::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
+9
Geno
vicbrenda
fresita
marimyri
mats310863
Eva_vbb
alma.fra
myrithalis
Fabii
13 participantes
Página 3 de 3.
Página 3 de 3. • 1, 2, 3
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Paso el resto de la noche a solas en mi habitación. La puerta está entreabierta, y veo pasar gente, algunos desconocidos, otros amigos, y si presto atención, los oigo hablar de familiares, trabajo o visitas al parque. Conversaciones corrientes, nada más, pero los envidio y envidio su tono casual. Otro pecado mortal, lo sé, pero a veces no puedo evitarlo.
El doctor Barnwell también está aquí, hablando con una de las enfermeras. ¿Quién estará tan grave para requerir su presencia a estas horas? Siempre le digo que trabaja demasiado. "Dedique más tiempo a su familia, porque no estarán siempre a su lado." Pero no me escucha. Dice que lo preocupan sus pacientes, y que debe acudir cuando lo necesitan. Dice que no tiene elección, pero sé que se debate en una contradicción que le hace la vida imposible: Quiere ser un médico completamente entregado a sus pacientes, y al mismo tiempo un hombre completamente entregado a su fa­milia. Y eso es imposible. Aún tiene que aprender que el día no tiene horas suficientes para las dos cosas. Mientras su voz se desvanece a lo lejos, me pregunto qué elegirá, o si, desafortunadamente, alguien tomará la decisión por él.
Me siento en el sillón de la ventana y pienso en el día de hoy. Fue dichoso y triste, maravilloso y desolador. Mis sentimientos encontrados me hacen guardar silen­cio durante horas. Esta noche no leeré para nadie; no podría, pues la introspección poética me haría llorar. Finalmente, el silencio se posa sobre los pasillos, y sólo se oyen los pasos de los celadores nocturnos. A las once, oigo el sonido familiar que estaba esperando. Unos pasos que conozco bien.
El doctor Barnwell asoma la cabeza en la habita­ción.
—Vi la luz encendida. ¿Le importa si paso un momento?
—No —respondo, sacudiendo la cabeza.
Entra, echa un vistazo alrededor, y se sienta cerca de mí.
—He oído que Myriam ha tenido un buen día —dice. Sonríe. Nuestra relación lo intriga, y dudo de que su interés sea enteramente profesional.
—Supongo que sí.
Inclina la cabeza y me mira.
—¿Se encuentra bien, Victor? Parece deprimido.
—Estoy bien. Sólo un poco cansado.
—¿Cómo estuvo Myriam hoy?
—Bien. Hablamos durante casi cuatro horas.
—¿Cuatro horas? Victor... eso es increíble. —No puedo hacer otra cosa que asentir, y él continúa, sacu­diendo la cabeza: —Nunca he visto nada semejante ni he oído de ningún caso parecido. Supongo que es el amor. Es evidente que ustedes están hechos el uno para el otro. Debe de quererlo mucho. Lo sabe, ¿verdad?
—Lo sé —respondo, pero no puedo añadir nada más.
—¿Qué lo preocupa, Victor? ¿Acaso Myriam dijo algo que hirió sus sentimientos?
—No. Estuvo maravillosa. Pero ahora... bueno, me siento solo.
—¿Solo?
—Sí.
—Nadie está solo.
—Yo estoy solo —digo mientras miro el reloj e imagino a la familia del médico durmiendo en una casa silenciosa, la casa donde él debería estar ahora—. Y usted también.
Los días siguientes transcurrieron sin novedades. Myriam no me reconocía, y debo confesar que yo le prestaba poca atención, pues seguía enfrascado en los recuerdos de ese otro día, cercano y maravilloso. Aun­que todo había acabado demasiado pronto, no había­mos perdido nada. Por el contrario, habíamos ganado, y me sentía dichoso de haber recibido nuevamente esa bendición.
Una semana después, mi vida había vuelto a la normalidad. O, por lo menos, a la normalidad relativa de una existencia como la mía. Leía para Myriam, leía para los demás y me paseaba por los pasillos. Pasaba las noches en vela, y por las mañanas me sentaba junto al radiador. La rutina cotidiana me brinda un curioso solaz.
Una mañana fría y brumosa, ocho días después de aquel que habíamos pasado juntos, me desperté tem­prano y me senté ante el escritorio a mirar fotografías y a leer cartas escritas mucho tiempo atrás. Al menos lo intenté. No acababa de concentrarme, pues me dolía la cabeza, así que finalmente me senté junto a la ventana a ver salir el Sol. Sabía que Myriam se despertaría en un par de horas, y quería estar fresco, pues una jornada de lectura no haría más que intensificar el dolor de cabeza.
Cerré los ojos unos minutos, mientras las punzadas en mi cabeza se aliviaban y recrudecían alternativamen­te. Cuando los abrí, vi a mi viejo amigo, el río, corriendo al otro lado de la ventana. Mi habitación, a diferencia de la de Myriam, da al río, y su visión nunca deja de inspirar­me. Es paradójico. El río tiene cien mil años, y sin embargo se renueva con cada aguacero. Esa mañana le hablé, le susurré para que pudiera oírme: "Eres afortu­nado, amigo mío, igual que yo, y juntos afrontaremos los días venideros". El agua tembló y se rizó en señal de asentimiento, y la pálida luz de la mañana reflejó el mundo que compartimos. El río y yo. Con nuestro flujos y reflujos. Creo que vivir es mirar el agua. Uno puede aprender tantas cosas de ella...
Ocurrió mientras estaba sentado en el sillón, en el preciso instante en que Sol se asomó sobre el horizonte. Sentí un hormigueo en la mano, algo que no había experimentado antes. Comencé a levantarla, pero me detuve al sentir una intensa punzada en la cabeza, como si me hubieran dado un martillazo. Cerré los ojos y apreté los párpados con fuerza. El hormigueo cesó, pero mi mano empezó a entumecerse rápidamente, como si me hubieran cortado los nervios del antebrazo. La muñeca se dobló mientras sentía un dolor desgarra­dor en la cabeza, que parecía extenderse al cuello y a cada célula de mi cuerpo, como una ola, aplastando y debilitando todo lo que encontraba a su paso.
Perdí la vista, oí algo parecido al ruido de un tren pasando a escasos centímetros de mi cabeza, y supe que sufría una apoplejía. El dolor atravesó mi cuerpo como un rayo, y en los últimos instantes de conciencia, imaginé a Myriam en su cama, esperando la historia que nunca le leería, perdida y desorientada, incapaz de valerse por sí misma. Igual que yo.
¡Dios mío!, ¿qué he hecho?, pensé mientras mis ojos se cerraban.
El doctor Barnwell también está aquí, hablando con una de las enfermeras. ¿Quién estará tan grave para requerir su presencia a estas horas? Siempre le digo que trabaja demasiado. "Dedique más tiempo a su familia, porque no estarán siempre a su lado." Pero no me escucha. Dice que lo preocupan sus pacientes, y que debe acudir cuando lo necesitan. Dice que no tiene elección, pero sé que se debate en una contradicción que le hace la vida imposible: Quiere ser un médico completamente entregado a sus pacientes, y al mismo tiempo un hombre completamente entregado a su fa­milia. Y eso es imposible. Aún tiene que aprender que el día no tiene horas suficientes para las dos cosas. Mientras su voz se desvanece a lo lejos, me pregunto qué elegirá, o si, desafortunadamente, alguien tomará la decisión por él.
