Simplemente un Beso...FINAL
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Re: Simplemente un Beso...FINAL
uyy me encanto!!
si esta muy tierna como dijiste jejeje y el papa ya esta elegido! jajaja
ya vera victor...Myriam y leonardo le quitaran el mar humor y los malos recuerdos!
saludos!
atte. crazy
si esta muy tierna como dijiste jejeje y el papa ya esta elegido! jajaja
ya vera victor...Myriam y leonardo le quitaran el mar humor y los malos recuerdos!
saludos!
atte. crazy
crazylocademica- VBB PLATINO
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Re: Simplemente un Beso...FINAL
No pues nada menso Leo al escoger papa jaja, gracias por el capitulo, esta muy padre la novela.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
gracias por el capitulo me gusto
jai33sire- VBB PLATINO
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Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
ay cosa.. que lindura de niño! ajajaja.. me gusta mucho la novela!. gracias por el capitulo Dulce
Carmen- VBB PLATINO
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Localización : Mazatlán
Fecha de inscripción : 24/05/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
Dulce, qué bueno que estás de regreso con nove nueva, aquí me tendrás de latosa esperando capis.
Marianita- STAFF
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Re: Simplemente un Beso...FINAL
Hay que bonita novela y que hermosso niño, siguele porfis =), GRACIAS por el capitulo.
cliostar- VBB ORO
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Localización : Algún lugar del mundo =)
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
JAJAJA Pero no te molestes niñooo que tarde o tempranooo cairaaa jajajaja
Sigueleee la novela me encantaaaa
Sigueleee la novela me encantaaaa
Chicana_415- VBB PLATINO
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Edad : 34
Localización : San Francisco, CA
Fecha de inscripción : 24/05/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
AYYY KE PASARIAA AL HIJO DE VICCO??? ........... ESTUBO MUY LOINDO EL KAPI DULLL ESE NENEEE MEDIO KOSITA KUANDO LEONARDO SELE KOSTO EN EL PESHO A VICCO MI VIDOOO JEJEJE
SIGELEEE DULLLL MAS KAPI MAS KAPIIII..............
SIGELEEE DULLLL MAS KAPI MAS KAPIIII..............
Re: Simplemente un Beso...FINAL
andale pues me la acabo de echar completa jajajajajaja eso de k me fui de vacaciones ni tiempo de entrar a leer la novela...grax...y espero el siguiente capi....
Re: Simplemente un Beso...FINAL
GRACIAS X EL CAP...
Y SIGUELE PRONTO
Y SIGUELE PRONTO
Eva_vbb- VBB DIAMANTE
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Edad : 39
Fecha de inscripción : 25/05/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
Capítulo 4
Myriam hizo todo lo posible para concentrarse en los informes, pero no podía dejar de mirar a Víctor, sentado en el sofá, mirando al vacío.
Estaba anocheciendo y habían encendido las luces. A pesar de la iluminación, las sombras del atardecer parecían reflejarse en su rostro.
Myriam se preguntó si le dolería la pierna y por enésima vez, se sintió responsable. No podía creer que su hijo, tan pequeño, hubiera hecho caer a aquel hombre tan grande.
El culpable estaba dormido en el suelo, como un bendito.
Era difícil para ella admitir el afecto que el niño parecía sentir por Víctor. A Leonardo no parecían molestarlo en absoluto sus gruñidos ni su expresión huraña.
Myriam frunció el ceño, intentando concentrarse de nuevo en la pantalla del ordenador.
—¿De verdad seguiste a esta mujer, Beth Daniels, durante cuatro días?
Víctor la miró entonces.
—A todas partes. Me quedaba frente a la peluquería mientras se arreglaba el pelo, la seguía a la tintorería, la observaba mientras almorzaba con sus amigas y me sentaba tras ella en el cine mientras se comía un kilo de palomitas.
—¿Y ella nunca sospechó que la seguías?
Víctor sonrió, y el gesto hizo que sus ojos se iluminaran.
—Ya te dije que soy muy bueno.
— Yo me daría cuenta si alguien estuviera siguiéndome.
—Si te siguiera yo, no —rió él—. En el caso de Beth Daniels, su marido me contrató para comprobar si lo estaba engañando.
Myriam tomó las fotos que iban con el informe. Una mostraba a una atractiva rubia llamando a la puerta de la habitación de un hotel. La siguiente era una fotografía de un hombre alto y moreno abriendo esa puerta y la tercera, la rubia saliendo de la habitación.
—Pues parece que sí.
— Sí —asintió Víctor—. La tercera noche, cuando su marido estaba en una cena de negocios, la señora Daniels tuvo una cena privada.
Myriam dejó las fotografías sobre la mesa, con expresión triste.
—¿Y por qué no le preguntó el señor Daniels si lo estaba engañando?
Él la miró, con expresión de sorpresa.
—Porque las mujeres mienten.
Había una vehemencia en esa respuesta que sorprendió a Myriam.
—No todas las mujeres mienten. A mí esto me parece un poco…
—¿Rastrero? —terminó Víctor la frase por ella—. Yo soy un tipo rastrero que hace un trabajo rastrero.
Myriam se puso colorada.
—No quería decir eso. Quería decir que me parece muy triste que sea una tercera persona la que tenga que averiguar si alguien está engañando a la persona que quiere. O a la que se supone que quiere.
Víctor sonreía cínicamente.
—En mi trabajo y en mi experiencia, he aprendido que el amor es solo una fantasía para esconder otras necesidades, quizá no tan puras.
—¿No creerás eso de verdad?
El brillo de dolor en los ojos marrones del hombre le decía que no estaba bromeando. Todo lo contrario. Víctor apartó la mirada, como si temiera que ella leyera sus pensamientos.
—Lo creo firmemente —dijo por fin. Cuando volvió a mirarla, la vulnerabilidad que Myriam había creído ver en sus ojos, había desaparecido —. El amor es una fantasía, un concepto creado por los poetas y extendido por la industria del entretenimiento. Los únicos matrimonios que duran para siempre son los que están basados en intereses económicos.
Myriam lo miró, incrédula. Su cinismo despertaba una extraña tristeza en ella. ¿Cómo podía vivir sin la esperanza de encontrar el amor verdadero? La suya debía ser una existencia vacía, desierta.
—Eres un caso, Víctor García. Yo diría que alguien te ha hecho mucho daño.
—Y yo diría que tú vives en un mundo de fantasía. Tú precisamente deberías saber que el amor no es real. Creíste que tu novio te amaba y mira lo que ha pasado. Eres una madre soltera porque creíste en esa tontería del amor.
—Eso no es verdad —exclamó Myriam—. Soy una madre soltera porque me enamoré del hombre equivocado, no porque creyera en el amor. Y no pienso volver a cometer ese error nunca más.
—Ya —murmuró Víctor, sarcástico—. La próxima vez, conocerás a tu príncipe azul, que está esperándote en alguna parte.
—Eso es —dijo ella, firmemente convencida—. Y viviremos felices el resto de nuestras vidas.
La convicción que había en su voz era casi entrañable.
—¿Siempre has sido tan ingenua?
Myriam sonrió. Aquella discusión empezaba a ser estimulante. No se sentía en absoluto ofendida por sus comentarios. Estaba tan convencida de aquello que nada ni nadie la haría cambiar de opinión.
—Uno de los dos es un ingenuo, pero yo que tú no señalaría a nadie.
Víctor sonrió también, una sonrisa auténtica que iluminaba sus ojos y que causó una especie de pequeña explosión en el corazón de Myriam.
—Yo no soy el ingenuo, Myriam. Es que no creo en los cuentos de hadas.
—Pues espero que un día quieras a alguien de verdad y, cambies de opinión.
De nuevo le pareció ver una sombra de dolor en los ojos del hombre. Pero tan rápido como apareció, había desaparecido.
—Lo dudo mucho.
En ese momento, sonó el teléfono.
Víctor alargó el brazo para descolgar el auricular mientras Myriam se concentraba de nuevo en los informes.
—¿Qué? ¿Cuándo? —lo oyó exclamar. Su voz sonaba muy tensa y Myriam temió pulsar la tecla de impresión porque intuyó que aquella conversación era muy importante —. Gracias por llamar —dijo Víctor antes de colgar—. ¡Maldita sea! —exclamó después, golpeándose la escayola.
—¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? —repitió él, intentando levantarse—. Lo que pasa es que un hombre al que llevo un año intentando localizar estará mañana en un sitio y yo tengo una escayola en la pierna, así que no voy a poder seguirlo.
— Yo podría llevarte —se ofreció Myriam.
Víctor la miró como si hubiera perdido el juicio.
—¿Y qué sabes tú de seguir a alguien?
Ella se encogió de hombros.
—Lo que he visto en las películas. Se compran un montón de hamburguesas, se sienta uno en un coche a esperar y ya está.
Víctor tuvo que sonreír.
—Pues no vas muy descaminada. No es peligroso, pero podría ser un día muy aburrido.
— Qué va. Me encantaría poder contarle a mis amigas que estuve siguiendo a un sospechoso durante mis vacaciones.
Myriam no sabía por qué quería hacer aquello. Quizá porque seguía sintiéndose responsable por la escayola de Víctor. O quizá porque algo en la oscuridad repentina de sus ojos la retaba a devolverles la luz.
— Muy bien —asintió Víctor—. Si esto no fuera tan emocionante para ti y yo no hubiera estado siguiendo a ese tipo durante tantos meses, nunca aceptaría tu oferta.
