::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
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Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Gracias a Victor, había asistido a unas cuantas lectu¬ras de poesía en el Departamento de Literatura Inglesa de la universidad. Había escuchado distintos poemas de diferentes bocas, pero pronto dejó de acudir, desilu¬sionada porque nadie parecía trasmitir o poseer la inspiración que ella atribuía a los verdaderos amantes de la poesía.
Se hamacaron durante un rato, bebiendo té, calla¬dos, absortos en sus pensamientos. La ansiedad que la había empujado allí había desaparecido, y se alegraba de ello, pero la preocupaban los sentimientos que la reemplazaban, la excitación que se filtraba por sus poros, arremolinándose como el polvo de oro en un cedazo. Podría haberse esforzado para negarla, para huir de ella, pero en el fondo sabía que no quería que parara. Hacía muchos años que no se sentía así.
Lon era incapaz de despertar esos sentimientos. Nunca lo había hecho y, probablemente, nunca lo haría. Quizá fuera por eso que nunca se había acostado con él. Lon intentó convencerla muchas veces, recu¬rriendo a todas las tácticas posibles, desde las flores hasta la culpa, pero ella respondía siempre con la misma excusa: que quería esperar a estar casada. Por lo general se lo tomaba bien, y Myriam se preguntaba cómo se sentiría si se enterara de lo de Victor.
Pero había algo más que la impulsaba a esperar, y tenía que ver con el propio Lon. Era un hombre enteramente dedicado a su profesión. El trabajo era lo primero; él no tenía tiempo para poemas, noches ocio¬sas, veladas meciéndose en el porche. Myriam sabía que debía su éxito a esa actitud, y hasta cierto punto lo respetaba por ello. Pero también sentía que no le daba lo suficiente. Quería algo más, algo distinto, otra cosa. Pasión y romance, quizá, tranquilas charlas a la luz de las velas, o algo tan sencillo como no sentirse constan¬temente desplazada a un segundo lugar.
La atención de Victor también saltaba de un pensa¬miento a otro. Él recordaría aquella noche como uno de los momentos más especiales de su vida. Mientras se mecía, rememoraba cada detalle una y otra vez. Todo lo que ella había hecho le parecía excitante, apasionado.
Ahora, sentado junto a ella, se preguntó si durante los años de separación ella habría tenido los mismos sueños que él. ¿Habría soñado que se abrazaban y se besaban bajo la tenue luz de la Luna? ¿O acaso habría llegado más lejos y soñado con sus cuerpos desnudos, separados durante tanto tiempo?
Miró las estrellas y recordó las miles de noches vacías pasadas desde la última vez que se habían visto. Ese reencuentro hacía que los sentimientos emergieran a la superficie, y le resultaba imposible volver a ente¬rrarlos. Supo que quería volver a hacerle el amor y que ella le correspondiera. Era lo que más deseaba en el mundo.
Pero también era consciente de que no podía ser. Ahora estaba prometida.
Para Myriam, el silencio de Victor era un indicio de que estaba pensando en ella, y eso la hizo feliz. No sabía a ciencia cierta cuáles eran sus pensamientos y, en realidad, tampoco le importaba; le bastaba con saber que pensaba en ella.
Recordó la conversación mantenida durante la cena y pensó en la soledad. Por alguna razón, no podía imaginar a Victor leyendo poemas a otra persona, ni siquiera compartiendo sus sueños con otra mujer. No era de esa clase de hombres. O, si lo era, ella se negaba a creerlo.
Dejó la taza de té sobre la mesa, se alisó el pelo con las manos y cerró los ojos.
—¿Estás cansada? —preguntó Victor, saliendo por fin de su abstracción.
—Un poco. Debería irme dentro de unos minutos.
—Lo sé —dijo él con un gesto de asentimiento y voz inexpresiva.
Myriam no se levantó de inmediato. Tomó la taza y bebió el último sorbo de té, sintiendo cómo le calentaba la garganta. Observó la noche: la Luna estaba más alta, el viento soplaba entre los árboles, la temperatura había bajado.
Luego miró a Victor. De perfil, su cicatriz era más notable. Se preguntó si se la habría hecho en la guerra, si lo habrían herido alguna vez. No había comentado nada al respecto y ella no se lo preguntó, sobre todo porque no quería imaginarlo herido.
—Tengo que irme —dijo por fin, devolviéndole la manta.
Victor asintió y se puso en pie sin decir una palabra. Tomó la manta y los dos caminaron hacia el coche, haciendo crujir las hojas secas bajo sus pies. Cuando él abrió la puerta, Myriam comenzó a quitarse la camisa, pero él la detuvo.
—Quédatela —dijo—. Quiero que la guardes.
Myriam no preguntó por qué, pues ella también quería quedársela. La acomodó y se cruzó de brazos para protegerse del frío. En ese momento la asaltó el recuer¬do de sí misma en el porche de su casa, después de un baile en el instituto, esperando un beso.
—Ha sido una noche maravillosa —manifestó Victor—. Gracias por venir a verme.
—Yo también lo he pasado bien —respondió Myriam.
Victor reunió coraje.
—¿Te veré mañana?
Una simple pregunta. Myriam sabía cuál debía ser la respuesta, sobre todo si no quería complicarse la vida. Sólo tenía que decir "Creo que no sería conveniente", y todo acabaría allí y en ese momento. Pero guardó silencio durante unos segundos.
El demonio de la indecisión se enfrentaba a ella, la provocaba, la desafiaba. ¿Por qué no responder? No lo sabía. Pero cuando lo miró a los ojos, buscando la respuesta que necesitaba, vio al hombre del que una vez se había enamorado, y de repente todo se aclaró.
—Me gustaría.
Victor se sorprendió. No esperaba que contestara que sí. Hubiera querido tocarla, estrecharla en sus brazos, pero no lo hizo.
—¿Estarás aquí a mediodía?
—Seguro. ¿Qué planes tienes?
—Ya lo verás —respondió—. Te llevaré al sitio perfecto.
—¿Estuve allí antes?
—Sí, pero antes no era igual.
—¿Dónde está?
—Es una sorpresa.
—¿Me gustará?
—Te encantará.
Myriam se volvió antes que él la besara. No sabía si lo intentaría, pero sabía que si lo hacía, le costaría detener¬lo. No podía afrontar esa situación en ese momento, con tantas cosas en la cabeza. Se sentó al volante y respiró aliviada. Victor cerró la puerta y ella puso el coche en marcha. Mientras el motor se calentaba, bajó un poco la ventanilla.
—Hasta mañana —dijo con la luz de la Luna refle¬jada en los ojos.
Mientras daba marcha atrás, él la saludó con la mano. Myriam giró en redondo y tomó el camino que conducía al pueblo. Victor se quedó mirando el coche hasta que el ruido del motor se apagó y las luces se desvanecieron detrás de los robles lejanos. Cuando Clem se acercó, se acuclilló para acariciarla, concen¬trándose en su cuello, rascándole los puntos de su anatomía que la perra ya no podía alcanzar. Después de un último vistazo al camino, regresaron al porche.
Volvió a sentarse en la mecedora, esta vez solo, y rememoró la velada reciente. Pensó en ella. La revivió. Vio y oyó nuevamente todo lo ocurrido. Pasó las escenas en cámara lenta. No tenía ganas de tocar la guitarra ni de leer. No sabía qué sentía.
—Está prometida —murmuró por fin y se sumió en un silencio roto sólo por el ruido de la mecedora. La noche estaba tranquila, nada se movía, salvo Clem, que de vez en cuando se acercaba y lo miraba como si preguntara "¿Te encuentras bien?".
Pasadas las doce, en algún momento de esa clara noche de octubre, los sentimientos se agolparon en el corazón de Victor y lo embargó la nostalgia. Cualquiera que lo hubiera visto entonces, habría observado que parecía un anciano, un hombre que había envejecido años en apenas un par de horas. Un hombre doblado sobre sí mismo en la mecedora, con la cara oculta en las manos y lágrimas en los ojos.
No podía detenerlas.
Se hamacaron durante un rato, bebiendo té, calla¬dos, absortos en sus pensamientos. La ansiedad que la había empujado allí había desaparecido, y se alegraba de ello, pero la preocupaban los sentimientos que la reemplazaban, la excitación que se filtraba por sus poros, arremolinándose como el polvo de oro en un cedazo. Podría haberse esforzado para negarla, para huir de ella, pero en el fondo sabía que no quería que parara. Hacía muchos años que no se sentía así.
Lon era incapaz de despertar esos sentimientos. Nunca lo había hecho y, probablemente, nunca lo haría. Quizá fuera por eso que nunca se había acostado con él. Lon intentó convencerla muchas veces, recu¬rriendo a todas las tácticas posibles, desde las flores hasta la culpa, pero ella respondía siempre con la misma excusa: que quería esperar a estar casada. Por lo general se lo tomaba bien, y Myriam se preguntaba cómo se sentiría si se enterara de lo de Victor.
Pero había algo más que la impulsaba a esperar, y tenía que ver con el propio Lon. Era un hombre enteramente dedicado a su profesión. El trabajo era lo primero; él no tenía tiempo para poemas, noches ocio¬sas, veladas meciéndose en el porche. Myriam sabía que debía su éxito a esa actitud, y hasta cierto punto lo respetaba por ello. Pero también sentía que no le daba lo suficiente. Quería algo más, algo distinto, otra cosa. Pasión y romance, quizá, tranquilas charlas a la luz de las velas, o algo tan sencillo como no sentirse constan¬temente desplazada a un segundo lugar.
La atención de Victor también saltaba de un pensa¬miento a otro. Él recordaría aquella noche como uno de los momentos más especiales de su vida. Mientras se mecía, rememoraba cada detalle una y otra vez. Todo lo que ella había hecho le parecía excitante, apasionado.
Ahora, sentado junto a ella, se preguntó si durante los años de separación ella habría tenido los mismos sueños que él. ¿Habría soñado que se abrazaban y se besaban bajo la tenue luz de la Luna? ¿O acaso habría llegado más lejos y soñado con sus cuerpos desnudos, separados durante tanto tiempo?
Miró las estrellas y recordó las miles de noches vacías pasadas desde la última vez que se habían visto. Ese reencuentro hacía que los sentimientos emergieran a la superficie, y le resultaba imposible volver a ente¬rrarlos. Supo que quería volver a hacerle el amor y que ella le correspondiera. Era lo que más deseaba en el mundo.
Pero también era consciente de que no podía ser. Ahora estaba prometida.
Para Myriam, el silencio de Victor era un indicio de que estaba pensando en ella, y eso la hizo feliz. No sabía a ciencia cierta cuáles eran sus pensamientos y, en realidad, tampoco le importaba; le bastaba con saber que pensaba en ella.
Recordó la conversación mantenida durante la cena y pensó en la soledad. Por alguna razón, no podía imaginar a Victor leyendo poemas a otra persona, ni siquiera compartiendo sus sueños con otra mujer. No era de esa clase de hombres. O, si lo era, ella se negaba a creerlo.
Dejó la taza de té sobre la mesa, se alisó el pelo con las manos y cerró los ojos.
—¿Estás cansada? —preguntó Victor, saliendo por fin de su abstracción.
—Un poco. Debería irme dentro de unos minutos.
—Lo sé —dijo él con un gesto de asentimiento y voz inexpresiva.
Myriam no se levantó de inmediato. Tomó la taza y bebió el último sorbo de té, sintiendo cómo le calentaba la garganta. Observó la noche: la Luna estaba más alta, el viento soplaba entre los árboles, la temperatura había bajado.
Luego miró a Victor. De perfil, su cicatriz era más notable. Se preguntó si se la habría hecho en la guerra, si lo habrían herido alguna vez. No había comentado nada al respecto y ella no se lo preguntó, sobre todo porque no quería imaginarlo herido.
—Tengo que irme —dijo por fin, devolviéndole la manta.
Victor asintió y se puso en pie sin decir una palabra. Tomó la manta y los dos caminaron hacia el coche, haciendo crujir las hojas secas bajo sus pies. Cuando él abrió la puerta, Myriam comenzó a quitarse la camisa, pero él la detuvo.
—Quédatela —dijo—. Quiero que la guardes.
Myriam no preguntó por qué, pues ella también quería quedársela. La acomodó y se cruzó de brazos para protegerse del frío. En ese momento la asaltó el recuer¬do de sí misma en el porche de su casa, después de un baile en el instituto, esperando un beso.
—Ha sido una noche maravillosa —manifestó Victor—. Gracias por venir a verme.
—Yo también lo he pasado bien —respondió Myriam.
Victor reunió coraje.
—¿Te veré mañana?
Una simple pregunta. Myriam sabía cuál debía ser la respuesta, sobre todo si no quería complicarse la vida. Sólo tenía que decir "Creo que no sería conveniente", y todo acabaría allí y en ese momento. Pero guardó silencio durante unos segundos.
El demonio de la indecisión se enfrentaba a ella, la provocaba, la desafiaba. ¿Por qué no responder? No lo sabía. Pero cuando lo miró a los ojos, buscando la respuesta que necesitaba, vio al hombre del que una vez se había enamorado, y de repente todo se aclaró.
—Me gustaría.
Victor se sorprendió. No esperaba que contestara que sí. Hubiera querido tocarla, estrecharla en sus brazos, pero no lo hizo.
—¿Estarás aquí a mediodía?
—Seguro. ¿Qué planes tienes?
—Ya lo verás —respondió—. Te llevaré al sitio perfecto.
—¿Estuve allí antes?
—Sí, pero antes no era igual.
—¿Dónde está?
—Es una sorpresa.
—¿Me gustará?
—Te encantará.
Myriam se volvió antes que él la besara. No sabía si lo intentaría, pero sabía que si lo hacía, le costaría detener¬lo. No podía afrontar esa situación en ese momento, con tantas cosas en la cabeza. Se sentó al volante y respiró aliviada. Victor cerró la puerta y ella puso el coche en marcha. Mientras el motor se calentaba, bajó un poco la ventanilla.
—Hasta mañana —dijo con la luz de la Luna refle¬jada en los ojos.
Mientras daba marcha atrás, él la saludó con la mano. Myriam giró en redondo y tomó el camino que conducía al pueblo. Victor se quedó mirando el coche hasta que el ruido del motor se apagó y las luces se desvanecieron detrás de los robles lejanos. Cuando Clem se acercó, se acuclilló para acariciarla, concen¬trándose en su cuello, rascándole los puntos de su anatomía que la perra ya no podía alcanzar. Después de un último vistazo al camino, regresaron al porche.
Volvió a sentarse en la mecedora, esta vez solo, y rememoró la velada reciente. Pensó en ella. La revivió. Vio y oyó nuevamente todo lo ocurrido. Pasó las escenas en cámara lenta. No tenía ganas de tocar la guitarra ni de leer. No sabía qué sentía.
—Está prometida —murmuró por fin y se sumió en un silencio roto sólo por el ruido de la mecedora. La noche estaba tranquila, nada se movía, salvo Clem, que de vez en cuando se acercaba y lo miraba como si preguntara "¿Te encuentras bien?".
Pasadas las doce, en algún momento de esa clara noche de octubre, los sentimientos se agolparon en el corazón de Victor y lo embargó la nostalgia. Cualquiera que lo hubiera visto entonces, habría observado que parecía un anciano, un hombre que había envejecido años en apenas un par de horas. Un hombre doblado sobre sí mismo en la mecedora, con la cara oculta en las manos y lágrimas en los ojos.
No podía detenerlas.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
¡QUE BONITOS CAPÍTULOS! , MUCHAS GRACIAS
mats310863- VBB PLATINO
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Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Gracias por los Cao. bye Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
graciias x los cap k boniita esta la noveliita xfa niiña nos abandones x tanto tiiempo sii k keremos mas cap sii
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Llamadas Telefonicas
Lon colgó el auricular.
Había llamado a las siete, luego a las ocho y media, y ahora volvió a mirar su reloj. Las diez menos cuarto.
¿Dónde estaba Myriam?
Sabía que debía encontrarse donde le había dicho porque antes se lo había confirmado el gerente del hotel. Sí; se alojaba allí, y la había visto por última vez a eso de las seis. Supuso que salía a cenar. No, no la había visto desde entonces.
Lon sacudió la cabeza y apoyó la espalda contra el respaldo de la silla. Como de costumbre, era el único que quedaba en el despacho, y todo estaba en silencio. Pero eso era lo normal con un juicio en curso, incluso cuando las cosas iban bien. El derecho era su pasión, y sólo si se quedaba a solas después de hora tenía oportunidad de poner sus asuntos al día sin interrupciones.
Estaba convencido de que ganaría el caso, pues dominaba las leyes y sabía cautivar al jurado. Siempre lo hacía y, últimamente, rara vez perdía un juicio. Sus logros se debían fundamentalmente a que podía darse el lujo de elegir los casos y dar prioridad a aquellos en los que tenía experiencia. Había llegado a ese estadio. Pocos abogados de la ciudad gozaban de ese privilegio, y sus ingresos daban fe de su pericia.
Pero la mayor parte de su éxito se debía a la dedica¬ción al trabajo. Siempre, y sobre todo en los comienzos, prestaba atención a los detalles. Observar las pequeñas cosas, los aspectos poco claros, se había convertido en un hábito. Tanto si se trataba de un asunto de leyes, como de la exposición de un caso, estudiaba cuidadosamente sus movimientos y, al principio de su práctica profesional, esa costumbre le había permitido ganar algunos juicios que parecían perdidos de antemano.
Ahora lo preocupaba un pequeño detalle.
Pero no era sobre el caso. No; el juicio iba bien. Era otra cosa.
Algo relacionado con Myriam.
Diablos, era incapaz de precisar de qué se trataba. Cuando Myriam se marchó por la mañana, él estaba tranquilo. O al menos eso creía. Pero después de su llamada, quizá una hora después, una voz de alarma había sonado en su mente. Un pequeño detalle.
Un detalle.
¿Algo insignificante? ¿Algo importante?
Piensa... piensa... ¡Caramba! ¿Qué era?
Una voz de alarma.
Algo... algo... ¿algo que había dicho?
¿Algún tema aparecido en la conversación? Sí; era eso. Estaba seguro. Pero, ¿qué? ¿Algo que había dicho Myriam por teléfono? Entonces fue cuando empezó todo, así que repasó mentalmente la conversación. No; no encontraba nada fuera de lo normal.
Pero era eso, estaba seguro.
¿Qué le había dicho?
El viaje había ido bien, se había registrado en el hotel, había visitado algunos negocios y hecho algunas compras. Luego dejó el número de teléfono. Eso era todo.
Pensó en ella. La quería. Estaba seguro. No sólo porque era hermosa y encantadora, sino también por¬que se había convertido en su mejor amiga, en la fuente de su estabilidad. Después de un duro día de trabajo en el despacho, era la primera persona a quien llamaba. Ella escuchaba, reía en los momentos oportunos y tenía un sexto sentido para descubrir lo que él necesitaba oír.
Pero por encima de todo, Lon admiraba su sinceri¬dad. Recordó que después de salir juntos un par de veces, él le había dicho lo mismo que a todas las mujeres: que no estaba preparado para una relación estable. A diferencia de las demás, Myriam se había limita¬do a asentir y a decir "muy bien".
Pero antes de salir por la puerta, se había vuelto hacia él añadiendo:
—Sin embargo, tu problema no soy yo ni es tu trabajo ni tu libertad ni cualquier otra cosa que se te ocurra. Tu problema es que estás solo. Tu padre hizo célebre el apellido Hammond, y seguramente te han comparado con él toda tu vida. Nunca has sido tú mismo. Una vida semejante tiene que hacerte sentir vacío, y estás buscando a alguien que llene mágicamen¬te ese hueco. Pero sólo tú podrás llenarlo.
Esa noche había pensado en aquellas palabras y por la mañana supo que eran acertadas. La llamó para pedirle una segunda oportunidad y, después de alguna insistencia, ella aceptó a regañadientes.
En los cuatro años de noviazgo, Myriam se había convertido en todo lo que él había deseado en su vida, y era consciente de que debía pasar más tiempo con ella. Pero su profesión se lo impedía. Myriam siempre lo enten¬día, pero ahora se maldecía por no haberle dedicado más atención. Se prometió que cuando se casaran, reduciría las horas de trabajo. Haría que su secretaria llevara un control minucioso de su agenda y se asegu¬rara de que sus citas no se extendieran demasiado.
¿Citas?
Otra voz de alarma resonó en su mente.
Citas... ¿Controles? ¿Comprobaciones?
Miró al techo.
Sí, era eso. Cerró los ojos y pensó unos minutos. No. Nada. ¿Qué era, entonces?
Vamos, no abandones ahora. Piensa, maldita sea, piensa.
New Bern.
Entonces lo supo. Sí, New Bern. Era eso. El peque¬ño detalle, o por lo menos una parte. Pero, ¿qué más?
New Bern, pensó otra vez, y reconoció el nombre. Conocía vagamente el pueblo por haberlo visitado por asuntos relacionados con un par de juicios. Se había detenido varias veces allí de camino a la costa. No tenía nada de especial. Pero Myriam y él nunca habían ido juntos.
Sin embargo, Myriam había estado antes en New Bern...
Se devanó los sesos y logró encajar otra pieza.
Otra pieza... pero había más...
Myriam, New Bern y... y... algo ocurrido en una fiesta. Un comentario casual de la madre de Myriam. Apenas le había prestado atención. ¿Qué había dicho?
Lon recordó y palideció. Recordó lo que había oído mucho tiempo atrás. Recordó lo dicho por la madre de Myriam.
Era algo relacionado con un romance vivido por Myriam en un pasado lejano con un joven de New Bern. Lo consideraba un amor de adolescentes. ¡Qué impor¬ta!, había pensado entonces, volviéndose para sonreír a su novia.
Pero Myriam no sonreía. Estaba enojada. Entonces Lon supuso que había amado a aquel chico mucho más apasionadamente de lo que su madre creía. Quizá más apasionadamente que a él.
Y ahora estaba allá. Era curioso.
Lon juntó las palmas de las manos, como si rezara, y se las apoyó sobre los labios. ¿Una coincidencia? Quizá no tuviera importancia. Quizá fuera sólo lo que ella había dicho. Cansancio e interés por las antigüeda¬des. Era posible. Hasta probable.
Pensó en la otra posibilidad y, por primera vez en mucho tiempo, sintió miedo.
¿Y si...? ¿Y si está con él?
Maldijo el juicio y deseó que ya hubiera terminado. Deseó haber ido con ella. ¿Myriam habría dicho la verdad? Esperaba que sí.
Entonces decidió hacer todo lo posible para no perderla. Haría cualquier cosa por mantenerla a su lado. Myriam era todo lo que había deseado en su vida, y nunca encontraría a otra como ella.
Con las manos temblorosas, marcó el número de teléfono del hotel por cuarta vez en lo que iba de la noche.
Y tampoco obtuvo respuesta.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
graciias x el cap esto cada vez se pone mejor
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
¿HABER SI EL NOVIO NO SE PRESENTA EN EL PUEBLO?
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
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Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Gracias por el Cap Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
gracias espero los proximos capis no tardes
saluds
saluds
fresita- VBB PLATINO
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Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Kayaks y sueños olvidados
A la mañana siguiente, Myriam se despertó temprano, desvelada por el incesante canto de los estorninos, se restregó los ojos, y sintió el cuerpo entumecido. No había dormido bien, pues se despertaba entre sueño y sueño, y recordaba haber visto las manecillas del reloj en diferentes posiciones durante la noche, como recal­cando el paso del tiempo.
Había dormido con la camisa de Victor, y volvió a aspirar su olor, evocando la noche anterior. Las risas despreocupadas y la conversación volvieron a su men­te, y recordó especialmente lo que opinaba de su cua­dro. Había sido un comentario inesperado, aunque estimulante, y mientras se repetía mentalmente cada palabra, supo cuánto se habría arrepentido si hubiera decidido no volver a verlo.
Miró por la ventana y vio a los alborotadores pájaros buscando comida a la temprana luz del día. Sabía que Victor era un madrugador y que disfrutaba dando la bienvenida al sol a su manera. Le gustaba pasear en kayak o en canoa, y recordó la mañana pasada con él en el arroyo, esperando el amanecer. Había tenido que escapar por la ventana para hacerlo, pues sus padres jamás lo habrían consentido, pero no la pesca­ron, y ahora recordaba cómo Victor le había pasado un brazo por los hombros estrechándola contra sí mien­tras despuntaba el alba.
—Mira, allí —había murmurado, y ella contempló su primer amanecer con la cabeza apoyada sobre su hombro, convencida de que en todo el mundo no podía haber un espectáculo más maravilloso que aquel.
Ahora, cuando se levantó de la cama para bañarse, sintiendo el suelo frío bajo sus pies, se preguntó si esa mañana Victor habría contemplado la salida del Sol desde el río, y supuso que seguramente había sido así.
Tenía razón.
Victor se levantó antes del amanecer, se puso con rapidez los mismos vaqueros de la noche anterior, una camiseta, una camisa de franela limpia, una cazadora azul y unas botas. Antes de bajar, se lavó los dientes y, de camino a la puerta, bebió un vaso de leche y comió un par de galletas. Después que Clem lo hubo saludado con un par de lengüetazos, se dirigió al embarcadero donde guardaba el kayak.
Le gustaba abandonarse a la magia del río, que le relajaba los músculos, le calentaba el cuerpo y le aclara­ba la mente.
El viejo kayak, desgastado y manchado por el agua, colgaba de dos oxidados ganchos atornillados al em­barcadero, ligeramente por encima de la línea de flotación, para mantener lejos a los percebes. Lo desengan­chó, lo dejó a sus pies y, después de una rápida inspec­ción, lo llevó a la orilla. Con un par de movimientos hacía tiempo dominados por la práctica, tomó impulso y comenzó a remontar el río. Victor era al mismo tiempo piloto y motor.
Sentía el aire fresco, tonificante, en la cara, y el cielo era una amalgama de colores: negro directamente enci­ma de la cumbre de la montaña, seguido por toda la gama de los azules que se aclaraban progresivamente al acercarse al horizonte, donde el gris tomaba su lugar. Respiró hondo varias veces, sintiendo el aroma de los pinos y del agua salobre, y comenzó a pensar. Aquellos paseos eran lo que más había echado de menos cuando vivía en el norte. Entonces, la larga jornada de trabajo le dejaba poco tiempo para el río. Acampadas, camina­tas, remo, chicas, trabajo... era preciso renunciar a algo. Había explorado a pie el campo de los alrededores de Nueva Jersey, pero en catorce años no había subido a un kayak ni a una canoa. Por eso, fue lo primero que hizo al volver.
Hay algo especial, casi místico, en contemplar el amanecer desde el agua, pensó, y últimamente lo hacía a diario. Que el día fuera claro y soleado o frío y encapotado lo tenía sin cuidado mientras remaba al ritmo de la melodía que tarareaba mentalmente, avan­zando sobre el agua del color del hierro. Vio a una familia de tortugas sobre un tronco parcialmente su­mergido y a una garza que levantó vuelo y planeó, rozando el agua, antes de desaparecer en la luz plateada que precedía al alba.
Remó hasta la mitad del río, donde el resplandor naranja comenzaba a extenderse por el agua. Entonces dejó de remar, haciendo sólo los movimientos necesa­rios para mantenerse en el mismo sitio, y miró fijamen­te el cielo hasta que la luz despuntó entre los árboles. Le gustaba detenerse en el momento exacto del amanecer: la vista era espectacular, como si el mundo volviera a nacer. Después comenzó a remar con fuerza otra vez, eliminando la tensión, preparándose para el día.
Mientras tanto, un montón de interrogantes danza­ban en su mente como gotas de agua en una sartén. Pensó en Lon, preguntándose qué clase de persona sería y qué relación mantendría con Myriam. Pero sobre todo pensó en Myriam, en los motivos de su visita.
Cuando regresó al punto de partida, se sintió como nuevo. Miró el reloj y le sorprendió comprobar que habían pasado dos horas. Sin embargo, el tiempo en el río siempre engañaba, y hacía meses que había dejado de asombrarse de sus trucos.
Colgó el kayak para que se secara, se tendió a descansar un par de minutos y fue al cobertizo donde guardaba la canoa. La llevó hasta la orilla, dejándola a unos metros del agua, y mientras caminaba hacia la casa, notó que todavía tenía las piernas ligeramente entumecidas.
La niebla de la mañana aún no se había disipado y recordó que por lo general la rigidez de sus piernas predecía lluvia. Miró hacia el oeste y vio nubes de tormenta, densas y pesadas, lejanas pero claramente amenazadoras. El viento no soplaba con fuerza, pero empujaba las nubes acercándolas. A juzgar por su aspecto, sería mejor no estar al aire libre cuando llega­ran. Caramba. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Unas ho­ras, quizás algo más. O quizá menos.
Se duchó, se puso otros jeans, una camisa roja y botas negras de vaquero, se peinó y bajó a la cocina. Lavó los platos de la noche anterior, ordenó un poco la casa, se preparó café y salió al porche. El cielo estaba más oscuro y echó un vistazo al barómetro. Estable, pero pronto empezaría a bajar. El cielo del oeste lo anunciaba.
Hacía mucho tiempo que había aprendido a no subestimar el tiempo y se preguntó si sería conveniente salir. Podía arreglárselas con la lluvia, pero los rayos eran otra cosa. Sobre todo si lo sorprendían en el agua. Una canoa no es el sitio más apropiado cuando la electricidad chisporrotea en el aire húmedo.
Terminó el café, postergando la decisión. Fue al cuarto de las herramientas y tomó un hacha. Después de comprobar el filo de la cuchilla con el pulgar, la afiló con una piedra de amolar. "Un hacha roma es más peligrosa que una afilada", solía decir su padre.
Dedicó los veinte minutos siguientes a cortar y apilar leña. Lo hacía con facilidad, con golpes certeros y sin sudar. Apartó unos cuantos leños y, cuando terminó de hachar, los metió en la casa, apilándolos junto a la chimenea.
Volvió a mirar el cuadro de Myriam y extendió una mano para tocarlo. Todavía no podía creer que fuera a verla de nuevo. Dios, ¿qué tenía esa mujer que lo hacía sentir así después de tantos años? ¿Qué clase de poder ejercía sobre él?
Finalmente sacudió la cabeza, dio media vuelta y regresó al porche. Volvió a mirar el barómetro. No había cambios. Luego consultó el reloj.
Myriam llegaría pronto.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Myriam había terminado de bañarse y ya estaba vesti­da. Un rato antes había abierto la ventana para compro­bar la temperatura. Afuera no hacía frío, de modo que decidió ponerse un vestido de primavera color crema, con mangas largas y cuello alto. Era suave y cómodo, tal vez un poco ceñido, pero la favorecía, y eligió un par de sandalias blantas que combinaban.
Pasó la mañana caminando por el centro. La Depre­sión se había cobrado su tributo en el pueblo, pero comenzaban a verse señales de prosperidad. El Masonic Theatre, el cine más antiguo del lugar, parecía bastante deteriorado, pero seguía en pie, con dos pelí­culas recientes en cartel. Fort Totten Park estaba exactamente igual que hacía catorce años, y supuso que los niños que se columpiaban allí después de clase también tendrían el aspecto de siempre. El recuerdo la hizo sonreír, y revivió los tiempos en que las cosas eran más sencillas. O por lo menos lo parecían.