Me siento en el sillón de la ventana y pienso en el día de hoy. Fue dichoso y triste, maravilloso y desolador. Mis sentimientos encontrados me hacen guardar silen­cio durante horas. Esta noche no leeré para nadie; no podría, pues la introspección poética me haría llorar. Finalmente, el silencio se posa sobre los pasillos, y sólo se oyen los pasos de los celadores nocturnos. A las once, oigo el sonido familiar que estaba esperando. Unos pasos que conozco bien.
El doctor Barnwell asoma la cabeza en la habita­ción.
—Vi la luz encendida. ¿Le importa si paso un momento?
—No —respondo, sacudiendo la cabeza.
Entra, echa un vistazo alrededor, y se sienta cerca de mí.
—He oído que Myriam ha tenido un buen día —dice. Sonríe. Nuestra relación lo intriga, y dudo de que su interés sea enteramente profesional.
—Supongo que sí.
Inclina la cabeza y me mira.
—¿Se encuentra bien, Victor? Parece deprimido.
—Estoy bien. Sólo un poco cansado.
—¿Cómo estuvo Myriam hoy?
—Bien. Hablamos durante casi cuatro horas.
—¿Cuatro horas? Victor... eso es increíble. —No puedo hacer otra cosa que asentir, y él continúa, sacu­diendo la cabeza: —Nunca he visto nada semejante ni he oído de ningún caso parecido. Supongo que es el amor. Es evidente que ustedes están hechos el uno para el otro. Debe de quererlo mucho. Lo sabe, ¿verdad?
—Lo sé —respondo, pero no puedo añadir nada más.
—¿Qué lo preocupa, Victor? ¿Acaso Myriam dijo algo que hirió sus sentimientos?
—No. Estuvo maravillosa. Pero ahora... bueno, me siento solo.
—¿Solo?
—Sí.
—Nadie está solo.
—Yo estoy solo —digo mientras miro el reloj e imagino a la familia del médico durmiendo en una casa silenciosa, la casa donde él debería estar ahora—. Y usted también.
Los días siguientes transcurrieron sin novedades. Myriam no me reconocía, y debo confesar que yo le prestaba poca atención, pues seguía enfrascado en los recuerdos de ese otro día, cercano y maravilloso. Aun­que todo había acabado demasiado pronto, no había­mos perdido nada. Por el contrario, habíamos ganado, y me sentía dichoso de haber recibido nuevamente esa bendición.
Una semana después, mi vida había vuelto a la normalidad. O, por lo menos, a la normalidad relativa de una existencia como la mía. Leía para Myriam, leía para los demás y me paseaba por los pasillos. Pasaba las noches en vela, y por las mañanas me sentaba junto al radiador. La rutina cotidiana me brinda un curioso solaz.
Una mañana fría y brumosa, ocho días después de aquel que habíamos pasado juntos, me desperté tem­prano y me senté ante el escritorio a mirar fotografías y a leer cartas escritas mucho tiempo atrás. Al menos lo intenté. No acababa de concentrarme, pues me dolía la cabeza, así que finalmente me senté junto a la ventana a ver salir el Sol. Sabía que Myriam se despertaría en un par de horas, y quería estar fresco, pues una jornada de lectura no haría más que intensificar el dolor de cabeza.
Cerré los ojos unos minutos, mientras las punzadas en mi cabeza se aliviaban y recrudecían alternativamen­te. Cuando los abrí, vi a mi viejo amigo, el río, corriendo al otro lado de la ventana. Mi habitación, a diferencia de la de Myriam, da al río, y su visión nunca deja de inspirar­me. Es paradójico. El río tiene cien mil años, y sin embargo se renueva con cada aguacero. Esa mañana le hablé, le susurré para que pudiera oírme: "Eres afortu­nado, amigo mío, igual que yo, y juntos afrontaremos los días venideros". El agua tembló y se rizó en señal de asentimiento, y la pálida luz de la mañana reflejó el mundo que compartimos. El río y yo. Con nuestro flujos y reflujos. Creo que vivir es mirar el agua. Uno puede aprender tantas cosas de ella...
Ocurrió mientras estaba sentado en el sillón, en el preciso instante en que Sol se asomó sobre el horizonte. Sentí un hormigueo en la mano, algo que no había experimentado antes. Comencé a levantarla, pero me detuve al sentir una intensa punzada en la cabeza, como si me hubieran dado un martillazo. Cerré los ojos y apreté los párpados con fuerza. El hormigueo cesó, pero mi mano empezó a entumecerse rápidamente, como si me hubieran cortado los nervios del antebrazo. La muñeca se dobló mientras sentía un dolor desgarra­dor en la cabeza, que parecía extenderse al cuello y a cada célula de mi cuerpo, como una ola, aplastando y debilitando todo lo que encontraba a su paso.
Perdí la vista, oí algo parecido al ruido de un tren pasando a escasos centímetros de mi cabeza, y supe que sufría una apoplejía. El dolor atravesó mi cuerpo como un rayo, y en los últimos instantes de conciencia, imaginé a Myriam en su cama, esperando la historia que nunca le leería, perdida y desorientada, incapaz de valerse por sí misma. Igual que yo.
¡Dios mío!, ¿qué he hecho?, pensé mientras mis ojos se cerraban.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Durante dos días tuve períodos alternativos de conciencia y de inconsciencia, y cada vez que recobraba el conocimiento, me encontraba conectado a máqui­nas, con tubos en la nariz y en la garganta, y dos bolsas de suero colgadas junto a la cama. Oía las vibraciones de las máquinas, un zumbido intermitente y, ocasionalmente, ruidos que era incapaz de interpretar. El sonido de la máquina que medía mi ritmo cardíaco resultaba curiosamente relajante; me arrullaba, sumiéndome en un mundo de ensueño una y otra vez.
Los médicos estaban preocupados. A través de los párpados entornados, leía la inquietud en sus rostros cuando estudiaban los gráficos o controlaban las máquinas. Hablaban en voz baja, convencidos de que no podía oírlos. "Una apoplejía es grave, sobre todo para una persona de su edad. Podría tener secuelas impor­tantes", decían. Las predicciones iban acompañadas de expresiones sombrías. "Pérdida del habla, pérdida de movilidad, parálisis." Otra anotación en un gráfico, otro "bip" de una máquina extraña, y se marchaban, ignorando que yo los había oído. Después, evitaba pensar en sus palabras y me concentraba en Myriam, dibujando su retrato en mi mente siempre que podía. Hacía lo imposible para revivirla en mi interior, para fundirme nuevamente con ella. Trataba de sentir su piel, oír su voz, ver su cara, y mientras tanto lloraba, pues no sabía si podría volver a abrazarla, a susurrarle al oído, a pasar el día con ella, hablando, leyendo, paseando. No había imaginado, o deseado, ese final. Había dado por sentado que yo moriría después que ella. Las cosas no salían de acuerdo con lo previsto.
