fuego y pasión
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fuego y pasión
Fuego y pasión
Castillo Baldreagam
Tierras Altas del Oeste, 1325
—Que el diablo se lleve tus gemidos compasivos y tus movimientos de cabeza. —Alejandro Macpherson, un terrateniente de las Tierras Altas, apretó los puños y le lanzó una fulminante mirada a Morag, la partera. Se negaba a observar al espectro que yacía sobre la cama y dirigía su furia sobre la anciana cuyas manos estaban empapadas de sangre—. Ni se te ocurra decirme que ella se está muriendo. Nooo, ¡no quiero oírlo!
Dio dos pasos hacia delante y, tras recibir una mirada de pena de la partera, dio un paso más. La misma mirada que le había dirigido cuando él había irrumpido en la sala de partos.
Una mirada más elocuente que las palabras.
Decía cosas que él no quería aceptar.
La observó temblando, esforzándose por ignorar la simpatía que despertaba el arrugado y envejecido rostro de la mujer.
—¡Eres tú, y no otra persona, quien va a encontrarse con su creador esta noche si no le devuelves el vigor a mi esposa!
—Es la voluntad de Dios, señor —exhaló Morag, persignándose.
—¡Entonces, suplica a los viejos dioses! —gritó Alejandro, torciendo la boca—. ¡Todos en estas colinas saben que haces muy buenas migas con ellos!
La anciana mujer apretó los labios y se untó más aceite de hierbas en las manos.
—Usted vio con sus propios ojos el pedazo de hierro frío que puse en su cama. Y también le conté que el agua que mi sobrina está usando para enjuagar el sudor de la frente de su señora viene del pozo de la Santa.
—¡Entonces, usa la brujería! —dijo Alejandro con firmeza—. ¡Intenta cualquier cosa!
Dirigió su mirada punzante a la tímida sobrina de Morag, que agarraba un trapo goteante entre sus dedos. Un azote de hirviente ira lo envolvió al ver que una diminuta y pálida muchachita vivía y respiraba mientras su mujer, tan exuberante, hermosa y, hasta la víspera, tan viva, estaba acostada agonizando, muriendo por culpa de ese engendro!!!!
Consumida por la fiebre, había ya perdido el sentido.
Incapaz de soportarlo, Alejandro dio media vuelta para alejarse de las dos mujeres; su vida era una sombra patética. Todo lo que quedaba de su esposa eran unos quejidos incoherentes y su glorioso cabello extendido sobre las sábanas sucias. La magnífica cascada de bronce rizado era ahora un enredo de hebras sin brillo. De la misma manera que su piel cremosa con matices de rosa, la piel que fue siempre su orgullo, había ya perdido su color.
Demacrada y desgastada, ni siquiera se retorció cuando la sacudieron las contracciones del parto. Ella sólo yacía; sus ojos cerrados y el brillo ceroso de la muerte señalando su destino.
Su destino y la fatalidad de Alejandro.
Completamente consciente de su falta de habilidad para hacer cualquier cosa que pudiera remediar la situación, el hombre permaneció plantado ante la ventana abierta, frunciéndole el ceño a la deprimente noche de otoño. Lágrimas calientes rodaban por sus mejillas, pero Alejandro luchaba contra ellas, inhalando una gran bocanada de frío y húmedo aire.
Contemplaba la oscuridad enjuagada por la lluvia y el furioso resplandor del rayo en la distancia, sintiéndose impotente. Pequeño e inepto. Ya no se sentía como el hombre alto y corpulento que había recorrido a zancadas, audazmente, las colinas, sino como aquel insignificante y cobarde villano que debe caer de rodillas para rogar por su vida, pues ésa es la única salida que le queda.
Se le heló la sangre en las venas. Se puso tan tenso que pensó que se rompería en miles de pedazos tan diminutos que no se podrían volver a juntar.
Con los labios apretados, mantuvo la mirada fija en la oscuridad de las colinas, sus manos rodeaban el cinturón de su espada.
—Escúchame, Morag —dijo con el tono más humilde que pudo asumir—, a pesar de mi mal genio y mis insultos, amo a mi esposa. No podría soportar perderla.
Después de haber dicho aquellas palabras, dio la vuelta con un nudo en la garganta y vio a la anciana que miraba detenidamente debajo de la ensangrentada falda de su esposa mientras fruncía el ceño con preocupación.
Alejandro tragó saliva y apretó los dedos alrededor del cinturón.
—Dime cuál es tu precio, cuánto pides por salvarla. Lo que sea. Con gusto estaría en deuda contigo durante toda mi vida.
La partera sólo sacudió la cabeza una vez más.
—El bebé es demasiado grande —dijo, abriendo los muslos de su señora—. Y ya ha perdido mucha sangre.
—¿Qué significa eso? —El mal genio de Alejandro resurgió y sus ojos empezaron a hincharse—. Dime la verdad, ¡si no quieres que os arroje a ti y a tu sobrina llorona por la ventana!
—Su esposa morirá, señor —respondió Morag—, pero hay una posibilidad de que el niño sobreviva. Su cabeza ya está saliendo y tiene hombros fuertes. Siéntase agradecido…
—¿Agradecido? —Alejandro levantó la falda ensangrentada de su esposa con violencia, justo en el momento en el que un pequeño hombrecito de pelo de cobre se deslizaba por entre los muslos de su mujer.
—¿Agradecido por un décimo hijo? —gruñó, señalando al bebé que lloraba—. ¿Por el niño que ha matado a mi Joana?
—Es su hijo, señor. —Morag arrulló al niño contra su pecho, abriendo sus torcidos dedos alrededor de la brillante, pegajosa y empapada espalda de la criatura—. Y se trata de un magnífico varón. Le hará olvidar. Con el tiempo…
—Nunca voy a olvidar esto —juró Alejandro, observando la horrible capa vidriosa que ahora cubría los ojos ausentes de su mujer—. Yo no necesitaba una décima boca que alimentar. ¡Yo ni siquiera lo quería a él! Nueve hijos sanos son suficientes para cualquier hombre.
—Señor, por favor… —La partera le entregó el bebé a su sobrina y se apresuró hacia Alejandro cuando lo vio avanzar en dirección a la puerta.
—Debe, por lo menos, darle un nombre.
—¡No debo hacer nada de eso! —Alejandro se dio la vuelta; la hubiera golpeado si Morag no hubiera sido tan vieja y tan encorvada—. Pero si lo que quieres es un nombre, llama al muchacho Víctor… ¡Víctor del Serbal!
La partera parpadeó.
—¿Del Serbal?
—Eso he dicho —confirmó Alejandro, mientras atravesaba el umbral de la puerta—. Fue allí, bajo un Serbal, donde fue concebido en un momento del que siempre me arrepentiré. Y es allí adonde volverá cuando le llegue la hora de descansar bajo la tierra. En Baldreagan no hay sitio para él.
Castillo Baldreagam
Tierras Altas del Oeste, 1325
—Que el diablo se lleve tus gemidos compasivos y tus movimientos de cabeza. —Alejandro Macpherson, un terrateniente de las Tierras Altas, apretó los puños y le lanzó una fulminante mirada a Morag, la partera. Se negaba a observar al espectro que yacía sobre la cama y dirigía su furia sobre la anciana cuyas manos estaban empapadas de sangre—. Ni se te ocurra decirme que ella se está muriendo. Nooo, ¡no quiero oírlo!
Dio dos pasos hacia delante y, tras recibir una mirada de pena de la partera, dio un paso más. La misma mirada que le había dirigido cuando él había irrumpido en la sala de partos.
Una mirada más elocuente que las palabras.
Decía cosas que él no quería aceptar.
La observó temblando, esforzándose por ignorar la simpatía que despertaba el arrugado y envejecido rostro de la mujer.
—¡Eres tú, y no otra persona, quien va a encontrarse con su creador esta noche si no le devuelves el vigor a mi esposa!
—Es la voluntad de Dios, señor —exhaló Morag, persignándose.
—¡Entonces, suplica a los viejos dioses! —gritó Alejandro, torciendo la boca—. ¡Todos en estas colinas saben que haces muy buenas migas con ellos!
La anciana mujer apretó los labios y se untó más aceite de hierbas en las manos.
—Usted vio con sus propios ojos el pedazo de hierro frío que puse en su cama. Y también le conté que el agua que mi sobrina está usando para enjuagar el sudor de la frente de su señora viene del pozo de la Santa.
—¡Entonces, usa la brujería! —dijo Alejandro con firmeza—. ¡Intenta cualquier cosa!
Dirigió su mirada punzante a la tímida sobrina de Morag, que agarraba un trapo goteante entre sus dedos. Un azote de hirviente ira lo envolvió al ver que una diminuta y pálida muchachita vivía y respiraba mientras su mujer, tan exuberante, hermosa y, hasta la víspera, tan viva, estaba acostada agonizando, muriendo por culpa de ese engendro!!!!
Consumida por la fiebre, había ya perdido el sentido.
Incapaz de soportarlo, Alejandro dio media vuelta para alejarse de las dos mujeres; su vida era una sombra patética. Todo lo que quedaba de su esposa eran unos quejidos incoherentes y su glorioso cabello extendido sobre las sábanas sucias. La magnífica cascada de bronce rizado era ahora un enredo de hebras sin brillo. De la misma manera que su piel cremosa con matices de rosa, la piel que fue siempre su orgullo, había ya perdido su color.
Demacrada y desgastada, ni siquiera se retorció cuando la sacudieron las contracciones del parto. Ella sólo yacía; sus ojos cerrados y el brillo ceroso de la muerte señalando su destino.
Su destino y la fatalidad de Alejandro.
Completamente consciente de su falta de habilidad para hacer cualquier cosa que pudiera remediar la situación, el hombre permaneció plantado ante la ventana abierta, frunciéndole el ceño a la deprimente noche de otoño. Lágrimas calientes rodaban por sus mejillas, pero Alejandro luchaba contra ellas, inhalando una gran bocanada de frío y húmedo aire.
Contemplaba la oscuridad enjuagada por la lluvia y el furioso resplandor del rayo en la distancia, sintiéndose impotente. Pequeño e inepto. Ya no se sentía como el hombre alto y corpulento que había recorrido a zancadas, audazmente, las colinas, sino como aquel insignificante y cobarde villano que debe caer de rodillas para rogar por su vida, pues ésa es la única salida que le queda.
Se le heló la sangre en las venas. Se puso tan tenso que pensó que se rompería en miles de pedazos tan diminutos que no se podrían volver a juntar.
Con los labios apretados, mantuvo la mirada fija en la oscuridad de las colinas, sus manos rodeaban el cinturón de su espada.
—Escúchame, Morag —dijo con el tono más humilde que pudo asumir—, a pesar de mi mal genio y mis insultos, amo a mi esposa. No podría soportar perderla.
Después de haber dicho aquellas palabras, dio la vuelta con un nudo en la garganta y vio a la anciana que miraba detenidamente debajo de la ensangrentada falda de su esposa mientras fruncía el ceño con preocupación.
Alejandro tragó saliva y apretó los dedos alrededor del cinturón.
—Dime cuál es tu precio, cuánto pides por salvarla. Lo que sea. Con gusto estaría en deuda contigo durante toda mi vida.
La partera sólo sacudió la cabeza una vez más.
—El bebé es demasiado grande —dijo, abriendo los muslos de su señora—. Y ya ha perdido mucha sangre.
—¿Qué significa eso? —El mal genio de Alejandro resurgió y sus ojos empezaron a hincharse—. Dime la verdad, ¡si no quieres que os arroje a ti y a tu sobrina llorona por la ventana!