Ahora nada parecía sencillo. Era increíble que todo hubiera encajado en su sitio, como lo había hecho, y se preguntó qué habría estado haciendo en esos momen­tos de no haber leído la nota del diario. No era difícil de imaginar, pues llevaba una vida rutinaria. Era miérco­les, y eso significaba bridge en el club campestre, luego reunión en la Liga de Mujeres Jóvenes, donde segura­mente organizarían otra actividad para recaudar fon­dos para el colegio o el hospital. Después una visita con su madre y volvería a casa a cambiarse para cenar con Lon, que los miércoles le hacía la concesión de salir del trabajo a la siete. Era la única noche de la semana que tenían una cita fija.
Reprimió la tristeza que le produjo ese recuerdo. Esperaba que algún día cambiara. Le había hecho mu­chas promesas, y a veces era capaz de cumplirlas duran­te algunas semanas, pero al final siempre volvía a los viejos hábitos.
—Esta noche no puedo, querida—explicaba—. Lo siento, pero no puedo. Más adelante te compensaré.
No le gustaba discutir con él, sobre todo porque sabía que decía la verdad. Un juicio exigía mucha dedicación, tanto en la etapa de preparación como en las sesiones, y sin embargo Myriam no podía dejar de preguntarse por qué había invertido tanto tiempo en cortejarla si ahora no tenía un minuto libre para verla.
Pasó delante de una galería de arte, tan abstraída que estuvo a punto de seguir de largo, pero enseguida volvió atrás. Se detuvo un instante en la puerta y le sorprendió recordar cuánto tiempo hacía que no entra­ba en una galería. Por lo menos tres años, quizás incluso más. ¿Por qué las evitaba?
Entró —abría a la misma hora que los negocios de la calle principal— y echó un vistazo a los cuadros. La mayoría de los artistas eran gente local, y sus obras tenían un claro aire marino. Muchas escenas de mar, playas cubiertas de arena, pelícanos, viejos veleros, remolcadores, espigones y gaviotas. Olas de todos los tamaños, formas y colores imaginables. Después de un rato, todos los cuadros le parecieron iguales. Pensó que a los artistas les faltaba inspiración o eran unos holga­zanes.
Sin embargo, en una pared había varios cuadros más afines con su gusto. Eran de un pintor del que nunca había oído hablar, un tal Elayn, y casi todos parecían inspirados en la arquitectura de las islas griegas. En el que más le gustaba, el artista había exagerado delibera­damente la escena con figuras pequeñas, líneas anchas y trazos cargados de color, como si la imagen estuviera ligeramente desenfocada. Sin embargo, los colores eran vivos y turbulentos, atraían la vista, casi dirigiendo al ojo a lo que debía ver a continuación. Era un cuadro dinámico, dramático. Cuanto más pensaba en él, más le gustaba, y consideró la posibilidad de comprarlo, hasta que se dio cuenta de que le gustaba porque le recordaba a su propia obra. Lo examinó con atención y pensó que quizá Victor tuviera razón, quizá debiera empezar a pintar otra vez.
A las nueve y media salió de la galería y fue a Hoffman-Lane, unos grandes almacenes situados en el centro. Tardó unos minutos en encontrar lo que bus­caba, pero allí estaba, en la sección de material escolar. Papel, carbonilla y lápices, si no de la mejor calidad, aceptablemente buenos. No pintaría, pero era una forma de empezar, y volvió a la habitación del hotel llena de entusiasmo. Se sentó a la mesa y puso manos a la obra. No hizo nada en concreto, sencillamente quiso recuperar la sensación de dibujar, dejando que las formas y los colores fluyeran de los recuerdos de su juventud. Después de unos minutos de abstracción, hizo un boceto de la calle, tal como se la veía desde la ventana de la habitación, y se sorprendió por la facili­dad con que dibujaba. Era como si nunca hubiera dejado de hacerlo.
Cuando terminó, examinó el dibujo, complacida con el resultado. Dudó sobre lo que haría a continua­ción y por fin se decidió. A falta de modelo, se represen­tó mentalmente la imagen antes de empezar. Y aunque resultaba más difícil que la escena de la calle, el dibujo surgió con naturalidad y comenzó a tomar forma.
Los minutos pasaron velozmente. Trabajó sin pa­rar, aunque mirando la hora de vez en cuando para no llegar tarde, y terminó antes de mediodía. Había tarda­do casi dos horas, pero el resultado final la sorprendió. Parecía que le hubiera dedicado mucho más tiempo. Enrolló el dibujo, lo metió en el bolso y recogió el resto de sus cosas. Camino a la puerta se miró en el espejo y se sintió extrañamente relajada, aunque ignoraba por qué.
Bajó la escalera y salió por la puerta del hotel. En ese momento oyó una voz a su espalda:
—¡Señorita!
Se volvió, sabiendo que se dirigían a ella. Era el gerente. El mismo hombre que había visto el día ante­rior, con una expresión de curiosidad en la cara.
—¿Sí?
—Anoche le telefonearon varias veces.
Se sorprendió.
—¿De veras?
—Sí. Siempre un señor Hammond.
¡Dios santo!
—¿Llamó Lon?
—Sí, señorita, cuatro veces. La segunda, yo hablé personalmente con él. Estaba preocupado por usted. Dijo que era su prometido.
Myriam esbozó una sonrisa para disimular su inquie­tud. ¿Cuatro llamadas? ¿Cuatro? ¿Qué significaba eso? ¿Que había ocurrido algo en su casa?
—¿Dejó algún mensaje? ¿Era una emergencia?
El gerente sacudió la cabeza.
—En realidad no dijo nada, señorita, no dejó nin­gún mensaje. Pero parecía preocupado por usted.
Bien, pensó Myriam. Eso está bien. Y luego, súbita­mente, sintió una punzada en el pecho. ¿A qué venía tanta urgencia? ¿Por qué tantas llamadas? ¿Acaso ella había dicho algo que la delatara el día anterior? ¿Por qué había insistido tanto Lon? No era propio de él.
¿La habría descubierto? No... era imposible. A menos que alguien la hubiera visto el día anterior y le hubiera telefoneado... Pero en tal caso tendrían que haberla seguido a casa de Victor, y nadie haría una cosa semejante.
Tenía que llamarlo de inmediato, no podía poster­garlo. Pero, curiosamente, no deseaba hacerlo. Era su tiempo libre y quería emplearlo en lo que le diera la gana. No había planeado telefonearle hasta más tarde, y por alguna razón pensaba que hacerlo ahora le estro­pearía el día. Además, ¿qué le diría? ¿Qué excusa pondría para justificar que había estado fuera hasta tan tarde? ¿Una cena tardía y un paseo? Quizá. ¿O una película? O...
—¿Señorita?
Es casi mediodía, pensó. ¿Dónde estará? Probable­mente en el estudio... No, en los tribunales, recordó de repente, y sintió como si le quitaran un enorme peso de encima. Aunque quisiera, no tenía forma de comuni­carse con él. Sus sentimientos la sorprendieron. Sabía que no debía sentirse así y, sin embargo, le daba igual. Miró el reloj, representando un papel.
—¿Ya son casi las doce?
El gerente miró el reloj e hizo un gesto afirmativo.
—Bueno, todavía faltan quince minutos.
—Por desgracia, ahora estará en los tribunales y no puedo comunicarme con él. Si vuelve a llamar, ¿podría decirle que he salido de compras y que le telefonearé más tarde?
—Claro —respondió. Sin embargo, Myriam vio el interrogante en sus ojos: Pero, ¿dónde estuvo anoche? Sabía perfectamente a qué hora había vuelto. Demasia­do tarde para una mujer sola en un pueblo pequeño.
—Gracias —dijo con una sonrisa—. Es muy ama­ble.
Dos minutos después estaba en el coche, condu­ciendo hacia la casa de Victor, anticipando el día, total­mente indiferente a las llamadas telefónicas. Un día antes la habrían preocupado, y se preguntó qué signi­ficaría aquel cambio.
Mientras cruzaba el puente levadizo, cuatro minu­tos después de salir del hotel, Lon llamó desde los tribunales.
Pasó la mañana caminando por el centro. La Depre­sión se había cobrado su tributo en el pueblo, pero comenzaban a verse señales de prosperidad. El Masonic Theatre, el cine más antiguo del lugar, parecía bastante deteriorado, pero seguía en pie, con dos pelí­culas recientes en cartel. Fort Totten Park estaba exactamente igual que hacía catorce años, y supuso que los niños que se columpiaban allí después de clase también tendrían el aspecto de siempre. El recuerdo la hizo sonreír, y revivió los tiempos en que las cosas eran más sencillas. O por lo menos lo parecían.
Ahora nada parecía sencillo. Era increíble que todo hubiera encajado en su sitio, como lo había hecho, y se preguntó qué habría estado haciendo en esos momen­tos de no haber leído la nota del diario. No era difícil de imaginar, pues llevaba una vida rutinaria. Era miérco­les, y eso significaba bridge en el club campestre, luego reunión en la Liga de Mujeres Jóvenes, donde segura­mente organizarían otra actividad para recaudar fon­dos para el colegio o el hospital. Después una visita con su madre y volvería a casa a cambiarse para cenar con Lon, que los miércoles le hacía la concesión de salir del trabajo a la siete. Era la única noche de la semana que tenían una cita fija.
Reprimió la tristeza que le produjo ese recuerdo. Esperaba que algún día cambiara. Le había hecho mu­chas promesas, y a veces era capaz de cumplirlas duran­te algunas semanas, pero al final siempre volvía a los viejos hábitos.
—Esta noche no puedo, querida—explicaba—. Lo siento, pero no puedo. Más adelante te compensaré.
No le gustaba discutir con él, sobre todo porque sabía que decía la verdad. Un juicio exigía mucha dedicación, tanto en la etapa de preparación como en las sesiones, y sin embargo Myriam no podía dejar de preguntarse por qué había invertido tanto tiempo en cortejarla si ahora no tenía un minuto libre para verla.
Pasó delante de una galería de arte, tan abstraída que estuvo a punto de seguir de largo, pero enseguida volvió atrás. Se detuvo un instante en la puerta y le sorprendió recordar cuánto tiempo hacía que no entra­ba en una galería. Por lo menos tres años, quizás incluso más. ¿Por qué las evitaba?
Entró —abría a la misma hora que los negocios de la calle principal— y echó un vistazo a los cuadros. La mayoría de los artistas eran gente local, y sus obras tenían un claro aire marino. Muchas escenas de mar, playas cubiertas de arena, pelícanos, viejos veleros, remolcadores, espigones y gaviotas. Olas de todos los tamaños, formas y colores imaginables. Después de un rato, todos los cuadros le parecieron iguales. Pensó que a los artistas les faltaba inspiración o eran unos holga­zanes.
Sin embargo, en una pared había varios cuadros más afines con su gusto. Eran de un pintor del que nunca había oído hablar, un tal Elayn, y casi todos parecían inspirados en la arquitectura de las islas griegas. En el que más le gustaba, el artista había exagerado delibera­damente la escena con figuras pequeñas, líneas anchas y trazos cargados de color, como si la imagen estuviera ligeramente desenfocada. Sin embargo, los colores eran vivos y turbulentos, atraían la vista, casi dirigiendo al ojo a lo que debía ver a continuación. Era un cuadro dinámico, dramático. Cuanto más pensaba en él, más le gustaba, y consideró la posibilidad de comprarlo, hasta que se dio cuenta de que le gustaba porque le recordaba a su propia obra. Lo examinó con atención y pensó que quizá Victor tuviera razón, quizá debiera empezar a pintar otra vez.
A las nueve y media salió de la galería y fue a Hoffman-Lane, unos grandes almacenes situados en el centro. Tardó unos minutos en encontrar lo que bus­caba, pero allí estaba, en la sección de material escolar. Papel, carbonilla y lápices, si no de la mejor calidad, aceptablemente buenos. No pintaría, pero era una forma de empezar, y volvió a la habitación del hotel llena de entusiasmo. Se sentó a la mesa y puso manos a la obra. No hizo nada en concreto, sencillamente quiso recuperar la sensación de dibujar, dejando que las formas y los colores fluyeran de los recuerdos de su juventud. Después de unos minutos de abstracción, hizo un boceto de la calle, tal como se la veía desde la ventana de la habitación, y se sorprendió por la facili­dad con que dibujaba. Era como si nunca hubiera dejado de hacerlo.
Cuando terminó, examinó el dibujo, complacida con el resultado. Dudó sobre lo que haría a continua­ción y por fin se decidió. A falta de modelo, se represen­tó mentalmente la imagen antes de empezar. Y aunque resultaba más difícil que la escena de la calle, el dibujo surgió con naturalidad y comenzó a tomar forma.
Los minutos pasaron velozmente. Trabajó sin pa­rar, aunque mirando la hora de vez en cuando para no llegar tarde, y terminó antes de mediodía. Había tarda­do casi dos horas, pero el resultado final la sorprendió. Parecía que le hubiera dedicado mucho más tiempo. Enrolló el dibujo, lo metió en el bolso y recogió el resto de sus cosas. Camino a la puerta se miró en el espejo y se sintió extrañamente relajada, aunque ignoraba por qué.
Bajó la escalera y salió por la puerta del hotel. En ese momento oyó una voz a su espalda:
—¡Señorita!
Se volvió, sabiendo que se dirigían a ella. Era el gerente. El mismo hombre que había visto el día ante­rior, con una expresión de curiosidad en la cara.
—¿Sí?
—Anoche le telefonearon varias veces.
Se sorprendió.
—¿De veras?
—Sí. Siempre un señor Hammond.
¡Dios santo!
—¿Llamó Lon?
—Sí, señorita, cuatro veces. La segunda, yo hablé personalmente con él. Estaba preocupado por usted. Dijo que era su prometido.
Myriam esbozó una sonrisa para disimular su inquie­tud. ¿Cuatro llamadas? ¿Cuatro? ¿Qué significaba eso? ¿Que había ocurrido algo en su casa?
—¿Dejó algún mensaje? ¿Era una emergencia?
El gerente sacudió la cabeza.
—En realidad no dijo nada, señorita, no dejó nin­gún mensaje. Pero parecía preocupado por usted.
Bien, pensó Myriam. Eso está bien. Y luego, súbita­mente, sintió una punzada en el pecho. ¿A qué venía tanta urgencia? ¿Por qué tantas llamadas? ¿Acaso ella había dicho algo que la delatara el día anterior? ¿Por qué había insistido tanto Lon? No era propio de él.
¿La habría descubierto? No... era imposible. A menos que alguien la hubiera visto el día anterior y le hubiera telefoneado... Pero en tal caso tendrían que haberla seguido a casa de Victor, y nadie haría una cosa semejante.
Tenía que llamarlo de inmediato, no podía poster­garlo. Pero, curiosamente, no deseaba hacerlo. Era su tiempo libre y quería emplearlo en lo que le diera la gana. No había planeado telefonearle hasta más tarde, y por alguna razón pensaba que hacerlo ahora le estro­pearía el día. Además, ¿qué le diría? ¿Qué excusa pondría para justificar que había estado fuera hasta tan tarde? ¿Una cena tardía y un paseo? Quizá. ¿O una película? O...
—¿Señorita?
Es casi mediodía, pensó. ¿Dónde estará? Probable­mente en el estudio... No, en los tribunales, recordó de repente, y sintió como si le quitaran un enorme peso de encima. Aunque quisiera, no tenía forma de comuni­carse con él. Sus sentimientos la sorprendieron. Sabía que no debía sentirse así y, sin embargo, le daba igual. Miró el reloj, representando un papel.
—¿Ya son casi las doce?
El gerente miró el reloj e hizo un gesto afirmativo.
—Bueno, todavía faltan quince minutos.
—Por desgracia, ahora estará en los tribunales y no puedo comunicarme con él. Si vuelve a llamar, ¿podría decirle que he salido de compras y que le telefonearé más tarde?
—Claro —respondió. Sin embargo, Myriam vio el interrogante en sus ojos: Pero, ¿dónde estuvo anoche? Sabía perfectamente a qué hora había vuelto. Demasia­do tarde para una mujer sola en un pueblo pequeño.
—Gracias —dijo con una sonrisa—. Es muy ama­ble.
Dos minutos después estaba en el coche, condu­ciendo hacia la casa de Victor, anticipando el día, total­mente indiferente a las llamadas telefónicas. Un día antes la habrían preocupado, y se preguntó qué signi­ficaría aquel cambio.
Mientras cruzaba el puente levadizo, cuatro minu­tos después de salir del hotel, Lon llamó desde los tribunales.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Aguas turbulentas
Victor estaba sentado en la mecedora, bebiendo té dulce, aguzando el oído para oír el coche, hasta que finalmente lo oyó girar por el camino. Dio la vuelta a la casa y la miró estacionar nuevamente debajo del roble. En el mismo sitio del día anterior. Clem ladró junto a la puerta del coche, moviendo la cola, y Victor vio que Myriam lo saludaba con la mano.
Bajó, dio un par de palmadas en la cabeza a Clem, que la recibió efusivamente, y luego sonrió a Victor que caminaba a su encuentro. Parecía más tranquila que el día anterior, más segura de sí, y nuevamente lo impre­sionó verla. Aunque esta vez era distinto. Ya no se trataba de simples recuerdos, sino de sentimientos nuevos. Si eso era posible, su atracción por Myriam había crecido durante la noche, se había intensificado, y eso lo hacía sentir ligeramente turbado en su presencia.
Myriam lo encontró a mitad de camino, con un peque­ño bolso en la mano. Lo sorprendió dándole un afec­tuoso beso en la mejilla y, después de apartarse, su mano se demoró un momento en la cintura de Victor.
—Hola —dijo con los ojos radiantes—, ¿dónde está la sorpresa?
Victor se relajó un poco, y dio gracias a Dios por ello.
—¿No crees que antes deberías decir "buenos días" o "¿has dormido bien?".
Myriam sonrió. La paciencia nunca había figurado entre sus virtudes.
—Muy bien. Buenos días. ¿Has dormido bien? ¿Dónde está la sorpresa?
Victor rió suavemente y luego anunció:
—Tengo una mala noticia, Myriam.
—¿Cuál?
—Iba a llevarte a un sitio especial, pero con estas nubes, no creo que debamos ir.
—¿Por qué?
—Por la tormenta. Estaremos a la intemperie y nos mojaríamos. Además, podrían caer rayos.
—Todavía no llueve. ¿Ese sitio está muy lejos?
—A un kilómetro y medio río arriba.
—¿Y nunca estuve allí antes?
—Sí, pero antes no tenía el mismo aspecto.
Myriam miró alrededor con aire pensativo. Cuando por fin habló, lo hizo con voz decidida:
—Entonces iremos. Me da igual si llueve.
—¿Estás segura?
—Completamente.
Victor volvió a mirar las nubes y notó que se acerca­ban.
—Entonces será mejor que salgamos ahora mismo —decidió—. ¿Te dejo eso en la casa?
Myriam asintió y le pasó el bolso. Victor corrió a la casa y lo dejó sobre una silla del salón. De camino a la puerta, tomó pan y lo metió en una bolsa.
Caminaron juntos hasta la canoa. Un poco más cerca que el día anterior.
—¿Qué sitio es ése?
—Ya lo verás.
—¿No me darás ni siquiera una pista?
—Bueno —respondió él—, ¿recuerdas el día que salimos en canoa y miramos el amanecer?
—Precisamente estaba pensando en eso esta maña­na. El recuerdo me hizo llorar.
—Lo que verás hoy hará que ese recuerdo te parez­ca vulgar.
—Supongo que debería sentirme muy especial.
Victor dio unos cuantos pasos antes de responder:
—Eres especial —dijo finalmente, y su tono hizo que Myriam creyera que iba a añadir algo más. Pero no lo hizo. Ella le sonrió y apartó la vista. Sintió el viento en la cara y notó que había arreciado desde la mañana.
Poco después llegaron al embarcadero. Victor arro­jó la bolsa dentro de la canoa, echó un rápido vistazo alrededor para comprobar que todo estuviera en orden, y arrastró la embarcación hasta el agua.
—¿Puedo hacer algo?
—No. Sube.
Myriam obedeció y Victor empujó la canoa en el agua, cerca del embarcadero. Luego saltó al interior con gracia, apoyando los pies con cuidado para que la embarcación no volcara. Myriam se asombró de su agili­dad, consciente de que la maniobra que acababa de realizar con rapidez y facilidad era más complicada de lo que parecía.
Myriam viajaba de espaldas, en la proa de la canoa. Cuando Victor comenzó a remar, le advirtió que se perdería la vista, pero ella sacudió la cabeza y dijo que estaba bien así.
Y era verdad.
Con sólo girar la cabeza podía ver todo lo que quisiera; pero por encima de todo, quería ver a Victor. No había ido a contemplar el río, sino a verlo a él. Los primeros botones de su camisa estaban desabrochados y dejaban al descubierto los músculos de su pecho, que se contraían con cada movimiento. También se había arremangado, de modo que Myriam podía ver los múscu­los de sus brazos abultándose ligeramente. Gracias a sus sesiones matutinas de remo, tenía la musculatura muy desarrollada.
Es artístico, pensó. Cuando rema, tiene un aire casi artístico. Un aire natural, como si no pudiera evitar estar en el agua, como si llevara esa afición en los genes. Lo miró, y supuso que los primeros exploradores del lugar debían de haber tenido el mismo aspecto.
No conocía a nadie que se le pareciera en lo más mínimo. Victor era una persona compleja, contradicto­ria en muchos sentidos, y al mismo tiempo sencilla; una combinación curiosamente erótica. A primera vista era un muchacho de campo otra vez en casa después de la guerra, y probablemente él se veía así. Pero en realidad era mucho más. Quizá su peculiaridad se debiera a su pasión por la poesía, o a los valores inculcados por su padre. Fuera como fuese, parecía disfrutar más de la vida que cualquier otra persona, y eso era lo primero que la había atraído de él.
—¿En qué piensas?
Su voz la devolvió al presente, y Myriam se sobresaltó. Se dio cuenta de que no había hablado mucho desde que estaban en la canoa y agradeció el momento de silencio concedido por él. Siempre había sido muy considerado.
—En cosas bonitas —respondió en voz baja, y por la expresión de los ojos de Victor, comprendió que sabía que pensaba en él. Le alegró que se diera cuenta, y deseó que él también hubiera estado pensando en ella.
Entonces una emoción comenzó a vibrar en su interior, como había sucedido tantos años atrás. Se sentía así siempre que lo observaba, siempre que obser­vaba los movimientos de su cuerpo. Y cuando sus ojos se encontraron durante unos segundos, sintió una oleada de calor en el cuello y en los pechos, se ruborizó, y miró hacia otro lado antes que él lo notara.
—¿Cuánto falta? —preguntó.
—Unos setecientos metros.
Después de una pausa, Myriam dijo:
—Es un sitio bonito. Tan limpio, tan tranquilo. Es casi como un viaje al pasado.
—Supongo que, en cierto modo, lo es. El río nace en el bosque. No hay una sola granja entre su nacimiento y este lugar, y el agua es tan pura como la de la lluvia. Probablemente siga siendo tan pura como al principio.
Myriam se inclinó hacia él.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
—Dime, Victor, ¿qué es lo que más recuerdas del verano que pasamos juntos?
—Todo.
—¿Nada en particular?
—No —respondió.
—¿No lo recuerdas?
Tardó un minuto en responder, y lo hizo en voz baja, grave:
—No, no es eso. No es lo que piensas. Cuando digo "todo", hablo en serio. Recuerdo cada instante que pasamos juntos, y todos fueron maravillosos. No puedo elegir un momento que significara para mí más que otro. Todo el verano fue perfecto, la clase de verano que todo el mundo debería tener la oportunidad de vivir. ¿Cómo iba a elegir uno en particular?
»Los poetas casi siempre describen el amor como un sentimiento que escapa a nuestro control, que vence a la lógica y al sentido común. En mi caso, fue exactamente así. No esperaba enamorarme de ti y dudo mucho de que tú tuvieras previsto enamorarte de mí. Pero cuando nos conocimos, ninguno de los dos pudo evitarlo. Nos enamoramos a pesar de nuestras diferen­cias y, al hacerlo, creamos un sentimiento singular y maravilloso. Para mí, fue un amor que sólo puede existir una vez, y por eso cada minuto que pasamos juntos ha quedado grabado en mi memoria. Nunca olvidaré un solo instante de nuestra relación.
Myriam lo miró fijamente. Nunca le habían dicho nada semejante. Jamás. No supo qué responder, y permane­ció callada, con las mejillas teñidas de rubor.
—Lamento si te he hecho sentir incómoda, Myriam. No era mi intención. Pero he tenido presente aquel verano constantemente, y quizá siga siendo siempre así. Sé que las cosas ya no serán iguales entre nosotros, pero eso no cambia lo que sentí por ti entonces.
Myriam respondió con voz sosegada, cargada de emo­ción:
—No me has hecho sentir incómoda, Victor... Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a que me digan esas cosas. Lo que has dicho es hermoso. Se necesita alma de poeta para hablar de esa manera, y, como ya te he dicho, tú eres el único poeta que he conocido.
Un sereno silencio cayó sobre ellos. Un águila gritó a lo lejos. Un salmonete saltó cerca de la orilla. Los remos se movían rítmicamente, produciendo pequeñas olas que mecían suavemente la embarcación. La brisa había cesado y las nubes se oscurecían a medida que la canoa avanzaba hacia su destino desconocido.
Myriam estaba pendiente de todo, de cada sonido, de cada sensación. Sus sentidos se habían aguzado, llenán­dola de vitalidad. Repasó mentalmente todo lo ocurri­do durante las últimas semanas. Recordó la ansiedad que le producía la idea de hacer esa visita. La impresión que le había causado la nota del diario, las noches en vela, su malhumor durante el día. Apenas un día antes, el miedo le había hecho pensar en escapar. Ahora el nerviosismo había desaparecido por completo, reem­plazado por otro sentimiento, y se congratuló por ello mientras navegaba en silencio en la vieja canoa roja.
Se sentía curiosamente satisfecha de estar allí, con­tenta de que Victor siguiera siendo el hombre que ella imaginaba, feliz por haber podido comprobarlo. En los últimos años, había visto demasiados hombres destro­zados por la guerra, el paso del tiempo o incluáo el dinero. Se necesitaba valor para seguir fiel a la pasión secreta, y Victor lo había hecho.
El mundo era de los trabajadores, no de los poetas, y a mucha gente le costaría entender a alguien como Victor. Como decía la prensa, los Estados Unidos atravesaban una época floreciente, y la gente miraba al futuro, intentaba olvidar los horrores de la guerra. Myriam comprendía sus razones, pero la mayoría de sus conocidos se dejaban obsesionar, como Lon, por el trabajo y el dinero, descuidando las cosas que embellecían al mundo.
¿Conocía a alguien en Raleigh capaz de dedicar su tiempo libre a reformar una casa? ¿Alguna de sus amistades leía a Whitman, o a Eliot, y encontraba en ellos imágenes de la mente, ideas del espíritu? ¿O salían a contemplar el amanecer desde la proa de una canoa? Esas cosas no hacían prosperar a la sociedad, pero eso no justificaba que la gente les concediera tan poca importancia. Al fin y al cabo, hacían que valiera la pena vivir.
En su opinión, pasaba otro tanto con el arte, aunque no había tomado conciencia de ello hasta llegar allí. O, más bien, lo había recordado. En un tiempo lo tenía claro, y una vez más se maldijo por haber olvidado lo importante que era crear belleza. La pintura era su vocación, ahora estaba segura. Sus sentimientos de esa mañana se lo confirmaban, y decidió que, pasara lo que pasare, se concedería otra oportunidad. Una oportuni­dad justa, sin importarle lo que dijeran los demás.
¿Lon la animaría a pintar? Recordó que un par de meses después de empezar a salir con él le había ense­ñado uno de sus cuadros. Era una pintura abstracta, que supuestamente debía inspirar ideas. Se parecía ligeramente al cuadro que Victor tenía encima de la chimenea, ese que él entendía tan bien, aunque quizá fuera algo menos apasionado. Lon lo había mirado con atención, estudiándolo, y luego le preguntó qué era. Myriam no se molestó en contestar.
Sacudió la cabeza, consciente de que no era del todo justa con Lon. Lo quería, y siempre lo había querido, por otras razones. Aunque no se parecía a Victor, era buena persona, y siempre había sospechado que acaba­ría casándose con un hombre así. Con Lon no habría sorpresas, y era un alivio saber qué le depararía el destino. Él sería un buen marido, y ella una buena esposa. Tendría un casa cerca de su familia y sus amis­tades, hijos, un lugar respetable en la sociedad. La clase de vida que siempre había esperado, la que siempre había deseado. Y aunque no podía calificar su relación con Lon de apasionada, hacía tiempo que se había convencido a sí misma de que la pasión no era necesaria, ni siquiera con su futuro marido. De todos modos, se esfumaría con el tiempo, dejando paso a la amistad y el compañerismo. Ella y Lon compartían esas cosas, y Myriam había llegado a la conclusión de que era lo único que necesitaba.
Pero ahora, mirando remar a Victor, se cuestionó esa suposición. Victor exudaba sensualidad en todo lo que hacía, era una encarnación de la sensualidad, y, de repente, comenzó a pensar en él de una forma comple­tamente inapropiada para una mujer prometida. No quería mirarlo, y desviaba la vista con frecuencia, pero él se movía con tanta gracia, que tenía que hacer grandes esfuerzos para quitarle los ojos de encima.
—Ya hemos llegado —dijo Victor, mientras enfilaba la canoa hacia unos árboles de la orilla.
Myriam miró alrededor y no vio nada especial.
—¿Dónde es?
—Aquí —respondió él, señalando un viejo árbol inclinado sobre el agua que oscurecía una abertura y la ocultaba casi por completo. Esquivó el árbol, y los dos tuvieron que agachar la cabeza para no golpearse.
—Cierra los ojos —murmuró, y Myriam obedeció, tapándoselos con las manos. Oyó el suave oleaje y sintió el movimiento de la canoa, avanzando sobre la corriente.
—Muy bien —dijo por fin, cuando paró de re­mar—. Ahora puedes abrirlos.
—Todo.
—¿Nada en particular?
—No —respondió.
—¿No lo recuerdas?
Tardó un minuto en responder, y lo hizo en voz baja, grave:
—No, no es eso. No es lo que piensas. Cuando digo "todo", hablo en serio. Recuerdo cada instante que pasamos juntos, y todos fueron maravillosos. No puedo elegir un momento que significara para mí más que otro. Todo el verano fue perfecto, la clase de verano que todo el mundo debería tener la oportunidad de vivir. ¿Cómo iba a elegir uno en particular?