Durante varios días perdí y recobré la conciencia alternativamente, hasta otra mañana encapotada, cuan­do mi promesa a Myriam volvió a acicatear mi cuerpo. Abrí los ojos, vi la habitación llena de flores, y su aroma me animó aún más. Busqué el timbre, hice un esfuerzo sobrehumano para oprimirlo, y treinta segundo des­pués llegó una enfermera, seguida por el doctor Barnwell, que me sonrió de inmediato.
—Tengo sed —dije con voz ronca, y la sonrisa del doctor Barnwell se ensanchó.
—Bienvenido de regreso a la vida —dijo—. Sabía que lo superaría.
Al cabo de dos semanas me han dado el alta en el hospital, aunque he quedado reducido a la mitad. Si fuera un Cadillac, me desplazaría en círculos, con una rueda girando en el aire, ya que la parte derecha de mi cuerpo es más débil que la izquierda. Dicen que debo considerarme afortunado, pues la parálisis podría haber sido total. A veces creo que estoy rodeado de optimistas.
La mala nueva es que mis manos me impiden usar un bastón o una silla de ruedas, de modo que debo marchar a mi único y particular estilo para mantenerme erguido. Nada de derecha-izquierda, derecha-izquier­da, como en mi juventud, ni siquiera el arrastre-arrastre de los últimos tiempos, sino más bien un arrastre-lento, desliz-a-la-derecha, arrastre-lento. Soy todo un espec­táculo caminando por los pasillos, muy lentamente, incluso para mí, que hace dos semanas no habría podi­do ganarle una carrera a una tortuga.
Cuando llego a mi habitación es bastante tarde, pero sé que seré incapaz de conciliar el sueño. Respiro hondo y huelo la fragancia de la primavera que se ha colado en mi habitación. Han dejado la ventana abierta y el aire está fresco. El cambio de temperatura me reanima. Evelyn, una de las tantas enfermeras a quienes triplico en edad, me ayuda a sentarme en el sillón y hace ademán de cerrar la ventana. La detengo, y aunque arquea las cejas, respeta mi decisión. Abre un cajón, y unos segundos después, me cubre los hombros con un suéter. Me arropa como si fuera un niño, y cuando termina, me da una palmada suave en el hombro. No habla, y su silencio me indica que está mirando por la ventana. Permanece inmóvil largo rato, y me pregunto qué estará pensando, pero no la interrogo. Finalmente la oigo suspirar. Se vuelve para marcharse, pero de repente se detiene, se inclina, y me besa en la mejilla, con ternura, como suele hacerlo mi nieta. Su gesto me sorprende.
—Me alegro de que haya vuelto. Myriam lo ha echado de menos, y nosotras también. Hemos rezado por usted, porque este sitio no es lo mismo sin su presencia.
Antes de marcharse, sonríe y me acaricia la cara. No le respondo. Más tarde, vuelvo a oírla empujando un carrito mientras habla en susurros con otra enfermera.
Esta noche el cielo está estrellado y el mundo resplandece con un azul espectral. El canto de los grillos ahoga cualquier otro sonido. ¿Podrán verme desde fuera? ¿Verán a este prisionero de la carne? Busco alguna señal de vida entre los árboles, el patio, los bancos frente al refugio de los gansos, pero no veo nada. Hasta el río está inmóvil. Se avecina una tormen­ta, y en unos minutos el cielo se teñirá de plata, y volverá la oscuridad.
Un relámpago surca el ancho cielo, y mi mente vuelve al pasado. ¿Quiénes somos Myriam y yo? ¿Somos una hiedra vieja en un ciprés, con los zarcillos entrelazados, tan unidos que nos matarían si intentaran sepa­rarnos? No lo sé. Otro relámpago, y la mesa que está junto a mí se ilumina lo suficiente para permitirme ver una fotografía de Myriam, la mejor que tengo. La hice enmarcar hace años, con la esperanza de que el cristal la conservara intacta. La tomo y me la acerco a la cara. La miro largamente; no puedo evitarlo. Cuando le hicie­ron esa fotografía tenía cuarenta y un años, y estaba más hermosa que nunca. Quisiera preguntarle tantas cosas, pero sé que la foto no me contestará, y la dejo nueva­mente sobre la mesa.
Aunque Myriam está al final del pasillo, esta noche me siento solo. Siempre estaré solo. Lo supe mientras estaba en el hospital, y acabo de convencerme mientras miro aparecer las nubes de tormenta. Muy a mi pesar, nuestra situación me entristece, pues recuerdo que el último día que pasamos juntos no la besé en la boca. Quizá no vuelva a hacerlo. Con esta enfermedad, nun­ca se sabe. ¿Por qué pienso en estas cosas?
Finalmente me levanto, camino hasta el escritorio y enciendo la lámpara. Me cuesta más trabajo del que esperaba, y estoy agotado, así que no regreso al sillón de la ventana. Me siento y dedico unos minutos a mirar las fotografías que hay sobre mi escritorio. Fotos fami­liares, fotos de niños y vacaciones. Fotos de Myriam y de mí. Pienso en los momentos que pasamos juntos, solos o en familia, y nuevamente, me siento muy viejo.
Abro el cajón y encuentro las flores que le di hace mucho tiempo, viejas, desteñidas, atadas con una cinta. Las flores están marchitas y descoloridas, igual que yo, y es difícil tocarlas sin deshojarlas. Pero Myriam las guardó.
—No entiendo para qué las quieres —le decía, pero no me hacía caso.
A veces, por las noches, las sujetaba entre sus manos casi con reverencia, como si encerraran el secreto de la vida. Mujeres.
Puesto que esta es una noche de recuerdos, busco y encuentro mi anillo de boda. Está en el primer cajón, envuelto en papel de seda. No puedo usarlo porque mis nudillos están hinchados y la sangre ya no circula bien por mis dedos. Abro el papel de seda y encuentro el anillo intacto. Es una alianza, un símbolo poderoso, y tengo la certeza, la absoluta certeza, de que jamás existió otra mujer como Myriam. Lo supe hace tiempo, y lo sé ahora. Y en ese momento, susurro:
—Todavía soy tuyo, Myriam, mi reina, mi belleza eterna. Eres, y siempre has sido, lo mejor de mi vida.
Me pregunto si podrá oírme y espero una señal. Pero no llega.
Son las once y media, y busco la carta que me escribió, la que siempre leo cuando estoy de humor. La encuentro donde la dejé. Giro el sobre en mis manos antes de abrirlo, y cuando lo hago, me tiemblan las manos. Finalmente, leo:
Querido Victor,
Escribo estas líneas a la luz de las velas, mientras tú duermes en la habitación que hemos compartido desde el día de nuestra boda. Aunque no alcanzo a oír tu respiración, sé que estás ahí, y que pronto me acostaré a tu lado, como siempre. Sentiré tu calor, el bendito consuelo de tu proximidad, y tu respiración me guiará lentamente hasta el lugar donde sueño contigo, con lo maravilloso que eres.
La llama de la vela me recuerda a un fuego del pasado, que contemplé vestida con tu camisa y tus vaqueros. Entonces ya sabía que estaríamos juntos para siempre, aunque al día siguiente titubeara. Un poeta sureño me había capturado, robándome el corazón, y en lo más profundo de mi ser, supe que siempre había sido tuya. ¿Quién era yo para cuestionar un amor que cabalgaba sobre las estrellas fugaces y rugía como las olas del mar? Así era entonces, y así es ahora.