—Su esposa morirá, señor —respondió Morag—, pero hay una posibilidad de que el niño sobreviva. Su cabeza ya está saliendo y tiene hombros fuertes. Siéntase agradecido…
—¿Agradecido? —Alejandro levantó la falda ensangrentada de su esposa con violencia, justo en el momento en el que un pequeño hombrecito de pelo de cobre se deslizaba por entre los muslos de su mujer.
—¿Agradecido por un décimo hijo? —gruñó, señalando al bebé que lloraba—. ¿Por el niño que ha matado a mi Joana?
—Es su hijo, señor. —Morag arrulló al niño contra su pecho, abriendo sus torcidos dedos alrededor de la brillante, pegajosa y empapada espalda de la criatura—. Y se trata de un magnífico varón. Le hará olvidar. Con el tiempo…
—Nunca voy a olvidar esto —juró Alejandro, observando la horrible capa vidriosa que ahora cubría los ojos ausentes de su mujer—. Yo no necesitaba una décima boca que alimentar. ¡Yo ni siquiera lo quería a él! Nueve hijos sanos son suficientes para cualquier hombre.
—Señor, por favor… —La partera le entregó el bebé a su sobrina y se apresuró hacia Alejandro cuando lo vio avanzar en dirección a la puerta.
—Debe, por lo menos, darle un nombre.
—¡No debo hacer nada de eso! —Alejandro se dio la vuelta; la hubiera golpeado si Morag no hubiera sido tan vieja y tan encorvada—. Pero si lo que quieres es un nombre, llama al muchacho Víctor… ¡Víctor del Serbal!
La partera parpadeó.
—¿Del Serbal?
—Eso he dicho —confirmó Alejandro, mientras atravesaba el umbral de la puerta—. Fue allí, bajo un Serbal, donde fue concebido en un momento del que siempre me arrepentiré. Y es allí adonde volverá cuando le llegue la hora de descansar bajo la tierra. En Baldreagan no hay sitio para él.
aitanalorence- VBB ORO
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Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: fuego y pasión
asi quede muy bien se lee la nove nueva aitana saludos y besos a la bb que bueno que ya se encuentra mejor
nayelive- VBB PLATINO
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Localización : df
Fecha de inscripción : 07/01/2009
Re: fuego y pasión
Gracias aitana por la nieva novela Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Localización : Monterrey, Nuevo Leon
Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: fuego y pasión
gracias por una nueva novelita
jai33sire- VBB PLATINO
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Edad : 48
Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: fuego y pasión
Muchas gracias por la nueva novela, te esperamos con el proximo capitulo, Besos a la bebe.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: fuego y pasión
muchas graciias x la nueva noveliita aiitana tu siiempre tan liinda con nosotras jajaja saludos para la bebiita
Dianitha- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1477
Localización : chihuahua
Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: fuego y pasión
grxias x la nueva novelita aitana y besitos a la beba
mariateressina- VBB PLATINO
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Localización : Campeche, Camp.
Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: fuego y pasión
Castillo de Fairmaiden
Cerca de Baldreagan, otoño de 1355
—¿El décimo hijo?
Myriam Avelinne se paseó por el salón, las alarmantes noticias de su padre resonaban como un eco en sus oídos. Su hermana la seguía con la mirada, haciendo que se sintiera incómodamente culpable, lo cual era también angustioso.
Respiró profundamente, esforzándose por ignorar la sensación de que su mundo giraba sin control.
—Sí, recuerdo que existía un hijo más joven, pero… —Hizo una pausa; era difícil hablar mientras los húmedos ojos de Sussana la miraban fijamente. De hecho, no era sólo su hermana mayor quien dificultaba las cosas, eran todos los parientes que llenaban cada espacio del gran salón. Todos la miraban fijamente. Las cabezas giraban y los ojos se entrecerraban. Medían su reacción, como si todo el futuro y la fortuna del clan Avelinne recayeran sobre sus hombros.
Y, según lo que había oído, así era.
Estremeciéndose, se detuvo frente a la silla de su padre y se irguió hasta donde su diminuta estatura se lo permitió.
Pero lo más amenazador era el fiero semblante de Duncan Mor Avelinne, su padre. Mor era un hombre de abundante barba que siempre iba vestido con el plaid tradicional de su casa, y siempre miraba con la misma dureza y el mismo gesto implacable con que blandía su espada.
Viendo esa expresión, tragó saliva con el único deseo de escapar del salón. Pero en vez de huir, se mantuvo en su lugar.
—Verdaderamente, es terrible lo que le ocurrió al terrateniente Macpherson, y me da mucha pena —comenzó a decir Myriam, sin poder vislumbrar el horror de perder nueve hijos de un solo golpe— pero si su intención es insistir en la unión de nuestras casas, ¿no debería ser Sussana la novia?
Al oír sus palabras, Sussana soltó un ahogado quejido.
El rostro de Duncan Mor se endureció, sus enormes manos se abrieron encima de la mesa principal.
—¡Por todos los santos! —estalló. Su cólera hizo que su hija mayor saltara como si la hubieran golpeado.
El hombre se inclinó hacia delante y miró a Myriam con mucha atención.
—Tu hermana debía ser la novia, sí. Y lo era. Estaba comprometida con el hijo mayor de Macpherson, Neill. Tú bien lo sabes. Ahora que Neill y los otros han muerto, sólo queda Víctor.
Duncan Mor hizo una pausa, dejando que las últimas dos palabras quedaran flotando en el nublado y denso aire.
—Sussana ya no tiene quince veranos, ya es mayor, y tus otras tres hermanas ya están casadas. No arriesgaré la alianza con Macpherson negándole al último hijo que le queda la mejor novia que puedo ofrecerle.
Myriam levantó el mentón.
—Que sea como tiene que ser…
—No importa. No ahora. —Sussana le tocó el brazo a Myriam y parpadeó, devolviéndole así el brillo a sus ojos—. Era Neill quien debía ser mío. Yo, yo… lo habría seguido hasta los confines de la tierra, incluso hasta las puertas del infierno —dijo Sussana con voz gruesa, haciendo una reverencia—. No es mi deseo casarme con el joven Víctor.
—Aun así, siento pena por ti. —Myriam soltó un sollozo, una súbita sensación de lástima apretaba su pecho—. Y mi corazón se rompe por los Macpherson.
Duncan Mor gritó.
—Tu hermana es una mujer hecha y derecha con muchos pretendientes. Encontraremos otro esposo para ella —declaró, y miró a su alrededor, esperando que alguien lo rebatiera—. En cuanto a ese viejo zorro, Macpherson, siempre contó con la misma suerte que el diablo. Su dolor menguará cuando recuerde la hermosa cañada en la que podrá poner a pastar su precioso ganado. Eso, sin mencionar sus arcas repletas… ofrecidas gracias a mí.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Myriam. Pero ella no pronunció palabra.
Si su padre tuviera arcas desbordantes para ofrecerle a Alejandro Macpherson, probablemente las llenaría con piedras… o con palabras vacías y embustes.
Segura de aquello, vio a Sussana dar la vuelta y avanzar hacia la chimenea. Con los hombros rectos y la espalda dolorosamente erguida, alcanzaba a ver el rostro de su hermana mayor, pálido a la luz de la hoguera, sus ojos ensombrecidos e hinchados. Y, lo que era peor, su expresión pétrea anunciaba lo que cada uno de los Avelinne sabía.
Neill Macpherson había sido su última oportunidad de casarse.
Eran pocos los pretendientes que apreciarían el robusto y largo cuerpo de Sussana como algo atractivo. Ni siquiera la arrogancia de Duncan Mor, o sus más astutas tretas, podrían transformar su rostro sin gracia en uno agradable.
Ciertamente, no eran pocos los que expresaban desaprobación ante el afecto que mostraba tenerle Neill a Sussana.
Sin embargo, él la había aceptado por lograr hacer una alianza.
Y ahora estaba muerto.
Estremeciéndose, Myriam enredó sus dedos en su falda, la imagen de los últimos momentos de los hermanos Macpherson rondaba en su mente.
Y no porque ella hubiese estado allí, sino porque todos en aquellas colinas sabían cuan traicioneras eran las aguas del río conocido como Garbh Uisge , las Aguas Bravas. Aquellas aguas llenaban el profundo cañón, rodeado de abedules, que dividía las tierras de Avelinne y Macpherson.
Repleto de peligros, el abismo cobraba vida a través de una salvaje y pesada catarata que salpicaba las grandes rocas, a ambos lados del cañón. El repentino crecimiento de los rápidos en el río y sus nubes de espuma recordaban permanentemente la ira de la naturaleza. Era de tal magnitud que poco a poco había ido rompiendo en pedacitos la madera húmeda del puente, azotada por los años.
Ninguno de los dos clanes quiso arreglar el puente, pues ambos terratenientes insistían en que su vecino lo utilizaba más y que, por lo tanto, era quien debía pagar para las reparaciones necesarias.
Su terquedad les había cobrado un lúgubre peaje.
Myriam recorrió el salón a grandes zancadas para alejarse lo más posible de la enorme arrogancia de su padre.
—Lo sabes muy bien —dijo Myriam, aún dándole la espalda a su padre, mientras abría las persianas de una de las ventanas—. Nada en este mundo calmará el dolor de Macpherson.
—Tal vez no —dijo súbitamente Duncan Mor—, pero si el hombre no encuentra consuelo en las ventajas que podrá cosechar con esta alianza, entonces es mucho más tonto de lo que yo pensaba.
Para desconsuelo de Myriam, una ola de inmediato y común acuerdo entre los presentes recorrió el salón. Se escucharon murmullos de aprobación, seguidos por sonidos de brindis de las jarras de cerveza y escandalosas aclamaciones. Duncan Mor emitió un gruñido de satisfacción.
Myriam no dijo nada. Contempló la brumosa noche de lluvia, la silueta de escarpadas colinas negras y el titilante brillo de estrellas distantes que iluminaban la noche a través de las grises nubes esparcidas por el viento.
—Quizá tengas razón, y esta alianza le reporte ventajas —dijo Myriam, finalmente, recibiendo con gusto el frío de la noche en su rostro—. Sin embargo, hablaré para expresar mi desacuerdo con lo que estamos haciendo: me parece terrible aprovecharse de un hombre que ha caído y aún se está hundiendo.
—¿Dices que me estoy aprovechando de él? —retumbó la gruesa voz de Duncan Mor en el gran salón—. Será mejor que hables claramente, muchachita, y apártate de la ventana.
Myriam mantuvo su mirada sobre el brillo plateado del río que serpenteaba en medio de los árboles, no muy lejos de los muros del castillo Fairmaiden. Más viejo que el tiempo, el lento río se mostraba más plácido que las aguas blancas del río Garbh Uisge, que había reclamado tantas vidas inocentes.
Y había conducido a otros a una situación tan inesperada.
Incluso a Myriam.
Por fin, Myriam se apartó de la ventana. Sussana se encontraba de pie, en un rincón oscuro; su demacrado y lloroso rostro se escondía de la luz de la hoguera. Pero nadie le hacía caso porque todos miraban a Myriam. Su padre era el que la contemplaba con mayor interés, con el ceño fruncido y una extraña expresión en el rostro.
Myriam dio un paso hacia delante.
—¿Entonces? —demandó Duncan Mor, cuya mirada casi cortaba el aire—. ¿Me estás acusando de tratar de engañar a Macpherson?
—No, yo… —Myriam se detuvo, incapaz de mentir.
