fuego y pasión
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Re: fuego y pasión
graciias x el cap niiña
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
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fresita- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
Saludos, aca andamos con mucho trabajo, jejejeje, la gordi ya esta soltandose en la andadera y gatea mucho, asi que o la cuido o escribo y es que descuelga los cables de la pc de repente.... es muy rara como su padre no quieren que entre
Saludos y gracias por sus mensajes.
Sólo una de las hadas podía ser tan delicada y tan hermosa.
Más exquisita que cualquier otra criatura femenina de esta tierra, su extraña belleza se deslizaba por los pastizales iluminados por la luna, sus delicados pies parecían volar delicadamente sin pisar el suelo.
Por todos los santos, parecía tan delicada. De figura delgada, se movía con una gracia que insinuaba la presencia de piernas ágiles y torneadas. Tenía el cabello suelto y vaporoso, parecía un montón de la más brillante seda, y era tan hermosa que Víctor hubiera gritado si no hubiese estado evitando llamar su atención.
Pero lo que sí hizo fue oler su esencia, transportada por el frío aire de la noche.
Una fragancia que le recordaba el verano, las violetas y el pasto fresco, recién besado por el rocío.
A decir verdad, ella lo había hechizado.
De pronto, Víctor sintió un irresistible deseo de cabalgar tras ella y tocar su suave cabello, iluminado por la luna; de enredar sus dedos en aquella sedosidad y comprobar si las brillantes hebras eran tan suaves y tersas como parecían; de comprobar si sus ojos eran realmente del profundo ambar que él sospechaba, y si las puntas de sus pestañas eran encantadoras.
Incluso podría besarla… Aunque no sabía si a los simples mortales como él les estaría permitido tocar a semejante criatura.
De pronto, el hechizo se rompió.
Una oleada de calor subió por su cuello y el acelerado palpitar de su corazón empezó a calmarse. Ella era demasiado frágil y delicada y él era grande y tosco. Podría hacerle daño con solo mirarla.
Si se mostraba desconsiderado con un ser como ella, podría acabar en las profundidades de la tierra de las hadas, atado con ineludibles lazos de oro. O quizá condenado a un profundo sueño que duraría cien años o más.
Bien se sabía que tales cosas ocurrían.
Temblando, se pasó la mano por la cabeza con preocupación y miró al cielo. La luna había desaparecido tras una nube, y cuando emergió de nuevo, las anchas planicies de páramo, interrumpidas por montañas, surgían desoladas. La noche volvió a estar quieta y callada como antes.
—¡Dios santo! —soltó finalmente el aliento, al ver un pequeño claro en la noche. Pero no había ya rastro alguno del hada.
Nada se movía entre los sombríos abedules y matorrales, excepto la brillante imagen que había quedado grabada en la retina de Víctor.
—Ah, que se apiaden de mí… Valeroso, ¿la has visto? —Se giró sobre la silla y rascó las orejas del viejo perro, sin pasar por alto que la reumática mirada de Valeroso permanecía fija exactamente en el lugar donde había visto desaparecer a la hada.
Tampoco dejó de notar que su vieja cola no paraba de menearse.
No porque Víctor necesitara pruebas y evidencias de lo que acababa de ver.
Tampoco culpaba a Valeroso por estar enamorado. El hada había sido una visión de lo grande que puede ser el amor. La verdad sea dicha, ella no podía ser más hermosa. Ni aunque hubiera estado envuelta en ropas de oro y rayos de luna, con su sedoso cabello cubierto de estrellas.
Y, pensándolo bien, decidió que ésa era una muy razonable manera de describirla.
También estaba seguro de que ella sabía a miel y tentación hilada de luna. Él no era un hombre conocido por pronunciar palabras hermosas, sólo por su enorme tamaño y la habilidad de su brazo con la espada. Aun así, esa hada lo inspiraba, y pensando en ella era capaz de rimar los más divinos versos.
De alguna manera, logró apartarla de su mente, y su mirada se posó sobre otro tipo de brillo y resplandor. Éste, tan mundano y real como las Tierras Altas, traía a su mente recuerdos reales. Traía consigo salvación y, de nuevo, la tensión que hacía que le ardieran los ojos.
Un malestar que empeoraba a medida que se acercaba a su destino.
Se enderezó en su silla y limpió la humedad de sus mejillas. Su mirada se encontraba fija en los gruesos muros blancos de un pequeño albergue de techo bajo, que apenas se veía tras una hilera de pinos, justo debajo de una pendiente de rocas. El humo de turba salía en finos remolinos azules del techo de paja de la pequeña cabaña, y si Víctor escuchaba atentamente, podía oír el balar de las ovejas. Tal vez, podía incluso oír unas débiles notas de música de violín.
Y si se concentraba aún más, podía sentir un exquisito olor, una deliciosa esencia de cerveza y estofado de cordero.
Porque ese lugar era la posada de Hughie Mac. Un hombre que, cuando Víctor era un jovencito, era ya más viejo que la piedra. El cuerpo de gnomo de Hughie Mac era tan retorcido y nudoso como los pinos escoceses que resguardaban su cabaña. Pero Hughie también tenía unos ojos brillantes y sonrientes. Y alguna vez había sido el pastor favorito del abuelo de Víctor. Hughie era un hombre muy alabado por su gran talento para el pastoreo, pero lo era aún mucho más la magia que sus manos eran capaces de crear cuando tocaba el violín.
Siempre había tenido una calurosa bienvenida y una sonrisa lista para Víctor, especialmente cuando el mundo parecía más oscuro para el muchacho.
Víctor sabía que si cabalgaba hacia allí en aquel momento y golpeaba con fuerza en la puerta de Hughie, éste se alegraría mucho de verlo y ambos se estrecharían en un abrazo que duraría hasta la mañana del día siguiente.
Hughie lo saludaría con cariño.
El recibimiento de su padre estaba por verse.
Y eso hacía que tuviera los nervios a flor de piel. Especialmente desde su encuentro con el hada. Así pues, enderezó los hombros y continuó cabalgando, deseoso de enfrentarse, lo primero, al asunto que tan preocupado le tenía. Picó espuelas y envió a su caballo a gran velocidad por las escarpadas y quebradas montañas, directamente al castillo de su padre, alarmando a las bestias a su paso por el camino.
Una alta y encapuchada figura lo miraba horrorizada desde el extremo de un rebaño que se dispersaba, ahuyentado por su furia.
Una alta y encapuchada figura femenina.
Víctor la miró con sorpresa y, durante un loco momento, se preguntó si ella también era un hada. O si a Hughie Mac todavía le gustaban las hermosas jovencitas. Pero a medida que avanzaba hacia la mujer, pudo darse cuenta de que era tan mortal como el día.
Y, sin duda alguna, era la criatura más corriente sobre la que jamás había posado sus ojos.
También era la más aterrorizada.
—¡No se atreva a acercarse! —gritó la jovencita, retrocediendo rápidamente—. No se acerque… ¡se lo ruego!
Víctor también rogaba.
Su corazón tronaba mientras la parte menos caballerosa de su alma rogaba a los santos que esa especie de amazona no fuera Myriam Avelinne.
Sin embargo, dada la proximidad al castillo Fairmaiden la probabilidad de que así fuera era muy alta. Así que se detuvo frente a ella y en un ágil movimiento bajó de su caballo. Su honor se lo exigía. Pero, para su gran sorpresa, los ojos de la encapuchada figura se abrieron aún más y ella levantó una mano como si estuviera espantando una horda de espectros voladores.
—¡Tenga piedad! —gimió, su rostro palideció bajo la luz de la luna naciente—. Yo…
—Tú debes ser una de las mujeres de Fairmaiden —dijo Víctor tomándola por los brazos, con la esperanza de tranquilizarla—. No tienes por qué temerme, como ves.
—Volvió la cabeza en dirección a Valeroso—. ¿Qué enemigo de las montañas cabalgaría por ahí con un viejo perro medio ciego? Yo soy Víctor del Serbal, que vuelvo a casa para…
—¡Alabado sea Dios! —dijo ella, mientras parpadeaba rápidamente y recobraba gradualmente sus colores.
—Yo…, yo pensé que eras Neill.
Víctor tragó saliva con fuerza al escuchar el nombre de su hermano. Había estado pensando en sus hermanos desde el momento en que se había adentrado en las tierras de Macpherson.
Hablar de ellos, aunque sólo fuera de uno de ellos, era algo que él no estaba seguro de poder hacer.
No todavía.
Pero sus juramentos de caballero y los ojos nublados de la amazona lo llevaron a enjugarse las lágrimas de su rostro.
—¿Conociste a Neill? —preguntó. El solo nombre evocaba fuertes sentimientos.
Ella se estremeció y se mordió el labio inferior, mientras asentía. De nuevo, sus ojos se llenaron de lágrimas, su reacción delataba su identidad.
—Yo soy Sussana —dijo, confirmando las sospechas de Víctor—. Yo era la prometida de Neill y, hasta hace muy poco tiempo, la más alegre doncella en estas montañas.
Sussana miraba a Víctor detenidamente, sus ojos eran dos lagos oscuros.
—Él era alto y hermoso. Un hombre valiente y honrado, que tenía toda la vida por delante. Quién hubiera podido predecir… —Se cubrió la boca con una mano, incapaz de terminar la frase.
Víctor respiró profundamente.
—Que los santos me ayuden, mujer. No sé qué decirte. —Como aún no dominaba las refinadas habilidades de cortejo y ni siquiera sabía cómo consolar a una dama en apuros, pensó en tomarla del brazo y subirla con él a su caballo—. Te acompañaré a la protección de tu señor. —Sugirió, intentando evitar cualquier futura charla sobre su hermano—. Puedes cabalgar, mientras yo camino a tu lado.
Sussana dio unos pasos hacia atrás cuando Valeroso se acercó para olfatearla, su cola golpeaba contra su canasta de mimbre.