Recuerdo que al día siguiente, el día de la visita de mi madre, volví contigo. Estaba asusta­da, como nunca en mi vida, porque temía que no me perdonaras que te hubiera dejado. Cuando bajé del coche, temblaba, pero tú sonreiste y me tendiste los brazos, ahuyentando todos mis te­mores. "¿Quieres un café?", dijiste simplemente. Y nunca volviste a sacar el tema. Ni una sola vez en todos los años que hemos vivido juntos.
Tampoco protestabas cuando, en los días siguientes, salía a caminar sola. Y si regresaba con lágrimas en los ojos, siempre sabías cuándo debías abrazarme y cuándo dejarme sola. No sé cómo lo sabías, pero lo hacías, y con ello me facilitaste las cosas. Más adelante, cuando fui­mos a la pequeña capilla e intercambiamos ani­llos y votos, te miré a los ojos y comprendí que había tomado la decisión correcta. Más aún, comprendí que era una tonta por haber dudado. Desde entonces, no me he arrepentido ni una sola vez.
Nuestra convivencia ha sido maravillosa, y ahora pienso mucho en ella. A veces cierro los ojos y te veo con hebras de plata en la cabeza, sentado en el porche, tocando la guitarra, rodea­do de niños que juegan y baten palmas al ritmo de la música que has creado. Tu ropa está sucia después de una jornada de trabajo, y estás ago­tado, pero aunque te sugiero que descanses un poco, sonríes y dices: "Es lo que estoy haciendo ". Tu amor por los niños me parece sensual y apa­sionante. "Eres mejor padre de lo que crees", te digo más tarde, cuando los niños duermen. Poco después, nos desnudamos, nos besamos y esta­mos a punto de perder la cabeza antes de meter­nos entre las sábanas de franela.
Te quiero por muchas razones, pero sobre todo por tus pasiones, que siempre han sido las cosas más maravillosas de la vida. El amor, la poesía, la paternidad, la amistad, la belleza y la naturaleza. Y me alegro de que hayas incul­cado esos sentimientos a nuestros hijos, porque sin lugar a dudas enriquecerán sus vidas. Siem­pre hablan de cuánto significas para ellos, y entonces me siento la mujer más afortunada del mundo.
También a mí me has enseñado muchas cosas, me has inspirado, y nunca sabrás cuánto significó para mí que me animaras a pintar. Ahora mis obras están en museos y colecciones privadas de todo el mundo, y aunque muchas veces me he sentido cansada o aturdida por exposiciones y críticos, tú siempre me alentabas con palabras amables.
Comprendiste que necesitaba un estudio, un espacio propio, y no te preocupabas por las man­chas de pintura en mi ropa, en mi pelo o incluso en los muebles. Sé que no fue fácil. Sólo un hombre de verdad puede soportar algo así. Y tú lo eres. Lo has sido durante cuarenta y cinco maravillosos años.
Además de mi amante, eres mi mejor amigo, y no sabría decir qué faceta de ti me gusta más. Adoro las dos, como he adorado nuestra vida en común. Tú tienes algo, Victor, algo maravilloso y poderoso. Cuando te miro veo bondad, lo mismo que todo el mundo ve en ti. Bondad. Eres el hombre más indulgente y sereno que he conoci­do. Dios está contigo. Tiene que estarlo, porque eres lo más parecido a un ángel que he visto en mi vida.
Sé que me tomaste por loca cuando te pedí que escribieras nuestra historia antes de marcharnos de casa, pero tengo mis razones, y agra­dezco tu paciencia. Y aunque nunca respondía tus preguntas, creo que ya es hora de que sepas la verdad.
Hemos tenido una vida que la mayoría de las parejas no conocerá nunca, y sin embargo, cada vez que te miro, siento miedo porque sé que todo acabará muy pronto. Los dos conocemos el diag­nóstico de mi enfermedad y sabemos lo que significa. Te veo llorar, y me preocupo más por ti que por mí, porque sé que compartirás mis sufri­mientos. No encuentro palabras para expresar mi dolor.
Te quiero tanto, tan apasionadamente, que hallaré una forma de volver a ti a pesar de mi enfermedad. Te lo prometo. Y por eso te he pedido que escribieras nuestra historia. Cuando esté sola y perdida, léemela —tal como se la contaste a nuestros hijos— y sé que de algún modo comprenderé que habla de nosotros. En­tonces, quizá, sólo quizá, encontremos la mane­ra de estar juntos otra vez.
Por favor, no te enfades conmigo los días en que no te reconozca. Los dos sabemos que llega­rán. Piensa que te quiero, que siempre te querré, y que pase lo que pase, habré tenido la mejor vida posible. Una vida contigo.
Si has conservado esta carta y la relees, cree que lo que digo vale también ahora. Victor, dondequiera que estés y cuando quiera que leas esto, te quiero. Te quiero mientras escribo estas líneas, y te querré cuando las leas. Y lamentaré no poder decírtelo. Te quiero con toda el alma, marido mío. Eres, y has sido, lo que siempre he soñado.
Myriam
Los médicos estaban preocupados. A través de los párpados entornados, leía la inquietud en sus rostros cuando estudiaban los gráficos o controlaban las máquinas. Hablaban en voz baja, convencidos de que no podía oírlos. "Una apoplejía es grave, sobre todo para una persona de su edad. Podría tener secuelas impor­tantes", decían. Las predicciones iban acompañadas de expresiones sombrías. "Pérdida del habla, pérdida de movilidad, parálisis." Otra anotación en un gráfico, otro "bip" de una máquina extraña, y se marchaban, ignorando que yo los había oído. Después, evitaba pensar en sus palabras y me concentraba en Myriam, dibujando su retrato en mi mente siempre que podía. Hacía lo imposible para revivirla en mi interior, para fundirme nuevamente con ella. Trataba de sentir su piel, oír su voz, ver su cara, y mientras tanto lloraba, pues no sabía si podría volver a abrazarla, a susurrarle al oído, a pasar el día con ella, hablando, leyendo, paseando. No había imaginado, o deseado, ese final. Había dado por sentado que yo moriría después que ella. Las cosas no salían de acuerdo con lo previsto.
Durante varios días perdí y recobré la conciencia alternativamente, hasta otra mañana encapotada, cuan­do mi promesa a Myriam volvió a acicatear mi cuerpo. Abrí los ojos, vi la habitación llena de flores, y su aroma me animó aún más. Busqué el timbre, hice un esfuerzo sobrehumano para oprimirlo, y treinta segundo des­pués llegó una enfermera, seguida por el doctor Barnwell, que me sonrió de inmediato.
—Tengo sed —dije con voz ronca, y la sonrisa del doctor Barnwell se ensanchó.
—Bienvenido de regreso a la vida —dijo—. Sabía que lo superaría.
Al cabo de dos semanas me han dado el alta en el hospital, aunque he quedado reducido a la mitad. Si fuera un Cadillac, me desplazaría en círculos, con una rueda girando en el aire, ya que la parte derecha de mi cuerpo es más débil que la izquierda. Dicen que debo considerarme afortunado, pues la parálisis podría haber sido total. A veces creo que estoy rodeado de optimistas.