—Pero como yo misma me he ofrecido… —son¬rió Myriam—. Además, no tienes alternativa.
—Eso es verdad —suspiró Víctor, mirando a Leonardo—. Supongo que no puedes dejar al enano en el hotel mientras dure la operación.
—No —dijo ella, preguntándose cuándo había dejado de ofenderla que se metiera con su hijo. Quizá era desde que salió a la terraza y lo vio acariciándolo—. Y solo admitiré que lleve el cinturón de seguridad —añadió, antes de que él sugiriese alguna otra forma de sujeción.
—¿Seguro que no puede quitarse el cinturón de seguridad?
— Seguro, Víctor. No te preocupes. Te prometo que Leonardo no va a atacarte —sonrió, pulsando la tecla de impresión—. Ya está. Este era el último informe.
—Muchas gracias.
—¿A qué hora debo estar aquí mañana para iniciar la operación?
—A las seis.
—¿A las seis? —repitió Myriam, horrorizada.
—Eso he dicho.
—Pues será mejor que me vaya ahora mismo — dijo ella entonces, inclinándose para tomar al niño en brazos. Leonardo se despertó, pero después de echarle los brazos al cuello volvió a quedarse dormido.
Víctor tomó la bolsa de los pañales y el bolso de Myriam y los colgó del brazo de las muletas.
— ¿Seguro que quieres hacerlo? —preguntó, en el porche.
—Claro que sí.
—Entonces, nos veremos por la mañana.
—A las seis en punto —dijo Myriam, sonriente.
—Gracias por todo —se despidió él, devolviéndole la sonrisa.
De nuevo, la sonrisa del hombre provocó una pequeña explosión en su interior.
—De nada —murmuró Myriam, bajando las escaleras del porche con las piernas temblorosas.
Aquella sonrisa masculina, sin cinismo alguno, completamente auténtica, tenía el poder de enviar un escalofrío por todo su cuerpo.
Después de colocar a Leonardo en su sillita, se sentó frente al volante. Víctor seguía en el porche.
Incluso con muletas y una escayola en la pierna, aquel hombre era más sexy que el demonio y, por un momento, Myriam se preguntó cómo sería estar entre sus brazos, ser acariciada por aquellas manos fuertes y grandes, ser besada por aquellos labios sensuales…
—¿Qué me está pasando? —murmuró para sí misma mientras arrancaba el coche.
Cuando Víctor sonreía de esa forma y sus ojos marrones se iluminaban como estrellas algo le ocurría por dentro. Algo que no entendía.
Se preguntaba cómo sería Víctor con una permanente sonrisa en los labios. ¿Cómo sería si algún día recuperase la esperanza, si su corazón se llenase de amor? La posibilidad la dejó sin aire.
Mientras se alejaba de la casa, pensaba en el día siguiente. ¿Cuánto tiempo tendrían que estar metidos en el coche?
Había prometido que lo mantendría a salvo de Leonardo, pero ¿quién iba a salvarla a ella de Víctor García?
Myriam hizo todo lo posible para concentrarse en los informes, pero no podía dejar de mirar a Víctor, sentado en el sofá, mirando al vacío.
Estaba anocheciendo y habían encendido las luces. A pesar de la iluminación, las sombras del atardecer parecían reflejarse en su rostro.
Myriam se preguntó si le dolería la pierna y por enésima vez, se sintió responsable. No podía creer que su hijo, tan pequeño, hubiera hecho caer a aquel hombre tan grande.
El culpable estaba dormido en el suelo, como un bendito.
Era difícil para ella admitir el afecto que el niño parecía sentir por Víctor. A Leonardo no parecían molestarlo en absoluto sus gruñidos ni su expresión huraña.
Myriam frunció el ceño, intentando concentrarse de nuevo en la pantalla del ordenador.
—¿De verdad seguiste a esta mujer, Beth Daniels, durante cuatro días?
Víctor la miró entonces.
—A todas partes. Me quedaba frente a la peluquería mientras se arreglaba el pelo, la seguía a la tintorería, la observaba mientras almorzaba con sus amigas y me sentaba tras ella en el cine mientras se comía un kilo de palomitas.
—¿Y ella nunca sospechó que la seguías?
Víctor sonrió, y el gesto hizo que sus ojos se iluminaran.
—Ya te dije que soy muy bueno.
— Yo me daría cuenta si alguien estuviera siguiéndome.
—Si te siguiera yo, no —rió él—. En el caso de Beth Daniels, su marido me contrató para comprobar si lo estaba engañando.
Myriam tomó las fotos que iban con el informe. Una mostraba a una atractiva rubia llamando a la puerta de la habitación de un hotel. La siguiente era una fotografía de un hombre alto y moreno abriendo esa puerta y la tercera, la rubia saliendo de la habitación.
—Pues parece que sí.
— Sí —asintió Víctor—. La tercera noche, cuando su marido estaba en una cena de negocios, la señora Daniels tuvo una cena privada.
Myriam dejó las fotografías sobre la mesa, con expresión triste.
—¿Y por qué no le preguntó el señor Daniels si lo estaba engañando?
Él la miró, con expresión de sorpresa.
—Porque las mujeres mienten.
Había una vehemencia en esa respuesta que sorprendió a Myriam.
—No todas las mujeres mienten. A mí esto me parece un poco…
—¿Rastrero? —terminó Víctor la frase por ella—. Yo soy un tipo rastrero que hace un trabajo rastrero.
Myriam se puso colorada.
—No quería decir eso. Quería decir que me parece muy triste que sea una tercera persona la que tenga que averiguar si alguien está engañando a la persona que quiere. O a la que se supone que quiere.
Víctor sonreía cínicamente.
—En mi trabajo y en mi experiencia, he aprendido que el amor es solo una fantasía para esconder otras necesidades, quizá no tan puras.
—¿No creerás eso de verdad?
El brillo de dolor en los ojos marrones del hombre le decía que no estaba bromeando. Todo lo contrario. Víctor apartó la mirada, como si temiera que ella leyera sus pensamientos.
—Lo creo firmemente —dijo por fin. Cuando volvió a mirarla, la vulnerabilidad que Myriam había creído ver en sus ojos, había desaparecido —. El amor es una fantasía, un concepto creado por los poetas y extendido por la industria del entretenimiento. Los únicos matrimonios que duran para siempre son los que están basados en intereses económicos.
Myriam lo miró, incrédula. Su cinismo despertaba una extraña tristeza en ella. ¿Cómo podía vivir sin la esperanza de encontrar el amor verdadero? La suya debía ser una existencia vacía, desierta.
—Eres un caso, Víctor García. Yo diría que alguien te ha hecho mucho daño.
—Y yo diría que tú vives en un mundo de fantasía. Tú precisamente deberías saber que el amor no es real. Creíste que tu novio te amaba y mira lo que ha pasado. Eres una madre soltera porque creíste en esa tontería del amor.
—Eso no es verdad —exclamó Myriam—. Soy una madre soltera porque me enamoré del hombre equivocado, no porque creyera en el amor. Y no pienso volver a cometer ese error nunca más.
—Ya —murmuró Víctor, sarcástico—. La próxima vez, conocerás a tu príncipe azul, que está esperándote en alguna parte.
—Eso es —dijo ella, firmemente convencida—. Y viviremos felices el resto de nuestras vidas.
La convicción que había en su voz era casi entrañable.
—¿Siempre has sido tan ingenua?
Myriam sonrió. Aquella discusión empezaba a ser estimulante. No se sentía en absoluto ofendida por sus comentarios. Estaba tan convencida de aquello que nada ni nadie la haría cambiar de opinión.
—Uno de los dos es un ingenuo, pero yo que tú no señalaría a nadie.
Víctor sonrió también, una sonrisa auténtica que iluminaba sus ojos y que causó una especie de pequeña explosión en el corazón de Myriam.
—Yo no soy el ingenuo, Myriam. Es que no creo en los cuentos de hadas.
—Pues espero que un día quieras a alguien de verdad y, cambies de opinión.
De nuevo le pareció ver una sombra de dolor en los ojos del hombre. Pero tan rápido como apareció, había desaparecido.
—Lo dudo mucho.
En ese momento, sonó el teléfono.
Víctor alargó el brazo para descolgar el auricular mientras Myriam se concentraba de nuevo en los informes.
—¿Qué? ¿Cuándo? —lo oyó exclamar. Su voz sonaba muy tensa y Myriam temió pulsar la tecla de impresión porque intuyó que aquella conversación era muy importante —. Gracias por llamar —dijo Víctor antes de colgar—. ¡Maldita sea! —exclamó después, golpeándose la escayola.
—¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? —repitió él, intentando levantarse—. Lo que pasa es que un hombre al que llevo un año intentando localizar estará mañana en un sitio y yo tengo una escayola en la pierna, así que no voy a poder seguirlo.
— Yo podría llevarte —se ofreció Myriam.
Víctor la miró como si hubiera perdido el juicio.
—¿Y qué sabes tú de seguir a alguien?
Ella se encogió de hombros.
—Lo que he visto en las películas. Se compran un montón de hamburguesas, se sienta uno en un coche a esperar y ya está.
Víctor tuvo que sonreír.
—Pues no vas muy descaminada. No es peligroso, pero podría ser un día muy aburrido.
— Qué va. Me encantaría poder contarle a mis amigas que estuve siguiendo a un sospechoso durante mis vacaciones.
Myriam no sabía por qué quería hacer aquello. Quizá porque seguía sintiéndose responsable por la escayola de Víctor. O quizá porque algo en la oscuridad repentina de sus ojos la retaba a devolverles la luz.
