Una pasión secreta
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Una pasión secreta
Bueno va de nuevooo, aqui con otra novelitaaaaa que espero les gusteeee
Capítulo 1
Aunque no hubiera soplado un frío viento del Atlántico, las miradas hostiles que le dirigieron quienes rodeaban la tumba habrían sido suficientes para helar a Myriam hasta los huesos. Nadie dijo nada, por supuesto. Los educados habitantes de Bayview Heights, el vecindario más prestigioso de Eastridge Bay, jamás habrían manifestado su desaprobación antes de que el cuerpo de una de las jóvenes más conocidas de la sociedad local fuese enterrada.
Desde luego que no. Se guardarían sus comentarios para más tarde, junto con el té, el jerez y las condolencias en la mansión de los Castillo. Pero Myriam no estaría allí para oírlos. La omisión de su nombre de la lista de invitados a celebrar una vida segada trágicamente en plena juventud era una acusación en sí misma, pese a que su nombre hubiese quedado oficialmente libre de culpa.
-Del polvo venimos y en polvo nos convertiremos... -el ministro, con su toga flameando al viento, entonó las últimas plegarias de la ceremonia.
La madre de Jimena, Clara, ahogó un sollozo y alargó la mano hacia el ataúd cubierto de flores. Mirando disimuladamente, Myriam vio cómo Agustin Castillo le tomaba a su esposa el brazo e intentaba consolarla. Del otro lado de ella, apoyado pesadamente en su bastón, se encontraba Víctor con la cabeza inclinada. Tenía el cabello, tan espeso como cuando Myriam lo había tocado por última vez, hacía ocho años.
Al sentirse observado, él levantó la vista y la pilló mirándolo. Aunque Myriam sabía que lo único que conseguiría era que los demás la censurasen todavía más, no pudo apartar la vista. Incluso más, intentó telegrafiarle un mensaje: «¡No fue culpa mía, Víctor!», pero se dio cuenta inmediatamente de que, como todos los demás, Víctor la consideraba responsable. Viudo a los veintiocho años por culpa de ella, que podía ver acusación en sus ojos oscuros, en la línea de la boca que una vez la había besado con el calor y la urgencia de los diecinueve años.
El viento hizo que flamease el lazo de la elaborada corona de los Castillo, colocada sobre el féretro, como si Jimena intentase abrir el cajón y salir. Si hubiese podido, lo habría hecho, y reído de tanta solemnidad.
-La vida es un carrusel dicho siempre-. Y pienso sacarle todo el jugo posible antes de morirme. ¡Quiero ser un cadáver guapo!
Al recordar sus palabras y la risa frívola que las había acompañado, Myriam se preguntó si sus ojos lagrimearían por el terrible frío o si, por fin, comenzaba a remitir el aturdimiento que la dominaba desde el accidente, permitiéndole sentir otra vez.
A su alrededor, la gente comenzó a moverse. El servicio había concluido. Clara Castillo se llevó los dedos a los labios y luego al féretro como última despedida. Otros deudos hicieron lo mismo, excepto el viudo y su familia más cercana. El permaneció inmóvil, el rostro inescrutable, los hombros rectos enfundados en el uniforme de piloto naval. Sus parientes cerraron filas junto a él, como si, haciéndolo, pudiesen protegerlo de la enormidad de su pérdida.
Apartando la mirada, Myriam se hizo a un lado para dejar pasar a los padres de Jimena, quienes, desairándola abiertamente, se dirigieron a la limusina que los esperaba. Había asistido al entierro por respeto a quien había sido su amiga y porque sabía que su ausencia daría paso a mayor cotilleo aún que el que causaría su presencia. Pero el mensaje de los Castillo dio la consigna al resto de los asistentes: Myriam Montemayor, igual que siempre, traía complicaciones y no merecía ni compasión ni cortesía. El mensaje estaba tan claro que Myriam se sorprendió al oír pasos crujir por la nieve hacia ella y luego la voz de Víctor.
-Esperaba que estuvieras aquí. ¿Cómo estás, Myriam? -le preguntó este al llegar a su lado.
-Tan bien como puede esperarse -dijo, con la garganta agarrotada-. ¿Y tú?
-Igual -dijo él, encogiéndose de hombros-. ¿Vienes a casa de los Castillo para el funeral?
-No, no me han invitado.
La miró con el rostro serio un momento.
-Ahora lo estás. Como esposo de Jimena, te invito. Fueron amigas durante años. Ella habría querido que estuvieses.
Ella no pudo mirarlo a los ojos, no pudo soportar su voz fría e imparcial.
-Yo no estaría tan segura de ello -dijo, dándose la vuelta-. Nuestras vidas habían tomado sendas separadas. Ya no estábamos de acuerdo en muchos temas -«especialmente sobre ti y la santidad de tu matrimonio», podría haber añadido.
-Para mí resultaría muy importante que cambiases de opinión.
-¿Por qué, Víctor? -le preguntó ella-. También hace años que tú y yo dejamos de ser amigos íntimos. Considerando las circunstancias presentes, no se me ocurre un motivo por el que quieras acercarte a mí ahora.
-Fuiste la última persona que vio a mi mujer con vida. La última que conversó con ella. Me gustaría hablar contigo.
-¿Por qué? -dijo ella, reprimiendo su pánico-. El informe de la policía deja bien claro lo que sucedió aquella noche.
-Lo he leído, y también he escuchado las declaraciones de mis suegros. Ellos saben que tuvo lugar un accidente, pero tú sabes cómo y por qué.
El pánico volvió a embargarla.
-Ya he dicho todo lo que hay que decir, al menos una docena de veces.
-Dame el gusto, Myriam, dímelo una vez más -señaló el bastón que empuñaba con la mano izquierda-. Me dieron de alta del hospital militar de Alemania hace menos de veinticuatro horas. He llegado a casa esta mañana temprano, justo a tiempo para el entierro. Me he enterado de todo de segunda mano. Estoy seguro de que comprenderás por qué me gustaría oírlo de los labios de la única persona que estuvo en realidad allí cuado Jimena murió.
-¿Qué pretendes lograr con ello?
-Quizá recuerdes algo que no parecía importante cuando hiciste tu declaración. Algo que complete los increíbles huecos de los informes que he recibido hasta ahora.
Por lo visto, sospechaba que había algo más que la bonita versión descafeinada de la policía. Myriam se lo temía. No temía lo que él pudiese preguntarle, sino que él descubriese la dolorosa verdad detrás de las mentiras que ella había contado para evitarles sufrimientos a él y a los Castillo.
-¿Myriam? -Margaret, la hermana mayor de Myriam se acercó a ellos. Una ligera arruga en su frente indicaba que encontraba totalmente inapropiado que Myriam confraternizase con el viudo frente a todos los asistentes al sepelio-. Tenemos que marcharnos. Ahora.
-Sí -dijo Myriam, que agradeció por una vez que su hermana se inmiscuyese. Se apartó de Víctor-. Le estaba explicando que no puedo asistir a la recepción.
-¡Por supuesto que no puedes! -la expresión de Margaret se suavizó al dirigirse a Víctor-: Siento mucho lo de tu pérdida, Víctor. Qué terrible vuelta a casa. Pero me temo que nos tenemos que ir. Los niños me esperan.
-¿Myriam ha venido contigo aquí?
-Sí. Desde el accidente, no tiene muchos deseos de conducir. La ha afectado mucho más de lo que mucha gente cree.
-¿De veras? -su mirada pasó de Margaret a centrarse nuevamente en Myriam, demasiado penetrante para su gusto-. Al menos, tú resultaste ilesa.
-Tuve suerte.
-De veras que sí. Mucho más que mi mujer.
Un frío trémulo la embargó junto con el recuerdo del chirriar de los frenos, el olor a goma quemada cuando los neumáticos dejaron marcadas dos rayas negras en el pavimento. Y, peor aún, el cuerpo roto de Jimena despedido por los aires y yaciendo a la vera del camino, musitando con una sonrisa espectral en los labios:
-Si seré tonta. Me he caído del carrusel antes de que se detuviese, Sal.
Myriam se desprendió del doloroso recuerdo con un esfuerzo.
-Sí, tuve suerte -dijo, al darse cuenta de que Víctor la observaba atentamente-. Pero no todas las heridas son visibles. Ver cómo muere una amiga no es algo fácil de superar.
-Normalmente no.
Aunque su comentario parecía cortés, Víctor lo hizo con tanto desdén que ella, sin pensar en las consecuencias de sus palabras, explotó.
-¿Crees que miento?
-¿Lo haces?
-¡Dios santo, Víctor, aunque estés dolido por lo que ha pasado, me parece que te estás pasando un poco! -aunque Margaret siempre la estaba criticando, no soportaba que alguien más lo hiciese y la defendió como una tigresa-. Mi hermana está deshecha por la muerte de Jimena.
La expresión del rostro masculino cambió, expresando resignación.
-Sí -dijo-. Por supuesto que lo estará. Perdona, Myriam, por insinuar lo contrario.
Myriam asintió, pero su suspiro de alivio se interrumpió cuando él prosiguió.
-Y yo me ocuparé de que alguien te lleve de vuelta a casa después del funeral.
-Te lo agradezco, Víctor, pero no. Ya la he molestado a Margaret. Ni se me pasaría por la cabeza molestarte a ti también, particularmente en un día como hoy.
-Me estarías haciendo un favor. Y si tienes miedo...
-¿Por qué iba a tenerlo? -intervino Margaret-. Se ha demostrado que la muerte de Jimena fue un accidente.
-Lo sé, y también sé que no todos aceptan el veredicto así como así.
-Entonces, quizá tengas razón. Quizá llevarla a casa de los Castillo no sea una idea tan mala -dijo Margaret. Se quedó pensativa un momento para luego darle un ligero empujón en las costillas a su hermana-. Sí, ve con él, Myriam. Enfréntate a todos ellos y demuéstrales que no tienes nada de lo que arrepentirte.
Myriam se quedó muda ante el cambio de actitud de su hermana. Bastante tenía ya como para ir a la boca del lobo a buscarse más problemas
-¡No! -soltó cuando recuperó el habla-. ¡No tengo que demostrarle nada a nadie!
Pero Margaret ya se había alejado y subía al coche que había aparcado a discreta distancia de los de la familia.
-Parece que la única alternativa que tienes es demostrarlo -murmuró Víctor, tomando a Myriam del codo antes de que se fuese-. No hagamos esperar al chófer. No sé tú, pero lo que es yo, no estoy en condiciones de andar las cuatro millas de distancia hasta la casa de mis suegros, y menos con este tiempo -elevó la vista al plomizo cielo-. Hemos tenido suerte de que no haya nevado todavía.
Capítulo 1
Aunque no hubiera soplado un frío viento del Atlántico, las miradas hostiles que le dirigieron quienes rodeaban la tumba habrían sido suficientes para helar a Myriam hasta los huesos. Nadie dijo nada, por supuesto. Los educados habitantes de Bayview Heights, el vecindario más prestigioso de Eastridge Bay, jamás habrían manifestado su desaprobación antes de que el cuerpo de una de las jóvenes más conocidas de la sociedad local fuese enterrada.
Desde luego que no. Se guardarían sus comentarios para más tarde, junto con el té, el jerez y las condolencias en la mansión de los Castillo. Pero Myriam no estaría allí para oírlos. La omisión de su nombre de la lista de invitados a celebrar una vida segada trágicamente en plena juventud era una acusación en sí misma, pese a que su nombre hubiese quedado oficialmente libre de culpa.
-Del polvo venimos y en polvo nos convertiremos... -el ministro, con su toga flameando al viento, entonó las últimas plegarias de la ceremonia.
La madre de Jimena, Clara, ahogó un sollozo y alargó la mano hacia el ataúd cubierto de flores. Mirando disimuladamente, Myriam vio cómo Agustin Castillo le tomaba a su esposa el brazo e intentaba consolarla. Del otro lado de ella, apoyado pesadamente en su bastón, se encontraba Víctor con la cabeza inclinada. Tenía el cabello, tan espeso como cuando Myriam lo había tocado por última vez, hacía ocho años.
Al sentirse observado, él levantó la vista y la pilló mirándolo. Aunque Myriam sabía que lo único que conseguiría era que los demás la censurasen todavía más, no pudo apartar la vista. Incluso más, intentó telegrafiarle un mensaje: «¡No fue culpa mía, Víctor!», pero se dio cuenta inmediatamente de que, como todos los demás, Víctor la consideraba responsable. Viudo a los veintiocho años por culpa de ella, que podía ver acusación en sus ojos oscuros, en la línea de la boca que una vez la había besado con el calor y la urgencia de los diecinueve años.
El viento hizo que flamease el lazo de la elaborada corona de los Castillo, colocada sobre el féretro, como si Jimena intentase abrir el cajón y salir. Si hubiese podido, lo habría hecho, y reído de tanta solemnidad.
-La vida es un carrusel dicho siempre-. Y pienso sacarle todo el jugo posible antes de morirme. ¡Quiero ser un cadáver guapo!
Al recordar sus palabras y la risa frívola que las había acompañado, Myriam se preguntó si sus ojos lagrimearían por el terrible frío o si, por fin, comenzaba a remitir el aturdimiento que la dominaba desde el accidente, permitiéndole sentir otra vez.
A su alrededor, la gente comenzó a moverse. El servicio había concluido. Clara Castillo se llevó los dedos a los labios y luego al féretro como última despedida. Otros deudos hicieron lo mismo, excepto el viudo y su familia más cercana. El permaneció inmóvil, el rostro inescrutable, los hombros rectos enfundados en el uniforme de piloto naval. Sus parientes cerraron filas junto a él, como si, haciéndolo, pudiesen protegerlo de la enormidad de su pérdida.
Apartando la mirada, Myriam se hizo a un lado para dejar pasar a los padres de Jimena, quienes, desairándola abiertamente, se dirigieron a la limusina que los esperaba. Había asistido al entierro por respeto a quien había sido su amiga y porque sabía que su ausencia daría paso a mayor cotilleo aún que el que causaría su presencia. Pero el mensaje de los Castillo dio la consigna al resto de los asistentes: Myriam Montemayor, igual que siempre, traía complicaciones y no merecía ni compasión ni cortesía. El mensaje estaba tan claro que Myriam se sorprendió al oír pasos crujir por la nieve hacia ella y luego la voz de Víctor.
-Esperaba que estuvieras aquí. ¿Cómo estás, Myriam? -le preguntó este al llegar a su lado.
-Tan bien como puede esperarse -dijo, con la garganta agarrotada-. ¿Y tú?
-Igual -dijo él, encogiéndose de hombros-. ¿Vienes a casa de los Castillo para el funeral?
-No, no me han invitado.
La miró con el rostro serio un momento.
-Ahora lo estás. Como esposo de Jimena, te invito. Fueron amigas durante años. Ella habría querido que estuvieses.
Ella no pudo mirarlo a los ojos, no pudo soportar su voz fría e imparcial.
-Yo no estaría tan segura de ello -dijo, dándose la vuelta-. Nuestras vidas habían tomado sendas separadas. Ya no estábamos de acuerdo en muchos temas -«especialmente sobre ti y la santidad de tu matrimonio», podría haber añadido.
-Para mí resultaría muy importante que cambiases de opinión.
-¿Por qué, Víctor? -le preguntó ella-. También hace años que tú y yo dejamos de ser amigos íntimos. Considerando las circunstancias presentes, no se me ocurre un motivo por el que quieras acercarte a mí ahora.
-Fuiste la última persona que vio a mi mujer con vida. La última que conversó con ella. Me gustaría hablar contigo.
-¿Por qué? -dijo ella, reprimiendo su pánico-. El informe de la policía deja bien claro lo que sucedió aquella noche.