—Eres tan bondadoso. Y así siempre lo aseguraba Neill, pero deseo estar a solas. Fairmaiden no está muy lejos de aquí y pasear me tranquiliza. Ya he llegado hasta este punto desde Baldreagan, unos pocos pasos más no…
—¿Desde Baldreagan? —preguntó Víctor mirándola fijamente—. Pero eso es mucho más que unos pocos pasos —dijo, apresurándose tras Sussana, quien avanzaba hacia los árboles—. Y no es un viaje para una dama sin escolta. Se acerca la oscuridad y las fuertes corrientes…
Dejó esa última advertencia abierta, pero ella debió haberla entendido bien, pues se detuvo y se volvió para encararse con él.
—Ya sé que no debo acercarme a los rápidos. El río está crecido y hay fantasmas en sus aguas —dijo Sussana. Sus mejillas se sonrojaron lentamente—. Sólo un tonto pondría allí los pies por la noche.
Sussana lo observó fijamente, atravesándolo con la mirada.
—La verdad, ni siquiera me atrevo a ir por allí de día. Hay fantasmas, muchos los han visto…
—¿Fantasmas? —Víctor la miraba con la esperanza de no haber entendido bien.
Ella asintió.
—Sí, los espíritus de tus hermanos. Por eso pensé que eras Neill cuando apareciste ante mí. Lo han visto río abajo, cerca de las cataratas, los han visto a todos.
Víctor cruzó los brazos.
—No creo en fantasmas.
En las hadas, sí. No existía hombre de verdadera sangre gaélica que negara la existencia de la Gente Buena. Pero ¿fantasmas? ¿Sus propios hermanos? No, no podía creerlo.
Frunciendo el ceño, se irguió completamente y echó sus hombros hacia atrás… con el único fin de enfatizar su negación.
—No, mujer —repitió, negando con la cabeza—, eso no puede ser. Los fantasmas de mis hermanos no andan por ahí aterrorizando a la gente. Que los santos amparen sus almas.
—Yo no puedo decir que los he visto, pero otras personas sí lo aseguran. —La amazona lo miró durante un largo rato—. En los rápidos e incluso arriba, en Baldreagan —añadió, acomodándose la capa—. Tu padre los ve con mayor frecuencia y dice que lo asustan. Por eso me encontraba yo allí esta noche. Mi hermana y yo nos turnamos para cuidarlo y acompañarlo.
Víctor pasó la palma de su mano sobre su rostro.
—Tu hermana…, ¿te refieres a Myriam? —preguntó Víctor, devolviéndole la mirada.
Pero ella se había ido.
Apenas se podía distinguir su capa en la oscuridad, a medida que ella desaparecía entre los árboles y se iba en dirección al castillo Fairmaiden.
Todo le preocupaba: el terreno del padre de Sussana, Myriam comprometida con él por una alianza en la que él todavía no terminaba de creer y un enredo que no estaba seguro de querer desenmarañar.
Pero por lo menos Myriam no era la amazona.
Y ninguna hada resplandeciente había aparecido de nuevo, dispuesta a conducirlo a la perdición.
Su situación habría podido ser peor.
O así lo pensaba. Pero, al poco tiempo, la vasta extensión de Baldreagan surgió imponentemente frente a él. Las sólidas torres del castillo se erguían orgullosas, oscuras en contraste con las montañas que las rodeaban. Y al igual que en la cabaña de Hughie Mac, hilos de humo azulado salían de las chimeneas en espiral y se movían juguetonamente a la deriva. No se veía persona alguna caminando por los pretiles del castillo, ni tampoco se escuchó el grito de advertencia cuando se acercaba un extraño. Aun así, Víctor sentía que era observado por cautelosos ojos.
Y tenía razón, pues había luces brillando desde algunas de las montañas más altas. Incluso brillaba la luz de la ventana que, como él bien sabía, era la de la habitación de su padre.
Saludos y gracias por sus mensajes.
Sólo una de las hadas podía ser tan delicada y tan hermosa.
Más exquisita que cualquier otra criatura femenina de esta tierra, su extraña belleza se deslizaba por los pastizales iluminados por la luna, sus delicados pies parecían volar delicadamente sin pisar el suelo.
Por todos los santos, parecía tan delicada. De figura delgada, se movía con una gracia que insinuaba la presencia de piernas ágiles y torneadas. Tenía el cabello suelto y vaporoso, parecía un montón de la más brillante seda, y era tan hermosa que Víctor hubiera gritado si no hubiese estado evitando llamar su atención.
Pero lo que sí hizo fue oler su esencia, transportada por el frío aire de la noche.
Una fragancia que le recordaba el verano, las violetas y el pasto fresco, recién besado por el rocío.
A decir verdad, ella lo había hechizado.
De pronto, Víctor sintió un irresistible deseo de cabalgar tras ella y tocar su suave cabello, iluminado por la luna; de enredar sus dedos en aquella sedosidad y comprobar si las brillantes hebras eran tan suaves y tersas como parecían; de comprobar si sus ojos eran realmente del profundo ambar que él sospechaba, y si las puntas de sus pestañas eran encantadoras.
Incluso podría besarla… Aunque no sabía si a los simples mortales como él les estaría permitido tocar a semejante criatura.
De pronto, el hechizo se rompió.
Una oleada de calor subió por su cuello y el acelerado palpitar de su corazón empezó a calmarse. Ella era demasiado frágil y delicada y él era grande y tosco. Podría hacerle daño con solo mirarla.
Si se mostraba desconsiderado con un ser como ella, podría acabar en las profundidades de la tierra de las hadas, atado con ineludibles lazos de oro. O quizá condenado a un profundo sueño que duraría cien años o más.
Bien se sabía que tales cosas ocurrían.
Temblando, se pasó la mano por la cabeza con preocupación y miró al cielo. La luna había desaparecido tras una nube, y cuando emergió de nuevo, las anchas planicies de páramo, interrumpidas por montañas, surgían desoladas. La noche volvió a estar quieta y callada como antes.
—¡Dios santo! —soltó finalmente el aliento, al ver un pequeño claro en la noche. Pero no había ya rastro alguno del hada.
Nada se movía entre los sombríos abedules y matorrales, excepto la brillante imagen que había quedado grabada en la retina de Víctor.
—Ah, que se apiaden de mí… Valeroso, ¿la has visto? —Se giró sobre la silla y rascó las orejas del viejo perro, sin pasar por alto que la reumática mirada de Valeroso permanecía fija exactamente en el lugar donde había visto desaparecer a la hada.
Tampoco dejó de notar que su vieja cola no paraba de menearse.
No porque Víctor necesitara pruebas y evidencias de lo que acababa de ver.
Tampoco culpaba a Valeroso por estar enamorado. El hada había sido una visión de lo grande que puede ser el amor. La verdad sea dicha, ella no podía ser más hermosa. Ni aunque hubiera estado envuelta en ropas de oro y rayos de luna, con su sedoso cabello cubierto de estrellas.
Y, pensándolo bien, decidió que ésa era una muy razonable manera de describirla.
También estaba seguro de que ella sabía a miel y tentación hilada de luna. Él no era un hombre conocido por pronunciar palabras hermosas, sólo por su enorme tamaño y la habilidad de su brazo con la espada. Aun así, esa hada lo inspiraba, y pensando en ella era capaz de rimar los más divinos versos.
De alguna manera, logró apartarla de su mente, y su mirada se posó sobre otro tipo de brillo y resplandor. Éste, tan mundano y real como las Tierras Altas, traía a su mente recuerdos reales. Traía consigo salvación y, de nuevo, la tensión que hacía que le ardieran los ojos.
Un malestar que empeoraba a medida que se acercaba a su destino.
Se enderezó en su silla y limpió la humedad de sus mejillas. Su mirada se encontraba fija en los gruesos muros blancos de un pequeño albergue de techo bajo, que apenas se veía tras una hilera de pinos, justo debajo de una pendiente de rocas. El humo de turba salía en finos remolinos azules del techo de paja de la pequeña cabaña, y si Víctor escuchaba atentamente, podía oír el balar de las ovejas. Tal vez, podía incluso oír unas débiles notas de música de violín.
Y si se concentraba aún más, podía sentir un exquisito olor, una deliciosa esencia de cerveza y estofado de cordero.
Porque ese lugar era la posada de Hughie Mac. Un hombre que, cuando Víctor era un jovencito, era ya más viejo que la piedra. El cuerpo de gnomo de Hughie Mac era tan retorcido y nudoso como los pinos escoceses que resguardaban su cabaña. Pero Hughie también tenía unos ojos brillantes y sonrientes. Y alguna vez había sido el pastor favorito del abuelo de Víctor. Hughie era un hombre muy alabado por su gran talento para el pastoreo, pero lo era aún mucho más la magia que sus manos eran capaces de crear cuando tocaba el violín.
Siempre había tenido una calurosa bienvenida y una sonrisa lista para Víctor, especialmente cuando el mundo parecía más oscuro para el muchacho.
Víctor sabía que si cabalgaba hacia allí en aquel momento y golpeaba con fuerza en la puerta de Hughie, éste se alegraría mucho de verlo y ambos se estrecharían en un abrazo que duraría hasta la mañana del día siguiente.
Hughie lo saludaría con cariño.
El recibimiento de su padre estaba por verse.
Y eso hacía que tuviera los nervios a flor de piel. Especialmente desde su encuentro con el hada. Así pues, enderezó los hombros y continuó cabalgando, deseoso de enfrentarse, lo primero, al asunto que tan preocupado le tenía. Picó espuelas y envió a su caballo a gran velocidad por las escarpadas y quebradas montañas, directamente al castillo de su padre, alarmando a las bestias a su paso por el camino.
Una alta y encapuchada figura lo miraba horrorizada desde el extremo de un rebaño que se dispersaba, ahuyentado por su furia.