»Los poetas casi siempre describen el amor como un sentimiento que escapa a nuestro control, que vence a la lógica y al sentido común. En mi caso, fue exactamente así. No esperaba enamorarme de ti y dudo mucho de que tú tuvieras previsto enamorarte de mí. Pero cuando nos conocimos, ninguno de los dos pudo evitarlo. Nos enamoramos a pesar de nuestras diferen­cias y, al hacerlo, creamos un sentimiento singular y maravilloso. Para mí, fue un amor que sólo puede existir una vez, y por eso cada minuto que pasamos juntos ha quedado grabado en mi memoria. Nunca olvidaré un solo instante de nuestra relación.
Myriam lo miró fijamente. Nunca le habían dicho nada semejante. Jamás. No supo qué responder, y permane­ció callada, con las mejillas teñidas de rubor.
—Lamento si te he hecho sentir incómoda, Myriam. No era mi intención. Pero he tenido presente aquel verano constantemente, y quizá siga siendo siempre así. Sé que las cosas ya no serán iguales entre nosotros, pero eso no cambia lo que sentí por ti entonces.
Myriam respondió con voz sosegada, cargada de emo­ción:
—No me has hecho sentir incómoda, Victor... Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a que me digan esas cosas. Lo que has dicho es hermoso. Se necesita alma de poeta para hablar de esa manera, y, como ya te he dicho, tú eres el único poeta que he conocido.
Un sereno silencio cayó sobre ellos. Un águila gritó a lo lejos. Un salmonete saltó cerca de la orilla. Los remos se movían rítmicamente, produciendo pequeñas olas que mecían suavemente la embarcación. La brisa había cesado y las nubes se oscurecían a medida que la canoa avanzaba hacia su destino desconocido.
Myriam estaba pendiente de todo, de cada sonido, de cada sensación. Sus sentidos se habían aguzado, llenán­dola de vitalidad. Repasó mentalmente todo lo ocurri­do durante las últimas semanas. Recordó la ansiedad que le producía la idea de hacer esa visita. La impresión que le había causado la nota del diario, las noches en vela, su malhumor durante el día. Apenas un día antes, el miedo le había hecho pensar en escapar. Ahora el nerviosismo había desaparecido por completo, reem­plazado por otro sentimiento, y se congratuló por ello mientras navegaba en silencio en la vieja canoa roja.
Se sentía curiosamente satisfecha de estar allí, con­tenta de que Victor siguiera siendo el hombre que ella imaginaba, feliz por haber podido comprobarlo. En los últimos años, había visto demasiados hombres destro­zados por la guerra, el paso del tiempo o incluáo el dinero. Se necesitaba valor para seguir fiel a la pasión secreta, y Victor lo había hecho.
El mundo era de los trabajadores, no de los poetas, y a mucha gente le costaría entender a alguien como Victor. Como decía la prensa, los Estados Unidos atravesaban una época floreciente, y la gente miraba al futuro, intentaba olvidar los horrores de la guerra. Myriam comprendía sus razones, pero la mayoría de sus conocidos se dejaban obsesionar, como Lon, por el trabajo y el dinero, descuidando las cosas que embellecían al mundo.
¿Conocía a alguien en Raleigh capaz de dedicar su tiempo libre a reformar una casa? ¿Alguna de sus amistades leía a Whitman, o a Eliot, y encontraba en ellos imágenes de la mente, ideas del espíritu? ¿O salían a contemplar el amanecer desde la proa de una canoa? Esas cosas no hacían prosperar a la sociedad, pero eso no justificaba que la gente les concediera tan poca importancia. Al fin y al cabo, hacían que valiera la pena vivir.
En su opinión, pasaba otro tanto con el arte, aunque no había tomado conciencia de ello hasta llegar allí. O, más bien, lo había recordado. En un tiempo lo tenía claro, y una vez más se maldijo por haber olvidado lo importante que era crear belleza. La pintura era su vocación, ahora estaba segura. Sus sentimientos de esa mañana se lo confirmaban, y decidió que, pasara lo que pasare, se concedería otra oportunidad. Una oportuni­dad justa, sin importarle lo que dijeran los demás.
¿Lon la animaría a pintar? Recordó que un par de meses después de empezar a salir con él le había ense­ñado uno de sus cuadros. Era una pintura abstracta, que supuestamente debía inspirar ideas. Se parecía ligeramente al cuadro que Victor tenía encima de la chimenea, ese que él entendía tan bien, aunque quizá fuera algo menos apasionado. Lon lo había mirado con atención, estudiándolo, y luego le preguntó qué era. Myriam no se molestó en contestar.
Sacudió la cabeza, consciente de que no era del todo justa con Lon. Lo quería, y siempre lo había querido, por otras razones. Aunque no se parecía a Victor, era buena persona, y siempre había sospechado que acaba­ría casándose con un hombre así. Con Lon no habría sorpresas, y era un alivio saber qué le depararía el destino. Él sería un buen marido, y ella una buena esposa. Tendría un casa cerca de su familia y sus amis­tades, hijos, un lugar respetable en la sociedad. La clase de vida que siempre había esperado, la que siempre había deseado. Y aunque no podía calificar su relación con Lon de apasionada, hacía tiempo que se había convencido a sí misma de que la pasión no era necesaria, ni siquiera con su futuro marido. De todos modos, se esfumaría con el tiempo, dejando paso a la amistad y el compañerismo. Ella y Lon compartían esas cosas, y Myriam había llegado a la conclusión de que era lo único que necesitaba.
Pero ahora, mirando remar a Victor, se cuestionó esa suposición. Victor exudaba sensualidad en todo lo que hacía, era una encarnación de la sensualidad, y, de repente, comenzó a pensar en él de una forma comple­tamente inapropiada para una mujer prometida. No quería mirarlo, y desviaba la vista con frecuencia, pero él se movía con tanta gracia, que tenía que hacer grandes esfuerzos para quitarle los ojos de encima.
—Ya hemos llegado —dijo Victor, mientras enfilaba la canoa hacia unos árboles de la orilla.
Myriam miró alrededor y no vio nada especial.
—¿Dónde es?
—Aquí —respondió él, señalando un viejo árbol inclinado sobre el agua que oscurecía una abertura y la ocultaba casi por completo. Esquivó el árbol, y los dos tuvieron que agachar la cabeza para no golpearse.
—Cierra los ojos —murmuró, y Myriam obedeció, tapándoselos con las manos. Oyó el suave oleaje y sintió el movimiento de la canoa, avanzando sobre la corriente.
—Muy bien —dijo por fin, cuando paró de re­mar—. Ahora puedes abrirlos.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Cisnes y tormentas
Estaban en medio de un pequeño lago, alimentado por las aguas del río Creek. No era grande —quizá cien metros de ancho—, pero a Myriam la sorprendió que, apenas unos segundos antes, estuviera completamente oculto a la vista.
Era espectacular. Estaban literalmente rodeados por cisnes y patos salvajes. Miles de aves. Algunos nadaban tan apiñados que no dejaban ver el agua. Desde lejos, los grupos de cisnes parecían témpanos de hielo.
—¡Oh, Victor! —dijo finalmente en voz baja—, ¡es precioso!
Contemplaron la escena en silencio durante largo rato. Victor señaló un grupo de crías recién salidas del cascarón que seguían a una bandada de gansos junto a la orilla, esforzándose por alcanzarla.
Mientras la canoa surcaba el agua, el aire se llenó de graznidos y gorjeos. La mayoría de las aves se mostraba totalmente indiferente a su presencia. Las únicas que se fijaban en ellos eran las que se veían obligadas a moverse al paso de la canoa. Myriam extendió una mano y tocó a los cisnes más cercanos, sintiendo cómo las plumas se erizaban bajo sus dedos.
Victor le pasó la bolsa de pan. Ella arrojó las migas al agua, favoreciendo a las crías, y rió al verlas nadar en círculos, buscando la comida.
Siguieron en el mismo sitio hasta que oyeron el primer trueno —lejano pero potente—, y entonces los dos comprendieron que era hora de regresar.
Victor giró la canoa hacia la corriente, remando con más fuerza.
Myriam seguía fascinada por la escena que acababa de contemplar.
—¿Qué hacen aquí, Victor?
—No tengo la menor idea. Sé que los cisnes del norte migran al lago Matamuskeet todos los inviernos, pero parece que esta vez han venido hacia aquí. Ignoro por qué. Puede que tenga que ver con las nevadas tempranas. O quizá equivocaron el rumbo. De cual­quier modo, sabrán volver.
—¿No se quedarán?
—Lo dudo. Actúan por instinto, y este no es su sitio. Es posible que algunos gansos pasen el invierno aquí, pero los cisnes volverán a Matamuskeet.
Victor remaba con energía, mientras los nubarrones se cernían sobre sus cabezas. Comenzó a llover, una llovizna fina al principio, luego más fuerte. Un relám­pago... una pausa... y otro y un trueno. Esta vez más cercano, quizá a nueve o diez kilómetros de distancia. A medida que la lluvia arreciaba, Victor comenzó a remar con más fuerza, contrayendo los músculos con cada movimiento.
Las gotas eran más gruesas. Caían...
Caían empujadas por el viento... gruesas y punzantes.
Victor remaba... jugando una carrera con las nubes... y sin embargo mojándose... maldíciéndose a sí mismo... perdiendo la batalla contra la madre naturaleza.
Ahora la lluvia era constante, y Myriam la contempló caer en diagonal desde el cielo, intentando desafiar a la fuerza de gravedad mientras avanzaba con los vientos del oeste y silbaba entre los árboles. El cielo se oscure­ció un poco más, y las nubes descargaron grandes gotas. Gotas de tempestad.
Myriam disfrutaba con la lluvia, y echó la cabeza hacia atrás para que le mojara la cara. Sabía que en un par de minutos la pechera de su vestido estaría empapada, pero no le importó. ¿Lo habría notado Victor? Suponía que sí.
Se pasó las manos por el cabello húmedo. Era una sensación maravillosa; ella se sentía de maravilla, el mundo era una maravilla. A pesar del ruido de la lluvia, oyó la respiración agitada de Victor y aquel sonido la excitó sexualmente, como no se había excitado en muchos años.
Una nube se descargó directamente encima de ellos y la lluvia arreció. Nunca había visto llover con tanta fuerza. Myriam miró hacia arriba y rió, abandonando cualquier intento por protegerse, tranquilizando a Victor. Hasta ese momento, él no sabía cómo se sentía. Aunque habían ido allí por decisión de ella, dudaba de que Myriam sospechase que iba a desatarse una tormenta tan fuerte.
Al cabo de un par de minutos llegaron al embarca­dero y Victor acercó la canoa lo suficiente para que Myriam pudiera bajar. La ayudó a levantarse, saltó y arrastró la embarcación sobre la orilla para que el agua no se la llevara. La amarró al embarcadero por precaución, sabiendo que unos minutos más bajo la lluvia no lo afectarían.
Mientras ataba la canoa, miró a Myriam y contuvo la respiración. Estaba increíblemente hermosa, mirándo­lo con serenidad bajo la lluvia. No intentaba protegerse ni taparse, y vio el contorno de sus pechos a través de la tela del vestido ceñido a su cuerpo. El agua de lluvia no era fría, pero de todos modos notó sus pezones erectos y protuberantes, duros como pedruscos. Sintió un hormigueo en la entrepierna y se apresuró a volverse de espaldas, avergonzado, murmurando para sí, agra­decido de que la lluvia ahogara cualquier sonido. Cuan­do terminó y se levantó, Myriam lo sorprendió tomándole la mano. A pesar del aguacero, no corrieron hacia la casa, y Victor fantaseó con pasar la noche con ella.
Myriam pensaba en lo mismo. Sintió la calidez de sus manos y las imaginó tocando su cuerpo, acariciándola entera, recreándose en su piel. La sola idea la hizo respirar hondo; sintió un hormigueo en los pezones y un calor nuevo entre las piernas.
Entonces comprendió que algo había cambiado desde su llegada. Aunque no podía precisar el momen­to en que había comenzado —el día anterior después de la cena, aquella misma tarde en la canoa, acaso cuando vieron los cisnes o ahora, mientras caminaban tomados de la mano— supo que había vuelto a enamorarse de Victor Taylor Garcia, o que quizá, sólo quizá, nunca había dejado de quererlo.
Ninguno de los dos parecía incómodo cuando llegaron a la puerta de la casa, entraron y se detuvieron un momento en el vestíbulo, con la ropa chorreando.
—¿Trajiste otra muda? —Myriam negó con la cabeza, sumida aún en un torbellino de emociones, y pregun­tándose si su cara delataría sus sentimientos—. Supon­go que podré encontrar algo para que te cambies. Quizá te quede grande, pero te hará entrar en calor.
—Cualquier cosa servirá —respondió Myriam.
—Vuelvo en un segundo.
Victor se quitó las botas, corrió escaleras arriba y regresó un minuto después. Llevaba un par de pantalo­nes de algodón y una camisa de manga larga bajo un brazo, y unos vaqueros y una camisa azul en el otro.
—Toma —dijo, entregándole los pantalones de algodón y la camisa—. Puedes cambiarte arriba, en el dormitorio. Allí hay un baño, y te he dejado una toalla, por si quieres ducharte.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Myriam le dio las gracias con una sonrisa y subió la escalera, sintiendo los ojos de Victor fijos en su espalda. Entró en la habitación, cerró la puerta, dejó el pantalón y la camisa sobre la cama y se desvistió. Una vez desnuda, sacó una percha del armario, colgó el vestido, el corpiño y la bombacha, y llevó la percha al baño para que la ropa no goteara sobre el suelo de madera. La idea de estar desnuda en la misma habitación donde dormía Victor le produjo una inconfesable excitación.
No quería ducharse después de haber estado bajo la lluvia. Sentía la piel suave, y esa sensación le recordó la forma en que vivía la gente en otros tiempos. Naturalmente, como Victor. Se vistió con la ropa que él le había dado y se miró al espejo. Los pantalones eran grandes, pero metiendo la camisa dentro conseguiría mantener­los en su sitio, y dobló los bajos para que no rozaran el suelo. El cuello de la camisa estaba descosido y prácti­camente colgaba sobre un hombro, pero de todos modos le pareció que la favorecía. Se arremangó la camisa casi hasta los codos, abrió un cajón de la cómo­da, se puso unas medias, y volvió a entrar en el baño para buscar un cepillo.
Se cepilló el cabello sólo lo indispensable para des­enredarlo, dejándolo caer sobre sus hombros. Se miró al espejo y deseó haber llevado consigo una hebilla o unas horquillas.
También le hubiera venido bien un poco más de rímel, pero, ¿qué podía hacer al respecto? Sus pesta­ñas todavía tenían restos del que se había puesto antes, y lo extendió como pudo con una manopla de ducha húmeda.
Cuando terminó, volvió a mirarse al espejo, se vio bonita a pesar de todo, y regresó a la planta baja.
Victor estaba en el living-room, de cuclillas frente a la chimenea, avivando el fuego. No la oyó entrar y Myriam lo miró en silencio. Él también se había cambiado de ropa y tenía buen aspecto con sus hombros anchos, el pelo rozando el cuello, los vaqueros ceñidos. Atizaba el fuego, moviendo los leños más grandes y añadiendo ramitas pequeñas. Myriam se apoyó sobre el marco de la puerta y siguió mirándolo. En pocos minutos, el fuego ardió con llamas grandes y constantes. Victor se volvió para acomodar los leños que quedaban y la vio por el rabillo del ojo. Se volvió rápidamente hacia ella.
Myriam estaba hermosa incluso con su ropa. Tras mirarla un segundo, desvió la vista con timidez, y volvió a acomodar los troncos.
—No te oí entrar —dijo, tratando de imprimir naturalidad a su voz.
—Lo sé. No esperaba que lo hicieras.
Myriam supo cómo se había sentido al mirarla, y su aire de colegial le causó cierta gracia.
—¿Cuánto hace que estás ahí?
—Un par de minutos.
Victor se limpió las manos en los pantalones y señaló hacia la cocina.
—¿Por qué no haces un poco de té? Puse el agua a calentar mientras estabas arriba.
Quería hablar de trivialidades, de cualquier cosa que le permitiera mantener la mente clara. Demonios, estaba tan bonita...
Myriam reflexionó un momento, reparó en la forma en que la miraba, y sus instintos más primitivos volvieron a apoderarse de ella.
—¿Tienes algo más fuerte, o es demasiado pronto para una copa?
Victor sonrió.
—Tengo whisky en la alacena. ¿Te parece bien?
—Espléndido.
Caminó hacia la puerta, se pasó una mano por el pelo húmedo y desapareció en la cocina.
Se oyó un trueno ensordecedor y cayó otro chapa­rrón. Myriam oyó la lluvia en el tejado, el chisporroteo de la leña mientras las llamas temblorosas iluminaban la habitación. Miró por la ventana y vio cómo el cielo gris se aclaraba apenas por un segundo. Al cabo de un instante, oyó otro trueno. Esta vez más cercano.
Tomó una manta del sofá y se sentó sobre la alfom­bra, frente al fuego. Cruzó las piernas, se envolvió con la manta en la posición más cómoda posible, y contem­pló las llamas danzarinas. Victor volvió, la miró y se sentó junto a ella. Apoyó dos vasos en el suelo y sirvió el whisky. Fuera, el cielo se oscureció aún más.
Otro trueno, esta vez más fuerte. La tormenta rugía con furia, los vientos formaban torbellinos con el agua.
—Es una señora tormenta —comentó Victor mi­rando las hileras de gotas que caían verticalmente sobre los vidrios de las ventanas.
Myriam y él estaban muy cerca, aunque no se tocaban. Victor vio cómo el pecho de la joven se levantaba ligeramente con cada inspiración y volvió a fantasear con el contacto de su cuerpo, pero luchó contra aque­llos pensamientos.
—Me gusta —aseguró ella bebiendo un sorbo de whisky—. Siempre me han gustado las tormentas eléc­tricas. Incluso cuando era pequeña.
—¿Por qué? —preguntó él por decir algo, por mantener la calma.
—No sé. Siempre me han parecido románticas.
Guardó silencio un momento, y Victor miró el reflejo de las llamas en sus ojos esmeralda. Luego Myriam dijo:
—¿Recuerdas que pocas noches antes que me mar­chara, nos sentamos juntos a mirar una tormenta?
—Claro que lo recuerdo.
—Cuando volví a casa, no podía dejar de pensar en ese día. Me obsesionaba el aspecto que tenías aquella noche. Siempre te recordé así.
—¿He cambiado mucho?
Myriam bebió otro sorbo de whisky y sintió el calor del líquido en la garganta. Cuando respondió, le rozó las manos.
—En realidad, no. Al menos en las cosas que yo recuerdo. Has madurado, desde luego, y se nota que has vivido, pero aún conservas el mismo brillo en los ojos. Todavía lees poesía y navegas en el río. Y todavía tienes una dulzura que ni siquiera la guerra pudo robarte.
Victor pensó en sus palabras y sintió el contacto de su mano en la suya, su pulgar trazando círculos lenta­mente.
—Myriam, antes me preguntaste qué era lo que recor­daba mejor de aquel verano. ¿Qué recuerdas tú?
Ella tardó unos minutos en contestar. Cuando lo hizo, su voz pareció llegar desde un lugar muy lejano.
—Recuerdo que hicimos el amor. Es el recuerdo más vivo. Tú fuiste el primero, y fue mucho más hermoso de lo que nunca hubiera llegado a soñar.
Victor bebió un trago de whisky, recordando, revi­viendo los viejos sentimientos, pero de repente sacudió la cabeza. Las cosas ya eran demasiado difíciles tal como estaban. Myriam prosiguió:
—Recuerdo que tenía tanto miedo que temblaba, pero al mismo tiempo estaba muy excitada. Me alegro de que fueras el primero. Me alegro de que compartiéramos aquella experiencia.
—Yo también.
—¿Estabas tan asustado como yo? —Victor asintió en silencio, y ella premió su sinceridad con una sonrisa. —Lo suponía. Siempre fuiste tímido, sobre todo al principio. Recuerdo que me preguntaste si tenía novio, y cuando te contesté que sí, prácticamente dejaste de hablarme.
—No quería interponerme entre ustedes.
—Pero al final lo hiciste, a pesar de tu aparente inocencia —señaló Myriam con una sonrisa—. Y me ale­gro.
—¿Le contaste lo nuestro?
—Sí, cuando volví a casa.
—¿Te resultó difícil?
—En absoluto. Yo estaba enamorada de ti.
Le apretó la mano, la soltó, y se acercó más. Enlazó un brazo en el de él y apoyó la cabeza en su hombro. Victor aspiró su aroma, suave como el de la lluvia, cálido. Myriam prosiguió:
—¿Recuerdas que después del festival me acompa­ñaste a casa? Te pregunté si querías verme otra vez. Tú asentiste con la cabeza y no dijiste una palabra. No parecías muy entusiasmado.
—Nunca había conocido a nadie como tú. No sabía qué decir. No pude evitarlo.
—Lo sé. No sabías ocultar tus sentimientos. Los ojos te delataban. Tenías los ojos más bonitos que había visto en mi vida. —Hizo una pausa, levantó la cabeza del hombro de Victor y lo miró directamente a los ojos. Cuando continuó, su voz era sólo un susurro: —Creo que aquel verano te quise más de lo que he querido nunca a nadie.
Hubo otro relámpago, y en el silencio que precedió al trueno, sus ojos se encontraron, intentando borrar los catorce años pasados. Los dos eran conscientes del cambio que habían experimentado desde el día ante­rior. Cuando por fin resonó el trueno, Victor suspiró y apartó la vista, mirando hacia las ventanas.
—Ojalá hubieras leído las cartas que te mandé —dijo.
Myriam permaneció callada un rato largo.
—No dependía sólo de ti, Victor. No te lo he dicho, pero yo también te escribí al menos una docena de cartas cuando llegué a casa. Sin embargo, nunca las envié.
—¿Por qué? —preguntó Victor, sorprendido.
—Supongo que tenía miedo.
—¿De qué?
—De que nuestro amor no fuera tan auténtico como yo creía. De que me hubieras olvidado.
—Yo nunca hubiera hecho algo así. Es inconce­bible.
—Ahora lo sé. Lo veo cuando te miro. Pero enton­ces era diferente. Había tantas cosas que no entendía, cosas que mi mente de adolescente era incapaz de desentrañar.
—¿A qué te refieres?
Myriam hizo una pausa para ordenar sus ideas.
—Cuando vi que no me escribías, no supe qué pensar. Recuerdo que hablé con mi mejor amiga de lo ocurrido durante el verano y ella me dijo que habías conseguido lo que querías y que no le sorprendía que no escribieras. Yo no podía creer que fueras de esa clase de chicos, pero escuchar ese comentario y pensar en nuestras diferencias me hizo temer que tal vez tú significaras mucho más para mí que yo para ti... Luego, cuando esa idea todavía me daba vueltas en la cabeza, recibí noticias de Sarah. Me dijo que te habías marcha­do de New Bern.
—Fin y Sarah siempre supieron dónde estaba...
Myriam lo detuvo, tapándole la boca con la mano.
—Lo sé, pero yo nunca pregunté. Supuse que te habías ido de New Bern para empezar una nueva vida sin mí. ¿Por qué, si no, no me habías escrito ni telefo­neado ni visitado? —Victor apartó la vista sin responder y ella prosiguió: —No lo entendía, y con el tiempo el dolor comenzó a aliviarse y pensé que me resultaría más fácil olvidarte. Eso creía entonces, pero después, cada vez que conocía a un chico, no podía evitar compararlo contigo. Entonces, cuando los sentimien­tos se intensificaban, te escribía otra carta. Pero nunca las envié por temor a lo que podría descubrir. Para entonces, tú ya habrías rehecho tu vida y temía que estuvieras enamorado de otra. Quería recordarnos tal como éramos en aquel verano. No quería renunciar a ese recuerdo.
No quería ducharse después de haber estado bajo la lluvia. Sentía la piel suave, y esa sensación le recordó la forma en que vivía la gente en otros tiempos. Naturalmente, como Victor. Se vistió con la ropa que él le había dado y se miró al espejo. Los pantalones eran grandes, pero metiendo la camisa dentro conseguiría mantener­los en su sitio, y dobló los bajos para que no rozaran el suelo. El cuello de la camisa estaba descosido y prácti­camente colgaba sobre un hombro, pero de todos modos le pareció que la favorecía. Se arremangó la camisa casi hasta los codos, abrió un cajón de la cómo­da, se puso unas medias, y volvió a entrar en el baño para buscar un cepillo.
Se cepilló el cabello sólo lo indispensable para des­enredarlo, dejándolo caer sobre sus hombros. Se miró al espejo y deseó haber llevado consigo una hebilla o unas horquillas.
También le hubiera venido bien un poco más de rímel, pero, ¿qué podía hacer al respecto? Sus pesta­ñas todavía tenían restos del que se había puesto antes, y lo extendió como pudo con una manopla de ducha húmeda.
Cuando terminó, volvió a mirarse al espejo, se vio bonita a pesar de todo, y regresó a la planta baja.
Victor estaba en el living-room, de cuclillas frente a la chimenea, avivando el fuego. No la oyó entrar y Myriam lo miró en silencio. Él también se había cambiado de ropa y tenía buen aspecto con sus hombros anchos, el pelo rozando el cuello, los vaqueros ceñidos. Atizaba el fuego, moviendo los leños más grandes y añadiendo ramitas pequeñas. Myriam se apoyó sobre el marco de la puerta y siguió mirándolo. En pocos minutos, el fuego ardió con llamas grandes y constantes. Victor se volvió para acomodar los leños que quedaban y la vio por el rabillo del ojo. Se volvió rápidamente hacia ella.
Myriam estaba hermosa incluso con su ropa. Tras mirarla un segundo, desvió la vista con timidez, y volvió a acomodar los troncos.
—No te oí entrar —dijo, tratando de imprimir naturalidad a su voz.
—Lo sé. No esperaba que lo hicieras.
Myriam supo cómo se había sentido al mirarla, y su aire de colegial le causó cierta gracia.
—¿Cuánto hace que estás ahí?
—Un par de minutos.
Victor se limpió las manos en los pantalones y señaló hacia la cocina.
—¿Por qué no haces un poco de té? Puse el agua a calentar mientras estabas arriba.
Quería hablar de trivialidades, de cualquier cosa que le permitiera mantener la mente clara. Demonios, estaba tan bonita...
Myriam reflexionó un momento, reparó en la forma en que la miraba, y sus instintos más primitivos volvieron a apoderarse de ella.
—¿Tienes algo más fuerte, o es demasiado pronto para una copa?
Victor sonrió.
—Tengo whisky en la alacena. ¿Te parece bien?
—Espléndido.
Caminó hacia la puerta, se pasó una mano por el pelo húmedo y desapareció en la cocina.
Se oyó un trueno ensordecedor y cayó otro chapa­rrón. Myriam oyó la lluvia en el tejado, el chisporroteo de la leña mientras las llamas temblorosas iluminaban la habitación. Miró por la ventana y vio cómo el cielo gris se aclaraba apenas por un segundo. Al cabo de un instante, oyó otro trueno. Esta vez más cercano.
Tomó una manta del sofá y se sentó sobre la alfom­bra, frente al fuego. Cruzó las piernas, se envolvió con la manta en la posición más cómoda posible, y contem­pló las llamas danzarinas. Victor volvió, la miró y se sentó junto a ella. Apoyó dos vasos en el suelo y sirvió el whisky. Fuera, el cielo se oscureció aún más.
Otro trueno, esta vez más fuerte. La tormenta rugía con furia, los vientos formaban torbellinos con el agua.
—Es una señora tormenta —comentó Victor mi­rando las hileras de gotas que caían verticalmente sobre los vidrios de las ventanas.
Myriam y él estaban muy cerca, aunque no se tocaban. Victor vio cómo el pecho de la joven se levantaba ligeramente con cada inspiración y volvió a fantasear con el contacto de su cuerpo, pero luchó contra aque­llos pensamientos.
—Me gusta —aseguró ella bebiendo un sorbo de whisky—. Siempre me han gustado las tormentas eléc­tricas. Incluso cuando era pequeña.
—¿Por qué? —preguntó él por decir algo, por mantener la calma.
—No sé. Siempre me han parecido románticas.
Guardó silencio un momento, y Victor miró el reflejo de las llamas en sus ojos esmeralda. Luego Myriam dijo:
—¿Recuerdas que pocas noches antes que me mar­chara, nos sentamos juntos a mirar una tormenta?
—Claro que lo recuerdo.
—Cuando volví a casa, no podía dejar de pensar en ese día. Me obsesionaba el aspecto que tenías aquella noche. Siempre te recordé así.
—¿He cambiado mucho?
Myriam bebió otro sorbo de whisky y sintió el calor del líquido en la garganta. Cuando respondió, le rozó las manos.
—En realidad, no. Al menos en las cosas que yo recuerdo. Has madurado, desde luego, y se nota que has vivido, pero aún conservas el mismo brillo en los ojos. Todavía lees poesía y navegas en el río. Y todavía tienes una dulzura que ni siquiera la guerra pudo robarte.
Victor pensó en sus palabras y sintió el contacto de su mano en la suya, su pulgar trazando círculos lenta­mente.
—Myriam, antes me preguntaste qué era lo que recor­daba mejor de aquel verano. ¿Qué recuerdas tú?
Ella tardó unos minutos en contestar. Cuando lo hizo, su voz pareció llegar desde un lugar muy lejano.
—Recuerdo que hicimos el amor. Es el recuerdo más vivo. Tú fuiste el primero, y fue mucho más hermoso de lo que nunca hubiera llegado a soñar.
Victor bebió un trago de whisky, recordando, revi­viendo los viejos sentimientos, pero de repente sacudió la cabeza. Las cosas ya eran demasiado difíciles tal como estaban. Myriam prosiguió:
—Recuerdo que tenía tanto miedo que temblaba, pero al mismo tiempo estaba muy excitada. Me alegro de que fueras el primero. Me alegro de que compartiéramos aquella experiencia.
—Yo también.
—¿Estabas tan asustado como yo? —Victor asintió en silencio, y ella premió su sinceridad con una sonrisa. —Lo suponía. Siempre fuiste tímido, sobre todo al principio. Recuerdo que me preguntaste si tenía novio, y cuando te contesté que sí, prácticamente dejaste de hablarme.
—No quería interponerme entre ustedes.
—Pero al final lo hiciste, a pesar de tu aparente inocencia —señaló Myriam con una sonrisa—. Y me ale­gro.
—¿Le contaste lo nuestro?
—Sí, cuando volví a casa.
—¿Te resultó difícil?
—En absoluto. Yo estaba enamorada de ti.
Le apretó la mano, la soltó, y se acercó más. Enlazó un brazo en el de él y apoyó la cabeza en su hombro. Victor aspiró su aroma, suave como el de la lluvia, cálido. Myriam prosiguió:
—¿Recuerdas que después del festival me acompa­ñaste a casa? Te pregunté si querías verme otra vez. Tú asentiste con la cabeza y no dijiste una palabra. No parecías muy entusiasmado.