-Lo he leído, y también he escuchado las declaraciones de mis suegros. Ellos saben que tuvo lugar un accidente, pero tú sabes cómo y por qué.
El pánico volvió a embargarla.
-Ya he dicho todo lo que hay que decir, al menos una docena de veces.
-Dame el gusto, Myriam, dímelo una vez más -señaló el bastón que empuñaba con la mano izquierda-. Me dieron de alta del hospital militar de Alemania hace menos de veinticuatro horas. He llegado a casa esta mañana temprano, justo a tiempo para el entierro. Me he enterado de todo de segunda mano. Estoy seguro de que comprenderás por qué me gustaría oírlo de los labios de la única persona que estuvo en realidad allí cuado Jimena murió.
-¿Qué pretendes lograr con ello?
-Quizá recuerdes algo que no parecía importante cuando hiciste tu declaración. Algo que complete los increíbles huecos de los informes que he recibido hasta ahora.
Por lo visto, sospechaba que había algo más que la bonita versión descafeinada de la policía. Myriam se lo temía. No temía lo que él pudiese preguntarle, sino que él descubriese la dolorosa verdad detrás de las mentiras que ella había contado para evitarles sufrimientos a él y a los Castillo.
-¿Myriam? -Margaret, la hermana mayor de Myriam se acercó a ellos. Una ligera arruga en su frente indicaba que encontraba totalmente inapropiado que Myriam confraternizase con el viudo frente a todos los asistentes al sepelio-. Tenemos que marcharnos. Ahora.
-Sí -dijo Myriam, que agradeció por una vez que su hermana se inmiscuyese. Se apartó de Víctor-. Le estaba explicando que no puedo asistir a la recepción.
-¡Por supuesto que no puedes! -la expresión de Margaret se suavizó al dirigirse a Víctor-: Siento mucho lo de tu pérdida, Víctor. Qué terrible vuelta a casa. Pero me temo que nos tenemos que ir. Los niños me esperan.
-¿Myriam ha venido contigo aquí?
-Sí. Desde el accidente, no tiene muchos deseos de conducir. La ha afectado mucho más de lo que mucha gente cree.
-¿De veras? -su mirada pasó de Margaret a centrarse nuevamente en Myriam, demasiado penetrante para su gusto-. Al menos, tú resultaste ilesa.
-Tuve suerte.
-De veras que sí. Mucho más que mi mujer.
Un frío trémulo la embargó junto con el recuerdo del chirriar de los frenos, el olor a goma quemada cuando los neumáticos dejaron marcadas dos rayas negras en el pavimento. Y, peor aún, el cuerpo roto de Jimena despedido por los aires y yaciendo a la vera del camino, musitando con una sonrisa espectral en los labios:
-Si seré tonta. Me he caído del carrusel antes de que se detuviese, Sal.
Myriam se desprendió del doloroso recuerdo con un esfuerzo.
-Sí, tuve suerte -dijo, al darse cuenta de que Víctor la observaba atentamente-. Pero no todas las heridas son visibles. Ver cómo muere una amiga no es algo fácil de superar.
-Normalmente no.
Aunque su comentario parecía cortés, Víctor lo hizo con tanto desdén que ella, sin pensar en las consecuencias de sus palabras, explotó.
-¿Crees que miento?
-¿Lo haces?
-¡Dios santo, Víctor, aunque estés dolido por lo que ha pasado, me parece que te estás pasando un poco! -aunque Margaret siempre la estaba criticando, no soportaba que alguien más lo hiciese y la defendió como una tigresa-. Mi hermana está deshecha por la muerte de Jimena.
La expresión del rostro masculino cambió, expresando resignación.
-Sí -dijo-. Por supuesto que lo estará. Perdona, Myriam, por insinuar lo contrario.
Myriam asintió, pero su suspiro de alivio se interrumpió cuando él prosiguió.
-Y yo me ocuparé de que alguien te lleve de vuelta a casa después del funeral.
-Te lo agradezco, Víctor, pero no. Ya la he molestado a Margaret. Ni se me pasaría por la cabeza molestarte a ti también, particularmente en un día como hoy.
-Me estarías haciendo un favor. Y si tienes miedo...
-¿Por qué iba a tenerlo? -intervino Margaret-. Se ha demostrado que la muerte de Jimena fue un accidente.
-Lo sé, y también sé que no todos aceptan el veredicto así como así.
-Entonces, quizá tengas razón. Quizá llevarla a casa de los Castillo no sea una idea tan mala -dijo Margaret. Se quedó pensativa un momento para luego darle un ligero empujón en las costillas a su hermana-. Sí, ve con él, Myriam. Enfréntate a todos ellos y demuéstrales que no tienes nada de lo que arrepentirte.
Myriam se quedó muda ante el cambio de actitud de su hermana. Bastante tenía ya como para ir a la boca del lobo a buscarse más problemas
-¡No! -soltó cuando recuperó el habla-. ¡No tengo que demostrarle nada a nadie!
Pero Margaret ya se había alejado y subía al coche que había aparcado a discreta distancia de los de la familia.
-Parece que la única alternativa que tienes es demostrarlo -murmuró Víctor, tomando a Myriam del codo antes de que se fuese-. No hagamos esperar al chófer. No sé tú, pero lo que es yo, no estoy en condiciones de andar las cuatro millas de distancia hasta la casa de mis suegros, y menos con este tiempo -elevó la vista al plomizo cielo-. Hemos tenido suerte de que no haya nevado todavía.
dulce_myrifan- VBB PLATINO
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Localización : Culiacán, Sinaloa
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: Una pasión secreta
Oraleee, ke buen inicio, ya kiero saber ke paso.
Gracias por la nueva novela.
Gracias por la nueva novela.
alma.fra- VBB DIAMANTE
- Cantidad de envíos : 2190
Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: Una pasión secreta
se ve k esta nov vaestar super interesante ya quiero saber k es lo k paso de verdad en ese accidente gracias ñiña x la nov xfa no tardes con el siguiente cap
Dianitha- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1477
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Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: Una pasión secreta
Ándale, me has callado la boca!!!!!!!! No nos echaste nomás una novela, sino, dos!!!!!!! Nomás por eso te perdono tus panchos ehh jajajaja!!! Y ya no se encabrite morra!!!!!!!
Marianita- STAFF
- Cantidad de envíos : 2851
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Localización : Veracruz, Ver.
Fecha de inscripción : 25/05/2008
Re: Una pasión secreta
QUE CHIDO OTRA NOVE... MASSSS GRACIAS DUL...
YA TE ESTARE PONIENDO GORRO CON LOS CAP...
Eva_vbb- VBB DIAMANTE
- Cantidad de envíos : 2742
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Fecha de inscripción : 25/05/2008
Re: Una pasión secreta
Cap. 2
Estaba clarísimo que la adorable Myriam Montemayor mentía. Por más que llevara años sin verla, Víctor la recordaba lo bastante como para saber cuándo intentaba esconder algo. Lo que lo intrigaba era por qué lo hacía.
Su implicación en el accidente había quedado fuera de toda culpa. Entonces, ¿por qué no podía mirarlo a los ojos? ¿Por qué miraba fijamente por la ventanilla de modo que lo único que él podía verle era la nuca? ¿Por qué se sentaba tan lejos de él como podía, como si temiera que el dolor lo hiciera agarrarla del cuello y obligarla a que dijera la verdad?
Atravesaron la verja de la antigua mansión de los Castillo, que alzaba su mole de granito oscuro en la penumbra del atardecer. Cuando la limusina se detuvo, Morton, el mayordomo, abrió la doble puerta de entrada. Al ver a Myriam subir las escalinatas, una expresión de sorpresa le cruzó rápidamente el rostro.
-Ejem -dijo, alzando el brazo como para impedir que ella entrara.
-La señorita Montemayor está aquí invitada por mí -le dijo Víctor, sorprendido al sentir la imperiosa necesidad de protegerla. La podían acusar de cualquier otra cosa, pero no de que no pudiese defenderse sola. Myriam no necesitaba en absoluto un caballero andante.
Morton tomó el abrigo de Myriam con patente disgusto.
-La recepción es en el salón, capitán García -dijo-. ¿Los anuncio?
-No es necesario, sé cómo ir -respondió Víctor, dándole su gorra. Se quitó unos copos de nieve de los hombros y le hizo un pequeño gesto con la cabeza a Myriam-. ¿Lista para el combate?
-Todo lo que puedo llegar a estarlo.
Víctor pensó en ofrecerle el brazo, pero decidió que ella tendría que contentarse con su apoyo moral. Bastante sufrían ya sus suegros como para además echarle sal a la herida.
Provenía del salón el murmullo apagado de las conversaciones. Al entrar, vieron que cada palmo de la superficie de los lustrosos muebles se hallaba ocupado por fotografías de Jimena flanqueadas por enormes ramos de flores perfumadas.
Junto a la ventana que daba a los jardines posteriores, una mesa ofrecía variados sándwiches, canapés calientes y pasteles. Una mujer gruesa que él no reconoció servía té del juego de plata maciza en las finísimas tazas de porcelana. Al otro extremo de la estancia, un escritorio Chippendale servía de improvisado bar con su suegro haciendo los honores. Clara, sentada en el borde de una silla tapizada en seda con una copa de brandy vacía en la mano, recibía el pésame de los asistentes.
Agustin Castillo fue el primero que los vio. A punto de servir una copa de jerez, dejó el botellón de cristal tallado nuevamente en la bandeja de plata y se acercó de prisa por entre la gente.
-¡No sé cómo esta joven ha logrado entrar sin que la viera Morton!
-Yo la he traído, Agustin.
-¿Para qué, si puede saberse?
-Jimena y ella se conocían desde la infancia. Eran amigas. Myriam fue la última persona en ver a tu hija con vida. Yo diría que eso le da tanto derecho a estar aquí como a cualquier otra persona.
-¡Por al amor al cielo, Víctor Ya sabes lo que Clara piensa al respecto. Estamos intentando dejar el pasado atrás.
-Si me lo permites, me parece que están más interesados en hacerlo rápido que en hacerlo bien.
-Dadas las circunstancias, no me parece...
-Quedamos en que te ocuparías del funeral porque yo no llegaría a tiempo como para hacerlo -lo interrumpió Víctor-. Pero, como esposo de Jimena, tengo derecho a invitar a quien quiera para honrar su memoria.
-No, creo que no, si con ello haces daño a alguien.
-He venido a dar mis condolencias, señor Castillo -dijo Myriam, que había comenzado a retroceder hacia el vestíbulo-. Como ya lo he hecho, me marcharé.
-Gracias -dijo el pobre Agustin, que estaba totalmente dominado por su mujer, y lanzó una ansiosa mirada al otro extremo de la estancia, donde Clara reinaba en su dolor-. Mira, no quiero ser ofensivo, pero me temo que ya no eres bienvenida en nuestra casa, Myriam. Si mi esposa te ve, ella...
Pero la advertencia llegó demasiado tarde. Clara ya la había visto y lanzó un grito ahogado de indignación que hizo que todos se volviesen hacia ella. Con el pañuelo en ristre, pareció volar a través de la estancia.
-¿Cómo te atreves a aparecer en nuestro hogar, Myriam Montemayor? ¿No tienes vergüenza?
-Ha venido conmigo -dijo Víctor, que ya se estaba cansando de sonar como un disco rayado. Tendría que haberse mantenido firme y haber insistido en que el funeral se pospusiese hasta su llegada. A Jimena no le hubiese hecho ninguna diferencia y si él hubiese hecho la recepción en la casa que habían compartido como matrimonio, se habría evitado aquella escena
-¿Cómo has podido hacerlo, Víctor? -lloriqueó Clara, con sus enormes ojos azules arrasados en lágrimas-. ¿Cómo has podido herirme manchando la memoria de Jimena de esta forma? Ya he sufrido bastante. Necesito acabar con esto.
-Todos lo necesitamos -dijo él con ternura, sin poder evitar emocionarse por su pena. Clara Castillo era una diva de primer orden, pero no podía negar que adoraba a su hija.
-¿Y pretendes hacerlo trayendo a esa mujer aquí? -dijo ella con un sollozo angustiado-. ¿Qué tipo de yerno eres?
-Un yerno que está intentando rehacer su vida.
-¿Con la ayuda de la asesina de su esposa?
Se hizo un silencio sepulcral en la estancia, porque no había ni una persona en ella, incluyendo a los padres de Víctor, que no hubiese oído sus palabras.
-Por favor, señora Castillo, perdóneme. No debería haber venido -dijo Myriam contrita, tocándole la mano-. Quería decirle una vez más lo mucho que siento que la vida de Jimena acabase de manera tan trágica. Lo siento mucho.
-¿De veras, Myriam? -exclamó Clara retirando la mano como si la de ella fuese una serpiente venenosa-. ¡Qué va! ¡Seguramente estarás feliz de que haya muerto! Siempre envidiaste que fuese más guapa e inteligente que tú. Pero ahora no tienes que vivir más a su sombra, ¿verdad?
-Basta ya, Clara -dijo Agustin, intentando alejarla sin éxito.
-¡Déjame! No he acabado todavía -dijo ella, que se revolvió como un animal salvaje para enfrentarse nuevamente a Myriam-. ¿Tienes idea de lo que significa ver a tu hija muerta en una caja? ¿Sabes lo que es dormirse extenuado, rogando no despertarse nunca más? ¿Lo sabes?
Myriam palideció y apretó los labios para que no temblaran. Un frío sudor le humedeció la frente y sus ojos brillaron afiebrados.
-¡Eso es lo que me has hecho, Myriam Montemayor! -chilló Clara-. ¡No tendré ni un minuto de paz en mi vida de ahora en adelante, y espero que tú tampoco! ¡Ojalá que lo que has hecho te persiga el resto de tu miserable vida!
Nuevamente, Agustin intentó intervenir, tomándola de los brazos.
-Tranquilízate, Clara, cariño. Estás alterada.
Clara había tomado más de un brandy para darse fuerzas y Víctor se dio cuenta de que su suegra podría haber dejado a más de uno fuera de juego con solo echarle el aliento. Pero fue Myriam quien, de repente, se apoyó blandamente en él y, antes de que pudiese agarrarla, cayó al suelo.
Clara se soltó de un tirón de su marido.
-¡Espero que se haya muerto! ¡Es lo que se merece! -chilló descontrolada.
-Lamento desilusionarte -le dijo Víctor. Se había inclinado y le tomaba a Myriam el pulso, que sintió firme-. Solo se ha desmayado -luego, aunque no debería haberlo hecho, no pudo evitar añadir-: Probablemente hace demasiado calor aquí dentro. ¿Dónde puedo ponerla hasta que recobre el conocimiento?
-En la biblioteca -dijo Agustin, pasándole a Clara, deshecha en sollozos, a una de sus amigas-. Puedes echarla en el sofá.
-Yo la llevaré, Víctor -dijo su padre, apareciendo a su lado-. No podrás hacerlo con tu pierna herida.
-Ya me las apañaré -masculló él deseando que sus padres no hubiesen estado presentes en aquella escena. Nunca se habían llevado demasiado bien con los Castillo y sabía que estarían molestos con Clara por la forma en que lo había atacado-. Es culpa mía que Myriam esté aquí. Lo menos que puedo hacer es acabar lo que he comenzado. Si quieres ayudar, llévate a mamá de aquí. Me parece que está bastante afectada con lo que ha sucedido.
Apretando fuerte los dientes para soportar el dolor que le subía en ramalazos por la pierna, tomó a Myriam en sus brazos y atravesó la gente, que se abría a su paso como el Mar Rojo frente a Moisés. Aunque hubiese más de uno que sintiese pena por Myriam, nadie se atrevería a manifestarlo, excepto la familia de Víctor.