Una alta y encapuchada figura femenina.
Víctor la miró con sorpresa y, durante un loco momento, se preguntó si ella también era un hada. O si a Hughie Mac todavía le gustaban las hermosas jovencitas. Pero a medida que avanzaba hacia la mujer, pudo darse cuenta de que era tan mortal como el día.
Y, sin duda alguna, era la criatura más corriente sobre la que jamás había posado sus ojos.
También era la más aterrorizada.
—¡No se atreva a acercarse! —gritó la jovencita, retrocediendo rápidamente—. No se acerque… ¡se lo ruego!
Víctor también rogaba.
Su corazón tronaba mientras la parte menos caballerosa de su alma rogaba a los santos que esa especie de amazona no fuera Myriam Avelinne.
Sin embargo, dada la proximidad al castillo Fairmaiden la probabilidad de que así fuera era muy alta. Así que se detuvo frente a ella y en un ágil movimiento bajó de su caballo. Su honor se lo exigía. Pero, para su gran sorpresa, los ojos de la encapuchada figura se abrieron aún más y ella levantó una mano como si estuviera espantando una horda de espectros voladores.
—¡Tenga piedad! —gimió, su rostro palideció bajo la luz de la luna naciente—. Yo…
—Tú debes ser una de las mujeres de Fairmaiden —dijo Víctor tomándola por los brazos, con la esperanza de tranquilizarla—. No tienes por qué temerme, como ves.
—Volvió la cabeza en dirección a Valeroso—. ¿Qué enemigo de las montañas cabalgaría por ahí con un viejo perro medio ciego? Yo soy Víctor del Serbal, que vuelvo a casa para…
—¡Alabado sea Dios! —dijo ella, mientras parpadeaba rápidamente y recobraba gradualmente sus colores.
—Yo…, yo pensé que eras Neill.
Víctor tragó saliva con fuerza al escuchar el nombre de su hermano. Había estado pensando en sus hermanos desde el momento en que se había adentrado en las tierras de Macpherson.
Hablar de ellos, aunque sólo fuera de uno de ellos, era algo que él no estaba seguro de poder hacer.
No todavía.
Pero sus juramentos de caballero y los ojos nublados de la amazona lo llevaron a enjugarse las lágrimas de su rostro.
—¿Conociste a Neill? —preguntó. El solo nombre evocaba fuertes sentimientos.
Ella se estremeció y se mordió el labio inferior, mientras asentía. De nuevo, sus ojos se llenaron de lágrimas, su reacción delataba su identidad.
—Yo soy Sussana —dijo, confirmando las sospechas de Víctor—. Yo era la prometida de Neill y, hasta hace muy poco tiempo, la más alegre doncella en estas montañas.
Sussana miraba a Víctor detenidamente, sus ojos eran dos lagos oscuros.
—Él era alto y hermoso. Un hombre valiente y honrado, que tenía toda la vida por delante. Quién hubiera podido predecir… —Se cubrió la boca con una mano, incapaz de terminar la frase.
Víctor respiró profundamente.
—Que los santos me ayuden, mujer. No sé qué decirte. —Como aún no dominaba las refinadas habilidades de cortejo y ni siquiera sabía cómo consolar a una dama en apuros, pensó en tomarla del brazo y subirla con él a su caballo—. Te acompañaré a la protección de tu señor. —Sugirió, intentando evitar cualquier futura charla sobre su hermano—. Puedes cabalgar, mientras yo camino a tu lado.
Sussana dio unos pasos hacia atrás cuando Valeroso se acercó para olfatearla, su cola golpeaba contra su canasta de mimbre.
—Eres tan bondadoso. Y así siempre lo aseguraba Neill, pero deseo estar a solas. Fairmaiden no está muy lejos de aquí y pasear me tranquiliza. Ya he llegado hasta este punto desde Baldreagan, unos pocos pasos más no…
—¿Desde Baldreagan? —preguntó Víctor mirándola fijamente—. Pero eso es mucho más que unos pocos pasos —dijo, apresurándose tras Sussana, quien avanzaba hacia los árboles—. Y no es un viaje para una dama sin escolta. Se acerca la oscuridad y las fuertes corrientes…
Dejó esa última advertencia abierta, pero ella debió haberla entendido bien, pues se detuvo y se volvió para encararse con él.
—Ya sé que no debo acercarme a los rápidos. El río está crecido y hay fantasmas en sus aguas —dijo Sussana. Sus mejillas se sonrojaron lentamente—. Sólo un tonto pondría allí los pies por la noche.
Sussana lo observó fijamente, atravesándolo con la mirada.
—La verdad, ni siquiera me atrevo a ir por allí de día. Hay fantasmas, muchos los han visto…
—¿Fantasmas? —Víctor la miraba con la esperanza de no haber entendido bien.
Ella asintió.
—Sí, los espíritus de tus hermanos. Por eso pensé que eras Neill cuando apareciste ante mí. Lo han visto río abajo, cerca de las cataratas, los han visto a todos.
Víctor cruzó los brazos.
—No creo en fantasmas.
En las hadas, sí. No existía hombre de verdadera sangre gaélica que negara la existencia de la Gente Buena. Pero ¿fantasmas? ¿Sus propios hermanos? No, no podía creerlo.
Frunciendo el ceño, se irguió completamente y echó sus hombros hacia atrás… con el único fin de enfatizar su negación.
—No, mujer —repitió, negando con la cabeza—, eso no puede ser. Los fantasmas de mis hermanos no andan por ahí aterrorizando a la gente. Que los santos amparen sus almas.
—Yo no puedo decir que los he visto, pero otras personas sí lo aseguran. —La amazona lo miró durante un largo rato—. En los rápidos e incluso arriba, en Baldreagan —añadió, acomodándose la capa—. Tu padre los ve con mayor frecuencia y dice que lo asustan. Por eso me encontraba yo allí esta noche. Mi hermana y yo nos turnamos para cuidarlo y acompañarlo.
Víctor pasó la palma de su mano sobre su rostro.
—Tu hermana…, ¿te refieres a Myriam? —preguntó Víctor, devolviéndole la mirada.
Pero ella se había ido.
Apenas se podía distinguir su capa en la oscuridad, a medida que ella desaparecía entre los árboles y se iba en dirección al castillo Fairmaiden.
Todo le preocupaba: el terreno del padre de Sussana, Myriam comprometida con él por una alianza en la que él todavía no terminaba de creer y un enredo que no estaba seguro de querer desenmarañar.
Pero por lo menos Myriam no era la amazona.
Y ninguna hada resplandeciente había aparecido de nuevo, dispuesta a conducirlo a la perdición.
Su situación habría podido ser peor.
O así lo pensaba. Pero, al poco tiempo, la vasta extensión de Baldreagan surgió imponentemente frente a él. Las sólidas torres del castillo se erguían orgullosas, oscuras en contraste con las montañas que las rodeaban. Y al igual que en la cabaña de Hughie Mac, hilos de humo azulado salían de las chimeneas en espiral y se movían juguetonamente a la deriva. No se veía persona alguna caminando por los pretiles del castillo, ni tampoco se escuchó el grito de advertencia cuando se acercaba un extraño. Aun así, Víctor sentía que era observado por cautelosos ojos.
Y tenía razón, pues había luces brillando desde algunas de las montañas más altas. Incluso brillaba la luz de la ventana que, como él bien sabía, era la de la habitación de su padre.
aitanalorence- VBB ORO
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Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: fuego y pasión
Muchas gracias por el capitulo, cuida mucho a tu beba y dile ke no sea malita ke te de permiso un ratito jaja.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: fuego y pasión
graciias por el capiitulo niiña saludos
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
gracias por el capi aitana uyy la bb no tedeja escribir jajaj saludos y besos ala bb
nayelive- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 07/01/2009
Re: fuego y pasión
Gracias por el Cap. Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: fuego y pasión
Pero el efecto de bienvenida que partía de las parpadeantes luces de las antorchas y del dulce aroma de la turba se apagó cuando se encontró frente a la garita de entrada del castillo.
Coloreados de rojo y ridículamente enormes, los racimos de fresno lo miraban amenazantes. Una sorda advertencia de lo que encontraría adentro, pues el fresno coloreado de rojo era el amuleto especial de su familia.
Un remedio ancestral concedido como un don benéfico a los Macpherson por Devorgilla, la más respetada mujer sabia de todas las islas y las Tierras Altas del Oeste.
Un amuleto que, según las cailleach, mujeres sabias , salvaguardaba los preciados rebaños del clan, manteniéndolos gordos y fuertes para resistir a los duros y largos inviernos de las Tierras Altas.
Y también era un talismán para repeler cualquier tipo de mal.
Incluso espectros.
Fantasmas.
Víctor frunció el ceño. Pensar en sus hermanos no era la bienvenida al hogar que había vislumbrado.
Hasta el clima era desagradable, pues había comenzado a caer una fina lluvia muy molesta e inquietante. La densa niebla se deslizaba por la ladera para luego trepar por los muros de Baldreagan hasta casi cubrirlos con su espeso manto, como una espeluznante mortaja que le recordaba demasiado bien la razón por la cual se hallaba allí.
Víctor sintió un escalofrío.
Se arrebujó en la manta con la que se cubría y observó la, aparentemente, vacía garita que protegía la propiedad de su padre. No se sorprendió cuando la reja levadiza se cerró con estrépito delante de sus narices. En el pasado, la tarea de vigilar el castillo recaía sobre sus hermanos, que se turnaban para llevarla a cabo. Ahora, Víctor se preguntó quién se encargaría de la vigilancia.
Supo de quién se trataba cuando la persiana de una de las ventanas de garita de la entrada se abrió y un rostro no muy amable lo miró fijamente.
Un rostro joven, un rostro que Víctor no reconocía, a pesar de que las pecas del muchacho y las hebras de color rojo de su cabello lo identificaban como un Macpherson.
