero en tu bolso. Tendrás que quedarte en un hotel por una noche, por lo menos, hasta que vuelva Jorge.
Myriam abrió los ojos, grandes. Se había olvidado de que su tío se estaba alojando en la villa.
—¿Y por qué no puedo irme directamente con él? —preguntó.
—Eso quedaría fatal. Puedes quedarte en un hotel. Yo le contaré mañana lo que ha sucedido. Ellos estarán de regreso al día siguiente. Y ahora vete, antes de que te vea nadie.
Myriam sintió miedo. Al menos la boda con Víctor le había parecido algo seguro.
¿O habría sido la cosa más peligrosa del mundo, casarse con un hombre que ni la amaba ni la respetaba?
Ahora no se enteraría jamás.
—Mi chófer te está esperando fuera. Es preciso que no te vea nadie —Isabel le dio un leve empujón, lo más cercano a un abrazo que era capaz de dar, y le dijo—: ¡Vete!
Myriam agarró el bolso y se marchó. Su corazón latía tan deprisa que tenía la impresión de que lo escuchaban en toda la villa.
¿Qué estaba haciendo?
Se sentía como una niña traviesa que se estaba escapando. Pero era algo más serio que eso. Mucho peor.
Bajó la escalera sigilosamente. En un escalón crujió la madera, y ella oyó el ronquido lejano de su padre. Bajó de puntillas.
Cuando llegó a la puerta de entrada se encontró con que estaba cerrada con llave.
Por un momento sintió que era una excusa perfecta. Se volvería a la cama y se olvidaría de aquella locura. Cuando se dio la vuelta para volver a su habitación, oyó que la puerta se abría desde afuera. Alfonso, el chófer de su madre, estaba allí, alto, moreno, inexpresivo.
—Por aquí, Signorina —susurró.
Myriam miró atrás, con añoranza por su hogar, su vida. No quería dejarla. Pero igualmente la dejaría al día siguiente. Y por una vida peor que aquélla.
Por lo menos ahora ella era la responsable de su destino.
—¿Signorina?
Myriam asintió.
Sin decir nada más, Alfonso le abrió la puerta del coche y Myriam se sentó en él.
Cuando el coche se alejó, ella miró su hogar por última vez, resguardada en la oscuridad. Sus ojos se posaron sobre la buganvilla, las contraventanas pintadas, todo tan querido… Isabel estaba de pie junto a la ventana de arriba, su pálido rostro se veía entre las cortinas, y Myriam vio su cruel sonrisa de triunfo, algo que a Myriam le oprimió el corazón, y la sorprendió.
Unas lágrimas se deslizaron por el rostro de Myriam, y su corazón se le salía del pecho de miedo. Entonces se apretó contra el asiento del coche mientras el vehículo se alejaba del único hogar que había conocido.
espero muchos comentarios...
laurayvictor- VBB CRISTAL
- Cantidad de envíos : 134
Fecha de inscripción : 10/01/2011
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
GRAXIAS X LOS CAPITULOS ESTA PONIENDOSE MUY INTERESANTE
mariateressina- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 897
Localización : Campeche, Camp.
Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
Muchas gracias por el capitulo, no tardes con el siguiente ke la dejaste muy interesante.
alma.fra- VBB DIAMANTE
- Cantidad de envíos : 2190
Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
graciias por el cap niiña esto esta cada vez mas interesante xfiis no tardes con el siguiente cap sii
Dianitha- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1477
Localización : chihuahua
Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
Gracias por el capitulo esta buenisima
jai33sire- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1207
Edad : 48
Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
Que buena novela, cada vez esta mas interesante, no tardes con el siguiente capitulo plis.
AdriIsis- VBB JUNIOR
- Cantidad de envíos : 18
Fecha de inscripción : 04/08/2011
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
ME PASO UNA LOCA IDEA POR LA CABEZA, ¿SERA QUE ISABEL NO ES LA MADRE DE MYRIAM? PORQUE SI LO ES, ES UNA MADRE DE LO PEOR.
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 983
Fecha de inscripción : 01/06/2008
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
Gracias por el Cap. Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1132
Edad : 42
Localización : Monterrey, Nuevo Leon
Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
Hola chicas buen dia para todas.... alguien pregunto si Isabel no era mama de myriam en esta novelita.... sigue leyendo y lo descubriras.
aqui esta el capitulo de este día.
y muchas gracias por cada uno de sus comentarios
Capítulo 3
Víctor notó que Myriam se ponía rígida y sus dedos se quedaban quietos encima de los botones de su abrigo barato. Estaba de lado, así que él podía ver su perfil perfecto, la línea de su mejilla, un mechón rubio oscuro que se le escapaba por el cuello.
Víctor había conseguido fácilmente una invitación del solícito Masón, y en principio, había ido allí con la intención de hablarle a Myriam sólo de negocios, para obtener la mejor atención profesional para Lucio. No le había importado el pasado, ni Myriam. Ella era simplemente un medio para un fin.
Pero ahora se había dado cuenta de que la historia entre ellos no podía borrarse tan fácilmente. Tenían que ocuparse del pasado, y rápidamente, fácilmente. O al menos, simular que así era.
Víctor se acercó y le dijo:
—¿No te irás tan pronto, no?
El vio a Myriam darse la vuelta lentamente y mirarlo sorprendida, casi con temor de verlo allí.
Víctor sonrió y le quitó el abrigo de los hombros.
—¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! —comentó él, reprimiendo los recuerdos y las emociones que evocaban el encuentro.
Myriam lo miró y él vio a la muchacha que había conocido hacía años. Sintió una punzada de pena, ¿o era enfado?
Pero lo que importaba era Lucio. No Myriam.
Víctor sonrió y dijo:
—¿No quieres entrar a la fiesta conmigo?
Era normal que fuera un shock, pensó Myriam. Pero no había esperado que se sintiese tan afectada al verlo.
Aún se sentía atraída por él, algo que no había imaginado.
Miró con interés, casi con deseo, su elegante traje de seda italiano, su porte distinguido…
—Víctor… —dijo ella finalmente, recomponiéndose—. Sí ha pasado mucho tiempo. Pero en realidad me estaba yendo.
Ella había imaginado una escena como aquélla muchas veces, pero siempre había pensado encontrarse con un Víctor furioso, o indiferente. Jamás lo había imaginado sonriendo, como un viejo conocido que no quería más que conversar un rato y ponerse al tanto de sus vidas.
Pero tal vez eso era lo que eran. Siete años era mucho tiempo. Y además Víctor nunca la había amado. No le había roto el corazón, a diferencia de ella.
—Dame el abrigo, por favor —dijo Myriam intentando que no se le notase la irritación.
—¿Por qué te vas de la fiesta tan temprano? Acabo de llegar.
—Es posible. Pero yo me voy —respondió Myriam.
Y no pudo evitar agregar—: No sabía que conocías tanto a la familia de mi tío.
—Yo tengo negocios con tu tío —sonrió—. ¿No sabías que me habían invitado?
—No.
—Al parecer, tu relación con tu tío no está muy bien.
—¿Cómo sabes eso? —Myriam se sorprendió e irritó a la vez.
—Se oyen cosas. Supongo que tú también oirás comentarios…
—No sobre ti.
—Entonces permíteme que aproveche esta ocasión para ponerte al tanto —sonrió Víctor.
Myriam agitó la cabeza instintivamente.
No estaba preparada para aquello. Había esperado encontrar hostilidad, odio, o quizás indiferencia, pero no amistad.
Y ella no quería ser su amiga. No quería ser nada de él.
¿Por qué? ¿Estaba enfadada todavía? ¿Lo odiaba todavía? ¿Lo había odiado alguna vez?
—No creo que tengamos nada que decirnos, Víctor —comentó Myriam después de un largo silencio.
—¿No? —preguntó Víctor alzando las cejas.
—Sé que han pasado muchas cosas entre nosotros. Pero ya está todo olvidado y yo…
—Si está olvidado, entonces no tiene importancia, ¿no? ¿No podemos mantener una conversación como amigos, Myriam? A mí me gustaría charlar contigo.
Ella dudó. Por un lado no quería hablar con él; y por otro se daba cuenta de que hablar con él como si fuera un amigo era un modo de probarle a él, y a sí misma, que él no era más que eso.
—Ha pasado mucho tiempo —continuó él—. No conozco a nadie aquí, excepto a Jorge Masón, y preferiría conversar con alguien con quien pudiera congeniar más. ¿No hablarías conmigo un rato? —sonrió con ojos brillantes Víctor—. Por favor…
Myriam volvió a dudar. Hacía años había dejado a Víctor, había dejado toda su vida porque él le había roto el corazón.
Y ahora era la ocasión de demostrarle a él y al mundo entero, incluida ella misma, que no lo había hecho, o que por lo menos había aprendido de la experiencia y ahora era más sabia, más fuerte, más feliz.
—De acuerdo —susurró Myriam, carraspeó y agregó—: De acuerdo, sólo unos minutos.
Víctor le puso la mano en la espalda y la guió nuevamente hacia el salón Orchid Room. Aunque apenas la había tocado, ella sentía un fuego por el contacto de aquellos dedos con la seda del vestido.
Durante su relación con él había deseado el contacto de sus cuerpos, aunque él no le había dado más que besos fraternales.
Y ahora su cuerpo la traicionaba, reaccionando a su presencia, y sus sentidos parecían despertarse del mero contacto de sus dedos.
—Te traeré una bebida —dijo él—. ¿Qué quieres beber? Limonada no, ¿verdad?
—No… —contestó ella, recordando lo niña que había sido—. Una copa de vino blanco, seco, por favor.
—De acuerdo.
Myriam lo vio desaparecer entre la gente hacia el bar, y resistió el deseo de marcharse de allí.
Pero tal vez aquello fuera lo que ella había estado esperando todo aquel tiempo: demostrarle a Víctor que ya no era la niña tonta que había conocido, que se sentía afortunada porque alguien como él se hubiera enamorado de ella.
Ahora era una persona diferente. Había cambiado.
—Aquí tienes —dijo Víctor trayendo dos copas de vino en una mano—. Pensé que te habrías marchado…
¿Como hacía siete años?, pensó ella.
—Gracias —contestó ella y agarró la copa.
Víctor la miró, encogida en un rincón sombrío del salón de baile.
—¿Por qué te estás ocultando, Myriam?
—No me estoy ocultando —se defendió rápidamente—. Éste no es exactamente mi ambiente, eso es todo.
—¿No? Dime, ¿cuál es tu ambiente? Cuéntame cosas sobre ti.
Ella lo miró.
Víctor tenía la sonrisa fría de siempre. Tenía el pelo más corto y algunas canas en las sienes, los rasgos más marcados y duros, la mirada más dura también. O tal vez hubiera sido siempre así y ella no lo habría notado.
—Tienes una actitud amistosa. No era lo que esperaba de ti… —dijo ella.
Víctor rotó la copa de vino y contestó:
—Ha pasado mucho tiempo. A diferencia de tu tío, yo intento no guardar viejos rencores.
—Igual que yo —respondió Myriam.
Él sonrió.
—Entonces ninguno de los dos está enfadado, ¿no?
—No.
Ella no estaba enfadada. En realidad no sabía lo que sentía. No era el dolor agudo de hacía años, pero no estaba segura de que no le revolviera la herida.
Pero tal vez su corazón se hubiera curado, como intentaba demostrarle a él.
—Entonces, ¿qué has hecho en todos estos años? —preguntó Víctor.
—He estado trabajando aquí, en Londres.
—¿En qué? —preguntó él con tono neutro.
—Soy terapeuta.
Víctor levantó las cejas a modo de interrogación y Myriam continuó, con auténtico entusiasmo en su voz.
—Es un tipo de terapia que usa el arte para ayudar a la gente, generalmente a niños, a sacar a la superficie las emociones. En momentos de traumas, el expresarse a través de medios artísticos ayuda a liberar sentimientos y recuerdos que han sido reprimidos —ella lo miró, esperando ver un gesto de escepticismo.
Sin embargo se encontró con una mirada pensativa.
—¿Y te gusta lo que haces? ¿Esa terapia a través del arte?
—Sí. Te da muchas satisfacciones. Y es un desafío. Te da la oportunidad de cambiar la vida de un niño, ¡es increíble! Y estoy muy agradecida a ello —Myriam tomó otro sorbo de vino—. ¿Y tú?
—Todavía tengo mi empresa, García Electrónica. Hago menos investigaciones ahora que ha crecido. A veces echo de menos eso…
—Investigaciones —repitió Myriam, y sintió cierta vergüenza por no haber sabido que había hecho investigaciones. Él no se lo había dicho entonces y ella no se lo había preguntado.
—¿Qué tipo de investigaciones?
—Mecánicas sobre todo. Desarrollo nuevas tecnologías para mejorar la eficiencia de la maquinaria industrial.
—La verdad es que no sé nada de eso… —Myriam se rió y Víctor sonrió.
—La mayoría de las investigaciones no afectan a la vida diaria. Mis investigaciones se han centrado en maquinaria para la industria de la minería. Un campo muy selectivo.
—García Electrónica es un gran negocio… —dijo ella—, ¿no? He visto tu logotipo en muchas cosas: aparatos de CD, teléfonos móviles.
—He comprado unas cuantas compañías.
Ella iba a preguntar algo, pero él le quitó la copa de la mano y dijo:
—Suficiente… Ha empezado la música otra vez y me gustaría bailar. ¿Quieres bailar conmigo?
Le extendió la mano como lo había hecho en su dieciocho cumpleaños, cuando ella había bajado la escalera. Pero ella dudó esta vez.
—Víctor, no creo…
—Por los viejos tiempos.
—No quiero recordar viejos tiempos.