— Muy bien —asintió Víctor—. Si esto no fuera tan emocionante para ti y yo no hubiera estado siguiendo a ese tipo durante tantos meses, nunca aceptaría tu oferta.
—Pero como yo misma me he ofrecido… —son¬rió Myriam—. Además, no tienes alternativa.
—Eso es verdad —suspiró Víctor, mirando a Leonardo—. Supongo que no puedes dejar al enano en el hotel mientras dure la operación.
—No —dijo ella, preguntándose cuándo había dejado de ofenderla que se metiera con su hijo. Quizá era desde que salió a la terraza y lo vio acariciándolo—. Y solo admitiré que lleve el cinturón de seguridad —añadió, antes de que él sugiriese alguna otra forma de sujeción.
—¿Seguro que no puede quitarse el cinturón de seguridad?
— Seguro, Víctor. No te preocupes. Te prometo que Leonardo no va a atacarte —sonrió, pulsando la tecla de impresión—. Ya está. Este era el último informe.
—Muchas gracias.
—¿A qué hora debo estar aquí mañana para iniciar la operación?
—A las seis.
—¿A las seis? —repitió Myriam, horrorizada.
—Eso he dicho.
—Pues será mejor que me vaya ahora mismo — dijo ella entonces, inclinándose para tomar al niño en brazos. Leonardo se despertó, pero después de echarle los brazos al cuello volvió a quedarse dormido.
Víctor tomó la bolsa de los pañales y el bolso de Myriam y los colgó del brazo de las muletas.
— ¿Seguro que quieres hacerlo? —preguntó, en el porche.
—Claro que sí.
—Entonces, nos veremos por la mañana.
—A las seis en punto —dijo Myriam, sonriente.
—Gracias por todo —se despidió él, devolviéndole la sonrisa.
De nuevo, la sonrisa del hombre provocó una pequeña explosión en su interior.
—De nada —murmuró Myriam, bajando las escaleras del porche con las piernas temblorosas.
Aquella sonrisa masculina, sin cinismo alguno, completamente auténtica, tenía el poder de enviar un escalofrío por todo su cuerpo.
Después de colocar a Leonardo en su sillita, se sentó frente al volante. Víctor seguía en el porche.
Incluso con muletas y una escayola en la pierna, aquel hombre era más sexy que el demonio y, por un momento, Myriam se preguntó cómo sería estar entre sus brazos, ser acariciada por aquellas manos fuertes y grandes, ser besada por aquellos labios sensuales…
—¿Qué me está pasando? —murmuró para sí misma mientras arrancaba el coche.
Cuando Víctor sonreía de esa forma y sus ojos marrones se iluminaban como estrellas algo le ocurría por dentro. Algo que no entendía.
Se preguntaba cómo sería Víctor con una permanente sonrisa en los labios. ¿Cómo sería si algún día recuperase la esperanza, si su corazón se llenase de amor? La posibilidad la dejó sin aire.
Mientras se alejaba de la casa, pensaba en el día siguiente. ¿Cuánto tiempo tendrían que estar metidos en el coche?
Había prometido que lo mantendría a salvo de Leonardo, pero ¿quién iba a salvarla a ella de Víctor García?
dulce_myrifan- VBB PLATINO
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Localización : Culiacán, Sinaloa
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
Capítulo 5
Víctor estaba sentado frente a la ventana, mirando cómo el sol se levantaba en el horizonte tiñendo el oscuro cielo de rosa y oro, los colores reflejándose en el agua.
Myriam estaba a punto de llegar y él había pasado toda la noche lamentando haber aceptado su oferta.
Si no fuera porque llevaba casi un año buscando a Samuel Jacobson, nunca habría aceptado.
Víctor suspiró, pasándose una mano por el pelo. Aquella noche había dormido relativamente bien, pero su reposo había estado poblado de inquietantes sueños en los que Myriam era la protagonista.
En esos sueños, él la besaba y pasaba la mano por los cortos rizos castaños. Sus ojos eran del invitador color del verano, prometiéndole placeres increíbles.
Víctor había caído prisionero de esos besos, de esas caricias. Y se había despertado horrorizado, no por el sueño, sino por la alegría que lo había acompañado. Una alegría que no había experimentado en mucho tiempo, una alegría que había creído no volver a experimentar jamás.
Myriam, con su príncipe azul y su ideal de un amor eterno, se había mentido en su inconsciente. Pero Víctor sabía bien que no debía creer en tales fantasías.
—Ya he pasado por eso —murmuró para sí mismo. Y nunca más volvería a creer aquella mentira.
Había tardado cinco años en recuperarse después de que su vida se hiciera pedazos. Y no pensaba dejar que una morena con ojos brillantes y locas esperanzas destrozase la paz que había conseguido para sí mismo.
Lo que no podía entender era cómo una mujer a la que había conocido dos días antes podía invadir sus sueños. Era ridículo.
Víctor miró su reloj y se levantó, apoyándose en las muletas. Eran exactamente las seis y tenía la sensación de que Myriam era una persona puntual. Efectivamente, cuando salió a la puerta, acababa de parar el coche frente a la casa.
Bajar las escaleras del porche parecía mucho más difícil que subirlas, pero Víctor decidió hacerlo solo. Estaba harto de necesitar ayuda.
Había llegado al tercer escalón cuando Myriam apareció a su lado.
—Deja que te ayude —le dijo. Antes de que Víctor pudiera protestar, le quitó la muleta y se colocó bajo su brazo—. Apóyate en mí.
Los cabellos castaños le hacían cosquillas en el cuello. Olía a fresco, a limpio, a flores y… ese olor, junto con el calor del cuerpo femenino, encendió una llamarada en su interior.
—No necesito ayuda.
—Claro que la necesitas, cabezota. ¿Estás bien? —le preguntó cuando estaban en el último escalón.
Víctor hizo una mueca.
—Tan bien como puede esperarse, considerando lo que tu hijo y tú me estan haciendo pasar —dijo, con un tono más hosco de lo que pretendía.
Víctor vio un brillo en los ojos femeninos, pero Myriam no dijo nada. Casi deseaba que se enfadara con él, que replicara algo para poder replicar a su vez y quitarse de encima la energía negativa que sentía en aquel momento.
Mientras entraba en el coche y Myriam guardaba las muletas en el maletero, Víctor se sintió ruin y malvado. Leonardo lo saludó desde su sillita en el asiento de atrás.
—Papá —dijo el niño, sonriendo.
—Te equivocas, niño. Idiota es lo que deberías llamarme —dijo en voz baja.
Myriam se sentó frente al volante y arrancó sin decir nada.
—Venga, dilo.
Ella lo miró, con curiosidad.
—¿Decir qué?
—Di que soy un idiota.
—Vale. Víctor, eres un idiota. ¿Ahora te sientes mejor?
—Sí —contestó él, echándose hacia atrás en el asiento—. ¿Tú nunca te enfadas?
—No. Intento que esas cosas no me afecten —contestó ella—. Además, si me enfadase cada vez que estás insoportable o dices alguna impertinencia, estaría todo el día enfadada. Y no tengo tiempo para eso.
—De todas formas, quiero disculparme. Es que no soporto sentirme tan…
—¿Impotente?
—Sí.
—Ya me lo imaginaba.
Debía ser ese sentimiento de impotencia lo que lo había atacado en la escalera. Su frustración no tenía nada que ver con un absurdo deseo por la «reina de los cuentos de hadas», sentada a su lado.
—Cuando llegues al cruce, gira a la izquierda.
Mientras Myriam se concentraba en la carretera, Víctor se concentró en mirarla. La luz del amanecer le daba a su piel un color precioso. No parecía llevar maquillaje, excepto quizá un poco de brillo en los labios.
Llevaba pantalones cortos y una camiseta verde un poco desteñida por los lavados.
—¿Cuántos días vas a quedarte en Florida?
—Tres gloriosas semanas —contestó ella con una sonrisa—. Mi abuela me regaló las vacaciones. Yo no tengo dinero para pagarme estos lujos.
En aquel momento, todo tenía sentido. Desde el primer momento, a Víctor no le había parecido la típica turista. Su abuela le había regalado unas vacaciones que seguramente necesitaba y él estaba aprovechándose de su tiempo, haciéndola sentir culpable por un accidente que, en realidad, no había sido cul¬pa de nadie.
—Te prometo que después de hoy no volveré a aprovecharme de ti.
Ella sonrió de nuevo.
—No me importa. Si estuviera todo el día en la playa, me aburriría. Y con Leonardo, las diversiones están muy restringidas.
—Gira a la derecha —dijo Víctor, señalando una calle. Después, se quedó mirando su perfil—. Seguro que eres una buena auxiliar de clínica.
—¿Por qué dices eso?
—No lo sé. Es fácil imaginarte aleteando de pa¬ciente en paciente, ofreciendo pastillas y alegría al mismo tiempo.
—Yo no aleteo —rió Myriam—. Pero me gusta pensar que soy una buena profesional. Parte de mi trabajo consiste en hacerme cargo de las necesidades emocionales de los pacientes, además de sus necesidades médicas.
Víctor tenía un par de necesidades que no le importaría ver atendidas por ella. Un segundo después, señaló otra calle, intentando apartar de sí aquellos pensamientos. Pero la realidad era que Myriam Montemayor le parecía la mujer más atractiva que había conocido en muchos años.
—¿A quién vamos a vigilar? —preguntó ella entonces.