Un joven pastor, de eso Víctor estaba seguro. Cuando el joven se asomó por la ventana, un marcado y distintivo olor fue arrastrado por la brisa de la noche. Olía a estiércol, como si el muchacho hubiera estado limpiando los establos.
—¿Quién anda ahí? —preguntó el mozalbete; su tono de sospecha carecía del afectuoso acento característico de las Tierras Altas—. Llega usted a importunar y sin anunciarse a la puerta de una casa en luto. Tengo órdenes de no abrirle a nadie.
—¿Ni siquiera a uno de los hijos de esta casa? —Víctor se acercó bajo la ventana—. Soy Víctor del Serbal —le dijo al muchacho—. He venido para ver a mi padre y presentarles mis respetos a mis hermanos. ¡Que Dios les dé descanso a sus almas!
El muchacho lo contempló con incredulidad en sus ojos.
—El hijo menor de mi señor ocupa su tiempo al servicio del señor MacKenzie, en el lejano sur de Kintail. Eso fue lo último que supimos de él. Hace años que no viene por estas tierras.
—Eso puede ser, pero ahora estoy aquí y deseo entrar a mi hogar —respondió Víctor. Su sienes comenzaban a palpitaban con fuerza—. Hace frío aquí afuera, todo está mojado y oscuro. Demasiado mojado para los viejos huesos del perro que traigo conmigo. —Movió el brazo y acarició a Valeroso en la cabeza—. Los dos estamos muy cansados del viaje.
El muchacho dudó, su mirada se dirigía alternativamente a Valeroso y a Víctor.
—Bueno, pues sí que se parece a Neill —aceptó, pero aún guardaba un tono de duda en su voz—. ¿Y si usted es su fantasma?
—Su… —comenzó a decir Víctor, luego se calló, sin deseos de hablar de fantasmas dos veces en una misma noche.
Se aclaró la garganta.
—Soy Víctor, el hijo de mi padre, tan cierto como que estoy aquí y no soy ningún fantasma. —Le dolía la cabeza y estaba verdaderamente cansado—. Ahora, abre esa puerta y déjame entrar. Quiero ver a mi padre antes de que se vaya a dormir, me han dicho que está enfermo.
—¡Ah! —Se oyó una segunda voz acercándose, a medida que una mujer vieja con cara severa se aproximaba a la ventana—. Así es, y se encuentra muy mal —confirmó la vieja, observando a Víctor—. Sí, se encuentra muy mal y no permitiré que le molesten a estas horas de la noche. Estos son tiempos oscuros, muchas cosas desconocidas están por venir. No podemos confiar… —se calló de repente y abrió unos ojos como platos—. Jesús… ¡Es usted! —gritó, dándose una palmada en el rostro—. El pequeño Víctor llega a casa, finalmente. ¡Cuánto he rezado por este día!
Víctor parpadeó, contemplándola con los ojos abiertos. Apenas podía confiar en lo que veían sus ojos. Sin embargo, se dio cuenta de que los rizos gris plata que enmarcaban aquel bien amado rostro y rodeaban aquellos ojos agudos eran los mismos.
Su indulgente nodriza de la infancia, la mujer que lo había acompañado en su niñez, la que lo protegía del temperamento de su padre y de su rencor. Ella había sido el pilar de su juventud y le había brindado todo el amor y el calor que necesitaba para aliviar los pesares de sus tristes primeros años.
Y ahora estaba apoyada en el marco de la ventana, completamente aterrada, mirándolo con ojos sorprendidos de luna llena. Víctor sintió que un cierto placer y una cierta calidez surgían en su interior.
Sacudió la cabeza, con el corazón encogido por la emoción.
—Ah, Morag, ¿eres tú? —logró decir. Luego, su garganta se cerró y el querido rostro de Morag se nubló ante él.
Sin embargo, Víctor no se preocupó. En ese momento Morag se alejó de la ventana y, justo en ese instante, el gran portón comenzó a alzarse para él.
Aquel dulce sonido zumbó en sus oídos y Víctor espoleó a su caballo por debajo del portón, dirigiéndose al arco de entrada y, luego, al fuerte del castillo, que se encontraba iluminado por antorchas. Atravesó la helada y nublada noche hasta el serbal de cinta roja, tan prontamente olvidado.
Ya estaba en casa.
Nada más importaba.
Y si aún no sabía cómo lo recibiría su padre, Morag estaba, evidentemente, feliz de verlo.
Se bajó del caballo con presteza y tomó a la anciana en sus brazos, envolviéndola en un fuerte abrazo.
—Santo cielo, Morag, no has envejecido ni siquiera un día —afirmó, abrazándola con fuerza hasta que ella se apartó para echarle un vistazo; las lágrimas rodaban por su rostro.
—Sigue —dijo con afán, frotándose los ojos. Tomó el brazo de Víctor y lo guió hacia la torre y a la entrada del gran salón—. Tu padre está cada vez más confundido con cada día que pasa y todas las personas que se encuentran en este salón están de acuerdo conmigo. —Morag apretó el brazo de Víctor—. El mal que lo aqueja no tiene nada que ver con esas absurdas habladurías de fantasmas, ni siquiera con la pérdida de tus hermanos —le confió, bajando la voz—. Él está viejo y sabe que dividió a este clan en dos el día en que te envió lejos de aquí. Quiere hacer las paces contigo, aunque no lo sepa aún.
Víctor se detuvo.
Tomó aire profundamente y lo soltó con lentitud. Al otro lado del pasillo, en la pared que sobresalía tras la gran mesa, dos brillantes antorchas enmarcaban el Cuerno de los Días, el tesoro más preciado de su clan. Tuvo la incómoda sensación de que el objeto lo miraba fijamente.
Lo estaba esperando.
O, dicho de otro modo, lo medía, lo retaba.
Exquisitamente tallado y adornado con joyas, el cuerno de marfil le había sido entregado al abuelo de Víctor por Robert Bruce, tras la magnífica victoria de Escocia en Bannockburn. Un regalo que simbolizaba el aprecio por el apoyo y la lealtad del clan. Su sonido era grave y solemne.
Desde entonces, y en honor de cada nuevo jefe de clan, se repetía la misma ceremonia: el cuerno de marfil pasaba de un terrateniente a su sucesor, se tocaba sólo en honor de los jefes el día en que se hacían cargo de su responsabilidad.
Una tradición familiar que debió haber honrado Neill.
Ahora, el cuerno de marfil sonaría para Víctor.
El joven lo contempló con emoción. Aceptaría el desafío y demostraría que se merecía ese honor.
Se lo demostraría también, y sobre todo, a su padre.
—Entonces… es lo que yo sospechaba, ¿verdad? —le dijo a Morag, quien lo miró sin comprender. La anciana acababa de afirmar que su padre quería reconciliarse con él, aunque aún no lo supiera. Y ese «aunque no lo supiera» era lo que le preocupaba—. Mi padre no mandó a buscarme, ¿verdad?
Morag miró hacia abajo y se cogió la falda.
Coloreados de rojo y ridículamente enormes, los racimos de fresno lo miraban amenazantes. Una sorda advertencia de lo que encontraría adentro, pues el fresno coloreado de rojo era el amuleto especial de su familia.
Un remedio ancestral concedido como un don benéfico a los Macpherson por Devorgilla, la más respetada mujer sabia de todas las islas y las Tierras Altas del Oeste.
Un amuleto que, según las cailleach, mujeres sabias , salvaguardaba los preciados rebaños del clan, manteniéndolos gordos y fuertes para resistir a los duros y largos inviernos de las Tierras Altas.
Y también era un talismán para repeler cualquier tipo de mal.
Incluso espectros.
Fantasmas.
Víctor frunció el ceño. Pensar en sus hermanos no era la bienvenida al hogar que había vislumbrado.
Hasta el clima era desagradable, pues había comenzado a caer una fina lluvia muy molesta e inquietante. La densa niebla se deslizaba por la ladera para luego trepar por los muros de Baldreagan hasta casi cubrirlos con su espeso manto, como una espeluznante mortaja que le recordaba demasiado bien la razón por la cual se hallaba allí.
Víctor sintió un escalofrío.
Se arrebujó en la manta con la que se cubría y observó la, aparentemente, vacía garita que protegía la propiedad de su padre. No se sorprendió cuando la reja levadiza se cerró con estrépito delante de sus narices. En el pasado, la tarea de vigilar el castillo recaía sobre sus hermanos, que se turnaban para llevarla a cabo. Ahora, Víctor se preguntó quién se encargaría de la vigilancia.
Supo de quién se trataba cuando la persiana de una de las ventanas de garita de la entrada se abrió y un rostro no muy amable lo miró fijamente.
Un rostro joven, un rostro que Víctor no reconocía, a pesar de que las pecas del muchacho y las hebras de color rojo de su cabello lo identificaban como un Macpherson.
Un joven pastor, de eso Víctor estaba seguro. Cuando el joven se asomó por la ventana, un marcado y distintivo olor fue arrastrado por la brisa de la noche. Olía a estiércol, como si el muchacho hubiera estado limpiando los establos.
—¿Quién anda ahí? —preguntó el mozalbete; su tono de sospecha carecía del afectuoso acento característico de las Tierras Altas—. Llega usted a importunar y sin anunciarse a la puerta de una casa en luto. Tengo órdenes de no abrirle a nadie.
—¿Ni siquiera a uno de los hijos de esta casa? —Víctor se acercó bajo la ventana—. Soy Víctor del Serbal —le dijo al muchacho—. He venido para ver a mi padre y presentarles mis respetos a mis hermanos. ¡Que Dios les dé descanso a sus almas!
El muchacho lo contempló con incredulidad en sus ojos.
—El hijo menor de mi señor ocupa su tiempo al servicio del señor MacKenzie, en el lejano sur de Kintail. Eso fue lo último que supimos de él. Hace años que no viene por estas tierras.