Depositó a Myriam en un sofá de cuero de la biblioteca, una estancia decididamente masculina, donde en muchas ocasiones se había refugiado de las mujeres de la casa con Agustin para tomar una copa. Sabía que su suegro tenía una buena provisión de brandy guardada en la vitrina junto a la chimenea.
Eso era lo que Myriam necesitaba: algo fuerte que le diese color a su pálido rostro. Desmayada parecía vulnerable como una niña. Y a él tampoco le iría mal una copa.
La cubrió con una manta de mohair que encontró sobre una silla. Su rostro en reposo le recordó cuando habían empezado salir, cuando todavía estaban en la escuela secundaria. Él había estado locamente enamorado de ella por aquel entonces.
Ella se movió y, al abrir los ojos, lo pilló mirándola.
-¿Qué haces? -le preguntó con desconfianza.
-Mirándote -le dijo. Apoyándose en el respaldo del sofá, se preguntó qué diría ella si le dijese que tenía las pestañas más largas que había visto en su vida y una boca tan adorable que había sentido el impulso de inclinarse a besarla.
¡Contrólate, García! Hace menos de una semana que has enviudado y tendrías que estar sumido en los recuerdos de tu esposa, incapaz de prestarle atención a otra mujer, aunque esta hubiese sido tu primera novia».
-¿Cómo he llegado aquí? -preguntó ella, apartando la mirada y recorriendo con ella la biblioteca.
-Te traje yo después de que te desmayases.
-¿Me desmayé? -se cubrió los ojos con el dorso de una mano y gimió-. ¿Frente a toda esa gente?
-Fue lo mejor que pudiste hacer -dijo él, renqueando hasta la vitrina y sacando una botella de coñac le Courvoisier y dos copas de brandy-. Clara se quedó muda al no tener a quién atacar -sirvió dos generosas medidas del licor y le ofreció una copa-. Esto te ayudará a recuperarte.
-No sé -dijo ella, dudosa-. No he comido nada hoy.
-Me preguntaba qué te habría hecho desmayarte.
-No he tenido demasiado apetito desde el accidente.
-¿Quieres que hablemos de lo que sucedió aquella noche?
-No sé qué más podría decir que no haya dicho ya -dijo ella. Se incorporó y apartó el cabello del rostro.
Sentándose con cuidado en la silla más cercana, él se bebió la mitad del contenido de su copa y sintió que el calor del brandy le calmaba un poco el dolor.
-Podrías empezar por decirme lo que sucedió de verdad.
Los ojos de ella se velaron escondiendo su expresión.
-¿Qué te hace pensar que hay más que contar?
-Tú y yo estuvimos una vez tan cercanos que aprendimos a leernos el pensamiento bastante bien. Siempre supe cuando intentabas esconderme algo y no me he olvidado de los signos de ello.
Ella hizo girar la bebida en su copa pero Víctor notó que no la bebía. ¿Tendría miedo de que el alcohol le soltase la lengua, haciendo que se le escapase algo que no quería decir?
-De eso hace mucho tiempo, Víctor. Éramos unos niños. La gente crece y cambia.
-No -dijo él, con voz inexpresiva-. Lo que pasa es que aprendemos a disimular mejor. Pero aunque puede que hayas engañado a todos los demás, hasta a la policía, nunca me has engañado a mí. Aquí hay gato encerrado y tú lo sabes. Te ruego que, por los viejos tiempos, me digas lo que es.
Durante un segundo ella lo miró directo a los ojos y él creyó que ella confesaría, pero luego se abrió la puerta y apareció Agustin.
-Supongo que necesitarás esto, Víctor -le dijo blandiendo el bastón-. Y me preguntaba si Myriam no se sentiría lo bastante bien como para que alguno de los chóferes la lleve a su casa, antes de que los coches se llenen con la otra gente.
-¿No podemos esperar cinco minutos? -dijo Víctor, sin dejar ver cuánto le había molestado la interrupción.
-No -dijo Myriam, apartando la manta para levantarse del sofá-. Si hay algún coche disponible, se lo agradecería, señor Castillo. Estoy más que lista para marcharme.
Frustrado, Víctor la observó marcharse. A menos que recurriese a la fuerza física, no podía hacer nada para detenerla. Por ahora.
Pero se ocuparía de que hubiera alguna otra oportunidad. Y cuando ello sucediera, se aseguraría de que ella no se le escapara antes de explicarle las circunstancias que lo habían liberado finalmente del infierno en que se había convertido su matrimonio.
Estaba clarísimo que la adorable Myriam Montemayor mentía. Por más que llevara años sin verla, Víctor la recordaba lo bastante como para saber cuándo intentaba esconder algo. Lo que lo intrigaba era por qué lo hacía.
Su implicación en el accidente había quedado fuera de toda culpa. Entonces, ¿por qué no podía mirarlo a los ojos? ¿Por qué miraba fijamente por la ventanilla de modo que lo único que él podía verle era la nuca? ¿Por qué se sentaba tan lejos de él como podía, como si temiera que el dolor lo hiciera agarrarla del cuello y obligarla a que dijera la verdad?
Atravesaron la verja de la antigua mansión de los Castillo, que alzaba su mole de granito oscuro en la penumbra del atardecer. Cuando la limusina se detuvo, Morton, el mayordomo, abrió la doble puerta de entrada. Al ver a Myriam subir las escalinatas, una expresión de sorpresa le cruzó rápidamente el rostro.
-Ejem -dijo, alzando el brazo como para impedir que ella entrara.
-La señorita Montemayor está aquí invitada por mí -le dijo Víctor, sorprendido al sentir la imperiosa necesidad de protegerla. La podían acusar de cualquier otra cosa, pero no de que no pudiese defenderse sola. Myriam no necesitaba en absoluto un caballero andante.
Morton tomó el abrigo de Myriam con patente disgusto.
-La recepción es en el salón, capitán García -dijo-. ¿Los anuncio?
-No es necesario, sé cómo ir -respondió Víctor, dándole su gorra. Se quitó unos copos de nieve de los hombros y le hizo un pequeño gesto con la cabeza a Myriam-. ¿Lista para el combate?
-Todo lo que puedo llegar a estarlo.
Víctor pensó en ofrecerle el brazo, pero decidió que ella tendría que contentarse con su apoyo moral. Bastante sufrían ya sus suegros como para además echarle sal a la herida.
Provenía del salón el murmullo apagado de las conversaciones. Al entrar, vieron que cada palmo de la superficie de los lustrosos muebles se hallaba ocupado por fotografías de Jimena flanqueadas por enormes ramos de flores perfumadas.
Junto a la ventana que daba a los jardines posteriores, una mesa ofrecía variados sándwiches, canapés calientes y pasteles. Una mujer gruesa que él no reconoció servía té del juego de plata maciza en las finísimas tazas de porcelana. Al otro extremo de la estancia, un escritorio Chippendale servía de improvisado bar con su suegro haciendo los honores. Clara, sentada en el borde de una silla tapizada en seda con una copa de brandy vacía en la mano, recibía el pésame de los asistentes.
Agustin Castillo fue el primero que los vio. A punto de servir una copa de jerez, dejó el botellón de cristal tallado nuevamente en la bandeja de plata y se acercó de prisa por entre la gente.
-¡No sé cómo esta joven ha logrado entrar sin que la viera Morton!
-Yo la he traído, Agustin.
-¿Para qué, si puede saberse?
-Jimena y ella se conocían desde la infancia. Eran amigas. Myriam fue la última persona en ver a tu hija con vida. Yo diría que eso le da tanto derecho a estar aquí como a cualquier otra persona.
-¡Por al amor al cielo, Víctor Ya sabes lo que Clara piensa al respecto. Estamos intentando dejar el pasado atrás.
-Si me lo permites, me parece que están más interesados en hacerlo rápido que en hacerlo bien.
-Dadas las circunstancias, no me parece...
-Quedamos en que te ocuparías del funeral porque yo no llegaría a tiempo como para hacerlo -lo interrumpió Víctor-. Pero, como esposo de Jimena, tengo derecho a invitar a quien quiera para honrar su memoria.
-No, creo que no, si con ello haces daño a alguien.
-He venido a dar mis condolencias, señor Castillo -dijo Myriam, que había comenzado a retroceder hacia el vestíbulo-. Como ya lo he hecho, me marcharé.
-Gracias -dijo el pobre Agustin, que estaba totalmente dominado por su mujer, y lanzó una ansiosa mirada al otro extremo de la estancia, donde Clara reinaba en su dolor-. Mira, no quiero ser ofensivo, pero me temo que ya no eres bienvenida en nuestra casa, Myriam. Si mi esposa te ve, ella...
Pero la advertencia llegó demasiado tarde. Clara ya la había visto y lanzó un grito ahogado de indignación que hizo que todos se volviesen hacia ella. Con el pañuelo en ristre, pareció volar a través de la estancia.
-¿Cómo te atreves a aparecer en nuestro hogar, Myriam Montemayor? ¿No tienes vergüenza?
-Ha venido conmigo -dijo Víctor, que ya se estaba cansando de sonar como un disco rayado. Tendría que haberse mantenido firme y haber insistido en que el funeral se pospusiese hasta su llegada. A Jimena no le hubiese hecho ninguna diferencia y si él hubiese hecho la recepción en la casa que habían compartido como matrimonio, se habría evitado aquella escena
-¿Cómo has podido hacerlo, Víctor? -lloriqueó Clara, con sus enormes ojos azules arrasados en lágrimas-. ¿Cómo has podido herirme manchando la memoria de Jimena de esta forma? Ya he sufrido bastante. Necesito acabar con esto.
-Todos lo necesitamos -dijo él con ternura, sin poder evitar emocionarse por su pena. Clara Castillo era una diva de primer orden, pero no podía negar que adoraba a su hija.
-¿Y pretendes hacerlo trayendo a esa mujer aquí? -dijo ella con un sollozo angustiado-. ¿Qué tipo de yerno eres?
-Un yerno que está intentando rehacer su vida.
-¿Con la ayuda de la asesina de su esposa?
Se hizo un silencio sepulcral en la estancia, porque no había ni una persona en ella, incluyendo a los padres de Víctor, que no hubiese oído sus palabras.
-Por favor, señora Castillo, perdóneme. No debería haber venido -dijo Myriam contrita, tocándole la mano-. Quería decirle una vez más lo mucho que siento que la vida de Jimena acabase de manera tan trágica. Lo siento mucho.
-¿De veras, Myriam? -exclamó Clara retirando la mano como si la de ella fuese una serpiente venenosa-. ¡Qué va! ¡Seguramente estarás feliz de que haya muerto! Siempre envidiaste que fuese más guapa e inteligente que tú. Pero ahora no tienes que vivir más a su sombra, ¿verdad?
-Basta ya, Clara -dijo Agustin, intentando alejarla sin éxito.
-¡Déjame! No he acabado todavía -dijo ella, que se revolvió como un animal salvaje para enfrentarse nuevamente a Myriam-. ¿Tienes idea de lo que significa ver a tu hija muerta en una caja? ¿Sabes lo que es dormirse extenuado, rogando no despertarse nunca más? ¿Lo sabes?
Myriam palideció y apretó los labios para que no temblaran. Un frío sudor le humedeció la frente y sus ojos brillaron afiebrados.
-¡Eso es lo que me has hecho, Myriam Montemayor! -chilló Clara-. ¡No tendré ni un minuto de paz en mi vida de ahora en adelante, y espero que tú tampoco! ¡Ojalá que lo que has hecho te persiga el resto de tu miserable vida!
Nuevamente, Agustin intentó intervenir, tomándola de los brazos.
-Tranquilízate, Clara, cariño. Estás alterada.
Clara había tomado más de un brandy para darse fuerzas y Víctor se dio cuenta de que su suegra podría haber dejado a más de uno fuera de juego con solo echarle el aliento. Pero fue Myriam quien, de repente, se apoyó blandamente en él y, antes de que pudiese agarrarla, cayó al suelo.
Clara se soltó de un tirón de su marido.
-¡Espero que se haya muerto! ¡Es lo que se merece! -chilló descontrolada.
-Lamento desilusionarte -le dijo Víctor. Se había inclinado y le tomaba a Myriam el pulso, que sintió firme-. Solo se ha desmayado -luego, aunque no debería haberlo hecho, no pudo evitar añadir-: Probablemente hace demasiado calor aquí dentro. ¿Dónde puedo ponerla hasta que recobre el conocimiento?
-En la biblioteca -dijo Agustin, pasándole a Clara, deshecha en sollozos, a una de sus amigas-. Puedes echarla en el sofá.
-Yo la llevaré, Víctor -dijo su padre, apareciendo a su lado-. No podrás hacerlo con tu pierna herida.
-Ya me las apañaré -masculló él deseando que sus padres no hubiesen estado presentes en aquella escena. Nunca se habían llevado demasiado bien con los Castillo y sabía que estarían molestos con Clara por la forma en que lo había atacado-. Es culpa mía que Myriam esté aquí. Lo menos que puedo hacer es acabar lo que he comenzado. Si quieres ayudar, llévate a mamá de aquí. Me parece que está bastante afectada con lo que ha sucedido.
Apretando fuerte los dientes para soportar el dolor que le subía en ramalazos por la pierna, tomó a Myriam en sus brazos y atravesó la gente, que se abría a su paso como el Mar Rojo frente a Moisés. Aunque hubiese más de uno que sintiese pena por Myriam, nadie se atrevería a manifestarlo, excepto la familia de Víctor.
Depositó a Myriam en un sofá de cuero de la biblioteca, una estancia decididamente masculina, donde en muchas ocasiones se había refugiado de las mujeres de la casa con Agustin para tomar una copa. Sabía que su suegro tenía una buena provisión de brandy guardada en la vitrina junto a la chimenea.
Eso era lo que Myriam necesitaba: algo fuerte que le diese color a su pálido rostro. Desmayada parecía vulnerable como una niña. Y a él tampoco le iría mal una copa.
La cubrió con una manta de mohair que encontró sobre una silla. Su rostro en reposo le recordó cuando habían empezado salir, cuando todavía estaban en la escuela secundaria. Él había estado locamente enamorado de ella por aquel entonces.
Ella se movió y, al abrir los ojos, lo pilló mirándola.
-¿Qué haces? -le preguntó con desconfianza.
-Mirándote -le dijo. Apoyándose en el respaldo del sofá, se preguntó qué diría ella si le dijese que tenía las pestañas más largas que había visto en su vida y una boca tan adorable que había sentido el impulso de inclinarse a besarla.
¡Contrólate, García! Hace menos de una semana que has enviudado y tendrías que estar sumido en los recuerdos de tu esposa, incapaz de prestarle atención a otra mujer, aunque esta hubiese sido tu primera novia».
-¿Cómo he llegado aquí? -preguntó ella, apartando la mirada y recorriendo con ella la biblioteca.
-Te traje yo después de que te desmayases.
-¿Me desmayé? -se cubrió los ojos con el dorso de una mano y gimió-. ¿Frente a toda esa gente?
-Fue lo mejor que pudiste hacer -dijo él, renqueando hasta la vitrina y sacando una botella de coñac le Courvoisier y dos copas de brandy-. Clara se quedó muda al no tener a quién atacar -sirvió dos generosas medidas del licor y le ofreció una copa-. Esto te ayudará a recuperarte.
-No sé -dijo ella, dudosa-. No he comido nada hoy.
-Me preguntaba qué te habría hecho desmayarte.
-No he tenido demasiado apetito desde el accidente.
-¿Quieres que hablemos de lo que sucedió aquella noche?