—Yo tampoco, ahora que lo pienso. Entonces, ¿qué te parece si por los nuevos tiempos? Por la nueva amistad.
Ella miró su mano bronceada y de dedos largos.
—¿Myriam?
Ella sabía que aquélla no era buena idea. Ella había querido charlar con Víctor como si fuera un viejo amigo, pero no quería bailar con él. No sabía si debía estar tan cerca de él.
Pero algo en su interior la impulsaba a querer saber cómo estaba junto a él, cómo reaccionaba a él. Era como si quisiera saber si todavía sentía la punzada de pena.
Finalmente asintió.
Víctor le agarró la mano y la llevó a la pista de baile.
Ella movió los pies en un intento de parodia de paso de baile. Las parejas bailaban a su alrededor, algunas más abrazadas, otras menos. Pero todos los miraban especulativamente.
—Esto no es un vals, Myriam —murmuró Víctor y tiró de ella suavemente hacia él.
Sus caderas se rozaban en un movimiento íntimo. Myriam sintió que su cuerpo se derretía. Turbada, se puso rígida y se echó atrás.
—Lo siento. No suelo bailar a menudo.
—Yo tampoco —respondió Víctor con los labios muy cerca de su oído y de su pelo—. Pero dicen que es como montar en bicicleta. No se te olvida nunca.
Víctor tenía las manos alrededor de su cintura.
—¿Te acuerdas de cuando bailamos? ¿O de tu dieciocho cumpleaños? —preguntó él con una medio sonrisa—. Te agarraste para no perder el equilibrio porque nunca habías usado zapatos de tacón.
Myriam agitó la cabeza y cerró los ojos antes de contestar:
—Era una niña…
—Es posible. Pero ahora no lo eres.
—No, no lo soy.
Bailaron en silencio, balanceándose, rozando sus caderas, sus muslos, sus pechos… Estaban demasiado cerca.
Ella no había esperado que fuera así. Sin embargo sentía como si hubiera esperado volver a verlo algún día.
—¿Qué estás pensando? —murmuró Víctor.
Myriam lo miró con los ojos entrecerrados.
—Lo extraño que es todo esto. Estar bailando contigo… otra vez.
—Es extraño. Pero no es desagradable, estoy seguro… —respondió él.
—Esperaba que me odiases —dijo ella. Abrió los ojos y esperó.
El se encogió de hombros.
—¿Por qué iba a odiarte, Myriam? Ha pasado mucho tiempo. Eras muy joven, me temo. Tenías tus razones. Tampoco nos conocíamos demasiado, ¿no? Unas cuantas cenas, unos cuantos besos. Eso fue todo.
Myriam asintió, aunque sintió un nudo en la garganta. El había descrito su relación reduciéndola a lo superficial y esencial. Y sin embargo para ella había sido la experiencia más profunda de su vida.
—¿Me odias? —preguntó Víctor con sorprendente candor.
Myriam alzó la mirada y vio en sus ojos un brillo que no supo interpretar.
—No —dijo sinceramente—. Lo he superado, Víctor —sonrió—. Fue hace mucho tiempo. Y yo me di cuenta de que nunca me mentiste. Yo sólo creí lo que quise creer.
—¿Y qué creíste?
—Que me amabas, tanto como yo te amaba.
Myriam se sintió por un momento como la muchacha de hacía siete años, delante de Víctor, preguntándole: «¿Me amas?»
Él no había contestado entonces, y no contestó en aquel momento.
Myriam dejó escapar un suspiro.
¿Qué había esperado? ¿Que él le dijera que la amaba?
Víctor no la había amado nunca, ni se lo había planteado.
Había sido la decisión acertada. Hubiera sido muy infeliz casándose con él.
Las palabras de Myriam resonaron en su cabeza mientras seguía bailando.
Se reprimió las ganas de apretarla más, y pensó cómo se habría sentido todos esos años pasados, si hubieran tenido la oportunidad.
Pero ella había tomado la decisión aquella noche, y él la había aceptado.
Había olvidado aquel episodio. O al menos quería olvidarlo por el bien de Lucio.
Lucio… Tenía que pensar en él.
No iba a pagarle a Matteo todo lo que había hecho por él descuidando su obligación con su nieto.
No dejaría que Myriam lo distrajese.
El pasado había sido superado.
Estaba olvidado.
Tenía que estarlo.
La música terminó y ellos dejaron de moverse. Víctor se apartó deliberadamente. Era el momento de decirle a Myriam la razón por la que estaba allí, por qué estaba bailando con ella y charlando con ella.
Myriam sintió que Víctor la soltaba y sintió un escalofrío. Por el rabillo del ojo vio a su tío mirarla.
Víctor miró a la gente y dijo:
—Esta gente no es de mi agrado, en realidad. ¿Qué te parece si vamos a tomar una copa a algún sitio más agradable?
Myriam se sintió excitada y alarmada a la vez.
—No… Es tarde —respondió ella.
No sabía qué quería que hiciera Víctor, que tomase su indecisión como un «no» o que no aceptase un «no» por respuesta.
—No son ni las diez —dijo Víctor con un tono casi seductor—. Una copa, Myriam. Luego te dejaré marchar.
—De acuerdo —contestó ella finalmente.
Víctor la sacó de la pista de baile y le dio su abrigo.
—¿Adonde vamos? —preguntó él.
—Me temo que no conozco muchos sitios de la noche de Londres.
—Yo tampoco. Pero conozco un bar tranquilo cerca de aquí que parece muy agradable. ¿Qué te parece?
—Bien, estupendo…
Ella no vio que Víctor le hiciera ninguna seña al portero, pero debió de habérsela hecho porque apareció un taxi. Víctor abrió la puerta del coche, ignorando al portero, e hizo pasar a Myriam.
En el coche sus muslos se rozaron, pero Víctor no se apartó. Y Myriam no sabía si le gustaba aquel contacto.
Hicieron el viaje en silencio, y Myriam se alegró. No le apetecía conversar.
Después de unos minutos, el coche paró frente a un elegante establecimiento del Mayfair. Víctor pagó al taxista y salió a ayudar a Myriam.
Su mano estaba cálida y ella sintió un calor en todo su cuerpo. Pero no podía dejar que él la atrajera tanto.
En el bar Víctor le preguntó:
—¿Pido una botella de vino tinto?
Myriam se mordió el labio.
—Creo que he bebido suficiente vino.
—¿Qué es una salida con amigos si no hay vino? —bromeó él—. Bebe sólo un poco si quieres, pero tenemos que brindar.
—De acuerdo —contestó ella.
Habría sido un poco remilgada si se hubiera sentado allí a beber agua mineral.
Víctor pidió el vino y se sentaron en dos sillones.
—¿Y? Me gustaría oír un poco más sobre lo que has hecho en estos años —dijo Víctor.
Myriam se rió.
—Eso es mucho.
—Eres una terapeuta a través del arte, me has dicho. ¿Cómo sucedió eso?
—Tomé clases.
—¿Cuando llegaste a Londres?
—Poco después.
El camarero apareció con el vino y ambos se quedaron en silencio mientras éste descorchaba la botella y lo servía. Víctor lo probó y le indicó al camarero que se lo sirviera a Myriam.
—Chin chin —dijo Víctor alzando la copa.
Ella sonrió y brindó.
Myriam todavía se sentía nerviosa en compañía de Víctor.
El verlo le traía recuerdos que había sepultado durante años.
Al parecer Víctor había superado los sentimientos hacia ella, cualesquiera que hubieran sido.
Y ella también, ¿no?, pensó.
—Háblame sobre esas clases que tomaste.
—No hay mucho que contar. Vine a vivir a Londres y estuve en casa de mi tío por un corto tiempo. Luego me busqué un trabajo y un sitio donde vivir, y cuando pude ahorrar dinero, me apunté a las clases por la noche. Me di cuenta de que me gustaba el arte, y me especialicé en la terapia por el arte. Terminé mis estudios hace dos años.
Víctor asintió, pensativo.
—Te has valido muy bien por ti misma. Debe de haber sido muy difícil empezar sola.
—No más difícil que la alternativa —contestó Myriam, y se puso colorada al darse cuenta de lo que implicaban aquellas palabras.
—La alternativa —contestó Víctor con una sonrisa forzada.
Myriam vio algo en sus ojos, pero no pudo definirlo. Y aquello la hizo sentirse incómoda.
—Cuando dices la alternativa te refieres a casarte conmigo.
—Sí. Víctor, casarme contigo me habría destruido. Mi madre me salvó aquella noche en que me ayudó a huir.
—Y se salvó a sí misma.
—Sí. Me doy cuenta ahora que lo hizo para sus propios fines, para avergonzar a mi padre. Me usó tanto como intentó usarme mi padre.
Un mes después de su llegada a Inglaterra, se enteró de la aventura de su madre con Alfonso, el chófer que había llevado a Myriam a la estación. Myriam ya había madurado bastante entonces para darse cuenta de cómo su madre la había manipulado para lograr sus fines. Quería humillar a un hombre al que despreciaba, el hombre que había acordado el matrimonio de Myriam.
¿Y qué había ganado Isabel con ello?
Cuando Isabel se había marchado, Roberto Montemayor ya estaba en banca rota y su negocio, Montemayor International, arruinado. Isabel no se había dado cuenta de la profundidad de la desgracia de su marido, ni del hecho de que aquello significaba que ella no tenía un céntimo.
Myriam se mordió el labio, queriendo escapar de aquella conversación que tantos malos recuerdos le traían.
—Yo tenía diecinueve años, era una niña, no sabía quién era ni qué quería.
—Yo podría haberte ayudado —dijo Víctor.
—No, no podrías haberlo hecho. No lo habrías hecho. Lo que querías en una esposa no era… la persona en la que yo me iba a convertir. Eso tuve que descubrirlo yo sola. En aquel momento no me daba cuenta de que había cosas que no sabía. Yo creía que era la muchacha con más suerte del mundo —agregó con amargura.
—Y algo te hizo darte cuenta de que no lo eras —dijo Víctor—. Sé que fue un shock para ti darte cuenta de que nuestro matrimonio estaba arreglado, como un asunto de negocios entre tu padre y yo.
—Sí. Lo fue. Pero no era sólo eso, lo sabes —dijo ella.
Víctor se sorprendió.
—¿No? ¿Qué era entonces? —preguntó Víctor con curiosidad.
—No me amabas —respondió Myriam, intentando que su voz sonase relajada—. No del modo que yo quería que me amasen —Myriam se encogió de hombros—. Pero ahora no importa, ¿no? Es un asunto pasado, como has dicho tú.
—Sí, así es. No obstante, debe de haber sido difícil para ti salir adelante sola, dejar a tu familia, tu hogar —Víctor hizo una pausa—. No has vuelto nunca, ¿verdad?
—He estado en Milán por razones profesionales —respondió Myriam, a la defensiva.
—Pero no en tu hogar.
—¿Y dónde está mi hogar exactamente? La villa de mi familia fue subastada cuando mi padre se declaró en bancarrota. Mi madre vive en Milán casi todo el tiempo. No tengo un hogar, Víctor.
Ella no quería hablar de su familia, de su hogar, de todas las cosas que había perdido en su desesperada huida. No quería recordar.
—¿Es Londres tu hogar? —preguntó Víctor con curiosidad cuando el tenso silencio se prolongó demasiado.
—Es un lugar tan bueno como otros, y me gusta mi trabajo.
—La terapia a través del arte —dijo él.
—Sí.
—¿Y no tienes amigos? —Víctor hizo una pausa y apretó la copa entre los dedos—. ¿Amantes?
Myriam sintió un escalofrío por la columna vertebral.
—Eso no es asunto tuyo —dijo ella.
Él sonrió.
—Sólo quería preguntarte si tienes vida social.
Ella pensó en algunos compañeros de trabajo y se encogió de hombros.
—Suficientes. ¿Y tú qué? —preguntó ella, incómoda con su interrogatorio.
—¿Yo qué?
—¿Tienes amigos? ¿Amantes?
—Suficientes —contestó Víctor—. Pero no amantes.
Aquella admisión la sorprendió tanto como le gustó. Un hombre tan viril, tan potente, tan atractivo había pensado ella que tendría montones de amantes.
Querría decir que en aquel momento no tenía amantes, pensó Myriam.
—¿Eso te complace? —preguntó Víctor, sobresaltándola.
—Eso no me importa.
—No, por supuesto que no, ¿cómo va a importar? —Víctor sonrió cínicamente—. Como no me importa a mí.
Myriam asintió, insegura. Aunque las palabras eran las adecuadas, el tono tenía algo que no la convencía.
Ella vio algo en la mirada de Víctor, algo como enfado, y ella dejó su copa en la mesa.
—Quizás esto no haya sido buena idea. Pensé que podríamos ser amigos al menos por una noche, pero tal vez, aun después de tanto tiempo, no es posible. Sé que los recuerdos pueden herir.
Víctor se inclinó hacia adelante, y le agarró la muñeca para detenerla.
—Yo no estoy herido —dijo Víctor.
Myriam lo miró.
—No, tú no podrías estarlo, ¿verdad? La única cosa que se sintió herida aquella noche fue tu orgullo.
Él la quemó con la mirada.
—¿Qué estás diciendo?
—Que nunca me has amado. Simplemente me compraste.
Él agitó la cabeza.
—Eso es lo que decías en aquella carta, lo recuerdo…
Myriam pensó en esa carta, con su letra de niña y los borrones de tinta por las lágrimas, y se sintió humillada.
Él ni lo negaba. Pero eso daba igual ahora.
—Creo que debería irme —dijo ella en voz baja y Víctor la soltó—. No quería volver a hablar de todo esto. Habría sido mejor haberme marchado antes de que llegases a la fiesta.
Víctor la observó marcharse.