El famoso movimiento de la mano de su padre y la dureza de sus palabras eran muy conocidos en todas las Tierras Altas.
Aproximándose, Myriam pensó en una manera de suavizar la incómoda situación.
—Yo nunca te acusaría de nada —se aventuró a decir, con la esperanza de que sólo ella hubiera escuchado el cinismo en el tono de su voz—. Y para demostrarlo, estoy dispuesta a casarme. La verdad es que estoy deseando tener un esposo y un hogar propio.
—Entonces, ¿por qué tienes la expresión de quien ha probado algo amargo?
—Porque —admitió Myriam— no creo que Alejandro Macpherson aprecie que nos entrometamos…
—¿Entonces soy un entrometido? —Duncan Mor se puso de pie, desordenando los pergaminos que se encontraban extendidos frente a él—. ¡Lo que estoy haciendo es ayudar a ese viejo tonto! ¿Acaso no has oído decir que no se levanta de la cama? ¿No has escuchado que tiene miedo de abandonar su habitación porque cree que los fantasmas de sus hijos han regresado a Baldreagan? ¿No has oído que dice que los fantasmas se le aparecen para atormentarlo?
Duncan Mor la miraba fijamente y bramaba.
—Aún no ha perdido totalmente la razón, pero si nadie le hecha una mano, así será. Necesita a Víctor.
—¿Desde cuándo te interesa el bienestar de Macpherson? —dijo Myriam en tono retador, subiéndose al estrado—. Alejandro y tú nunca habéis sido amigos.
—Somos vecinos. —El padre de Myriam bajó la mirada, interesándose repentinamente por examinar el hilo de color atado alrededor de un pergamino—. Quiero evitar que se vuelva loco, aunque para lograrlo tenga que hacer algunas cosas que sé que le molestarán.
—Si persistes en llevar a cabo tu absurdo plan, será cuando se volverá loco. —Myriam le quitó el rollo de pergamino a su padre y lo sostuvo lejos de su alcance—. Alejandro Macpherson nunca ha hablado de Víctor con cariño. Todo lo contrario; siempre ha dicho que ese chico era como una espina clavada bajo sus costillas.
Duncan Mor respiraba fuertemente, sorprendido por la franqueza con la que Myriam le estaba hablando.
Ni los Macpherson ni el joven Víctor sabían que su padre aún quería mantener la alianza entre las dos familias.
—He oído decir que Víctor se ha convertido en un buen muchacho, un caballero. Incluso peleó junto al rey David en el cruce de Neville, durante el otoño pasado. Su coraje y su valor fueron reconocidos por todos los que lucharon junto a él. Alejandro cambiará de opinión sobre el muchacho, una vez que regrese a casa.
—Aun así… —Myriam apretó el pergamino en su mano—. No estoy de acuerdo con enviarle la noticia a Víctor hasta que el terrateniente Macpherson esté recuperado y pueda decidir si sigue deseando la unión de las dos casas.
Para su horror, su padre se echó a reír, como también hizo el escribano con los dedos manchados de tinta.
—¡Demasiado tarde! —Los ojos de Duncan Mor se encendieron con malicia—. Ese rollo que tienes en la mano es un mensaje para tu hermana en Inverness, preguntándole por su salud y dándole las gracias por el vino que su esposo nos envió. Y por los numerosos frascos de miel con sabor a brezo. Nos enviaron todas esas cosas porque ya se han enterado de tu boda…
Myriam dejó caer el pergamino.
—¿Quieres decir que ya le has enviado aviso a Víctor? ¿Sin informar a Macpherson?
Su padre la miró con altanería.
—Algún día me lo agradecerás. Tú, y ese hablador de tonterías, Macpherson.
—¿Y Víctor?
Duncan Mor gruñó.
—¡Él más que nadie… una vez que se fije en ti!
Dejando a un lado su mal humor, la miró de abajo arriba.
—¿Qué hombre joven no estaría satisfecho con tan delicado encanto?
Pero Myriam no estaba tan segura. Se tocó la gruesa trenza que caía sobre su espalda, sin saber que brillaba como a la luz del fuego. Luego fijó su mirada en sus pequeñas manos y en sus diminutos pies, y después en sus pequeños senos. Era cualquier cosa excepto una mujer completa, excepto una mujer lascivamente curvilínea y madura. Dudaba que cualquier hombre la encontrara atractiva. Dudaba que Víctor se sintiera satisfecho con una esposa como ella.
A ningún hombre le gusta ser engañado.
Tras kilómetros de oscuras colinas y desolados pantanos cubiertos de helechos y Serbales quemados por el invierno, el castillo Cuidrach del clan MacKenzie surgía sobre las silenciosas aguas de lago Hourn, las orgullosas torres de la fortaleza y ese gran centinela, la Piedra del Bastardo, que dibujaba su silueta contra el frío y congelado cielo.
Una helada noche; gélidas estrellas brillaban en el cielo y cortantes vientos silbaban cuando pasaban por las ventanas, agitando las persianas y haciendo que quienes se encontraban dentro se sintieran felices en presencia de las llamas bailarinas de la hoguera en el interior del gran salón. Escuderos, ansiosos de servir, circulaban con bandejas de vino caliente con especias y montoncillos de pasteles de carne recién horneados. Bancos llenos de hombres, riendo y empujándose entre sí, rodeaban el calor del fuego. Sus masculinas carcajadas se elevaban hasta las vigas del techo. Demasiada alegría resonaba en todos los oídos.
Sólo uno de los residentes de Cuidrach rechazaba el confort y el abrigo del gran salón aquella noche, sólo uno buscaba la privacidad de una pequeña alacena llena de tonelitos de vino y la luz de una antorcha: Víctor Macpherson.
Manteniendo un juramento que, seguramente, haría retorcer los dedos de los pies del mismísimo diablo, el joven Víctor del Serbal, llamado a veces Víctor el Pequeño a manera de burla, miraba fijamente la gotita de sangre en su dedo pulgar.
La quinta herida que él se había provocado a sí mismo en menos de una hora.
Y sospechaba que, tal vez, no sería la última. No, si quería completar su tarea.
Suspirando, se limpió la sangre del dedo con la lengua y acercó su taburete a la antorcha que más brillaba en la pared. Tal vez, con una luz más brillante, tendría una mejor oportunidad de coser los dobladillos sueltos de su nueva túnica de lino.
El regalo de cumpleaños de la esposa de su señor.
Y la túnica más fina que jamás había poseído. Más suave que los pétalos de una rosa, con un atrevido diseño nórdico alrededor del cuello. Con tan sólo mirarla, sus mejillas enrojecían de placer y su corazón saltaba al pensar en las largas horas que habría pasado su lady cosiendo semejante regalo para él. Un regalo que había decidido usar para la celebración de su cumpleaños, esa misma noche.
Definitivamente, lo haría.
Aunque… si la túnica no le apretara tanto a la altura de los hombros, si las mangas no fueran demasiado cortas para él… Y sus tontos dedos tan malditamente torpes.
Frunciendo el ceño, levantó la aguja y se puso a trabajar de nuevo. A decir verdad, la túnica no tenía nada de malo…, era él.
Siempre había sido él.
Simplemente, él era demasiado grande.
Y además, pensó un momento después, también tenía un oído muy agudo, al menos lo suficientemente agudo como para notar el súbito silencio que se había hecho de repente justo al otro lado de la puerta de la alacena en donde él se encontraba.
Inclinó la cabeza para escuchar.
Sus instintos no le habían mentido.
Era un hecho que las oleadas de risas y canciones picarescas se habían apagado, habían desaparecido, lo único que se oía eran los ocasionales ladridos de los perros del castillo. Ya no se escuchaban las carcajadas de las alegres mujeres. Una quietud absoluta se había apoderado del gran salón de Cuidrach con la firmeza de un puño apretado. El extraño silencio ahogaba completamente cualquier sonido. Se trataba de una especie de profundo mutismo que surgía como un mal presagio y que incluso guardaba un significado siniestro… a juzgar por la manera en que se erizaban los finos pelos de su nuca y el helado escalofrío que se derramaba por su espina dorsal.
Con curiosidad, puso a un lado la túnica a medio remendar y la aguja, y se puso de pie, pero antes de que pudiera atravesar la pequeña alacena, la puerta se abrió, súbitamente. Su señor, sir Kenneth MacKenzie, estaba parado en el umbral de la puerta, rodeado por sir Lachlan, el capitán de la guarnición de Cuidrach, y un hombre con aspecto de viajero, al cual Víctor jamás había visto.
El extraño llevaba un abrigo empapado colgado sobre sus hombros y su cabello enredado por el viento delataba una dura cabalgata. Sin embargo, no fueron las embarradas botas del hombre y sus ojos hinchados por la fatiga lo que hizo que la boca de Víctor se secara.
Fue la mirada del extraño.
El innegable aspecto de angustia y lástima con que lo miraba aquel hombre llenaba la pequeña alacena hasta el punto en que Víctor pensó que se podría ahogar en la pena.
Especialmente, cuando vio la misma pesada tristeza reflejada en los ojos de sir Kenneth y sir Lachlan.
Víctor se quedó inmóvil.
—¿Qué ocurre? —preguntó, su mirada saltaba de cara en cara—. Díganmelo de una buena vez, pues puedo darme cuenta de que algo terrible ha pasado.
—Sí, muchacho, me temo que así es. Quisiéramos que fuera de otra manera, pero…
Kenneth miró al extraño y se aclaró su garganta.
—Verás, este hombre viene de Carnach, al norte de Kintail. Duncan Mor Avelinne, del castillo Fairmaiden, lo envió. Trae malas noticias. Tu padre…
—¡Tenga piedad! —dijo Víctor mirándolo fijamente—. No me lo diga… ¿ha muerto?
Ninguno de los hombres pronunció palabra, pero sus tensas y lúgubres expresiones lo decían todo.
Víctor parpadeó. Una ola de oscuro vértigo se apoderó de él. Incluso el suelo parecía hundirse y ceder bajo sus pies. No podía ser cierto. Nada podía haber derrotado a su indomable padre. Alejandro Macpherson había sido forjado con el más frío hierro, tenía acero fluyendo por sus venas. Víctor sabía que no debía interesarle lo que el destino le tuviera deparado a un padre que nunca lo había querido, que jamás lo había tratado como a un hijo…
Pero sí le interesaba.
Mucho más de lo que hubiera creído. Tanto que el rugido de su propia sangre en sus oídos le impedía escuchar lo que Kenneth decía. Sólo alcanzaba a ver su boca moviéndose y la triste manera en que sir Lachlan y el mensajero negaban con la cabeza, en señal de pena.
Víctor tragó saliva y presionó sus fríos dedos contra sus sienes.
—Dígame eso de nuevo, sir. Yo… yo no estaba escuchando.
—Digo que su padre no está muerto, aunque está muy grave y postrado en cama. El terrateniente Avelinne nos ha enviado a este hombre para que te cuente las tristes noticias… —Kenneth se acercó a Víctor y lo tomó del brazo—. Verás…, ha sucedido una tragedia.
El corazón de Víctor se detuvo. Apenas podía hablar. Liberó su brazo de la mano de Kenneth y examinó los rostros de los hombres.
—¿Si no es mi padre, entonces de quién se trata? ¿De uno de mis hermanos?
Los tres hombres intercambiaron miradas.
Miradas muy elocuentes.
Y fueron tan fatales que llenaron a Víctor de un pavor mayor al que le habría producido el filo de una espada sobre la garganta. Durante un escalofriante momento, los rostros de sus nueve hermanos aparecieron rápidamente ante sus ojos y Víctor pensó que se iba a desmayar. Pero antes de que eso ocurriera, sir Lachlan sacó de su cinturón un pequeño frasco y se lo entregó.