-No sé qué más podría decir que no haya dicho ya -dijo ella. Se incorporó y apartó el cabello del rostro.
Sentándose con cuidado en la silla más cercana, él se bebió la mitad del contenido de su copa y sintió que el calor del brandy le calmaba un poco el dolor.
-Podrías empezar por decirme lo que sucedió de verdad.
Los ojos de ella se velaron escondiendo su expresión.
-¿Qué te hace pensar que hay más que contar?
-Tú y yo estuvimos una vez tan cercanos que aprendimos a leernos el pensamiento bastante bien. Siempre supe cuando intentabas esconderme algo y no me he olvidado de los signos de ello.
Ella hizo girar la bebida en su copa pero Víctor notó que no la bebía. ¿Tendría miedo de que el alcohol le soltase la lengua, haciendo que se le escapase algo que no quería decir?
-De eso hace mucho tiempo, Víctor. Éramos unos niños. La gente crece y cambia.
-No -dijo él, con voz inexpresiva-. Lo que pasa es que aprendemos a disimular mejor. Pero aunque puede que hayas engañado a todos los demás, hasta a la policía, nunca me has engañado a mí. Aquí hay gato encerrado y tú lo sabes. Te ruego que, por los viejos tiempos, me digas lo que es.
Durante un segundo ella lo miró directo a los ojos y él creyó que ella confesaría, pero luego se abrió la puerta y apareció Agustin.
-Supongo que necesitarás esto, Víctor -le dijo blandiendo el bastón-. Y me preguntaba si Myriam no se sentiría lo bastante bien como para que alguno de los chóferes la lleve a su casa, antes de que los coches se llenen con la otra gente.
-¿No podemos esperar cinco minutos? -dijo Víctor, sin dejar ver cuánto le había molestado la interrupción.
-No -dijo Myriam, apartando la manta para levantarse del sofá-. Si hay algún coche disponible, se lo agradecería, señor Castillo. Estoy más que lista para marcharme.
Frustrado, Víctor la observó marcharse. A menos que recurriese a la fuerza física, no podía hacer nada para detenerla. Por ahora.
Pero se ocuparía de que hubiera alguna otra oportunidad. Y cuando ello sucediera, se aseguraría de que ella no se le escapara antes de explicarle las circunstancias que lo habían liberado finalmente del infierno en que se había convertido su matrimonio.
dulce_myrifan- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
Muchas gracias por el capitulo, esta muy interesante la novela.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Una pasión secreta
Peroooooo que empiezoooo deveras!!! me tiene picadisimaaa!
me encatan las novelas que poness siempre son muy interesantessss
ESPERO EL PROXIMO CAP
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ESPERO EL PROXIMO CAP
Chicana_415- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
niña esta novelita esta super y creo k cada cap me encanta mas xfitas niña no tardes con el siguiente cap si xfitas
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
ME GUSTO EL INICIO, YA ME PIQUE Y QUIERO SABER EL MISTERIO DE ESA MUERTE, SALUDOS
mats310863- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
Cap. 3
Nunca has logrado engañarme», había dicho él, pero estaba totalmente equivocado. Lo había engañado sobre algo mucho más crucial que los hechos que llevaron a la muerte de Jimena. A Myriam se le daba muy bien guardar secretos, incluso aquellos que habían marcado un antes y un después en su vida.
Así que guardar este último secreto sería fácil, siempre que consiguiera que él no la hiciera bajar la guardia. Y la única forma de lograrlo era evitándolo. Porque, en su caso, el dicho: «Ojos que no ven, corazón que no siente», nunca había funcionado con Víctor García. Justamente lo contrario. A pesar de los kilómetros y los años que los habían separado, nunca había podido olvidarlo. Lejos de ello. La distancia había aumentado su encanto y verlo otra vez no había cambiado eso en absoluto. Seguía habiendo magia.
Parecía mayor, por supuesto, ¿acaso no lo estaban todos? Pero los años le sentaban bien. El joven atractivo se había convertido en un hombre apuesto. Más ancho de hombros, con un pecho más fuerte, tenía una figura estupenda, especialmente vestido de uniforme. Bastaba con mirarlo para darse cuenta de que había tenido su cuota de sufrimiento y que este lo había fortalecido. Se notaba en su actitud, en su porte, lleno de autoridad. Aquel no era un hombre que temiese a la verdad o se derrumbase ante la adversidad.
En ese aspecto, pensó Myriam al circular por los pasillos llenos de alumnos de Eastridge Academy el lunes siguiente, no era tan diferente del chico que le había robado el corazón hacía muchos años en aquella misma escuela. Con dieciocho años, él ya tenía el tipo de valentía que era la verdadera impronta de un hombre.
Sin embargo, Myriam no se imaginaba diciéndole lo de Jimena. El orgullo masculino era un fenómeno extraño. Para un hombre no era lo mismo subirse a un bombardero que enfrentarse a la traición más grande por parte de su esposa, en particular si se daba cuenta de que era el último en enterarse de ello.
La secretaria la llamó cuando pasaba por la secretaría de camino a la sala de profesores.
-Buenos días, Myriam. Te acaba de llamar un hombre por teléfono.
-¿Ha dejado mensaje?
-No, dijo que trataría de ponerse en contacto contigo más tarde.
-¿No dejó ni siquiera el nombre?
-No -dijo la secretaria, lanzándole una miradita significativa-. Pero, ¡qué voz! Grave y profunda, como si necesitara aclararse la garganta. ¿Te suena?
Una premonición le hizo a Myriam un nudo en el estómago, pero se negó a prestarle atención. Había muchas voces graves y profundas. Era mera coincidencia que la de Víctor fuese también así.
-Probablemente era algún padre para quejarse de que mando demasiados deberes. Si llega a volver a llamar, por favor pídele un número de teléfono donde se lo pueda localizar. Estaré ocupada con alumnos todo el día.
-De acuerdo. Ah, y algo más -dijo la secretaria, señalando una puerta cerrada hacia su izquierda con una cabezadita-. El señor Cuen quiere verte en su oficina antes de que comiencen las clases.
¡Genial! ¡Una sesión privada con el director de la escuela, que, por cierto, resultaba también ser el marido de su hermana y decididamente no una de sus personas más queridas! No era una forma muy halagüeña de comenzar el día.
-¿Querías verme, Tom?
Tom levantó la vista de la carta que leía con expresión irritada al ver interrumpida «una cuestión administrativa muy importante».
-Esta no es una reunión familiar, señorita Montemayor. Si insiste en no respetar el protocolo profesional, al menos cierre la puerta antes de abrir la boca.
-También te deseo los buenos días a ti -respondió ella, y se sentó sin esperar que él se lo indicase-. ¿Qué pasa, señor Cuen?
-Margaret me ha dicho que lograste que te invitaran al funeral en casa de los Castillo el sábado.
-Prefiero decir que me empujaron a ello, y tu esposa fue una de las personas que lo hicieron.
Él se reclinó en su silla y le clavó la mirada azul pálido que utilizaba para intimidar a sus alumnos.
-Sea como fuere, permítame recordarte lo que dije cuando se inició todo el jaleo con Jimena García. Nuestra escuela está orgullosa de la buena reputación que tiene y no toleraré que la manches con un escándalo. Bastante malo resulta ya que al mes de comenzar a trabajar aquí tu nombre apareciera en todos los titulares de los periódicos de un kilómetro a la redonda sin necesidad de que vuelva a haber problemas ahora que comenzaba a calmarse el tema. Te hice un favor cuando conseguí convencer al Comité de Dirección de la escuela de que te diera un puesto, porque...
-La verdad -lo interrumpió Myriam- es que soy yo la que te hizo un favor, Tommy al aceptar el puesto en el último momento cuando mi predecesora se tomó la baja de maternidad antes de tiempo.
Tom se puso rojo de rabia. Los subordinados no interrumpían al director de la escuela, y menos aún, cuestionaban la certeza de sus palabras.
-¡Llegaste a la ciudad sin trabajo!
-Vine a casa a tomarme unas bien merecidas vacaciones, que interrumpí para echarte una mano -lanzó una significativa mirada al reloj de la pared-. ¿Algo más o puedo ir a cumplir con mi trabajo? Tengo que dar una clase de Arte a los mayores en diez minutos.
-Mientras me hayas comprendido... -dijo Tom, todavía enfadado.
-Nunca me ha costado comprenderte, Tom -dijo ella, dirigiéndose a la puerta-. A la que no puedo entender es a mi hermana. Jamás he podido imaginarme el motivo por el que se casó contigo.
En cuanto dijo las palabras, Myriam se arrepintió de haberlas dicho. Cuando era joven tenía fama de alocada, pero le gustaba pensar que había madurado y se había convertido en una persona mejor. Aquel comportamiento ya no resultaba normal en ella. Pero desde que había llegado a la ciudad, nada había resultado normal, comenzando por el día en que se encontró con Jimena Castillo García en la plaza del Ayuntamiento.
-¡Myriam! -había gritado Jimena, corriendo a abrazarla como si el lapso de casi diez años nunca hubiera roto su amistad-. ¡Es maravilloso volverte a ver! ¡Ha sido como un cementerio vivir aquí, pero ahora que estás de vuelta, es como en los viejos tiempos!
La cruel ironía de sus palabras la había atormentado durante las largas noches de insomnio desde el accidente, pero gracias a que Tom la había contratado, el trabajo le impedía sumergirse en una inútil culpabilidad. Lo menos que podía hacer era pedirle disculpas a su cuñado más tarde.
Tenía el horario completo ese día, lo que la hizo olvidarse de lo que había sucedido por la mañana y también de Tom y de la llamada del hombre que no había dejado mensaje.
Eran después de las cinco de la tarde y el edificio se hallaba casi desierto, excepto por el personal de limpieza. Cuando oyó abrirse la puerta estaba tan segura de que era el portero que ni siquiera levantó la vista de los deberes que metía en el maletín para corregir por la noche.
-Enseguida me voy y no molesto más -dijo, sin darse cuenta de que la puerta se cerraba, lo cual tendría que haberla alertado de que era alguien más.
-No hay prisa. Tengo todo el tiempo del mundo -fue la respuesta que dio la voz grave de Víctor, que tan bien había descrito la secretaria del colegio.
La pila de papeles que Myriam sujetaba se le escurrió de entre los dedos y se le cayó al suelo. Ruborizada, se puso de rodillas para recogerlos.
-No sabía que los profesores trabajasen hasta tan tarde -dijo Víctor, y el bastón golpeó suavemente el suelo mientras se acercaba-. Deja que te ayude con eso.
-¡No, gracias! -exclamó ella y, al oír el pánico en su voz, inspiró para calmarse y prosiguió-: No tendrías que estar aquí. Si se llega a enterar Tom Cuen...
-No se enterará. Se marchaba cuando yo llegué. Estamos solos, Myriam. Nadie nos molestará. Los de la limpieza están en el gimnasio y no llegarán a esta parte del edificio hasta dentro dé una hora -alargó la mano y le cubrió la suya-. Te tiembla la mano. ¿Vas a desmayarte otra vez?
-¡Desde luego que no! -dijo ella retirándola antes de que él se diese cuanta de cuánto la alteraba su contacto y le despertaba recuerdos que era mejor olvidar-. No me gusta que la gente aparezca sigilosamente y me tome por sorpresa, eso es todo.
-Yo diría que no me resulta demasiado fácil ir sigilosamente -dijo él, tocándose con el bastón la pierna herida-, y no pretendo tomarte por sorpresa, sino que me des información, cielo mío.
«Cielo mío»... así la llamaba cuando estaban enamorados, cuando habían hecho el amor. Y oírselo decir nuevamente, después de tantos años, le devolvió recuerdos que la hicieron estremecerse. A finales de agosto del verano en que ella había cumplido diecisiete años; semanas antes de que ella comenzase la universidad a doscientos cincuenta kilómetros de distancia... las gaviotas contra un cielo azul, el murmullo de las olas, el sol en su piel y Víctor deslizándosele dentro. «Te echo tanto de menos cuando estamos separados», le dijo él. «Siempre te amaré».
Pero no lo había hecho. Trece meses más tarde ella había ido a estudiar Arte en Francia durante ocho semanas. Cuando volvió, se enteró por Jimena de que en su ausencia él había estado saliendo con una compañera de la facultad.
La noticia la había destrozado, aunque, en realidad, había habido suficientes señales de que tenían problemas. Las llamadas telefónicas de Víctor se habían espaciado y no había ido a buscarla al aeropuerto, como había prometido. Ni siquiera apareció para el día de Acción de Gracias. Y, finalmente, cuando no pudo evitarla en navidades, le había restregado a su nueva novia en las narices sin contemplaciones.
«Víctor García es un desgraciado» , le había dicho Jimena, dulce y comprensiva. «Y tú eres demasiado inteligente para permitir que ese imbécil te rompa el corazón. ¡Olvídalo! Hay muchos hombres mejores en el mundo».
Pero ella no quería a nadie más. En cuanto a olvidarlo, no había sido fácil. Acababa de darse cuenta de que estaba embarazada. De aquello hacía casi diez años.
-Ya hemos hablado de esto el sábado -dijo ahora, metiendo los papeles de forma desordenada en el maletín-. Ya te he dicho todo lo que había que saber.
-De acuerdo -dijo él, encogiéndose de hombros-. Entonces, no te volveré a preguntar.
-Me alegro de que me creas finalmente -dijo ella, sintiendo una oleada de alivio.
-Por supuesto -dijo él-. No eres del tipo de persona que me mentiría en algo tan importante como esto, ¿no?
Su anterior alivio se debilitó por la culpabilidad y la desconfianza.
-Entonces, ¿para qué has venido?
-Principalmente para averiguar si me has perdonado por causarte tantos problemas el sábado. Si hubiese sabido que Clara te atacaría de aquella forma...
-¿Cómo podías saber que ella se lo tomaría tan mal? Considérate perdonado.
-Muchas mujeres no serían tan comprensivas -dijo él, con cierta timidez-. Pero tú nunca has sido como las demás mujeres.
Al oírlo, Myriam sintió una desconfianza todavía mayor. ¿Víctor García tímido? ¡Estaba tramando algo!
-¿Y? -le preguntó-. Has dicho que has venido principalmente a ver si te había perdonado. ¿Y la otra razón?
Él intentó parecer avergonzado. Si hubiese podido, se habría ruborizado.
-¿Me creerías si te dijera que me dio nostalgia? Cuando me enteré de que trabajabas aquí, no me pude resistir a venir -se apoyó contra uno de los armarios y esbozó una sonrisa que a ella le derritió el corazón-. Aquí fue donde nos conocimos, Myriam. Nos enamoramos aquí. Te besé por primera vez junto a los armarios que hay fuera de esta clase. Tenías una mancha de pintura azul en la punta de la nariz.
-Me sorprende que te acuerdes de ello -dijo ella, sintiendo una oleada de calor que fundió su desconfianza.
-Me acuerdo de todo lo referente a aquella época. Nada de lo que he conocido desde entonces puede compararse a ello.
Muy a pesar suyo, Myriam deseó creerlo. Parecía tan sincero que le daba que pensar. ¿Estaría tendiéndole una trampa o sería que ella veía trampa donde no la había? Decidió que mejor sería tener cautela.
-Tengo que irme -dijo, indicando el maletín rebosante de deberes para corregir-. Tengo mucho trabajo esta noche.
-Yo también. Todavía estoy ordenando las cosas de Jimena y decidiendo qué hacer con ellas, y la casa. No necesito todo ese espacio.Mirándolo renquear hacia la puerta, ella sintió un poco de pena que él aceptase tan fácilmente el rechazo. ¿Y qué si su sonrisa le hacía temblar las rodillas? Ya no eran unos adolescentes. El primer amor no sobrevivía un invierno de ocho años de abandono para luego florecer nuevamente en cuanto apuntaba la primavera.