—Eso era imposible —dijo en voz baja.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Myriam, sorprendida.
—Íbamos a encontrarnos de todos modos, Myriam. Vine a la fiesta, a Londres, a verte.
aqui esta el capitulo de este día.
y muchas gracias por cada uno de sus comentarios
Capítulo 3
Víctor notó que Myriam se ponía rígida y sus dedos se quedaban quietos encima de los botones de su abrigo barato. Estaba de lado, así que él podía ver su perfil perfecto, la línea de su mejilla, un mechón rubio oscuro que se le escapaba por el cuello.
Víctor había conseguido fácilmente una invitación del solícito Masón, y en principio, había ido allí con la intención de hablarle a Myriam sólo de negocios, para obtener la mejor atención profesional para Lucio. No le había importado el pasado, ni Myriam. Ella era simplemente un medio para un fin.
Pero ahora se había dado cuenta de que la historia entre ellos no podía borrarse tan fácilmente. Tenían que ocuparse del pasado, y rápidamente, fácilmente. O al menos, simular que así era.
Víctor se acercó y le dijo:
—¿No te irás tan pronto, no?
El vio a Myriam darse la vuelta lentamente y mirarlo sorprendida, casi con temor de verlo allí.
Víctor sonrió y le quitó el abrigo de los hombros.
—¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! —comentó él, reprimiendo los recuerdos y las emociones que evocaban el encuentro.
Myriam lo miró y él vio a la muchacha que había conocido hacía años. Sintió una punzada de pena, ¿o era enfado?
Pero lo que importaba era Lucio. No Myriam.
Víctor sonrió y dijo:
—¿No quieres entrar a la fiesta conmigo?
Era normal que fuera un shock, pensó Myriam. Pero no había esperado que se sintiese tan afectada al verlo.
Aún se sentía atraída por él, algo que no había imaginado.
Miró con interés, casi con deseo, su elegante traje de seda italiano, su porte distinguido…
—Víctor… —dijo ella finalmente, recomponiéndose—. Sí ha pasado mucho tiempo. Pero en realidad me estaba yendo.
Ella había imaginado una escena como aquélla muchas veces, pero siempre había pensado encontrarse con un Víctor furioso, o indiferente. Jamás lo había imaginado sonriendo, como un viejo conocido que no quería más que conversar un rato y ponerse al tanto de sus vidas.
Pero tal vez eso era lo que eran. Siete años era mucho tiempo. Y además Víctor nunca la había amado. No le había roto el corazón, a diferencia de ella.
—Dame el abrigo, por favor —dijo Myriam intentando que no se le notase la irritación.
—¿Por qué te vas de la fiesta tan temprano? Acabo de llegar.
—Es posible. Pero yo me voy —respondió Myriam.
Y no pudo evitar agregar—: No sabía que conocías tanto a la familia de mi tío.
—Yo tengo negocios con tu tío —sonrió—. ¿No sabías que me habían invitado?
—No.
—Al parecer, tu relación con tu tío no está muy bien.
—¿Cómo sabes eso? —Myriam se sorprendió e irritó a la vez.
—Se oyen cosas. Supongo que tú también oirás comentarios…
—No sobre ti.
—Entonces permíteme que aproveche esta ocasión para ponerte al tanto —sonrió Víctor.
Myriam agitó la cabeza instintivamente.
No estaba preparada para aquello. Había esperado encontrar hostilidad, odio, o quizás indiferencia, pero no amistad.
Y ella no quería ser su amiga. No quería ser nada de él.
¿Por qué? ¿Estaba enfadada todavía? ¿Lo odiaba todavía? ¿Lo había odiado alguna vez?
—No creo que tengamos nada que decirnos, Víctor —comentó Myriam después de un largo silencio.
—¿No? —preguntó Víctor alzando las cejas.
—Sé que han pasado muchas cosas entre nosotros. Pero ya está todo olvidado y yo…
—Si está olvidado, entonces no tiene importancia, ¿no? ¿No podemos mantener una conversación como amigos, Myriam? A mí me gustaría charlar contigo.
Ella dudó. Por un lado no quería hablar con él; y por otro se daba cuenta de que hablar con él como si fuera un amigo era un modo de probarle a él, y a sí misma, que él no era más que eso.
—Ha pasado mucho tiempo —continuó él—. No conozco a nadie aquí, excepto a Jorge Masón, y preferiría conversar con alguien con quien pudiera congeniar más. ¿No hablarías conmigo un rato? —sonrió con ojos brillantes Víctor—. Por favor…
Myriam volvió a dudar. Hacía años había dejado a Víctor, había dejado toda su vida porque él le había roto el corazón.
Y ahora era la ocasión de demostrarle a él y al mundo entero, incluida ella misma, que no lo había hecho, o que por lo menos había aprendido de la experiencia y ahora era más sabia, más fuerte, más feliz.
—De acuerdo —susurró Myriam, carraspeó y agregó—: De acuerdo, sólo unos minutos.
Víctor le puso la mano en la espalda y la guió nuevamente hacia el salón Orchid Room. Aunque apenas la había tocado, ella sentía un fuego por el contacto de aquellos dedos con la seda del vestido.
Durante su relación con él había deseado el contacto de sus cuerpos, aunque él no le había dado más que besos fraternales.
Y ahora su cuerpo la traicionaba, reaccionando a su presencia, y sus sentidos parecían despertarse del mero contacto de sus dedos.
—Te traeré una bebida —dijo él—. ¿Qué quieres beber? Limonada no, ¿verdad?
—No… —contestó ella, recordando lo niña que había sido—. Una copa de vino blanco, seco, por favor.
—De acuerdo.
Myriam lo vio desaparecer entre la gente hacia el bar, y resistió el deseo de marcharse de allí.
Pero tal vez aquello fuera lo que ella había estado esperando todo aquel tiempo: demostrarle a Víctor que ya no era la niña tonta que había conocido, que se sentía afortunada porque alguien como él se hubiera enamorado de ella.
Ahora era una persona diferente. Había cambiado.
—Aquí tienes —dijo Víctor trayendo dos copas de vino en una mano—. Pensé que te habrías marchado…
¿Como hacía siete años?, pensó ella.
—Gracias —contestó ella y agarró la copa.
Víctor la miró, encogida en un rincón sombrío del salón de baile.
—¿Por qué te estás ocultando, Myriam?
—No me estoy ocultando —se defendió rápidamente—. Éste no es exactamente mi ambiente, eso es todo.
—¿No? Dime, ¿cuál es tu ambiente? Cuéntame cosas sobre ti.
Ella lo miró.
Víctor tenía la sonrisa fría de siempre. Tenía el pelo más corto y algunas canas en las sienes, los rasgos más marcados y duros, la mirada más dura también. O tal vez hubiera sido siempre así y ella no lo habría notado.
—Tienes una actitud amistosa. No era lo que esperaba de ti… —dijo ella.
Víctor rotó la copa de vino y contestó:
—Ha pasado mucho tiempo. A diferencia de tu tío, yo intento no guardar viejos rencores.
—Igual que yo —respondió Myriam.
Él sonrió.
—Entonces ninguno de los dos está enfadado, ¿no?
—No.
Ella no estaba enfadada. En realidad no sabía lo que sentía. No era el dolor agudo de hacía años, pero no estaba segura de que no le revolviera la herida.
Pero tal vez su corazón se hubiera curado, como intentaba demostrarle a él.
—Entonces, ¿qué has hecho en todos estos años? —preguntó Víctor.
—He estado trabajando aquí, en Londres.
—¿En qué? —preguntó él con tono neutro.
—Soy terapeuta.
Víctor levantó las cejas a modo de interrogación y Myriam continuó, con auténtico entusiasmo en su voz.
—Es un tipo de terapia que usa el arte para ayudar a la gente, generalmente a niños, a sacar a la superficie las emociones. En momentos de traumas, el expresarse a través de medios artísticos ayuda a liberar sentimientos y recuerdos que han sido reprimidos —ella lo miró, esperando ver un gesto de escepticismo.
Sin embargo se encontró con una mirada pensativa.
—¿Y te gusta lo que haces? ¿Esa terapia a través del arte?
—Sí. Te da muchas satisfacciones. Y es un desafío. Te da la oportunidad de cambiar la vida de un niño, ¡es increíble! Y estoy muy agradecida a ello —Myriam tomó otro sorbo de vino—. ¿Y tú?
—Todavía tengo mi empresa, García Electrónica. Hago menos investigaciones ahora que ha crecido. A veces echo de menos eso…
—Investigaciones —repitió Myriam, y sintió cierta vergüenza por no haber sabido que había hecho investigaciones. Él no se lo había dicho entonces y ella no se lo había preguntado.
—¿Qué tipo de investigaciones?
—Mecánicas sobre todo. Desarrollo nuevas tecnologías para mejorar la eficiencia de la maquinaria industrial.
—La verdad es que no sé nada de eso… —Myriam se rió y Víctor sonrió.
—La mayoría de las investigaciones no afectan a la vida diaria. Mis investigaciones se han centrado en maquinaria para la industria de la minería. Un campo muy selectivo.
—García Electrónica es un gran negocio… —dijo ella—, ¿no? He visto tu logotipo en muchas cosas: aparatos de CD, teléfonos móviles.
—He comprado unas cuantas compañías.
Ella iba a preguntar algo, pero él le quitó la copa de la mano y dijo:
—Suficiente… Ha empezado la música otra vez y me gustaría bailar. ¿Quieres bailar conmigo?
Le extendió la mano como lo había hecho en su dieciocho cumpleaños, cuando ella había bajado la escalera. Pero ella dudó esta vez.
—Víctor, no creo…
—Por los viejos tiempos.
—No quiero recordar viejos tiempos.
—Yo tampoco, ahora que lo pienso. Entonces, ¿qué te parece si por los nuevos tiempos? Por la nueva amistad.
Ella miró su mano bronceada y de dedos largos.
—¿Myriam?
Ella sabía que aquélla no era buena idea. Ella había querido charlar con Víctor como si fuera un viejo amigo, pero no quería bailar con él. No sabía si debía estar tan cerca de él.
Pero algo en su interior la impulsaba a querer saber cómo estaba junto a él, cómo reaccionaba a él. Era como si quisiera saber si todavía sentía la punzada de pena.
Finalmente asintió.
Víctor le agarró la mano y la llevó a la pista de baile.
Ella movió los pies en un intento de parodia de paso de baile. Las parejas bailaban a su alrededor, algunas más abrazadas, otras menos. Pero todos los miraban especulativamente.
—Esto no es un vals, Myriam —murmuró Víctor y tiró de ella suavemente hacia él.
Sus caderas se rozaban en un movimiento íntimo. Myriam sintió que su cuerpo se derretía. Turbada, se puso rígida y se echó atrás.
—Lo siento. No suelo bailar a menudo.
—Yo tampoco —respondió Víctor con los labios muy cerca de su oído y de su pelo—. Pero dicen que es como montar en bicicleta. No se te olvida nunca.
Víctor tenía las manos alrededor de su cintura.
—¿Te acuerdas de cuando bailamos? ¿O de tu dieciocho cumpleaños? —preguntó él con una medio sonrisa—. Te agarraste para no perder el equilibrio porque nunca habías usado zapatos de tacón.
Myriam agitó la cabeza y cerró los ojos antes de contestar:
—Era una niña…
—Es posible. Pero ahora no lo eres.
—No, no lo soy.
Bailaron en silencio, balanceándose, rozando sus caderas, sus muslos, sus pechos… Estaban demasiado cerca.
Ella no había esperado que fuera así. Sin embargo sentía como si hubiera esperado volver a verlo algún día.
—¿Qué estás pensando? —murmuró Víctor.
Myriam lo miró con los ojos entrecerrados.
—Lo extraño que es todo esto. Estar bailando contigo… otra vez.
—Es extraño. Pero no es desagradable, estoy seguro… —respondió él.
—Esperaba que me odiases —dijo ella. Abrió los ojos y esperó.
El se encogió de hombros.
—¿Por qué iba a odiarte, Myriam? Ha pasado mucho tiempo. Eras muy joven, me temo. Tenías tus razones. Tampoco nos conocíamos demasiado, ¿no? Unas cuantas cenas, unos cuantos besos. Eso fue todo.
Myriam asintió, aunque sintió un nudo en la garganta. El había descrito su relación reduciéndola a lo superficial y esencial. Y sin embargo para ella había sido la experiencia más profunda de su vida.
—¿Me odias? —preguntó Víctor con sorprendente candor.
Myriam alzó la mirada y vio en sus ojos un brillo que no supo interpretar.
—No —dijo sinceramente—. Lo he superado, Víctor —sonrió—. Fue hace mucho tiempo. Y yo me di cuenta de que nunca me mentiste. Yo sólo creí lo que quise creer.
—¿Y qué creíste?
—Que me amabas, tanto como yo te amaba.
Myriam se sintió por un momento como la muchacha de hacía siete años, delante de Víctor, preguntándole: «¿Me amas?»
Él no había contestado entonces, y no contestó en aquel momento.
Myriam dejó escapar un suspiro.
¿Qué había esperado? ¿Que él le dijera que la amaba?
Víctor no la había amado nunca, ni se lo había planteado.
Había sido la decisión acertada. Hubiera sido muy infeliz casándose con él.
Las palabras de Myriam resonaron en su cabeza mientras seguía bailando.
Se reprimió las ganas de apretarla más, y pensó cómo se habría sentido todos esos años pasados, si hubieran tenido la oportunidad.
Pero ella había tomado la decisión aquella noche, y él la había aceptado.
Había olvidado aquel episodio. O al menos quería olvidarlo por el bien de Lucio.
Lucio… Tenía que pensar en él.
No iba a pagarle a Matteo todo lo que había hecho por él descuidando su obligación con su nieto.