La mala nueva es que mis manos me impiden usar un bastón o una silla de ruedas, de modo que debo marchar a mi único y particular estilo para mantenerme erguido. Nada de derecha-izquierda, derecha-izquier­da, como en mi juventud, ni siquiera el arrastre-arrastre de los últimos tiempos, sino más bien un arrastre-lento, desliz-a-la-derecha, arrastre-lento. Soy todo un espec­táculo caminando por los pasillos, muy lentamente, incluso para mí, que hace dos semanas no habría podi­do ganarle una carrera a una tortuga.
Cuando llego a mi habitación es bastante tarde, pero sé que seré incapaz de conciliar el sueño. Respiro hondo y huelo la fragancia de la primavera que se ha colado en mi habitación. Han dejado la ventana abierta y el aire está fresco. El cambio de temperatura me reanima. Evelyn, una de las tantas enfermeras a quienes triplico en edad, me ayuda a sentarme en el sillón y hace ademán de cerrar la ventana. La detengo, y aunque arquea las cejas, respeta mi decisión. Abre un cajón, y unos segundos después, me cubre los hombros con un suéter. Me arropa como si fuera un niño, y cuando termina, me da una palmada suave en el hombro. No habla, y su silencio me indica que está mirando por la ventana. Permanece inmóvil largo rato, y me pregunto qué estará pensando, pero no la interrogo. Finalmente la oigo suspirar. Se vuelve para marcharse, pero de repente se detiene, se inclina, y me besa en la mejilla, con ternura, como suele hacerlo mi nieta. Su gesto me sorprende.
—Me alegro de que haya vuelto. Myriam lo ha echado de menos, y nosotras también. Hemos rezado por usted, porque este sitio no es lo mismo sin su presencia.
Antes de marcharse, sonríe y me acaricia la cara. No le respondo. Más tarde, vuelvo a oírla empujando un carrito mientras habla en susurros con otra enfermera.
Esta noche el cielo está estrellado y el mundo resplandece con un azul espectral. El canto de los grillos ahoga cualquier otro sonido. ¿Podrán verme desde fuera? ¿Verán a este prisionero de la carne? Busco alguna señal de vida entre los árboles, el patio, los bancos frente al refugio de los gansos, pero no veo nada. Hasta el río está inmóvil. Se avecina una tormen­ta, y en unos minutos el cielo se teñirá de plata, y volverá la oscuridad.
Un relámpago surca el ancho cielo, y mi mente vuelve al pasado. ¿Quiénes somos Myriam y yo? ¿Somos una hiedra vieja en un ciprés, con los zarcillos entrelazados, tan unidos que nos matarían si intentaran sepa­rarnos? No lo sé. Otro relámpago, y la mesa que está junto a mí se ilumina lo suficiente para permitirme ver una fotografía de Myriam, la mejor que tengo. La hice enmarcar hace años, con la esperanza de que el cristal la conservara intacta. La tomo y me la acerco a la cara. La miro largamente; no puedo evitarlo. Cuando le hicie­ron esa fotografía tenía cuarenta y un años, y estaba más hermosa que nunca. Quisiera preguntarle tantas cosas, pero sé que la foto no me contestará, y la dejo nueva­mente sobre la mesa.
Aunque Myriam está al final del pasillo, esta noche me siento solo. Siempre estaré solo. Lo supe mientras estaba en el hospital, y acabo de convencerme mientras miro aparecer las nubes de tormenta. Muy a mi pesar, nuestra situación me entristece, pues recuerdo que el último día que pasamos juntos no la besé en la boca. Quizá no vuelva a hacerlo. Con esta enfermedad, nun­ca se sabe. ¿Por qué pienso en estas cosas?
Finalmente me levanto, camino hasta el escritorio y enciendo la lámpara. Me cuesta más trabajo del que esperaba, y estoy agotado, así que no regreso al sillón de la ventana. Me siento y dedico unos minutos a mirar las fotografías que hay sobre mi escritorio. Fotos fami­liares, fotos de niños y vacaciones. Fotos de Myriam y de mí. Pienso en los momentos que pasamos juntos, solos o en familia, y nuevamente, me siento muy viejo.
Abro el cajón y encuentro las flores que le di hace mucho tiempo, viejas, desteñidas, atadas con una cinta. Las flores están marchitas y descoloridas, igual que yo, y es difícil tocarlas sin deshojarlas. Pero Myriam las guardó.
—No entiendo para qué las quieres —le decía, pero no me hacía caso.
A veces, por las noches, las sujetaba entre sus manos casi con reverencia, como si encerraran el secreto de la vida. Mujeres.
Puesto que esta es una noche de recuerdos, busco y encuentro mi anillo de boda. Está en el primer cajón, envuelto en papel de seda. No puedo usarlo porque mis nudillos están hinchados y la sangre ya no circula bien por mis dedos. Abro el papel de seda y encuentro el anillo intacto. Es una alianza, un símbolo poderoso, y tengo la certeza, la absoluta certeza, de que jamás existió otra mujer como Myriam. Lo supe hace tiempo, y lo sé ahora. Y en ese momento, susurro:
—Todavía soy tuyo, Myriam, mi reina, mi belleza eterna. Eres, y siempre has sido, lo mejor de mi vida.
Me pregunto si podrá oírme y espero una señal. Pero no llega.
Son las once y media, y busco la carta que me escribió, la que siempre leo cuando estoy de humor. La encuentro donde la dejé. Giro el sobre en mis manos antes de abrirlo, y cuando lo hago, me tiemblan las manos. Finalmente, leo:
Querido Victor,
Escribo estas líneas a la luz de las velas, mientras tú duermes en la habitación que hemos compartido desde el día de nuestra boda. Aunque no alcanzo a oír tu respiración, sé que estás ahí, y que pronto me acostaré a tu lado, como siempre. Sentiré tu calor, el bendito consuelo de tu proximidad, y tu respiración me guiará lentamente hasta el lugar donde sueño contigo, con lo maravilloso que eres.
La llama de la vela me recuerda a un fuego del pasado, que contemplé vestida con tu camisa y tus vaqueros. Entonces ya sabía que estaríamos juntos para siempre, aunque al día siguiente titubeara. Un poeta sureño me había capturado, robándome el corazón, y en lo más profundo de mi ser, supe que siempre había sido tuya. ¿Quién era yo para cuestionar un amor que cabalgaba sobre las estrellas fugaces y rugía como las olas del mar? Así era entonces, y así es ahora.
Recuerdo que al día siguiente, el día de la visita de mi madre, volví contigo. Estaba asusta­da, como nunca en mi vida, porque temía que no me perdonaras que te hubiera dejado. Cuando bajé del coche, temblaba, pero tú sonreiste y me tendiste los brazos, ahuyentando todos mis te­mores. "¿Quieres un café?", dijiste simplemente. Y nunca volviste a sacar el tema. Ni una sola vez en todos los años que hemos vivido juntos.
Tampoco protestabas cuando, en los días siguientes, salía a caminar sola. Y si regresaba con lágrimas en los ojos, siempre sabías cuándo debías abrazarme y cuándo dejarme sola. No sé cómo lo sabías, pero lo hacías, y con ello me facilitaste las cosas. Más adelante, cuando fui­mos a la pequeña capilla e intercambiamos ani­llos y votos, te miré a los ojos y comprendí que había tomado la decisión correcta. Más aún, comprendí que era una tonta por haber dudado. Desde entonces, no me he arrepentido ni una sola vez.