Nunca has logrado engañarme», había dicho él, pero estaba totalmente equivocado. Lo había engañado sobre algo mucho más crucial que los hechos que llevaron a la muerte de Jimena. A Myriam se le daba muy bien guardar secretos, incluso aquellos que habían marcado un antes y un después en su vida.
Así que guardar este último secreto sería fácil, siempre que consiguiera que él no la hiciera bajar la guardia. Y la única forma de lograrlo era evitándolo. Porque, en su caso, el dicho: «Ojos que no ven, corazón que no siente», nunca había funcionado con Víctor García. Justamente lo contrario. A pesar de los kilómetros y los años que los habían separado, nunca había podido olvidarlo. Lejos de ello. La distancia había aumentado su encanto y verlo otra vez no había cambiado eso en absoluto. Seguía habiendo magia.
Parecía mayor, por supuesto, ¿acaso no lo estaban todos? Pero los años le sentaban bien. El joven atractivo se había convertido en un hombre apuesto. Más ancho de hombros, con un pecho más fuerte, tenía una figura estupenda, especialmente vestido de uniforme. Bastaba con mirarlo para darse cuenta de que había tenido su cuota de sufrimiento y que este lo había fortalecido. Se notaba en su actitud, en su porte, lleno de autoridad. Aquel no era un hombre que temiese a la verdad o se derrumbase ante la adversidad.
En ese aspecto, pensó Myriam al circular por los pasillos llenos de alumnos de Eastridge Academy el lunes siguiente, no era tan diferente del chico que le había robado el corazón hacía muchos años en aquella misma escuela. Con dieciocho años, él ya tenía el tipo de valentía que era la verdadera impronta de un hombre.
Sin embargo, Myriam no se imaginaba diciéndole lo de Jimena. El orgullo masculino era un fenómeno extraño. Para un hombre no era lo mismo subirse a un bombardero que enfrentarse a la traición más grande por parte de su esposa, en particular si se daba cuenta de que era el último en enterarse de ello.
La secretaria la llamó cuando pasaba por la secretaría de camino a la sala de profesores.
-Buenos días, Myriam. Te acaba de llamar un hombre por teléfono.
-¿Ha dejado mensaje?
-No, dijo que trataría de ponerse en contacto contigo más tarde.
-¿No dejó ni siquiera el nombre?
-No -dijo la secretaria, lanzándole una miradita significativa-. Pero, ¡qué voz! Grave y profunda, como si necesitara aclararse la garganta. ¿Te suena?
Una premonición le hizo a Myriam un nudo en el estómago, pero se negó a prestarle atención. Había muchas voces graves y profundas. Era mera coincidencia que la de Víctor fuese también así.
-Probablemente era algún padre para quejarse de que mando demasiados deberes. Si llega a volver a llamar, por favor pídele un número de teléfono donde se lo pueda localizar. Estaré ocupada con alumnos todo el día.
-De acuerdo. Ah, y algo más -dijo la secretaria, señalando una puerta cerrada hacia su izquierda con una cabezadita-. El señor Cuen quiere verte en su oficina antes de que comiencen las clases.
¡Genial! ¡Una sesión privada con el director de la escuela, que, por cierto, resultaba también ser el marido de su hermana y decididamente no una de sus personas más queridas! No era una forma muy halagüeña de comenzar el día.
-¿Querías verme, Tom?
Tom levantó la vista de la carta que leía con expresión irritada al ver interrumpida «una cuestión administrativa muy importante».
-Esta no es una reunión familiar, señorita Montemayor. Si insiste en no respetar el protocolo profesional, al menos cierre la puerta antes de abrir la boca.
-También te deseo los buenos días a ti -respondió ella, y se sentó sin esperar que él se lo indicase-. ¿Qué pasa, señor Cuen?
-Margaret me ha dicho que lograste que te invitaran al funeral en casa de los Castillo el sábado.
-Prefiero decir que me empujaron a ello, y tu esposa fue una de las personas que lo hicieron.
Él se reclinó en su silla y le clavó la mirada azul pálido que utilizaba para intimidar a sus alumnos.
-Sea como fuere, permítame recordarte lo que dije cuando se inició todo el jaleo con Jimena García. Nuestra escuela está orgullosa de la buena reputación que tiene y no toleraré que la manches con un escándalo. Bastante malo resulta ya que al mes de comenzar a trabajar aquí tu nombre apareciera en todos los titulares de los periódicos de un kilómetro a la redonda sin necesidad de que vuelva a haber problemas ahora que comenzaba a calmarse el tema. Te hice un favor cuando conseguí convencer al Comité de Dirección de la escuela de que te diera un puesto, porque...
-La verdad -lo interrumpió Myriam- es que soy yo la que te hizo un favor, Tommy al aceptar el puesto en el último momento cuando mi predecesora se tomó la baja de maternidad antes de tiempo.
Tom se puso rojo de rabia. Los subordinados no interrumpían al director de la escuela, y menos aún, cuestionaban la certeza de sus palabras.
-¡Llegaste a la ciudad sin trabajo!
-Vine a casa a tomarme unas bien merecidas vacaciones, que interrumpí para echarte una mano -lanzó una significativa mirada al reloj de la pared-. ¿Algo más o puedo ir a cumplir con mi trabajo? Tengo que dar una clase de Arte a los mayores en diez minutos.
-Mientras me hayas comprendido... -dijo Tom, todavía enfadado.
-Nunca me ha costado comprenderte, Tom -dijo ella, dirigiéndose a la puerta-. A la que no puedo entender es a mi hermana. Jamás he podido imaginarme el motivo por el que se casó contigo.
En cuanto dijo las palabras, Myriam se arrepintió de haberlas dicho. Cuando era joven tenía fama de alocada, pero le gustaba pensar que había madurado y se había convertido en una persona mejor. Aquel comportamiento ya no resultaba normal en ella. Pero desde que había llegado a la ciudad, nada había resultado normal, comenzando por el día en que se encontró con Jimena Castillo García en la plaza del Ayuntamiento.
-¡Myriam! -había gritado Jimena, corriendo a abrazarla como si el lapso de casi diez años nunca hubiera roto su amistad-. ¡Es maravilloso volverte a ver! ¡Ha sido como un cementerio vivir aquí, pero ahora que estás de vuelta, es como en los viejos tiempos!
La cruel ironía de sus palabras la había atormentado durante las largas noches de insomnio desde el accidente, pero gracias a que Tom la había contratado, el trabajo le impedía sumergirse en una inútil culpabilidad. Lo menos que podía hacer era pedirle disculpas a su cuñado más tarde.
Tenía el horario completo ese día, lo que la hizo olvidarse de lo que había sucedido por la mañana y también de Tom y de la llamada del hombre que no había dejado mensaje.
Eran después de las cinco de la tarde y el edificio se hallaba casi desierto, excepto por el personal de limpieza. Cuando oyó abrirse la puerta estaba tan segura de que era el portero que ni siquiera levantó la vista de los deberes que metía en el maletín para corregir por la noche.
-Enseguida me voy y no molesto más -dijo, sin darse cuenta de que la puerta se cerraba, lo cual tendría que haberla alertado de que era alguien más.
-No hay prisa. Tengo todo el tiempo del mundo -fue la respuesta que dio la voz grave de Víctor, que tan bien había descrito la secretaria del colegio.
La pila de papeles que Myriam sujetaba se le escurrió de entre los dedos y se le cayó al suelo. Ruborizada, se puso de rodillas para recogerlos.
-No sabía que los profesores trabajasen hasta tan tarde -dijo Víctor, y el bastón golpeó suavemente el suelo mientras se acercaba-. Deja que te ayude con eso.
-¡No, gracias! -exclamó ella y, al oír el pánico en su voz, inspiró para calmarse y prosiguió-: No tendrías que estar aquí. Si se llega a enterar Tom Cuen...
-No se enterará. Se marchaba cuando yo llegué. Estamos solos, Myriam. Nadie nos molestará. Los de la limpieza están en el gimnasio y no llegarán a esta parte del edificio hasta dentro dé una hora -alargó la mano y le cubrió la suya-. Te tiembla la mano. ¿Vas a desmayarte otra vez?
-¡Desde luego que no! -dijo ella retirándola antes de que él se diese cuanta de cuánto la alteraba su contacto y le despertaba recuerdos que era mejor olvidar-. No me gusta que la gente aparezca sigilosamente y me tome por sorpresa, eso es todo.
-Yo diría que no me resulta demasiado fácil ir sigilosamente -dijo él, tocándose con el bastón la pierna herida-, y no pretendo tomarte por sorpresa, sino que me des información, cielo mío.
«Cielo mío»... así la llamaba cuando estaban enamorados, cuando habían hecho el amor. Y oírselo decir nuevamente, después de tantos años, le devolvió recuerdos que la hicieron estremecerse. A finales de agosto del verano en que ella había cumplido diecisiete años; semanas antes de que ella comenzase la universidad a doscientos cincuenta kilómetros de distancia... las gaviotas contra un cielo azul, el murmullo de las olas, el sol en su piel y Víctor deslizándosele dentro. «Te echo tanto de menos cuando estamos separados», le dijo él. «Siempre te amaré».
Pero no lo había hecho. Trece meses más tarde ella había ido a estudiar Arte en Francia durante ocho semanas. Cuando volvió, se enteró por Jimena de que en su ausencia él había estado saliendo con una compañera de la facultad.
La noticia la había destrozado, aunque, en realidad, había habido suficientes señales de que tenían problemas. Las llamadas telefónicas de Víctor se habían espaciado y no había ido a buscarla al aeropuerto, como había prometido. Ni siquiera apareció para el día de Acción de Gracias. Y, finalmente, cuando no pudo evitarla en navidades, le había restregado a su nueva novia en las narices sin contemplaciones.
«Víctor García es un desgraciado» , le había dicho Jimena, dulce y comprensiva. «Y tú eres demasiado inteligente para permitir que ese imbécil te rompa el corazón. ¡Olvídalo! Hay muchos hombres mejores en el mundo».
Pero ella no quería a nadie más. En cuanto a olvidarlo, no había sido fácil. Acababa de darse cuenta de que estaba embarazada. De aquello hacía casi diez años.
-Ya hemos hablado de esto el sábado -dijo ahora, metiendo los papeles de forma desordenada en el maletín-. Ya te he dicho todo lo que había que saber.
-De acuerdo -dijo él, encogiéndose de hombros-. Entonces, no te volveré a preguntar.
-Me alegro de que me creas finalmente -dijo ella, sintiendo una oleada de alivio.
-Por supuesto -dijo él-. No eres del tipo de persona que me mentiría en algo tan importante como esto, ¿no?
Su anterior alivio se debilitó por la culpabilidad y la desconfianza.
-Entonces, ¿para qué has venido?
-Principalmente para averiguar si me has perdonado por causarte tantos problemas el sábado. Si hubiese sabido que Clara te atacaría de aquella forma...
-¿Cómo podías saber que ella se lo tomaría tan mal? Considérate perdonado.
-Muchas mujeres no serían tan comprensivas -dijo él, con cierta timidez-. Pero tú nunca has sido como las demás mujeres.
Al oírlo, Myriam sintió una desconfianza todavía mayor. ¿Víctor García tímido? ¡Estaba tramando algo!
-¿Y? -le preguntó-. Has dicho que has venido principalmente a ver si te había perdonado. ¿Y la otra razón?
Él intentó parecer avergonzado. Si hubiese podido, se habría ruborizado.
-¿Me creerías si te dijera que me dio nostalgia? Cuando me enteré de que trabajabas aquí, no me pude resistir a venir -se apoyó contra uno de los armarios y esbozó una sonrisa que a ella le derritió el corazón-. Aquí fue donde nos conocimos, Myriam. Nos enamoramos aquí. Te besé por primera vez junto a los armarios que hay fuera de esta clase. Tenías una mancha de pintura azul en la punta de la nariz.
-Me sorprende que te acuerdes de ello -dijo ella, sintiendo una oleada de calor que fundió su desconfianza.
-Me acuerdo de todo lo referente a aquella época. Nada de lo que he conocido desde entonces puede compararse a ello.
Muy a pesar suyo, Myriam deseó creerlo. Parecía tan sincero que le daba que pensar. ¿Estaría tendiéndole una trampa o sería que ella veía trampa donde no la había? Decidió que mejor sería tener cautela.
-Tengo que irme -dijo, indicando el maletín rebosante de deberes para corregir-. Tengo mucho trabajo esta noche.
-Yo también. Todavía estoy ordenando las cosas de Jimena y decidiendo qué hacer con ellas, y la casa. No necesito todo ese espacio.Mirándolo renquear hacia la puerta, ella sintió un poco de pena que él aceptase tan fácilmente el rechazo. ¿Y qué si su sonrisa le hacía temblar las rodillas? Ya no eran unos adolescentes. El primer amor no sobrevivía un invierno de ocho años de abandono para luego florecer nuevamente en cuanto apuntaba la primavera.
dulce_myrifan- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
No le creas todavia Myriam....pa mi que es parte de su plan!!!
Sigueleee prontooo
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Chicana_415- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
pa mi que es plan con maña la de el buen vic
nayelive- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
Myri embarazada ????? , y ke paso con el bebe ???
Esta muy padre la novela, no tardes con el capitulo.
Esta muy padre la novela, no tardes con el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Una pasión secreta
QUE MYRIAM NO SE HAGAS UN LÍO, EL AMOR HA ESTADO SIEMPRE PRESENTE Y MUY PRONTO SE DARA CUENTA.
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
Cap. 4
Sin embargo, verlo aparecer tan inesperadamente la había turbado tanto como cuando lo vio en el funeral. Le removía demasiados sentimientos enterrados.
Su voz, la curva de su boca, la pasión latente en su directa mirada la hacían ansiar cosas que no debería desear y que decididamente no podía tener.
Esperó que él se hubiera ido antes de ponerse el abrigo en la sala de profesores. El cielo había estado despejado al ir a trabajar por la mañana y había disfrutado la caminata de dos kilómetros desde la casita de invitados en el jardín de la residencia de sus padres hasta la escuela. Pero se había nublado y ahora caía una lluvia helada. Traicionero hielo negro cubría la rampa para salir de la escuela.
Se habría caído dos veces de no ser por la barandilla de hierro que corría paralela a la senda. Pero el verdadero problema comenzó cuando llegó a la escurridiza acera y le resultó imposible andar en ella sin el calzado adecuado.
No tuvo otro remedio que comenzar a andar por la nieve apilada junto al camino por la máquina quitanieve. ¡Lo único que le faltaba! ¡Bastante mal había comenzado ya el día, que había ido empeorando hasta llegar a aquello! Exasperada, se despachó a gusto lanzando una serie de improperios que resonaron en la calle desierta.
Excepto que la calle no estaba tan desierta como ella había creído. Un coche deportivo color negro con la ventanilla del pasajero bajada se le acercó lentamente y se detuvo junto a ella.
-En mi época, los profesores no sabían semejante lenguaje -anunció la voz de Víctor afablemente-. Ahora que lo pienso, me parece que yo tampoco lo sabía.
-¿Me estabas acechando? -le gritó ella, dándose cuenta con rabia de que estaba de lo más ridícula metida hasta los tobillos en la nieve.
-En absoluto. Me he detenido para ofrecerme a llevarte.
-No gracias, prefiero andar.
-¡Señorita Montemayor, si insiste en usar zapatos de verano durante el invierno, se va a romper la crisma de un golpe! Venga, no seas ciega y súbete al coche. Yo mismo te abriría la puerta, pero me cuesta trabajo moverme en estas condiciones.