—Nunca había conocido a nadie como tú. No sabía qué decir. No pude evitarlo.
—Lo sé. No sabías ocultar tus sentimientos. Los ojos te delataban. Tenías los ojos más bonitos que había visto en mi vida. —Hizo una pausa, levantó la cabeza del hombro de Victor y lo miró directamente a los ojos. Cuando continuó, su voz era sólo un susurro: —Creo que aquel verano te quise más de lo que he querido nunca a nadie.
Hubo otro relámpago, y en el silencio que precedió al trueno, sus ojos se encontraron, intentando borrar los catorce años pasados. Los dos eran conscientes del cambio que habían experimentado desde el día ante­rior. Cuando por fin resonó el trueno, Victor suspiró y apartó la vista, mirando hacia las ventanas.
—Ojalá hubieras leído las cartas que te mandé —dijo.
Myriam permaneció callada un rato largo.
—No dependía sólo de ti, Victor. No te lo he dicho, pero yo también te escribí al menos una docena de cartas cuando llegué a casa. Sin embargo, nunca las envié.
—¿Por qué? —preguntó Victor, sorprendido.
—Supongo que tenía miedo.
—¿De qué?
—De que nuestro amor no fuera tan auténtico como yo creía. De que me hubieras olvidado.
—Yo nunca hubiera hecho algo así. Es inconce­bible.
—Ahora lo sé. Lo veo cuando te miro. Pero enton­ces era diferente. Había tantas cosas que no entendía, cosas que mi mente de adolescente era incapaz de desentrañar.
—¿A qué te refieres?
Myriam hizo una pausa para ordenar sus ideas.
—Cuando vi que no me escribías, no supe qué pensar. Recuerdo que hablé con mi mejor amiga de lo ocurrido durante el verano y ella me dijo que habías conseguido lo que querías y que no le sorprendía que no escribieras. Yo no podía creer que fueras de esa clase de chicos, pero escuchar ese comentario y pensar en nuestras diferencias me hizo temer que tal vez tú significaras mucho más para mí que yo para ti... Luego, cuando esa idea todavía me daba vueltas en la cabeza, recibí noticias de Sarah. Me dijo que te habías marcha­do de New Bern.
—Fin y Sarah siempre supieron dónde estaba...
Myriam lo detuvo, tapándole la boca con la mano.
—Lo sé, pero yo nunca pregunté. Supuse que te habías ido de New Bern para empezar una nueva vida sin mí. ¿Por qué, si no, no me habías escrito ni telefo­neado ni visitado? —Victor apartó la vista sin responder y ella prosiguió: —No lo entendía, y con el tiempo el dolor comenzó a aliviarse y pensé que me resultaría más fácil olvidarte. Eso creía entonces, pero después, cada vez que conocía a un chico, no podía evitar compararlo contigo. Entonces, cuando los sentimien­tos se intensificaban, te escribía otra carta. Pero nunca las envié por temor a lo que podría descubrir. Para entonces, tú ya habrías rehecho tu vida y temía que estuvieras enamorado de otra. Quería recordarnos tal como éramos en aquel verano. No quería renunciar a ese recuerdo.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Pronunció esas palabras con tanta dulzura e ino­cencia, que Victor hubiera querido besarla en cuanto terminó. Pero no lo hizo. Luchó con su deseo y lo reprimió, consciente de que era lo último que necesita­ba Myriam. Sin embargo, era tan maravilloso tenerla a su lado, tocándolo...
—La última carta la escribí hace un par de años. Cuando conocí a Lon, escribí a tu padre para pregun­tarle dónde estabas. Pero había pasado tanto tiempo, que ni siquiera sabía si él seguiría en el mismo sitio. Y teniendo en cuenta que había habido una guerra...
Se interrumpió y permanecieron un momento ca­llados, absortos en sus pensamientos. Otro relámpago iluminó el cielo, y finalmente Victor rompió el silencio.
—Ojalá la hubieras enviado.
—¿Por qué?
—Porque me habría gustado saber de ti. Enterarme de qué había sido de tu vida.
—Te habría decepcionado. Mi vida no es muy emocionante. Además, ya no soy como me recordabas.
—Eres mejor de como te recordaba, Myriam.
—Y tú eres un encanto, Victor.
Él estuvo a punto de dejar las cosas así, sabiendo que si se reservaba sus pensamientos, le resultaría más fácil mantener el control, el mismo control que había mantenido en los últimos catorce años. Pero otra emo­ción se había apoderado de él en los últimos minutos, y se rindió a ella con la esperanza de que, de alguna manera, les permitiera recuperar lo vivido tanto tiempo atrás.
—No lo digo porque sea un encanto. Lo digo porque siempre te he querido y te sigo queriendo. Mucho más de lo que imaginas.
Un leño se partió, despidiendo chispas en la chime­nea, y ambos advirtieron que las brasas se habían consumido casi por completo. El fuego necesitaba más leña, pero ninguno de los dos se movió.
Myriam bebió otro sorbo de whisky y empezó a notar sus efectos. Pero no fue sólo el alcohol lo que la hizo estrecharse más contra el cuerpo de Victor y buscar su calor. Miró por la ventana y vio que las nubes estaban prácticamente negras.
—Deja que avive el fuego —dijo Victor, consciente de que necesitaba apartarse para pensar, y Myriam lo soltó. Se acercó a la chimenea, retiró la pantalla protectora y añadió un par de leños. Acomodó la madera con el atizador, asegurándose de que los nuevos leños se encendieran con facilidad.
Las llamas comenzaron a extenderse otra vez, y Victor regresó junto a Myriam. Ella volvió a acurrucarse junto a él, apoyó nuevamente la cabeza sobre su hom­bro y le acarició el pecho en silencio. Victor se acercó más y le habló al oído.
—Esto me recuerda un tiempo lejano. Cuando éramos adolescentes.
Myriam sonrió, pensando en lo mismo, y miraron el humo y el fuego, abrazados.
—Victor, aunque no me lo has preguntado, quiero que sepas una cosa.
—¿Qué?
—Nunca hubo otro hombre —respondió con voz tierna—. No sólo fuiste el primero, sino el único. Nunca me he acostado con otro. No espero que me digas nada semejante, pero quería que lo supieras.
Victor apartó la vista en silencio. Myriam siguió miran­do el fuego, sintiendo que su pasión crecía. Acarició los músculos duros y firmes del pecho de Victor por debajo de la camisa.
Recordó que una vez se habían abrazado de aquel modo, pensando que sería la última vez. Estaban sen­tados sobre un dique construido para contener las aguas del río Neuse. Ella lloraba porque cabía la posi­bilidad de que no volvieran a verse y se preguntaba si alguna vez volvería a ser feliz. En lugar de responder, él le había entregado una nota, que Myriam leyó camino a casa. La había guardado, y de vez en cuando la releía, entera o por partes. Había leído un par de párrafos centenares de veces, y por alguna razón, ahora volvie­ron a su mente. Decía:
Nos duele tanto separarnos porque nuestras almas están unidas. Es probable que siempre lo hayan estado y que siempre lo estén. Quizá haya­mos vivido mil vidas antes que esta y nos hayamos encontrado en cada una de ellas. Y hasta es posible que en cada ocasión nos hayamos separado por los mismos motivos. Eso significa que este adiós es a un tiempo un adiós de diez mil años y un preludio de lo que vendrá.
Cuando te miro, contemplo tu belleza y tu gracia y sé que han crecido con cada vida que has vivido. También sé que te he estado buscando durante todas mis vidas anteriores. No buscaba a alguien como tú, sino a ti, pues tu alma y la mía están destinadas a estar juntas. Y sin embargo, por razones que escapan a nuestro entendimiento, nos han obligado a despedirnos.
Me gustaría decirte que todo se arreglará entre nosotros, y te prometo hacer lo que esté en mis manos para que así sea. Pero si no volvemos a vernos y esta es una verdadera despedida, sé que nos reencontraremos en otra vida. Volveremos a encontrarnos, y aunque las estrellas hayan cam­biado, no nos amaremos sólo por esa vez, sino por todas las veces anteriores.
¿Era posible? ¿Tendría razón? Myriam nunca lo había descartado por completo, y se aferraba a su promesa por las dudas. Esa predicción la había ayudado a supe­rar muchos momentos difíciles. Pero su presencia allí parecía poner en entredicho la teoría de que estaban predestinados a vivir separados. A menos que los astros hubieran cambiado desde su último encuentro.
Quizá lo hubieran hecho, pero Myriam no quiso mi­rar. En cambio, se arrimó más a Victor y sintió su calor, el contacto de su piel, de su brazo rodeándole los hombros. Y su cuerpo comenzó a temblar de expecta­ción, como el primer día que habían estado juntos.
¡Se sentía tan a gusto! Todo le parecía bien: el fuego, las copas, la tormenta... no había una situación más perfecta. Como por arte de magia, los años de separa­ción perdieron importancia.
Fuera, un relámpago surcó el cielo. Las llamas danzaban sobre los leños al rojo blanco. La lluvia de octubre caía torrencialmente sobre las ventanas, sofo­cando cualquier otro sonido.
Por fin se rindieron a los sentimientos que habían reprimido durante los últimos catorce años. Myriam le­vantó la cabeza del hombro de Victor, lo miró con ojos brumosos, y él le besó los labios con ternura. Ella alzó la mano y le acarició la mejilla con los dedos. Victor se inclinó despacio y volvió a besarla, siempre con suavi­dad y dulzura, pero ella devolvió el beso, sintiendo que los años de separación se desvanecían para trocarse en pasión.
Myriam cerró los ojos y entreabrió los labios, mientras él acariciaba sus brazos de arriba abajo, despacio, sua­vemente. Le besó el cuello, la mejilla, los párpados, y ella sintió la humedad de su boca en cada sitio que tocaban los labios. Le tomó la mano y la guió a sus pechos, y cuando él los acarició por encima de la fina tela de la camisa, dejó escapar un gemido.
Se separó de él con la sensación de estar soñando y la cara encendida por el calor del fuego. Comenzó a desabrocharle la camisa en silencio. Victor la miró y oyó su respiración entrecortada mientras sus dedos descen­dían por la camisa. Con cada nuevo botón, él sentía el roce de sus dedos sobre su piel. Cuando por fin termi­nó, Myriam le sonrió con ternura. Luego deslizó las manos por debajo de la tela, tocándolo con toda la suavidad posible, explorando su cuerpo. Victor se excitó al sentir sus dedos sobre el pecho ligeramente húmedo, enre­dándose en el vello. Myriam se inclinó y le besó el cuello con ternura mientras le pasaba la camisa por encima de los hombros y le rodeaba el torso con los brazos. Levantó la cabeza y dejó que él la besara mientras rotaba los hombros y se liberaba de las mangas.
Entonces él extendió los brazos, le levantó la cami­sa, y acarició lentamente su vientre con un dedo antes de quitarle la prenda. Bajó la cabeza para besarla entre los pechos y luego ascendió despacio con la lengua hasta el cuello, dejándola sin respiración. Sus manos le acariciaron suavemente la espalda, los brazos, los hom­bros, hasta que sus cuerpos ardientes se unieron, piel con piel. Victor le besó el cuello y lo mordisqueó suavemente mientras ella levantaba las caderas para permitirle que le quitara los pantalones. Myriam buscó a tientas el cierre de los vaqueros de Victor, lo descorrió, y miró a Victor mientras se los quitaba. Por fin sus cuerpos desnudos se unieron como en cámara lenta, y los dos se estremecieron con el recuerdo de una expe­riencia compartida tanto tiempo atrás.
Victor le lamió el cuello mientras sus manos acaricia­ban la piel tersa y caliente de sus pechos, descendían hasta el vientre y la entrepierna y volvían a subir. Estaba fascinado por su belleza. Su cabello sedoso reflejaba la luz y la hacía brillar. Su piel tersa y hermosa resplande­cía a la luz del fuego. Sentía las manos de Myriam en su espalda, atrayéndolo hacia ella.
Se tendieron junto a la chimenea; el aire estaba denso por el calor del fuego. La espalda de Myriam estaba ligeramente arqueada cuando él rodó encima de ella con un movimiento suave y fluido. Él quedó a gatas encima de ella, con las rodillas abiertas sobre sus cade­ras. Myriam levantó la cabeza para besarle el cuello y la barbilla, y con la respiración entrecortada, le lamió los hombros, saboreando el sudor de su cuerpo. Le pasó las manos por el pelo mientras él se encaramaba sobre ella, con los brazos de los músculos contraídos por el esfuerzo. Myriam hizo un pequeño gesto de invitación y tiró de él, pero Victor se resistió. En cambio, descendió y rozó su pecho ligeramente contra el de ella, y Myriam sintió que su cuerpo se estremecía de expectación.
Victor repitió el movimiento una y otra vez, despacio, besando cada parte de su cuerpo, escuchando los pe­queños gemidos de Myriam mientras se movía encima de ella.
Siguió así hasta que ella no pudo resistir más, y cuando por fin se unieron en un solo ser, Myriam gritó y hundió los dedos en su espalda. Escondió la cara en su cuello, sintiéndolo en su interior, gozando de su fuerza y su ternura, sus músculos y su alma. Se movió rítmi­camente contra su cuerpo, dejando que la llevara donde quisiera, al lugar donde debía estar.
Abrió los ojos y lo miró a la luz del fuego, maravi­llándose de su belleza mientras se movía encima de ella. El cuerpo de Victor brillaba, perlado de sudor, y las gotas cristalinas caían sobre su cuerpo como la lluvia. Todas sus responsabilidades, todas las facetas de su vida, su propia conciencia, escapaban con cada gota, con cada exhalación.
Sus cuerpos reflejaban todo lo que daban y toma­ban, y Myriam se sintió recompensada por una sensación cuya existencia desconocía. La sensación continuó y continuó, hormigueando en cada poro de su cuerpo, haciendo hervir su piel, hasta que se desvaneció. En­tonces se estremeció debajo de Victor, conteniendo el aliento. Pero en cuanto la primera sensación se diluyó, otra comenzó a apoderarse de ella, y empezó a experi­mentarlas una tras otra, en largas secuencias. Cuando la lluvia amainó y el Sol se puso en el horizonte, su cuerpo, aunque rendido, se resistía a abandonar el placer.
Pasaron el día uno en brazos del otro; cuando no estaban haciendo el amor junto a la chimenea, contem­plaban abrazados las llamas que devoraban los leños.
De vez en cuando, Victor le recitaba un poema, y ella lo escuchaba tendida a su lado, con los ojos cerrados, sintiendo cada palabra. Luego, en cuanto recuperaban las fuerzas, sus cuerpos volvían a unirse, y Victor le murmuraba palabras de amor al oído, entre beso y beso.
Continuaron así hasta el anochecer, resarciéndose de los años de separación, y esa noche durmieron abrazados. Victor se despertó varias veces, y al contem­plar el cuerpo agotado y radiante de Myriam, pensó que su vida se había compuesto súbitamente.
En una de esas ocasiones, poco antes del amanecer, Myriam abrió los ojos, sonrió y alzó la mano para acari­ciarle la cara. Victor le cubrió la boca con una mano, suavemente, para impedirle hablar, y durante un largo instante simplemente se miraron el uno al otro.
Cuando el nudo en su garganta se disipó, Victor susurró:
—Eres la respuesta a todas mis plegarias. Eres una canción, un sueño, un murmullo, y no sé cómo he podido vivir tanto tiempo sin ti. Te quiero, Myriam, te quiero mucho más de lo que imaginas.
—Ay, Victor —respondió ella atrayéndolo hacia sí. Ahora, más que nunca, lo deseaba, lo necesitaba más que a nada en el mundo.
—La última carta la escribí hace un par de años. Cuando conocí a Lon, escribí a tu padre para pregun­tarle dónde estabas. Pero había pasado tanto tiempo, que ni siquiera sabía si él seguiría en el mismo sitio. Y teniendo en cuenta que había habido una guerra...
Se interrumpió y permanecieron un momento ca­llados, absortos en sus pensamientos. Otro relámpago iluminó el cielo, y finalmente Victor rompió el silencio.
—Ojalá la hubieras enviado.
—¿Por qué?
—Porque me habría gustado saber de ti. Enterarme de qué había sido de tu vida.
—Te habría decepcionado. Mi vida no es muy emocionante. Además, ya no soy como me recordabas.
—Eres mejor de como te recordaba, Myriam.
—Y tú eres un encanto, Victor.
Él estuvo a punto de dejar las cosas así, sabiendo que si se reservaba sus pensamientos, le resultaría más fácil mantener el control, el mismo control que había mantenido en los últimos catorce años. Pero otra emo­ción se había apoderado de él en los últimos minutos, y se rindió a ella con la esperanza de que, de alguna manera, les permitiera recuperar lo vivido tanto tiempo atrás.
—No lo digo porque sea un encanto. Lo digo porque siempre te he querido y te sigo queriendo. Mucho más de lo que imaginas.
Un leño se partió, despidiendo chispas en la chime­nea, y ambos advirtieron que las brasas se habían consumido casi por completo. El fuego necesitaba más leña, pero ninguno de los dos se movió.
Myriam bebió otro sorbo de whisky y empezó a notar sus efectos. Pero no fue sólo el alcohol lo que la hizo estrecharse más contra el cuerpo de Victor y buscar su calor. Miró por la ventana y vio que las nubes estaban prácticamente negras.
—Deja que avive el fuego —dijo Victor, consciente de que necesitaba apartarse para pensar, y Myriam lo soltó. Se acercó a la chimenea, retiró la pantalla protectora y añadió un par de leños. Acomodó la madera con el atizador, asegurándose de que los nuevos leños se encendieran con facilidad.
Las llamas comenzaron a extenderse otra vez, y Victor regresó junto a Myriam. Ella volvió a acurrucarse junto a él, apoyó nuevamente la cabeza sobre su hom­bro y le acarició el pecho en silencio. Victor se acercó más y le habló al oído.
—Esto me recuerda un tiempo lejano. Cuando éramos adolescentes.
Myriam sonrió, pensando en lo mismo, y miraron el humo y el fuego, abrazados.
—Victor, aunque no me lo has preguntado, quiero que sepas una cosa.
—¿Qué?
—Nunca hubo otro hombre —respondió con voz tierna—. No sólo fuiste el primero, sino el único. Nunca me he acostado con otro. No espero que me digas nada semejante, pero quería que lo supieras.
Victor apartó la vista en silencio. Myriam siguió miran­do el fuego, sintiendo que su pasión crecía. Acarició los músculos duros y firmes del pecho de Victor por debajo de la camisa.
Recordó que una vez se habían abrazado de aquel modo, pensando que sería la última vez. Estaban sen­tados sobre un dique construido para contener las aguas del río Neuse. Ella lloraba porque cabía la posi­bilidad de que no volvieran a verse y se preguntaba si alguna vez volvería a ser feliz. En lugar de responder, él le había entregado una nota, que Myriam leyó camino a casa. La había guardado, y de vez en cuando la releía, entera o por partes. Había leído un par de párrafos centenares de veces, y por alguna razón, ahora volvie­ron a su mente. Decía:
Nos duele tanto separarnos porque nuestras almas están unidas. Es probable que siempre lo hayan estado y que siempre lo estén. Quizá haya­mos vivido mil vidas antes que esta y nos hayamos encontrado en cada una de ellas. Y hasta es posible que en cada ocasión nos hayamos separado por los mismos motivos. Eso significa que este adiós es a un tiempo un adiós de diez mil años y un preludio de lo que vendrá.
Cuando te miro, contemplo tu belleza y tu gracia y sé que han crecido con cada vida que has vivido. También sé que te he estado buscando durante todas mis vidas anteriores. No buscaba a alguien como tú, sino a ti, pues tu alma y la mía están destinadas a estar juntas. Y sin embargo, por razones que escapan a nuestro entendimiento, nos han obligado a despedirnos.
Me gustaría decirte que todo se arreglará entre nosotros, y te prometo hacer lo que esté en mis manos para que así sea. Pero si no volvemos a vernos y esta es una verdadera despedida, sé que nos reencontraremos en otra vida. Volveremos a encontrarnos, y aunque las estrellas hayan cam­biado, no nos amaremos sólo por esa vez, sino por todas las veces anteriores.
¿Era posible? ¿Tendría razón? Myriam nunca lo había descartado por completo, y se aferraba a su promesa por las dudas. Esa predicción la había ayudado a supe­rar muchos momentos difíciles. Pero su presencia allí parecía poner en entredicho la teoría de que estaban predestinados a vivir separados. A menos que los astros hubieran cambiado desde su último encuentro.
Quizá lo hubieran hecho, pero Myriam no quiso mi­rar. En cambio, se arrimó más a Victor y sintió su calor, el contacto de su piel, de su brazo rodeándole los hombros. Y su cuerpo comenzó a temblar de expecta­ción, como el primer día que habían estado juntos.
¡Se sentía tan a gusto! Todo le parecía bien: el fuego, las copas, la tormenta... no había una situación más perfecta. Como por arte de magia, los años de separa­ción perdieron importancia.
Fuera, un relámpago surcó el cielo. Las llamas danzaban sobre los leños al rojo blanco. La lluvia de octubre caía torrencialmente sobre las ventanas, sofo­cando cualquier otro sonido.
Por fin se rindieron a los sentimientos que habían reprimido durante los últimos catorce años. Myriam le­vantó la cabeza del hombro de Victor, lo miró con ojos brumosos, y él le besó los labios con ternura. Ella alzó la mano y le acarició la mejilla con los dedos. Victor se inclinó despacio y volvió a besarla, siempre con suavi­dad y dulzura, pero ella devolvió el beso, sintiendo que los años de separación se desvanecían para trocarse en pasión.
Myriam cerró los ojos y entreabrió los labios, mientras él acariciaba sus brazos de arriba abajo, despacio, sua­vemente. Le besó el cuello, la mejilla, los párpados, y ella sintió la humedad de su boca en cada sitio que tocaban los labios. Le tomó la mano y la guió a sus pechos, y cuando él los acarició por encima de la fina tela de la camisa, dejó escapar un gemido.
Se separó de él con la sensación de estar soñando y la cara encendida por el calor del fuego. Comenzó a desabrocharle la camisa en silencio. Victor la miró y oyó su respiración entrecortada mientras sus dedos descen­dían por la camisa. Con cada nuevo botón, él sentía el roce de sus dedos sobre su piel. Cuando por fin termi­nó, Myriam le sonrió con ternura. Luego deslizó las manos por debajo de la tela, tocándolo con toda la suavidad posible, explorando su cuerpo. Victor se excitó al sentir sus dedos sobre el pecho ligeramente húmedo, enre­dándose en el vello. Myriam se inclinó y le besó el cuello con ternura mientras le pasaba la camisa por encima de los hombros y le rodeaba el torso con los brazos. Levantó la cabeza y dejó que él la besara mientras rotaba los hombros y se liberaba de las mangas.
Entonces él extendió los brazos, le levantó la cami­sa, y acarició lentamente su vientre con un dedo antes de quitarle la prenda. Bajó la cabeza para besarla entre los pechos y luego ascendió despacio con la lengua hasta el cuello, dejándola sin respiración. Sus manos le acariciaron suavemente la espalda, los brazos, los hom­bros, hasta que sus cuerpos ardientes se unieron, piel con piel. Victor le besó el cuello y lo mordisqueó suavemente mientras ella levantaba las caderas para permitirle que le quitara los pantalones. Myriam buscó a tientas el cierre de los vaqueros de Victor, lo descorrió, y miró a Victor mientras se los quitaba. Por fin sus cuerpos desnudos se unieron como en cámara lenta, y los dos se estremecieron con el recuerdo de una expe­riencia compartida tanto tiempo atrás.
Victor le lamió el cuello mientras sus manos acaricia­ban la piel tersa y caliente de sus pechos, descendían hasta el vientre y la entrepierna y volvían a subir. Estaba fascinado por su belleza. Su cabello sedoso reflejaba la luz y la hacía brillar. Su piel tersa y hermosa resplande­cía a la luz del fuego. Sentía las manos de Myriam en su espalda, atrayéndolo hacia ella.
Se tendieron junto a la chimenea; el aire estaba denso por el calor del fuego. La espalda de Myriam estaba ligeramente arqueada cuando él rodó encima de ella con un movimiento suave y fluido. Él quedó a gatas encima de ella, con las rodillas abiertas sobre sus cade­ras. Myriam levantó la cabeza para besarle el cuello y la barbilla, y con la respiración entrecortada, le lamió los hombros, saboreando el sudor de su cuerpo. Le pasó las manos por el pelo mientras él se encaramaba sobre ella, con los brazos de los músculos contraídos por el esfuerzo. Myriam hizo un pequeño gesto de invitación y tiró de él, pero Victor se resistió. En cambio, descendió y rozó su pecho ligeramente contra el de ella, y Myriam sintió que su cuerpo se estremecía de expectación.
Victor repitió el movimiento una y otra vez, despacio, besando cada parte de su cuerpo, escuchando los pe­queños gemidos de Myriam mientras se movía encima de ella.
Siguió así hasta que ella no pudo resistir más, y cuando por fin se unieron en un solo ser, Myriam gritó y hundió los dedos en su espalda. Escondió la cara en su cuello, sintiéndolo en su interior, gozando de su fuerza y su ternura, sus músculos y su alma. Se movió rítmi­camente contra su cuerpo, dejando que la llevara donde quisiera, al lugar donde debía estar.
Abrió los ojos y lo miró a la luz del fuego, maravi­llándose de su belleza mientras se movía encima de ella. El cuerpo de Victor brillaba, perlado de sudor, y las gotas cristalinas caían sobre su cuerpo como la lluvia. Todas sus responsabilidades, todas las facetas de su vida, su propia conciencia, escapaban con cada gota, con cada exhalación.
Sus cuerpos reflejaban todo lo que daban y toma­ban, y Myriam se sintió recompensada por una sensación cuya existencia desconocía. La sensación continuó y continuó, hormigueando en cada poro de su cuerpo, haciendo hervir su piel, hasta que se desvaneció. En­tonces se estremeció debajo de Victor, conteniendo el aliento. Pero en cuanto la primera sensación se diluyó, otra comenzó a apoderarse de ella, y empezó a experi­mentarlas una tras otra, en largas secuencias. Cuando la lluvia amainó y el Sol se puso en el horizonte, su cuerpo, aunque rendido, se resistía a abandonar el placer.
Pasaron el día uno en brazos del otro; cuando no estaban haciendo el amor junto a la chimenea, contem­plaban abrazados las llamas que devoraban los leños.
De vez en cuando, Victor le recitaba un poema, y ella lo escuchaba tendida a su lado, con los ojos cerrados, sintiendo cada palabra. Luego, en cuanto recuperaban las fuerzas, sus cuerpos volvían a unirse, y Victor le murmuraba palabras de amor al oído, entre beso y beso.
Continuaron así hasta el anochecer, resarciéndose de los años de separación, y esa noche durmieron abrazados. Victor se despertó varias veces, y al contem­plar el cuerpo agotado y radiante de Myriam, pensó que su vida se había compuesto súbitamente.
En una de esas ocasiones, poco antes del amanecer, Myriam abrió los ojos, sonrió y alzó la mano para acari­ciarle la cara. Victor le cubrió la boca con una mano, suavemente, para impedirle hablar, y durante un largo instante simplemente se miraron el uno al otro.
Cuando el nudo en su garganta se disipó, Victor susurró:
—Eres la respuesta a todas mis plegarias. Eres una canción, un sueño, un murmullo, y no sé cómo he podido vivir tanto tiempo sin ti. Te quiero, Myriam, te quiero mucho más de lo que imaginas.
—Ay, Victor —respondió ella atrayéndolo hacia sí. Ahora, más que nunca, lo deseaba, lo necesitaba más que a nada en el mundo.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
En los tribunales
Esa misma mañana, un poco más tarde, tres hombres —dos abogados y un juez— se reunían en un despacho de los tribunales. Lon terminó de hablar, pero el juez reflexionó unos instantes antes de responder.
—Es una solicitud extraña —dijo, sopesando la situación—. Creo que el juicio podría terminar hoy. ¿Dice que este asunto es tan urgente que no puede esperar a esta noche, o a mañana?
—No, Su Señoría, no puede —respondió Lon, quizá demasiado rápidamente. Tranquilo, relájate, se dijo. Respira hondo.
—¿Y no tiene nada que ver con el caso?
—No, Su Señoría. Es un asunto personal. Sé que es una solicitud fuera de lo común, pero debo ocuparme de esta cuestión de inmediato. —Eso estaba mejor.
El juez se apoyó en el respaldo de su silla y lo miró con ojo crítico durante un momento.
—¿Qué opina usted, señor Bates?
El aludido se aclaró la garganta.
—El señor Hammond me telefoneó esta mañana, y ya he hablado con mis clientes. Están dispuestos a aceptar un aplazamiento hasta el lunes.
—Ya veo —dijo el juez—. ¿Y cree que este aplaza­miento podría beneficiar a sus clientes?
—Así es —respondió—. El señor Hammond ha aceptado reanudar las discusiones sobre un asunto no contemplado en el procedimiento.
El juez miró fijamente a los dos abogados y pensó unos segundos.
—Esto no me gusta —declaró por fin—; no me gusta nada. Pero el señor Hammond nunca había he­cho una solicitud semejante, por lo que supongo que el asunto es de vital importancia para él. —Hizo una pausa, como para crear expectación, y echó un vistazo a los papeles que había sobre su escritorio. —Acepto un aplazamiento hasta el lunes a las nueve en punto.
—Gracias, Su Señoría —dijo Lon.
Dos minutos después, salió de los tribunales. Echó a andar hacia el coche que había estacionado al otro lado de la calle, subió y condujo en dirección a New Bern con manos temblorosas.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Una visita inesperada
Victor preparó el desayuno para Myriam, que dormía en el living-room. Nada espectacular; simplemente pan­ceta, galletas y café. Esperó a que se despertara para llevarle la bandeja, y en cuanto terminaron de desayu­nar, hicieron el amor una vez más. Fue una apasionada, vehemente confirmación de lo que habían compartido el día anterior. En el flujo de la última oleada de sen­saciones, Myriam arqueó la espalda y gritó a voz en cuello, luego se abrazó a Victor, y los dos respiraron acompasadamente, exhaustos.
Se ducharon juntos y Myriam volvió a ponerse su vestido, que se había secado durante la noche. Pasó la mañana con Victor. Dieron de comer a Clem, examina­ron las ventanas para comprobar si la tormenta había causado algún daño. Había derribado dos pinos y arrancado algunas ripias del cobertizo, pero aparte de eso, la propiedad estaba prácticamente intacta.
Estuvieron tomados de la mano la mayor parte de 'a mañana, conversando animadamente, aunque de vez en cuando Victor callaba y se quedaba mirándola. En esos momentos, Myriam sentía que debía decir algo, pero nunca se le ocurría nada significativo y se limitaba a besarlo.
Poco antes del mediodía, comenzaron a preparar el almuerzo. El día anterior no habían comido mucho, y los dos estaban hambrientos. Frieron un poco de pollo, hornearon otra fuente de galletas y salieron a comer al porche, con el canto de un sinsonte como música de fondo.