—Eso puede ser, pero ahora estoy aquí y deseo entrar a mi hogar —respondió Víctor. Su sienes comenzaban a palpitaban con fuerza—. Hace frío aquí afuera, todo está mojado y oscuro. Demasiado mojado para los viejos huesos del perro que traigo conmigo. —Movió el brazo y acarició a Valeroso en la cabeza—. Los dos estamos muy cansados del viaje.
El muchacho dudó, su mirada se dirigía alternativamente a Valeroso y a Víctor.
—Bueno, pues sí que se parece a Neill —aceptó, pero aún guardaba un tono de duda en su voz—. ¿Y si usted es su fantasma?
—Su… —comenzó a decir Víctor, luego se calló, sin deseos de hablar de fantasmas dos veces en una misma noche.
Se aclaró la garganta.
—Soy Víctor, el hijo de mi padre, tan cierto como que estoy aquí y no soy ningún fantasma. —Le dolía la cabeza y estaba verdaderamente cansado—. Ahora, abre esa puerta y déjame entrar. Quiero ver a mi padre antes de que se vaya a dormir, me han dicho que está enfermo.
—¡Ah! —Se oyó una segunda voz acercándose, a medida que una mujer vieja con cara severa se aproximaba a la ventana—. Así es, y se encuentra muy mal —confirmó la vieja, observando a Víctor—. Sí, se encuentra muy mal y no permitiré que le molesten a estas horas de la noche. Estos son tiempos oscuros, muchas cosas desconocidas están por venir. No podemos confiar… —se calló de repente y abrió unos ojos como platos—. Jesús… ¡Es usted! —gritó, dándose una palmada en el rostro—. El pequeño Víctor llega a casa, finalmente. ¡Cuánto he rezado por este día!
Víctor parpadeó, contemplándola con los ojos abiertos. Apenas podía confiar en lo que veían sus ojos. Sin embargo, se dio cuenta de que los rizos gris plata que enmarcaban aquel bien amado rostro y rodeaban aquellos ojos agudos eran los mismos.
Su indulgente nodriza de la infancia, la mujer que lo había acompañado en su niñez, la que lo protegía del temperamento de su padre y de su rencor. Ella había sido el pilar de su juventud y le había brindado todo el amor y el calor que necesitaba para aliviar los pesares de sus tristes primeros años.
Y ahora estaba apoyada en el marco de la ventana, completamente aterrada, mirándolo con ojos sorprendidos de luna llena. Víctor sintió que un cierto placer y una cierta calidez surgían en su interior.
Sacudió la cabeza, con el corazón encogido por la emoción.
—Ah, Morag, ¿eres tú? —logró decir. Luego, su garganta se cerró y el querido rostro de Morag se nubló ante él.
Sin embargo, Víctor no se preocupó. En ese momento Morag se alejó de la ventana y, justo en ese instante, el gran portón comenzó a alzarse para él.
Aquel dulce sonido zumbó en sus oídos y Víctor espoleó a su caballo por debajo del portón, dirigiéndose al arco de entrada y, luego, al fuerte del castillo, que se encontraba iluminado por antorchas. Atravesó la helada y nublada noche hasta el serbal de cinta roja, tan prontamente olvidado.
Ya estaba en casa.
Nada más importaba.
Y si aún no sabía cómo lo recibiría su padre, Morag estaba, evidentemente, feliz de verlo.
Se bajó del caballo con presteza y tomó a la anciana en sus brazos, envolviéndola en un fuerte abrazo.
—Santo cielo, Morag, no has envejecido ni siquiera un día —afirmó, abrazándola con fuerza hasta que ella se apartó para echarle un vistazo; las lágrimas rodaban por su rostro.
—Sigue —dijo con afán, frotándose los ojos. Tomó el brazo de Víctor y lo guió hacia la torre y a la entrada del gran salón—. Tu padre está cada vez más confundido con cada día que pasa y todas las personas que se encuentran en este salón están de acuerdo conmigo. —Morag apretó el brazo de Víctor—. El mal que lo aqueja no tiene nada que ver con esas absurdas habladurías de fantasmas, ni siquiera con la pérdida de tus hermanos —le confió, bajando la voz—. Él está viejo y sabe que dividió a este clan en dos el día en que te envió lejos de aquí. Quiere hacer las paces contigo, aunque no lo sepa aún.
Víctor se detuvo.
Tomó aire profundamente y lo soltó con lentitud. Al otro lado del pasillo, en la pared que sobresalía tras la gran mesa, dos brillantes antorchas enmarcaban el Cuerno de los Días, el tesoro más preciado de su clan. Tuvo la incómoda sensación de que el objeto lo miraba fijamente.
Lo estaba esperando.
O, dicho de otro modo, lo medía, lo retaba.
Exquisitamente tallado y adornado con joyas, el cuerno de marfil le había sido entregado al abuelo de Víctor por Robert Bruce, tras la magnífica victoria de Escocia en Bannockburn. Un regalo que simbolizaba el aprecio por el apoyo y la lealtad del clan. Su sonido era grave y solemne.
Desde entonces, y en honor de cada nuevo jefe de clan, se repetía la misma ceremonia: el cuerno de marfil pasaba de un terrateniente a su sucesor, se tocaba sólo en honor de los jefes el día en que se hacían cargo de su responsabilidad.
Una tradición familiar que debió haber honrado Neill.
Ahora, el cuerno de marfil sonaría para Víctor.
El joven lo contempló con emoción. Aceptaría el desafío y demostraría que se merecía ese honor.
Se lo demostraría también, y sobre todo, a su padre.
—Entonces… es lo que yo sospechaba, ¿verdad? —le dijo a Morag, quien lo miró sin comprender. La anciana acababa de afirmar que su padre quería reconciliarse con él, aunque aún no lo supiera. Y ese «aunque no lo supiera» era lo que le preocupaba—. Mi padre no mandó a buscarme, ¿verdad?
Morag miró hacia abajo y se cogió la falda.
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Re: fuego y pasión
El hombre que se encontraba al lado de ellos se dio cuenta de sus miradas. Incluso las personas que se encontraban tras los Serbales intentaron mirar hacia otro lado. Hubo uno que, de pronto, se sintió muy interesado por Valeroso, mientras que otros miraban sus vasos de cerveza o los remolinos de humo que viajaban por las ennegrecidas vigas del techo como si en el mundo no hubiera nada más importante para ellos.
Nadie miraba a Víctor a los ojos. No obstante, él habría podido jurar que las mejillas de todos brillaban de lo sonrojadas que estaban.
—Venga, dime la verdad, ¿fue Avelinne el que envió a buscarme?
Para su sorpresa, los barbados rostros de sus familiares se tiñeron de un tono de rojo aún más brillante.
—Sus asuntos y los nuestros —admitió, recostándose en su bastón, el mismo que usaba desde que Víctor era un niño—. Duncan Mor decidió llamarte tras la muerte de tus hermanos… y cuando su hija mayor perdió a su prometido. Y nosotros… —hizo un gesto con el brazo para incluir a todos los parientes que se encontraban en el lugar, deteniéndose en cada palabra— estuvimos de acuerdo en ello, por tu padre.
Víctor la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Lo hicisteis por él?
Morag sintió el tono de resentimiento en su voz.
—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —dijo, inclinando la cabeza—. Tu padre no está en su sano juicio y se niega a salir de la cama. Así que decidimos convocar un consejo del clan. Dios sabe que él habría podido lograr a tener una buena alianza con los Avelinne, y además necesita los pastizales que hubieran sido la dote matrimonial de Sussana. Duncan Mor propuso una solución que permitía mantener ese acuerdo…
—Sí, lo sé. Mantendrá el acuerdo si yo me caso con su hija menor. —Víctor miró fijamente a Morag—. ¿Y mi padre no sabe nada de esto?
—Ahora lo sabe —replicó la anciana, sintiéndose todavía bastante incómoda—. Y ha accedido a honrar la alianza.
—Y yo no estaría aquí parado si no estuviera dispuesto a estar a la altura de mis obligaciones —contestó Víctor. Su mirada retornaba continuamente al Cuerno de los Días y a la manta de cuadros de su clan, colgada orgullosamente sobre el cuerno—. No necesita preocuparse porque yo contradiga su sagrada palabra.
En vez de contestarle, Morag se movió nerviosamente.
—Un hombre de la clase de tu padre rara vez se encuentra satisfecho.
Víctor la miró con los ojos entornados, pero ella había sellado sus labios, cerrándolos obstinadamente y el joven sabía que sus esfuerzos por abrirlos de nuevo serían inútiles. Morag ya no hablaría más.
Entonces, Víctor echó un vistazo al salón nublado por el humo, agudamente consciente de las especulativas miradas de sus parientes y de los elocuentes movimientos de pies, consciente también de la reveladora forma en que el silencio latía en el aire.
Enroscó sus dedos alrededor del cinturón de su espada y frunció el ceño, receloso. Morag le estaba ocultando algo y sólo había una manera de averiguar lo que era. Aunque se decía que no debía importarle nada de lo que allí ocurriera, lo cierto era que, muy a su pesar, le importaba.
Al final del salón, en el estrado reservado al señor, la silla de su padre estaba vacía. Se le encogió el corazón, a pesar de que no quería dar cabida a semejante señal de debilidad.
Los sentimientos eran una cosa peligrosa.
Una trampa que había aprendido a esquivar cada vez que pensaba en su padre.
Cediendo el paso a otras emociones, tomó a Morag una vez más y le plantó un sonoro beso en la mejilla.
—No te preocupes —dijo, levantando la voz de tal manera que todos lo escucharan—. No he venido aquí para echar a perder los planes de mi padre. Y haré todo lo que pueda para sortear el abismo que nos separa.
Habiendo hecho esta declaración, tomó una bandeja de pasteles calientes rellenos de queso, uno de los bocados favoritos de su padre, y se dirigió a las escaleras que conducían a las habitaciones del señor del castillo.