Víctor cambió de posición, intentando ponerse cómodo.
—Se llama Samuel Jacobson y vamos a una casa por la que no ha aparecido en seis meses. Anoche me llamó un informador para decirme que Jacobson estaría hoy aquí y lo único que quiero es ver si es cierto para llamar a un amigo del cuerpo de policía. Él se encargará de arrestarlo —contestó Víctor, mostrándole un móvil que llevaba en el bolsillo.
—¿Arrestarlo? ¿Ese hombre es un delincuente? —preguntó Myriam, preocupada.
—Sí, pero no te preocupes, no es peligroso — sonrió Víctor—. Puede que sea un idiota, pero no soy un idiota sin conciencia. Nunca hubiera aceptado venir aquí con Leonardo y contigo si pensara que hay el más mínimo peligro.
Ella sonrió, más tranquila. ¿Serían sus labios tan cálidos y suaves como parecían?, se preguntó él tontamente. ¿Se abrirían bajo los suyos? ¿Enredaría los brazos alrededor de su cuello, se apretaría contra su pecho? Víctor intentaba apartar aquellos pensamientos de su mente, pero seguían apareciendo a pesar de sus esfuerzos.
Myriam estaba allí de vacaciones y en menos de tres semanas volvería a Kansas. Probablemente se casaría con un médico y viviría feliz para siempre.
Además, lo único que Víctor quería de ella era una noche. Una sola noche de placer sin complicaciones.
Leonardo lanzó un grito desde el asiento de atrás, como si hubiera leído sus pensamientos y quisiera protestar.
—Seguramente tiene hambre —dijo Myriam, señalando una bolsa de plástico a los pies de Víctor—. En la bolsa hay un par de plátanos. ¿Te importa pelar uno?
—Taño —dijo Leonardo, asintiendo con la cabeza.
Víctor encontró plátanos, una bolsa de patatas fritas, caramelos, chicles y un paquete de salchichas.
—¿Has comprado todo esto de camino a mi casa?
—Un espionaje no es espionaje si no hay chucherías. Por lo menos, en las películas.
Víctor se volvió para darle el plátano al niño.
—Papá —sonrió Leonardo, mordiendo la fruta.
—De eso nada —replicó Víctor. Después, se volvió de nuevo—. Vale… ahora ve más despacio. Nos estamos acercando a la casa.
En los últimos seis meses, Víctor había estado en aquella zona muchas veces, esperando encontrar algún signo de vida en la casa de Jacobson.
—Dime dónde tengo que parar.
—Es la casa pintada de gris. Aparca ahí, bajo el árbol —le indicó él—. Puedes apagar el motor.
Myriam obedeció y después echó el asiento hacia atrás para estirar las piernas. Tenía unas piernas preciosas… largas, con la piel dorada y suave. Víctor se imaginaba a sí mismo tocando aquellas piernas…
¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué no podía dejar de pensar en aquella mujer?
Myriam le había dicho que él no era su tipo, que no era su príncipe azul. Y Víctor tampoco creía que pudiera encontrar nunca a la mujer de sus sueños.
Entonces, ¿por qué tenía aquel repentino deseo de convencerla de que, al menos, podía ser su príncipe azul durante una noche?
Víctor estaba sentado frente a la ventana, mirando cómo el sol se levantaba en el horizonte tiñendo el oscuro cielo de rosa y oro, los colores reflejándose en el agua.
Myriam estaba a punto de llegar y él había pasado toda la noche lamentando haber aceptado su oferta.
Si no fuera porque llevaba casi un año buscando a Samuel Jacobson, nunca habría aceptado.
Víctor suspiró, pasándose una mano por el pelo. Aquella noche había dormido relativamente bien, pero su reposo había estado poblado de inquietantes sueños en los que Myriam era la protagonista.
En esos sueños, él la besaba y pasaba la mano por los cortos rizos castaños. Sus ojos eran del invitador color del verano, prometiéndole placeres increíbles.
Víctor había caído prisionero de esos besos, de esas caricias. Y se había despertado horrorizado, no por el sueño, sino por la alegría que lo había acompañado. Una alegría que no había experimentado en mucho tiempo, una alegría que había creído no volver a experimentar jamás.
Myriam, con su príncipe azul y su ideal de un amor eterno, se había mentido en su inconsciente. Pero Víctor sabía bien que no debía creer en tales fantasías.
—Ya he pasado por eso —murmuró para sí mismo. Y nunca más volvería a creer aquella mentira.
Había tardado cinco años en recuperarse después de que su vida se hiciera pedazos. Y no pensaba dejar que una morena con ojos brillantes y locas esperanzas destrozase la paz que había conseguido para sí mismo.
Lo que no podía entender era cómo una mujer a la que había conocido dos días antes podía invadir sus sueños. Era ridículo.
Víctor miró su reloj y se levantó, apoyándose en las muletas. Eran exactamente las seis y tenía la sensación de que Myriam era una persona puntual. Efectivamente, cuando salió a la puerta, acababa de parar el coche frente a la casa.
Bajar las escaleras del porche parecía mucho más difícil que subirlas, pero Víctor decidió hacerlo solo. Estaba harto de necesitar ayuda.
Había llegado al tercer escalón cuando Myriam apareció a su lado.
—Deja que te ayude —le dijo. Antes de que Víctor pudiera protestar, le quitó la muleta y se colocó bajo su brazo—. Apóyate en mí.
Los cabellos castaños le hacían cosquillas en el cuello. Olía a fresco, a limpio, a flores y… ese olor, junto con el calor del cuerpo femenino, encendió una llamarada en su interior.
—No necesito ayuda.
—Claro que la necesitas, cabezota. ¿Estás bien? —le preguntó cuando estaban en el último escalón.
Víctor hizo una mueca.
—Tan bien como puede esperarse, considerando lo que tu hijo y tú me estan haciendo pasar —dijo, con un tono más hosco de lo que pretendía.
Víctor vio un brillo en los ojos femeninos, pero Myriam no dijo nada. Casi deseaba que se enfadara con él, que replicara algo para poder replicar a su vez y quitarse de encima la energía negativa que sentía en aquel momento.
Mientras entraba en el coche y Myriam guardaba las muletas en el maletero, Víctor se sintió ruin y malvado. Leonardo lo saludó desde su sillita en el asiento de atrás.
—Papá —dijo el niño, sonriendo.
—Te equivocas, niño. Idiota es lo que deberías llamarme —dijo en voz baja.
Myriam se sentó frente al volante y arrancó sin decir nada.
—Venga, dilo.
Ella lo miró, con curiosidad.
—¿Decir qué?
—Di que soy un idiota.
—Vale. Víctor, eres un idiota. ¿Ahora te sientes mejor?
—Sí —contestó él, echándose hacia atrás en el asiento—. ¿Tú nunca te enfadas?
—No. Intento que esas cosas no me afecten —contestó ella—. Además, si me enfadase cada vez que estás insoportable o dices alguna impertinencia, estaría todo el día enfadada. Y no tengo tiempo para eso.
—De todas formas, quiero disculparme. Es que no soporto sentirme tan…
—¿Impotente?
—Sí.
—Ya me lo imaginaba.
Debía ser ese sentimiento de impotencia lo que lo había atacado en la escalera. Su frustración no tenía nada que ver con un absurdo deseo por la «reina de los cuentos de hadas», sentada a su lado.
—Cuando llegues al cruce, gira a la izquierda.
Mientras Myriam se concentraba en la carretera, Víctor se concentró en mirarla. La luz del amanecer le daba a su piel un color precioso. No parecía llevar maquillaje, excepto quizá un poco de brillo en los labios.
Llevaba pantalones cortos y una camiseta verde un poco desteñida por los lavados.
—¿Cuántos días vas a quedarte en Florida?
—Tres gloriosas semanas —contestó ella con una sonrisa—. Mi abuela me regaló las vacaciones. Yo no tengo dinero para pagarme estos lujos.
En aquel momento, todo tenía sentido. Desde el primer momento, a Víctor no le había parecido la típica turista. Su abuela le había regalado unas vacaciones que seguramente necesitaba y él estaba aprovechándose de su tiempo, haciéndola sentir culpable por un accidente que, en realidad, no había sido cul¬pa de nadie.
—Te prometo que después de hoy no volveré a aprovecharme de ti.
Ella sonrió de nuevo.
—No me importa. Si estuviera todo el día en la playa, me aburriría. Y con Leonardo, las diversiones están muy restringidas.
—Gira a la derecha —dijo Víctor, señalando una calle. Después, se quedó mirando su perfil—. Seguro que eres una buena auxiliar de clínica.
—¿Por qué dices eso?
—No lo sé. Es fácil imaginarte aleteando de pa¬ciente en paciente, ofreciendo pastillas y alegría al mismo tiempo.
—Yo no aleteo —rió Myriam—. Pero me gusta pensar que soy una buena profesional. Parte de mi trabajo consiste en hacerme cargo de las necesidades emocionales de los pacientes, además de sus necesidades médicas.
Víctor tenía un par de necesidades que no le importaría ver atendidas por ella. Un segundo después, señaló otra calle, intentando apartar de sí aquellos pensamientos. Pero la realidad era que Myriam Montemayor le parecía la mujer más atractiva que había conocido en muchos años.
—¿A quién vamos a vigilar? —preguntó ella entonces.
Víctor cambió de posición, intentando ponerse cómodo.