Ella se debatió entre hacerlo y decirle lo que podía hacer con su oferta, pero sus pies helados prevalecieron sobre su orgullo.
-¡Mejor que hayas decidido no hacerte el caballero! -masculló, abriendo la puerta de golpe para subirse al coche, que tenia una agradable calefacción-. ¡Quizá sintiese la tentación de hacerte una zancadilla!
-¿Ves? -comentó él, acelerando suavemente-, por eso es que la gente que no te conoce tan bien como yo habla de la forma en que lo hace. Dicen que has vuelto y que has traído una bolsa llena de problemas contigo. ¿Es verdad?
-¿A mí me lo preguntas? Estoy segura de que su versión será mucho más interesante que la mía.
-Por cierto... ¿dónde has estado todos estos años?
-En la universidad en la Costa Oeste y luego en el Caribe.
-¿Haciendo qué? -le preguntó él, divertido.
-¡Pues, si crees que fue tejiendo sombreros con hojas de palma o cantando rancheras con un grupo de mariachis, estás totalmente equivocado!
-No tienes ni idea de lo que estoy pensando, Myriam. Y no has respondido a mi pregunta. ¿Qué te retuvo en el Caribe todo este tiempo?
-Lo mismo que me mantiene ocupada aquí. La enseñanza. Con la diferencia que los chicos de allá tenían tan poco que enseñarles era un placer.
-Tiene mérito por tu parte. ¿Cuánto tiempo estuviste?
-Dos años en México. Y dos años en la isla de Santa Lucía después.
-¿Y por qué allí?
-Necesitaban profesores tanto como yo necesitaba marcharme de aquí.
-¿Qué? -exclamó él, con risa tiñéndole la voz-. ¿Nunca ansiaste establecerte en la pintoresca Eastridge Bay, seguir los pasos de tu hermana y casarte con un hombre decente y sólido, de buena familia?
«¡Una vez lo deseé, pero tú elegiste ponerle la alianza al dedo de Jimena en vez de al mío!»
-No todas las mujeres creen que el matrimonio es el único medio de lograr la felicidad. Algunas la encontramos en una carrera profesional.
-Pero no todos huyen a una isla tropical a encontrarla.
-Intentaba escaparme de los inviernos del norte. Pero esta ciudad es mi pueblo y me gustó volver a ella, hasta que todo comenzó a salir mal -había comenzado a nevar y se dio cuenta de que en vez de girar hacia su casa, seguían por el bulevar que llevaba fuera de la ciudad-. ¡Te has equivocado, Víctor!
-Es verdad -dijo él, alegremente-. Y, ya que estamos, podríamos dar un paseo.
-No quiero ir a dar una vuelta -dijo ella enfáticamente-. Quiero ir a casa.
-Ya lo harás, cielo mío, cuando llegue el momento.
-¡Ahora mismo! -dijo ella agarrando el picaporte-. Detente inmediatamente, Víctor García. Y deja de llamarme así.
Él no se molestó en responderle. Lo único que se oyó fue el ruido del cierre de puertas centralizado que él accionó y el rumor de los neumáticos sobre el pavimento. Aturdida, Myriam se volvió a mirarlo. El serio rostro masculino se veía iluminado por las luces del salpicadero.
-¿Me estás raptando? -le preguntó.
-No seas ridícula.
-Entonces, ¿qué haces?
-Busco un sitio donde podamos tomar algo caliente. Es lo menos que puedo hacer para compensarte por no llevarte a casita a dormir.
Sus palabras parecían inofensivas, pero no había nada afectuoso en su tono de voz. El hombre que la había hechizado con su sonrisa y sus recuerdos tiernos hacía menos de media hora, que se había ofrecido a llevarla a casa para evitarle una caminata en las calles heladas, se había convertido en un extraño frío y amenazador como la noche que los envolvía.
-Lo habías planeada desde el principio, ¿verdad? -dijo Myriam, conteniendo con esfuerzo el miedo que comenzaba a invadirla. ¡Había aceptado que su antiguo amor la llevara en el coche, el héroe local que había vuelto de la batalla con heridas para demostrarlo, no un extraño sin rostro, por el amor de Dios! Era absurdo pensar que él resultara una amenaza-. Era lo que tenías intención de hacer desde que apareciste en mi clase.
-Sí -dijo él.
-Pues, no era necesario que llegaras a estos extremos. Habría accedido con gusto a tomar un café contigo en cualquier cafetería del pueblo.
-Demasiado arriesgado. Piensa en las habladurías si nos hubiesen visto juntos. ¡El viudo y la alocada mujer haciendo alarde de su relación! Es mejor encontrar algún sitio apartado donde nuestros conocidos no se dejarían ver ni muertos. Un sitio tan sórdido que ninguna mujer respetable desearía que la viesen en él.
¿Sórdido? ¿Por qué habría elegido aquella palabra? Aturdida, miró hacia adelante, nuevamente presa de aquella sensación de inquietud. La nieve había comenzado a hacerse más espesa y los cristales del coche estaban blancos a excepción de las medialunas que hacían los limpiaparabrisas. No podía ver nada del paisaje, ni por dónde pasaban ni adónde se dirigían.
Luego, a un lado, a unos cien metros, una luz de neón color naranja taladró la oscuridad. Se hizo más brillante a medida que se acercaban, hasta que se pudo leer claramente lo que ponía: La Taberna de Harlan. Cervezas-Comidas-Billares.
La premonición de Myriam se hizo realidad: ¡Había visto aquel cartel antes, y Víctor lo sabía!
Él aparcó el coche en batería al lado de la puerta de entrada y apagó el motor. Inmediatamente el sonido sordo de la música country se oyó en la noche silenciosa, su ritmo compitiendo con el del corazón acelerado de Myriam.
Víctor se bajó del coche y, a pesar de que había dicho que no estaba en condiciones de actuar como un caballero, dio la vuelta al coche y abrió la puerta del pasajero. Cuando ella no hizo ningún movimiento para unirse a él, él se inclinó para desengancharle el cinturón de seguridad y tomarla del codo.
-Ya hemos llegado, Myriam -dijo con peligrosa suavidad-. Bájate. Deprisa, ¿quieres?
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría que sí. Y no te llevaré a casa hasta que lo hagas.
Era increíble cómo la furia que lo embargaba se hacía notar sin que él levantase la voz ni un ápice. Y lo más extraño era que una persona pudiese encontrarse respondiendo hipnóticamente a una orden que sabía que solo resultaría en desastre.
Como sonámbula, Myriam se bajó del coche y pisó la nieve, sin darse cuenta del frío que hacía, ni de que caminaba junto a Víctor y pasaba al lado de las camionetas oxidadas y coches destartalados hasta entrar en el edificio.
-Pasa -le dijo él abriendo la puerta de madera llena de arañazos para que ella entrase al interior cargado de humo.
El sonido estridente de la música les dio la bienvenida. El olor a cerveza y perfume barato mezclado con sudor y tabaco asaltó sus sentidos.
-¡Por favor, no me obligues a hacer esto! -rogó, volviéndose hacia Víctor.
-¿Por qué no? -preguntó él, mirándola con frialdad-. ¿No te guste el sitio?
-No, no me gusta -logró decir ella-. Me ofende que me lo preguntes.
-Pero te pareció bien la noche en que viniste aquí con Jimena, la noche en que ella murió, ¿verdad? -dijo él-. Entonces, ¿por qué no te gusta ahora que estás conmigo?
Sin embargo, verlo aparecer tan inesperadamente la había turbado tanto como cuando lo vio en el funeral. Le removía demasiados sentimientos enterrados.
Su voz, la curva de su boca, la pasión latente en su directa mirada la hacían ansiar cosas que no debería desear y que decididamente no podía tener.
Esperó que él se hubiera ido antes de ponerse el abrigo en la sala de profesores. El cielo había estado despejado al ir a trabajar por la mañana y había disfrutado la caminata de dos kilómetros desde la casita de invitados en el jardín de la residencia de sus padres hasta la escuela. Pero se había nublado y ahora caía una lluvia helada. Traicionero hielo negro cubría la rampa para salir de la escuela.
Se habría caído dos veces de no ser por la barandilla de hierro que corría paralela a la senda. Pero el verdadero problema comenzó cuando llegó a la escurridiza acera y le resultó imposible andar en ella sin el calzado adecuado.
No tuvo otro remedio que comenzar a andar por la nieve apilada junto al camino por la máquina quitanieve. ¡Lo único que le faltaba! ¡Bastante mal había comenzado ya el día, que había ido empeorando hasta llegar a aquello! Exasperada, se despachó a gusto lanzando una serie de improperios que resonaron en la calle desierta.
Excepto que la calle no estaba tan desierta como ella había creído. Un coche deportivo color negro con la ventanilla del pasajero bajada se le acercó lentamente y se detuvo junto a ella.
-En mi época, los profesores no sabían semejante lenguaje -anunció la voz de Víctor afablemente-. Ahora que lo pienso, me parece que yo tampoco lo sabía.
-¿Me estabas acechando? -le gritó ella, dándose cuenta con rabia de que estaba de lo más ridícula metida hasta los tobillos en la nieve.
-En absoluto. Me he detenido para ofrecerme a llevarte.
-No gracias, prefiero andar.
-¡Señorita Montemayor, si insiste en usar zapatos de verano durante el invierno, se va a romper la crisma de un golpe! Venga, no seas ciega y súbete al coche. Yo mismo te abriría la puerta, pero me cuesta trabajo moverme en estas condiciones.
Ella se debatió entre hacerlo y decirle lo que podía hacer con su oferta, pero sus pies helados prevalecieron sobre su orgullo.
-¡Mejor que hayas decidido no hacerte el caballero! -masculló, abriendo la puerta de golpe para subirse al coche, que tenia una agradable calefacción-. ¡Quizá sintiese la tentación de hacerte una zancadilla!
-¿Ves? -comentó él, acelerando suavemente-, por eso es que la gente que no te conoce tan bien como yo habla de la forma en que lo hace. Dicen que has vuelto y que has traído una bolsa llena de problemas contigo. ¿Es verdad?
-¿A mí me lo preguntas? Estoy segura de que su versión será mucho más interesante que la mía.
-Por cierto... ¿dónde has estado todos estos años?
-En la universidad en la Costa Oeste y luego en el Caribe.
-¿Haciendo qué? -le preguntó él, divertido.
-¡Pues, si crees que fue tejiendo sombreros con hojas de palma o cantando rancheras con un grupo de mariachis, estás totalmente equivocado!
-No tienes ni idea de lo que estoy pensando, Myriam. Y no has respondido a mi pregunta. ¿Qué te retuvo en el Caribe todo este tiempo?
-Lo mismo que me mantiene ocupada aquí. La enseñanza. Con la diferencia que los chicos de allá tenían tan poco que enseñarles era un placer.
-Tiene mérito por tu parte. ¿Cuánto tiempo estuviste?
-Dos años en México. Y dos años en la isla de Santa Lucía después.
-¿Y por qué allí?
-Necesitaban profesores tanto como yo necesitaba marcharme de aquí.
-¿Qué? -exclamó él, con risa tiñéndole la voz-. ¿Nunca ansiaste establecerte en la pintoresca Eastridge Bay, seguir los pasos de tu hermana y casarte con un hombre decente y sólido, de buena familia?
«¡Una vez lo deseé, pero tú elegiste ponerle la alianza al dedo de Jimena en vez de al mío!»
-No todas las mujeres creen que el matrimonio es el único medio de lograr la felicidad. Algunas la encontramos en una carrera profesional.
-Pero no todos huyen a una isla tropical a encontrarla.
-Intentaba escaparme de los inviernos del norte. Pero esta ciudad es mi pueblo y me gustó volver a ella, hasta que todo comenzó a salir mal -había comenzado a nevar y se dio cuenta de que en vez de girar hacia su casa, seguían por el bulevar que llevaba fuera de la ciudad-. ¡Te has equivocado, Víctor!
-Es verdad -dijo él, alegremente-. Y, ya que estamos, podríamos dar un paseo.
-No quiero ir a dar una vuelta -dijo ella enfáticamente-. Quiero ir a casa.
-Ya lo harás, cielo mío, cuando llegue el momento.
-¡Ahora mismo! -dijo ella agarrando el picaporte-. Detente inmediatamente, Víctor García. Y deja de llamarme así.
Él no se molestó en responderle. Lo único que se oyó fue el ruido del cierre de puertas centralizado que él accionó y el rumor de los neumáticos sobre el pavimento. Aturdida, Myriam se volvió a mirarlo. El serio rostro masculino se veía iluminado por las luces del salpicadero.
-¿Me estás raptando? -le preguntó.
-No seas ridícula.
-Entonces, ¿qué haces?
-Busco un sitio donde podamos tomar algo caliente. Es lo menos que puedo hacer para compensarte por no llevarte a casita a dormir.
Sus palabras parecían inofensivas, pero no había nada afectuoso en su tono de voz. El hombre que la había hechizado con su sonrisa y sus recuerdos tiernos hacía menos de media hora, que se había ofrecido a llevarla a casa para evitarle una caminata en las calles heladas, se había convertido en un extraño frío y amenazador como la noche que los envolvía.
-Lo habías planeada desde el principio, ¿verdad? -dijo Myriam, conteniendo con esfuerzo el miedo que comenzaba a invadirla. ¡Había aceptado que su antiguo amor la llevara en el coche, el héroe local que había vuelto de la batalla con heridas para demostrarlo, no un extraño sin rostro, por el amor de Dios! Era absurdo pensar que él resultara una amenaza-. Era lo que tenías intención de hacer desde que apareciste en mi clase.
-Sí -dijo él.
-Pues, no era necesario que llegaras a estos extremos. Habría accedido con gusto a tomar un café contigo en cualquier cafetería del pueblo.
-Demasiado arriesgado. Piensa en las habladurías si nos hubiesen visto juntos. ¡El viudo y la alocada mujer haciendo alarde de su relación! Es mejor encontrar algún sitio apartado donde nuestros conocidos no se dejarían ver ni muertos. Un sitio tan sórdido que ninguna mujer respetable desearía que la viesen en él.
¿Sórdido? ¿Por qué habría elegido aquella palabra? Aturdida, miró hacia adelante, nuevamente presa de aquella sensación de inquietud. La nieve había comenzado a hacerse más espesa y los cristales del coche estaban blancos a excepción de las medialunas que hacían los limpiaparabrisas. No podía ver nada del paisaje, ni por dónde pasaban ni adónde se dirigían.
Luego, a un lado, a unos cien metros, una luz de neón color naranja taladró la oscuridad. Se hizo más brillante a medida que se acercaban, hasta que se pudo leer claramente lo que ponía: La Taberna de Harlan. Cervezas-Comidas-Billares.
La premonición de Myriam se hizo realidad: ¡Había visto aquel cartel antes, y Víctor lo sabía!
Él aparcó el coche en batería al lado de la puerta de entrada y apagó el motor. Inmediatamente el sonido sordo de la música country se oyó en la noche silenciosa, su ritmo compitiendo con el del corazón acelerado de Myriam.
Víctor se bajó del coche y, a pesar de que había dicho que no estaba en condiciones de actuar como un caballero, dio la vuelta al coche y abrió la puerta del pasajero. Cuando ella no hizo ningún movimiento para unirse a él, él se inclinó para desengancharle el cinturón de seguridad y tomarla del codo.
-Ya hemos llegado, Myriam -dijo con peligrosa suavidad-. Bájate. Deprisa, ¿quieres?
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría que sí. Y no te llevaré a casa hasta que lo hagas.