La habitación estaba sumida en la oscuridad, pues las persianas estaban fuertemente aseguradas y las antorchas y las lámparas de aceite estaban apagadas. La única luz provenía de una gran hoguera que centelleaba en la chimenea y de una vela solitaria.
Alejandro Macpherson estaba acostado, dormido en su cama. Las mantas lo cubrían hasta la barbilla.
Cuanto más tiempo permanecía Víctor parado en el umbral de la puerta observando a su padre, más difícil le resultaba respirar.
Entonces, entró en la habitación y puso su ofrenda de paz sobre la mesa, junto a la chimenea.
—Pasteles de queso, tal y como te gustan —dijo. Los ronquidos de su padre le indicaron que le había oído.
—Tienes muy buen aspecto —mintió, preguntándose cuándo su fuerte, irritable e irascible padre se había vuelto tan viejo y frágil—. Un bocado de comida en la panza y un baño caliente y tendrás incluso mejor aspecto que antes.
—¡No quiero un baño! Y ya os he dicho a todos que no tengo hambre. —Los ojos de Alejandro se abrieron súbitamente y se fijaron directamente en Víctor—. Sólo quiero… ¡Por todos los santos! —gritó, escondiéndose bajo las mantas—. ¿Por qué no dejas de aparecer en la oscuridad?
—No soy un fantasma. —Víctor atravesó la habitación y estiró las mantas, descubriendo la cabeza de su padre—. Soy Víctor del Serbal, y he regresado a casa para ayudarlo a enderezar sus asuntos.
—¡Tú! —Alejandro se sentó, apoyándose sobre los codos, de nuevo el color inundaba su rostro—. Di órdenes de que no te acercaras a mí de ninguna manera —dijo bruscamente—. ¡Todos y cada uno de los hombres de este castillo lo saben, incluso ese charlatán y afeminado mayordomo! ¡Todos!
Víctor se sentó en la cama y se cruzó de brazos.
—Tal vez si comiera algo más que ese insulso potaje y ese vino aguado que se encuentra sobre su mesa, tendría la fuerza suficiente como para ejecutar sus deseos.
—No tengo deseos —dijo Alejandro frunciendo el ceño—. ¿Puedes tú acaso devolverme a mis hijos? ¡Y no me refiero a los espectros!
«Yo soy su hijo».
Víctor no llegó a pronunciar esas palabras. Ahora comprendía lo difícil que debía haberles resultado a Morag y a sus parientes aceptarlo en la casa a pesar de su anciano señor.
Su padre bien podía haber aceptado el pacto con Duncan Mor y haber consentido en que él se casara con su hija, pero lo había hecho porque estaba convencido de que no tendría contacto alguno con él, con el hijo que nunca había querido.
A pesar de todo, sintió lástima por su padre.
Víctor atravesó la habitación en tres largas zancadas y se paró ante una ventana.
—El aire fresco ahuyentará los espectros de su mente —dijo, corriendo el pestillo y empujando las amplias contraventanas para abrirlas de par en par.
Una ráfaga de viento helado entró en la habitación, pero Víctor aceptó esa molestia con agrado. Posó sus manos sobre la cornisa de piedra de la ventana y echó un vistazo a la fría y lluviosa noche.
Una silenciosa noche rodeada de un velo de misterio tan denso que incluso las montañas, más allá de las murallas de Baldreagan, eran poco más que oscuras manchas en el gris firmamento.
En algún lugar allí afuera, Myriam Avelinne dormía.
O tal vez se encontraba asomada a su ventana, preguntándose por él.
Y él por ella. Justo como lo dictaba la regla de caballeros.
Si no con deseo, por lo menos con curiosidad.
Pero no era Myriam Avelinne la mujer que ocupaba sus pensamientos, sino una joven hada tan delicada y magnífica que él vendería su alma por tan sólo tener la oportunidad de tocar una sola hebra de su ondulante cabello.
Víctor frunció el ceño, tratando de enterrar en lo más profundo de su mente esos pensamientos.
Nadie miraba a Víctor a los ojos. No obstante, él habría podido jurar que las mejillas de todos brillaban de lo sonrojadas que estaban.
—Venga, dime la verdad, ¿fue Avelinne el que envió a buscarme?
Para su sorpresa, los barbados rostros de sus familiares se tiñeron de un tono de rojo aún más brillante.
—Sus asuntos y los nuestros —admitió, recostándose en su bastón, el mismo que usaba desde que Víctor era un niño—. Duncan Mor decidió llamarte tras la muerte de tus hermanos… y cuando su hija mayor perdió a su prometido. Y nosotros… —hizo un gesto con el brazo para incluir a todos los parientes que se encontraban en el lugar, deteniéndose en cada palabra— estuvimos de acuerdo en ello, por tu padre.
Víctor la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Lo hicisteis por él?
Morag sintió el tono de resentimiento en su voz.
—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —dijo, inclinando la cabeza—. Tu padre no está en su sano juicio y se niega a salir de la cama. Así que decidimos convocar un consejo del clan. Dios sabe que él habría podido lograr a tener una buena alianza con los Avelinne, y además necesita los pastizales que hubieran sido la dote matrimonial de Sussana. Duncan Mor propuso una solución que permitía mantener ese acuerdo…
—Sí, lo sé. Mantendrá el acuerdo si yo me caso con su hija menor. —Víctor miró fijamente a Morag—. ¿Y mi padre no sabe nada de esto?
—Ahora lo sabe —replicó la anciana, sintiéndose todavía bastante incómoda—. Y ha accedido a honrar la alianza.
—Y yo no estaría aquí parado si no estuviera dispuesto a estar a la altura de mis obligaciones —contestó Víctor. Su mirada retornaba continuamente al Cuerno de los Días y a la manta de cuadros de su clan, colgada orgullosamente sobre el cuerno—. No necesita preocuparse porque yo contradiga su sagrada palabra.
En vez de contestarle, Morag se movió nerviosamente.
—Un hombre de la clase de tu padre rara vez se encuentra satisfecho.
Víctor la miró con los ojos entornados, pero ella había sellado sus labios, cerrándolos obstinadamente y el joven sabía que sus esfuerzos por abrirlos de nuevo serían inútiles. Morag ya no hablaría más.
Entonces, Víctor echó un vistazo al salón nublado por el humo, agudamente consciente de las especulativas miradas de sus parientes y de los elocuentes movimientos de pies, consciente también de la reveladora forma en que el silencio latía en el aire.
Enroscó sus dedos alrededor del cinturón de su espada y frunció el ceño, receloso. Morag le estaba ocultando algo y sólo había una manera de averiguar lo que era. Aunque se decía que no debía importarle nada de lo que allí ocurriera, lo cierto era que, muy a su pesar, le importaba.
Al final del salón, en el estrado reservado al señor, la silla de su padre estaba vacía. Se le encogió el corazón, a pesar de que no quería dar cabida a semejante señal de debilidad.
Los sentimientos eran una cosa peligrosa.
Una trampa que había aprendido a esquivar cada vez que pensaba en su padre.
Cediendo el paso a otras emociones, tomó a Morag una vez más y le plantó un sonoro beso en la mejilla.
—No te preocupes —dijo, levantando la voz de tal manera que todos lo escucharan—. No he venido aquí para echar a perder los planes de mi padre. Y haré todo lo que pueda para sortear el abismo que nos separa.
Habiendo hecho esta declaración, tomó una bandeja de pasteles calientes rellenos de queso, uno de los bocados favoritos de su padre, y se dirigió a las escaleras que conducían a las habitaciones del señor del castillo.
La habitación estaba sumida en la oscuridad, pues las persianas estaban fuertemente aseguradas y las antorchas y las lámparas de aceite estaban apagadas. La única luz provenía de una gran hoguera que centelleaba en la chimenea y de una vela solitaria.
Alejandro Macpherson estaba acostado, dormido en su cama. Las mantas lo cubrían hasta la barbilla.
Cuanto más tiempo permanecía Víctor parado en el umbral de la puerta observando a su padre, más difícil le resultaba respirar.
Entonces, entró en la habitación y puso su ofrenda de paz sobre la mesa, junto a la chimenea.
—Pasteles de queso, tal y como te gustan —dijo. Los ronquidos de su padre le indicaron que le había oído.
—Tienes muy buen aspecto —mintió, preguntándose cuándo su fuerte, irritable e irascible padre se había vuelto tan viejo y frágil—. Un bocado de comida en la panza y un baño caliente y tendrás incluso mejor aspecto que antes.
—¡No quiero un baño! Y ya os he dicho a todos que no tengo hambre. —Los ojos de Alejandro se abrieron súbitamente y se fijaron directamente en Víctor—. Sólo quiero… ¡Por todos los santos! —gritó, escondiéndose bajo las mantas—. ¿Por qué no dejas de aparecer en la oscuridad?
—No soy un fantasma. —Víctor atravesó la habitación y estiró las mantas, descubriendo la cabeza de su padre—. Soy Víctor del Serbal, y he regresado a casa para ayudarlo a enderezar sus asuntos.
—¡Tú! —Alejandro se sentó, apoyándose sobre los codos, de nuevo el color inundaba su rostro—. Di órdenes de que no te acercaras a mí de ninguna manera —dijo bruscamente—. ¡Todos y cada uno de los hombres de este castillo lo saben, incluso ese charlatán y afeminado mayordomo! ¡Todos!
Víctor se sentó en la cama y se cruzó de brazos.
—Tal vez si comiera algo más que ese insulso potaje y ese vino aguado que se encuentra sobre su mesa, tendría la fuerza suficiente como para ejecutar sus deseos.
—No tengo deseos —dijo Alejandro frunciendo el ceño—. ¿Puedes tú acaso devolverme a mis hijos? ¡Y no me refiero a los espectros!
«Yo soy su hijo».