Cuando estaban lavando los platos, alguien llamó a la puerta. Victor dejó a Myriam en la cocina.
Volvieron a llamar.
—Ya voy —gritó Victor—. Otros dos golpes, esta vez más fuertes. —Ya voy —repitió Victor mientras abría la puerta. —¡Dios mío!
Miró un momento a la hermosa cincuentona, una mujer que habría reconocido en cualquier parte. Victor no podía hablar.
—Hola, Victor —dijo ella por fin. Él no respondió. —¿No me invitas a entrar?
Balbució una respuesta mientras ella pasaba a su lado y se detenía junto a la escalera.
—¿Quién es? —gritó Myriam desde la cocina, y la mujer se volvió al oír su voz.
—Tu madre —respondió Victor y de inmediato oyó el ruido de una copa estrellándose contra el suelo.
—Sabía que te encontraría aquí —dijo Anne Montemayor a su hija, cuando los tres se sentaron alrededor de la mesa ratona del living-room.
—¿Cómo estabas tan segura?
—Eres mi hija. Cuando tengas hijos, lo entenderás. —Sonrió, pero la rigidez de sus movimientos dio a entender a Victor que estaba pasando un mal momento—. Yo también leí el artículo y me fijé en tu reacción. Además, en las últimas dos semanas noté que estabas particularmente nerviosa, y cuando dijiste que ibas de compras a la costa, comprendí lo que te proponías.
—¿Y papá?
Anne Montemayor sacudió la cabeza.
—No he hablado de esto con tu padre ni con ninguna otra persona. Tampoco le dije a nadie que venía hacia aquí.
Myriam y Victor callaron, esperando que continuara, pero Anne no lo hizo.
—¿Por qué viniste? —preguntó por fin Myriam.
—Yo iba a hacerte la misma pregunta —respondió su madre arqueando las cejas. Myriam palideció. —He venido porque creí que tenía que hacerlo, y estoy segura de que tú me responderías lo mismo. ¿Estoy en lo cierto? —Myriam asintió y Anne se volvió hacia Victor: —Supongo en los últimos dos días has recibido muchas sorpresas.
—Sí —respondió él sencillamente, y la mujer le sonrió.
—Aunque no me creas, siempre me has caído bien, Victor. Sin embargo, no me parecías el mejor partido para mi hija. ¿Lo entiendes?
Victor sacudió la cabeza y respondió con voz grave:
—No, en realidad, no. No fue justa conmigo ni con Myriam. De lo contrario, ella no estaría aquí ahora.
Anne lo miró, pero no respondió. Myriam intervino para evitar una posible discusión.
—¿Qué quisiste decir con que tenías que venir? ¿Acaso no confías en mí?
Anne se volvió hacia su hija.
—Mi visita no tiene nada que ver con el hecho de que confíe o no en ti. Tiene que ver con Lon. Anoche me telefoneó para preguntarme por Victor, y ahora mismo viene hacia aquí. Parecía muy afectado. Supuse que debías saberlo.
Myriam respiró hondo.
—¿Viene hacia aquí?
—Está en camino. Consiguió que aplazaran el jui­cio hasta el lunes. Si aún no ha llegado a New Ben, estará muy cerca.
—¿Qué le dijiste?
—Poca cosa, pero él lo sabía. Lo sospechaba. Hace tiempo me oyó hacer un comentario sobre Victor y lo recordó.
Myriam tragó saliva.
—¿Le has dicho que yo estaba aquí?
—No. Y no lo haré. Es un asunto entre tú y él. Pero, conociéndolo, estoy segura de que averiguará dónde estás. Le bastará con hacer un par de llamadas a las personas indicadas. Al fin y al cabo, yo también te encontré.
Aunque era evidente que Myriam estaba preocupada, sonrió a su madre.
—Gracias —dijo, y Anne le tomó la mano.
—Sé que hemos tenido nuestras diferencias, Myriam, y que no siempre vemos las cosas de la misma manera. No me considero perfecta, pero te he educado lo mejor que pude. Soy tu madre y siempre lo seré. Y eso significa que siempre te querré.
Myriam guardó silencio durante unos instantes, luego preguntó:
—¿Qué puedo hacer?
—No lo sé, Myriam. Debes decidirlo tú sola. Pero yo, en tu lugar, lo pensaría dos veces. Pregúntate qué es lo que quieres realmente.
Myriam desvió la vista, y sus ojos se enrojecieron. Un segundo después, una lágrima se deslizó por su mejilla.
—No lo sé... —se interrumpió y su madre le apretó la mano.
Anne miró a Victor, que estaba sentado con la cabeza gacha, escuchando con atención. Como si leye­ra sus pensamientos, él le devolvió la mirada, hizo un gesto de asentimiento y salió del salón.
Cuando se hubo ido, Anne preguntó en un mur­mullo:
—¿Lo quieres?
—Sí —respondió Myriam en voz baja—. Mucho.
—¿Y quieres a Lon?
—Sí, también lo quiero. Lo quiero mucho, pero de otra manera. No me hace sentir lo mismo que Victor.
—Nadie lo hará —dijo su madre soltándole la mano—. No puedo tomar esta decisión por ti, Myriam. Sólo tú puedes hacerlo. Sin embargo, debes saber que te quiero y que siempre te querré. No es una gran ayuda, ya lo sé, pero es lo único que puedo hacer por ti. —Abrió su cartera de mano y sacó un paquete de cartas atadas con una cinta. Los sobres estaban viejos y ama­rillentos. —Estas son las cartas que te escribió Victor. No las abrí ni me atreví a tirarlas a la basura. Sé que no debí ocultártelas y lo lamento. Sólo quería protegerte. No me había dado cuenta de que... —Myriam tomó las cartas y las acarició, emocionada. —Ahora tengo que irme, Myriam. Debes tomar una decisión y no te queda mucho tiempo. ¿Quieres que te espere en el pueblo?
Myriam negó con la cabeza.
—No. Tengo que arreglármelas sola.
Anne asintió y miró a su hija con aire pensativo. Por fin se levantó, dio la vuelta a la mesa, se inclinó y la besó en la mejilla. Cuando Myriam se puso de pie y la abrazó, su madre leyó la duda en sus ojos.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó, apartándose un poco.
—No lo sé —respondió Myriam tras una larga pausa. Siguieron abrazadas en silencio durante otro minuto. —Gracias por venir —dijo finalmente—. Te quiero, mamá.
—Y yo a ti.
Anne se dirigió a la puerta, y Myriam creyó oírle murmurar "haz lo que te dicte el corazón". Aunque no estaba completamente segura.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
En la encrucijada
Victor le abrió la puerta a Anne Montemayor.
—Adiós, Victor —dijo la mujer en voz baja.
Él asintió en silencio. No quedaba nada más por decir, y los dos lo sabían. Ella se volvió y salió, cerrando la puerta a su espalda. Victor la vio andar hasta el coche, subir y alejarse sin mirar atrás. Es una mujer fuerte, pensó, y comprendió que Myriam había salido a ella.
Victor se asomó al living-room, vio a Myriam sentada con la cabeza gacha, y volvió al porche. Sabía que ella necesitaba estar sola. Se sentó en la mecedora y contem­pló el agua del río.
Después de un tiempo que le pareció eterno, oyó la puerta trasera. No se volvió a mirarla —algo se lo impedía—, pero la oyó sentarse a su lado.
—Lo lamento —dijo Myriam—. Nunca imaginé que fuera a pasar algo así.
Victor sacudió la cabeza.
—No lo lamentes. Los dos sabíamos que, tarde o temprano, llegaría este momento.
—De todos modos es muy duro.
—Lo sé. —Por fin se volvió hacia ella y le cogió una mano. —¿Puedo hacer algo para facilitarte las cosas?
Myriam negó con la cabeza.—No, no. Tengo que hacerlo sola. Además, no sé qué voy a decirle. —Bajó la vista y añadió en voz más baja y distante, como si hablara para sí: —Supongo que todo depende de él y de lo que sepa. Si mi madre está en lo cierto, sospechará algo, pero no puede estar seguro de nada.
Victor sintió un nudo en el estómago. Cuando por fin habló, su voz sonó tranquila, aunque Myriam advirtió su dolor.
—No vas a contarle lo nuestro, ¿verdad?
—No lo sé. De verdad. Durante los últimos mi­nutos en el salón, no he hecho más que preguntarme qué es lo que más quiero en la vida. —Le apretó la mano—. ¿Y sabes cuál fue la respuesta? Que te quiero a ti. Que quiero que estemos juntos. Te amo y siem­pre te he amado. —Respiró hondo y continuó: —Pe­ro también quiero un final feliz, sin herir a nadie. Y sé que si me quedo, lastimaré a algunas personas. Sobre todo a Lon. No te mentí cuando dije que lo quería. No me hace sentir las mismas cosas que tú, pero le tengo mucho afecto, y no sería justo que le hiciera esto. Si me quedo aquí, también haré daño a mi familia y a mis amigos. Sería como traicionarlos a todos... Y no me siento capaz de hacerlo.
—No puedes supeditar tu vida a los demás. Debes hacer lo que consideres mejor para ti, aunque con ello lastimes a tus seres queridos.
—Lo sé —respondió Myriam—, pero tendré que afrontar mi decisión, cualquiera que sea, durante el resto de mi vida. Para siempre. Tendré que ser capaz de seguir adelante sin mirar atrás. ¿Me entiendes?
Victor sacudió la cabeza y trató de mantener la calma en su voz.
—No. No si eso significa perderte. No quiero volver a perderte. —Myriam bajó la vista en silencio, y Victor continuó: —¿Podrías dejarme sin mirar atrás?
Myriam se mordió los labios antes de responder con un hilo de voz:—No lo sé. Puede que no.
—¿Sería justo para Lon?
No respondió de inmediato. Se levantó, se secó las lágrimas y caminó hasta el borde del porche, donde se apoyó contra una columna. Cruzó los brazos y miró al agua del río antes de contestar en voz baja:
—No.
—No tiene por qué ser así, Myriam —dijo Victor—. Ahora somos adultos, y tenemos la oportunidad de elegir que no tuvimos antes. Estamos hechos el uno para el otro. Siempre ha sido así. —Se acercó y le apoyó una mano en el hombro. —No quiero pasar el resto de mi vida pensando en ti, imaginando cómo hubiera sido vivir contigo. Quédate conmigo, Myriam.
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.
—No sé si podré —susurró.
—Claro que puedes... Myriam, nunca seré feliz sabien­do que estás con otro. Eso me mataría. Lo que hay entre nosotros es extraordinario. Es demasiado hermoso para echarlo por la borda.
Myriam no respondió. Al cabo de un momento, Victor la obligó a volverse hacia él, le tomó las manos y buscó sus ojos. Ella finalmente lo miró con los ojos húmedos. Después de un largo silencio, Victor le secó las lágrimas de las mejillas con una expresión de ternura en la cara. Leyó sus pensamientos y preguntó con un hilo de voz:
—No te quedarás, ¿verdad? —Esbozó una pequeña sonrisa. —Quieres hacerlo, pero no puedes.
—Ay, Victor —dijo ella, echándose a llorar otra vez—. Por favor, trata de entenderlo...
El la atajó, sacudiendo la cabeza.
—Sé lo que vas a decir, lo veo en tus ojos. Pero no lo entiendo, Myriam. No quiero que esto termine así. Pero si te vas, los dos sabemos que no volveremos a vernos.
Myriam se apoyó contra su pecho y comenzó a llorar con más fuerza, mientras Victor intentaba reprimir las lágrimas. La estrechó entre sus brazos.
—No puedo obligarte a quedarte, pero pase lo que pase, nunca olvidaré estos dos días que estuvimos juntos. He soña­do con esto durante años.
La besó con ternura, y se abrazaron como cuando Myriam había llegado un par de días antes. Finalmente ella se soltó y se secó las lágrimas.
—Tengo que ir a buscar mis cosas, Victor.
Él no la siguió. Se sentó en la mecedora, agotado. La miró entrar en la casa y oyó cómo el sonido de sus movimientos se desvanecía. Al cabo de unos minutos, Myriam reapareció con sus cosas y caminó hacia él con la cabeza gacha. Le entregó el dibujo hecho la mañana anterior. Victor adviritó que no había dejado de llorar.
—Toma. Lo hice para ti.
Victor desplegó el dibujo despacio, con cuidado de no romperlo.
Eran dos imágenes superpuestas. La del fondo, que ocupaba la mayor parte de la página, era un retrato de él tal como era ahora, no catorce años antes. Notó que había dibujado hasta el más mínimo detalle de su cara, incluyendo la cicatriz. Era como si lo hubiera copiado de una fotografía reciente.
La segunda imagen correspondía a la fachada de la casa. También era asombrosamente detallada, como si la hubiera bosquejado sentada bajo el roble.
—Es precioso, Myriam. Gracias. —Forzó una sonrisa. —Ya te he dicho que eres una auténtica artista.
Myriam asintió con la vista fija en el suelo y los labios apretados. Era hora de marcharse.
Caminaron despacio hacia el coche, sin hablar. Cuando llegaron, Victor la abrazó otra vez hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas. La besó en los labios y en las mejillas, y luego acarició suavemente con un dedo los puntos donde la había besado.
—Te quiero, Myriam.
—Y yo a ti.
Victor abrió la puerta del coche y se besaron por última vez. Myriam se sentó al volante, sin quitarle los ojos de encima. Dejó las cartas y el bolso en el asiento de al lado, buscó las llaves y dio el contacto. El motor comenzó a rugir con impaciencia. Había llegado la hora.
Victor cerró la puerta con las dos manos, y Myriam bajó la ventanilla. Observó los músculos de sus brazos, la sonrisa natural, la cara bronceada. Extendió una mano y Victor se la tomó un segundo, acariciándola suave­mente con los dedos.
—Quédate —murmuró sin sonido, moviendo los labios, y por alguna razón esa súplica muda le dolió mucho más a Myriam de lo que esperaba. Las lágrimas caían sin freno, pero no podía hablar. Por fin, de mala gana, apartó la vista y le soltó la mano. Movió la palanca de cambio y apretó ligeramente el acelerador. Si no se marchaba ahora, no lo haría nunca. Victor se apartó y el coche comenzó a avanzar.
Contempló la escena como si estuviera en trance.
Vio cómo el coche iba despacio, oyó el crujido de la grava bajo las ruedas. El vehículo comenzó a girar lentamente hacia el camino que la llevaría al pueblo. Se iba, se iba, y Victor la miraba aturdido.
Avanzó... pasó a su lado...
Myriam saludó con la mano por última vez y sonrió en silencio antes de acelerar. Entonces él le devolvió el saludo sin entusiasmo. "¡No te vayas!", hubiera queri­do gritar, al ver que el coche se alejaba. Pero no dijo nada. Un minuto después el vehículo se perdió en la distancia, y lo único que quedó de Myriam fueron las huellas de su coche en el camino.
Victor permaneció inmóvil en el mismo sitio duran­te largo rato. Myriam se había marchado tan repentina­mente como había llegado. Esta vez para siempre. Para siempre. Cerró los ojos y volvió a verla marchar en su mente, el coche alejándose poco a poco, llevándose su corazón.
Con profunda tristeza recordó que Myriam, igual que su madre, no había mirado atrás.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Una carta del pasado
Resultaba difícil conducir con los ojos nublados por las lágrimas, pero Myriam siguió adelante, confiando en que su instinto la llevara de regreso al hotel. Había dejado la ventanilla abierta, con la esperanza de que el aire fresco le aclarara la cabeza, pero no parecía ayudar. No había nada capaz de ayudarla.
Estaba cansada y dudaba de que tuviera la energía necesaria para hablar con Lon. ¿Qué le diría? Todavía no tenía la menor idea, pero esperaba que se le ocurriera algo cuando llegara el momento.
Tenía que ocurrírsele algo.
Cuando cruzó el puente levadizo que conducía a la calle principal, ya había recuperado la compostura. No totalmente, pero lo suficiente para hablar con Lon. Al menos, eso creía.
El tránsito era escaso, y mientras atravesaba New Bern, tuvo tiempo para observar a los desconocidos habitantes del pueblo enfrascados en sus ocupaciones cotidianas. En una estación de servicio, un mecánico examinaba el motor de un coche nuevo, bajo la atenta mirada del presunto propietario del vehículo.
Dos mujeres empujaban sendos cochecitos de niños cerca de Hoffman-Lane, y charlaban mientras miraban vidrieras. Un hombre impecablemente vestido pasó por delante de la joyería Hearns, caminando rápida­mente con un maletín en la mano.
Al doblar la esquina siguiente, vio a un joven des­cargando mercancías de un camión que bloqueaba parcialmente la calle. Su postura, o quizá su forma de moverse, le recordó a Victor recogiendo los cangrejos en el borde del embarcadero.
Se detuvo frente a un semáforo y vio el hotel al final de la calle. Cuando la luz se puso verde, respiró hondo y condujo despacio hasta el estacionamiento que el hotel compartía con otros establecimientos. Al entrar, reconoció el coche de Lon en primera fila. Aunque el lugar contiguo estaba desocupado, siguió adelante y eligió un sitio más apartado de la entrada.
Apagó el contacto y el motor paró de inmediato. Sacó de la guantera el cepillo para el pelo y el espejito de mano que había dejado encima de un mapa de Carolina del Norte. Al mirarse en el espejo, vio que todavía tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Como el día anterior, después del chaparrón, lamentó no haber llevado con­sigo el estuche del maquillaje, aunque dudaba de que en ese momento le hubiera servido de algo. Probó a recogerse el pelo de un lado, luego de los dos, y final­mente se dio por vencida.
Tomó su bolso, lo abrió y leyó una vez más el artículo que la había llevado allí. Habían ocurrido tantas cosas desde entonces, que no podía creer que sólo hubieran pasado tres semanas. Jamás hubiera di­cho que había llegado a New Bern apenas dos días antes. Tenía la impresión de que hacía siglos de su cena con Victor.
Los estorninos cantaban en los árboles. Las nubes comenzaban a despejarse y Myriam vislumbró el azul del cielo, asomándose entre las manchas blancas. El Sol seguía oculto, pero reaparecería pronto.
Sería un día maravilloso. La clase de día que le hubiera gustado pasar con Victor y, al pensar en él, recordó las cartas que le había entregado su madre.
Desató el paquete, y encontró la primera. Comenzó a abrirla, pero se detuvo porque podía imaginarse lo que diría. Palabras sencillas, sin duda; un recuento de las cosas realizadas, recuerdos del verano, quizás algu­na pregunta. Al fin y al cabo, todavía esperaría una respuesta. Entonces buscó la última carta, la última del paquete. La carta de despedida. Aquella le interesaba más que las otras. ¿Cómo se había despedido? ¿Cómo lo habría hecho ella?
El sobre era delgado. Una página, dos, como mu­cho. Lo que quiera que hubiera escrito Victor, no era largo. Myriam miró el reverso del sobre. No había nombre, sólo una dirección de Nueva Jersey. Contuvo el aliento y abrió la solapa del sobre con la uña.
Desplegó la carta y vio que tenía fecha de marzo de 1935.
Dos años y medio sin respuesta.
Lo imaginó sentado a su viejo escritorio, escribien­do la carta, quizá sabiendo que sería la última, y le pareció ver rastros de lágrimas en el papel. Aunque tal vez fueran imaginaciones suyas.
Alisó la hoja y comenzó a leer a la luz blanquecina del sol que se filtraba por la ventanilla.
Mi adorada Myriam:
No me queda nada más que decir, salvo que anoche no pude dormir porque comprendí que todo había terminado entre nosotros. Es un senti­miento nuevo para mí, un sentimiento que nunca previ, pero al mirar atrás, pienso que no podía haber sido de otra manera.
Tú y yo éramos diferentes, procedíamos de mundos diferentes. Sin embargo, tú me enseñaste el valor del amor. Me enseñaste lo que significaba amar a alguien, y gracias a ello, me he convertido en un hombre distinto. No quiero que nunca lo olvides.
No te guardo rencor por lo que ha pasado. Al contrario, estoy convencido de que nuestra rela­ción fue auténtica, y me alegro de que nuestros caminos se hayan cruzado, aunque sólo fuera por un tiempo tan breve. Si en un futuro lejano volve­mos a encontrarnos, cada uno con una nueva vida, te sonreiré con alegría y recordaré el verano que pasamos bajo los árboles, aprendiendo el uno del otro y cultivando nuestro amor. Acaso tú sientas lo mismo, y aunque sólo sea por un fugaz instante, me devuelvas la sonrisa y saborees los recuerdos que siempre compartiremos.
Te quiero, Myriam. Victor
Releyó la carta, esta vez más despacio, y antes de guardarla en el sobre, la leyó por tercera vez. Volvió a imaginar a Victor escribiéndola, y por un momento pensó en leer otra, pero comprendió que no podía demorarse más. Lon la esperaba.
Al bajar del coche le flaquearon las piernas. Se detuvo, respiró hondo y comenzó a cruzar el estacio­namiento, pensando que aún no sabía lo que iba a decirle.
Y no lo supo hasta que llegó a la entrada del hotel, abrió la puerta y vio a Lon aguardándola en el ves­tíbulo.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Un invierno para dos
La historia termina aquí, así que cierro el cuaderno, me quito los anteojos y me restriego los ojos. Están cansados e irritados, pero hasta el momento no me han fallado. Aunque estoy seguro de que pronto lo harán. Ni ellos ni yo somos eternos. Ahora que he acabado, la miro, pero ella no me devuelve la mirada. Tiene la vista fija en la ventana que da al patio donde los residentes se reúnen con sus familiares y sus amigos.
Sigo la dirección de sus ojos, y miramos juntos. En todos estos años, la rutina cotidiana no ha variado. Cada mañana, una hora después del desayuno, empie­zan a llegar. Adultos jóvenes, solos o con niños, vienen a visitar a los residentes. Traen fotografías y regalos, y se sientan en los bancos ó pasean por los senderos flanqueados de árboles, diseñados para crear la ilusión de que estamos rodeados por la naturaleza. Algunos pasan todo el día aquí, pero la mayoría se marcha al cabo de pocas horas, y cuando lo hacen, siempre siento pena por los que se quedan. A veces pienso en lo que sentirán mis amigos al ver que sus seres queridos se alejan en sus coches, aunque sé que no es asunto mío.
Y nunca los interrogo al respecto, pues he aprendido que tenemos derecho a guardar algunos secretos. Aunque pronto les revelaré los míos.
Dejo el cuaderno y la lupa sobre la mesa que está a mi lado, sintiendo un dolor en los huesos, y una vez más reparo en lo frío que está mi cuerpo. Ni siquiera el sol de la mañana puede calentarlo. Aunque eso ya no me sorprende, pues últimamente mi cuerpo impone sus propias reglas.
Sin embargo, no soy tan desafortunado. El personal de aquí me conoce, conoce mis limitaciones, y hace todo lo posible para hacerme sentir cómodo. Me han dejado una tetera caliente sobre la mesa, y la levanto con las dos manos. Tengo que hacer un gran esfuerzo para servirme una taza, pero lo hago, porque sé que el té me calentará y el ejercicio ayudará a evitar que termine de oxidarme. Aunque ya estoy bastante oxidado; oxidado como un coche después de veinte años a la intemperie en los Everglades.
Esta mañana le he leído, como todas las mañanas, porque sé que debo hacerlo. No lo hago por obligación —aunque supongo que llegado el caso, podría calificar­se de tal—, sino por un motivo más romántico. Me gustaría poder explicarlo mejor ahora, pero todavía es pronto, y hablar de romanticismo antes de comer es una tarea ímproba, al menos para mí. Además, ignoro cómo acabará esto, y prefiero no hacerme ilusiones.
Pasamos todo el día juntos, pero dormimos separa­dos. Los médicos me han prohibido verla después de anochecer. Entiendo perfectamente sus razones, y aunque estoy de acuerdo con ellos, de vez en cuando rompo las reglas. Cuando estoy de humor, me escapo de mi habitación a última hora de la noche y vengo a verla dormir. Ella no lo sabe. Entro, observo cómo respira, y pienso que si no hubiera sido por ella, jamás me habría casado. Y cuando miro su cara, una cara que conozco mejor que la mía, sé que yo he sido igual de importante para ella. Y eso significa mucho más de lo que puedo explicar con palabras.
A veces, mientras la contemplo, pienso que haber estado casado cuarenta y nueve años con ella me con­vierte en el hombre más afortunado del mundo. Celebraremos nuestro aniversario el mes que viene. Me oyó roncar durante los primeros cuarenta y cinco años, pero a partir de entonces hemos dormido en habitacio­nes separadas. Yo no duermo bien sin ella a mi lado. Doy vueltas y más vueltas, añorando su calor, y paso la mayor parte de la noche en vela, con los ojos como platos, mirando cómo las sombras danzan en el techo como plantas rodadoras en el desierto. Con un poco de suerte, duermo un par de horas, y aun así me despierto antes del amanecer. Esto no tiene sentido para mí.
Todo terminará pronto. Yo lo sé, pero ella no. Las anotaciones en mi diario se han vuelto más breves y tardo poco tiempo en escribirlas. Son muy simples, pues casi todos mis días son iguales. Sin embargo, esta noche copiaré un poema que me pasó una de las enfermeras, pensando que me gustaría. Dice así:
Jamás, hasta aquel día,
me había asaltado un amor tan dulce y repentino.
Su cara hizo eclosión como una tierna flor,
robándome entero el corazón.
Aunque por las noches somos libres de hacer lo que nos plazca, me han pedido que visite a los demás. Por lo general lo hago, ya que soy el lector oficial y me necesitan; o por lo menos, eso dicen. Camino por el pasillo y elijo dónde entrar, porque soy demasiado viejo para ceñirme a una rutina fija, pero en el fondo de mi corazón, siempre sé quién me necesita. Son mis amigos, y cuando abro una puerta, veo una habitación parecida a la mía, casi en penumbras, alumbrada sólo por las luces de La rueda de la Fortuna y la reluciente dentadura del presentador. El mobiliario es igual para todos y el televisor está a todo volumen, porque aquí nadie oye bien.
Tanto los hombres como las mujeres sonríen al verme entrar, apagan el televisor y me hablan en mur­mullos. "Me alegro de verlo", dicen, y me preguntan por mi esposa. A veces les respondo. Les hablo de su dulzura y de su encanto, les cuento que ella me enseñó a descubrir la belleza del mundo. O les describo nues­tros primeros años de casados, cuando lo único que necesitábamos para ser felices era abrazarnos debajo del estrellado cielo del sur. En ocasiones especiales, les hablo de nuestras aventuras juntos, las exposiciones en Nueva York y en París, o de las innumerables críticas elogiosas escritas en lenguas desconocidas. Sin embar­go, casi siempre me limito a sonreír y a decirles que sigue igual. Entonces miran hacia otro lado, porque no quieren que les vea la cara. Les recuerdo su propia mortalidad. Así que me siento a su lado y leo para ahuyentar sus miedos.
Serénate —ten confianza en mí...
Mientras el sol no te rechace, no te rechazaré,
Mientras las aguas no se nieguen a brillar por ti,
y las hojas a estremecerte para ti, no se me
negarán
mis palabras a brillar ni a estremecerse por ti.
Les leo para que sepan quién soy.
Yo vago toda la noche en mi visión... inclinándome, con los ojos abiertos sobre los ojos cerrados de los durmientes. Errante y aturdido, abstraído, fuera de lugar, contradictorio,
Vagando, contemplando, inclinándome y dete­niéndome.
Si pudiera, mi esposa me acompañaría en mis excur­siones nocturnas, pues la poesía siempre ha sido una de sus múltiples aficiones. Thomas, Whitman, Eliot, Shakespeare y el rey David de los Salmos. Amantes de las palabras, artífices del lenguaje. Cuando miro hacia atrás, mi pasión por la poesía me sorprende, y a veces hasta me arrepiento de ella. La poesía embellece la vida, pero también la entristece, y no estoy seguro de que sea un intercambio justo para alguien de mi edad. Uno debería disfrutar de otras cosas cuando todavía tiene la oportunidad de hacerlo; debería pasar los últimos días al sol. Yo los pasaré junto a la luz de una lámpara.
Camino achacosamente hacia ella y me siento en el sillón que está junto a su cama. Al sentarme me duele la espalda, y por milésima vez me recuerdo que debo conseguir otro almohadón. Le tomo la mano huesuda y frágil. Su contacto es agradable. Responde con un débil apretón y me acaricia suavemente un dedo con el pulgar. Tal como he aprendido, no hablo hasta que lo hace ella. Casi todos los días permanezco sentado a su lado, en silencio, hasta que se pone el Sol, y en esos días no sé nada de ella.
Pasan varios minutos hasta que se vuelve hacia mí. Está llorando. Sonrío, le suelto la mano, saco un pañue­lo del bolsillo y le seco las lágrimas. Ella no deja de mirarme y me pregunto qué piensa.
—Es una historia preciosa.
Comienza a lloviznar. Las gotas tamborilean en las ventanas. Vuelvo a tomarle la mano. Será un buen día, un día espléndido. Un día mágico. No puedo evitar sonreír.
—Sí —digo.
—¿La escribiste tú? —pregunta. Su voz es un susu­rro, una brisa ligera soplando entre las hojas.
—Sí —respondo.
Se vuelve hacia la mesa de noche, donde hay un pequeño vaso de cartón con su remedio. El mío tam­bién está allí. Las pildoras diminutas tienen los colores del arco iris para que no nos olvidemos de tomarlas. Últimamente, las enfermeras me dejan las mías en su habitación, aunque no están autorizadas para hacerlo.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
—La había oído antes, ¿verdad?
—Sí —repito, como lo hago en todas las ocasiones como esta. He aprendido a ser paciente.
Estudia mi cara con sus ojos verdes como las olas del mar.
—Me quita el miedo —dice.
—Lo sé —asiento, moviendo suavemente la cabeza. Se vuelve y yo espero. Me suelta la mano y busca el vaso de agua. Está en la mesa de noche, al lado del remedio.
—¿Es una historia verdadera? —Se incorpora un poco en la cama y bebe otro sorbo de agua. Su cuerpo se mantiene fuerte. —¿Conociste a esas personas?
—Sí —digo. Podría añadir algo más, pero rara vez lo hago.
Ella sigue siendo hermosa. Hace la pregunta previ­sible:
—¿Y bien? ¿Con cuál de los dos se casó?
—Con el que era mejor para ella —respondo.
—¿Y cuál era?
Sonrío.
—Ya te enterarás —digo en voz baja—. Antes que acabe el día lo sabrás.
No me entiende, pero tampoco insiste. Comienza a inquietarse. Se esfuerza por formular otra pregunta, pero no sabe cómo. Decide posponerla un momento y toma uno de los vasos de cartón.
—¿Es el mío?