Era increíble cómo la furia que lo embargaba se hacía notar sin que él levantase la voz ni un ápice. Y lo más extraño era que una persona pudiese encontrarse respondiendo hipnóticamente a una orden que sabía que solo resultaría en desastre.
Como sonámbula, Myriam se bajó del coche y pisó la nieve, sin darse cuenta del frío que hacía, ni de que caminaba junto a Víctor y pasaba al lado de las camionetas oxidadas y coches destartalados hasta entrar en el edificio.
-Pasa -le dijo él abriendo la puerta de madera llena de arañazos para que ella entrase al interior cargado de humo.
El sonido estridente de la música les dio la bienvenida. El olor a cerveza y perfume barato mezclado con sudor y tabaco asaltó sus sentidos.
-¡Por favor, no me obligues a hacer esto! -rogó, volviéndose hacia Víctor.
-¿Por qué no? -preguntó él, mirándola con frialdad-. ¿No te guste el sitio?
-No, no me gusta -logró decir ella-. Me ofende que me lo preguntes.
-Pero te pareció bien la noche en que viniste aquí con Jimena, la noche en que ella murió, ¿verdad? -dijo él-. Entonces, ¿por qué no te gusta ahora que estás conmigo?
dulce_myrifan- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
gracias por el capi
nayelive- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
que buena esta la novelita me encanta siguele por faaaaaaaaa
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
ñiña este cap me encanto xfitas no tardes con el siguiente siii k aqui lo estare esperando ok
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Una pasión secreta
La dejaste muy interesante, no tardes con el proximo capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Una pasión secreta
Ayy chamaca ando super atrasada, pero mil gracias por los capis!!!!!!
Marianita- STAFF
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Re: Una pasión secreta
Cap. 5
Myriam no respondió y se quedó junto a la puerta sin saber si salir corriendo o rendirse. Como Víctor no tenía ni la más remota posibilidad de correr tras ella si decidía escaparse, la hizo dirigirse a un reservado del otro lado de la pista de baile.
-Agradable, ¿a que sí? -dijo, deslizándose junto a ella en la deslucida banqueta de vinilo, con lo que ella quedó atrapada entre él y la pared. Ojala no tuviera que pegar su boca a la oreja femenina para hacerse oír. No quería que el turbador perfume de su cabello lo hiciese olvidarse de que su objetivo era sacarle la verdad como fuera.
-¿Qué va a ser? -les preguntó un gigantón con brazos macizos cubiertos de tatuajes que salió de atrás de la barra y limpió la mesa con un sucio trapo.
-Cerveza y nachos -dijo Víctor, sin molestarse en preguntarle a ella.
-No me gusta ni la cerveza ni los nachos -dijo Myriam altaneramente en cuanto el hombre se fue.
-¿No? -dijo Víctor, buscando su cartera-. ¿Qué tomaste la última vez que estuviste aquí, champán y ostras frescas?
-¿Qué te hace pensar que he estado aquí antes?
-Por si no te acuerdas, he leído el informe de la policía.
Myriam se apoyó contra la pared, vencida.
-¿Por qué haces esto, Víctor? -le preguntó, levantando la voz por encima del ruido de la gramola-. ¿Qué pretendes?
-Quiero saber por qué mi mujer frecuentaba sitios como este mientras yo estaba en combate. Y si tú no me lo dices, encontraré alguien aquí que lo haga.
-Pierdes tu tiempo. Jimena y yo estuvimos aquí solo una vez, y cuando me di cuenta del antro que era, insistí en que nos fuésemos.
Él paseó la mirada por la estancia. Al otro extremo de la pista de baile, una mujer mayor se había subido a una mesa y giraba lascivamente ante el aplauso de los parroquianos que se hallaban junto a la barra.
-¿Fue idea tuya venir aquí? -le preguntó a Myriam, volviendo la mirada hacia ella.
-¡Desde luego que no! -soltó ella para añadir luego, al darse cuenta de lo mucho que había revelado con su indignación-: Aquella noche habíamos decidido salir a comer a un mesón en el campo. Cuando volvíamos, comenzó a nevar, peor todavía que esta noche, y buscamos un sitio para esperar que pasara la tormenta. ¿Por qué te resulta tan difícil creerlo?
-Porque eso no explica por qué decidieron retomar el camino antes de que mejorara el tiempo. Les habría bastado asomarse a la puerta para darse cuenta de que estaban arriesgando su vida al ponerse tras el volante.
-Ya te lo he dicho. No nos gustó el ambiente.
El gordo tatuado, volvió con las bebidas y deslizó una jarra de cerveza hacia Myriam.
-¿Dónde está tu amiga? -le preguntó-. Los clientes la echan en falta. Esa sí que sabe divertirse.
-Ya sabe lo que se dice -terció Víctor antes de que Myriam pudiese hablar-. Tres es multitud.
-No creo que la rubita esa te estropeara la cita, tío. Hay más de uno aquí que estaría dispuesto a sacártela de entre las manos.
-Me parece que voy a vomitar -dijo Myriam con un hilo de voz mientras el gordo se marcaba a buscar los nachos.
-Eso suele suceder cuando una persona que ha mentido se ve confrontada con la verdad desnuda -dijo él, despiadado, bebiéndose la mitad de su cerveza-. Te apuesto que te sentirías mucho mejor si hubieras dicho la verdad en vez de inventarte la sarta de mentiras que has intentado que creyera.
-¡Te merecerías que lo hiciera! -exclamó ella, con sorprendente pasión-. Si te interesa tanto que te diga la verdad, ¿qué te parece esto? No sé qué es lo que te ha convertido en semejante matón, pero lo que sí sé es que no me gusta cómo eres ahora.
A él tampoco le gustaba. Atosigar a una mujer de aquella manera no era su estilo. Traumatizarla tanto que parecía igual de aturdida que una víctima civil atrapada en fuego cruzado lo llenaba de desprecio por sí mismo. No había vuelto a casa para proseguir con las prácticas inhumanas de la guerra, sino para buscar un poco de paz.
-Tú tampoco me atraes demasiado -dijo sin embargo, sin dejarse enternecer-. Esperaba que ya no intentaras más escabullirte cuando te encontrabas en un atolladero.
Myriam agarró la jarra de cerveza y, por un momento, Víctor pensó que se la tiraría en la cara, pero ella la dejó a un lado.
-¡Me ofende que me digas eso! Acúsame de lo que quieras, pero de mentirosa, no. Nunca te he mentido en el pasado.
-¿Nunca, Myriam? ¿Ni siquiera una vez? ¿Ni una mentira para evitarme sufrimientos?
Ella abrió la boca para responder, pero finalmente se lo pensó mejor. Los ojos se le agrandaron, angustiados, y se le arrasaron en lágrimas.
Víctor deseó enjugárselas, tomarla en sus brazos y decirle que lo sentía, que no era su intención remover el pasado porque no importaba. Nada importaba. Quiso decirle que le podía perdonar lo que fuera con tal que ella lo liberara para poder vivir el presente y ser capaz de enfrentarse al futuro sin que la culpa le pesara como una losa. Y la profundidad de su deseo lo estremeció. Cerrando de golpe la puerta a ideas que no podía permitirse pensar, se acabó la cerveza de un trago.
-No sé a quién crees que proteges, Myriam -le dijo-, pero para probarte que no soy totalmente cruel, te propongo un trato. En vez de atormentarte para que traiciones secretos que evidentemente consideras sagrados, te explicaré lo que creo que sucedió la noche en que murió Jimena. Solo te pido que me digas con sinceridad si estoy equivocado o no. Si accedes, nunca más lo mencionaré después de esta noche.
Ella se humedeció los labios y mantuvo los ojos fijos en sus manos, pero Víctor se dio cuenta de que titubeaba.
-Te doy un momento para que pienses en ello - ofreció. Se puso de pie y agarró el bastón-. Pero no tardes demasiado. Enseguida vuelvo.
El servicio de caballeros se encontraba al fondo de un pasillo oscuro. Un chico de no más de dieciocho años se tambaleó en la puerta con la mirada vacía y el rostro pálido.
-Oye, chico -le dijo Víctor, agarrándolo antes de que se cayera de bruces en el suelo mugriento y llevándolo a la salida posterior del edificio-. ¿Qué te parece un poco de aire fresco?
Había dejado de nevar y en el límpido cielo brillaban las estrellas. En otras circunstancias, habría sido una noche magnífica.
Apoyando al muchacho contra la pared, Víctor le restregó la cara con un puñado de nieve. El pobrecillo expiró y se estremeció, doblándose en dos. Al darse cuenta de lo que estaba por suceder, Víctor se apartó.
-¿Te sientes mejor? -le preguntó, cuando el chico acabó de vomitar.
-Supongo que sí.
-¿Cómo te llamas?
-Eric, -respondió el muchacho, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
-¿Vives por aquí?
-A una milla de aquí por esta calle.
-Venga, que te llevo -dijo Víctor, pensando que tardaría cinco minutos en llevarlo a casa. Podía estar de vuelta antes de que Myriam lo echase en falta. Y dormiría con la conciencia limpia aquella noche.
Si Myriam no hubiera estado tan preocupada, habría visto al hombre antes. Pero cuando se dio cuenta de que él se interesaba en ella, el tipo se le había sentado al lado y le había pasado por los hombros un brazo sudoroso.
-¿Buscas compañía, muñeca?
-No -dijo ella, apartándose al sentir el fétido aliento-. Estoy acompañada.
Él hizo la pantomima de mirar hacia un lado, al otro y bajo la mesa con exagerados gestos.
-Pues, a mí no me lo parece -dijo, lanzando una risotada de borracho. Se levantó la camiseta para rascarse la barriga peluda-. Me da la impresión de que estás solita y que esperabas a que Sid viniera para que nos lo pasásemos bien.
Asqueada, ella se alejó todo lo que pudo de él, sin hacer ningún esfuerzo por esconder su disgusto. Craso error. Los ojillos de cerdo de Sid se entrecerraron amenazadoramente. Se deslizó contra ella, apretándola con el muslo.
-¿Qué te pasa, muñeca? ¿Te crees que eres demasiado para un chicarrón como yo?
-En absoluto -dijo ella, girando el rostro-. Estoy segura de que eres un hombre muy agradable.
-Será mejor que lo creas, nena -le agarró el mentón con la mano y la forzó a mirarlo. Acercó su cara a la de ella y se humedeció los labios. Le apoyó la otra mano sobre la rodilla y comenzó a subirle la falda-. Más te vale ser buenecita con Sid, si sabes lo que conviene.
¡Dios santo! ¿Dónde estaba Víctor?
La gramola comenzó a tocar a Patsy Cline cantando Crazy. ¡Qué apropiado! Incapaz de contenerse, Myriam lanzó una carcajada histérica.
Sid le apretó el muslo.
-Así me gusta, nena. Trátame bien y yo haré que te sientas como una reina.
-Baila conmigo -le dijo Myriam, rogando que él no se diera cuenta de que estaba muerta de miedo y que lo hacía para salir del rincón en el que él la había confinado.
-¡Pues claro, muñeca! -sonrió él maliciosamente y con una fuerza terrible la levantó del asiento y la tomó en brazos, aplastándola contra su pecho-. Muévete un poco, nena -le dijo-, es aburrido bailar con un palo.
Si hubiese quedado en eso, quizá ella se habría librado más fácilmente, pero no se le ocurrió mejor cosa que meterle la lengua en la oreja. Tan asqueada que le resultó imposible pensar en las consecuencias, Myriam reaccionó levantando la rodilla y golpeándolo con todas sus fuerzas en los testículos mientras le arañaba la cara.
Él rugió como un oso herido y levantando la mano le arreó un golpe en la cabeza. Myriam sintió que todo le daba vueltas y, mareada, vio cómo se acercaba nuevamente el puño que la golpeó en la mejilla, causándole un terrible dolor. Se cayó al mugriento suelo y sintió en la boca el sabor de la sangre, pero él la agarró del pelo y le dio un tirón feroz que la hizo incorporarse nuevamente.
De repente Sid retrocedió al recibir un golpe por detrás. Víctor, con el rostro descompuesto de furia y los ojos relampagueantes, apareció en escena. Una mujer lanzó un alarido, alguien más, un juramento.
Sin necesidad de mayor excusa para comenzar una riña, la mitad de los hombres de la estancia se unieron a la escaramuza, repartiendo puñetazos a diestro y siniestro, aunque se cuidaron bien de atacar a Víctor, quien, blandiendo el bastón, parecía dispuesto a romperle el cráneo al primero que se cruzara en su camino.
Sorteando a la gente que se golpeaba indiscriminadamente, Víctor alargó el brazo y tomó a Myriam de la cintura, apretándola contra él. Hasta aquel momento, ella había estado tan concentrada en defenderse que no había tenido tiempo para dejarse llevar por el terror que la embargaba, pero se derrumbó al sentir el contacto masculino, su limpio y fresco perfume, y la sólida seguridad de su cuerpo protegiéndola.
-¡Creía que iba a matarme! -sollozó, hundiendo su rostro en el cuello masculino.
Víctor le acarició el cabello, musitó su nombre y a Myriam le pareció maravilloso sentirlo como antes, con la misma ternura. A pesar del caos y del alboroto a su alrededor, él había creado un pequeño refugio de seguridad que ella no quería abandonar nunca.
-Salgamos de aquí mientras podamos -dijo él, más práctico-. Las cosas empeorarán antes de que acabe la noche.
Sin embargo, cuando estaban llegando a la puerta, esta se abrió de golpe y media docena de policías irrumpieron en el local, impidiéndoles salir.
-Quieto todo el mundo. Nadie se mueve de aquí hasta que yo lo diga -dijo el oficial que llevaba el mando.
A pesar de su estado, Myriam lo reconoció: era uno de los primeros policías en llegar a la escena del accidente la noche en que había muerto Jimena. Él también la reconoció, lo cual no era extraño, dada la cantidad de publicidad que había recibido el accidente en las noticias locales.
-¡Usted otra vez! -dijo, exasperado mientras sus colegas intentaban restaurar el orden-. Oiga, señorita, ¿cuánto le costará aprender que tiene que mantenerse alejada de sitios como este?
-Será mejor que deje las preguntas para otro momento -dijo Víctor-. La señorita necesita un doctor inmediatamente.
El policía la miró de arriba abajo.
-Mientras pueda andar por sus propios medios, tendrá que esperar -decidió finalmente-. Tendrán que venir conmigo, al igual que todos los libertinos que hay en el local.
-¡Pero si yo fui quien lo llamó, imbécil! -espetó Víctor-. Si quiere acosar a alguien, hágalo al camarero, que sirve alcohol a jóvenes menores de edad. 0 al bestia ese de allí, al que le sangra la nariz, que se divierte pegándole a mujeres que ni le llegan al hombro. Presentaremos cargos en contra de él, por si le interesa saberlo, pero lo haremos mañana.
-Lo hará ahora y, de paso, será mejor que se controle -le advirtió el oficial-. Bastante fastidiado estoy ya.
-No pasa nada, Víctor -dijo Myriam al darse cuenta de lo enfadado que se encontraba él-. No me importa ir a la comisaría a hacer una declaración. No he hecho nada malo.
-Eso es lo que dicen todos -dijo el policía.
-Lo único que tengo que hacer es llamar por teléfono a mi abogado para que posponga todo hasta mañana -dijo Víctor, tocándole levemente la mejilla a
Myriam, que tenía un ojo entrecerrado por la hinchazón-. Bastante has pasado ya por hoy.
-Prefiero quitármelo de encima ya, si no te importa -dijo ella, decidida a no dejarse ablandar. A punto había estado de olvidar el terrible precio que había pagado por amar a Víctor en el pasado.