Víctor no llegó a pronunciar esas palabras. Ahora comprendía lo difícil que debía haberles resultado a Morag y a sus parientes aceptarlo en la casa a pesar de su anciano señor.
Su padre bien podía haber aceptado el pacto con Duncan Mor y haber consentido en que él se casara con su hija, pero lo había hecho porque estaba convencido de que no tendría contacto alguno con él, con el hijo que nunca había querido.
A pesar de todo, sintió lástima por su padre.
Víctor atravesó la habitación en tres largas zancadas y se paró ante una ventana.
—El aire fresco ahuyentará los espectros de su mente —dijo, corriendo el pestillo y empujando las amplias contraventanas para abrirlas de par en par.
Una ráfaga de viento helado entró en la habitación, pero Víctor aceptó esa molestia con agrado. Posó sus manos sobre la cornisa de piedra de la ventana y echó un vistazo a la fría y lluviosa noche.
Una silenciosa noche rodeada de un velo de misterio tan denso que incluso las montañas, más allá de las murallas de Baldreagan, eran poco más que oscuras manchas en el gris firmamento.
En algún lugar allí afuera, Myriam Avelinne dormía.
O tal vez se encontraba asomada a su ventana, preguntándose por él.
Y él por ella. Justo como lo dictaba la regla de caballeros.
Si no con deseo, por lo menos con curiosidad.
Pero no era Myriam Avelinne la mujer que ocupaba sus pensamientos, sino una joven hada tan delicada y magnífica que él vendería su alma por tan sólo tener la oportunidad de tocar una sola hebra de su ondulante cabello.
Víctor frunció el ceño, tratando de enterrar en lo más profundo de su mente esos pensamientos.
aitanalorence- VBB ORO
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Re: fuego y pasión
Muchas gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: fuego y pasión
Gracias por el Cap. Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
gracias por el capi aitana
nayelive- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
graciias x el cap niiña saluodos
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
¿EL HADA Y MYRIAM SERAN LA MISMA PERSONA?, GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
Otros asuntos más serios pesaban sobre sus hombros y, con la esperanza de atenderlos, se alejó de la ventana y tomó uno de los pastelillos de queso de la bandeja que estaba sobre la mesa. Luego volvió al lado de su padre.
—Coma —dijo, poniendo el bocadillo bruscamente en la mano del anciano—. Los espectros tienden a visitar más a hombres con estómagos vacíos y gruñones que a los que están bien alimentados y saciados.
Alejandro olfateó.
—No te atrevas a tomarte a la ligera lo que veo casi todas las noches antes de dormir —gruñó, frunciendo el ceño ferozmente—. Y mi mente no está confundida, como algunas arpías habladoras seguramente te habrán dicho.
—Me alegra oírlo —contestó Víctor, satisfecho al ver cómo su padre mordía uno de los pastelillos de queso—. Termine de comerse ese pastelillo y lo dejaré en paz. Cómase dos más y le haré subir una jarra con cerveza fresca para reemplazar ese vino aguado.
—Si hubiera sabido que eras tan desagradable y mandón, no habría accedido al plan de Duncan Mor —afirmó Alejandro, entre mordiscos—. Aunque no hubiéramos formado la alianza… ¿Qué me importa a mí? Y me dejé convencer por una anciana de dientes torcidos y una partida de tarados que se hacen llamar consejo. ¡Qué estúpido!
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué accedió?
Alejandro apretó los labios y miró hacia la ventana. Había terminado el pastelillo de queso, así que Víctor se acercó a la mesa y le dio otros dos.
—¿Es posible que aceptara usted la propuesta sólo para darse el placer de verme condenado a un matrimonio que no deseo? —Víctor estaba seguro de haber acertado.
Su padre sólo quería fastidiarlo. Eso era.
—No es un secreto que esas dos hermanas…
—¡La doncella Myriam merece algo mucho mejor que un hombre como tú! —dijo Alejandro, tomando el pastelillo que Víctor le ofrecía—. Y a mí me engañaron con esa unión. Me hicieron pensar que al novio lo iban a escoger de entre sus primos. ¡El consejo esperó hasta ayer para decirme que Duncan Mor te había escogido a ti!
Lo dijo sin llegar a atragantarse con el pastelillo, cosa que a Víctor le pareció un auténtico milagro.
—No mancharé mi nombre faltando a mi palabra. ¡No daré a Avelinne y a los cerdos de sus secuaces ese placer! —juró Alejandro, agitando uno de sus dedos, untado de queso—. Y a decir verdad, tú eres el mal menor, por más que me duela decirlo. Me cae muy simpática esa jovencita y me aseguraré de que se aleje de su padre. Él es una molestia en estas tierras y no me gusta cómo la trata.
Víctor lo miró fijamente, su mente era un remolino de pensamientos.
Todos sabían que Alejandro Macpherson tenía poco tiempo para las mujeres, salvo para discutir con Morag o gritar órdenes a las muchachas del servicio. Los chismosos incluso aseguraban que no había levantado una falda desde que había perdido a la madre de Víctor.
Aun así, su agitación indicaba que verdaderamente le gustaba la que se iba a convertir en la esposa de éste.
—No me mires como si yo fuera un bicho raro —se quejó, estirando la mano para tomar el tercer pastelillo—. Ahora cumple tu palabra y déjame tranquilo.
—Como usted desee —asintió Víctor, dirigiéndose a la puerta. Echó un vistazo sobre su hombro, sin sorprenderse al ver que su padre todavía lo miraba con el ceño fruncido.
Pero, por lo menos, estaba comiendo.
Víctor sonrió.
—Enviaré a alguien para que le traiga la cerveza que le prometí. Tómesela toda.
Mientras caminaba de regreso al gran salón, el sentimiento de victoria por haberle dado algo de comer a su padre luchaba contra la revelación de que su amargado y endurecido viejo tenía una debilidad por Myriam Avelinne.
Sólo quedaba saber por qué.
—Coma —dijo, poniendo el bocadillo bruscamente en la mano del anciano—. Los espectros tienden a visitar más a hombres con estómagos vacíos y gruñones que a los que están bien alimentados y saciados.
Alejandro olfateó.
—No te atrevas a tomarte a la ligera lo que veo casi todas las noches antes de dormir —gruñó, frunciendo el ceño ferozmente—. Y mi mente no está confundida, como algunas arpías habladoras seguramente te habrán dicho.
—Me alegra oírlo —contestó Víctor, satisfecho al ver cómo su padre mordía uno de los pastelillos de queso—. Termine de comerse ese pastelillo y lo dejaré en paz. Cómase dos más y le haré subir una jarra con cerveza fresca para reemplazar ese vino aguado.
—Si hubiera sabido que eras tan desagradable y mandón, no habría accedido al plan de Duncan Mor —afirmó Alejandro, entre mordiscos—. Aunque no hubiéramos formado la alianza… ¿Qué me importa a mí? Y me dejé convencer por una anciana de dientes torcidos y una partida de tarados que se hacen llamar consejo. ¡Qué estúpido!
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué accedió?
Alejandro apretó los labios y miró hacia la ventana. Había terminado el pastelillo de queso, así que Víctor se acercó a la mesa y le dio otros dos.
—¿Es posible que aceptara usted la propuesta sólo para darse el placer de verme condenado a un matrimonio que no deseo? —Víctor estaba seguro de haber acertado.
Su padre sólo quería fastidiarlo. Eso era.
—No es un secreto que esas dos hermanas…
—¡La doncella Myriam merece algo mucho mejor que un hombre como tú! —dijo Alejandro, tomando el pastelillo que Víctor le ofrecía—. Y a mí me engañaron con esa unión. Me hicieron pensar que al novio lo iban a escoger de entre sus primos. ¡El consejo esperó hasta ayer para decirme que Duncan Mor te había escogido a ti!
Lo dijo sin llegar a atragantarse con el pastelillo, cosa que a Víctor le pareció un auténtico milagro.
—No mancharé mi nombre faltando a mi palabra. ¡No daré a Avelinne y a los cerdos de sus secuaces ese placer! —juró Alejandro, agitando uno de sus dedos, untado de queso—. Y a decir verdad, tú eres el mal menor, por más que me duela decirlo. Me cae muy simpática esa jovencita y me aseguraré de que se aleje de su padre. Él es una molestia en estas tierras y no me gusta cómo la trata.
Víctor lo miró fijamente, su mente era un remolino de pensamientos.
Todos sabían que Alejandro Macpherson tenía poco tiempo para las mujeres, salvo para discutir con Morag o gritar órdenes a las muchachas del servicio. Los chismosos incluso aseguraban que no había levantado una falda desde que había perdido a la madre de Víctor.
Aun así, su agitación indicaba que verdaderamente le gustaba la que se iba a convertir en la esposa de éste.
—No me mires como si yo fuera un bicho raro —se quejó, estirando la mano para tomar el tercer pastelillo—. Ahora cumple tu palabra y déjame tranquilo.
—Como usted desee —asintió Víctor, dirigiéndose a la puerta. Echó un vistazo sobre su hombro, sin sorprenderse al ver que su padre todavía lo miraba con el ceño fruncido.
Pero, por lo menos, estaba comiendo.
Víctor sonrió.
—Enviaré a alguien para que le traiga la cerveza que le prometí. Tómesela toda.
Mientras caminaba de regreso al gran salón, el sentimiento de victoria por haberle dado algo de comer a su padre luchaba contra la revelación de que su amargado y endurecido viejo tenía una debilidad por Myriam Avelinne.