—No, es éste. —Estiro el brazo y le empujo el vaso. No puedo sujetarlo con la mano. Lo toma ella y mira las pildoras. Por su forma de mirarlas, sé que no entiende para qué son. Levanto mi vaso con las dos manos y me echo las pildoras en la boca. Ella me imita. Hoy no habrá peleas, y eso facilita las cosas. Levanto el vaso simulando un brindis, y me quito el sabor amargo de la boca con un sorbo de té. Se está enfriando. Ella traga sus pildoras y las baja con agua.
Un pájaro comienza a cantar al otro lado de la ventana, y los dos volvemos la cabeza. Guardamos silencio durante unos instantes, disfrutando juntos de esa maravilla. Cuando el canto cesa, ella suspira.
—Tengo que preguntarte otra cosa —dice.
—Sea lo que fuere, intentaré responder.
—Pero es difícil.
No me mira, y no puedo ver sus ojos. Así es como esconde sus pensamientos. Algunas cosas no cambian nunca.
—Tómate tu tiempo —digo, aunque sé lo que va a preguntarme.
Finalmente se vuelve y me mira a los ojos. Esboza una sonrisa tierna, la clase de sonrisa que uno dedica a un niño, no a un amante.
—No quiero herir tus sentimientos, porque has sido muy bueno conmigo, pero...
Espero. Sus palabras me dolerán. Arrancarán un trozo de mi corazón y dejarán una cicatriz.
—¿Quién eres?
Estamos desde hace tres años en la Clínica Geriátrica Creekside. Fue ella quien decidió venir aquí, en parte porque estaba cerca de casa, pero también porque pensó que aquí me facilitarían las cosas. Protegimos la casa con tablas, pues ninguno de los dos podía soportar la idea de venderla, firmamos unos cuantos papeles, y poco después nos concedieron un sitio donde vivir y morir, a cambio de la libertad por la que habíamos luchado toda nuestra vida.
Ella tenía razón, desde luego. No podría habérmelas arreglado solo, pues la enfermedad se ha adueñado de ambos. Estamos en los últimos minutos del día de nuestra vida, y las agujas del reloj avanzan ruidosamente. ¿Acaso soy el único que oye su tictac?
Un dolor palpitante se extiende por mis dedos y me recuerda que no nos hemos tomado de las manos con los dedos entrelazados desde que llegamos aquí. La idea me entristece, pero es culpa mía, no de ella. Padez­co la peor clase de artritis, reumatoide y en estado avanzado. Mis manos deformes tienen un aspecto grotesco y me duelen durante casi todo el día. Las miro y fantaseo con que me las quitan, me las amputan, aunque sé que entonces no podría hacer las cosas que debo hacer. Así que uso mis garras, como las llamo a veces, y todos los días le tomo las manos a pesar del dolor, y hago lo imposible por acariciárselas, porque sé que ella lo desea.
Aunque la Biblia dice que un hombre puede vivir ciento veinte años, yo no quiero hacerlo, y dudo de que mi cuerpo pudiera lograrlo. Se está viniendo abajo; la erosión constante en mis entrañas y mis articulaciones está matando mis miembros uno a uno. Mis manos son completamente inútiles, mis ríñones empiezan a fallar y mi ritmo cardíaco disminuye mes a mes. Y lo que es peor, tengo cáncer otra vez; ahora de próstata. Es mi tercer combate con este enemigo invisible que tarde o temprano me vencerá, aunque no antes que yo decida que ha llegado mi hora. Los médicos están preocupa­dos por mí, pero yo no. En el crepúsculo de mi vida no hay tiempo para la preocupación.
Cuatro de nuestros cinco hijos siguen vivos, y aunque les resulta difícil visitarnos, vienen a vernos a menudo. Doy gracias por ello. Pero incluso cuando no están aquí, los tengo presentes diariamente, a todos y a cada uno de ellos, y recuerdo las sonrisas y las lágrimas que acompañan la vida en familia. Una docena de fotos decoran las paredes de mi habitación. Son mi herencia, mi contribución al mundo. A veces me pregunto cómo los verá mi esposa en sus sueños, o si los verá, o incluso si sueña. Hay tantas cosas que ya no sé de ella.
¿ Qué pensaría mi padre de mi vida ? ¿ Qué haría él en mi lugar? Hace cincuenta años que no lo veo, y ahora es sólo una sombra en mi memoria. Ya no puedo imaginarlo con claridad; su cara se ha oscurecido, como si una luz brillara a su espalda. Ignoro si esto se debe a la decadencia de mi memoria o simplemente al paso del tiempo. Sólo conservo una foto de él, y también se ha desteñido. Dentro de un par de años su imagen se habrá desvanecido por completo y yo ya no estaré, de modo que su recuerdo desaparecerá como un mensaje escrito en la arena. Si no fuera por mis diarios, juraría que he vivido sólo la mitad de los años que tengo. Largos períodos de tiempo se han borrado de mi mente. A veces, cuando leo algunos párrafos de mi diario, me pregunto quién era yo cuando los escribí, pues soy incapaz de recordar los acontecimientos de mi vida. En más de una ocasión me pregunto adonde se ha ido la vida.
—Me llamo Duke —digo. Siempre he sido un admirador de John Wayne.
—Duke —musita ella—. Duke. —Reflexiona un momento con la frente arrugada y los ojos serios.
—Sí —prosigo—, y estoy aquí por ti. —Y siempre lo estaré, pienso.
Se ruboriza. Sus ojos enrojecen, se humedecen, y las lágrimas empiezan a brotar. Me rompe el corazón, y como tantas otras veces, desearía poder hacer algo para ayudarla.
—Lo siento —dice—. No entiendo nada de lo que me pasa. No sé quién eres. Cuando te escucho hablar, pienso que debería reconocerte, pero no es así. Ni siquiera sé mi nombre. —Se seca las lágrimas y prosi­gue: —Ayúdame, Duke. Ayúdame a recordar quién soy. O por lo menos quién era. Me siento perdida.
Respondo con el corazón, pero miento sobre su identidad. Como he mentido sobre la mía. Tengo motivos para hacerlo.
—Eres Hannah, una amante de la vida, una mujer que infundió fuerza a todos los que gozaron de su amistad. Eres un sueño, una creadora de dicha, una artista que ha conmovido a centenares de almas. Tuvis­te una vida plena y no deseaste nada, porque tus necesidades eran espirituales y te bastaba con buscar en tu interior. Eres buena y leal, capaz de ver belleza donde otros no la ven. Eres una maestra de cosas maravillosas, una soñadora de cosas mejores. —Me detengo un instante para recuperar el aliento y añado: —Hannah, no debes sentirte perdida, pues:
Nada se pierde realmente jamás ni puede per­derse,
Ningún nacimiento, identidad, forma... ningún objeto del mundo
Ninguna vida, ninguna fuerza, ninguna cosa visible...
El cuerpo, lento, anciano, frío —las cenizas que quedaron de los primeros fuegos ...a su debido tiempo volverán a arder.
Medita un momento sobre lo que acabo de decir. En el silencio, miro hacia la ventana y veo que ha dejado de llover. La luz del Sol comienza a colarse en la habitación.
—¿Lo has escrito tú? —pregunta.
—No. Es de Walt Whitman.
—¿De quién?
—De un amante de las palabras, un artesano de las ideas.
No responde directamente. En cambio, me mira fijamente durante largo rato, hasta que nuestra respiración se acompasa. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Den­tro. Fuera. Respiraciones profundas. ¿Sabrá que la veo hermosa?
—¿Te quedarás un rato conmigo? —pregunta por fin.Sonrío y asiento con la cabeza. Me devuelve la sonrisa.
—Sí —repito, como lo hago en todas las ocasiones como esta. He aprendido a ser paciente.
Estudia mi cara con sus ojos verdes como las olas del mar.
—Me quita el miedo —dice.
—Lo sé —asiento, moviendo suavemente la cabeza. Se vuelve y yo espero. Me suelta la mano y busca el vaso de agua. Está en la mesa de noche, al lado del remedio.
—¿Es una historia verdadera? —Se incorpora un poco en la cama y bebe otro sorbo de agua. Su cuerpo se mantiene fuerte. —¿Conociste a esas personas?
—Sí —digo. Podría añadir algo más, pero rara vez lo hago.
Ella sigue siendo hermosa. Hace la pregunta previ­sible:
—¿Y bien? ¿Con cuál de los dos se casó?
—Con el que era mejor para ella —respondo.
—¿Y cuál era?
Sonrío.
—Ya te enterarás —digo en voz baja—. Antes que acabe el día lo sabrás.
No me entiende, pero tampoco insiste. Comienza a inquietarse. Se esfuerza por formular otra pregunta, pero no sabe cómo. Decide posponerla un momento y toma uno de los vasos de cartón.
—¿Es el mío?
—No, es éste. —Estiro el brazo y le empujo el vaso. No puedo sujetarlo con la mano. Lo toma ella y mira las pildoras. Por su forma de mirarlas, sé que no entiende para qué son. Levanto mi vaso con las dos manos y me echo las pildoras en la boca. Ella me imita. Hoy no habrá peleas, y eso facilita las cosas. Levanto el vaso simulando un brindis, y me quito el sabor amargo de la boca con un sorbo de té. Se está enfriando. Ella traga sus pildoras y las baja con agua.
Un pájaro comienza a cantar al otro lado de la ventana, y los dos volvemos la cabeza. Guardamos silencio durante unos instantes, disfrutando juntos de esa maravilla. Cuando el canto cesa, ella suspira.
—Tengo que preguntarte otra cosa —dice.
—Sea lo que fuere, intentaré responder.
—Pero es difícil.
No me mira, y no puedo ver sus ojos. Así es como esconde sus pensamientos. Algunas cosas no cambian nunca.
—Tómate tu tiempo —digo, aunque sé lo que va a preguntarme.
Finalmente se vuelve y me mira a los ojos. Esboza una sonrisa tierna, la clase de sonrisa que uno dedica a un niño, no a un amante.
—No quiero herir tus sentimientos, porque has sido muy bueno conmigo, pero...
Espero. Sus palabras me dolerán. Arrancarán un trozo de mi corazón y dejarán una cicatriz.
—¿Quién eres?
Estamos desde hace tres años en la Clínica Geriátrica Creekside. Fue ella quien decidió venir aquí, en parte porque estaba cerca de casa, pero también porque pensó que aquí me facilitarían las cosas. Protegimos la casa con tablas, pues ninguno de los dos podía soportar la idea de venderla, firmamos unos cuantos papeles, y poco después nos concedieron un sitio donde vivir y morir, a cambio de la libertad por la que habíamos luchado toda nuestra vida.
Ella tenía razón, desde luego. No podría habérmelas arreglado solo, pues la enfermedad se ha adueñado de ambos. Estamos en los últimos minutos del día de nuestra vida, y las agujas del reloj avanzan ruidosamente. ¿Acaso soy el único que oye su tictac?
Un dolor palpitante se extiende por mis dedos y me recuerda que no nos hemos tomado de las manos con los dedos entrelazados desde que llegamos aquí. La idea me entristece, pero es culpa mía, no de ella. Padez­co la peor clase de artritis, reumatoide y en estado avanzado. Mis manos deformes tienen un aspecto grotesco y me duelen durante casi todo el día. Las miro y fantaseo con que me las quitan, me las amputan, aunque sé que entonces no podría hacer las cosas que debo hacer. Así que uso mis garras, como las llamo a veces, y todos los días le tomo las manos a pesar del dolor, y hago lo imposible por acariciárselas, porque sé que ella lo desea.
Aunque la Biblia dice que un hombre puede vivir ciento veinte años, yo no quiero hacerlo, y dudo de que mi cuerpo pudiera lograrlo. Se está viniendo abajo; la erosión constante en mis entrañas y mis articulaciones está matando mis miembros uno a uno. Mis manos son completamente inútiles, mis ríñones empiezan a fallar y mi ritmo cardíaco disminuye mes a mes. Y lo que es peor, tengo cáncer otra vez; ahora de próstata. Es mi tercer combate con este enemigo invisible que tarde o temprano me vencerá, aunque no antes que yo decida que ha llegado mi hora. Los médicos están preocupa­dos por mí, pero yo no. En el crepúsculo de mi vida no hay tiempo para la preocupación.
Cuatro de nuestros cinco hijos siguen vivos, y aunque les resulta difícil visitarnos, vienen a vernos a menudo. Doy gracias por ello. Pero incluso cuando no están aquí, los tengo presentes diariamente, a todos y a cada uno de ellos, y recuerdo las sonrisas y las lágrimas que acompañan la vida en familia. Una docena de fotos decoran las paredes de mi habitación. Son mi herencia, mi contribución al mundo. A veces me pregunto cómo los verá mi esposa en sus sueños, o si los verá, o incluso si sueña. Hay tantas cosas que ya no sé de ella.
¿ Qué pensaría mi padre de mi vida ? ¿ Qué haría él en mi lugar? Hace cincuenta años que no lo veo, y ahora es sólo una sombra en mi memoria. Ya no puedo imaginarlo con claridad; su cara se ha oscurecido, como si una luz brillara a su espalda. Ignoro si esto se debe a la decadencia de mi memoria o simplemente al paso del tiempo. Sólo conservo una foto de él, y también se ha desteñido. Dentro de un par de años su imagen se habrá desvanecido por completo y yo ya no estaré, de modo que su recuerdo desaparecerá como un mensaje escrito en la arena. Si no fuera por mis diarios, juraría que he vivido sólo la mitad de los años que tengo. Largos períodos de tiempo se han borrado de mi mente. A veces, cuando leo algunos párrafos de mi diario, me pregunto quién era yo cuando los escribí, pues soy incapaz de recordar los acontecimientos de mi vida. En más de una ocasión me pregunto adonde se ha ido la vida.
—Me llamo Duke —digo. Siempre he sido un admirador de John Wayne.
—Duke —musita ella—. Duke. —Reflexiona un momento con la frente arrugada y los ojos serios.
—Sí —prosigo—, y estoy aquí por ti. —Y siempre lo estaré, pienso.
Se ruboriza. Sus ojos enrojecen, se humedecen, y las lágrimas empiezan a brotar. Me rompe el corazón, y como tantas otras veces, desearía poder hacer algo para ayudarla.
—Lo siento —dice—. No entiendo nada de lo que me pasa. No sé quién eres. Cuando te escucho hablar, pienso que debería reconocerte, pero no es así. Ni siquiera sé mi nombre. —Se seca las lágrimas y prosi­gue: —Ayúdame, Duke. Ayúdame a recordar quién soy. O por lo menos quién era. Me siento perdida.
Respondo con el corazón, pero miento sobre su identidad. Como he mentido sobre la mía. Tengo motivos para hacerlo.
—Eres Hannah, una amante de la vida, una mujer que infundió fuerza a todos los que gozaron de su amistad. Eres un sueño, una creadora de dicha, una artista que ha conmovido a centenares de almas. Tuvis­te una vida plena y no deseaste nada, porque tus necesidades eran espirituales y te bastaba con buscar en tu interior. Eres buena y leal, capaz de ver belleza donde otros no la ven. Eres una maestra de cosas maravillosas, una soñadora de cosas mejores. —Me detengo un instante para recuperar el aliento y añado: —Hannah, no debes sentirte perdida, pues:
Nada se pierde realmente jamás ni puede per­derse,
Ningún nacimiento, identidad, forma... ningún objeto del mundo
Ninguna vida, ninguna fuerza, ninguna cosa visible...
El cuerpo, lento, anciano, frío —las cenizas que quedaron de los primeros fuegos ...a su debido tiempo volverán a arder.
Medita un momento sobre lo que acabo de decir. En el silencio, miro hacia la ventana y veo que ha dejado de llover. La luz del Sol comienza a colarse en la habitación.
—¿Lo has escrito tú? —pregunta.
—No. Es de Walt Whitman.
—¿De quién?
—De un amante de las palabras, un artesano de las ideas.
No responde directamente. En cambio, me mira fijamente durante largo rato, hasta que nuestra respiración se acompasa. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Den­tro. Fuera. Respiraciones profundas. ¿Sabrá que la veo hermosa?
—¿Te quedarás un rato conmigo? —pregunta por fin.Sonrío y asiento con la cabeza. Me devuelve la sonrisa.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Busca mi mano, la toma con dulzura y la apoya en su regazo. Mira los duros nudos que deforman mis dedos y los acaricia suavemente. Ella aún tiene manos de ángel.
—Ven —digo, haciendo un gran esfuerzo para ponerme de pie—. Salgamos a dar un paseo. El aire está fresco y los pollitos de las ocas nos esperan. Es un día precioso. —La miro fijamente al decir las últimas pala­bras.
Ella se ruboriza y me hace sentir joven otra vez.
Naturalmente, se hizo famosa. Algunos decían que era una de las mejores artistas del sur del siglo XX, y yo estaba —y estoy— orgulloso de ella. A diferencia de mí, que tengo que esforzarme para escribir hasta el más vulgar de los versos, mi esposa creaba belleza con la misma facilidad con que nuestro Señor creó la tierra.
Sus cuadros están en los mejores museos del mun­do, pero me he guardado dos para mí. El primero y el último que me regaló. Están colgados en mi habitación, donde cada noche me siento a contemplarlos y, a veces, lloro. No sé por qué.
Han pasado los años. Vivimos nuestra vida, traba­jando, pintando, criando a nuestros hijos, amándonos. Veo fotografías de fiestas navideñas, viajes familiares y bodas. Veo nietos y caras felices. Veo fotos de nosotros, con el pelo cada vez más blanco y las arrugas más profundas. Una vida aparentemente vulgar, y sin em­bargo extraordinaria.
No podíamos prever el futuro, pero, ¿quién puede hacerlo? Ya no vivo como vivía, pero, ¿qué esperaba? La jubilación. Visitas de los hijos, puede que algún viaje más. A ella siempre le gustó viajar. Pensé que quizás encontraría una afición tardía, no sabía cuál, probable­mente construir barcos. Dentro de botellas, natural­mente. Una labor minuciosa, con objetos pequeños, inconcebible en el estado actual de mis manos.
Estoy seguro de que nuestras vidas no pueden medirse por los últimos años, y supongo que debí imaginar lo que nos esperaba. Al mirar atrás, me parece obvio, pero al principio pensé que su confusión era normal y comprensible. No recordaba dónde había dejado las llaves, pero, ¿a quién no le ocurre alguna vez? Olvidaba el nombre de un vecino, pero nunca de alguien que conociéramos bien o a quien viéramos con frecuencia. A veces, cuando extendía un cheque, equi­vocaba el año, pero, nuevamente, a mí me parecía la clase de error que uno comete cuando tiene la cabeza en otra parte.
No empecé a sospechar lo peor hasta que los inci­dentes se hicieron inequívocos. Una plancha en la heladera, ropa en el lavavajillas, libros en el horno. Y muchas otras cosas. Pero el día que la encontré en el coche, a tres cuadras de casa, llorando sobre el volante porque estaba perdida, me asusté de veras. Y ella tam­bién se asustó porque, cuando golpeé la ventanilla, se volvió y me dijo: "¡Dios mío! ¿Qué me está pasando? Por favor, ayúdame". Sentí un nudo en el estómago, pero ni siquiera entonces me atreví a sospechar lo peor.
Seis días después, acudió al médico y se sometió a una serie de pruebas. No las entendí entonces ni las entiendo ahora, quizá porque nunca he aceptado la verdad. Pasó casi una hora en el consultorio del doctor Barnwell y regresó al día siguiente. Aquel fue el día más largo de mi vida. Hojeé un montón de revistas, incapaz de leerlas, e hice crucigramas sin concentrarme en ellos. Finalmente, el médico nos invitó a pasar a su despacho y nos pidió que nos sentáramos. Ella me tomó del brazo, confiada, pero recuerdo claramente que a mí me temblaban las manos.
—Lamento tener que comunicarle esta noticia —comenzó el doctor Barnwell—, pero, al parecer, usted está en la primera etapa del mal de Alzheimer.
Mi mente se quedó en blanco. Sólo podía pensar en la lámpara que brillaba sobre nuestras cabezas. Las palabras se repetían en mi cabeza: "la primera etapa del mal de Alzheimer..."
La cabeza me daba vueltas, y su mano me apretó el brazo. Murmuró, casi para sí:
—Ay, Victor... Victor...
Y mientras las lágrimas empezaban a brotar, el nombre de la enfermedad volvió a mi mente: el mal de Alzheimer.
Es una enfermedad estéril, vacía e inerte como un desierto. Ladrona de corazones, almas y memorias. No supe qué decirle mientras lloraba sobre mi pecho, así que me limité a abrazarla y a acunarla.
El médico estaba muy serio. Era un buen hombre, y aquello era un mal trago para él. Era más joven que el menor de mis hijos, y me hizo tomar conciencia de mi edad. Mi mente estaba confusa, mi amor se tambaleaba, y lo único que se me ocurrió pensar fue: Un hombre que se ahoga no puede saber cuál fue la gota de agua que detuvo con su último aliento. Eran las palabras de un poeta sabio, y sin embargo, no me dieron consuelo. No sé qué significan, ni por qué pensé en ellas en aquel momento.
Seguimos meciéndonos hasta que Myriam, la mujer de mis sueños, la de la eterna belleza, me pidió perdón en un susurro. Yo sabía que no había nada que perdonar y le dije al oído: "Tranquila, todo saldrá bien". Pero por dentro estaba muerto de miedo. Era un hombre hueco, sin nada que ofrecer, vacío como una cañería vieja.
Sólo recordaba frases inconexas de la explicación del doctor Barnwell:
"Es una enfermedad degenerativa cerebral que afecta la memoria y la personalidad... No existe cura o tratamiento... Es imposible predecir con qué rapidez avanzará... El pronóstico varía de una persona a otra... Ojalá tuviera más información... Habrá días mejores que otros... Empeorará con el tiempo... Siento tener que decírselo..."
Lo siento...
Lo siento...
Lo siento...
Todo el mundo lo sentía. Mis hijos estaban destro­zados, mis amigos asustados por sí mismos. No recuer­do el momento en que salí del consultorio del médico ni cómo conduje hasta casa. Mis recuerdos de aquel día se han borrado y, en ese aspecto, estoy en las mismas condiciones que mi esposa.
Han pasado cuatro años. Desde entonces nos hemos arreglado lo mejor que hemos podido, dentro de lo posible. Myriam, fiel a su temperamento, organizó todo. Hizo arreglos para dejar la casa y venir aquí. Rectificó su testamento y lo mandó legalizar. Dejó instrucciones precisas para su entierro y las guardó en el último cajón de mi escritorio. Yo no las he visto. Cuando terminó, comenzó a escribir cartas. Cartas a sus amigos y a nuestros hijos. Cartas a hermanos, hermanas y primos. Cartas a sobrinas, sobrinos y vecinos. Y una para mí.
Cuando estoy de humor la releo, y entonces recuer­do a Myriam en las frías noches de invierno, sentada junto al fuego ardiente con un vaso de vino a su lado, leyendo las cartas que yo le había escrito durante varios años. Ella las conservó, y ahora las conservo yo, porque me hizo prometérselo. Dijo que yo sabría qué hacer con ellas. Y tenía razón; he descubierto que disfruto leyen­do párrafos sueltos, como solía hacer ella. Estas cartas me asombran, pues al examinarlas compruebo que el romance y la pasión son posibles a cualquier edad. Cuando miro a Myriam ahora, tengo la sensación de que nunca la he querido tanto, pero si releo las cartas, llego a la conclusión de que siempre he sentido lo mismo.
Las leí por última vez hace tres noches, pasada mi hora de dormir. Eran casi las dos de la madrugada cuando me acerqué al escritorio y encontré el atado de cartas, grueso, alto y amarillento. Desaté la cinta de medio siglo de antigüedad, y separé las cartas que su madre escondió hace tantos años de las siguientes. Toda una vida en cartas, cartas escritas con el corazón. Las miré con una sonrisa, las examiné y finalmente elegí la de nuestro primer aniversario.
Leí un párrafo:
Ahora, cuando te veo moverte lentamente con una nueva vida creciendo en tu interior, espero que sepas cuánto significas para mí, y lo especial que ha sido este último año. No existe hombre más afortunado que yo, y te quiero con toda el alma.
La dejé, eché otro vistazo al paquete, y seleccioné otra, escrita en una fría noche de invierno, hace treinta y nueve años:
Sentado a tu lado, mientras nuestra hija menor desafinaba una canción en la función de Navidad del colegio, te miré y vi en tu cara un orgullo que sólo puede sentir una persona capaz de amar con todo el corazón. Entonces compren­dí que no hay en el mundo un hombre más afortunado que yo.
Elijo otra carta, escrita después de la muerte de nuestro hijo, que tanto se parecía a su madre... Fue el peor momento de nuestra vida en común, y las palabras que escribí entonces siguen plenamente vigentes:
En tiempos de desdicha y sufrimiento, te abrazaré, te acunaré y haré de tu dolor el mío. Cuando tú lloras, yo lloro, cuando tú sufres, yo sufro. Juntos intentaremos contener el torrente de lágrimas y desesperación, y superar los miste­riosos baches de la vida.
Hago una breve pausa para recordar a mi hijo. Tenía cuatro años, prácticamente un bebé. He vivido veinte veces más que él, pero si me hubieran dado la oportunidad, habría cambiado mi vida por la suya. Es muy doloroso sobrevivir a un hijo, una tragedia que no deseo a nadie.
Me esfuerzo por reprimir las lágrimas, busco otra carta que me distraiga del dolor, y encuentro la de nuestro vigésimo aniversario, una ocasión mucho más fácil de recordar:
Cuando te veo, querida mía, por la mañana antes de la ducha, o en tu estudio cubierta de pintura, con el pelo sin brillo y los ojos cansados, pienso que eres la mujer más hermosa del mun­do.
Esta correspondencia de vida y amor continuaba, y leí muchas cartas más, algunas dolorosas, la mayoría conmovedoras. A las tres de la mañana estaba agotado, pero casi había terminado. Quedaba una carta, la última que le escribí, y supe que debía leerla.
Abrí el sobre y saqué las dos hojas. Separé la segun­da, acerqué la primera a la luz y comencé a leer:
Mi queridísima Myriam:
En el porche reina un silencio absoluto, roto sólo por los sonidos que flotan entre las sombras, y por primera vez no encuentro palabras. Es una sensación extraña, pues cuando pienso en ti y en la vida que hemos compartido, hay tanto que recordar. Toda una vida de recuerdos. Pero, ¿cómo traducirla en palabras? No sé si seré capaz. No soy poeta, y se necesitaría un poema para expresar cabalmente lo que siento por ti.
Mi mente vaga, y recuerdo lo que pensé esta mañana, mientras preparaba el café, sobre nues­tra vida juntos. Kate y Jane estaban allí, y las dos callaron cuando entré en la cocina. Noté que habían estado llorando y, sin decir una palabra, me senté a su lado y les tomé las manos. ¿Y sabes lo que vi cuando las miré? Te vi a ti hace mucho tiempo, el día que nos despedimos. Se parecen a ti, a la mujer que eras entonces, hermosa, sensi­ble y afligida por un dolor que sólo se siente cuando nos roban algo especial. Y por una razón que no alcanzo a comprender, les conté una historia.
Llamé a Jeff y a David, que también estaban en casa, y cuando los reuní a todos, les hablé de nosotros, les conté cómo volviste a mí hace mu­chos años.
Les describí nuestro paseo, la cena de cangre­jos en la cocina, y sonrieron al enterarse de nuestra excursión en canoa y nuestra velada junto al fuego, mientras fuera rugía la tormenta. Les conté que al día siguiente tu madre había venido a advertirnos de la llegada de Lon —se sorprendieron tanto como nosotros entonces—y sí, les confesé incluso lo que ocurrió más tarde, ese mismo día, cuando regresaste al pueblo.
A pesar del tiempo transcurrido, esa parte de la historia sigue obsesionándome. Aunque yo no estaba allí, tú me describiste lo ocurrido sólo una vez, y recuerdo que me maravillé de tu entereza. Aún no puedo imaginar qué pasó por tu cabeza cuando entraste en el vestíbulo del hotel y viste a Lon, o cómo te sentiste al hablar con él. Me contaste que salieron del hotel y se sentaron en un banco, frente a la vieja iglesia metodista, y que él te tomó la mano mientras tú le explicabas tus razones para quedarte aquí.
Sé que lo querías. Y su reacción demostró que él también te quería a ti. No; no entendió que lo abandonaras, ¿cómo iba a hacerlo? No te soltó la mano ni siquiera cuando le dijiste que nunca habías dejado de quererme y que no le harías ningún bien casándote con él. Sé que se sintió herido y furioso, y que durante una hora intentó hacerte cambiar de idea, pero cuando tú te pusis­te firme y dijiste: "Lo siento, pero no puedo volver contigo", supo que tu decisión era irrevo­cable. Me contaste que asintió con un gesto, y que los dos siguieron sentados en silencio durante un largo rato. Siempre me he preguntado qué pen­saría él en ese momento, aunque estoy seguro de que sentía lo mismo que yo unas horas antes. Y cuando finalmente te acompañó al coche, te dijo que yo era un hombre afortunado. Se comportó como un caballero, y entonces comprendí por qué te había costado tanto tomar una decisión.
Recuerdo que cuando terminé de hablar, todos guardaron silencio, hasta que Kate se levantó y me abrazó. "¡Ay, papá!", dijo con los ojos llenos de lágrimas. Y aunque yo estaba dispuesto a contestar a sus preguntas, no me hicieron ninguna. En cambio, me hicieron un regalo muy especial.
Durante las cuatro horas siguientes, cada uno de ellos me dijo cuánto habíamos significado en sus vidas. Uno a uno, contaron anécdotas que yo había olvidado hacía tiempo. Cuando termi­naron, no pude contener las lágrimas, pues com­prendí que los habíamos educado de la mejor manera posible. Me sentí orgulloso de ellos y de ti, y feliz por la vida que hemos tenido. Y nada ni nadie podrá robarme esos sentimientos. Nun­ca. Sólo hubiera deseado que tú estuvieras allí para disfrutar conmigo de ese momento.
Cuando se marcharon, me senté en la mece­dora y pensé en nuestra vida en común. Siempre estás conmigo cuando lo hago, en mi corazón, y me resulta imposible recordar un momento en que no hayas formado parte de mí. Ignoro qué habría sido de mí si no hubieras regresado aquel día, pero estoy convencido de que hubiera vivi­do y muerto con una pena que, afortunadamen­te, nunca conoceré.
Te quiero, Myriam. Te debo todo lo que soy. Tú eres la razón de mi existencia, mi única esperan­za, todo lo que siempre he soñado, y pase lo que pasare en el futuro, cada día a tu lado será el día más importante de mi vida. Siempre seré tuyo. Y tú, querida, siempre serás mía.
Victor
Dejé la carta y recordé el momento en que Myriam se sentó en el porche, a mi lado, a leerla. Atardecía, el cielo estival estaba cubierto de franjas rojas, y la luz del día se desvanecía. El cielo cambiaba gradualmente de color, y mientras contemplaba la puesta del Sol, pensé en ese breve, fugaz instante, en que el día se convierte en noche.