Nuestra convivencia ha sido maravillosa, y ahora pienso mucho en ella. A veces cierro los ojos y te veo con hebras de plata en la cabeza, sentado en el porche, tocando la guitarra, rodea­do de niños que juegan y baten palmas al ritmo de la música que has creado. Tu ropa está sucia después de una jornada de trabajo, y estás ago­tado, pero aunque te sugiero que descanses un poco, sonríes y dices: "Es lo que estoy haciendo ". Tu amor por los niños me parece sensual y apa­sionante. "Eres mejor padre de lo que crees", te digo más tarde, cuando los niños duermen. Poco después, nos desnudamos, nos besamos y esta­mos a punto de perder la cabeza antes de meter­nos entre las sábanas de franela.
Te quiero por muchas razones, pero sobre todo por tus pasiones, que siempre han sido las cosas más maravillosas de la vida. El amor, la poesía, la paternidad, la amistad, la belleza y la naturaleza. Y me alegro de que hayas incul­cado esos sentimientos a nuestros hijos, porque sin lugar a dudas enriquecerán sus vidas. Siem­pre hablan de cuánto significas para ellos, y entonces me siento la mujer más afortunada del mundo.
También a mí me has enseñado muchas cosas, me has inspirado, y nunca sabrás cuánto significó para mí que me animaras a pintar. Ahora mis obras están en museos y colecciones privadas de todo el mundo, y aunque muchas veces me he sentido cansada o aturdida por exposiciones y críticos, tú siempre me alentabas con palabras amables.
Comprendiste que necesitaba un estudio, un espacio propio, y no te preocupabas por las man­chas de pintura en mi ropa, en mi pelo o incluso en los muebles. Sé que no fue fácil. Sólo un hombre de verdad puede soportar algo así. Y tú lo eres. Lo has sido durante cuarenta y cinco maravillosos años.
Además de mi amante, eres mi mejor amigo, y no sabría decir qué faceta de ti me gusta más. Adoro las dos, como he adorado nuestra vida en común. Tú tienes algo, Victor, algo maravilloso y poderoso. Cuando te miro veo bondad, lo mismo que todo el mundo ve en ti. Bondad. Eres el hombre más indulgente y sereno que he conoci­do. Dios está contigo. Tiene que estarlo, porque eres lo más parecido a un ángel que he visto en mi vida.
Sé que me tomaste por loca cuando te pedí que escribieras nuestra historia antes de marcharnos de casa, pero tengo mis razones, y agra­dezco tu paciencia. Y aunque nunca respondía tus preguntas, creo que ya es hora de que sepas la verdad.
Hemos tenido una vida que la mayoría de las parejas no conocerá nunca, y sin embargo, cada vez que te miro, siento miedo porque sé que todo acabará muy pronto. Los dos conocemos el diag­nóstico de mi enfermedad y sabemos lo que significa. Te veo llorar, y me preocupo más por ti que por mí, porque sé que compartirás mis sufri­mientos. No encuentro palabras para expresar mi dolor.
Te quiero tanto, tan apasionadamente, que hallaré una forma de volver a ti a pesar de mi enfermedad. Te lo prometo. Y por eso te he pedido que escribieras nuestra historia. Cuando esté sola y perdida, léemela —tal como se la contaste a nuestros hijos— y sé que de algún modo comprenderé que habla de nosotros. En­tonces, quizá, sólo quizá, encontremos la mane­ra de estar juntos otra vez.
Por favor, no te enfades conmigo los días en que no te reconozca. Los dos sabemos que llega­rán. Piensa que te quiero, que siempre te querré, y que pase lo que pase, habré tenido la mejor vida posible. Una vida contigo.
Si has conservado esta carta y la relees, cree que lo que digo vale también ahora. Victor, dondequiera que estés y cuando quiera que leas esto, te quiero. Te quiero mientras escribo estas líneas, y te querré cuando las leas. Y lamentaré no poder decírtelo. Te quiero con toda el alma, marido mío. Eres, y has sido, lo que siempre he soñado.
Myriam
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Cuando termino de leer, dejo la carta. Me levanto del escritorio y busco mis zapatillas. Están junto a la cama, y tengo que sentarme para ponérmelas. Me pongo de pie, cruzo la habitación y abro la puerta. Me asomo al pasillo y veo a Janice sentada detrás del mostrador principal. Al menos creo que es ella. Para llegar a la habitación de Myriam debo pasar a su lado, pero se supone que no debo salir de mi cuarto a estas horas, y Janice no es de las que rompen las reglas. Su marido es abogado.
Aguardo un momento, con la esperanza de que se vaya, pero no se mueve, y me impaciento. Finalmente, salgo; arrastre-lento, desliz-hacia-la-derecha, arrastre-lento. Tardo siglos en llegar a su lado, pero, curiosa­mente, no me ve acercarme. Soy una pantera silenciosa acechando en la jungla, invisible como una cría de paloma.
Por fin me descubre, cosa que no me sorprende, pues estoy ante sus narices.
—¿Qué hace, Victor? —pregunta.
—He salido a dar un paseo —respondo—. No puedo dormir.
—Sabe que no debe salir a estas horas.
—Sí. —Pero no me muevo, estoy decidido.
—No ha salido a dar un paseo, ¿ verdad ? Quiere ver a Myriam.
—Sí.
—Victor, ya sabe lo que pasó la última vez que la vio por la noche.
—Lo recuerdo.
—Entonces comprenderá que no puede hacerlo.
No respondo directamente. Simplemente, digo:
—La echo de menos.
—Lo entiendo. Pero no puedo permitir que la vea.
—Es nuestro aniversario —insisto. Y es verdad. Falta un año para nuestras bodas de oro. Hoy cumpli­mos cuarenta y nueve años de casados.
—Ya veo.
—¿Entonces puedo ir?
Desvía la vista un momento, y su voz cambia. Se dulcifica, y me sorprende. Janice nunca me pareció una mujer sentimental.
—Victor, llevo cinco años aquí, y antes trabajé en otro geriátrico. He visto a centenares de parejas luchan­do contra el dolor y la tristeza, pero no he conocido a nadie como usted. Ningún miembro del personal, ni los médicos ni las enfermeras, habíamos visto nada semejante. —Hace una pequeña pausa y, curiosamen­te, sus ojos se llenan de lágrimas. Las seca con un dedo y prosigue: —Procuro imaginar lo que está pasando, cómo hace para seguir adelante día a día, pero no puedo figurármelo. No sé cómo lo consigue. A veces, hasta logra burlar la enfermedad de Myriam. Los médicos no lo entienden, pero nosotras, las enfermeras, sí. Es el amor, así de sencillo. Es lo más increíble que he visto en mi vida.
Un nudo en la garganta me impide responder.
—Sin embargo, Victor —continúa—, usted no está autorizado a visitarla a estas horas y yo no puedo permitírselo. Por lo tanto, tiene que volver a su habita­ción. —Se sorbe los mocos, sonríe, acomoda algunos papeles sobre el mostrador, y añade: —Yo voy a bajar a tomarme un café. No podré vigilarlo durante un rato, así que no haga ninguna tontería.