—Se llama Samuel Jacobson y vamos a una casa por la que no ha aparecido en seis meses. Anoche me llamó un informador para decirme que Jacobson estaría hoy aquí y lo único que quiero es ver si es cierto para llamar a un amigo del cuerpo de policía. Él se encargará de arrestarlo —contestó Víctor, mostrándole un móvil que llevaba en el bolsillo.
—¿Arrestarlo? ¿Ese hombre es un delincuente? —preguntó Myriam, preocupada.
—Sí, pero no te preocupes, no es peligroso — sonrió Víctor—. Puede que sea un idiota, pero no soy un idiota sin conciencia. Nunca hubiera aceptado venir aquí con Leonardo y contigo si pensara que hay el más mínimo peligro.
Ella sonrió, más tranquila. ¿Serían sus labios tan cálidos y suaves como parecían?, se preguntó él tontamente. ¿Se abrirían bajo los suyos? ¿Enredaría los brazos alrededor de su cuello, se apretaría contra su pecho? Víctor intentaba apartar aquellos pensamientos de su mente, pero seguían apareciendo a pesar de sus esfuerzos.
Myriam estaba allí de vacaciones y en menos de tres semanas volvería a Kansas. Probablemente se casaría con un médico y viviría feliz para siempre.
Además, lo único que Víctor quería de ella era una noche. Una sola noche de placer sin complicaciones.
Leonardo lanzó un grito desde el asiento de atrás, como si hubiera leído sus pensamientos y quisiera protestar.
—Seguramente tiene hambre —dijo Myriam, señalando una bolsa de plástico a los pies de Víctor—. En la bolsa hay un par de plátanos. ¿Te importa pelar uno?
—Taño —dijo Leonardo, asintiendo con la cabeza.
Víctor encontró plátanos, una bolsa de patatas fritas, caramelos, chicles y un paquete de salchichas.
—¿Has comprado todo esto de camino a mi casa?
—Un espionaje no es espionaje si no hay chucherías. Por lo menos, en las películas.
Víctor se volvió para darle el plátano al niño.
—Papá —sonrió Leonardo, mordiendo la fruta.
—De eso nada —replicó Víctor. Después, se volvió de nuevo—. Vale… ahora ve más despacio. Nos estamos acercando a la casa.
En los últimos seis meses, Víctor había estado en aquella zona muchas veces, esperando encontrar algún signo de vida en la casa de Jacobson.
—Dime dónde tengo que parar.
—Es la casa pintada de gris. Aparca ahí, bajo el árbol —le indicó él—. Puedes apagar el motor.
Myriam obedeció y después echó el asiento hacia atrás para estirar las piernas. Tenía unas piernas preciosas… largas, con la piel dorada y suave. Víctor se imaginaba a sí mismo tocando aquellas piernas…
¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué no podía dejar de pensar en aquella mujer?
Myriam le había dicho que él no era su tipo, que no era su príncipe azul. Y Víctor tampoco creía que pudiera encontrar nunca a la mujer de sus sueños.
Entonces, ¿por qué tenía aquel repentino deseo de convencerla de que, al menos, podía ser su príncipe azul durante una noche?
dulce_myrifan- VBB PLATINO
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Re: Simplemente un Beso...FINAL
Dulce me encanta tu novela!!!!!! Síguele please!!!
Marianita- STAFF
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Re: Simplemente un Beso...FINAL
Hay me encanta esta novela, bueno por lo menos ya se esta convenciendo vicco jaja ya quiere ser el principe por una noche, ya despues seran 2 y 3 y 4 jaja y asi toda la vida jaa wii, MUCHAS GRACIAS POR EL CAPITULO NIÑA siguele pronto please
cliostar- VBB ORO
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Re: Simplemente un Beso...FINAL
Siiiii ke la convensa ke la convensa:-/: .
Gracias por los capitulo.
Gracias por los capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Simplemente un Beso...FINAL
Ay... mira primero no queria y ahora si... me gusta mucho la noveee!!... gracias Dulce
Carmen- VBB PLATINO
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Re: Simplemente un Beso...FINAL
Capítulo 6
Myriam no había pensado en lo cerca que estarían, pero según pasaban los minutos… y las horas, empezó a encontrarse incómoda.
El aroma de la colonia de Víctor llenaba el coche, un olor fresco, masculino. Como siempre, estaba un poco despeinado y eso le daba un aspecto viril y deportivo que Myriam encontraba muy seductor.
Llevaba pantalones cortos y una camiseta gris que dejaba al descubierto los bronceados bíceps. La escayola que cubría una de sus piernas no le robaba atractivo. Todo lo contrario.
Víctor emanaba una energía tan masculina que la hacía ponerse tensa.
Y se preguntaba si Leonardo también lo sentía porque el niño estaba más inquieto que de costumbre. Después de tirar el plátano al suelo, empezó a gimotear y a emitir los sonidos típicos de un niño que necesitaba desesperadamente una siesta.
—¿Qué le pasa? —preguntó Víctor cuando Myriam se volvió por enésima vez para intentar consolarlo.
—Debería estar dormido, pero no quiere cerrar los ojos —contestó ella, ofreciéndole uno de sus ju¬guetes favoritos. Pero el niño lo tiró al suelo y siguió llorando—. Quizá si lo saco de la sillita un rato…
No quería que Víctor se pusiera nervioso y haciendo un esfuerzo, desabrochó el cinturón de seguridad y lo colocó en su regazo.
Myriam apretó al niño contra su pecho, dándole golpecitos en la espalda para que se durmiera. Pero Leonardo estaba rígido y luchaba con todas sus fuerzas para contrarrestar los esfuerzos de su madre.
—Dámelo a mí —dijo Víctor.
Myriam lo miró, asustada.
—No irás a tirarlo por la ventanilla, ¿verdad?
Él sonrió, con una de esas sonrisas que aceleraban su corazón.
—Te prometo que si me dan ganas de tirarlo por la ventanilla, primero te consultaré. Dámelo un momento.
Leonardo se dejó tomar por los fuertes brazos del hombre.
—Muy bien, pequeñajo. ¿Qué te pasa? —le preguntó. El niño miró a Víctor con los ojitos muy abiertos—. ¿Es que no sabes que los hombres no lloran?
—Yo no creo en eso —dijo Myriam—. Los hombres expresan sus emociones igual que las mujeres. Y eso es lo que pienso enseñarle a mi hijo.
—Ah —murmuró Víctor, mirando al niño—. Ahora entiendo por qué estás tan enfadado. Tu madre quería que fueras una niña, como ella.
Myriam soltó una carcajada y Leonardo copió el gesto, como si encontrara la conversación muy divertida.
—Víctor, eres un caso.
—¿Has oído eso, Leo? Tu madre se está metiendo conmigo. ¿Qué vamos a hacer?
Leonardo lo miró durante unos segundos y después apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos. Unos minutos después, estaba profundamente dormido.
—Muy típico de los hombres. Cuando las cosas se ponen difíciles, se quedan dormidos —sonrió Myriam.
Víctor siguió acariciando la espalda del niño, sin decir nada.
Myriam miró hacia la casa que estaban vigilando. Víctor García la confundía. Decía odiar a los niños y, sin embargo, su hijo parecía a gusto con él. Y viceversa.
Ver a Leonardo durmiendo sobre el fuerte pecho del hombre la emocionaba, hacía que sintiera un anhelo extraño en su interior. El hombre de sus sueños sería bueno con Leonardo. Querría a su hijo tanto como a ella. Pero, por supuesto, su príncipe azul no era Víctor García.
—¿Qué ha hecho ese Jacobson? ¿Robar secretos industriales? —preguntó, intentando apartar la atención de la escena que había frente a ella.
Víctor miró por la ventanilla durante unos segundos, en silencio.
—Es un padre canalla —dijo por fin.
Myriam lo miró, sorprendida.
—¿Cómo?
—Tiene una casa en Florida, otra en las islas Caimán, un Mercedes descapotable y un yate tan grande como un castillo. Y también tiene una ex mujer que vive con sus dos hijos en un apartamento de una habitación. La pobre intenta luchar como puede para sacar adelante a los niños y ese canalla se niega a pasarle una pensión. Le ha puesto varias denuncias, pero nunca han podido pillarlo.
—Entonces, ¿la ex mujer te ha contratado?
De nuevo, Víctor dudó antes de contestar.
—No, ella no tiene dinero para contratar un detective. De vez en cuando, trabajo como voluntario para una organización que ayuda a mujeres cuyos ex maridos no pasan pensión a los hijos.
Ella lo miró, incrédula. Aquel hombre era una caja de sorpresas. Decía no soportar a los niños y, sin embargo, trabajaba como voluntario en una asociación dedicada precisamente a ayudarlos.
¿Qué otras sorpresas guardaría? Una cosa era segura, Víctor García era mucho más de lo que decía ser.
—¿Cómo has sabido que Jacobson hoy estaría aquí? —preguntó entonces, por curiosidad.
—Me he hecho amigo de los vecinos —contestó Víctor, señalando una de las casas—. Samuel siempre los llama para decir cuándo va a venir porque le gusta que aireen la casa. Por eso sé que hoy estará aquí. Jacobson llamó ayer a su vecino y él me llamó a mí.
Myriam asintió, pensativa.
—¿Quieres que lo siente en la sillita? —preguntó, señalando a Leonardo.
—No, aquí está bien. Mientras no me dé un codazo en las costillas o me saque un ojo con el dedo.
—Creo que estás a salvo —sonrió ella, sacando una bolsa de caramelos y ofreciéndole uno a Víctor, pero él negó con la cabeza—. ¿Y por qué trabajas como voluntario para esa asociación? —se atrevió a preguntar Myriam entonces.