Me dije entonces que la oscuridad es sólo una ilusión, porque el Sol está siempre encima o debajo del horizonte. Eso significa que la noche y el día están vinculados como pocas otras cosas; no puede existir el uno sin el otro, y sin embargo, tampoco pueden coexis­tir. ¿Cómo estar siempre juntos, y al mismo tiempo siempre separados?Al mirar atrás, me parece paradójico que ella leyera mi carta precisamente en el mismo momento en que yo me formulaba esa pregunta. Es paradójico, naturalmente, porque ahora conozco la respuesta.
—Ven —digo, haciendo un gran esfuerzo para ponerme de pie—. Salgamos a dar un paseo. El aire está fresco y los pollitos de las ocas nos esperan. Es un día precioso. —La miro fijamente al decir las últimas pala­bras.
Ella se ruboriza y me hace sentir joven otra vez.
Naturalmente, se hizo famosa. Algunos decían que era una de las mejores artistas del sur del siglo XX, y yo estaba —y estoy— orgulloso de ella. A diferencia de mí, que tengo que esforzarme para escribir hasta el más vulgar de los versos, mi esposa creaba belleza con la misma facilidad con que nuestro Señor creó la tierra.
Sus cuadros están en los mejores museos del mun­do, pero me he guardado dos para mí. El primero y el último que me regaló. Están colgados en mi habitación, donde cada noche me siento a contemplarlos y, a veces, lloro. No sé por qué.
Han pasado los años. Vivimos nuestra vida, traba­jando, pintando, criando a nuestros hijos, amándonos. Veo fotografías de fiestas navideñas, viajes familiares y bodas. Veo nietos y caras felices. Veo fotos de nosotros, con el pelo cada vez más blanco y las arrugas más profundas. Una vida aparentemente vulgar, y sin em­bargo extraordinaria.
No podíamos prever el futuro, pero, ¿quién puede hacerlo? Ya no vivo como vivía, pero, ¿qué esperaba? La jubilación. Visitas de los hijos, puede que algún viaje más. A ella siempre le gustó viajar. Pensé que quizás encontraría una afición tardía, no sabía cuál, probable­mente construir barcos. Dentro de botellas, natural­mente. Una labor minuciosa, con objetos pequeños, inconcebible en el estado actual de mis manos.
Estoy seguro de que nuestras vidas no pueden medirse por los últimos años, y supongo que debí imaginar lo que nos esperaba. Al mirar atrás, me parece obvio, pero al principio pensé que su confusión era normal y comprensible. No recordaba dónde había dejado las llaves, pero, ¿a quién no le ocurre alguna vez? Olvidaba el nombre de un vecino, pero nunca de alguien que conociéramos bien o a quien viéramos con frecuencia. A veces, cuando extendía un cheque, equi­vocaba el año, pero, nuevamente, a mí me parecía la clase de error que uno comete cuando tiene la cabeza en otra parte.
No empecé a sospechar lo peor hasta que los inci­dentes se hicieron inequívocos. Una plancha en la heladera, ropa en el lavavajillas, libros en el horno. Y muchas otras cosas. Pero el día que la encontré en el coche, a tres cuadras de casa, llorando sobre el volante porque estaba perdida, me asusté de veras. Y ella tam­bién se asustó porque, cuando golpeé la ventanilla, se volvió y me dijo: "¡Dios mío! ¿Qué me está pasando? Por favor, ayúdame". Sentí un nudo en el estómago, pero ni siquiera entonces me atreví a sospechar lo peor.
Seis días después, acudió al médico y se sometió a una serie de pruebas. No las entendí entonces ni las entiendo ahora, quizá porque nunca he aceptado la verdad. Pasó casi una hora en el consultorio del doctor Barnwell y regresó al día siguiente. Aquel fue el día más largo de mi vida. Hojeé un montón de revistas, incapaz de leerlas, e hice crucigramas sin concentrarme en ellos. Finalmente, el médico nos invitó a pasar a su despacho y nos pidió que nos sentáramos. Ella me tomó del brazo, confiada, pero recuerdo claramente que a mí me temblaban las manos.
—Lamento tener que comunicarle esta noticia —comenzó el doctor Barnwell—, pero, al parecer, usted está en la primera etapa del mal de Alzheimer.
Mi mente se quedó en blanco. Sólo podía pensar en la lámpara que brillaba sobre nuestras cabezas. Las palabras se repetían en mi cabeza: "la primera etapa del mal de Alzheimer..."
La cabeza me daba vueltas, y su mano me apretó el brazo. Murmuró, casi para sí:
—Ay, Victor... Victor...
Y mientras las lágrimas empezaban a brotar, el nombre de la enfermedad volvió a mi mente: el mal de Alzheimer.
Es una enfermedad estéril, vacía e inerte como un desierto. Ladrona de corazones, almas y memorias. No supe qué decirle mientras lloraba sobre mi pecho, así que me limité a abrazarla y a acunarla.
El médico estaba muy serio. Era un buen hombre, y aquello era un mal trago para él. Era más joven que el menor de mis hijos, y me hizo tomar conciencia de mi edad. Mi mente estaba confusa, mi amor se tambaleaba, y lo único que se me ocurrió pensar fue: Un hombre que se ahoga no puede saber cuál fue la gota de agua que detuvo con su último aliento. Eran las palabras de un poeta sabio, y sin embargo, no me dieron consuelo. No sé qué significan, ni por qué pensé en ellas en aquel momento.
Seguimos meciéndonos hasta que Myriam, la mujer de mis sueños, la de la eterna belleza, me pidió perdón en un susurro. Yo sabía que no había nada que perdonar y le dije al oído: "Tranquila, todo saldrá bien". Pero por dentro estaba muerto de miedo. Era un hombre hueco, sin nada que ofrecer, vacío como una cañería vieja.
Sólo recordaba frases inconexas de la explicación del doctor Barnwell:
"Es una enfermedad degenerativa cerebral que afecta la memoria y la personalidad... No existe cura o tratamiento... Es imposible predecir con qué rapidez avanzará... El pronóstico varía de una persona a otra... Ojalá tuviera más información... Habrá días mejores que otros... Empeorará con el tiempo... Siento tener que decírselo..."
Lo siento...
Lo siento...
Lo siento...
Todo el mundo lo sentía. Mis hijos estaban destro­zados, mis amigos asustados por sí mismos. No recuer­do el momento en que salí del consultorio del médico ni cómo conduje hasta casa. Mis recuerdos de aquel día se han borrado y, en ese aspecto, estoy en las mismas condiciones que mi esposa.
Han pasado cuatro años. Desde entonces nos hemos arreglado lo mejor que hemos podido, dentro de lo posible. Myriam, fiel a su temperamento, organizó todo. Hizo arreglos para dejar la casa y venir aquí. Rectificó su testamento y lo mandó legalizar. Dejó instrucciones precisas para su entierro y las guardó en el último cajón de mi escritorio. Yo no las he visto. Cuando terminó, comenzó a escribir cartas. Cartas a sus amigos y a nuestros hijos. Cartas a hermanos, hermanas y primos. Cartas a sobrinas, sobrinos y vecinos. Y una para mí.
Cuando estoy de humor la releo, y entonces recuer­do a Myriam en las frías noches de invierno, sentada junto al fuego ardiente con un vaso de vino a su lado, leyendo las cartas que yo le había escrito durante varios años. Ella las conservó, y ahora las conservo yo, porque me hizo prometérselo. Dijo que yo sabría qué hacer con ellas. Y tenía razón; he descubierto que disfruto leyen­do párrafos sueltos, como solía hacer ella. Estas cartas me asombran, pues al examinarlas compruebo que el romance y la pasión son posibles a cualquier edad. Cuando miro a Myriam ahora, tengo la sensación de que nunca la he querido tanto, pero si releo las cartas, llego a la conclusión de que siempre he sentido lo mismo.
Las leí por última vez hace tres noches, pasada mi hora de dormir. Eran casi las dos de la madrugada cuando me acerqué al escritorio y encontré el atado de cartas, grueso, alto y amarillento. Desaté la cinta de medio siglo de antigüedad, y separé las cartas que su madre escondió hace tantos años de las siguientes. Toda una vida en cartas, cartas escritas con el corazón. Las miré con una sonrisa, las examiné y finalmente elegí la de nuestro primer aniversario.
Leí un párrafo:
Ahora, cuando te veo moverte lentamente con una nueva vida creciendo en tu interior, espero que sepas cuánto significas para mí, y lo especial que ha sido este último año. No existe hombre más afortunado que yo, y te quiero con toda el alma.
La dejé, eché otro vistazo al paquete, y seleccioné otra, escrita en una fría noche de invierno, hace treinta y nueve años:
Sentado a tu lado, mientras nuestra hija menor desafinaba una canción en la función de Navidad del colegio, te miré y vi en tu cara un orgullo que sólo puede sentir una persona capaz de amar con todo el corazón. Entonces compren­dí que no hay en el mundo un hombre más afortunado que yo.
Elijo otra carta, escrita después de la muerte de nuestro hijo, que tanto se parecía a su madre... Fue el peor momento de nuestra vida en común, y las palabras que escribí entonces siguen plenamente vigentes:
En tiempos de desdicha y sufrimiento, te abrazaré, te acunaré y haré de tu dolor el mío. Cuando tú lloras, yo lloro, cuando tú sufres, yo sufro. Juntos intentaremos contener el torrente de lágrimas y desesperación, y superar los miste­riosos baches de la vida.
Hago una breve pausa para recordar a mi hijo. Tenía cuatro años, prácticamente un bebé. He vivido veinte veces más que él, pero si me hubieran dado la oportunidad, habría cambiado mi vida por la suya. Es muy doloroso sobrevivir a un hijo, una tragedia que no deseo a nadie.
Me esfuerzo por reprimir las lágrimas, busco otra carta que me distraiga del dolor, y encuentro la de nuestro vigésimo aniversario, una ocasión mucho más fácil de recordar:
Cuando te veo, querida mía, por la mañana antes de la ducha, o en tu estudio cubierta de pintura, con el pelo sin brillo y los ojos cansados, pienso que eres la mujer más hermosa del mun­do.
Esta correspondencia de vida y amor continuaba, y leí muchas cartas más, algunas dolorosas, la mayoría conmovedoras. A las tres de la mañana estaba agotado, pero casi había terminado. Quedaba una carta, la última que le escribí, y supe que debía leerla.
Abrí el sobre y saqué las dos hojas. Separé la segun­da, acerqué la primera a la luz y comencé a leer:
Mi queridísima Myriam:
En el porche reina un silencio absoluto, roto sólo por los sonidos que flotan entre las sombras, y por primera vez no encuentro palabras. Es una sensación extraña, pues cuando pienso en ti y en la vida que hemos compartido, hay tanto que recordar. Toda una vida de recuerdos. Pero, ¿cómo traducirla en palabras? No sé si seré capaz. No soy poeta, y se necesitaría un poema para expresar cabalmente lo que siento por ti.
Mi mente vaga, y recuerdo lo que pensé esta mañana, mientras preparaba el café, sobre nues­tra vida juntos. Kate y Jane estaban allí, y las dos callaron cuando entré en la cocina. Noté que habían estado llorando y, sin decir una palabra, me senté a su lado y les tomé las manos. ¿Y sabes lo que vi cuando las miré? Te vi a ti hace mucho tiempo, el día que nos despedimos. Se parecen a ti, a la mujer que eras entonces, hermosa, sensi­ble y afligida por un dolor que sólo se siente cuando nos roban algo especial. Y por una razón que no alcanzo a comprender, les conté una historia.
Llamé a Jeff y a David, que también estaban en casa, y cuando los reuní a todos, les hablé de nosotros, les conté cómo volviste a mí hace mu­chos años.
Les describí nuestro paseo, la cena de cangre­jos en la cocina, y sonrieron al enterarse de nuestra excursión en canoa y nuestra velada junto al fuego, mientras fuera rugía la tormenta. Les conté que al día siguiente tu madre había venido a advertirnos de la llegada de Lon —se sorprendieron tanto como nosotros entonces—y sí, les confesé incluso lo que ocurrió más tarde, ese mismo día, cuando regresaste al pueblo.
A pesar del tiempo transcurrido, esa parte de la historia sigue obsesionándome. Aunque yo no estaba allí, tú me describiste lo ocurrido sólo una vez, y recuerdo que me maravillé de tu entereza. Aún no puedo imaginar qué pasó por tu cabeza cuando entraste en el vestíbulo del hotel y viste a Lon, o cómo te sentiste al hablar con él. Me contaste que salieron del hotel y se sentaron en un banco, frente a la vieja iglesia metodista, y que él te tomó la mano mientras tú le explicabas tus razones para quedarte aquí.
Sé que lo querías. Y su reacción demostró que él también te quería a ti. No; no entendió que lo abandonaras, ¿cómo iba a hacerlo? No te soltó la mano ni siquiera cuando le dijiste que nunca habías dejado de quererme y que no le harías ningún bien casándote con él. Sé que se sintió herido y furioso, y que durante una hora intentó hacerte cambiar de idea, pero cuando tú te pusis­te firme y dijiste: "Lo siento, pero no puedo volver contigo", supo que tu decisión era irrevo­cable. Me contaste que asintió con un gesto, y que los dos siguieron sentados en silencio durante un largo rato. Siempre me he preguntado qué pen­saría él en ese momento, aunque estoy seguro de que sentía lo mismo que yo unas horas antes. Y cuando finalmente te acompañó al coche, te dijo que yo era un hombre afortunado. Se comportó como un caballero, y entonces comprendí por qué te había costado tanto tomar una decisión.
Recuerdo que cuando terminé de hablar, todos guardaron silencio, hasta que Kate se levantó y me abrazó. "¡Ay, papá!", dijo con los ojos llenos de lágrimas. Y aunque yo estaba dispuesto a contestar a sus preguntas, no me hicieron ninguna. En cambio, me hicieron un regalo muy especial.
Durante las cuatro horas siguientes, cada uno de ellos me dijo cuánto habíamos significado en sus vidas. Uno a uno, contaron anécdotas que yo había olvidado hacía tiempo. Cuando termi­naron, no pude contener las lágrimas, pues com­prendí que los habíamos educado de la mejor manera posible. Me sentí orgulloso de ellos y de ti, y feliz por la vida que hemos tenido. Y nada ni nadie podrá robarme esos sentimientos. Nun­ca. Sólo hubiera deseado que tú estuvieras allí para disfrutar conmigo de ese momento.
Cuando se marcharon, me senté en la mece­dora y pensé en nuestra vida en común. Siempre estás conmigo cuando lo hago, en mi corazón, y me resulta imposible recordar un momento en que no hayas formado parte de mí. Ignoro qué habría sido de mí si no hubieras regresado aquel día, pero estoy convencido de que hubiera vivi­do y muerto con una pena que, afortunadamen­te, nunca conoceré.
Te quiero, Myriam. Te debo todo lo que soy. Tú eres la razón de mi existencia, mi única esperan­za, todo lo que siempre he soñado, y pase lo que pasare en el futuro, cada día a tu lado será el día más importante de mi vida. Siempre seré tuyo. Y tú, querida, siempre serás mía.
Victor
Dejé la carta y recordé el momento en que Myriam se sentó en el porche, a mi lado, a leerla. Atardecía, el cielo estival estaba cubierto de franjas rojas, y la luz del día se desvanecía. El cielo cambiaba gradualmente de color, y mientras contemplaba la puesta del Sol, pensé en ese breve, fugaz instante, en que el día se convierte en noche.
Me dije entonces que la oscuridad es sólo una ilusión, porque el Sol está siempre encima o debajo del horizonte. Eso significa que la noche y el día están vinculados como pocas otras cosas; no puede existir el uno sin el otro, y sin embargo, tampoco pueden coexis­tir. ¿Cómo estar siempre juntos, y al mismo tiempo siempre separados?Al mirar atrás, me parece paradójico que ella leyera mi carta precisamente en el mismo momento en que yo me formulaba esa pregunta. Es paradójico, naturalmente, porque ahora conozco la respuesta.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
. Sé lo que significa vivir como la noche y el día, siempre juntos y eternamente separados.
El sitio donde Myriam y yo nos sentamos hoy es hermoso. Este es el pináculo de mi vida. Todos mis amigos están en el río: los pájaros, los gansos. Sus cuerpos flotan sobre el agua fresca, que refleja retazos de sus colores y los hace parecer más grandes de lo que son. Myriam también está cautivada por su belleza, y poco a poco, comenzamos a conocernos otra vez.
—Me gusta hablar contigo. Extraño nuestras char­las, incluso cuando no pasa mucho tiempo entre una y otra.
Soy sincero, y Myriam lo sabe, pero aun así se muestra recelosa. Después de todo, soy un extraño para ella.
—¿Charlamos a menudo? —pregunta—. ¿Veni­mos a mirar los pájaros con frecuencia? Quiero decir, ¿nos conocemos bien?
—Sí y no. Supongo que todo el mundo tiene secre­tos, pero hace muchos años que nos conocemos.
Observa sus manos, luego las mías. Piensa unos instantes, con la cara en un ángulo que la hace parecer joven otra vez. Ya no llevamos el anillo de boda. También hay una razón para esto.
—¿Has estado casado alguna vez? —pregunta.
—Sí —asiento.
—¿Y cómo era tu mujer?
Le digo la verdad:
—Era todo lo que siempre soñé. Le debo todo lo que soy. Estrecharla entre mis brazos era para mí más natural que oír los latidos de mi corazón. Pienso en ella constantemente. Ahora mismo, mientras estoy aquí sentado, estoy pensando en ella. No hubo otra igual.
Piensa en lo que acabo de decir. No sé qué siente, pero finalmente habla con una voz sensual y angelical. ¿Sospecha acaso que me inspira esos pensamientos?
—¿Ha muerto?
¿Qué es la muerte?, me pregunto, pero no lo digo.
—Mi esposa está viva en mi corazón —respon­do—. Y siempre lo estará.
—Todavía la amas, ¿verdad?
—Por supuesto. Pero amo muchas cosas. Amo estar sentado aquí contigo. Amo compartir la belleza de este lugar con alguien por quien siento afecto. Amo mirar cómo el águila pescadora se precipita al agua para atrapar su presa.
Calla durante unos instantes. Vuelve la cabeza para que no pueda verle la cara. Es un hábito muy antiguo.
—¿Por que haces esto?
No habla con miedo, sino con curiosidad. Sé lo que quiere decir, pero de todos modos le pregunto:
—¿Qué?
—¿Por qué pasas el día conmigo?
Sonrío.
—Estoy aquí porque es donde debo estar. Es muy sencillo. Tú y yo estamos pasando un buen rato juntos. No creas que pierdo el tiempo contigo. Estoy aquí porque quiero. Me siento a tu lado, conversamos, y yo pienso: "¿Hay algo mejor que lo que estoy haciendo en este momento?"
Me mira a los ojos, y por un fugaz instante, los suyos brillan. Esboza una sonrisa.
—Me gusta estar contigo, pero estoy intrigada. Si era eso lo que querías, lo has conseguido. Debo admitir que disfruto de tu compañía, pero no sé nada sobre ti. No espero que me cuentes la historia de tu vida pero, ¿por qué eres tan misterioso?
—Una vez leí que a las mujeres las fascinan los hombres misteriosos.
—¿Lo ves? No has respondido a mi pregunta. No respondes a la mayoría de mis preguntas. Ni siquiera me has contado el final de la historia de esta mañana.
Me encojo de hombros. Permanecemos en silencio unos minutos, y finalmente pregunto:
—¿Es verdad?
—¿Si es verdad qué?
—Que a las mujeres las fascinan los hombres mis­teriosos.
Reflexiona un momento y luego dice lo mismo que diría yo:
—Supongo que a algunas sí.
—¿Y a ti?
—No me pongas en un aprieto. No te conozco lo suficiente para estas cosas. —Me está provocando, y me encanta.
Contemplamos el mundo que nos rodea en silen­cio. Hemos tardado toda una vida para aprender a hacerlo. Al parecer, sólo los viejos son capaces de estar juntos sin decir nada y sentirse bien. Los jóvenes, impulsivos e impacientes, siempre rompen el silencio. Es una lástima, pues el silencio es puro. El silencio es sagrado. Une a las personas, porque sólo aquellos que se sienten cómodos con la compañía de otro pueden estar juntos sin hablar. Es una gran paradoja.
Pasa el tiempo, y poco a poco nuestra respiración comienza a acompasarse, como ocurrió esta mañana. Respiraciones profundas, respiraciones serenas, y en un momento dado, ella se adormece, como sucede a menudo cuando uno se encuentra en grata compañía. Me pregunto si los jóvenes podrán apreciar estos mo­mentos. Por fin se despierta y se produce un pequeño milagro.
—¿Has visto ese pájaro? —Lo señala y aguzo la vista. Es un milagro que pueda verlo, pero el sol brilla, y lo consigo. Yo también lo señalo.
—Una pagaza piquirroja —digo en voz baja mien­tras la miramos planear sobre Brices Creek. Entonces, como si redescubriera un viejo hábito, cuando bajo la mano la apoyo sobre su rodilla y ella no me pide que la retire.
No se equivoca cuando dice que soy evasivo. En días como hoy, cuando sólo le falla la memoria, respon­do con vaguedad porque en los últimos años se me ha ido la lengua en más de una ocasión y la he herido involuntariamente. He decidido que no volverá a ocu­rrir. De modo que me limito a responder sólo lo que pregunta, a veces no muy bien, y nunca hablo en primer lugar.
Es una decisión difícil, positiva y negativa al mismo tiempo, pero necesaria, porque saber le causa dolor.
Para limitar el dolor, limito mis respuestas. Hay días en que no llega a enterarse de que tiene hijos o de que estamos casados. Lo lamento, pero no cambiaré de actitud.
¿Esto me convierte en una persona falsa? Quizá, pero la he visto destrozada por el torrente de informa­ción que es su vida. ¿Podría mirarme en el espejo sin llorar y sin que me temblara la mandíbula, sabiendo que he lastimado a la persona más importante de mi vida? No podría soportarlo, y tampoco ella. Lo sé porque así fue como me comporté al principio de esta ordalía. Le hacía un recuento constante de su vida, su matrimonio, sus hijos. Sus amigos y su trabajo. Preguntas y respues­tas, al estilo de Esta es su vida.
Fueron tiempos difíciles para los dos. Yo era una enciclopedia, un compendio sin sentimientos de los qués, cuáles y dóndes de su vida, cuando, en realidad, lo único importante eran los porqués, las cosas que yo no sabía y no podía responder. Miraba las fotografías de los hijos que había olvidado, tomaba pinceles que no le inspiraban nada y leía cartas de amor que no le recordaban dicha alguna. Se debilitaba rápidamente, empalidecía, se amargaba, y al cabo del día estaba peor que por la mañana. Derrochábamos el tiempo, y ella se sentía perdida. Y yo, egoístamente, también.
De modo que cambié. Me convertí en Magallanes o en Colón, un explorador de los misterios de la mente, y aprendí, despacio y a tropezones, lo que debía hacer. Aprendí algo que hubiera resultado evidente incluso para un niño. Que la vida es sencillamente una colec­ción de pequeñas vidas, y que cada una de ellas dura un día. Que debíamos dedicar cada día a buscar belleza en las flores y en la poesía, y a hablar con los animales. Que no hay nada como una jornada empleada en soñar, en disfrutar de la puesta de Sol o de la brisa fresca. Pero, sobre todo, aprendí que para mí vivir es sentarme en un banco junto a un viejo río, con la mano en su rodilla, y a veces, en los días buenos, enamorarme.
—¿En qué piensas? —pregunta.
Ya ha oscurecido. Hemos dejado el banco y cami­namos con dificultad por el laberinto de senderos iluminados que rodean el complejo. Me ha tomado del brazo; soy su escolta. Lo ha hecho por iniciativa propia. Puede que esté prendada de mí, aunque quizá sólo quiera evitar que me caiga. Sea como fuere, sonrío.
—Pienso en ti.
Responde con un ligero apretón en el brazo, y sé que se ha alegrado de oírme decir eso. Nuestra historia en común me permite reconocer las pistas, aunque ella no sea consciente de ellas.
—Sé que no puedes recordar quién eres —prosi­go—, pero yo sí, y cuando te miro, me siento bien.
Me da una palmada en el brazo y sonríe.
—Eres un hombre bueno, con un corazón de oro. Espero que en el pasado yo haya disfrutado de tu compañía tanto como ahora.
Damos unos pasos más, y finalmente manifiesta:
—Tengo que decirte algo.
—Adelante.
—Sospecho que tengo un admirador.
—¿Un admirador?
—Sí.
—¡Caramba!
—¿No me crees?
—Claro que te creo.
—Más te vale.
—¿Por qué?
—Porque creo que eres tú.
Pienso en sus palabras mientras caminamos en si­lencio, tomados del brazo, dejando atrás las habitacio­nes y el patio. Llegamos al jardín, donde la mayoría de las flores son silvestres, y la detengo. Hago un ramo de florecillas rojas, rosadas, amarillas, violetas. Se lo entre­go y ella se lo acerca a la nariz. Aspira con los ojos cerrados, y murmura:
—Son maravillosas.
Sigue andando, con las flores en una mano y la otra apoyada en mi brazo. La gente nos mira, porque, según dicen, somos un milagro andante. En cierto modo es cierto, aunque ya casi nunca me siento afortunado.
—¿Crees que soy yo? —pregunto.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque encontré algo que habías escondido.
—¿Qué?
—Esto —dice, entregándome un trozo de pa­pel—. Lo encontré debajo de mi almohada.
Lo leo, y dice:
El cuerpo decae con un dolor mortal,
pero mi promesa sigue fiel al final de nuestros
días,
Un roce tierno que culmina en beso
despertará la dicha del amor.
—¿Hay más? —pregunto.
—Encontré éste en el bolsillo de mi abrigo.
Debes saber que nuestras almas eran una, y nunca se separarán;
Tu cara encendida a la radiante luz del amane­cer, te busco a ti y encuentro mi corazón.
—Ya veo —me limito a decir.
Seguimos andando mientras el Sol se hunde en el horizonte. Poco después, la luz plateada del crepúsculo es el único recordatorio del día, pero seguimos hablan­do de los poemas. El romanticismo la subyuga.
Cuando llegamos a la puerta, estoy cansado. Ella lo sabe, así que me detiene con la mano y me obliga a mirarla. Lo hago y advierto cuánto he encogido. Aho­ra, Myriam y yo somos de la misma estatura. A veces me alegro de que no se dé cuenta de cuánto he cambiado. Se vuelve hacia mí y me mira largamente.
—¿Qué haces? —le pregunto.
—No quiero olvidarte ni olvidar este momento. Intento mantener vivo el recuerdo.
¿Funcionará esta vez? Sé que no. Es imposible. Pero me reservo mis pensamientos. Sonrío, porque sus pa­labras son conmovedoras.
—Gracias —respondo.
—Lo digo de veras. No quiero volver a olvidarte. Tú eres muy especial para mí. No sé qué habría hecho hoy sin ti.
Siento un nudo en la garganta. Sus palabras están cargadas de emoción, la misma emoción que siento yo cada vez que pienso en ella. Sé que eso es lo que me mantiene vivo, y en este momento la quiero más que nunca. Cómo me gustaría tener la fuerza necesaria para tomarla en brazos y llevarla al paraíso.
—No digas nada —dice—. Limitémonos a disfru­tar de este momento.
Su enfermedad ha ido avanzando, aunque Myriam es distinta de la mayoría. Aquí hay otros tres pacientes aquejados del mismo mal, que constituyen la suma de mi experiencia práctica en el tema. Ellos, al igual que Myriam, están en la etapa avanzada del mal de Alzheimer, y se encuentran prácticamente perdidos. Se despiertan confundidos y sufren alucinaciones. Dos de ellos ni siquiera pueden comer solos, y morirán pronto. La tercera deambula por los alrededores y se pierde. Un día la encontraron en el coche de un extraño, a cuatro­cientos metros de aquí. Desde entonces, está atada a la cama. Todos tienen momentos de agresividad y mo­mentos en que se comportan como niños perdidos, tristes y solitarios. Es una enfermedad muy penosa, y por eso sus hijos, como los nuestros, se resisten a venir de visita.
El sitio donde Myriam y yo nos sentamos hoy es hermoso. Este es el pináculo de mi vida. Todos mis amigos están en el río: los pájaros, los gansos. Sus cuerpos flotan sobre el agua fresca, que refleja retazos de sus colores y los hace parecer más grandes de lo que son. Myriam también está cautivada por su belleza, y poco a poco, comenzamos a conocernos otra vez.
—Me gusta hablar contigo. Extraño nuestras char­las, incluso cuando no pasa mucho tiempo entre una y otra.
Soy sincero, y Myriam lo sabe, pero aun así se muestra recelosa. Después de todo, soy un extraño para ella.
—¿Charlamos a menudo? —pregunta—. ¿Veni­mos a mirar los pájaros con frecuencia? Quiero decir, ¿nos conocemos bien?
—Sí y no. Supongo que todo el mundo tiene secre­tos, pero hace muchos años que nos conocemos.
Observa sus manos, luego las mías. Piensa unos instantes, con la cara en un ángulo que la hace parecer joven otra vez. Ya no llevamos el anillo de boda. También hay una razón para esto.
—¿Has estado casado alguna vez? —pregunta.
—Sí —asiento.
—¿Y cómo era tu mujer?
Le digo la verdad:
—Era todo lo que siempre soñé. Le debo todo lo que soy. Estrecharla entre mis brazos era para mí más natural que oír los latidos de mi corazón. Pienso en ella constantemente. Ahora mismo, mientras estoy aquí sentado, estoy pensando en ella. No hubo otra igual.
Piensa en lo que acabo de decir. No sé qué siente, pero finalmente habla con una voz sensual y angelical. ¿Sospecha acaso que me inspira esos pensamientos?
—¿Ha muerto?
¿Qué es la muerte?, me pregunto, pero no lo digo.
—Mi esposa está viva en mi corazón —respon­do—. Y siempre lo estará.
—Todavía la amas, ¿verdad?
—Por supuesto. Pero amo muchas cosas. Amo estar sentado aquí contigo. Amo compartir la belleza de este lugar con alguien por quien siento afecto. Amo mirar cómo el águila pescadora se precipita al agua para atrapar su presa.
Calla durante unos instantes. Vuelve la cabeza para que no pueda verle la cara. Es un hábito muy antiguo.
—¿Por que haces esto?
No habla con miedo, sino con curiosidad. Sé lo que quiere decir, pero de todos modos le pregunto:
—¿Qué?
—¿Por qué pasas el día conmigo?
Sonrío.
—Estoy aquí porque es donde debo estar. Es muy sencillo. Tú y yo estamos pasando un buen rato juntos. No creas que pierdo el tiempo contigo. Estoy aquí porque quiero. Me siento a tu lado, conversamos, y yo pienso: "¿Hay algo mejor que lo que estoy haciendo en este momento?"
Me mira a los ojos, y por un fugaz instante, los suyos brillan. Esboza una sonrisa.