No dejaría que Myriam lo distrajese.
El pasado había sido superado.
Estaba olvidado.
Tenía que estarlo.
La música terminó y ellos dejaron de moverse. Víctor se apartó deliberadamente. Era el momento de decirle a Myriam la razón por la que estaba allí, por qué estaba bailando con ella y charlando con ella.
Myriam sintió que Víctor la soltaba y sintió un escalofrío. Por el rabillo del ojo vio a su tío mirarla.
Víctor miró a la gente y dijo:
—Esta gente no es de mi agrado, en realidad. ¿Qué te parece si vamos a tomar una copa a algún sitio más agradable?
Myriam se sintió excitada y alarmada a la vez.
—No… Es tarde —respondió ella.
No sabía qué quería que hiciera Víctor, que tomase su indecisión como un «no» o que no aceptase un «no» por respuesta.
—No son ni las diez —dijo Víctor con un tono casi seductor—. Una copa, Myriam. Luego te dejaré marchar.
—De acuerdo —contestó ella finalmente.
Víctor la sacó de la pista de baile y le dio su abrigo.
—¿Adonde vamos? —preguntó él.
—Me temo que no conozco muchos sitios de la noche de Londres.
—Yo tampoco. Pero conozco un bar tranquilo cerca de aquí que parece muy agradable. ¿Qué te parece?
—Bien, estupendo…
Ella no vio que Víctor le hiciera ninguna seña al portero, pero debió de habérsela hecho porque apareció un taxi. Víctor abrió la puerta del coche, ignorando al portero, e hizo pasar a Myriam.
En el coche sus muslos se rozaron, pero Víctor no se apartó. Y Myriam no sabía si le gustaba aquel contacto.
Hicieron el viaje en silencio, y Myriam se alegró. No le apetecía conversar.
Después de unos minutos, el coche paró frente a un elegante establecimiento del Mayfair. Víctor pagó al taxista y salió a ayudar a Myriam.
Su mano estaba cálida y ella sintió un calor en todo su cuerpo. Pero no podía dejar que él la atrajera tanto.
En el bar Víctor le preguntó:
—¿Pido una botella de vino tinto?
Myriam se mordió el labio.
—Creo que he bebido suficiente vino.
—¿Qué es una salida con amigos si no hay vino? —bromeó él—. Bebe sólo un poco si quieres, pero tenemos que brindar.
—De acuerdo —contestó ella.
Habría sido un poco remilgada si se hubiera sentado allí a beber agua mineral.
Víctor pidió el vino y se sentaron en dos sillones.
—¿Y? Me gustaría oír un poco más sobre lo que has hecho en estos años —dijo Víctor.
Myriam se rió.
—Eso es mucho.
—Eres una terapeuta a través del arte, me has dicho. ¿Cómo sucedió eso?
—Tomé clases.
—¿Cuando llegaste a Londres?
—Poco después.
El camarero apareció con el vino y ambos se quedaron en silencio mientras éste descorchaba la botella y lo servía. Víctor lo probó y le indicó al camarero que se lo sirviera a Myriam.
—Chin chin —dijo Víctor alzando la copa.
Ella sonrió y brindó.
Myriam todavía se sentía nerviosa en compañía de Víctor.
El verlo le traía recuerdos que había sepultado durante años.
Al parecer Víctor había superado los sentimientos hacia ella, cualesquiera que hubieran sido.
Y ella también, ¿no?, pensó.
—Háblame sobre esas clases que tomaste.
—No hay mucho que contar. Vine a vivir a Londres y estuve en casa de mi tío por un corto tiempo. Luego me busqué un trabajo y un sitio donde vivir, y cuando pude ahorrar dinero, me apunté a las clases por la noche. Me di cuenta de que me gustaba el arte, y me especialicé en la terapia por el arte. Terminé mis estudios hace dos años.
Víctor asintió, pensativo.
—Te has valido muy bien por ti misma. Debe de haber sido muy difícil empezar sola.
—No más difícil que la alternativa —contestó Myriam, y se puso colorada al darse cuenta de lo que implicaban aquellas palabras.
—La alternativa —contestó Víctor con una sonrisa forzada.
Myriam vio algo en sus ojos, pero no pudo definirlo. Y aquello la hizo sentirse incómoda.
—Cuando dices la alternativa te refieres a casarte conmigo.
—Sí. Víctor, casarme contigo me habría destruido. Mi madre me salvó aquella noche en que me ayudó a huir.
—Y se salvó a sí misma.
—Sí. Me doy cuenta ahora que lo hizo para sus propios fines, para avergonzar a mi padre. Me usó tanto como intentó usarme mi padre.
Un mes después de su llegada a Inglaterra, se enteró de la aventura de su madre con Alfonso, el chófer que había llevado a Myriam a la estación. Myriam ya había madurado bastante entonces para darse cuenta de cómo su madre la había manipulado para lograr sus fines. Quería humillar a un hombre al que despreciaba, el hombre que había acordado el matrimonio de Myriam.
¿Y qué había ganado Isabel con ello?
Cuando Isabel se había marchado, Roberto Montemayor ya estaba en banca rota y su negocio, Montemayor International, arruinado. Isabel no se había dado cuenta de la profundidad de la desgracia de su marido, ni del hecho de que aquello significaba que ella no tenía un céntimo.
Myriam se mordió el labio, queriendo escapar de aquella conversación que tantos malos recuerdos le traían.
—Yo tenía diecinueve años, era una niña, no sabía quién era ni qué quería.
—Yo podría haberte ayudado —dijo Víctor.
—No, no podrías haberlo hecho. No lo habrías hecho. Lo que querías en una esposa no era… la persona en la que yo me iba a convertir. Eso tuve que descubrirlo yo sola. En aquel momento no me daba cuenta de que había cosas que no sabía. Yo creía que era la muchacha con más suerte del mundo —agregó con amargura.
—Y algo te hizo darte cuenta de que no lo eras —dijo Víctor—. Sé que fue un shock para ti darte cuenta de que nuestro matrimonio estaba arreglado, como un asunto de negocios entre tu padre y yo.
—Sí. Lo fue. Pero no era sólo eso, lo sabes —dijo ella.
Víctor se sorprendió.
—¿No? ¿Qué era entonces? —preguntó Víctor con curiosidad.
—No me amabas —respondió Myriam, intentando que su voz sonase relajada—. No del modo que yo quería que me amasen —Myriam se encogió de hombros—. Pero ahora no importa, ¿no? Es un asunto pasado, como has dicho tú.
—Sí, así es. No obstante, debe de haber sido difícil para ti salir adelante sola, dejar a tu familia, tu hogar —Víctor hizo una pausa—. No has vuelto nunca, ¿verdad?
—He estado en Milán por razones profesionales —respondió Myriam, a la defensiva.
—Pero no en tu hogar.
—¿Y dónde está mi hogar exactamente? La villa de mi familia fue subastada cuando mi padre se declaró en bancarrota. Mi madre vive en Milán casi todo el tiempo. No tengo un hogar, Víctor.
Ella no quería hablar de su familia, de su hogar, de todas las cosas que había perdido en su desesperada huida. No quería recordar.
—¿Es Londres tu hogar? —preguntó Víctor con curiosidad cuando el tenso silencio se prolongó demasiado.
—Es un lugar tan bueno como otros, y me gusta mi trabajo.
—La terapia a través del arte —dijo él.
—Sí.
—¿Y no tienes amigos? —Víctor hizo una pausa y apretó la copa entre los dedos—. ¿Amantes?
Myriam sintió un escalofrío por la columna vertebral.
—Eso no es asunto tuyo —dijo ella.
Él sonrió.
—Sólo quería preguntarte si tienes vida social.
Ella pensó en algunos compañeros de trabajo y se encogió de hombros.
—Suficientes. ¿Y tú qué? —preguntó ella, incómoda con su interrogatorio.
—¿Yo qué?
—¿Tienes amigos? ¿Amantes?
—Suficientes —contestó Víctor—. Pero no amantes.
Aquella admisión la sorprendió tanto como le gustó. Un hombre tan viril, tan potente, tan atractivo había pensado ella que tendría montones de amantes.
Querría decir que en aquel momento no tenía amantes, pensó Myriam.
—¿Eso te complace? —preguntó Víctor, sobresaltándola.
—Eso no me importa.
—No, por supuesto que no, ¿cómo va a importar? —Víctor sonrió cínicamente—. Como no me importa a mí.
Myriam asintió, insegura. Aunque las palabras eran las adecuadas, el tono tenía algo que no la convencía.
Ella vio algo en la mirada de Víctor, algo como enfado, y ella dejó su copa en la mesa.
—Quizás esto no haya sido buena idea. Pensé que podríamos ser amigos al menos por una noche, pero tal vez, aun después de tanto tiempo, no es posible. Sé que los recuerdos pueden herir.
Víctor se inclinó hacia adelante, y le agarró la muñeca para detenerla.
—Yo no estoy herido —dijo Víctor.
Myriam lo miró.
—No, tú no podrías estarlo, ¿verdad? La única cosa que se sintió herida aquella noche fue tu orgullo.
Él la quemó con la mirada.
—¿Qué estás diciendo?
—Que nunca me has amado. Simplemente me compraste.
Él agitó la cabeza.
—Eso es lo que decías en aquella carta, lo recuerdo…
Myriam pensó en esa carta, con su letra de niña y los borrones de tinta por las lágrimas, y se sintió humillada.
Él ni lo negaba. Pero eso daba igual ahora.
—Creo que debería irme —dijo ella en voz baja y Víctor la soltó—. No quería volver a hablar de todo esto. Habría sido mejor haberme marchado antes de que llegases a la fiesta.
Víctor la observó marcharse.
—Eso era imposible —dijo en voz baja.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Myriam, sorprendida.
—Íbamos a encontrarnos de todos modos, Myriam. Vine a la fiesta, a Londres, a verte.
espero sus comentarios.
laurayvictor- VBB CRISTAL
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Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
Muchas gracias por el capitulo, haber como le hace para convencerla, no tardes con el siguiente.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
graxias x el capituloooooo
mariateressina- VBB PLATINO
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Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
graciias por el cap niiña
Dianitha- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
QUE PAR DE ORGULLOSOS SON ESTOS CHICOS, NO SE ATREVEN A DECIRSE CLARAMENTE LO QUE SINTIERON HACE 7 AÑOS.
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
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Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
gracias por el capitulo
jai33sire- VBB PLATINO
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Edad : 48
Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: De la ira al amor.... Capitulo Final
hola chicas aqui tiene el capitulo se los pongo ahorita porque mañana no se si pueda, ya que la compu que uso es de mi hija y quien sabe si mañana me la preste... gracias por todos sus comentarios
Capítulo 4
—¿A mí? —preguntó Myriam.
Víctor notó la mezcla de emociones en su cara: shock, miedo, placer.
Sonrió. Se dio cuenta de que hasta en aquel momento ella quería la atención de él. Su contacto.
Y él no podía dejar de tocarla. Se sentía atraído por ella.
Quería tocar a la mujer a la que una vez había creído que podía amar.
«No me has amado nunca», recordó sus palabras. ¿Cuántas veces se lo había dicho Myriam?
¿Cuántas veces se lo había echado en cara?
No, no la había amado, no como ella quería en su mente de niña.
Pero eso ya no importaba ahora. El amor no era el asunto que lo ocupaba.
—Sí, a ti —contestó Víctor.
—¿Qué quieres decir?
—Sabía que estarías en esta boda, y quise que tu tío me invitase. No era difícil lograrlo. Sabía que le gustaría tenerme de invitado.
—¿Por qué? —susurró ella—. ¿Por qué querías verme, Víctor?
—Porque me han dicho que eres la mejor terapeuta a través del arte que hay en este país.
Myriam se echó atrás.
—Me parece que es un poco exagerado eso. Hace apenas dos años que terminé la carrera y las prácticas.
—El médico con el que hablé en Milán te recomendó sin reservas.
—Ricardo Sanperi —adivinó Myriam—. Estuvimos en contacto sobre un caso que tuvimos, un chico al que le habían diagnosticado por error como autista.
—¿Y no era autista?
—No. Estaba seriamente traumatizado por haber sido testigo del suicidio de su madre —ella hizo un gesto de dolor al recordarlo—. Fue un gran éxito, pero realmente no puedo llevarme los laureles. Cualquiera podría haber…
—Sanperi te considera la mejor. Y yo quiero la mejor para Lucio.
Myriam lo miró un momento. La mejor. O sea que volvía a ser una posesión, una ventaja. Como lo había sido hacía años.
Al menos el arreglo en aquel momento era mutuo.
—¿Por qué no me dijiste esto desde el principio? ¿Para qué viniste al banquete?
¿Por qué la había invitado a bailar? ¿Por qué la había invitado a una copa? ¿Por qué había hablado de amantes?, pensó ella.
Myriam agitó la cabeza. Se sintió humillada al ver cómo Víctor la había manipulado, como lo había hecho antes, ablandándola para preparar el terreno.
—Si yo te interesaba profesionalmente, habrías ido a mi oficina, hubieras concertado una cita.
Víctor se encogió de hombros.
—Sabes que no es tan sencillo, Myriam. El pasado todavía está entre nosotros. Tenía que ver cómo serían las cosas entre nosotros, si podíamos trabajar juntos.
—¿Y podemos hacerlo?
—Sí. El pasado está olvidado, Myriam.
Sin embargo no había parecido olvidado hacía un momento.
—¿Y para eso tenías que invitarme a bailar? ¿Invitarme a tomar una copa? —ella agitó la cabeza—. Si quieres que te ayude, Víctor, tienes que ser sincero conmigo. Desde el principio. No soporto a los mentirosos.