—Tómese esto. Todo, si puede.
Y así lo hizo Víctor; bebió con tanta ansiedad el fiero whisky que el ardiente líquido le quemó la garganta e hizo que le lloraran los ojos.
Con algunas gotas que continuaban quemando su lengua suavemente, Víctor enderezó sus hombros. Preparándose para lo peor.
—Cuéntenme la verdad —suplicó, sus dedos apretaban en frasco—. ¿Cuál de mis hermanos ha muerto?
—Me apena decirlo, muchacho —Kenneth inhaló profundamente, echando una rápida mirada al mensajero—. No es uno de sus hermanos, sino todos. Se ahogaron en las furiosas aguas del Garbh Uisge cuando el puente se rompió bajo sus pies.
—¡Cristo Dios, nooo!
La conmoción y el horror golpearon a Víctor y se estrellaron contra él en oleadas de frío y calor, mientras un espeluznante silencio se apoderaba del recinto. Víctor no podía oír nada, sólo un agudo zumbido que resonaba en sus oídos como un eco de muerte.
Se trataba de un ronco gemido de otro mundo que él reconoció. Era dolor. Dolor y desesperación.
Cuando el zumbido cesó, Víctor se tambaleó hacia atrás y se dejó caer contra los barriles de vino apilados contra la pared. Las rodillas empezaron a temblarle y se le nubló la vista. Su mundo entero se contraía en un remolino de agua, negra y vacía.
Una vertiginosa oscuridad hizo que todo se volviera aún más atemorizante; se mofaba de él mostrándole destellos de los rostros fríos y grises de sus hermanos muertos, que dieron paso a otras visiones: los rostros de sus hermanos, llenos de vida y salud.
Neill, el mayor, de pelo obscuro y ojos negros como los de Víctor. Seguro de sí mismo y orgulloso, era el más temperamental de todos. Después de Neill venía Kendrick, el más apuesto, con su pícaro semblante y su natural ingenio, con una habilidad innata para enamorar a las muchachas.
Después estaba Hamish, el soñador. Un romántico en secreto, bondadoso, callado y feliz cuando se le dejaba solo para contemplar grandes mitos de caballería e historias de antiguo heroísmo gaélico. Y los otros seis, muy queridos por Víctor, hermanos que habían sido fuente de vida durante los años en que su padre lo había apartado de su lado, exiliándolo a otras tierras.
Ellos habían sido la alegría de su corazón y su único consuelo hasta el día en que había dejado atrás su hogar y había encontrado uno nuevo como escudero de Duncan MacKenzie, el Ciervo Negro de Kintail.
Y ahora, sus hermanos se habían ido.
Cerca de Baldreagan, otoño de 1355
—¿El décimo hijo?
Myriam Avelinne se paseó por el salón, las alarmantes noticias de su padre resonaban como un eco en sus oídos. Su hermana la seguía con la mirada, haciendo que se sintiera incómodamente culpable, lo cual era también angustioso.
Respiró profundamente, esforzándose por ignorar la sensación de que su mundo giraba sin control.
—Sí, recuerdo que existía un hijo más joven, pero… —Hizo una pausa; era difícil hablar mientras los húmedos ojos de Sussana la miraban fijamente. De hecho, no era sólo su hermana mayor quien dificultaba las cosas, eran todos los parientes que llenaban cada espacio del gran salón. Todos la miraban fijamente. Las cabezas giraban y los ojos se entrecerraban. Medían su reacción, como si todo el futuro y la fortuna del clan Avelinne recayeran sobre sus hombros.
Y, según lo que había oído, así era.
Estremeciéndose, se detuvo frente a la silla de su padre y se irguió hasta donde su diminuta estatura se lo permitió.
Pero lo más amenazador era el fiero semblante de Duncan Mor Avelinne, su padre. Mor era un hombre de abundante barba que siempre iba vestido con el plaid tradicional de su casa, y siempre miraba con la misma dureza y el mismo gesto implacable con que blandía su espada.
Viendo esa expresión, tragó saliva con el único deseo de escapar del salón. Pero en vez de huir, se mantuvo en su lugar.
—Verdaderamente, es terrible lo que le ocurrió al terrateniente Macpherson, y me da mucha pena —comenzó a decir Myriam, sin poder vislumbrar el horror de perder nueve hijos de un solo golpe— pero si su intención es insistir en la unión de nuestras casas, ¿no debería ser Sussana la novia?
Al oír sus palabras, Sussana soltó un ahogado quejido.
El rostro de Duncan Mor se endureció, sus enormes manos se abrieron encima de la mesa principal.
—¡Por todos los santos! —estalló. Su cólera hizo que su hija mayor saltara como si la hubieran golpeado.
El hombre se inclinó hacia delante y miró a Myriam con mucha atención.
—Tu hermana debía ser la novia, sí. Y lo era. Estaba comprometida con el hijo mayor de Macpherson, Neill. Tú bien lo sabes. Ahora que Neill y los otros han muerto, sólo queda Víctor.
Duncan Mor hizo una pausa, dejando que las últimas dos palabras quedaran flotando en el nublado y denso aire.
—Sussana ya no tiene quince veranos, ya es mayor, y tus otras tres hermanas ya están casadas. No arriesgaré la alianza con Macpherson negándole al último hijo que le queda la mejor novia que puedo ofrecerle.
Myriam levantó el mentón.
—Que sea como tiene que ser…
—No importa. No ahora. —Sussana le tocó el brazo a Myriam y parpadeó, devolviéndole así el brillo a sus ojos—. Era Neill quien debía ser mío. Yo, yo… lo habría seguido hasta los confines de la tierra, incluso hasta las puertas del infierno —dijo Sussana con voz gruesa, haciendo una reverencia—. No es mi deseo casarme con el joven Víctor.
—Aun así, siento pena por ti. —Myriam soltó un sollozo, una súbita sensación de lástima apretaba su pecho—. Y mi corazón se rompe por los Macpherson.
Duncan Mor gritó.
—Tu hermana es una mujer hecha y derecha con muchos pretendientes. Encontraremos otro esposo para ella —declaró, y miró a su alrededor, esperando que alguien lo rebatiera—. En cuanto a ese viejo zorro, Macpherson, siempre contó con la misma suerte que el diablo. Su dolor menguará cuando recuerde la hermosa cañada en la que podrá poner a pastar su precioso ganado. Eso, sin mencionar sus arcas repletas… ofrecidas gracias a mí.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Myriam. Pero ella no pronunció palabra.
Si su padre tuviera arcas desbordantes para ofrecerle a Alejandro Macpherson, probablemente las llenaría con piedras… o con palabras vacías y embustes.
Segura de aquello, vio a Sussana dar la vuelta y avanzar hacia la chimenea. Con los hombros rectos y la espalda dolorosamente erguida, alcanzaba a ver el rostro de su hermana mayor, pálido a la luz de la hoguera, sus ojos ensombrecidos e hinchados. Y, lo que era peor, su expresión pétrea anunciaba lo que cada uno de los Avelinne sabía.
Neill Macpherson había sido su última oportunidad de casarse.
Eran pocos los pretendientes que apreciarían el robusto y largo cuerpo de Sussana como algo atractivo. Ni siquiera la arrogancia de Duncan Mor, o sus más astutas tretas, podrían transformar su rostro sin gracia en uno agradable.
Ciertamente, no eran pocos los que expresaban desaprobación ante el afecto que mostraba tenerle Neill a Sussana.
Sin embargo, él la había aceptado por lograr hacer una alianza.
Y ahora estaba muerto.
Estremeciéndose, Myriam enredó sus dedos en su falda, la imagen de los últimos momentos de los hermanos Macpherson rondaba en su mente.
Y no porque ella hubiese estado allí, sino porque todos en aquellas colinas sabían cuan traicioneras eran las aguas del río conocido como Garbh Uisge , las Aguas Bravas. Aquellas aguas llenaban el profundo cañón, rodeado de abedules, que dividía las tierras de Avelinne y Macpherson.
Repleto de peligros, el abismo cobraba vida a través de una salvaje y pesada catarata que salpicaba las grandes rocas, a ambos lados del cañón. El repentino crecimiento de los rápidos en el río y sus nubes de espuma recordaban permanentemente la ira de la naturaleza. Era de tal magnitud que poco a poco había ido rompiendo en pedacitos la madera húmeda del puente, azotada por los años.
Ninguno de los dos clanes quiso arreglar el puente, pues ambos terratenientes insistían en que su vecino lo utilizaba más y que, por lo tanto, era quien debía pagar para las reparaciones necesarias.
Su terquedad les había cobrado un lúgubre peaje.
Myriam recorrió el salón a grandes zancadas para alejarse lo más posible de la enorme arrogancia de su padre.
—Lo sabes muy bien —dijo Myriam, aún dándole la espalda a su padre, mientras abría las persianas de una de las ventanas—. Nada en este mundo calmará el dolor de Macpherson.
—Tal vez no —dijo súbitamente Duncan Mor—, pero si el hombre no encuentra consuelo en las ventajas que podrá cosechar con esta alianza, entonces es mucho más tonto de lo que yo pensaba.
Para desconsuelo de Myriam, una ola de inmediato y común acuerdo entre los presentes recorrió el salón. Se escucharon murmullos de aprobación, seguidos por sonidos de brindis de las jarras de cerveza y escandalosas aclamaciones. Duncan Mor emitió un gruñido de satisfacción.
Myriam no dijo nada. Contempló la brumosa noche de lluvia, la silueta de escarpadas colinas negras y el titilante brillo de estrellas distantes que iluminaban la noche a través de las grises nubes esparcidas por el viento.
—Quizá tengas razón, y esta alianza le reporte ventajas —dijo Myriam, finalmente, recibiendo con gusto el frío de la noche en su rostro—. Sin embargo, hablaré para expresar mi desacuerdo con lo que estamos haciendo: me parece terrible aprovecharse de un hombre que ha caído y aún se está hundiendo.
—¿Dices que me estoy aprovechando de él? —retumbó la gruesa voz de Duncan Mor en el gran salón—. Será mejor que hables claramente, muchachita, y apártate de la ventana.
Myriam mantuvo su mirada sobre el brillo plateado del río que serpenteaba en medio de los árboles, no muy lejos de los muros del castillo Fairmaiden. Más viejo que el tiempo, el lento río se mostraba más plácido que las aguas blancas del río Garbh Uisge, que había reclamado tantas vidas inocentes.
Y había conducido a otros a una situación tan inesperada.
Incluso a Myriam.
Por fin, Myriam se apartó de la ventana. Sussana se encontraba de pie, en un rincón oscuro; su demacrado y lloroso rostro se escondía de la luz de la hoguera. Pero nadie le hacía caso porque todos miraban a Myriam. Su padre era el que la contemplaba con mayor interés, con el ceño fruncido y una extraña expresión en el rostro.
Myriam dio un paso hacia delante.
—¿Entonces? —demandó Duncan Mor, cuya mirada casi cortaba el aire—. ¿Me estás acusando de tratar de engañar a Macpherson?
—No, yo… —Myriam se detuvo, incapaz de mentir.
El famoso movimiento de la mano de su padre y la dureza de sus palabras eran muy conocidos en todas las Tierras Altas.
Aproximándose, Myriam pensó en una manera de suavizar la incómoda situación.