—No lo sé. Es una causa justa.
—Debo admitir que me sorprende. Pareces más el tipo de persona que trabajaría para una asociación dedicada a encerrar niños en la cárcel.
Él hizo una mueca.
—Me lo merezco. La verdad es que contigo he sido un ogro, ¿verdad?
—Es difícil no serlo cuando se tiene una pierna rota.
Víctor iba a decir algo, pero se detuvo cuando un coche gris paró frente a la casa que estaban vigilando.
Un hombre bajito y grueso salió del coche y en¬tró en la casa.
—¿Es él? —preguntó Myriam en voz baja.
—Sí —contestó Víctor, sacando el móvil del bolsillo—. Vengan a buscarlo —dijo, después de marcar un número. Después, colgó y miró a Myriam—. Ahora solo tenemos que esperar para ver si mi colega llega antes de que ese tipo vuelva a desaparecer.
Unos minutos después, un coche patrulla paraba tras el coche gris y dos policías entraban en la casa. Myriam contuvo el aliento.
—¡Sí! —exclamó Víctor cuando los policías volvieron a salir, llevando a Jacobson esposado—. ¡Por fin!
—¿Y ahora qué pasa?
—Samuel Jacobson tendrá que enfrentarse con un juez y nosotros nos iremos a casa y lo celebraremos con una buena cena.
—Eso suena bien. Pero antes hay que colocar a Leonardo en su silla —sonrió Myriam—. ¿Qué hay de cena? —preguntó, de nuevo frente al volante.
—¿Te gusta la comida china?
—Me encanta.
—Estupendo. Pediremos comida china entonces —sonrió Víctor—. Myriam, muchas gracias por todo lo que has hecho por mí.
—De nada —dijo ella, intentando ignorar el calor que los ojos del hombre le hacían sentir.
Víctor García irascible era soportable. Víctor García simpático era muy peligroso.
Cuando volvieron a casa, Leonardo seguía durmiendo. Myriam lo tumbó en el sofá, sujetándolo con dos almohadones para que no se cayera.
—¿Qué quieres que pida para ti? —preguntó Víctor desde la cocina.
—Cualquier cosa. Sorpréndeme —contestó ella, cubriendo al niño con una manta.
—Si quieres lavarte un poco, puedes ir al baño. Yo voy a llamar para pedir la cena.
Myriam salió al pasillo para buscar el cuarto de baño. Sabía que la última habitación era el dormitorio de Víctor, pero no estaba segura de cuál de las otras puertas era el baño.
Cuando abrió la primera, se quedó helada. No era el cuarto de baño, era la habitación de un niño.
Estaba empapelada con dibujos infantiles y sobre la cuna de madera había una manta con ositos. Al otro lado de la habitación había una camita pequeña cubierta de juguetes.
Myriam sabía que debía dar un paso atrás y cerrar la puerta, pero la curiosidad la obligó a entrar.
Osos de peluche, camiones de plástico, un guante de béisbol, ropa de varios tamaños, todo colocado como si esperase la llegada de un niño en cualquier momento. ¿Por qué? ¿De quién era aquella habitación?
¿Por qué tenía Víctor, un hombre que no estaba casado y decía no soportar a los niños, una habitación como esa en su casa? Esas y otras preguntas no dejaban de dar vueltas en su cabeza mientras se acercaba a la cuna.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Myriam se volvió, sobresaltada. Víctor estaba en la puerta, con los ojos brillantes de furia.
Víctor sabía que su furia era desproporcionada, pero en aquella habitación estaban todos sus sueños rotos, en aquella habitación estaban todas sus espe¬ranzas muertas.
Llevaba meses sin entrar allí y no quería que nadie descubriera su secreto.
—Yo… pensé que era el cuarto de baño. Lo siento.
Myriam dio un paso atrás, perpleja.
—El baño está al otro lado del pasillo.
Estar en aquella habitación era como volver atrás en el tiempo… un tiempo en el que un niño de rizos oscuros había reído y saltado en la cuna, un niño que lo llamaba «papá», que le daba besos y capturaba su corazón.
Víctor se acercó a la cama, que había comprado como regalo cuando Alex cumplió tres años y… en la que nadie había dormido nunca. El coche de bomberos había sido el regalo del cuarto cumpleaños, el guante de béisbol, del quinto. Osos de peluche, ropa… regalos de Navidad nunca abiertos, un futuro cercenado.
Víctor ni siquiera vio a Myriam saliendo de la habitación, no se dio cuenta del tiempo que pasaba mientras miraba aquellos juguetes con los que nunca jugaría nadie.
No sabía por qué seguía comprando regalos de cumpleaños para un niño que había perdido.
Había un montón de cuentos sobre una cómoda. Cuántas veces le había leído esos cuentos a su hijo… Eran los últimos regalos que había podido darle a Alex.
El sonido del timbre lo sacó de su ensueño. Víctor salió de la habitación y cerró la puerta, dejando atrás el pasado… y el dolor.
Debía haber estado en la habitación durante casi media hora porque la persona que llamaba al timbre era el mozo del restaurante chino.
Myriam había puesto la mesa y estaba frente a la ventana, de espaldas a él.
—Espero que tengas hambre. He pedido suficiente comida como para diez personas —dijo Víctor, intentando que su voz sonara natural. Después, se dejó caer en una silla y le hizo un gesto para que se sentara frente a él—. No te preocupes. No soy un pervertido ni nada de eso.
—No había pensado que lo fueras.
Sus ojos, tan avellanas y claros, mostraban confusión, pero Víctor tenía la impresión de que si no decía nada, si no le daba una explicación, ella respetaría su privacidad.
—Se llamaba Alex —las palabras salieron de sus labios sin que pudiera controlarlas y al pronun¬ciar aquel nombre los recuerdos lo envolvieron—. Tenía casi tres años la última vez que lo vi.
—¿Era tu hijo?
Víctor asintió, aunque la palabra «hijo» le parecía demasiado simple, demasiado pequeña para explicar lo que ese niño había significado para él. Alex había cambiado su mundo, había sido el catalizador de todos sus sueños y esperanzas.
—¿Qué pasó? ¿Es que ha… ha muerto? —pre¬guntó Myriam, un poco trémula.
—No. Al menos, creo que no —suspiró Víctor—. Aunque hay días en los que hubiera sido más fácil si fuera así. Entonces, al menos habría habido un final.
—No te entiendo. ¿Qué pasó?
Víctor empezó a servir la comida, en silencio. Había pasado el último año intentando desesperadamente no pensar en Alex, intentando tragarse el dolor, intentando olvidar.
—Conocí a Sherry, la madre de Alex, cuando era policía. Alguien había entrado en su apartamento y yo estaba de servicio aquel día. Sherry era muy guapa y muy simpática. Entre nosotros hubo una atracción inmediata y dos meses después, estaba embarazada —le contó Víctor, ofreciéndole un poco de arroz.
—No, gracias —dijo Myriam—. Comeré más tarde.
Él tampoco tenía hambre en ese momento.
—Le supliqué que se casara conmigo, pero ella no quería saber nada del matrimonio, decía que todo iba demasiado rápido, que teníamos que esperar. Aun así, se vino a vivir conmigo. Alex nació un cinco de abril —siguió relatando. Los recuerdos felices lo envolvieron al recordar el día que su hijo llegó al mundo, llorando y moviendo los bracitos como un boxeador—. Pesó tres kilos ochocientos y era el niño más guapo del mundo —añadió, pasándose la mano por el pelo—. Le pedí a Sherry que se casara conmigo una y otra vez, pero se negaba. A mí me parecía importante el matrimonio, pero ella no lo veía así.
Víctor se acercó a la ventana y se quedó mirando hacia la playa, sin verla, reviviendo el pasado.
—Yo sabía que Sherry no era feliz, que había empezado a darse cuenta de que era mejor amante que madre. Decía que odiaba mi trabajo, así que dejé la policía y me hice investigador privado. Pen¬sé que si estaba en casa más tiempo, las cosas irían mejor. Pero ella estaba inquieta, rara y solía salir todas las noches mientras yo cuidaba de Alex. Yo sabía que las cosas iban a cambiar, pero estaba decidido a que, pasara lo que pasara con nuestra relación, seguiría siendo parte de la vida de mi hijo. Una mañana me fui a trabajar y cuando volví, Sherry y Alex habían desaparecido.
—Qué horror.
Víctor se volvió y al ver la compasión que había en los ojos de Myriam su expresión se suavizó.
—Me dejó una nota diciendo que había llegado el momento de marcharse, que la rutina la asfixiaba. Y que no intentara encontrarlos.
—¿Y lo hiciste?
—¿Que si intenté encontrarlos? Fue lo único que hice. Estuve dos años buscándolos, usando todos los recursos que poseía, todos mis contactos. Pero no valió de nada. Era como si se hubieran desvanecido.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace cinco años. Hace tres me enteré de que Sherry había muerto en un accidente de tráfico en Miami y que Alex fue entregado a los Servicios Sociales.
—¿Y nadie se puso en contacto contigo? —pre¬guntó Myriam, levantándose.
—Aparentemente, los Servicios Sociales dejaron a Alex con una familia de acogida. Me puse en contacto con una asistente social de Miami, pero no sirvió de nada. El informe oficial decía que Alex era de «padre desconocido» —la amargura en su expresión era tan grande que Myriam estuvo a punto de abrazarlo—. Entonces descubrí que Sherry no me había registrado como padre del niño en la partida de nacimiento. Legalmente, no tenía ningún derecho.