—No soy un mentiroso —respondió él fríamente—. Hay un pasado entre nosotros. Antes de proponértelo quería estar seguro de que no interferiría en lo que te tengo que pedir. Eso es todo.
Ella no podía culparlo de nada. Sin embargo, se sentía herida, incómoda, insegura.
—De acuerdo —dijo Myriam por fin—. ¿Por qué no me cuentas exactamente de qué se trata?
Víctor hizo una pausa.
—Es muy tarde. Y ha sido un día agotador. ¿Por qué no hablamos de ello otro día? ¿Mañana quizás? ¿En la cena?
Myriam frunció el ceño.
—¿Por qué no el lunes en mi oficina? —le espetó ella.
—Porque el lunes estaré de regreso en Roma —respondió Víctor—. Myriam, me interesas sólo como profesional…
—¡Lo sé! —exclamó ella, con las mejillas encendidas.
—¿Entonces por qué no hablamos durante una cena? Hemos visto lo razonables que podemos ser. Hasta podríamos ser amigos quizás —Víctor la miró con sus ojos ámbar brillantes.
Myriam tomó aliento. Víctor tenía razón. Ella estaba dejando que el pasado nublase un asunto presente, que era un niño que estaba sufriendo.
—De acuerdo. Mañana —respondió Myriam.
—Dime tu dirección y te pasaré a buscar.
—No hace falta…
—Te pasaré a buscar —repitió Víctor.
Myriam se dio por vencida.
Se levantó del asiento. Víctor hizo lo mismo.
—Buenas noches, Víctor —dijo ella, extendiendo su mano.
Él la miró. Luego se la estrechó.
—Buenas noches, Myriam —dijo Víctor con voz sensual—. Hasta mañana.
Al día siguiente Myriam estuvo excitada y preocupada a la vez.
Víctor quería sus servicios para un niño.
¿Sería su hijo?
¿Y su esposa?
Se sentía inquieta. Pero no sabía exactamente por qué.
Cuando empezó a anochecer, Myriam revisó su armario.
Su ropa de trabajo era sencilla y cómoda, y los pocos vestidos que tenía no tenían ningún atractivo.
¿Por qué no se lo había pensado antes? Al menos habría tenido tiempo para comprarse algo.
¿Y para qué? ¿Quería impresionarlo? ¿Atraerlo?
—No —dijo en voz alta.
Con rabia fue hasta el armario y sacó un vestido al azar. Era un vestido verde oliva que se había comprado para una entrevista de trabajo, adecuado para una ocasión así, pero no para una cena.
Conociendo a Víctor, sabía que la llevaría a un restaurante elegante.
Pero, ¿conocía realmente a Víctor?
Se puso el vestido verde y se miró al espejo.
Estaba horrible. No quería estar sexy, pero al menos quería estar atractiva y parecer profesional, relajado y parecer segura.
Eligió un pantalón negro y una blusa blanca de seda, sencillos pero elegantes.
Se recogió el pelo en un prolijo moño, y miró su imagen puritana y profesional en un espejo.
Así estaba mejor, se dijo.
Nada personal.
Sonó el telefonillo y Myriam abrió.
Las paredes eran tan finas que ella lo oyó subir las escaleras.
Ella agarró su abrigo y su bolso y fue a su encuentro en el recibidor.
—Gracias por venir —dijo ella rápidamente—. Estoy lista.
Víctor alzó una ceja. Estaba muy atractivo con su traje gris oscuro y su camisa blanca.
—Podemos ir a tomar una copa primero —sugirió Víctor.
—Vayamos fuera. Mi piso es diminuto —agregó Myriam.
No quería que él viera su piso con muebles de segunda mano.
Los terapeutas a través del arte, incluso aquéllos que tenían éxito, no ganaban mucho dinero.
Ella estaba orgullosa de su piso, pero sabía que a él le parecería patético comparado con el suyo, con lo que él había estado dispuesto a ofrecerle a ella.
Víctor no hizo ningún comentario.
En la calle el tráfico era ensordecedor y en el aire flotaba olor a comida.
—He traído el coche —él le señaló un coche negro lujoso.
Se bajó un chófer a abrirles la puerta de atrás.
—No sé, quizás preferías comer por aquí cerca… —comentó él.
—No, está bien.
Era impresionante todo aquel lujo. Se le había olvidado aquella vida que había tenido hasta hacía siete años.
—Gracias por venir a buscarme. Podría haber ido en un taxi al restaurante —dijo ella.
—Sí, podrías haberlo hecho.
Myriam fue consciente del espacio mínimo que compartían en aquel asiento, y de toda su presencia.
—¿Por qué no me cuentas lo del niño que necesita ayuda? —preguntó ella después de un largo silencio en que el único sonido había sido el ruido del tráfico.
—Esperemos a llegar al restaurante —respondió Víctor—. Así no nos interrumpirán.
Myriam asintió. Tenía sentido. Pero el silencio que se extendía entre ambos era incómodo y ella no sabía ni siquiera por qué.
Aquello no era personal, se recordó ella. Era un asunto profesional. Víctor no era más que otro padre desesperado.
—Myriam —dijo Víctor suavemente. Sonrió y puso su enorme mano en su pierna. En su muslo.
Myriam miró sus dedos.
—Relájate —agregó él.
Ella intentó relajarse, pero fracasó.
—Lo siento, Víctor. Esto es un poco extraño para mí… —comentó ella.
—Para mí también.
—¿De verdad? —sonrió ella.
—Por supuesto. Pero lo que es importante ahora, lo que debe importarnos, es Lucio.
—Lucio —repitió Myriam.
«Su hijo», pensó ella.
—Háblame de él.
—Lo haré, pronto —él miró su mano, como si acabase de darse cuenta de lo que había hecho, de cómo la había tocado.
Los confines del coche de pronto se estrecharon. A Myriam le costaba respirar.
El tenía un hijo, se recordó. Lo que quería decir que había una esposa.
Finalmente Víctor quitó la mano con una sonrisa y Myriam tomó aliento.
Viajaron en el coche durante un cuarto de hora antes de llegar a un lujoso hotel en Picadilly.
Víctor la llevó hacia la escalera; atravesaron la puerta y se dirigieron a un ascensor, algo que le extrañó a ella.
Cuando se abrieron las puertas, Myriam se sorprendió gratamente, porque estaban en el último piso del hotel, y detrás de las mesas y los floreros con azucenas se extendía una vista espectacular de Londres.
Un camarero los llevó hasta una mesa con bastante intimidad, situada en un reservado con grandes ventanales a cada lado.
Myriam se sentó y el camarero le dio la carta.
—¿Te parece bien este sitio?
—Supongo que tendré que conformarme…
Víctor sonrió, y por un momento compartieron la broma a la luz tenue del salón, y Myriam sintió un cosquilleo de risa en su garganta.
Y pensó que aquello podía funcionar. Estaba funcionando. Estaban interactuando profesionalmente, de forma amistosa y relajada. Como debía ser.
Myriam tomó un sorbo de agua.
—¿Vienes a Londres a menudo? —preguntó luego.
—De vez en cuando, por negocios. Aunque donde hago negocios es en Bélgica sobre todo —respondió él.
—¿En Bélgica? ¿Qué hay allí?
Él se encogió de hombros.
—Esa maquinaria minera de la que te he hablado —sonrió—. Algo muy aburrido.
—Para ti, no, supongo.
—No, para mí no.
—Ni siquiera sé qué es lo que te hace interesarte en ello —comentó Myriam—. En realidad me da la impresión de que sé muy poco de ti.
Cuando se habían conocido hacía años, él le había preguntado cosas, y a ella le había gustado hablarle de sus intereses. Y él había estado contento de escucharla.
Pero ella no había sabido casi nada de él.
—Creí que sabías las cosas importantes —dijo él.
—¿Qué?
—Que yo iba a mantenerte y protegerte —contestó Víctor.
Ella pensó, decepcionada, que él seguía siendo el mismo. No hablaba de amor, de respeto, de sinceridad. Hablaba de protección, de provisión. Eso era lo que le importaba.
Pero, ¿por qué se le había ocurrido a ella que él pudría haber cambiado?
—Sí —murmuró ella—. Eso lo sabía.
—¿Por qué no miramos la carta? —sugirió Víctor.
Era evidente que él se había dado cuenta de que aquél era un terreno peligroso.
Ella miró la carta del restaurante. La mitad de los nombres estaban en francés. Y ella reprimió una risa.
—Aprendiste francés en el colegio, ¿no?
Myriam recordó el colegio, lo que había aprendido allí: silencio, sumisión.
—Cosas de colegio —comentó con una pequeña sonrisa y volvió a mirar la carta—. ¿Qué son los langoustines?
—Langosta.
—Oh —dijo ella con un gesto de desagrado.
Nunca le habían gustado los mariscos.
—Tal vez deberíamos haber ido a un lugar menos internacional —comentó Víctor—. Parece que te has hecho muy inglesa…
Myriam no sabía por qué había sentido como un pinchazo, excepto porque aquello había sonado como un insulto.
—Soy medio inglesa —le recordó ella.
Y él la miró.
—Sí, pero la muchacha que conocí era italiana hasta la médula, o eso es lo que yo creí.
—Creí que estábamos de acuerdo en que no nos conocíamos bien. Y de todos modos, somos personas distintas ahora —dijo ella.
—Totalmente —Víctor dejó la carta—. ¿Has decidido?
—Sí. Comeré un filete.
—¿Y como primer plato?
—Una ensalada con hierbas aromáticas.
El camarero apareció en cuanto los vio dejar la carta.
—¿Cómo le gusta el filete a la señora? —preguntó el hombre.
Víctor iba a contestar, pero ella se adelantó y dijo:
—La señorita lo quiere ni muy hecho ni muy jugoso.
Hubo un momento de silencio y Myriam se dio cuenta de que había actuado como una niña.
Y se había sentido como una niña.
—Si querías pedir tú misma, me lo podías haber dicho —dijo Víctor cuando se fue el camarero.
—No importa —respondió Myriam—. ¿Por qué no hablamos de Lucio? ¿Es tu hijo?
Víctor la miró, sorprendido.
—No, no es mi hijo. No tengo hijos, Myriam. No estoy casado.
A Myriam le pareció ver un brillo en sus ojos al decirlo.
—Comprendo… Es que supuse…
En realidad había sido un alivio su respuesta.
—La mayoría de los adultos que vienen a verme son los padres de la criatura en cuestión —aclaró ella.
—Es comprensible —contestó Víctor—. Y en realidad Lucio es como un hijo para mí, o un sobrino por lo menos. Su madre, Bianca, es mi ama de llaves.
¿Ama de llaves y querida?, pensó ella.
—Comprendo —respondió Myriam.
Víctor sonrió.
—Probablemente te imaginas cosas que no son —contestó Víctor.
Myriam se puso colorada.
—Pero en realidad, Lucio y Bianca son como una familia para mí. El padre de Bianca, Matteo… El caso es que el padre de Lucio, Enzo, murió hace nueve meses en un accidente de tractor. Era el cuidador de los terrenos de mi mansión en Abruzzo. Después de su muerte, Lucio empezó a perder el habla. En un mes dejó de hablar totalmente. No… —hizo una pausa, embargado por la tristeza.
—Está encerrado en su propio mundo —dijo Myriam—. Lo he visto otras veces cuando los niños sufren un trauma severo. A veces la forma de sobrellevarlo es no hacer nada. Existir sin sentir.
—Sí —corroboró Víctor—. Eso es lo que ha hecho. No hay nadie que pueda llegar a él, ni su propia madre. No llora ni tiene rabietas… —Víctor parecía sinceramente preocupado—. No hace nada, ni siente nada.
Myriam asintió.
—Y habéis intentado terapias antes de esto, supongo, ¿no? Si está así desde hace nueve meses…
—Sí, lo han visto especialistas. Aunque no tan rápido como deberían haberlo visto… Cuando su padre tuvo el accidente, Lucio no tenía ni cuatro años. Era un niño callado, así que su condición pasó desapercibida. Bianca lo había llevado a un terapeuta especializado en duelos, que dijo que era normal que se apartase un poco del mundo, que era un signo del proceso normal de un duelo.
Myriam notó la tristeza y preocupación en Víctor, y lo comprendió.
Era una situación habitual en su trabajo, pero no dejaba de dolerle.
—Entonces cuando dejó de hablar y desarrolló ciertos comportamientos, el terapeuta nos recomendó que le hicieran un diagnóstico completo. Cuando se lo hicieron, le diagnosticaron un desorden del desarrollo generalizado —terminó Víctor.
—Autismo —dijo Myriam, y Víctor asintió—. ¿Qué tipo de comportamientos tiene?
—Puedes ver las notas de su caso, si quieres, pero el más evidente es que no habla, ni mira a los ojos. Tiene juegos metódicos o repetitivos… Falta de concentración, resistencia al contacto físico o demostraciones de cariño —Víctor recitó la lista de síntomas.
Y Myriam imaginó cómo se habrían sentido Víctor y la madre del niño. No era fácil aceptar que su hijo tenía algún problema, sobre todo cuando los problemas asociados con el autismo no eran fáciles de tratar.
El camarero apareció con el primer plato y empezaron a comer. Luego Víctor continuó:
—Le diagnosticaron autismo hace unos meses, pero Bianca se resistió a creerlo. Ella estaba segura de que el comportamiento de Lucio estaba asociado al duelo más que a un desorden del desarrollo. Y yo estoy de acuerdo con ella.
Myriam tomó un sorbo de agua.
—Supongo que te habrán explicado que los síntomas del autismo a menudo se manifiestan a la edad de Lucio.
—Sí, por supuesto, ¿pero justo cuando murió su padre? —preguntó Víctor.