—Me gusta estar contigo, pero estoy intrigada. Si era eso lo que querías, lo has conseguido. Debo admitir que disfruto de tu compañía, pero no sé nada sobre ti. No espero que me cuentes la historia de tu vida pero, ¿por qué eres tan misterioso?
—Una vez leí que a las mujeres las fascinan los hombres misteriosos.
—¿Lo ves? No has respondido a mi pregunta. No respondes a la mayoría de mis preguntas. Ni siquiera me has contado el final de la historia de esta mañana.
Me encojo de hombros. Permanecemos en silencio unos minutos, y finalmente pregunto:
—¿Es verdad?
—¿Si es verdad qué?
—Que a las mujeres las fascinan los hombres mis­teriosos.
Reflexiona un momento y luego dice lo mismo que diría yo:
—Supongo que a algunas sí.
—¿Y a ti?
—No me pongas en un aprieto. No te conozco lo suficiente para estas cosas. —Me está provocando, y me encanta.
Contemplamos el mundo que nos rodea en silen­cio. Hemos tardado toda una vida para aprender a hacerlo. Al parecer, sólo los viejos son capaces de estar juntos sin decir nada y sentirse bien. Los jóvenes, impulsivos e impacientes, siempre rompen el silencio. Es una lástima, pues el silencio es puro. El silencio es sagrado. Une a las personas, porque sólo aquellos que se sienten cómodos con la compañía de otro pueden estar juntos sin hablar. Es una gran paradoja.
Pasa el tiempo, y poco a poco nuestra respiración comienza a acompasarse, como ocurrió esta mañana. Respiraciones profundas, respiraciones serenas, y en un momento dado, ella se adormece, como sucede a menudo cuando uno se encuentra en grata compañía. Me pregunto si los jóvenes podrán apreciar estos mo­mentos. Por fin se despierta y se produce un pequeño milagro.
—¿Has visto ese pájaro? —Lo señala y aguzo la vista. Es un milagro que pueda verlo, pero el sol brilla, y lo consigo. Yo también lo señalo.
—Una pagaza piquirroja —digo en voz baja mien­tras la miramos planear sobre Brices Creek. Entonces, como si redescubriera un viejo hábito, cuando bajo la mano la apoyo sobre su rodilla y ella no me pide que la retire.
No se equivoca cuando dice que soy evasivo. En días como hoy, cuando sólo le falla la memoria, respon­do con vaguedad porque en los últimos años se me ha ido la lengua en más de una ocasión y la he herido involuntariamente. He decidido que no volverá a ocu­rrir. De modo que me limito a responder sólo lo que pregunta, a veces no muy bien, y nunca hablo en primer lugar.
Es una decisión difícil, positiva y negativa al mismo tiempo, pero necesaria, porque saber le causa dolor.
Para limitar el dolor, limito mis respuestas. Hay días en que no llega a enterarse de que tiene hijos o de que estamos casados. Lo lamento, pero no cambiaré de actitud.
¿Esto me convierte en una persona falsa? Quizá, pero la he visto destrozada por el torrente de informa­ción que es su vida. ¿Podría mirarme en el espejo sin llorar y sin que me temblara la mandíbula, sabiendo que he lastimado a la persona más importante de mi vida? No podría soportarlo, y tampoco ella. Lo sé porque así fue como me comporté al principio de esta ordalía. Le hacía un recuento constante de su vida, su matrimonio, sus hijos. Sus amigos y su trabajo. Preguntas y respues­tas, al estilo de Esta es su vida.
Fueron tiempos difíciles para los dos. Yo era una enciclopedia, un compendio sin sentimientos de los qués, cuáles y dóndes de su vida, cuando, en realidad, lo único importante eran los porqués, las cosas que yo no sabía y no podía responder. Miraba las fotografías de los hijos que había olvidado, tomaba pinceles que no le inspiraban nada y leía cartas de amor que no le recordaban dicha alguna. Se debilitaba rápidamente, empalidecía, se amargaba, y al cabo del día estaba peor que por la mañana. Derrochábamos el tiempo, y ella se sentía perdida. Y yo, egoístamente, también.
De modo que cambié. Me convertí en Magallanes o en Colón, un explorador de los misterios de la mente, y aprendí, despacio y a tropezones, lo que debía hacer. Aprendí algo que hubiera resultado evidente incluso para un niño. Que la vida es sencillamente una colec­ción de pequeñas vidas, y que cada una de ellas dura un día. Que debíamos dedicar cada día a buscar belleza en las flores y en la poesía, y a hablar con los animales. Que no hay nada como una jornada empleada en soñar, en disfrutar de la puesta de Sol o de la brisa fresca. Pero, sobre todo, aprendí que para mí vivir es sentarme en un banco junto a un viejo río, con la mano en su rodilla, y a veces, en los días buenos, enamorarme.
—¿En qué piensas? —pregunta.
Ya ha oscurecido. Hemos dejado el banco y cami­namos con dificultad por el laberinto de senderos iluminados que rodean el complejo. Me ha tomado del brazo; soy su escolta. Lo ha hecho por iniciativa propia. Puede que esté prendada de mí, aunque quizá sólo quiera evitar que me caiga. Sea como fuere, sonrío.
—Pienso en ti.
Responde con un ligero apretón en el brazo, y sé que se ha alegrado de oírme decir eso. Nuestra historia en común me permite reconocer las pistas, aunque ella no sea consciente de ellas.
—Sé que no puedes recordar quién eres —prosi­go—, pero yo sí, y cuando te miro, me siento bien.
Me da una palmada en el brazo y sonríe.
—Eres un hombre bueno, con un corazón de oro. Espero que en el pasado yo haya disfrutado de tu compañía tanto como ahora.
Damos unos pasos más, y finalmente manifiesta:
—Tengo que decirte algo.
—Adelante.
—Sospecho que tengo un admirador.
—¿Un admirador?
—Sí.
—¡Caramba!
—¿No me crees?
—Claro que te creo.
—Más te vale.
—¿Por qué?
—Porque creo que eres tú.
Pienso en sus palabras mientras caminamos en si­lencio, tomados del brazo, dejando atrás las habitacio­nes y el patio. Llegamos al jardín, donde la mayoría de las flores son silvestres, y la detengo. Hago un ramo de florecillas rojas, rosadas, amarillas, violetas. Se lo entre­go y ella se lo acerca a la nariz. Aspira con los ojos cerrados, y murmura:
—Son maravillosas.
Sigue andando, con las flores en una mano y la otra apoyada en mi brazo. La gente nos mira, porque, según dicen, somos un milagro andante. En cierto modo es cierto, aunque ya casi nunca me siento afortunado.
—¿Crees que soy yo? —pregunto.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque encontré algo que habías escondido.
—¿Qué?
—Esto —dice, entregándome un trozo de pa­pel—. Lo encontré debajo de mi almohada.
Lo leo, y dice:
El cuerpo decae con un dolor mortal,
pero mi promesa sigue fiel al final de nuestros
días,
Un roce tierno que culmina en beso
despertará la dicha del amor.
—¿Hay más? —pregunto.
—Encontré éste en el bolsillo de mi abrigo.
Debes saber que nuestras almas eran una, y nunca se separarán;
Tu cara encendida a la radiante luz del amane­cer, te busco a ti y encuentro mi corazón.
—Ya veo —me limito a decir.
Seguimos andando mientras el Sol se hunde en el horizonte. Poco después, la luz plateada del crepúsculo es el único recordatorio del día, pero seguimos hablan­do de los poemas. El romanticismo la subyuga.
Cuando llegamos a la puerta, estoy cansado. Ella lo sabe, así que me detiene con la mano y me obliga a mirarla. Lo hago y advierto cuánto he encogido. Aho­ra, Myriam y yo somos de la misma estatura. A veces me alegro de que no se dé cuenta de cuánto he cambiado. Se vuelve hacia mí y me mira largamente.
—¿Qué haces? —le pregunto.
—No quiero olvidarte ni olvidar este momento. Intento mantener vivo el recuerdo.
¿Funcionará esta vez? Sé que no. Es imposible. Pero me reservo mis pensamientos. Sonrío, porque sus pa­labras son conmovedoras.
—Gracias —respondo.
—Lo digo de veras. No quiero volver a olvidarte. Tú eres muy especial para mí. No sé qué habría hecho hoy sin ti.
Siento un nudo en la garganta. Sus palabras están cargadas de emoción, la misma emoción que siento yo cada vez que pienso en ella. Sé que eso es lo que me mantiene vivo, y en este momento la quiero más que nunca. Cómo me gustaría tener la fuerza necesaria para tomarla en brazos y llevarla al paraíso.
—No digas nada —dice—. Limitémonos a disfru­tar de este momento.
Su enfermedad ha ido avanzando, aunque Myriam es distinta de la mayoría. Aquí hay otros tres pacientes aquejados del mismo mal, que constituyen la suma de mi experiencia práctica en el tema. Ellos, al igual que Myriam, están en la etapa avanzada del mal de Alzheimer, y se encuentran prácticamente perdidos. Se despiertan confundidos y sufren alucinaciones. Dos de ellos ni siquiera pueden comer solos, y morirán pronto. La tercera deambula por los alrededores y se pierde. Un día la encontraron en el coche de un extraño, a cuatro­cientos metros de aquí. Desde entonces, está atada a la cama. Todos tienen momentos de agresividad y mo­mentos en que se comportan como niños perdidos, tristes y solitarios. Es una enfermedad muy penosa, y por eso sus hijos, como los nuestros, se resisten a venir de visita.
Re: ::Diario de una Pasion:: NOVELA COMPLETA
Myriam también tiene problemas, naturalmente. Pro­blemas que sin duda empeorarán con el tiempo. Por las mañanas tiene miedo y llora desconsolada. Cree que la vigilan unas personas diminutas —como gnomos, su­pongo— y grita para ahuyentarlas. Se baña de buena gana, pero no siempre quiere comer. Está delgada, en mi opinión, demasiado delgada, y en los días buenos hago lo posible para alimentarla.
Pero ahí terminan las similitudes. Y si a Myriam la ven como un milagro es porque a veces, sólo a veces, des­pués de leerle, su estado mejora. No hay ninguna expli­cación lógica para esta mejoría. "Es imposible" —dicen los médicos—. "No puede tener el mal de Alzheimer." Pero lo tiene. Todas las mañanas, y la mayoría de los días, no hay ninguna duda. En eso están de acuerdo.
Pero, ¿por qué, entonces, su estado es diferente? ¿Por qué a veces cambia después de mis lecturas? Yo les explico las razones, que conozco con el corazón, pero no me creen. Buscan las causas en la ciencia. Cuatro especialistas han viajado desde Chapel Hill para tratar de hallar una respuesta. Los cuatro se han marchado sin comprender. Yo les digo que nunca podrán entenderlo si recurren sólo a sus conocimientos o a sus libros. Pero sacuden la cabeza y dicen:
—El mal de Alzheimer no evoluciona así. En su estado, es imposible mantener una conversación o mejorar a medida que avanza el día. Es imposible.
Pero ocurre. No todos los días, ni siquiera la mayo­ría, y cada vez con menor frecuencia. Pero a veces ocurre. Y entonces lo único que le falla es la memoria, como si tuviera amnesia. Se emociona y piensa como una persona normal. Y esos días sé que estoy haciendo lo que debo.
Cuando volvemos, nos han servido la cena en su habitación. Nos han autorizado a comer aquí, como siempre que Myriam tiene un buen día, y nuevamente pienso que no puedo pedir más. El personal se ocupa de todo. Son buenos conmigo, y les estoy agradecido.
La luz es tenue, dos velas alumbran la habitación desde la mesa donde cenaremos, y suena una suave música de fondo. Los platos y los vasos son de plástico, y la jarra contiene jugo de manzana, pero las reglas son las reglas, y a ella no parece importarle. Al ver la mesa, deja escapar una pequeña exclamación de asombro y abre los ojos como platos.
—¿Lo has organizado tú? —Asiento con un gesto y ella entra en la habitación. —Es precioso.
Le ofrezco el brazo y la llevo hasta la ventana. Cuando llegamos, ella no me suelta. Su contacto es agradable, y nos quedamos muy juntos en esta crista­lina noche de primavera. La ventana está entornada, y siento la brisa en mis mejillas. Ha salido la Luna, y los dos la contemplamos mientras el cielo de la noche se despliega.
—Estoy segura de que nunca he visto nada tan bonito —dice y estoy de acuerdo.
—Yo tampoco —respondo, pero la estoy mirando a ella. Entiende lo que quiero decir y sonríe. Un minuto después, susurra:
—Creo que sé con quién se queda Myriam al final de la historia.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Con quién?
—Con Victor.
—¿Estás segura?
—Completamente.
Sonrío y asiento.
—Sí, es verdad —digo en voz baja, y ella me devuel­ve la sonrisa. Su cara está radiante.
Retiro su silla con dificultad. Myriam se sienta y yo lo hago frente a ella. Extiende una mano por encima de la mesa, se la tomo, empieza a acariciarme con el pulgar, como tantos años antes. La miro largo rato sin hablar, viviendo y reviviendo los episodios de mi vida, recor­dando todo y haciéndolo realidad. Siento un nudo en la garganta, y una vez más tomo conciencia de cuánto la quiero. Cuando por fin hablo, mi voz suena temblo­rosa:
—Eres tan hermosa —digo. Sus ojos me dicen que sabe lo que siento por ella y lo que en realidad quiero decir con esas palabras.
No responde. Baja la mirada, y me pregunto qué piensa. Esta vez no me da ninguna pista, y le aprieto suavemente la mano. Espero. Conozco su corazón, lo he visitado en todos mis sueños, y sé que hoy casi he llegado allí.
Entonces, otro milagro prueba que tengo razón.
Mientras la música de Glenn Miller suena suave­mente en la habitación alumbrada por las velas, veo cómo Myriam se abandona gradualmente a sus sentimientos. Una sonrisa tierna comienza a dibujarse en sus labios, la clase de sonrisa que me hace sentir que todo ha valido la pena, y alza los ojos brumosos hacia mí. Tira de mi mano.
—Eres maravilloso... —susurra, y en ese momento se enamora de mí. Lo sé, estoy seguro, pues he visto las señales mil veces antes.
No sigue hablando, no es necesario, pero me regala una mirada procedente de otro tiempo que me hace sentir entero otra vez. Le sonrío, con toda la pasión que soy capaz de expresar, y nos miramos con los senti­mientos creciendo en nuestro interior como olas del mar. Miro alrededor, al techo, por fin de nuevo a Myriam, y la forma en que me mira me conmueve. Súbitamente, vuelvo a sentirme joven. Ya no tengo frío ni me duelen los huesos, no estoy encogido, deforme o casi ciego por las cataratas.
Soy fuerte, orgulloso, el hombre más afortunado del mundo, y continúo sintiéndome así durante un largo rato.
Sólo cuando la tercera parte de las velas se ha consumido, vuelvo a estar en condiciones de hablar y digo:
—Te quiero con toda el alma. Espero que lo sepas.
—Claro que lo sé —responde con un hilo de voz—. Yo siempre te he querido, Victor.
Victor, vuelvo a oírla. Victor. Mi nombre se repite en mi cabeza. Victor... Victor... Sabe quién soy, pienso, sabe quién soy...
Lo sabe...
Algo tan insignificante como recordar mi nombre, pero para mí es un regalo del cielo, y revivo nuestra vida en común, nuestros abrazos, mi amor por ella, su compañía durante los mejores años de mi vida.
—Victor... mi dulce Victor... —susurra.
Y yo, que no he querido aceptar las palabras de los médicos, he vuelto a triunfar, al menos por el momen­to. Dejo de hacerme el misterioso y le beso la mano, la arrimo a mi mejilla, y le susurro al oído:
—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
—Ay, Victor —responde ella con lágrimas en los ojos—. Yo también te quiero.
Si todo terminara así, yo sería feliz.
Pero no tendré esa suerte. Estoy seguro, porque a medida que pasa el tiempo, comienzo a ver indicios de preocupación en su cara.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
—Tengo miedo —responde en voz baja—. Tengo miedo de volver a olvidar esto. No es justo... No puedo soportarlo.
Su voz se quiebra al final de la frase, pero no sé qué contestar. La noche llega a su fin, y no puedo hacer nada para detener lo inevitable. En eso soy un fracaso. Por fin le digo:
—Nunca te dejaré. Nuestro amor es eterno.
Sabe que es lo único que puedo decir, pues ninguno de los dos desea promesas falsas. Aunque, por la forma en que me mira, intuyo que le gustaría oír algo más.
Comenzamos a cenar al son de la serenata de los grillos. Ninguno de los dos tiene hambre, pero tomo la iniciativa para dar ejemplo, y ella me imita. Toma bocados pequeños y los mastica largamente, pero me alegro de verla comer. En los últimos tres meses ha adelgazado mucho.
Después de comer, muy a mi pesar, comienzo a inquietarme. Sé que debería sentirme feliz, pues esta reunión es la prueba de que aún tenemos derecho a amar, pero ya han doblado las campanas por esta noche. Hace tiempo que se ha puesto el Sol, la ladrona de sueños está al caer, y no puedo hacer nada para detenerla. Así que miro a Myriam, aguardo y vivo una vida entera en estos últimos instantes de gracia.
Nada.
Las agujas del reloj avanzan.
Nada.
La atraigo hacia mí, y nos abrazamos.
Nada.
La siento temblar y le susurro palabras al oído.
Nada.
Le digo por última vez que la amo.
Y la ladrona llega.
Su rapidez siempre me sorprende; incluso ahora, después de tanto tiempo. Todavía abrazada a mí, Myriam comienza a parpadear rápidamente y sacude la cabeza. Luego se vuelve hacia un rincón de la habitación y me mira largamente con una mueca de preocupación.
¡No!, grito mentalmente. ¡Todavía no! ¡Ahora no...!¡Estábamos tan cerca!¡Esta noche no!¡Cualquier otra, pero no ésta! ¡Por favor! Las palabras resuenan en mi mente. ¡No puedo soportarlo! No es justo... no es justo...
Pero, como siempre, no sirve de nada.
—Esa gente me mira —dice, señalando—. Por fa­vor, haz que paren.
Los gnomos.
Siento un nudo en el estómago, grande y duro. Contengo el aliento durante un instante, y luego vuel­vo a respirar, aunque más superficialmente. Tengo la boca seca y el corazón desbocado. Sé que todo ha terminado, y no me equivoco. Ha llegado la confusión nocturna, asociada con el mal que padece mi esposa, y esta es la peor parte. Pues cuando ella viene, Myriam se va, y a veces me pregunto si volveremos a amarnos otra vez.
—No hay nadie, Myriam —digo, tratando de pospo­ner lo inevitable. Pero no me cree.
—Me vigilan.
—No —susurro sacudiendo la cabeza.
—¿No los ves?
—No —contesto, y piensa durante unos instantes.
—Pues están ahí mismo —dice, apartándome—, y me están mirando.
Empieza a hablar sola, y segundos después, cuando intento consolarla, da un respingo y me mira con los ojos muy abiertos.
—¿Quién eres? —grita con la voz cargada de páni­co, y la cara cada vez más pálida—. ¿Qué haces aquí?
El miedo crece en su interior, y me duele verla así, pero no puedo hacer nada. Se aleja, retrocede, con las manos extendidas en posición defensiva, y me rompe el corazón con sus palabras:
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —grita.
Está aterrorizada, se ha olvidado de mí e intenta espantar a los gnomos.
Me levanto y me dirijo a su cama. Estoy débil, me duelen las piernas y siento una extraña punzada en el costado. Ni siquiera sé de dónde viene. Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para apretar el timbre y llamar a las enfermeras, pues los dedos me laten y parecen paralizados, pero finalmente lo consigo. Sé que llegarán pronto, y las espero. Entretanto, observo a mi esposa.
Pasan diez, veinte, treinta segundos y sigo mirán­dola, sin perder un detalle, recordando el momento que acabamos de compartir. Pero ella no me devuelve la mirada, y su lucha contra los enemigos invisibles me atormenta.
Me siento en el borde de la cama, con la espalda dolorida, y recojo el cuaderno, llorando. Myriam no se da cuenta. Lo comprendo, pues está fuera de sí.
Un par de hojas caen al suelo y me agacho para recogerlas. Estoy cansado, así que permanezco senta­do, lejos de mi esposa. Y cuando las enfermeras entran en la habitación, se encuentran con que deben consolar a dos personas: Una mujer temblorosa, acechada por los demonios de su mente, y un viejo que la ama más que a su propia vida, llorando silenciosamente en un rincón, con la cara entre las manos.
Pero ahí terminan las similitudes. Y si a Myriam la ven como un milagro es porque a veces, sólo a veces, des­pués de leerle, su estado mejora. No hay ninguna expli­cación lógica para esta mejoría. "Es imposible" —dicen los médicos—. "No puede tener el mal de Alzheimer." Pero lo tiene. Todas las mañanas, y la mayoría de los días, no hay ninguna duda. En eso están de acuerdo.
Pero, ¿por qué, entonces, su estado es diferente? ¿Por qué a veces cambia después de mis lecturas? Yo les explico las razones, que conozco con el corazón, pero no me creen. Buscan las causas en la ciencia. Cuatro especialistas han viajado desde Chapel Hill para tratar de hallar una respuesta. Los cuatro se han marchado sin comprender. Yo les digo que nunca podrán entenderlo si recurren sólo a sus conocimientos o a sus libros. Pero sacuden la cabeza y dicen:
—El mal de Alzheimer no evoluciona así. En su estado, es imposible mantener una conversación o mejorar a medida que avanza el día. Es imposible.
Pero ocurre. No todos los días, ni siquiera la mayo­ría, y cada vez con menor frecuencia. Pero a veces ocurre. Y entonces lo único que le falla es la memoria, como si tuviera amnesia. Se emociona y piensa como una persona normal. Y esos días sé que estoy haciendo lo que debo.
Cuando volvemos, nos han servido la cena en su habitación. Nos han autorizado a comer aquí, como siempre que Myriam tiene un buen día, y nuevamente pienso que no puedo pedir más. El personal se ocupa de todo. Son buenos conmigo, y les estoy agradecido.
La luz es tenue, dos velas alumbran la habitación desde la mesa donde cenaremos, y suena una suave música de fondo. Los platos y los vasos son de plástico, y la jarra contiene jugo de manzana, pero las reglas son las reglas, y a ella no parece importarle. Al ver la mesa, deja escapar una pequeña exclamación de asombro y abre los ojos como platos.
—¿Lo has organizado tú? —Asiento con un gesto y ella entra en la habitación. —Es precioso.
Le ofrezco el brazo y la llevo hasta la ventana. Cuando llegamos, ella no me suelta. Su contacto es agradable, y nos quedamos muy juntos en esta crista­lina noche de primavera. La ventana está entornada, y siento la brisa en mis mejillas. Ha salido la Luna, y los dos la contemplamos mientras el cielo de la noche se despliega.
—Estoy segura de que nunca he visto nada tan bonito —dice y estoy de acuerdo.
—Yo tampoco —respondo, pero la estoy mirando a ella. Entiende lo que quiero decir y sonríe. Un minuto después, susurra:
—Creo que sé con quién se queda Myriam al final de la historia.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Con quién?
—Con Victor.
—¿Estás segura?
—Completamente.
Sonrío y asiento.
—Sí, es verdad —digo en voz baja, y ella me devuel­ve la sonrisa. Su cara está radiante.
Retiro su silla con dificultad. Myriam se sienta y yo lo hago frente a ella. Extiende una mano por encima de la mesa, se la tomo, empieza a acariciarme con el pulgar, como tantos años antes. La miro largo rato sin hablar, viviendo y reviviendo los episodios de mi vida, recor­dando todo y haciéndolo realidad. Siento un nudo en la garganta, y una vez más tomo conciencia de cuánto la quiero. Cuando por fin hablo, mi voz suena temblo­rosa:
—Eres tan hermosa —digo. Sus ojos me dicen que sabe lo que siento por ella y lo que en realidad quiero decir con esas palabras.
No responde. Baja la mirada, y me pregunto qué piensa. Esta vez no me da ninguna pista, y le aprieto suavemente la mano. Espero. Conozco su corazón, lo he visitado en todos mis sueños, y sé que hoy casi he llegado allí.
Entonces, otro milagro prueba que tengo razón.
Mientras la música de Glenn Miller suena suave­mente en la habitación alumbrada por las velas, veo cómo Myriam se abandona gradualmente a sus sentimientos. Una sonrisa tierna comienza a dibujarse en sus labios, la clase de sonrisa que me hace sentir que todo ha valido la pena, y alza los ojos brumosos hacia mí. Tira de mi mano.
—Eres maravilloso... —susurra, y en ese momento se enamora de mí. Lo sé, estoy seguro, pues he visto las señales mil veces antes.
No sigue hablando, no es necesario, pero me regala una mirada procedente de otro tiempo que me hace sentir entero otra vez. Le sonrío, con toda la pasión que soy capaz de expresar, y nos miramos con los senti­mientos creciendo en nuestro interior como olas del mar. Miro alrededor, al techo, por fin de nuevo a Myriam, y la forma en que me mira me conmueve. Súbitamente, vuelvo a sentirme joven. Ya no tengo frío ni me duelen los huesos, no estoy encogido, deforme o casi ciego por las cataratas.
Soy fuerte, orgulloso, el hombre más afortunado del mundo, y continúo sintiéndome así durante un largo rato.
Sólo cuando la tercera parte de las velas se ha consumido, vuelvo a estar en condiciones de hablar y digo:
—Te quiero con toda el alma. Espero que lo sepas.
—Claro que lo sé —responde con un hilo de voz—. Yo siempre te he querido, Victor.
Victor, vuelvo a oírla. Victor. Mi nombre se repite en mi cabeza. Victor... Victor... Sabe quién soy, pienso, sabe quién soy...
Lo sabe...
Algo tan insignificante como recordar mi nombre, pero para mí es un regalo del cielo, y revivo nuestra vida en común, nuestros abrazos, mi amor por ella, su compañía durante los mejores años de mi vida.
—Victor... mi dulce Victor... —susurra.
Y yo, que no he querido aceptar las palabras de los médicos, he vuelto a triunfar, al menos por el momen­to. Dejo de hacerme el misterioso y le beso la mano, la arrimo a mi mejilla, y le susurro al oído:
—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
—Ay, Victor —responde ella con lágrimas en los ojos—. Yo también te quiero.
Si todo terminara así, yo sería feliz.
Pero no tendré esa suerte. Estoy seguro, porque a medida que pasa el tiempo, comienzo a ver indicios de preocupación en su cara.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
—Tengo miedo —responde en voz baja—. Tengo miedo de volver a olvidar esto. No es justo... No puedo soportarlo.
Su voz se quiebra al final de la frase, pero no sé qué contestar. La noche llega a su fin, y no puedo hacer nada para detener lo inevitable. En eso soy un fracaso. Por fin le digo:
—Nunca te dejaré. Nuestro amor es eterno.
Sabe que es lo único que puedo decir, pues ninguno de los dos desea promesas falsas. Aunque, por la forma en que me mira, intuyo que le gustaría oír algo más.
Comenzamos a cenar al son de la serenata de los grillos. Ninguno de los dos tiene hambre, pero tomo la iniciativa para dar ejemplo, y ella me imita. Toma bocados pequeños y los mastica largamente, pero me alegro de verla comer. En los últimos tres meses ha adelgazado mucho.
Después de comer, muy a mi pesar, comienzo a inquietarme. Sé que debería sentirme feliz, pues esta reunión es la prueba de que aún tenemos derecho a amar, pero ya han doblado las campanas por esta noche. Hace tiempo que se ha puesto el Sol, la ladrona de sueños está al caer, y no puedo hacer nada para detenerla. Así que miro a Myriam, aguardo y vivo una vida entera en estos últimos instantes de gracia.
Nada.
Las agujas del reloj avanzan.
Nada.
La atraigo hacia mí, y nos abrazamos.
Nada.
La siento temblar y le susurro palabras al oído.
Nada.
Le digo por última vez que la amo.
Y la ladrona llega.
Su rapidez siempre me sorprende; incluso ahora, después de tanto tiempo. Todavía abrazada a mí, Myriam comienza a parpadear rápidamente y sacude la cabeza. Luego se vuelve hacia un rincón de la habitación y me mira largamente con una mueca de preocupación.
¡No!, grito mentalmente. ¡Todavía no! ¡Ahora no...!¡Estábamos tan cerca!¡Esta noche no!¡Cualquier otra, pero no ésta! ¡Por favor! Las palabras resuenan en mi mente. ¡No puedo soportarlo! No es justo... no es justo...
Pero, como siempre, no sirve de nada.
—Esa gente me mira —dice, señalando—. Por fa­vor, haz que paren.
Los gnomos.
Siento un nudo en el estómago, grande y duro. Contengo el aliento durante un instante, y luego vuel­vo a respirar, aunque más superficialmente. Tengo la boca seca y el corazón desbocado. Sé que todo ha terminado, y no me equivoco. Ha llegado la confusión nocturna, asociada con el mal que padece mi esposa, y esta es la peor parte. Pues cuando ella viene, Myriam se va, y a veces me pregunto si volveremos a amarnos otra vez.
—No hay nadie, Myriam —digo, tratando de pospo­ner lo inevitable. Pero no me cree.
—Me vigilan.
—No —susurro sacudiendo la cabeza.
—¿No los ves?
—No —contesto, y piensa durante unos instantes.
—Pues están ahí mismo —dice, apartándome—, y me están mirando.
Empieza a hablar sola, y segundos después, cuando intento consolarla, da un respingo y me mira con los ojos muy abiertos.
—¿Quién eres? —grita con la voz cargada de páni­co, y la cara cada vez más pálida—. ¿Qué haces aquí?
El miedo crece en su interior, y me duele verla así, pero no puedo hacer nada. Se aleja, retrocede, con las manos extendidas en posición defensiva, y me rompe el corazón con sus palabras:
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —grita.
Está aterrorizada, se ha olvidado de mí e intenta espantar a los gnomos.
Me levanto y me dirijo a su cama. Estoy débil, me duelen las piernas y siento una extraña punzada en el costado. Ni siquiera sé de dónde viene. Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para apretar el timbre y llamar a las enfermeras, pues los dedos me laten y parecen paralizados, pero finalmente lo consigo. Sé que llegarán pronto, y las espero. Entretanto, observo a mi esposa.
Pasan diez, veinte, treinta segundos y sigo mirán­dola, sin perder un detalle, recordando el momento que acabamos de compartir. Pero ella no me devuelve la mirada, y su lucha contra los enemigos invisibles me atormenta.
Me siento en el borde de la cama, con la espalda dolorida, y recojo el cuaderno, llorando. Myriam no se da cuenta. Lo comprendo, pues está fuera de sí.
Un par de hojas caen al suelo y me agacho para recogerlas. Estoy cansado, así que permanezco senta­do, lejos de mi esposa. Y cuando las enfermeras entran en la habitación, se encuentran con que deben consolar a dos personas: Una mujer temblorosa, acechada por los demonios de su mente, y un viejo que la ama más que a su propia vida, llorando silenciosamente en un rincón, con la cara entre las manos.
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