—Yo nunca te acusaría de nada —se aventuró a decir, con la esperanza de que sólo ella hubiera escuchado el cinismo en el tono de su voz—. Y para demostrarlo, estoy dispuesta a casarme. La verdad es que estoy deseando tener un esposo y un hogar propio.
—Entonces, ¿por qué tienes la expresión de quien ha probado algo amargo?
—Porque —admitió Myriam— no creo que Alejandro Macpherson aprecie que nos entrometamos…
—¿Entonces soy un entrometido? —Duncan Mor se puso de pie, desordenando los pergaminos que se encontraban extendidos frente a él—. ¡Lo que estoy haciendo es ayudar a ese viejo tonto! ¿Acaso no has oído decir que no se levanta de la cama? ¿No has escuchado que tiene miedo de abandonar su habitación porque cree que los fantasmas de sus hijos han regresado a Baldreagan? ¿No has oído que dice que los fantasmas se le aparecen para atormentarlo?
Duncan Mor la miraba fijamente y bramaba.
—Aún no ha perdido totalmente la razón, pero si nadie le hecha una mano, así será. Necesita a Víctor.
—¿Desde cuándo te interesa el bienestar de Macpherson? —dijo Myriam en tono retador, subiéndose al estrado—. Alejandro y tú nunca habéis sido amigos.
—Somos vecinos. —El padre de Myriam bajó la mirada, interesándose repentinamente por examinar el hilo de color atado alrededor de un pergamino—. Quiero evitar que se vuelva loco, aunque para lograrlo tenga que hacer algunas cosas que sé que le molestarán.
—Si persistes en llevar a cabo tu absurdo plan, será cuando se volverá loco. —Myriam le quitó el rollo de pergamino a su padre y lo sostuvo lejos de su alcance—. Alejandro Macpherson nunca ha hablado de Víctor con cariño. Todo lo contrario; siempre ha dicho que ese chico era como una espina clavada bajo sus costillas.
Duncan Mor respiraba fuertemente, sorprendido por la franqueza con la que Myriam le estaba hablando.
Ni los Macpherson ni el joven Víctor sabían que su padre aún quería mantener la alianza entre las dos familias.
—He oído decir que Víctor se ha convertido en un buen muchacho, un caballero. Incluso peleó junto al rey David en el cruce de Neville, durante el otoño pasado. Su coraje y su valor fueron reconocidos por todos los que lucharon junto a él. Alejandro cambiará de opinión sobre el muchacho, una vez que regrese a casa.
—Aun así… —Myriam apretó el pergamino en su mano—. No estoy de acuerdo con enviarle la noticia a Víctor hasta que el terrateniente Macpherson esté recuperado y pueda decidir si sigue deseando la unión de las dos casas.
Para su horror, su padre se echó a reír, como también hizo el escribano con los dedos manchados de tinta.
—¡Demasiado tarde! —Los ojos de Duncan Mor se encendieron con malicia—. Ese rollo que tienes en la mano es un mensaje para tu hermana en Inverness, preguntándole por su salud y dándole las gracias por el vino que su esposo nos envió. Y por los numerosos frascos de miel con sabor a brezo. Nos enviaron todas esas cosas porque ya se han enterado de tu boda…
Myriam dejó caer el pergamino.
—¿Quieres decir que ya le has enviado aviso a Víctor? ¿Sin informar a Macpherson?
Su padre la miró con altanería.
—Algún día me lo agradecerás. Tú, y ese hablador de tonterías, Macpherson.
—¿Y Víctor?
Duncan Mor gruñó.
—¡Él más que nadie… una vez que se fije en ti!
Dejando a un lado su mal humor, la miró de abajo arriba.
—¿Qué hombre joven no estaría satisfecho con tan delicado encanto?
Pero Myriam no estaba tan segura. Se tocó la gruesa trenza que caía sobre su espalda, sin saber que brillaba como a la luz del fuego. Luego fijó su mirada en sus pequeñas manos y en sus diminutos pies, y después en sus pequeños senos. Era cualquier cosa excepto una mujer completa, excepto una mujer lascivamente curvilínea y madura. Dudaba que cualquier hombre la encontrara atractiva. Dudaba que Víctor se sintiera satisfecho con una esposa como ella.
A ningún hombre le gusta ser engañado.
Tras kilómetros de oscuras colinas y desolados pantanos cubiertos de helechos y Serbales quemados por el invierno, el castillo Cuidrach del clan MacKenzie surgía sobre las silenciosas aguas de lago Hourn, las orgullosas torres de la fortaleza y ese gran centinela, la Piedra del Bastardo, que dibujaba su silueta contra el frío y congelado cielo.
Una helada noche; gélidas estrellas brillaban en el cielo y cortantes vientos silbaban cuando pasaban por las ventanas, agitando las persianas y haciendo que quienes se encontraban dentro se sintieran felices en presencia de las llamas bailarinas de la hoguera en el interior del gran salón. Escuderos, ansiosos de servir, circulaban con bandejas de vino caliente con especias y montoncillos de pasteles de carne recién horneados. Bancos llenos de hombres, riendo y empujándose entre sí, rodeaban el calor del fuego. Sus masculinas carcajadas se elevaban hasta las vigas del techo. Demasiada alegría resonaba en todos los oídos.
Sólo uno de los residentes de Cuidrach rechazaba el confort y el abrigo del gran salón aquella noche, sólo uno buscaba la privacidad de una pequeña alacena llena de tonelitos de vino y la luz de una antorcha: Víctor Macpherson.
Manteniendo un juramento que, seguramente, haría retorcer los dedos de los pies del mismísimo diablo, el joven Víctor del Serbal, llamado a veces Víctor el Pequeño a manera de burla, miraba fijamente la gotita de sangre en su dedo pulgar.
La quinta herida que él se había provocado a sí mismo en menos de una hora.
Y sospechaba que, tal vez, no sería la última. No, si quería completar su tarea.
Suspirando, se limpió la sangre del dedo con la lengua y acercó su taburete a la antorcha que más brillaba en la pared. Tal vez, con una luz más brillante, tendría una mejor oportunidad de coser los dobladillos sueltos de su nueva túnica de lino.
El regalo de cumpleaños de la esposa de su señor.
Y la túnica más fina que jamás había poseído. Más suave que los pétalos de una rosa, con un atrevido diseño nórdico alrededor del cuello. Con tan sólo mirarla, sus mejillas enrojecían de placer y su corazón saltaba al pensar en las largas horas que habría pasado su lady cosiendo semejante regalo para él. Un regalo que había decidido usar para la celebración de su cumpleaños, esa misma noche.
Definitivamente, lo haría.
Aunque… si la túnica no le apretara tanto a la altura de los hombros, si las mangas no fueran demasiado cortas para él… Y sus tontos dedos tan malditamente torpes.
Frunciendo el ceño, levantó la aguja y se puso a trabajar de nuevo. A decir verdad, la túnica no tenía nada de malo…, era él.
Siempre había sido él.
Simplemente, él era demasiado grande.
Y además, pensó un momento después, también tenía un oído muy agudo, al menos lo suficientemente agudo como para notar el súbito silencio que se había hecho de repente justo al otro lado de la puerta de la alacena en donde él se encontraba.
Inclinó la cabeza para escuchar.
Sus instintos no le habían mentido.
Era un hecho que las oleadas de risas y canciones picarescas se habían apagado, habían desaparecido, lo único que se oía eran los ocasionales ladridos de los perros del castillo. Ya no se escuchaban las carcajadas de las alegres mujeres. Una quietud absoluta se había apoderado del gran salón de Cuidrach con la firmeza de un puño apretado. El extraño silencio ahogaba completamente cualquier sonido. Se trataba de una especie de profundo mutismo que surgía como un mal presagio y que incluso guardaba un significado siniestro… a juzgar por la manera en que se erizaban los finos pelos de su nuca y el helado escalofrío que se derramaba por su espina dorsal.
Con curiosidad, puso a un lado la túnica a medio remendar y la aguja, y se puso de pie, pero antes de que pudiera atravesar la pequeña alacena, la puerta se abrió, súbitamente. Su señor, sir Kenneth MacKenzie, estaba parado en el umbral de la puerta, rodeado por sir Lachlan, el capitán de la guarnición de Cuidrach, y un hombre con aspecto de viajero, al cual Víctor jamás había visto.
El extraño llevaba un abrigo empapado colgado sobre sus hombros y su cabello enredado por el viento delataba una dura cabalgata. Sin embargo, no fueron las embarradas botas del hombre y sus ojos hinchados por la fatiga lo que hizo que la boca de Víctor se secara.
Fue la mirada del extraño.
El innegable aspecto de angustia y lástima con que lo miraba aquel hombre llenaba la pequeña alacena hasta el punto en que Víctor pensó que se podría ahogar en la pena.
Especialmente, cuando vio la misma pesada tristeza reflejada en los ojos de sir Kenneth y sir Lachlan.
Víctor se quedó inmóvil.
—¿Qué ocurre? —preguntó, su mirada saltaba de cara en cara—. Díganmelo de una buena vez, pues puedo darme cuenta de que algo terrible ha pasado.
—Sí, muchacho, me temo que así es. Quisiéramos que fuera de otra manera, pero…
Kenneth miró al extraño y se aclaró su garganta.
—Verás, este hombre viene de Carnach, al norte de Kintail. Duncan Mor Avelinne, del castillo Fairmaiden, lo envió. Trae malas noticias. Tu padre…
—¡Tenga piedad! —dijo Víctor mirándolo fijamente—. No me lo diga… ¿ha muerto?
Ninguno de los hombres pronunció palabra, pero sus tensas y lúgubres expresiones lo decían todo.
Víctor parpadeó. Una ola de oscuro vértigo se apoderó de él. Incluso el suelo parecía hundirse y ceder bajo sus pies. No podía ser cierto. Nada podía haber derrotado a su indomable padre. Alejandro Macpherson había sido forjado con el más frío hierro, tenía acero fluyendo por sus venas. Víctor sabía que no debía interesarle lo que el destino le tuviera deparado a un padre que nunca lo había querido, que jamás lo había tratado como a un hijo…
Pero sí le interesaba.
Mucho más de lo que hubiera creído. Tanto que el rugido de su propia sangre en sus oídos le impedía escuchar lo que Kenneth decía. Sólo alcanzaba a ver su boca moviéndose y la triste manera en que sir Lachlan y el mensajero negaban con la cabeza, en señal de pena.
Víctor tragó saliva y presionó sus fríos dedos contra sus sienes.
—Dígame eso de nuevo, sir. Yo… yo no estaba escuchando.
—Digo que su padre no está muerto, aunque está muy grave y postrado en cama. El terrateniente Avelinne nos ha enviado a este hombre para que te cuente las tristes noticias… —Kenneth se acercó a Víctor y lo tomó del brazo—. Verás…, ha sucedido una tragedia.
El corazón de Víctor se detuvo. Apenas podía hablar. Liberó su brazo de la mano de Kenneth y examinó los rostros de los hombres.
—¿Si no es mi padre, entonces de quién se trata? ¿De uno de mis hermanos?
Los tres hombres intercambiaron miradas.
Miradas muy elocuentes.
Y fueron tan fatales que llenaron a Víctor de un pavor mayor al que le habría producido el filo de una espada sobre la garganta. Durante un escalofriante momento, los rostros de sus nueve hermanos aparecieron rápidamente ante sus ojos y Víctor pensó que se iba a desmayar. Pero antes de que eso ocurriera, sir Lachlan sacó de su cinturón un pequeño frasco y se lo entregó.
—Tómese esto. Todo, si puede.