-Espera aquí, entonces, mientras recojo tu abrigo, y nos vamos -le dirigió una mirada al oficial de policía-. ¿Está bien si vamos en mi coche o va usted a insistir en que nos lleve el camión celular?
-¿Cuánto ha bebido?
-Media cerveza.
-De acuerdo. Llévese su propio coche. Pero por si cree que puede engañarme, iré tras usted.
Myriam no respondió y se quedó junto a la puerta sin saber si salir corriendo o rendirse. Como Víctor no tenía ni la más remota posibilidad de correr tras ella si decidía escaparse, la hizo dirigirse a un reservado del otro lado de la pista de baile.
-Agradable, ¿a que sí? -dijo, deslizándose junto a ella en la deslucida banqueta de vinilo, con lo que ella quedó atrapada entre él y la pared. Ojala no tuviera que pegar su boca a la oreja femenina para hacerse oír. No quería que el turbador perfume de su cabello lo hiciese olvidarse de que su objetivo era sacarle la verdad como fuera.
-¿Qué va a ser? -les preguntó un gigantón con brazos macizos cubiertos de tatuajes que salió de atrás de la barra y limpió la mesa con un sucio trapo.
-Cerveza y nachos -dijo Víctor, sin molestarse en preguntarle a ella.
-No me gusta ni la cerveza ni los nachos -dijo Myriam altaneramente en cuanto el hombre se fue.
-¿No? -dijo Víctor, buscando su cartera-. ¿Qué tomaste la última vez que estuviste aquí, champán y ostras frescas?
-¿Qué te hace pensar que he estado aquí antes?
-Por si no te acuerdas, he leído el informe de la policía.
Myriam se apoyó contra la pared, vencida.
-¿Por qué haces esto, Víctor? -le preguntó, levantando la voz por encima del ruido de la gramola-. ¿Qué pretendes?
-Quiero saber por qué mi mujer frecuentaba sitios como este mientras yo estaba en combate. Y si tú no me lo dices, encontraré alguien aquí que lo haga.
-Pierdes tu tiempo. Jimena y yo estuvimos aquí solo una vez, y cuando me di cuenta del antro que era, insistí en que nos fuésemos.
Él paseó la mirada por la estancia. Al otro extremo de la pista de baile, una mujer mayor se había subido a una mesa y giraba lascivamente ante el aplauso de los parroquianos que se hallaban junto a la barra.
-¿Fue idea tuya venir aquí? -le preguntó a Myriam, volviendo la mirada hacia ella.
-¡Desde luego que no! -soltó ella para añadir luego, al darse cuenta de lo mucho que había revelado con su indignación-: Aquella noche habíamos decidido salir a comer a un mesón en el campo. Cuando volvíamos, comenzó a nevar, peor todavía que esta noche, y buscamos un sitio para esperar que pasara la tormenta. ¿Por qué te resulta tan difícil creerlo?
-Porque eso no explica por qué decidieron retomar el camino antes de que mejorara el tiempo. Les habría bastado asomarse a la puerta para darse cuenta de que estaban arriesgando su vida al ponerse tras el volante.
-Ya te lo he dicho. No nos gustó el ambiente.
El gordo tatuado, volvió con las bebidas y deslizó una jarra de cerveza hacia Myriam.
-¿Dónde está tu amiga? -le preguntó-. Los clientes la echan en falta. Esa sí que sabe divertirse.
-Ya sabe lo que se dice -terció Víctor antes de que Myriam pudiese hablar-. Tres es multitud.
-No creo que la rubita esa te estropeara la cita, tío. Hay más de uno aquí que estaría dispuesto a sacártela de entre las manos.
-Me parece que voy a vomitar -dijo Myriam con un hilo de voz mientras el gordo se marcaba a buscar los nachos.
-Eso suele suceder cuando una persona que ha mentido se ve confrontada con la verdad desnuda -dijo él, despiadado, bebiéndose la mitad de su cerveza-. Te apuesto que te sentirías mucho mejor si hubieras dicho la verdad en vez de inventarte la sarta de mentiras que has intentado que creyera.
-¡Te merecerías que lo hiciera! -exclamó ella, con sorprendente pasión-. Si te interesa tanto que te diga la verdad, ¿qué te parece esto? No sé qué es lo que te ha convertido en semejante matón, pero lo que sí sé es que no me gusta cómo eres ahora.
A él tampoco le gustaba. Atosigar a una mujer de aquella manera no era su estilo. Traumatizarla tanto que parecía igual de aturdida que una víctima civil atrapada en fuego cruzado lo llenaba de desprecio por sí mismo. No había vuelto a casa para proseguir con las prácticas inhumanas de la guerra, sino para buscar un poco de paz.
-Tú tampoco me atraes demasiado -dijo sin embargo, sin dejarse enternecer-. Esperaba que ya no intentaras más escabullirte cuando te encontrabas en un atolladero.
Myriam agarró la jarra de cerveza y, por un momento, Víctor pensó que se la tiraría en la cara, pero ella la dejó a un lado.
-¡Me ofende que me digas eso! Acúsame de lo que quieras, pero de mentirosa, no. Nunca te he mentido en el pasado.
-¿Nunca, Myriam? ¿Ni siquiera una vez? ¿Ni una mentira para evitarme sufrimientos?
Ella abrió la boca para responder, pero finalmente se lo pensó mejor. Los ojos se le agrandaron, angustiados, y se le arrasaron en lágrimas.
Víctor deseó enjugárselas, tomarla en sus brazos y decirle que lo sentía, que no era su intención remover el pasado porque no importaba. Nada importaba. Quiso decirle que le podía perdonar lo que fuera con tal que ella lo liberara para poder vivir el presente y ser capaz de enfrentarse al futuro sin que la culpa le pesara como una losa. Y la profundidad de su deseo lo estremeció. Cerrando de golpe la puerta a ideas que no podía permitirse pensar, se acabó la cerveza de un trago.
-No sé a quién crees que proteges, Myriam -le dijo-, pero para probarte que no soy totalmente cruel, te propongo un trato. En vez de atormentarte para que traiciones secretos que evidentemente consideras sagrados, te explicaré lo que creo que sucedió la noche en que murió Jimena. Solo te pido que me digas con sinceridad si estoy equivocado o no. Si accedes, nunca más lo mencionaré después de esta noche.
Ella se humedeció los labios y mantuvo los ojos fijos en sus manos, pero Víctor se dio cuenta de que titubeaba.
-Te doy un momento para que pienses en ello - ofreció. Se puso de pie y agarró el bastón-. Pero no tardes demasiado. Enseguida vuelvo.
El servicio de caballeros se encontraba al fondo de un pasillo oscuro. Un chico de no más de dieciocho años se tambaleó en la puerta con la mirada vacía y el rostro pálido.
-Oye, chico -le dijo Víctor, agarrándolo antes de que se cayera de bruces en el suelo mugriento y llevándolo a la salida posterior del edificio-. ¿Qué te parece un poco de aire fresco?
Había dejado de nevar y en el límpido cielo brillaban las estrellas. En otras circunstancias, habría sido una noche magnífica.
Apoyando al muchacho contra la pared, Víctor le restregó la cara con un puñado de nieve. El pobrecillo expiró y se estremeció, doblándose en dos. Al darse cuenta de lo que estaba por suceder, Víctor se apartó.
-¿Te sientes mejor? -le preguntó, cuando el chico acabó de vomitar.
-Supongo que sí.
-¿Cómo te llamas?
-Eric, -respondió el muchacho, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
-¿Vives por aquí?
-A una milla de aquí por esta calle.
-Venga, que te llevo -dijo Víctor, pensando que tardaría cinco minutos en llevarlo a casa. Podía estar de vuelta antes de que Myriam lo echase en falta. Y dormiría con la conciencia limpia aquella noche.
Si Myriam no hubiera estado tan preocupada, habría visto al hombre antes. Pero cuando se dio cuenta de que él se interesaba en ella, el tipo se le había sentado al lado y le había pasado por los hombros un brazo sudoroso.
-¿Buscas compañía, muñeca?
-No -dijo ella, apartándose al sentir el fétido aliento-. Estoy acompañada.
Él hizo la pantomima de mirar hacia un lado, al otro y bajo la mesa con exagerados gestos.
-Pues, a mí no me lo parece -dijo, lanzando una risotada de borracho. Se levantó la camiseta para rascarse la barriga peluda-. Me da la impresión de que estás solita y que esperabas a que Sid viniera para que nos lo pasásemos bien.
Asqueada, ella se alejó todo lo que pudo de él, sin hacer ningún esfuerzo por esconder su disgusto. Craso error. Los ojillos de cerdo de Sid se entrecerraron amenazadoramente. Se deslizó contra ella, apretándola con el muslo.
-¿Qué te pasa, muñeca? ¿Te crees que eres demasiado para un chicarrón como yo?
-En absoluto -dijo ella, girando el rostro-. Estoy segura de que eres un hombre muy agradable.
-Será mejor que lo creas, nena -le agarró el mentón con la mano y la forzó a mirarlo. Acercó su cara a la de ella y se humedeció los labios. Le apoyó la otra mano sobre la rodilla y comenzó a subirle la falda-. Más te vale ser buenecita con Sid, si sabes lo que conviene.
¡Dios santo! ¿Dónde estaba Víctor?
La gramola comenzó a tocar a Patsy Cline cantando Crazy. ¡Qué apropiado! Incapaz de contenerse, Myriam lanzó una carcajada histérica.
Sid le apretó el muslo.
-Así me gusta, nena. Trátame bien y yo haré que te sientas como una reina.
-Baila conmigo -le dijo Myriam, rogando que él no se diera cuenta de que estaba muerta de miedo y que lo hacía para salir del rincón en el que él la había confinado.
-¡Pues claro, muñeca! -sonrió él maliciosamente y con una fuerza terrible la levantó del asiento y la tomó en brazos, aplastándola contra su pecho-. Muévete un poco, nena -le dijo-, es aburrido bailar con un palo.
Si hubiese quedado en eso, quizá ella se habría librado más fácilmente, pero no se le ocurrió mejor cosa que meterle la lengua en la oreja. Tan asqueada que le resultó imposible pensar en las consecuencias, Myriam reaccionó levantando la rodilla y golpeándolo con todas sus fuerzas en los testículos mientras le arañaba la cara.
Él rugió como un oso herido y levantando la mano le arreó un golpe en la cabeza. Myriam sintió que todo le daba vueltas y, mareada, vio cómo se acercaba nuevamente el puño que la golpeó en la mejilla, causándole un terrible dolor. Se cayó al mugriento suelo y sintió en la boca el sabor de la sangre, pero él la agarró del pelo y le dio un tirón feroz que la hizo incorporarse nuevamente.
De repente Sid retrocedió al recibir un golpe por detrás. Víctor, con el rostro descompuesto de furia y los ojos relampagueantes, apareció en escena. Una mujer lanzó un alarido, alguien más, un juramento.
Sin necesidad de mayor excusa para comenzar una riña, la mitad de los hombres de la estancia se unieron a la escaramuza, repartiendo puñetazos a diestro y siniestro, aunque se cuidaron bien de atacar a Víctor, quien, blandiendo el bastón, parecía dispuesto a romperle el cráneo al primero que se cruzara en su camino.
Sorteando a la gente que se golpeaba indiscriminadamente, Víctor alargó el brazo y tomó a Myriam de la cintura, apretándola contra él. Hasta aquel momento, ella había estado tan concentrada en defenderse que no había tenido tiempo para dejarse llevar por el terror que la embargaba, pero se derrumbó al sentir el contacto masculino, su limpio y fresco perfume, y la sólida seguridad de su cuerpo protegiéndola.
-¡Creía que iba a matarme! -sollozó, hundiendo su rostro en el cuello masculino.
Víctor le acarició el cabello, musitó su nombre y a Myriam le pareció maravilloso sentirlo como antes, con la misma ternura. A pesar del caos y del alboroto a su alrededor, él había creado un pequeño refugio de seguridad que ella no quería abandonar nunca.
-Salgamos de aquí mientras podamos -dijo él, más práctico-. Las cosas empeorarán antes de que acabe la noche.
Sin embargo, cuando estaban llegando a la puerta, esta se abrió de golpe y media docena de policías irrumpieron en el local, impidiéndoles salir.
-Quieto todo el mundo. Nadie se mueve de aquí hasta que yo lo diga -dijo el oficial que llevaba el mando.
A pesar de su estado, Myriam lo reconoció: era uno de los primeros policías en llegar a la escena del accidente la noche en que había muerto Jimena. Él también la reconoció, lo cual no era extraño, dada la cantidad de publicidad que había recibido el accidente en las noticias locales.
-¡Usted otra vez! -dijo, exasperado mientras sus colegas intentaban restaurar el orden-. Oiga, señorita, ¿cuánto le costará aprender que tiene que mantenerse alejada de sitios como este?
-Será mejor que deje las preguntas para otro momento -dijo Víctor-. La señorita necesita un doctor inmediatamente.
El policía la miró de arriba abajo.
-Mientras pueda andar por sus propios medios, tendrá que esperar -decidió finalmente-. Tendrán que venir conmigo, al igual que todos los libertinos que hay en el local.
-¡Pero si yo fui quien lo llamó, imbécil! -espetó Víctor-. Si quiere acosar a alguien, hágalo al camarero, que sirve alcohol a jóvenes menores de edad. 0 al bestia ese de allí, al que le sangra la nariz, que se divierte pegándole a mujeres que ni le llegan al hombro. Presentaremos cargos en contra de él, por si le interesa saberlo, pero lo haremos mañana.
-Lo hará ahora y, de paso, será mejor que se controle -le advirtió el oficial-. Bastante fastidiado estoy ya.
-No pasa nada, Víctor -dijo Myriam al darse cuenta de lo enfadado que se encontraba él-. No me importa ir a la comisaría a hacer una declaración. No he hecho nada malo.
-Eso es lo que dicen todos -dijo el policía.
-Lo único que tengo que hacer es llamar por teléfono a mi abogado para que posponga todo hasta mañana -dijo Víctor, tocándole levemente la mejilla a
Myriam, que tenía un ojo entrecerrado por la hinchazón-. Bastante has pasado ya por hoy.
-Prefiero quitármelo de encima ya, si no te importa -dijo ella, decidida a no dejarse ablandar. A punto había estado de olvidar el terrible precio que había pagado por amar a Víctor en el pasado.
-Espera aquí, entonces, mientras recojo tu abrigo, y nos vamos -le dirigió una mirada al oficial de policía-. ¿Está bien si vamos en mi coche o va usted a insistir en que nos lleve el camión celular?
-¿Cuánto ha bebido?
-Media cerveza.
-De acuerdo. Llévese su propio coche. Pero por si cree que puede engañarme, iré tras usted.
dulce_myrifan- VBB PLATINO
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Edad : 40
Localización : Culiacán, Sinaloa
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: Una pasión secreta
Jajajaja, osea salió a lo mesmo!!! Gracias por el capi Dul!!!
Marianita- STAFF
- Cantidad de envíos : 2851
Edad : 38
Localización : Veracruz, Ver.
Fecha de inscripción : 25/05/2008
Re: Una pasión secreta
gracias por el capitulo siguele por faaaaaaaa
jai33sire- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1207
Edad : 48
Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: Una pasión secreta
Ojala Victor deje de precionarla, ahora hasta la golpearon por su culpa .
Gracias por el capitulo, no tardes con el siguiente.
Gracias por el capitulo, no tardes con el siguiente.
alma.fra- VBB DIAMANTE
- Cantidad de envíos : 2190
Fecha de inscripción : 25/06/2008
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