—Es una posibilidad —respondió Myriam—. Un mal diagnóstico entre profesionales es raro, Víctor. Los psiquiatras no etiquetan a un niño de ese modo si no hay razón. Ellos recogen muchos datos y hacen muchas pruebas…
—Creí que tenías experiencia con un niño al que le habían hecho un mal diagnóstico —respondió Víctor fríamente.
—Sí, uno. Un niño entre cientos, miles. Simplemente sucedió que respondió a la terapia a través del arte, y justo ocurrió que la terapeuta fui yo —Myriam agitó la cabeza—. Yo no hago milagros, Víctor. Si quieres contratarme para demostrar que Lucio no es autista, no puedo darte garantías…
—No espero garantías —contestó Víctor—. Si después de tratarlo, llegas a la misma conclusión que los otros profesionales, Bianca y yo no tendremos más remedio que aceptarla. Pero antes me gustaría darle otra oportunidad de curarse a Lucio. En los últimos meses los médicos que lo trataron, lo hicieron como si fuera autista. ¿Y qué me dices si su verdadero problema es el dolor de un duelo? —Víctor levantó la mirada y Myriam sintió una punzada de algo…
—Es posible —ella tragó saliva—. No puedo decirte más hasta que no lea los informes del caso. ¿Por qué crees que la terapia creativa en particular puede ayudar a Lucio?
—Siempre le ha encantado dibujar —dijo Víctor con una sonrisa—. Tengo montones de dibujos suyos… Y aunque yo era escéptico sobre la terapia a través del arte, en este momento estoy dispuesto a probar lo que sea —sonrió pícaramente—. Sobre todo después de saber que ha tenido éxito en un caso similar.
—Comprendo —ella apreció su sinceridad. No era muy diferente a lo que habían manifestado muchos padres—. Lucio vive en Abruzzo, ¿verdad?
—Sí, y no voy a moverlo de allí. Bianca ha tenido que sacarlo del jardín de infancia, porque Lucio no puede soportar los lugares desconocidos. No podría viajar a Milán ni a otros sitios más lejos.
—Entonces, tú necesitas una terapeuta… en este caso, yo, que vaya a Abruzzo…
—Sí, que viva allí —completó Víctor—. Por lo menos durante unos meses, pero lo ideal sería… todo el tiempo que lleve la terapia.
Víctor sirvió vino de la botella que el camarero había abierto y dejado a un lado de la mesa. Myriam tomó un sorbo.
Varios meses en Abruzzo… Con Víctor… pensó.
—Ése es un compromiso muy grande —dijo finalmente.
—Sí. Supongo que tendrás otros casos… Yo tengo que volver a Londres dentro de quince días. ¿Podrías estar lista para entonces?
Víctor no se lo preguntaba, lo daba por hecho.
«Arrogante como siempre», pensó ella.
Myriam agitó la cabeza levemente.
—¿Myriam? Estoy seguro de que en dos semanas puedes resolver lo que tengas pendiente aquí, ¿no?
—¿Y si no puedo ir a Abruzzo? ¿Qué pasa si digo que no?
Víctor se quedó callado, mirándola.
—No pensé que… dejarías que el pasado amenazara el futuro de un niño inocente…
Myriam se puso furiosa.
—¡No se trata del pasado, Víctor! Se trata del presente. De mi vida profesional. No soy tu pequeña novia a la que puedes ordenar y esperar que obedezca. Soy una terapeuta cualificada, una profesional a la que quieres contratar —dejó escapar un suspiro de impaciencia.
—¿Estás segura de que no tiene nada que ver con el pasado, Myriam? —preguntó suavemente Víctor.
En aquel momento, Myriam no lo estuvo.
Llegó el segundo plato, y ella miró su suculento filete sin apetito.
—Comamos. Si quieres hacer más preguntas relacionadas con esta cuestión, te las responderé sin problema…
—¿Vas a estar en Abruzzo todo el tiempo de la terapia? —preguntó Myriam bruscamente.
Víctor se quedó inmóvil y ella se sintió expuesta, como si hubiera mostrado algo muy íntimo con aquella pregunta.
Y tal vez lo hubiera hecho.
—No. Dividiré mi tiempo entre Roma y Abruzzo. Tú tratarás sobre todo con la madre de Lucio, Bianca, aunque, por supuesto, yo seguiré el tema de cerca.
—Comprendo —dijo ella, tan aliviada como decepcionada.
Comieron y Myriam se dio cuenta entonces de que, sorprendentemente, había recuperado el apetito y que el filete estaba delicioso.
Cuando terminaron de comer, ella notó que había recuperado también su tranquilidad, de lo cual se alegró.
—Tengo que ver los informes sobre el caso de Lucio. Y hablar con Sanperi y con quienes hayan intervenido en su caso.
—Por supuesto.
Myriam miró a Víctor y vio, a pesar de su expresión neutra, el brillo de esperanza en sus ojos.
—No hago milagros, Víctor. A lo mejor no puedo ayudarte. Como te he dicho antes, tienes que contemplar la posibilidad de que Lucio sea realmente autista.
Víctor pareció tensar la mandíbula.
—Tú haz tu trabajo, Myriam. Yo haré el mío.
Myriam asintió levemente.
—Necesitaré unos días para ponerme al tanto de todo el material del caso de Lucio —dijo ella después de un momento—. Te haré conocer mi decisión al final de la semana.
—El miércoles.
Ella deseó protestar. Luego se dio cuenta de que estaba dejando que el pasado enturbiase un asunto profesional.
—El miércoles —asintió ella—. Haré todo lo que pueda, Víctor. Pero no tiene sentido que me metas prisa. Me estás pidiendo mucho, no sé si te das cuenta, dejar toda mi vida en Londres por unos meses…
—Pensé que te gustaría un desafío profesional —contestó Víctor—. Y unos meses no es mucho tiempo, Myriam. No son siete años.
Ella lo miró, sin saber qué quería decir con aquel comentario. Pero no quería preguntar, porque no quería pelearse con él.
—No obstante, ésta es una decisión que debe ser considerada cuidadosamente por ambas partes. Como tú mismo has dicho, es en Lucio sobre todo, en quien tenemos que pensar.
—Por supuesto.
—¿Van a tomar postre? —les preguntó el camarero.
Pidieron postre: una tarta de chocolate para Víctor y una crema de toffee para ella.
—Te llamaré el miércoles, entonces —dijo él cuando se fue la camarera.
—De acuerdo… De todos modos, Víctor, deberías pensarte la posibilidad de darle el caso a otro profesional de la terapia a través del arte. Hay muchos. Porque, aunque el pasado esté olvidado entre nosotros, sigue existiendo —agregó ella.
Víctor se quedó en silencio. Luego agregó:
—No hay ninguno que tenga la experiencia que tienes tú. Y que además sea italiano, y que tenga la posibilidad y el deseo de pasarse varios meses en un lugar bastante remoto.
—Estás dando por hecho demasiado —comentó Myriam.
—¿Sí? La muchacha que yo conocí hubiera hecho cualquier cosa por una persona necesitada de ayuda. Pero tal vez hayas cambiado.
—No es tan simple, Víctor —contestó Myriam.
No iba a dejar que la manipulase emocionalmente.
—Nunca lo es —dijo él.
Llegaron los postres y Víctor cambió la conversación a temas más fáciles: películas, el tiempo, las vistas de Londres. Y Myriam se alegró de poder hablar sin que cualquier palabra que dijera pudiera ser malinterpretada.
Era tarde cuando por fin se marcharon del restaurante. El coche de Víctor estaba esperando y Myriam se preguntó cómo lo habría hecho. ¿Habría llamado Víctor al chófer? ¿Cómo era que todo le era tan fácil a la gente con poder?
Excepto, tal vez, las cosas realmente importantes. Como Lucio.
Volvieron al piso de Myriam en silencio, y ella se preguntó si eran imaginaciones suyas o si aquel silencio guardaba una decisión tomada, como si fuera a suceder algo.
—No hace falta que entres —protestó Myriam inútilmente.
Porque Víctor ya había atravesado la puerta.
—Quiero asegurarme de que llegas sana y salva a tu casa.
Pero no había nada seguro en su compañía, pensó ella.
—Es un lugar muy seguro —protestó Myriam.
Víctor sonrió simplemente y la miró con un brillo intenso en los ojos.
—Víctor… —empezó a decir ella.
Luego se calló porque no sabía qué decir.
—Me preguntaba cómo sería volver a verte… —dijo Víctor.
—Yo también me lo preguntaba, por supuesto.
—Me preguntaba si serías la misma… —continuó Víctor, levantó la mano como para tocarla y Myriam contuvo la respiración—. Me preguntaba si me mirarías del mismo modo…
—Somos diferentes, Víctor —dijo ella, y deseó poder apartar sus ojos de la mirada abrasadora de Víctor, ser indiferente a él; que ni su cuerpo ni su corazón reaccionasen ante su presencia—. Yo soy diferente —agregó Myriam.
Él sonrió.
—Sí, tú lo eres —respondió él y le tocó la mejilla para ponerle un mechón de pelo detrás de la oreja.
El leve contacto de sus dedos la estremeció. La mareó y le hizo cerrar los ojos.
Luego los abrió.
—No hagas esto, Víctor —susurró Myriam. No tenía la fuerza de voluntad para apartarse y aquello la avergonzaba—. Me estás contratando para un asunto profesional. No deberías hacer esto.
—Sé que no debería hacerlo —dijo Víctor. Pero no había arrepentimiento en su voz.
Víctor se estaba acercando. Estaba a centímetros de ella.
—Deberíamos despedirnos —pudo decir ella casi sin aliento—. Deberíamos darnos la mano —agregó desesperadamente, porque sabía que no iba a suceder eso.
Iba a suceder algo muy distinto.
—Sí, deberíamos hacerlo.
Víctor deslizó sus dedos por su mejilla, y ella se estremeció al sentirlos. Se quedó inmóvil, intentando no apretarse contra él. Porque en aquel momento eso era lo que deseaba.
—Claro que podemos celebrar el acuerdo profesional con un beso —continuó Víctor.
—Así no hago yo los negocios —respondió ella.
—¿No quieres saber cómo es entre nosotros, Myriam? —susurró él—. ¿Cómo podría haber sido todos estos años?
Ella intentó agitar la cabeza, intentó decir algo. Pero no podía. Tenía la mente nublada…
Y entonces él bajó los labios y la besó.
Su beso fue un suave roce que se transformó en algo feroz, exigente, posesivo.
Como si con él hubiera dicho que ella era suya.
Myriam se dio cuenta entonces que Víctor jamás la había besado de aquel modo. Aquel beso era puro fuego.
Ella deslizó sus manos por sus hombros y clavó sus uñas en su piel.
Víctor la rodeó y ella se derritió en sus brazos. Era como un fuego que la consumía.
—Celebrado con un beso —susurró Víctor, satisfecho, y dio un paso atrás—. Te llamaré el miércoles —le prometió—. Y ahora te dejo con tus sueños.
«Sueña conmigo», pensó ella.
—Buenas noches, Myriam.
Ella asintió sin decir nada. Lo observó abrir la puerta y desaparecer en la llovizna.
Y ella dejó escapar un suspiro en el silencio del pasillo, llena de confusión y de deseo.
Ella se tocó la boca, como si todavía pudiera sentirlo allí.
Cuando Víctor salió con el coche todavía podía ver a Myriam en el pasillo de la entrada, apoyada en la pared, tocándose los labios.
Y él sonrió.
Lo deseaba. Como antes. O quizás más.
Lo deseaba aunque no quisiera desearlo.
Y sin embargo ese beso, por maravilloso que hubiera sido, había sido un error. Él no podía arriesgarse a tontear con Myriam, por el bien de Lucio.
Ya había vivido aquello y sabía dónde terminaría. Y no quería verse en la misma situación.
Echó la cabeza hacia atrás en el respaldo del coche y cerró los ojos. Había besado a Myriam porque había querido. Había deseado sentir sus labios, su cuerpo contra el de él. Había querido descubrir si la realidad era como sus sueños.
¿Y era así?
Quizás, pero no importaba. No iba a besar a Myriam otra vez.
Jamás, se dijo.
Ella era la terapeuta de Lucio, y nada más.
Capítulo 4
—¿A mí? —preguntó Myriam.
Víctor notó la mezcla de emociones en su cara: shock, miedo, placer.
Sonrió. Se dio cuenta de que hasta en aquel momento ella quería la atención de él. Su contacto.
Y él no podía dejar de tocarla. Se sentía atraído por ella.
Quería tocar a la mujer a la que una vez había creído que podía amar.
«No me has amado nunca», recordó sus palabras. ¿Cuántas veces se lo había dicho Myriam?
¿Cuántas veces se lo había echado en cara?
No, no la había amado, no como ella quería en su mente de niña.
Pero eso ya no importaba ahora. El amor no era el asunto que lo ocupaba.
—Sí, a ti —contestó Víctor.
—¿Qué quieres decir?
—Sabía que estarías en esta boda, y quise que tu tío me invitase. No era difícil lograrlo. Sabía que le gustaría tenerme de invitado.
—¿Por qué? —susurró ella—. ¿Por qué querías verme, Víctor?
—Porque me han dicho que eres la mejor terapeuta a través del arte que hay en este país.
Myriam se echó atrás.
—Me parece que es un poco exagerado eso. Hace apenas dos años que terminé la carrera y las prácticas.
—El médico con el que hablé en Milán te recomendó sin reservas.
—Ricardo Sanperi —adivinó Myriam—. Estuvimos en contacto sobre un caso que tuvimos, un chico al que le habían diagnosticado por error como autista.
—¿Y no era autista?