Y así lo hizo Víctor; bebió con tanta ansiedad el fiero whisky que el ardiente líquido le quemó la garganta e hizo que le lloraran los ojos.
Con algunas gotas que continuaban quemando su lengua suavemente, Víctor enderezó sus hombros. Preparándose para lo peor.
—Cuéntenme la verdad —suplicó, sus dedos apretaban en frasco—. ¿Cuál de mis hermanos ha muerto?
—Me apena decirlo, muchacho —Kenneth inhaló profundamente, echando una rápida mirada al mensajero—. No es uno de sus hermanos, sino todos. Se ahogaron en las furiosas aguas del Garbh Uisge cuando el puente se rompió bajo sus pies.
—¡Cristo Dios, nooo!
La conmoción y el horror golpearon a Víctor y se estrellaron contra él en oleadas de frío y calor, mientras un espeluznante silencio se apoderaba del recinto. Víctor no podía oír nada, sólo un agudo zumbido que resonaba en sus oídos como un eco de muerte.
Se trataba de un ronco gemido de otro mundo que él reconoció. Era dolor. Dolor y desesperación.
Cuando el zumbido cesó, Víctor se tambaleó hacia atrás y se dejó caer contra los barriles de vino apilados contra la pared. Las rodillas empezaron a temblarle y se le nubló la vista. Su mundo entero se contraía en un remolino de agua, negra y vacía.
Una vertiginosa oscuridad hizo que todo se volviera aún más atemorizante; se mofaba de él mostrándole destellos de los rostros fríos y grises de sus hermanos muertos, que dieron paso a otras visiones: los rostros de sus hermanos, llenos de vida y salud.
Neill, el mayor, de pelo obscuro y ojos negros como los de Víctor. Seguro de sí mismo y orgulloso, era el más temperamental de todos. Después de Neill venía Kendrick, el más apuesto, con su pícaro semblante y su natural ingenio, con una habilidad innata para enamorar a las muchachas.
Después estaba Hamish, el soñador. Un romántico en secreto, bondadoso, callado y feliz cuando se le dejaba solo para contemplar grandes mitos de caballería e historias de antiguo heroísmo gaélico. Y los otros seis, muy queridos por Víctor, hermanos que habían sido fuente de vida durante los años en que su padre lo había apartado de su lado, exiliándolo a otras tierras.
Ellos habían sido la alegría de su corazón y su único consuelo hasta el día en que había dejado atrás su hogar y había encontrado uno nuevo como escudero de Duncan MacKenzie, el Ciervo Negro de Kintail.
Y ahora, sus hermanos se habían ido.
aitanalorence- VBB ORO
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Re: fuego y pasión
gracias por el capi aitana megusta la nove nueva
nayelive- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
gracias nombre bn consentidas nos tienes saludops y besoso para la baby
hasta pronto
hasta pronto
fresita- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
Gracias por el Cap Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
Pobre Vic, ke fea noticia. Gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: fuego y pasión
gracias por el capitulo
jai33sire- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: fuego y pasión
graciias x le cap niiña esto se pone cada vez mas interesante saludos
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
Saludos y gracias por sus mensajes
Víctor cerró los ojos y tragó saliva. No lo podía creer; no podría aceptar aquella pérdida mientras siguiera respirando. Pero cuando abrió los ojos y vio los conmovidos rostros de los tres hombres en el umbral de la puerta de la alacena, supo que era cierto.
Aun así, intentó negarlo.
—No puede ser. Mis hermanos conocían cada pequeño Serbal, cada centímetro de tierra fértil, cada laguna, cada piedra y colina sobre la faz de nuestra tierra. Cruzaban ese puente todos los días, si hubiera estado a punto de romperse, ellos se habrían dado cuenta.
El mensajero se encogió de hombros, estaba claramente incómodo.
—Se cree que las recurrentes lluvias de estos últimos días debilitaron la madera. Los cimientos estaban viejos y cuarteados, algunos incluso estaban podridos. Perdóneme, señor, pero hace años que usted no visita Baldreagan. El puente estaba muy mal, necesitaba con urgencia una buena reparación.
Víctor luchó contra el dolor, devolviéndole al mensajero una mirada inquisitiva.
—¿Está usted seguro de que están muertos? ¿Los nueve? ¿No hay ninguna duda?
—No hay duda, hijo, lo siento. —El hombre negó con la cabeza, sus palabras aplastaron el último rayo de esperanza de Víctor—. Vi sus cuerpos con mis propios ojos. Yo estaba allí cuando los sacaron del río.
Víctor asintió sin poder hablar.
Aquellas palabras abrieron un hueco en su corazón, revolviendo imágenes que no soportaba recordar. Haciendo un gran esfuerzo, se alejó de los toneles de vino y se acercó al ventanuco de la alacena, alegrándose de recibir la helada ventisca y el fuerte olor de la lluvia en el crudo y húmedo viento.
Enrolló sus dedos alrededor de su cinturón y se agarró a él con fuerza, mientras observaba la niebla nocturna, el oscuro camino de pinos que se acurrucaba tan cerca de los muros.
Tragando con fuerza, fijó su mirada en los silenciosos montes, con la esperanza de que su paz lo calmara. Pero aquella noche la belleza de Kintail le falló.
De hecho, Víctor pensaba en que hacía sólo un momento su única preocupación era cómo reparar su túnica, mientras que ahora… Soltó un largo suspiro, mientras Valeroso, su viejo perro, le empujaba la pierna y gimoteaba, esperando que su amo bajara la mano y le acariciara su peluda cabeza. Como Víctor no lo hizo, Valeroso miró a su amo con ojos llenos de preocupación y batió su desaliñada cola sobre la estera de juncos. Neill le había regalado aquel perro, Víctor lo recordaba. Aquel recuerdo hizo que su cuerpo se estremeciera en un espasmo de dolor. Pero apenas pasó el temblor, se apartó de la ventana; ya había tomado una decisión.
Se aclaró la garganta.—Nunca me ha gustado visitar lugar
es en los que no soy bien acogido —comenzó a decir, muy serio y solemne—, pero debo ir a Baldreagan, así mi presencia le agrade o no a mi padre. Debo presentar mis respetos a mis hermanos. Es una deuda que tengo con ellos.
Para su sorpresa, la boca del mensajero se curvó, formando una extraña sonrisa.
—Me alegro mucho de oírle decir eso. —Dio un paso hacia delante—. Como puede ver, he traído algo más que malas noticias.
Hizo una pausa, elevando su pecho levemente.
—Si le digo la verdad, tengo algo que le puede interesar muchísimo.
Víctor levantó una ceja y permaneció en silencio.
Inalterable, el mensajero buscó en los bolsillos de su abrigo y sacó un rollo de pergamino, atado con una colorida cuerda, sellado con cera.
—Aquí hay algo que puede ayudar a animar su doliente corazón. Verá, es una carta de…
—¿Mi padre? —preguntó Víctor, incrédulo.
El mensajero sacudió la cabeza.
—Oh, no, por Dios, su padre no está en condiciones de escribir cartas. Es del terrateniente Avelinne, quien le envía esta carta en nombre de su padre y con el deseo de hacerle a usted un bien.
Víctor ojeó la carta con desconfianza.
—Mi padre y Duncan Mor nunca fueron buenos amigos, más bien lo contrario. Me parece normal que Avelinne, como nuestro vecino más cercano, se encargue de informarme de la muerte de mis hermanos, dado que mi padre no puede hacerlo. Pero… ¿enviar una carta en nombre de mi padre? ¿Enviarme a mí una carta? No, no puedo creerlo.
—Juro por mi alma que es cierto. —El mensajero le alcanzó el pergamino—. Durante el año que usted ha estado lejos han cambiado muchas cosas. Lea usted la carta y lo sabrá. Puede que se lleve una agradable sorpresa.
Víctor lanzó un juramento. No quería que su dolor recayera sobre el desafortunado mensajero, pero tampoco podía complacerlo.
—Yo diría que ya he tenido suficientes sorpresas por hoy. —Se cruzó de brazos—. No estoy seguro de querer estar al tanto de más novedades…
Sin embargo, después de un momento, tomó el pergamino y pasó su dedo pulgar sobre el sello.
—Aunque debo admitir que tengo cierta curiosidad.
—Entonces, lea la carta —lo animó Kenneth—. Lo que dice este hombre tiene sentido, Víctor. Ahora puede ser un buen momento para eliminar la distancia que hay entre usted y su padre y dejar el pasado atrás.
«Llevo toda mi vida intentando hacer eso… en vano», pensó Víctor, y estuvo a punto de decirlo en voz alta. Pero en lugar de ello, se vio a sí mismo rompiendo el sello de cera y desenrollando el pergamino. Se acercó a una de las antorchas en la pared y cuando observó las gruesas líneas de tinta sintió una rara mezcla de sorpresa y consternación.
Y un breve destello de ira también. Que sólo lo quisieran en su casa en un momento así, bajo circunstancias tan dolorosas. Pero también…
Cuando acabó de leer el pergamino, no podía creerlo. Quiso hablar, pero no le salieron las palabras… ¡Qué ironía! Si Duncan Mor no le estaba mintiendo por alguna razón, si lo que decía era cierto, todo lo que siempre había querido estaría ahora a su alcance.
Si hacía lo que se le pedía.
Era la primera vez en su vida que sería bien acogido en su casa.
Se dirigió al mensajero, tratando de no fruncir el ceño.
—¿Sabe usted lo que dice aquí? —El hombre negó con la cabeza—. ¿Es cierto que mi padre y Duncan Mor han hecho una alianza? ¿Una alianza que pretendían sellar con el matrimonio de mi hermano Neill y la hija mayor de Duncan Mor?
El hombre asintió con la cabeza.
—Es la verdad de Dios. Así es. Estoy tan seguro de ello como de que me encuentro aquí de pie. —Recibió el vaso de cerveza que sir Lachlan le ofreció y tomó un sorbo antes de continuar—. Su padre tiene dolorosas necesidades, pregunta todos los días si usted ya ha llegado. Cada día está más grave y ya no sale de su habitación. Todos esperamos que su regreso sea beneficioso para él.
El hombre dio un paso hacia delante y posó una mano sobre el brazo de Víctor.
—Todos esperamos que su padre se recupere con su regreso. Además, sólo usted puede conseguir que la alianza entre los dos clanes se restablezca.
—¿A través de mi matrimonio con esa tal Myriam?
—Así es, hombre, ¿qué otra chica le darían? —El mensajero alzó la mirada y se enfrentó a Víctor con humildad—. Pobre Sussana, se le rompió el corazón con la pérdida de su Neill y, además, es demasiado mayor para usted. Las otras hijas ya están casadas. Debe ser Myriam, ella es la más joven. Y sigue siendo una señorita soltera.
Víctor vio la mirada de recelo del mensajero y se sintió atrapado. Como si acabaran de colocarle un yugo sobre los hombros.
Poco le importaba si Myriam Avelinne era muy joven. Y su estado de soltería le importaba aún menos.
Recordó a las jovencitas del castillo Fairmaiden. Desafortunadamente, no las recordó por sus nombres. Si la memoria no le fallaba, no había ni una sola entre aquellas crías con la que hubiera deseado estar en una noche sin luna. Y con seguridad no había ni una con la que quisiera compartir su lecho.
Una, incluso, lo igualaba en estatura y corpulencia. Otra tenía un bigote que la mayoría de los hombres envidiaría. Y había una que siempre olía a cebolla. A decir verdad, no podía recordar una sola característica que pudiera redimir a alguna de ellas.
Casarse con alguna de aquellas mujeres sería la mejor forma de asegurarse un futuro de desgracias y miseria.