Se levanta rápidamente, me da una palmada en el brazo y se dirige a la escalera. No mira atrás y, súbita­mente, me quedo solo. No sé qué pensar. Miro hacia donde estaba sentada Janice y veo una taza de café, llena, todavía humeante. Una vez más, compruebo que en el mundo hay mucha gente buena.
Por primera vez en años siento calor mientras inicio mi excursión hacia la habitación de Myriam. Doy pasos de pajarito, pero incluso a ese ritmo siento que estoy corriendo un riesgo, pues mis piernas están agotadas. Tengo que apoyarme en la pared para no caerme. Los tubos fluorescentes zumban sobre mi cabeza, su resplandor me lastima la vista, y entorno los ojos. Paso junto a una docena de habitaciones oscuras, habitacio­nes donde he leído antes, y me doy cuenta de que echo de menos a sus ocupantes. Son mis amigos, cuyas caras conozco tan bien, y mañana volveré a verlos a todos. Pero esta noche no, pues no tengo tiempo para detener­me. Apuro el paso, y el movimiento empuja la sangre por mis arterias secas. Mis fuerzas crecen con cada paso. Una puerta se abre a mi espalda, pero no oigo pasos, y sigo adelante. Soy un extraño. Nadie puede detenerme. En el cubículo de las enfermeras suena el teléfono, y me apresuro para que no me pesquen. Soy un bandido nocturno, enmascarado, huyendo a caba­llo de soñolientos pueblos fantasma, galopando bajo la luna amarilla con las alforjas llenas de oro en polvo. Soy joven, fuerte, apasionado. Derribaré la puerta, levanta­ré a mi amada en brazos y la llevaré al paraíso.
¿A quién pretendo engañar?
Llevo una vida sencilla. Soy un tonto, un viejo enamorado, un soñador que suspira por leer poemas a Myriam y abrazarla siempre que se presente la oportuni­dad. Soy un pecador con muchos defectos, un hombre que cree en la magia, pero me siento demasiado viejo para cambiar o incluso para tomarme la molestia de intentarlo.
Cuando por fin llego a la habitación, mi cuerpo está débil. Se me nubla la vista, me tiemblan las piernas, y el corazón late con un ruido extraño en mi pecho. Lucho con el picaporte, y necesito las dos manos y tres tone­ladas de fuerza para vencerlo. Finalmente se abre la puerta, y la luz del pasillo se cuela en la habitación, iluminando la cama donde duerme Myriam. Cuando la veo, pienso que no soy más que un transeúnte en una calle atestada, olvidado para siempre.
En la habitación reina una calma absoluta. Myriam está acostada, cubierta con la colcha hasta la cintura. Un momento después, la veo volverse de costado, y su respiración me trae a la memoria momentos más felices. En la cama, parece muy pequeña, y mientras la contem­plo pienso que todo ha terminado entre nosotros. Respiro el aire viciado y tiemblo. Este lugar se ha convertido en nuestra tumba.
No me muevo. Es nuestro aniversario, y por un instante quiero decirle cómo me siento, pero callo para no despertarla. Además, está escrito en el papelito que dejaré debajo de su almohada. Dice:
En estas últimas y tiernas horas,
el amor es sensible y puro
Ven, luz de la mañana, con tu luminoso poder
a despertar a mi amor eterno.
Me parece oír pasos, así que entro en la habitación y cierro la puerta a mi espalda. La oscuridad desciende sobre mí, y camino de memoria hasta la ventana. Des­corro las cortinas, y la Luna me mira, grande y llena, guardiana de la noche. Me vuelvo hacia Myriam y sueño centenares de sueños, y aunque sé que no debo, me siento en su cama para dejar la nota debajo de la almohada. Luego extiendo la mano y le acaricio la cara, suave como polvo de talco. Le toco el pelo, y me quedo sin aliento. Siento asombro, veneración, como un com­positor que acaba de descubrir la obra de Mozart. Se vuelve, parpadea y entorna los ojos. Me arrepiento de mi estupidez, porque sé que comenzará a llorar y a gritar, como siempre. Soy impulsivo y débil, lo sé, pero me asalta la imperiosa necesidad de intentar lo imposi­ble, y me inclino hacia ella, arrimando mi cara a la suya.
Y cuando sus labios rozan los míos, experimento un extraño hormigueo, un hormigueo que no he senti­do nunca en tantos años de convivencia, pero no me aparto. Y, de repente, se produce un milagro: su boca se abre y descubro un paraíso perdido, intacto a pesar del tiempo transcurrido, eterno como las estrellas. Siento el calor de su cuerpo, y cuando nuestras lenguas se encuentran, me permito abandonarme, como tantos años atrás. Cierro los ojos y me transformo en un poderoso barco en aguas turbulentas, fuerte e intrépi­do, y Myriam es mi timón. Acaricio con suavidad el contorno de su cara, y le tomo la mano. La beso en los labios, en las mejillas, y oigo su respiración.
—¡Oh, Victor! —susurra—, te he echado de menos.
Otro milagro —¡el mayor de todos!— y soy inca­paz de contener las lágrimas mientras nos elevamos juntos hacia el cielo. Porque el mundo me parece maravilloso mientras sus dedos buscan los botones de mi camisa y despacio, muy despacio, comienzan a desabrocharlos uno a uno.
FIN
Aguardo un momento, con la esperanza de que se vaya, pero no se mueve, y me impaciento. Finalmente, salgo; arrastre-lento, desliz-hacia-la-derecha, arrastre-lento. Tardo siglos en llegar a su lado, pero, curiosa­mente, no me ve acercarme. Soy una pantera silenciosa acechando en la jungla, invisible como una cría de paloma.
Por fin me descubre, cosa que no me sorprende, pues estoy ante sus narices.
—¿Qué hace, Victor? —pregunta.
—He salido a dar un paseo —respondo—. No puedo dormir.
—Sabe que no debe salir a estas horas.
—Sí. —Pero no me muevo, estoy decidido.
—No ha salido a dar un paseo, ¿ verdad ? Quiere ver a Myriam.
—Sí.
—Victor, ya sabe lo que pasó la última vez que la vio por la noche.
—Lo recuerdo.
—Entonces comprenderá que no puede hacerlo.
No respondo directamente. Simplemente, digo:
—La echo de menos.
—Lo entiendo. Pero no puedo permitir que la vea.
—Es nuestro aniversario —insisto. Y es verdad. Falta un año para nuestras bodas de oro. Hoy cumpli­mos cuarenta y nueve años de casados.
—Ya veo.
—¿Entonces puedo ir?
Desvía la vista un momento, y su voz cambia. Se dulcifica, y me sorprende. Janice nunca me pareció una mujer sentimental.
—Victor, llevo cinco años aquí, y antes trabajé en otro geriátrico. He visto a centenares de parejas luchan­do contra el dolor y la tristeza, pero no he conocido a nadie como usted. Ningún miembro del personal, ni los médicos ni las enfermeras, habíamos visto nada semejante. —Hace una pequeña pausa y, curiosamen­te, sus ojos se llenan de lágrimas. Las seca con un dedo y prosigue: —Procuro imaginar lo que está pasando, cómo hace para seguir adelante día a día, pero no puedo figurármelo. No sé cómo lo consigue. A veces, hasta logra burlar la enfermedad de Myriam. Los médicos no lo entienden, pero nosotras, las enfermeras, sí. Es el amor, así de sencillo. Es lo más increíble que he visto en mi vida.