—No. Estaba seriamente traumatizado por haber sido testigo del suicidio de su madre —ella hizo un gesto de dolor al recordarlo—. Fue un gran éxito, pero realmente no puedo llevarme los laureles. Cualquiera podría haber…
—Sanperi te considera la mejor. Y yo quiero la mejor para Lucio.
Myriam lo miró un momento. La mejor. O sea que volvía a ser una posesión, una ventaja. Como lo había sido hacía años.
Al menos el arreglo en aquel momento era mutuo.
—¿Por qué no me dijiste esto desde el principio? ¿Para qué viniste al banquete?
¿Por qué la había invitado a bailar? ¿Por qué la había invitado a una copa? ¿Por qué había hablado de amantes?, pensó ella.
Myriam agitó la cabeza. Se sintió humillada al ver cómo Víctor la había manipulado, como lo había hecho antes, ablandándola para preparar el terreno.
—Si yo te interesaba profesionalmente, habrías ido a mi oficina, hubieras concertado una cita.
Víctor se encogió de hombros.
—Sabes que no es tan sencillo, Myriam. El pasado todavía está entre nosotros. Tenía que ver cómo serían las cosas entre nosotros, si podíamos trabajar juntos.
—¿Y podemos hacerlo?
—Sí. El pasado está olvidado, Myriam.
Sin embargo no había parecido olvidado hacía un momento.
—¿Y para eso tenías que invitarme a bailar? ¿Invitarme a tomar una copa? —ella agitó la cabeza—. Si quieres que te ayude, Víctor, tienes que ser sincero conmigo. Desde el principio. No soporto a los mentirosos.
—No soy un mentiroso —respondió él fríamente—. Hay un pasado entre nosotros. Antes de proponértelo quería estar seguro de que no interferiría en lo que te tengo que pedir. Eso es todo.
Ella no podía culparlo de nada. Sin embargo, se sentía herida, incómoda, insegura.
—De acuerdo —dijo Myriam por fin—. ¿Por qué no me cuentas exactamente de qué se trata?
Víctor hizo una pausa.
—Es muy tarde. Y ha sido un día agotador. ¿Por qué no hablamos de ello otro día? ¿Mañana quizás? ¿En la cena?
Myriam frunció el ceño.
—¿Por qué no el lunes en mi oficina? —le espetó ella.
—Porque el lunes estaré de regreso en Roma —respondió Víctor—. Myriam, me interesas sólo como profesional…
—¡Lo sé! —exclamó ella, con las mejillas encendidas.
—¿Entonces por qué no hablamos durante una cena? Hemos visto lo razonables que podemos ser. Hasta podríamos ser amigos quizás —Víctor la miró con sus ojos ámbar brillantes.
Myriam tomó aliento. Víctor tenía razón. Ella estaba dejando que el pasado nublase un asunto presente, que era un niño que estaba sufriendo.
—De acuerdo. Mañana —respondió Myriam.
—Dime tu dirección y te pasaré a buscar.
—No hace falta…
—Te pasaré a buscar —repitió Víctor.
Myriam se dio por vencida.
Se levantó del asiento. Víctor hizo lo mismo.
—Buenas noches, Víctor —dijo ella, extendiendo su mano.
Él la miró. Luego se la estrechó.
—Buenas noches, Myriam —dijo Víctor con voz sensual—. Hasta mañana.
Al día siguiente Myriam estuvo excitada y preocupada a la vez.
Víctor quería sus servicios para un niño.
¿Sería su hijo?
¿Y su esposa?
Se sentía inquieta. Pero no sabía exactamente por qué.
Cuando empezó a anochecer, Myriam revisó su armario.
Su ropa de trabajo era sencilla y cómoda, y los pocos vestidos que tenía no tenían ningún atractivo.
¿Por qué no se lo había pensado antes? Al menos habría tenido tiempo para comprarse algo.
¿Y para qué? ¿Quería impresionarlo? ¿Atraerlo?
—No —dijo en voz alta.
Con rabia fue hasta el armario y sacó un vestido al azar. Era un vestido verde oliva que se había comprado para una entrevista de trabajo, adecuado para una ocasión así, pero no para una cena.
Conociendo a Víctor, sabía que la llevaría a un restaurante elegante.
Pero, ¿conocía realmente a Víctor?
Se puso el vestido verde y se miró al espejo.
Estaba horrible. No quería estar sexy, pero al menos quería estar atractiva y parecer profesional, relajado y parecer segura.
Eligió un pantalón negro y una blusa blanca de seda, sencillos pero elegantes.
Se recogió el pelo en un prolijo moño, y miró su imagen puritana y profesional en un espejo.
Así estaba mejor, se dijo.
Nada personal.
Sonó el telefonillo y Myriam abrió.
Las paredes eran tan finas que ella lo oyó subir las escaleras.
Ella agarró su abrigo y su bolso y fue a su encuentro en el recibidor.
—Gracias por venir —dijo ella rápidamente—. Estoy lista.
Víctor alzó una ceja. Estaba muy atractivo con su traje gris oscuro y su camisa blanca.
—Podemos ir a tomar una copa primero —sugirió Víctor.
—Vayamos fuera. Mi piso es diminuto —agregó Myriam.
No quería que él viera su piso con muebles de segunda mano.
Los terapeutas a través del arte, incluso aquéllos que tenían éxito, no ganaban mucho dinero.
Ella estaba orgullosa de su piso, pero sabía que a él le parecería patético comparado con el suyo, con lo que él había estado dispuesto a ofrecerle a ella.
Víctor no hizo ningún comentario.
En la calle el tráfico era ensordecedor y en el aire flotaba olor a comida.
—He traído el coche —él le señaló un coche negro lujoso.
Se bajó un chófer a abrirles la puerta de atrás.
—No sé, quizás preferías comer por aquí cerca… —comentó él.
—No, está bien.
Era impresionante todo aquel lujo. Se le había olvidado aquella vida que había tenido hasta hacía siete años.
—Gracias por venir a buscarme. Podría haber ido en un taxi al restaurante —dijo ella.
—Sí, podrías haberlo hecho.
Myriam fue consciente del espacio mínimo que compartían en aquel asiento, y de toda su presencia.
—¿Por qué no me cuentas lo del niño que necesita ayuda? —preguntó ella después de un largo silencio en que el único sonido había sido el ruido del tráfico.
—Esperemos a llegar al restaurante —respondió Víctor—. Así no nos interrumpirán.
Myriam asintió. Tenía sentido. Pero el silencio que se extendía entre ambos era incómodo y ella no sabía ni siquiera por qué.
Aquello no era personal, se recordó ella. Era un asunto profesional. Víctor no era más que otro padre desesperado.
—Myriam —dijo Víctor suavemente. Sonrió y puso su enorme mano en su pierna. En su muslo.
Myriam miró sus dedos.
—Relájate —agregó él.
Ella intentó relajarse, pero fracasó.
—Lo siento, Víctor. Esto es un poco extraño para mí… —comentó ella.
—Para mí también.
—¿De verdad? —sonrió ella.
—Por supuesto. Pero lo que es importante ahora, lo que debe importarnos, es Lucio.
—Lucio —repitió Myriam.
«Su hijo», pensó ella.
—Háblame de él.
—Lo haré, pronto —él miró su mano, como si acabase de darse cuenta de lo que había hecho, de cómo la había tocado.
Los confines del coche de pronto se estrecharon. A Myriam le costaba respirar.
El tenía un hijo, se recordó. Lo que quería decir que había una esposa.
Finalmente Víctor quitó la mano con una sonrisa y Myriam tomó aliento.
Viajaron en el coche durante un cuarto de hora antes de llegar a un lujoso hotel en Picadilly.
Víctor la llevó hacia la escalera; atravesaron la puerta y se dirigieron a un ascensor, algo que le extrañó a ella.
Cuando se abrieron las puertas, Myriam se sorprendió gratamente, porque estaban en el último piso del hotel, y detrás de las mesas y los floreros con azucenas se extendía una vista espectacular de Londres.
Un camarero los llevó hasta una mesa con bastante intimidad, situada en un reservado con grandes ventanales a cada lado.
Myriam se sentó y el camarero le dio la carta.
—¿Te parece bien este sitio?
—Supongo que tendré que conformarme…
Víctor sonrió, y por un momento compartieron la broma a la luz tenue del salón, y Myriam sintió un cosquilleo de risa en su garganta.
Y pensó que aquello podía funcionar. Estaba funcionando. Estaban interactuando profesionalmente, de forma amistosa y relajada. Como debía ser.
Myriam tomó un sorbo de agua.
—¿Vienes a Londres a menudo? —preguntó luego.
—De vez en cuando, por negocios. Aunque donde hago negocios es en Bélgica sobre todo —respondió él.
—¿En Bélgica? ¿Qué hay allí?
Él se encogió de hombros.
—Esa maquinaria minera de la que te he hablado —sonrió—. Algo muy aburrido.
—Para ti, no, supongo.
—No, para mí no.
—Ni siquiera sé qué es lo que te hace interesarte en ello —comentó Myriam—. En realidad me da la impresión de que sé muy poco de ti.
Cuando se habían conocido hacía años, él le había preguntado cosas, y a ella le había gustado hablarle de sus intereses. Y él había estado contento de escucharla.
Pero ella no había sabido casi nada de él.
—Creí que sabías las cosas importantes —dijo él.
—¿Qué?
—Que yo iba a mantenerte y protegerte —contestó Víctor.
Ella pensó, decepcionada, que él seguía siendo el mismo. No hablaba de amor, de respeto, de sinceridad. Hablaba de protección, de provisión. Eso era lo que le importaba.
Pero, ¿por qué se le había ocurrido a ella que él pudría haber cambiado?
—Sí —murmuró ella—. Eso lo sabía.
—¿Por qué no miramos la carta? —sugirió Víctor.
Era evidente que él se había dado cuenta de que aquél era un terreno peligroso.
Ella miró la carta del restaurante. La mitad de los nombres estaban en francés. Y ella reprimió una risa.
—Aprendiste francés en el colegio, ¿no?
Myriam recordó el colegio, lo que había aprendido allí: silencio, sumisión.
—Cosas de colegio —comentó con una pequeña sonrisa y volvió a mirar la carta—. ¿Qué son los langoustines?
—Langosta.
—Oh —dijo ella con un gesto de desagrado.
Nunca le habían gustado los mariscos.
—Tal vez deberíamos haber ido a un lugar menos internacional —comentó Víctor—. Parece que te has hecho muy inglesa…
Myriam no sabía por qué había sentido como un pinchazo, excepto porque aquello había sonado como un insulto.
—Soy medio inglesa —le recordó ella.
Y él la miró.
—Sí, pero la muchacha que conocí era italiana hasta la médula, o eso es lo que yo creí.
—Creí que estábamos de acuerdo en que no nos conocíamos bien. Y de todos modos, somos personas distintas ahora —dijo ella.
—Totalmente —Víctor dejó la carta—. ¿Has decidido?
—Sí. Comeré un filete.
—¿Y como primer plato?
—Una ensalada con hierbas aromáticas.
El camarero apareció en cuanto los vio dejar la carta.
—¿Cómo le gusta el filete a la señora? —preguntó el hombre.
Víctor iba a contestar, pero ella se adelantó y dijo:
—La señorita lo quiere ni muy hecho ni muy jugoso.
Hubo un momento de silencio y Myriam se dio cuenta de que había actuado como una niña.
Y se había sentido como una niña.
—Si querías pedir tú misma, me lo podías haber dicho —dijo Víctor cuando se fue el camarero.
—No importa —respondió Myriam—. ¿Por qué no hablamos de Lucio? ¿Es tu hijo?
Víctor la miró, sorprendido.
—No, no es mi hijo. No tengo hijos, Myriam. No estoy casado.
A Myriam le pareció ver un brillo en sus ojos al decirlo.
—Comprendo… Es que supuse…
En realidad había sido un alivio su respuesta.
—La mayoría de los adultos que vienen a verme son los padres de la criatura en cuestión —aclaró ella.
—Es comprensible —contestó Víctor—. Y en realidad Lucio es como un hijo para mí, o un sobrino por lo menos. Su madre, Bianca, es mi ama de llaves.
¿Ama de llaves y querida?, pensó ella.
—Comprendo —respondió Myriam.
Víctor sonrió.
—Probablemente te imaginas cosas que no son —contestó Víctor.
Myriam se puso colorada.
—Pero en realidad, Lucio y Bianca son como una familia para mí. El padre de Bianca, Matteo… El caso es que el padre de Lucio, Enzo, murió hace nueve meses en un accidente de tractor. Era el cuidador de los terrenos de mi mansión en Abruzzo. Después de su muerte, Lucio empezó a perder el habla. En un mes dejó de hablar totalmente. No… —hizo una pausa, embargado por la tristeza.
—Está encerrado en su propio mundo —dijo Myriam—. Lo he visto otras veces cuando los niños sufren un trauma severo. A veces la forma de sobrellevarlo es no hacer nada. Existir sin sentir.
—Sí —corroboró Víctor—. Eso es lo que ha hecho. No hay nadie que pueda llegar a él, ni su propia madre. No llora ni tiene rabietas… —Víctor parecía sinceramente preocupado—. No hace nada, ni siente nada.
Myriam asintió.
—Y habéis intentado terapias antes de esto, supongo, ¿no? Si está así desde hace nueve meses…
—Sí, lo han visto especialistas. Aunque no tan rápido como deberían haberlo visto… Cuando su padre tuvo el accidente, Lucio no tenía ni cuatro años. Era un niño callado, así que su condición pasó desapercibida. Bianca lo había llevado a un terapeuta especializado en duelos, que dijo que era normal que se apartase un poco del mundo, que era un signo del proceso normal de un duelo.
Myriam notó la tristeza y preocupación en Víctor, y lo comprendió.