—¿Y qué ocurrió después?
—Volví a mi casa y esperé que la asistente social se pusiera en contacto conmigo, pero ella no hacía más que darme largas, no me ofrecía soluciones. Aparentemente, no había solución. Me pasé un año entero bebiendo y hace un año decidí seguir adelante con mi vida —contestó Víctor—. Y ese es el final de mi triste historia.
De repente, estaba agotado, como si contar su pasado lo hubiera dejado exhausto. La pierna y la mano rotas le dolían más que nunca en ese momento.
—¿Y las cosas que hay en su habitación? —pre¬guntó Myriam.
—Son para Alex. Cada cinco de abril, cada Navidad, le compro un regalo. No sé por qué lo hago.
Myriam se acercó y puso una mano sobre su cara.
Estaba tan cerca que Víctor podía sentir sus pechos rozando su torso, podía sentir el calor del cuerpo femenino atravesando el suyo.
—Lo siento mucho. No puedo imaginar cómo debe doler perder a un hijo.
El aliento femenino rozaba su cara y sus labios estaban tan cerca que si se hubiera inclinado un poco los habría capturado.
—Y espero que nunca lo sepas.
El dolor de los recuerdos se veía atenuado por el deseo que provocaba en él aquella mujer.
Sabía que Myriam solo intentaba consolarlo y hubiera querido aceptar el consuelo, dejar que su deseo por ella borrara las huellas del dolor. Sin dudar un momento, Víctor acercó su boca a los labios femeninos que lo tentaban.
Myriam no había pensado en lo cerca que estarían, pero según pasaban los minutos… y las horas, empezó a encontrarse incómoda.
El aroma de la colonia de Víctor llenaba el coche, un olor fresco, masculino. Como siempre, estaba un poco despeinado y eso le daba un aspecto viril y deportivo que Myriam encontraba muy seductor.
Llevaba pantalones cortos y una camiseta gris que dejaba al descubierto los bronceados bíceps. La escayola que cubría una de sus piernas no le robaba atractivo. Todo lo contrario.
Víctor emanaba una energía tan masculina que la hacía ponerse tensa.
Y se preguntaba si Leonardo también lo sentía porque el niño estaba más inquieto que de costumbre. Después de tirar el plátano al suelo, empezó a gimotear y a emitir los sonidos típicos de un niño que necesitaba desesperadamente una siesta.
—¿Qué le pasa? —preguntó Víctor cuando Myriam se volvió por enésima vez para intentar consolarlo.
—Debería estar dormido, pero no quiere cerrar los ojos —contestó ella, ofreciéndole uno de sus ju¬guetes favoritos. Pero el niño lo tiró al suelo y siguió llorando—. Quizá si lo saco de la sillita un rato…
No quería que Víctor se pusiera nervioso y haciendo un esfuerzo, desabrochó el cinturón de seguridad y lo colocó en su regazo.
Myriam apretó al niño contra su pecho, dándole golpecitos en la espalda para que se durmiera. Pero Leonardo estaba rígido y luchaba con todas sus fuerzas para contrarrestar los esfuerzos de su madre.
—Dámelo a mí —dijo Víctor.
Myriam lo miró, asustada.
—No irás a tirarlo por la ventanilla, ¿verdad?
Él sonrió, con una de esas sonrisas que aceleraban su corazón.
—Te prometo que si me dan ganas de tirarlo por la ventanilla, primero te consultaré. Dámelo un momento.
Leonardo se dejó tomar por los fuertes brazos del hombre.
—Muy bien, pequeñajo. ¿Qué te pasa? —le preguntó. El niño miró a Víctor con los ojitos muy abiertos—. ¿Es que no sabes que los hombres no lloran?
—Yo no creo en eso —dijo Myriam—. Los hombres expresan sus emociones igual que las mujeres. Y eso es lo que pienso enseñarle a mi hijo.
—Ah —murmuró Víctor, mirando al niño—. Ahora entiendo por qué estás tan enfadado. Tu madre quería que fueras una niña, como ella.
Myriam soltó una carcajada y Leonardo copió el gesto, como si encontrara la conversación muy divertida.
—Víctor, eres un caso.
—¿Has oído eso, Leo? Tu madre se está metiendo conmigo. ¿Qué vamos a hacer?
Leonardo lo miró durante unos segundos y después apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos. Unos minutos después, estaba profundamente dormido.
—Muy típico de los hombres. Cuando las cosas se ponen difíciles, se quedan dormidos —sonrió Myriam.
Víctor siguió acariciando la espalda del niño, sin decir nada.
Myriam miró hacia la casa que estaban vigilando. Víctor García la confundía. Decía odiar a los niños y, sin embargo, su hijo parecía a gusto con él. Y viceversa.
Ver a Leonardo durmiendo sobre el fuerte pecho del hombre la emocionaba, hacía que sintiera un anhelo extraño en su interior. El hombre de sus sueños sería bueno con Leonardo. Querría a su hijo tanto como a ella. Pero, por supuesto, su príncipe azul no era Víctor García.
—¿Qué ha hecho ese Jacobson? ¿Robar secretos industriales? —preguntó, intentando apartar la atención de la escena que había frente a ella.
Víctor miró por la ventanilla durante unos segundos, en silencio.
—Es un padre canalla —dijo por fin.
Myriam lo miró, sorprendida.
—¿Cómo?
—Tiene una casa en Florida, otra en las islas Caimán, un Mercedes descapotable y un yate tan grande como un castillo. Y también tiene una ex mujer que vive con sus dos hijos en un apartamento de una habitación. La pobre intenta luchar como puede para sacar adelante a los niños y ese canalla se niega a pasarle una pensión. Le ha puesto varias denuncias, pero nunca han podido pillarlo.
—Entonces, ¿la ex mujer te ha contratado?
De nuevo, Víctor dudó antes de contestar.
—No, ella no tiene dinero para contratar un detective. De vez en cuando, trabajo como voluntario para una organización que ayuda a mujeres cuyos ex maridos no pasan pensión a los hijos.
Ella lo miró, incrédula. Aquel hombre era una caja de sorpresas. Decía no soportar a los niños y, sin embargo, trabajaba como voluntario en una asociación dedicada precisamente a ayudarlos.
¿Qué otras sorpresas guardaría? Una cosa era segura, Víctor García era mucho más de lo que decía ser.
—¿Cómo has sabido que Jacobson hoy estaría aquí? —preguntó entonces, por curiosidad.
—Me he hecho amigo de los vecinos —contestó Víctor, señalando una de las casas—. Samuel siempre los llama para decir cuándo va a venir porque le gusta que aireen la casa. Por eso sé que hoy estará aquí. Jacobson llamó ayer a su vecino y él me llamó a mí.
Myriam asintió, pensativa.
—¿Quieres que lo siente en la sillita? —preguntó, señalando a Leonardo.
—No, aquí está bien. Mientras no me dé un codazo en las costillas o me saque un ojo con el dedo.
—Creo que estás a salvo —sonrió ella, sacando una bolsa de caramelos y ofreciéndole uno a Víctor, pero él negó con la cabeza—. ¿Y por qué trabajas como voluntario para esa asociación? —se atrevió a preguntar Myriam entonces.
—No lo sé. Es una causa justa.
—Debo admitir que me sorprende. Pareces más el tipo de persona que trabajaría para una asociación dedicada a encerrar niños en la cárcel.
Él hizo una mueca.
—Me lo merezco. La verdad es que contigo he sido un ogro, ¿verdad?
—Es difícil no serlo cuando se tiene una pierna rota.
Víctor iba a decir algo, pero se detuvo cuando un coche gris paró frente a la casa que estaban vigilando.
Un hombre bajito y grueso salió del coche y en¬tró en la casa.
—¿Es él? —preguntó Myriam en voz baja.
—Sí —contestó Víctor, sacando el móvil del bolsillo—. Vengan a buscarlo —dijo, después de marcar un número. Después, colgó y miró a Myriam—. Ahora solo tenemos que esperar para ver si mi colega llega antes de que ese tipo vuelva a desaparecer.
Unos minutos después, un coche patrulla paraba tras el coche gris y dos policías entraban en la casa. Myriam contuvo el aliento.
—¡Sí! —exclamó Víctor cuando los policías volvieron a salir, llevando a Jacobson esposado—. ¡Por fin!
—¿Y ahora qué pasa?
—Samuel Jacobson tendrá que enfrentarse con un juez y nosotros nos iremos a casa y lo celebraremos con una buena cena.
—Eso suena bien. Pero antes hay que colocar a Leonardo en su silla —sonrió Myriam—. ¿Qué hay de cena? —preguntó, de nuevo frente al volante.
—¿Te gusta la comida china?
—Me encanta.
—Estupendo. Pediremos comida china entonces —sonrió Víctor—. Myriam, muchas gracias por todo lo que has hecho por mí.
—De nada —dijo ella, intentando ignorar el calor que los ojos del hombre le hacían sentir.
Víctor García irascible era soportable. Víctor García simpático era muy peligroso.
Cuando volvieron a casa, Leonardo seguía durmiendo. Myriam lo tumbó en el sofá, sujetándolo con dos almohadones para que no se cayera.
—¿Qué quieres que pida para ti? —preguntó Víctor desde la cocina.
—Cualquier cosa. Sorpréndeme —contestó ella, cubriendo al niño con una manta.