Un nudo en la garganta me impide responder.
—Sin embargo, Victor —continúa—, usted no está autorizado a visitarla a estas horas y yo no puedo permitírselo. Por lo tanto, tiene que volver a su habita­ción. —Se sorbe los mocos, sonríe, acomoda algunos papeles sobre el mostrador, y añade: —Yo voy a bajar a tomarme un café. No podré vigilarlo durante un rato, así que no haga ninguna tontería.
Se levanta rápidamente, me da una palmada en el brazo y se dirige a la escalera. No mira atrás y, súbita­mente, me quedo solo. No sé qué pensar. Miro hacia donde estaba sentada Janice y veo una taza de café, llena, todavía humeante. Una vez más, compruebo que en el mundo hay mucha gente buena.
Por primera vez en años siento calor mientras inicio mi excursión hacia la habitación de Myriam. Doy pasos de pajarito, pero incluso a ese ritmo siento que estoy corriendo un riesgo, pues mis piernas están agotadas. Tengo que apoyarme en la pared para no caerme. Los tubos fluorescentes zumban sobre mi cabeza, su resplandor me lastima la vista, y entorno los ojos. Paso junto a una docena de habitaciones oscuras, habitacio­nes donde he leído antes, y me doy cuenta de que echo de menos a sus ocupantes. Son mis amigos, cuyas caras conozco tan bien, y mañana volveré a verlos a todos. Pero esta noche no, pues no tengo tiempo para detener­me. Apuro el paso, y el movimiento empuja la sangre por mis arterias secas. Mis fuerzas crecen con cada paso. Una puerta se abre a mi espalda, pero no oigo pasos, y sigo adelante. Soy un extraño. Nadie puede detenerme. En el cubículo de las enfermeras suena el teléfono, y me apresuro para que no me pesquen. Soy un bandido nocturno, enmascarado, huyendo a caba­llo de soñolientos pueblos fantasma, galopando bajo la luna amarilla con las alforjas llenas de oro en polvo. Soy joven, fuerte, apasionado. Derribaré la puerta, levanta­ré a mi amada en brazos y la llevaré al paraíso.
¿A quién pretendo engañar?
Llevo una vida sencilla. Soy un tonto, un viejo enamorado, un soñador que suspira por leer poemas a Myriam y abrazarla siempre que se presente la oportuni­dad. Soy un pecador con muchos defectos, un hombre que cree en la magia, pero me siento demasiado viejo para cambiar o incluso para tomarme la molestia de intentarlo.
Cuando por fin llego a la habitación, mi cuerpo está débil. Se me nubla la vista, me tiemblan las piernas, y el corazón late con un ruido extraño en mi pecho. Lucho con el picaporte, y necesito las dos manos y tres tone­ladas de fuerza para vencerlo. Finalmente se abre la puerta, y la luz del pasillo se cuela en la habitación, iluminando la cama donde duerme Myriam. Cuando la veo, pienso que no soy más que un transeúnte en una calle atestada, olvidado para siempre.
En la habitación reina una calma absoluta. Myriam está acostada, cubierta con la colcha hasta la cintura. Un momento después, la veo volverse de costado, y su respiración me trae a la memoria momentos más felices. En la cama, parece muy pequeña, y mientras la contem­plo pienso que todo ha terminado entre nosotros. Respiro el aire viciado y tiemblo. Este lugar se ha convertido en nuestra tumba.
No me muevo. Es nuestro aniversario, y por un instante quiero decirle cómo me siento, pero callo para no despertarla. Además, está escrito en el papelito que dejaré debajo de su almohada. Dice:
En estas últimas y tiernas horas,
el amor es sensible y puro
Ven, luz de la mañana, con tu luminoso poder
a despertar a mi amor eterno.
Me parece oír pasos, así que entro en la habitación y cierro la puerta a mi espalda. La oscuridad desciende sobre mí, y camino de memoria hasta la ventana. Des­corro las cortinas, y la Luna me mira, grande y llena, guardiana de la noche. Me vuelvo hacia Myriam y sueño centenares de sueños, y aunque sé que no debo, me siento en su cama para dejar la nota debajo de la almohada. Luego extiendo la mano y le acaricio la cara, suave como polvo de talco. Le toco el pelo, y me quedo sin aliento. Siento asombro, veneración, como un com­positor que acaba de descubrir la obra de Mozart. Se vuelve, parpadea y entorna los ojos. Me arrepiento de mi estupidez, porque sé que comenzará a llorar y a gritar, como siempre. Soy impulsivo y débil, lo sé, pero me asalta la imperiosa necesidad de intentar lo imposi­ble, y me inclino hacia ella, arrimando mi cara a la suya.
Y cuando sus labios rozan los míos, experimento un extraño hormigueo, un hormigueo que no he senti­do nunca en tantos años de convivencia, pero no me aparto. Y, de repente, se produce un milagro: su boca se abre y descubro un paraíso perdido, intacto a pesar del tiempo transcurrido, eterno como las estrellas. Siento el calor de su cuerpo, y cuando nuestras lenguas se encuentran, me permito abandonarme, como tantos años atrás. Cierro los ojos y me transformo en un poderoso barco en aguas turbulentas, fuerte e intrépi­do, y Myriam es mi timón. Acaricio con suavidad el contorno de su cara, y le tomo la mano. La beso en los labios, en las mejillas, y oigo su respiración.
—¡Oh, Victor! —susurra—, te he echado de menos.
Otro milagro —¡el mayor de todos!— y soy inca­paz de contener las lágrimas mientras nos elevamos juntos hacia el cielo. Porque el mundo me parece maravilloso mientras sus dedos buscan los botones de mi camisa y despacio, muy despacio, comienzan a desabrocharlos uno a uno.
FIN
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
gracias por la nove muy bonita
saludois
saludois
fresita- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1024
Edad : 43
Localización : colima, méxico
Fecha de inscripción : 31/07/2009
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
HASTA HOY PUDE TERMINAR DE LEER ESTA NOVELA, QUE ME HA HECHO LLORAR MUCHOS .
ME PARECE QUE ESTA ES UNA MUESTRA DE QUE EL AMOR ES ETERNO.
MIL GRACIAS POR HABERLA COMPARTIDO.
ME PARECE QUE ESTA ES UNA MUESTRA DE QUE EL AMOR ES ETERNO.
MIL GRACIAS POR HABERLA COMPARTIDO.
mats310863- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 983
Fecha de inscripción : 01/06/2008
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Gracias por la novela me encanto Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1132
Edad : 42
Localización : Monterrey, Nuevo Leon
Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
GRACIAS POR TAN LINDA NOVELA
dany- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 883
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Página 3 de 3. • 1, 2, 3
Temas similares
» Nueva Novela: Herencia de Pasion Capitulo 1-11 COMPLETA!! Regalo de 1ro. de Mayo!!!
» Novela completa
» fuego y pasión
» Una pasión secreta
» Pasión Renovada
» Novela completa
» fuego y pasión
» Una pasión secreta
» Pasión Renovada
Página 3 de 3.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.