No obstante, sí quería ver a su padre. Quería ayudarlo, si podía.
Víctor suspiró, sintió el yugo presionando su cuello.
—Estaba seguro de que no volvería a ver a mi padre en esta vida. Y mucho menos que él pudiera necesitarme. En cuanto a que una de las hijas de Avelinne se convierta en mi esposa…
—Ah, pero Myriam es más que complaciente. Y muy simpática. —El mensajero se paró frente a él, bloqueando el camino para que Víctor no pudiera ir de nuevo a la ventana—. Cuando se case con ella, recibirá una magnífica dote de matrimonio. Las mejores tierras para que paste el ganado de su padre. Se lo digo, no lo lamentará. Lo juro por las almas de mis hijos.
—Lo pensaré —ofreció Víctor, haciendo su mayor esfuerzo por esconder su inconformidad.
—¿Por qué no va a comer algo al salón? Después, váyase a dormir y descanse, que lo necesita —Kenneth tomó al mensajero por el codo y lo guió hacia la puerta—. Mañana, Víctor le dirá cuál es su decisión.
Cuando el hombre se hubo marchado, se dirigió a Víctor:
—No lo entiendo. Su mayor deseo, durante toda su vida, ha sido que su padre lo llamara y lo necesitara. Y ahora que es así parece incómodo… ¿por qué? ¿Es porque todos esperan que se case con esa muchacha?
Víctor cruzó los brazos sobre el pecho. Podía ser un hombre digno y caballeroso y hacer lo que se esperaba de él, pero se condenaría para toda la vida… y no quería que eso pasara. Pero tampoco podía mostrar en público su preocupación.
Hubiera querido admitir que prefería que sus partes nobles se marchitaran y se cayeran antes que verse obligado a llevar a la cama a una de las hijas de Duncan Mor. ¡Pero no podía decir eso!
Víctor cerró los ojos y tragó saliva. No lo podía creer; no podría aceptar aquella pérdida mientras siguiera respirando. Pero cuando abrió los ojos y vio los conmovidos rostros de los tres hombres en el umbral de la puerta de la alacena, supo que era cierto.
Aun así, intentó negarlo.
—No puede ser. Mis hermanos conocían cada pequeño Serbal, cada centímetro de tierra fértil, cada laguna, cada piedra y colina sobre la faz de nuestra tierra. Cruzaban ese puente todos los días, si hubiera estado a punto de romperse, ellos se habrían dado cuenta.
El mensajero se encogió de hombros, estaba claramente incómodo.
—Se cree que las recurrentes lluvias de estos últimos días debilitaron la madera. Los cimientos estaban viejos y cuarteados, algunos incluso estaban podridos. Perdóneme, señor, pero hace años que usted no visita Baldreagan. El puente estaba muy mal, necesitaba con urgencia una buena reparación.
Víctor luchó contra el dolor, devolviéndole al mensajero una mirada inquisitiva.
—¿Está usted seguro de que están muertos? ¿Los nueve? ¿No hay ninguna duda?
—No hay duda, hijo, lo siento. —El hombre negó con la cabeza, sus palabras aplastaron el último rayo de esperanza de Víctor—. Vi sus cuerpos con mis propios ojos. Yo estaba allí cuando los sacaron del río.
Víctor asintió sin poder hablar.
Aquellas palabras abrieron un hueco en su corazón, revolviendo imágenes que no soportaba recordar. Haciendo un gran esfuerzo, se alejó de los toneles de vino y se acercó al ventanuco de la alacena, alegrándose de recibir la helada ventisca y el fuerte olor de la lluvia en el crudo y húmedo viento.
Enrolló sus dedos alrededor de su cinturón y se agarró a él con fuerza, mientras observaba la niebla nocturna, el oscuro camino de pinos que se acurrucaba tan cerca de los muros.
Tragando con fuerza, fijó su mirada en los silenciosos montes, con la esperanza de que su paz lo calmara. Pero aquella noche la belleza de Kintail le falló.
De hecho, Víctor pensaba en que hacía sólo un momento su única preocupación era cómo reparar su túnica, mientras que ahora… Soltó un largo suspiro, mientras Valeroso, su viejo perro, le empujaba la pierna y gimoteaba, esperando que su amo bajara la mano y le acariciara su peluda cabeza. Como Víctor no lo hizo, Valeroso miró a su amo con ojos llenos de preocupación y batió su desaliñada cola sobre la estera de juncos. Neill le había regalado aquel perro, Víctor lo recordaba. Aquel recuerdo hizo que su cuerpo se estremeciera en un espasmo de dolor. Pero apenas pasó el temblor, se apartó de la ventana; ya había tomado una decisión.
Se aclaró la garganta.—Nunca me ha gustado visitar lugar
es en los que no soy bien acogido —comenzó a decir, muy serio y solemne—, pero debo ir a Baldreagan, así mi presencia le agrade o no a mi padre. Debo presentar mis respetos a mis hermanos. Es una deuda que tengo con ellos.
Para su sorpresa, la boca del mensajero se curvó, formando una extraña sonrisa.
—Me alegro mucho de oírle decir eso. —Dio un paso hacia delante—. Como puede ver, he traído algo más que malas noticias.
Hizo una pausa, elevando su pecho levemente.
—Si le digo la verdad, tengo algo que le puede interesar muchísimo.
Víctor levantó una ceja y permaneció en silencio.
Inalterable, el mensajero buscó en los bolsillos de su abrigo y sacó un rollo de pergamino, atado con una colorida cuerda, sellado con cera.
—Aquí hay algo que puede ayudar a animar su doliente corazón. Verá, es una carta de…
—¿Mi padre? —preguntó Víctor, incrédulo.
El mensajero sacudió la cabeza.
—Oh, no, por Dios, su padre no está en condiciones de escribir cartas. Es del terrateniente Avelinne, quien le envía esta carta en nombre de su padre y con el deseo de hacerle a usted un bien.
Víctor ojeó la carta con desconfianza.
—Mi padre y Duncan Mor nunca fueron buenos amigos, más bien lo contrario. Me parece normal que Avelinne, como nuestro vecino más cercano, se encargue de informarme de la muerte de mis hermanos, dado que mi padre no puede hacerlo. Pero… ¿enviar una carta en nombre de mi padre? ¿Enviarme a mí una carta? No, no puedo creerlo.
—Juro por mi alma que es cierto. —El mensajero le alcanzó el pergamino—. Durante el año que usted ha estado lejos han cambiado muchas cosas. Lea usted la carta y lo sabrá. Puede que se lleve una agradable sorpresa.
Víctor lanzó un juramento. No quería que su dolor recayera sobre el desafortunado mensajero, pero tampoco podía complacerlo.
—Yo diría que ya he tenido suficientes sorpresas por hoy. —Se cruzó de brazos—. No estoy seguro de querer estar al tanto de más novedades…
Sin embargo, después de un momento, tomó el pergamino y pasó su dedo pulgar sobre el sello.
—Aunque debo admitir que tengo cierta curiosidad.
—Entonces, lea la carta —lo animó Kenneth—. Lo que dice este hombre tiene sentido, Víctor. Ahora puede ser un buen momento para eliminar la distancia que hay entre usted y su padre y dejar el pasado atrás.
«Llevo toda mi vida intentando hacer eso… en vano», pensó Víctor, y estuvo a punto de decirlo en voz alta. Pero en lugar de ello, se vio a sí mismo rompiendo el sello de cera y desenrollando el pergamino. Se acercó a una de las antorchas en la pared y cuando observó las gruesas líneas de tinta sintió una rara mezcla de sorpresa y consternación.
Y un breve destello de ira también. Que sólo lo quisieran en su casa en un momento así, bajo circunstancias tan dolorosas. Pero también…
Cuando acabó de leer el pergamino, no podía creerlo. Quiso hablar, pero no le salieron las palabras… ¡Qué ironía! Si Duncan Mor no le estaba mintiendo por alguna razón, si lo que decía era cierto, todo lo que siempre había querido estaría ahora a su alcance.
Si hacía lo que se le pedía.
Era la primera vez en su vida que sería bien acogido en su casa.
Se dirigió al mensajero, tratando de no fruncir el ceño.
—¿Sabe usted lo que dice aquí? —El hombre negó con la cabeza—. ¿Es cierto que mi padre y Duncan Mor han hecho una alianza? ¿Una alianza que pretendían sellar con el matrimonio de mi hermano Neill y la hija mayor de Duncan Mor?
El hombre asintió con la cabeza.
—Es la verdad de Dios. Así es. Estoy tan seguro de ello como de que me encuentro aquí de pie. —Recibió el vaso de cerveza que sir Lachlan le ofreció y tomó un sorbo antes de continuar—. Su padre tiene dolorosas necesidades, pregunta todos los días si usted ya ha llegado. Cada día está más grave y ya no sale de su habitación. Todos esperamos que su regreso sea beneficioso para él.
El hombre dio un paso hacia delante y posó una mano sobre el brazo de Víctor.
—Todos esperamos que su padre se recupere con su regreso. Además, sólo usted puede conseguir que la alianza entre los dos clanes se restablezca.
—¿A través de mi matrimonio con esa tal Myriam?
—Así es, hombre, ¿qué otra chica le darían? —El mensajero alzó la mirada y se enfrentó a Víctor con humildad—. Pobre Sussana, se le rompió el corazón con la pérdida de su Neill y, además, es demasiado mayor para usted. Las otras hijas ya están casadas. Debe ser Myriam, ella es la más joven. Y sigue siendo una señorita soltera.
Víctor vio la mirada de recelo del mensajero y se sintió atrapado. Como si acabaran de colocarle un yugo sobre los hombros.
Poco le importaba si Myriam Avelinne era muy joven. Y su estado de soltería le importaba aún menos.
Recordó a las jovencitas del castillo Fairmaiden. Desafortunadamente, no las recordó por sus nombres. Si la memoria no le fallaba, no había ni una sola entre aquellas crías con la que hubiera deseado estar en una noche sin luna. Y con seguridad no había ni una con la que quisiera compartir su lecho.
Una, incluso, lo igualaba en estatura y corpulencia. Otra tenía un bigote que la mayoría de los hombres envidiaría. Y había una que siempre olía a cebolla. A decir verdad, no podía recordar una sola característica que pudiera redimir a alguna de ellas.
Casarse con alguna de aquellas mujeres sería la mejor forma de asegurarse un futuro de desgracias y miseria.
No obstante, sí quería ver a su padre. Quería ayudarlo, si podía.
Víctor suspiró, sintió el yugo presionando su cuello.
—Estaba seguro de que no volvería a ver a mi padre en esta vida. Y mucho menos que él pudiera necesitarme. En cuanto a que una de las hijas de Avelinne se convierta en mi esposa…
—Ah, pero Myriam es más que complaciente. Y muy simpática. —El mensajero se paró frente a él, bloqueando el camino para que Víctor no pudiera ir de nuevo a la ventana—. Cuando se case con ella, recibirá una magnífica dote de matrimonio. Las mejores tierras para que paste el ganado de su padre. Se lo digo, no lo lamentará. Lo juro por las almas de mis hijos.
—Lo pensaré —ofreció Víctor, haciendo su mayor esfuerzo por esconder su inconformidad.
—¿Por qué no va a comer algo al salón? Después, váyase a dormir y descanse, que lo necesita —Kenneth tomó al mensajero por el codo y lo guió hacia la puerta—. Mañana, Víctor le dirá cuál es su decisión.