Era una situación habitual en su trabajo, pero no dejaba de dolerle.
—Entonces cuando dejó de hablar y desarrolló ciertos comportamientos, el terapeuta nos recomendó que le hicieran un diagnóstico completo. Cuando se lo hicieron, le diagnosticaron un desorden del desarrollo generalizado —terminó Víctor.
—Autismo —dijo Myriam, y Víctor asintió—. ¿Qué tipo de comportamientos tiene?
—Puedes ver las notas de su caso, si quieres, pero el más evidente es que no habla, ni mira a los ojos. Tiene juegos metódicos o repetitivos… Falta de concentración, resistencia al contacto físico o demostraciones de cariño —Víctor recitó la lista de síntomas.
Y Myriam imaginó cómo se habrían sentido Víctor y la madre del niño. No era fácil aceptar que su hijo tenía algún problema, sobre todo cuando los problemas asociados con el autismo no eran fáciles de tratar.
El camarero apareció con el primer plato y empezaron a comer. Luego Víctor continuó:
—Le diagnosticaron autismo hace unos meses, pero Bianca se resistió a creerlo. Ella estaba segura de que el comportamiento de Lucio estaba asociado al duelo más que a un desorden del desarrollo. Y yo estoy de acuerdo con ella.
Myriam tomó un sorbo de agua.
—Supongo que te habrán explicado que los síntomas del autismo a menudo se manifiestan a la edad de Lucio.
—Sí, por supuesto, ¿pero justo cuando murió su padre? —preguntó Víctor.
—Es una posibilidad —respondió Myriam—. Un mal diagnóstico entre profesionales es raro, Víctor. Los psiquiatras no etiquetan a un niño de ese modo si no hay razón. Ellos recogen muchos datos y hacen muchas pruebas…
—Creí que tenías experiencia con un niño al que le habían hecho un mal diagnóstico —respondió Víctor fríamente.
—Sí, uno. Un niño entre cientos, miles. Simplemente sucedió que respondió a la terapia a través del arte, y justo ocurrió que la terapeuta fui yo —Myriam agitó la cabeza—. Yo no hago milagros, Víctor. Si quieres contratarme para demostrar que Lucio no es autista, no puedo darte garantías…
—No espero garantías —contestó Víctor—. Si después de tratarlo, llegas a la misma conclusión que los otros profesionales, Bianca y yo no tendremos más remedio que aceptarla. Pero antes me gustaría darle otra oportunidad de curarse a Lucio. En los últimos meses los médicos que lo trataron, lo hicieron como si fuera autista. ¿Y qué me dices si su verdadero problema es el dolor de un duelo? —Víctor levantó la mirada y Myriam sintió una punzada de algo…
—Es posible —ella tragó saliva—. No puedo decirte más hasta que no lea los informes del caso. ¿Por qué crees que la terapia creativa en particular puede ayudar a Lucio?
—Siempre le ha encantado dibujar —dijo Víctor con una sonrisa—. Tengo montones de dibujos suyos… Y aunque yo era escéptico sobre la terapia a través del arte, en este momento estoy dispuesto a probar lo que sea —sonrió pícaramente—. Sobre todo después de saber que ha tenido éxito en un caso similar.
—Comprendo —ella apreció su sinceridad. No era muy diferente a lo que habían manifestado muchos padres—. Lucio vive en Abruzzo, ¿verdad?
—Sí, y no voy a moverlo de allí. Bianca ha tenido que sacarlo del jardín de infancia, porque Lucio no puede soportar los lugares desconocidos. No podría viajar a Milán ni a otros sitios más lejos.
—Entonces, tú necesitas una terapeuta… en este caso, yo, que vaya a Abruzzo…
—Sí, que viva allí —completó Víctor—. Por lo menos durante unos meses, pero lo ideal sería… todo el tiempo que lleve la terapia.
Víctor sirvió vino de la botella que el camarero había abierto y dejado a un lado de la mesa. Myriam tomó un sorbo.
Varios meses en Abruzzo… Con Víctor… pensó.
—Ése es un compromiso muy grande —dijo finalmente.
—Sí. Supongo que tendrás otros casos… Yo tengo que volver a Londres dentro de quince días. ¿Podrías estar lista para entonces?
Víctor no se lo preguntaba, lo daba por hecho.
«Arrogante como siempre», pensó ella.
Myriam agitó la cabeza levemente.
—¿Myriam? Estoy seguro de que en dos semanas puedes resolver lo que tengas pendiente aquí, ¿no?
—¿Y si no puedo ir a Abruzzo? ¿Qué pasa si digo que no?
Víctor se quedó callado, mirándola.
—No pensé que… dejarías que el pasado amenazara el futuro de un niño inocente…
Myriam se puso furiosa.
—¡No se trata del pasado, Víctor! Se trata del presente. De mi vida profesional. No soy tu pequeña novia a la que puedes ordenar y esperar que obedezca. Soy una terapeuta cualificada, una profesional a la que quieres contratar —dejó escapar un suspiro de impaciencia.
—¿Estás segura de que no tiene nada que ver con el pasado, Myriam? —preguntó suavemente Víctor.
En aquel momento, Myriam no lo estuvo.
Llegó el segundo plato, y ella miró su suculento filete sin apetito.
—Comamos. Si quieres hacer más preguntas relacionadas con esta cuestión, te las responderé sin problema…
—¿Vas a estar en Abruzzo todo el tiempo de la terapia? —preguntó Myriam bruscamente.
Víctor se quedó inmóvil y ella se sintió expuesta, como si hubiera mostrado algo muy íntimo con aquella pregunta.
Y tal vez lo hubiera hecho.
—No. Dividiré mi tiempo entre Roma y Abruzzo. Tú tratarás sobre todo con la madre de Lucio, Bianca, aunque, por supuesto, yo seguiré el tema de cerca.
—Comprendo —dijo ella, tan aliviada como decepcionada.
Comieron y Myriam se dio cuenta entonces de que, sorprendentemente, había recuperado el apetito y que el filete estaba delicioso.
Cuando terminaron de comer, ella notó que había recuperado también su tranquilidad, de lo cual se alegró.
—Tengo que ver los informes sobre el caso de Lucio. Y hablar con Sanperi y con quienes hayan intervenido en su caso.
—Por supuesto.
Myriam miró a Víctor y vio, a pesar de su expresión neutra, el brillo de esperanza en sus ojos.
—No hago milagros, Víctor. A lo mejor no puedo ayudarte. Como te he dicho antes, tienes que contemplar la posibilidad de que Lucio sea realmente autista.
Víctor pareció tensar la mandíbula.
—Tú haz tu trabajo, Myriam. Yo haré el mío.
Myriam asintió levemente.
—Necesitaré unos días para ponerme al tanto de todo el material del caso de Lucio —dijo ella después de un momento—. Te haré conocer mi decisión al final de la semana.
—El miércoles.
Ella deseó protestar. Luego se dio cuenta de que estaba dejando que el pasado enturbiase un asunto profesional.
—El miércoles —asintió ella—. Haré todo lo que pueda, Víctor. Pero no tiene sentido que me metas prisa. Me estás pidiendo mucho, no sé si te das cuenta, dejar toda mi vida en Londres por unos meses…
—Pensé que te gustaría un desafío profesional —contestó Víctor—. Y unos meses no es mucho tiempo, Myriam. No son siete años.
Ella lo miró, sin saber qué quería decir con aquel comentario. Pero no quería preguntar, porque no quería pelearse con él.
—No obstante, ésta es una decisión que debe ser considerada cuidadosamente por ambas partes. Como tú mismo has dicho, es en Lucio sobre todo, en quien tenemos que pensar.
—Por supuesto.
—¿Van a tomar postre? —les preguntó el camarero.
Pidieron postre: una tarta de chocolate para Víctor y una crema de toffee para ella.
—Te llamaré el miércoles, entonces —dijo él cuando se fue la camarera.
—De acuerdo… De todos modos, Víctor, deberías pensarte la posibilidad de darle el caso a otro profesional de la terapia a través del arte. Hay muchos. Porque, aunque el pasado esté olvidado entre nosotros, sigue existiendo —agregó ella.
Víctor se quedó en silencio. Luego agregó:
—No hay ninguno que tenga la experiencia que tienes tú. Y que además sea italiano, y que tenga la posibilidad y el deseo de pasarse varios meses en un lugar bastante remoto.
—Estás dando por hecho demasiado —comentó Myriam.
—¿Sí? La muchacha que yo conocí hubiera hecho cualquier cosa por una persona necesitada de ayuda. Pero tal vez hayas cambiado.
—No es tan simple, Víctor —contestó Myriam.
No iba a dejar que la manipulase emocionalmente.
—Nunca lo es —dijo él.
Llegaron los postres y Víctor cambió la conversación a temas más fáciles: películas, el tiempo, las vistas de Londres. Y Myriam se alegró de poder hablar sin que cualquier palabra que dijera pudiera ser malinterpretada.
Era tarde cuando por fin se marcharon del restaurante. El coche de Víctor estaba esperando y Myriam se preguntó cómo lo habría hecho. ¿Habría llamado Víctor al chófer? ¿Cómo era que todo le era tan fácil a la gente con poder?
Excepto, tal vez, las cosas realmente importantes. Como Lucio.
Volvieron al piso de Myriam en silencio, y ella se preguntó si eran imaginaciones suyas o si aquel silencio guardaba una decisión tomada, como si fuera a suceder algo.
—No hace falta que entres —protestó Myriam inútilmente.
Porque Víctor ya había atravesado la puerta.
—Quiero asegurarme de que llegas sana y salva a tu casa.
Pero no había nada seguro en su compañía, pensó ella.
—Es un lugar muy seguro —protestó Myriam.
Víctor sonrió simplemente y la miró con un brillo intenso en los ojos.
—Víctor… —empezó a decir ella.
Luego se calló porque no sabía qué decir.
—Me preguntaba cómo sería volver a verte… —dijo Víctor.
—Yo también me lo preguntaba, por supuesto.
—Me preguntaba si serías la misma… —continuó Víctor, levantó la mano como para tocarla y Myriam contuvo la respiración—. Me preguntaba si me mirarías del mismo modo…
—Somos diferentes, Víctor —dijo ella, y deseó poder apartar sus ojos de la mirada abrasadora de Víctor, ser indiferente a él; que ni su cuerpo ni su corazón reaccionasen ante su presencia—. Yo soy diferente —agregó Myriam.
Él sonrió.
—Sí, tú lo eres —respondió él y le tocó la mejilla para ponerle un mechón de pelo detrás de la oreja.
El leve contacto de sus dedos la estremeció. La mareó y le hizo cerrar los ojos.
Luego los abrió.
—No hagas esto, Víctor —susurró Myriam. No tenía la fuerza de voluntad para apartarse y aquello la avergonzaba—. Me estás contratando para un asunto profesional. No deberías hacer esto.
—Sé que no debería hacerlo —dijo Víctor. Pero no había arrepentimiento en su voz.
Víctor se estaba acercando. Estaba a centímetros de ella.
—Deberíamos despedirnos —pudo decir ella casi sin aliento—. Deberíamos darnos la mano —agregó desesperadamente, porque sabía que no iba a suceder eso.
Iba a suceder algo muy distinto.
—Sí, deberíamos hacerlo.
Víctor deslizó sus dedos por su mejilla, y ella se estremeció al sentirlos. Se quedó inmóvil, intentando no apretarse contra él. Porque en aquel momento eso era lo que deseaba.
—Claro que podemos celebrar el acuerdo profesional con un beso —continuó Víctor.
—Así no hago yo los negocios —respondió ella.
—¿No quieres saber cómo es entre nosotros, Myriam? —susurró él—. ¿Cómo podría haber sido todos estos años?
Ella intentó agitar la cabeza, intentó decir algo. Pero no podía. Tenía la mente nublada…
Y entonces él bajó los labios y la besó.
Su beso fue un suave roce que se transformó en algo feroz, exigente, posesivo.
Como si con él hubiera dicho que ella era suya.
Myriam se dio cuenta entonces que Víctor jamás la había besado de aquel modo. Aquel beso era puro fuego.
Ella deslizó sus manos por sus hombros y clavó sus uñas en su piel.
Víctor la rodeó y ella se derritió en sus brazos. Era como un fuego que la consumía.
—Celebrado con un beso —susurró Víctor, satisfecho, y dio un paso atrás—. Te llamaré el miércoles —le prometió—. Y ahora te dejo con tus sueños.
«Sueña conmigo», pensó ella.
—Buenas noches, Myriam.
Ella asintió sin decir nada. Lo observó abrir la puerta y desaparecer en la llovizna.
Y ella dejó escapar un suspiro en el silencio del pasillo, llena de confusión y de deseo.
Ella se tocó la boca, como si todavía pudiera sentirlo allí.
Cuando Víctor salió con el coche todavía podía ver a Myriam en el pasillo de la entrada, apoyada en la pared, tocándose los labios.
Y él sonrió.
Lo deseaba. Como antes. O quizás más.
Lo deseaba aunque no quisiera desearlo.
Y sin embargo ese beso, por maravilloso que hubiera sido, había sido un error. Él no podía arriesgarse a tontear con Myriam, por el bien de Lucio.
Ya había vivido aquello y sabía dónde terminaría. Y no quería verse en la misma situación.
Echó la cabeza hacia atrás en el respaldo del coche y cerró los ojos. Había besado a Myriam porque había querido. Había deseado sentir sus labios, su cuerpo contra el de él. Había querido descubrir si la realidad era como sus sueños.
¿Y era así?
Quizás, pero no importaba. No iba a besar a Myriam otra vez.
Jamás, se dijo.
Ella era la terapeuta de Lucio, y nada más.
espero sus comentarios.....
laurayvictor- VBB CRISTAL
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