Sólo quedaba saber por qué.
aitanalorence- VBB ORO
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Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: fuego y pasión
graciias x el cap niiña ya kiiero que viictor conozca a su futura esposa saludos
Dianitha- VBB PLATINO
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Localización : chihuahua
Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: fuego y pasión
yo digo que su hada es myriam jaja gracias por el capi muy buena la nove
nayelive- VBB PLATINO
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Localización : df
Fecha de inscripción : 07/01/2009
Re: fuego y pasión
Ya kiero ke se conoscaaaaaan ¡¡¡¡¡¡¡¡¡ Gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: fuego y pasión
Gracias por el Cap Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Edad : 42
Localización : Monterrey, Nuevo Leon
Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: fuego y pasión
YO COMO VÍCTOR, TAMBIEN QUIERO SABER PORQUE SU PADRE APRECIA TANTO A MYRIAM, GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 983
Fecha de inscripción : 01/06/2008
Re: fuego y pasión
gracias por los capis
saludos
saludos
fresita- VBB PLATINO
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Localización : colima, méxico
Fecha de inscripción : 31/07/2009
Re: fuego y pasión
ya por fin me puse al corriente, siguele por faaaaaa
jai33sire- VBB PLATINO
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Edad : 48
Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: fuego y pasión
El buen humor de Víctor duró casi hasta el mediodía del día siguiente. Se le acabó en cuanto llegó al castillo Fairmaiden y dos de los fornidos servidores de Duncan Mor Avelinne lo escoltaron dentro del salón de la fortaleza. Sin importarle la apariencia ni las intenciones de sus escoltas, Víctor se detuvo justo en el sombrío arco de entrada, plantando sus pies firmemente en el suelo y cruzando los brazos sobre su pecho.
La nuca le cosquilleaba. Y eso nunca era un buen augurio.
Intentó permanecer firme, pues era lo único que podía hacer para evitar poner su mano sobre la empuñadura de su espada, o incluso desenfundar su acero y agitar el arma. Pero había llegado a Fairmaiden en condición de amigo y no tenía motivos para mantenerse a la defensiva.
De cualquier manera, la incómoda sensación de peligro no lo abandonaba, y no tenía nada que ver con los dos patanes con cara de tontos que lo custodiaban. No, no era eso lo que le causaba incomodidad.
Debido a su estatura, destacaba entre todos los hombres del clan; a los más altos les sacaba la cabeza y los otros apenas le llegaban al hombro. Todos lo miraban con cierto temor y un mal disimulado recelo, aunque parecían bastante tranquilos.
De todos modos, y a pesar de la aparente tranquilidad, Víctor sabía que si prestara atención al impulso de darse la vuelta e irse del lugar, se abalanzarian todos sobre él, cosa que, pensándolo bien, no estaría tan mal: de vez en cuando es saludable un viril enfrentamiento, aun cuando los súbditos de Duncan Mor no eran precisamente conocidos por pelear limpio.
Secuaces, los llamaba su padre, y Víctor estaba de acuerdo.
Nunca antes había visto tantas mantas de cuadros bajo un mismo techo. Tampoco había visto nunca una asamblea tan grande de aterradores y forajidos campesinos. Hombres derrotados y desterrados. Se decía que algunos habían llegado de Pabay, un pequeño islote cercano a la isla de Skye y hogar de malhechores desterrados de las Tierras Altas.
—¡Ah, muchacho! ¡Parece usted un hombre condenado que, parado frente a la horca, trata de ignorar la soga de la que va a colgar! —El gigante de la nariz torcida a la izquierda de Víctor le dio una amistosa palmada en el hombro y le dedicó una amplia sonrisa.
Tras el singular saludo, se acercó mucho a él y bajó la voz.
—No se preocupe, que no meterá usted el pico en algo indeseable —dijo moviendo las cejas—. No hay ningún hombre en este salón, salvo Duncan Mor en persona, que no daría su último aliento por estar sobre la doncella Myriam.
Víctor sintió el irresistible impulso de enderezar de un puñetazo la ya retorcida nariz del truhán, pero se contuvo. No quería empezar una trifulca en el salón de Fairmaiden antes de verse cara a cara con su señor, así que decidió hacer caso omiso a sus instintos y reprimir el irreprimible impulso.
Sin embargo, debía pronunciar unas palabras de advertencia.
—Reconozco que el terrateniente Macpherson no perdonaría fácilmente a cualquier tonto que intentara deshonrar a su hija —dijo, apartando su plaid para poner en evidencia la enorme hacha de doble filo que llevaba atada a su cinturón, así como también la empuñadura de su impresionante espada—. Yo tampoco lo perdonaría, amigo mío.
Su amenaza hizo que los dos hombres que lo escoltaban dieran unos pasos hacia atrás, dejando así el camino libre para entrar en el salón, nublado por el humo.
Cruzó la habitación dando grandes zancadas a través de la muchedumbre, la nuca le picaba cada vez más con cada paso que daba.
Y entonces lo supo.
Era el salón lo que lo ponía nervioso, y no la horda de matones de Duncan Mor. Tampoco lo ponía nervioso la razón de su visita (una amable llamada para confirmar la alianza y, de una vez, conocer a su prometida).
No, se trataba del salón de Duncan Mor.
Un salón como cualquier otro… si estuviera lleno de bulliciosos hombres armados. No se veía una sola falda en todo el lugar. No se veía por parte alguna a Sussana, la de ojos tristes, ni a ninguna de sus hermanas. A decir verdad, el gran salón de Fairmaiden no tenía carácter, podría estar en cualquier sitio y pertenecer a cualquier persona.
Sus paredes infestadas de moho estaban bien decoradas con los estandartes, armas usuales y unas pocas cabezas de venado, devoradas ya por las polillas. El lugar se encontraba lleno y con suficiente humo para nublar igualmente los ojos de nobles y plebeyos.
Los perros gorroneaban debajo de las mesas de caballete y un poderoso fuego de leños de tronco de abedul ardía en una enorme chimenea doble. Las esteras de juncos que cubrían el suelo parecían recién extendidas, lo cual hablaba muy bien del anfitrión, y su frescura le daba una apariencia limpia a la habitación de vigas negras; una apariencia más limpia de la que tenían otros salones.
Claramente, Duncan Mor era un hombre que apreciaba las comodidades.
Sin embargo, había algo que molestaba a Víctor.
Algo que le resultaba familiar, aunque no podía señalar con precisión qué era. Algo tenue y elusivo que circulaba a su alrededor, tentaba sus sentidos y hacía que su pulso se acelerara y su respiración fuera rápida y dispareja.
Algo indescriptible que lo alteraba hasta el punto de que ni siquiera se dio cuenta de que había regresado a la pesada puerta del salón hasta que sus dedos se enrollaron sobre el grueso picaporte.
De repente, otros dedos, igualmente determinados, se posaron sobre su codo.
—Apostaría a que se trata del joven Víctor Macpherson —explotó una voz más profunda que el pecado—. Si lo que desea es refrescarse tras su largo viaje, encontrará todo lo que necesita a su izquierda, justo después del primer piso de la torre.
Duncan Mor lo miró con un falso reproche.
—¿Es que acaso se iba a ir sin siquiera haber conocido a mi hija?
—Ah, no iba a ir a ningún lado —mintió Víctor, alejándose de la puerta—. Sólo iba a buscar el regalo de compromiso que traje para lady Myriam —improvisó, acordándose del espejo con borde de plata y el peine que el amigo de su terrateniente, sir Marmaduke, le había dado alguna vez.
«Baratijas», había dicho Kenneth acerca de los regalos, pero a Víctor le gustaban. Agradeció a los santos que se le hubiera olvidado sacar el espejo y el peine de las alforjas; un olvido que lo había salvado. Duncan Mor le dio una palmada en el muslo y sonrió con aprobación.
—Así que es usted el caballeroso hombre del que hablan por ahí. Muy distinto al hombre de aliento enfermo y cuello agarrotado que es su padre.
—Mi padre dice más o menos lo mismo de usted —respondió Víctor, midiendo al otro con la mirada—. Él…
—¡El patán de su padre ha sido bendecido teniendo un hijo con una lengua más sincera que la suya! —Duncan Mor soltó una carcajada y lanzó uno de sus brazos alrededor de los hombros de Víctor—. Venga, muchacho, conocerá a su novia. Más tarde puede ir por la chuchería que le ha traído. —Mor se dirigió al lugar reservado para el señor—. Si es que realmente existe tal chuchería.
—Ay, pues sí existe —confirmó Víctor—. Un espejo y un cepillo hechos de la más fina plata —dijo, haciendo alarde de su regalo. Tenía la esperanza de que aquel hombre no se hubiera dado cuenta de que originalmente no había traído aquellos objetos como un presente de compromiso.
A decir verdad, se los había traído de regalo al cocinero de Baldreagan con la intención de asegurarse algunas provisiones. Era una necesidad para un hombre de su tamaño y apetito.
—El espejo está muy bien elaborado —dijo, esquivando un perro dormido—. Se dice que es de una legión celta o de origen vikingo. La plata es…
—¡Un espejo de plata! —dijo Duncan Mor con entusiasmo, su voz resonaba a medida que se acercaban al estrado—. ¡Uy! ¿Has oído eso muchacha? Ya te dije que el joven Víctor haría que te sintieras muy orgullosa de ser su novia. ¡Tan refinado! Ahora, ¿qué dices?
—Digo que es bienvenido —se oyó una dulce voz que provenía del extremo más alejado de la mesa.
Una suave y melodiosa voz, tranquila, aunque matizada por un evidente tono de recelo y temor.
Víctor frunció el ceño.
Duncan Mor siguió hablando, fingiendo no darse cuenta de lo que ocurría.
—¿Y tú, muchacho? —Empujó a Víctor hacia la joven—. ¿Qué piensas de mi Myriam? —dijo fuertemente, abriendo su mano en el aire—. ¿No está muy bien?
Víctor la miró e inhaló aire bruscamente.
Myriam Avelinne estaba mucho más que bien.
Era su hada.
aitanalorence- VBB ORO
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Re: fuego y pasión
semejante belleza tenia que ser mi myris jaja gracias por el capi muy bueno
nayelive- VBB PLATINO
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Re: fuego y pasión
Gracias por el Cap. Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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