Cuando el hombre se hubo marchado, se dirigió a Víctor:
—No lo entiendo. Su mayor deseo, durante toda su vida, ha sido que su padre lo llamara y lo necesitara. Y ahora que es así parece incómodo… ¿por qué? ¿Es porque todos esperan que se case con esa muchacha?
Víctor cruzó los brazos sobre el pecho. Podía ser un hombre digno y caballeroso y hacer lo que se esperaba de él, pero se condenaría para toda la vida… y no quería que eso pasara. Pero tampoco podía mostrar en público su preocupación.
Hubiera querido admitir que prefería que sus partes nobles se marchitaran y se cayeran antes que verse obligado a llevar a la cama a una de las hijas de Duncan Mor. ¡Pero no podía decir eso!
aitanalorence- VBB ORO
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Re: fuego y pasión
Muchas gracias por el capitulo
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
gracias aitana por el capi besos a la bb
nayelive- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
Ya kiero ke se conosca, muchas gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: fuego y pasión
Gracias por el Cap Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
INTERESANTES CAPÍTULOS, GRACIAS
mats310863- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
—Venga, no te preocupes tanto por esa boda. —Sir Lachlan tomó la carta y le echó un vistazo—. Esto no te obliga a nada, tú no te has comprometido a casarte con nadie —dijo, levantando su mirada del pergamino—. No tienes que hacer algo que no quieras sólo porque te lo propongan.
Y ése era el problema de Víctor. Deseaba con todas sus fuerzas regresar a su casa. Tanto que su corazón casi explotaba con sólo pensarlo. Y sabía que, una vez allí, sólo querría complacer a su padre y haría todo lo que éste le pidiera para no decepcionarlo.
Y tampoco se atrevería a arruinar la vida de Myriam Avelinne.
Él era un caballero y se comportaba con arreglo a un estricto código de honor. Si la rechazaba, la joven caería en desgracia. Nadie querría casarse con ella, pues ningún caballero quiere a una mujer que ha sido rechazada por otro. Si la rechazaba, la condenaría a sufrir durante el resto de su vida.
No podía hacer eso. Aunque tuviera que sacrificar su felicidad.
Además, los matrimonios arreglados eran mucho más comunes que los espontáneos. Salvo raras excepciones, sólo el hijo más joven de una familia podía elegir esposa. Los demás tenían que casarse con la mujer elegida por sus padres.
Forzando un suspiro, tomó su nueva túnica y se la puso, sin importarle que las costuras no estuvieran terminadas.
—Todos sabemos que me casaré con la jovencita, si así lo desea mi padre —dijo, aproximándose a la puerta—. Cabalgaré hacia Baldreagan al despuntar el alba, y visitaré a Duncan Mor justo después de haber visto a mi padre.
Habiendo señalado sus intenciones, entró al gran salón, haciendo una pausa para apreciar el humeante calor de las antorchas, la comodidad de parientes y amigos, el crepitar del fuego en la chimenea. Placeres cotidianos que sus hermanos no volverían a disfrutar. De hecho, comparado con el destino de sus hermanos, el suyo le parecía más que aceptable.
Siempre y cuando Myriam no fuera la hermana que era casi de su tamaño, él encontraría la manera de tolerarla.
O, al menos, eso esperaba.
Víctor sabía que tendría problemas desde el momento en que llegó a un majestuoso risco cubierto de aulaga y echó un vistazo a las oscuras colinas. La neblina se enredaba en las rocas mas altas dándole un aspecto lúgubre al paisaje. Aquella vista alteraba su espíritu y oprimía su corazón.
Las colinas le daban la bienvenida con los brazos completamente abiertos, a la manera antigua de los montes, agarrándolo con ferocidad, oprimiéndolo, impidiéndole tomar aliento.
Parpadeó para liberarse del ardor que de pronto sentía en los ojos. Sentía, como nunca antes lo había sentido, cómo el encanto de los montes y del páramo podía hacer que hasta las preocupaciones más profundas parecieran encontrarse muy lejos.
Tras él, su perro Valeroso daba vueltas en su canastilla de mimbre, como si aquella antigua bestia también pudiera sentir un sutil cambio en el aire.
Sabía, como Víctor, que al fin habían llegado a casa.
Y, ciertamente, así era.
En medio de la creciente y profunda oscuridad, apenas podía diferenciar las distantes y brillantes luces amarillentas de Baldreagan. Desde donde se encontraba Víctor sólo eran diminutos puntos titilantes de brillo. De cualquier manera, era su hogar.
El único sitio en la faz de la tierra que nunca pensó volver a ver.
El lugar que había esperado extrañar hasta el día de su muerte.
—Dios mío…
Entonces sintió, como nunca antes lo había sentido, que pertenecía a ese lugar. El duthchas, así llamaban los lugareños a aquel sentimiento, se apoderó de él. El feroz apego de un hombre de las Tierras Altas a su terruño, un sentimiento arraigado en el alma; ser uno con la tierra y la sangre.
A punto estuvo de bajarse de su caballo y besar el suelo cubierto de abono y musgo. Y lo habría hecho, pero no era su deseo asustar a Valeroso.
Así que simplemente se limitó a mirar a su alrededor, deseando que la razón por la cual había regresado fuera una razón feliz.
Pero incluso allí, a una buena distancia del Garbh Uisge, el rugir de los rápidos contaminaba la tranquila noche. Un sonido sórdido que lo hacía pensar en sus hermanos, que hacía que sintiera un vacío en su pecho que jamás podría volver a llenarse.
Entonces hizo un juramento.
Luego apretó las riendas con tal fuerza que los nudillos le brillaron en la oscuridad.
La luz de la luna se derramaba a través de las infinitas y oscuras montañas. Brillantes bandas de destellante plata bajo la brisa de la noche: tal belleza detenía su corazón.
Especialmente, cuando uno de los tornasolados rayos de plata dibujaba una agradable figura femenina.
Víctor parpadeó.
Jamás había visto algo similar.
Pero no sería un hombre de las Tierras Altas si no reconociera la maravilla ante sus ojos. Una visión tan antigua como las rocas y los serbales, pero tan inusual que su mundo entero se tambaleó al contemplarla.
Deslizó una mano hacia atrás y enterró los dedos en la desmadejada pelambre de Valeroso.
—¡Por todos los santos! —se maravilló, abriendo aún más los ojos—. ¡Un hada!
No cabía duda alguna.
Y ése era el problema de Víctor. Deseaba con todas sus fuerzas regresar a su casa. Tanto que su corazón casi explotaba con sólo pensarlo. Y sabía que, una vez allí, sólo querría complacer a su padre y haría todo lo que éste le pidiera para no decepcionarlo.
Y tampoco se atrevería a arruinar la vida de Myriam Avelinne.
Él era un caballero y se comportaba con arreglo a un estricto código de honor. Si la rechazaba, la joven caería en desgracia. Nadie querría casarse con ella, pues ningún caballero quiere a una mujer que ha sido rechazada por otro. Si la rechazaba, la condenaría a sufrir durante el resto de su vida.
No podía hacer eso. Aunque tuviera que sacrificar su felicidad.
Además, los matrimonios arreglados eran mucho más comunes que los espontáneos. Salvo raras excepciones, sólo el hijo más joven de una familia podía elegir esposa. Los demás tenían que casarse con la mujer elegida por sus padres.
Forzando un suspiro, tomó su nueva túnica y se la puso, sin importarle que las costuras no estuvieran terminadas.
—Todos sabemos que me casaré con la jovencita, si así lo desea mi padre —dijo, aproximándose a la puerta—. Cabalgaré hacia Baldreagan al despuntar el alba, y visitaré a Duncan Mor justo después de haber visto a mi padre.
Habiendo señalado sus intenciones, entró al gran salón, haciendo una pausa para apreciar el humeante calor de las antorchas, la comodidad de parientes y amigos, el crepitar del fuego en la chimenea. Placeres cotidianos que sus hermanos no volverían a disfrutar. De hecho, comparado con el destino de sus hermanos, el suyo le parecía más que aceptable.
Siempre y cuando Myriam no fuera la hermana que era casi de su tamaño, él encontraría la manera de tolerarla.
O, al menos, eso esperaba.
Víctor sabía que tendría problemas desde el momento en que llegó a un majestuoso risco cubierto de aulaga y echó un vistazo a las oscuras colinas. La neblina se enredaba en las rocas mas altas dándole un aspecto lúgubre al paisaje. Aquella vista alteraba su espíritu y oprimía su corazón.
Las colinas le daban la bienvenida con los brazos completamente abiertos, a la manera antigua de los montes, agarrándolo con ferocidad, oprimiéndolo, impidiéndole tomar aliento.
Parpadeó para liberarse del ardor que de pronto sentía en los ojos. Sentía, como nunca antes lo había sentido, cómo el encanto de los montes y del páramo podía hacer que hasta las preocupaciones más profundas parecieran encontrarse muy lejos.
Tras él, su perro Valeroso daba vueltas en su canastilla de mimbre, como si aquella antigua bestia también pudiera sentir un sutil cambio en el aire.
Sabía, como Víctor, que al fin habían llegado a casa.
Y, ciertamente, así era.
En medio de la creciente y profunda oscuridad, apenas podía diferenciar las distantes y brillantes luces amarillentas de Baldreagan. Desde donde se encontraba Víctor sólo eran diminutos puntos titilantes de brillo. De cualquier manera, era su hogar.
El único sitio en la faz de la tierra que nunca pensó volver a ver.
El lugar que había esperado extrañar hasta el día de su muerte.
—Dios mío…
Entonces sintió, como nunca antes lo había sentido, que pertenecía a ese lugar. El duthchas, así llamaban los lugareños a aquel sentimiento, se apoderó de él. El feroz apego de un hombre de las Tierras Altas a su terruño, un sentimiento arraigado en el alma; ser uno con la tierra y la sangre.
A punto estuvo de bajarse de su caballo y besar el suelo cubierto de abono y musgo. Y lo habría hecho, pero no era su deseo asustar a Valeroso.
Así que simplemente se limitó a mirar a su alrededor, deseando que la razón por la cual había regresado fuera una razón feliz.
Pero incluso allí, a una buena distancia del Garbh Uisge, el rugir de los rápidos contaminaba la tranquila noche. Un sonido sórdido que lo hacía pensar en sus hermanos, que hacía que sintiera un vacío en su pecho que jamás podría volver a llenarse.
Entonces hizo un juramento.
Luego apretó las riendas con tal fuerza que los nudillos le brillaron en la oscuridad.
La luz de la luna se derramaba a través de las infinitas y oscuras montañas. Brillantes bandas de destellante plata bajo la brisa de la noche: tal belleza detenía su corazón.
Especialmente, cuando uno de los tornasolados rayos de plata dibujaba una agradable figura femenina.
Víctor parpadeó.
Jamás había visto algo similar.
Pero no sería un hombre de las Tierras Altas si no reconociera la maravilla ante sus ojos. Una visión tan antigua como las rocas y los serbales, pero tan inusual que su mundo entero se tambaleó al contemplarla.
Deslizó una mano hacia atrás y enterró los dedos en la desmadejada pelambre de Valeroso.
—¡Por todos los santos! —se maravilló, abriendo aún más los ojos—. ¡Un hada!
No cabía duda alguna.
aitanalorence- VBB ORO
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Re: fuego y pasión
Quien sera el hada? acaso Myriam se le presento??? siguele amiga por faaaaa
jai33sire- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: fuego y pasión
Gracias por el Cap Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: fuego y pasión
Muchas gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: fuego y pasión
gracias por el capi aitana mm quien sera el hada
nayelive- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 07/01/2009
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