—Si quieres lavarte un poco, puedes ir al baño. Yo voy a llamar para pedir la cena.
Myriam salió al pasillo para buscar el cuarto de baño. Sabía que la última habitación era el dormitorio de Víctor, pero no estaba segura de cuál de las otras puertas era el baño.
Cuando abrió la primera, se quedó helada. No era el cuarto de baño, era la habitación de un niño.
Estaba empapelada con dibujos infantiles y sobre la cuna de madera había una manta con ositos. Al otro lado de la habitación había una camita pequeña cubierta de juguetes.
Myriam sabía que debía dar un paso atrás y cerrar la puerta, pero la curiosidad la obligó a entrar.
Osos de peluche, camiones de plástico, un guante de béisbol, ropa de varios tamaños, todo colocado como si esperase la llegada de un niño en cualquier momento. ¿Por qué? ¿De quién era aquella habitación?
¿Por qué tenía Víctor, un hombre que no estaba casado y decía no soportar a los niños, una habitación como esa en su casa? Esas y otras preguntas no dejaban de dar vueltas en su cabeza mientras se acercaba a la cuna.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Myriam se volvió, sobresaltada. Víctor estaba en la puerta, con los ojos brillantes de furia.
Víctor sabía que su furia era desproporcionada, pero en aquella habitación estaban todos sus sueños rotos, en aquella habitación estaban todas sus espe¬ranzas muertas.
Llevaba meses sin entrar allí y no quería que nadie descubriera su secreto.
—Yo… pensé que era el cuarto de baño. Lo siento.
Myriam dio un paso atrás, perpleja.
—El baño está al otro lado del pasillo.
Estar en aquella habitación era como volver atrás en el tiempo… un tiempo en el que un niño de rizos oscuros había reído y saltado en la cuna, un niño que lo llamaba «papá», que le daba besos y capturaba su corazón.
Víctor se acercó a la cama, que había comprado como regalo cuando Alex cumplió tres años y… en la que nadie había dormido nunca. El coche de bomberos había sido el regalo del cuarto cumpleaños, el guante de béisbol, del quinto. Osos de peluche, ropa… regalos de Navidad nunca abiertos, un futuro cercenado.
Víctor ni siquiera vio a Myriam saliendo de la habitación, no se dio cuenta del tiempo que pasaba mientras miraba aquellos juguetes con los que nunca jugaría nadie.
No sabía por qué seguía comprando regalos de cumpleaños para un niño que había perdido.
Había un montón de cuentos sobre una cómoda. Cuántas veces le había leído esos cuentos a su hijo… Eran los últimos regalos que había podido darle a Alex.
El sonido del timbre lo sacó de su ensueño. Víctor salió de la habitación y cerró la puerta, dejando atrás el pasado… y el dolor.
Debía haber estado en la habitación durante casi media hora porque la persona que llamaba al timbre era el mozo del restaurante chino.
Myriam había puesto la mesa y estaba frente a la ventana, de espaldas a él.
—Espero que tengas hambre. He pedido suficiente comida como para diez personas —dijo Víctor, intentando que su voz sonara natural. Después, se dejó caer en una silla y le hizo un gesto para que se sentara frente a él—. No te preocupes. No soy un pervertido ni nada de eso.
—No había pensado que lo fueras.
Sus ojos, tan avellanas y claros, mostraban confusión, pero Víctor tenía la impresión de que si no decía nada, si no le daba una explicación, ella respetaría su privacidad.
—Se llamaba Alex —las palabras salieron de sus labios sin que pudiera controlarlas y al pronun¬ciar aquel nombre los recuerdos lo envolvieron—. Tenía casi tres años la última vez que lo vi.
—¿Era tu hijo?
Víctor asintió, aunque la palabra «hijo» le parecía demasiado simple, demasiado pequeña para explicar lo que ese niño había significado para él. Alex había cambiado su mundo, había sido el catalizador de todos sus sueños y esperanzas.
—¿Qué pasó? ¿Es que ha… ha muerto? —pre¬guntó Myriam, un poco trémula.
—No. Al menos, creo que no —suspiró Víctor—. Aunque hay días en los que hubiera sido más fácil si fuera así. Entonces, al menos habría habido un final.
—No te entiendo. ¿Qué pasó?
Víctor empezó a servir la comida, en silencio. Había pasado el último año intentando desesperadamente no pensar en Alex, intentando tragarse el dolor, intentando olvidar.
—Conocí a Sherry, la madre de Alex, cuando era policía. Alguien había entrado en su apartamento y yo estaba de servicio aquel día. Sherry era muy guapa y muy simpática. Entre nosotros hubo una atracción inmediata y dos meses después, estaba embarazada —le contó Víctor, ofreciéndole un poco de arroz.
—No, gracias —dijo Myriam—. Comeré más tarde.
Él tampoco tenía hambre en ese momento.
—Le supliqué que se casara conmigo, pero ella no quería saber nada del matrimonio, decía que todo iba demasiado rápido, que teníamos que esperar. Aun así, se vino a vivir conmigo. Alex nació un cinco de abril —siguió relatando. Los recuerdos felices lo envolvieron al recordar el día que su hijo llegó al mundo, llorando y moviendo los bracitos como un boxeador—. Pesó tres kilos ochocientos y era el niño más guapo del mundo —añadió, pasándose la mano por el pelo—. Le pedí a Sherry que se casara conmigo una y otra vez, pero se negaba. A mí me parecía importante el matrimonio, pero ella no lo veía así.
Víctor se acercó a la ventana y se quedó mirando hacia la playa, sin verla, reviviendo el pasado.
—Yo sabía que Sherry no era feliz, que había empezado a darse cuenta de que era mejor amante que madre. Decía que odiaba mi trabajo, así que dejé la policía y me hice investigador privado. Pen¬sé que si estaba en casa más tiempo, las cosas irían mejor. Pero ella estaba inquieta, rara y solía salir todas las noches mientras yo cuidaba de Alex. Yo sabía que las cosas iban a cambiar, pero estaba decidido a que, pasara lo que pasara con nuestra relación, seguiría siendo parte de la vida de mi hijo. Una mañana me fui a trabajar y cuando volví, Sherry y Alex habían desaparecido.
—Qué horror.
Víctor se volvió y al ver la compasión que había en los ojos de Myriam su expresión se suavizó.
—Me dejó una nota diciendo que había llegado el momento de marcharse, que la rutina la asfixiaba. Y que no intentara encontrarlos.
—¿Y lo hiciste?
—¿Que si intenté encontrarlos? Fue lo único que hice. Estuve dos años buscándolos, usando todos los recursos que poseía, todos mis contactos. Pero no valió de nada. Era como si se hubieran desvanecido.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace cinco años. Hace tres me enteré de que Sherry había muerto en un accidente de tráfico en Miami y que Alex fue entregado a los Servicios Sociales.
—¿Y nadie se puso en contacto contigo? —pre¬guntó Myriam, levantándose.
—Aparentemente, los Servicios Sociales dejaron a Alex con una familia de acogida. Me puse en contacto con una asistente social de Miami, pero no sirvió de nada. El informe oficial decía que Alex era de «padre desconocido» —la amargura en su expresión era tan grande que Myriam estuvo a punto de abrazarlo—. Entonces descubrí que Sherry no me había registrado como padre del niño en la partida de nacimiento. Legalmente, no tenía ningún derecho.
—¿Y qué ocurrió después?
—Volví a mi casa y esperé que la asistente social se pusiera en contacto conmigo, pero ella no hacía más que darme largas, no me ofrecía soluciones. Aparentemente, no había solución. Me pasé un año entero bebiendo y hace un año decidí seguir adelante con mi vida —contestó Víctor—. Y ese es el final de mi triste historia.
De repente, estaba agotado, como si contar su pasado lo hubiera dejado exhausto. La pierna y la mano rotas le dolían más que nunca en ese momento.
—¿Y las cosas que hay en su habitación? —pre¬guntó Myriam.
—Son para Alex. Cada cinco de abril, cada Navidad, le compro un regalo. No sé por qué lo hago.
Myriam se acercó y puso una mano sobre su cara.
Estaba tan cerca que Víctor podía sentir sus pechos rozando su torso, podía sentir el calor del cuerpo femenino atravesando el suyo.
—Lo siento mucho. No puedo imaginar cómo debe doler perder a un hijo.
El aliento femenino rozaba su cara y sus labios estaban tan cerca que si se hubiera inclinado un poco los habría capturado.
—Y espero que nunca lo sepas.
El dolor de los recuerdos se veía atenuado por el deseo que provocaba en él aquella mujer.
Sabía que Myriam solo intentaba consolarlo y hubiera querido aceptar el consuelo, dejar que su deseo por ella borrara las huellas del dolor. Sin dudar un momento, Víctor acercó su boca a los labios femeninos que lo tentaban.
dulce_myrifan- VBB PLATINO
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Edad : 40
Localización : Culiacán, Sinaloa
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
Gracias por el capítulo Dulce, síguele porfis!!!
Marianita- STAFF
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Edad : 38
Localización : Veracruz, Ver.
Fecha de inscripción : 25/05/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
Hay que tristee historiaa
Podre vicccoooo! Hay que encontrar a Alex!!!!!!!!!!!!!!
Podre vicccoooo! Hay que encontrar a Alex!!!!!!!!!!!!!!
Chicana_415- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1282
Edad : 34
Localización : San Francisco, CA
Fecha de inscripción : 24/05/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
QUE TRISTE LO QUE LE PASO A VICTOR, OJALA PUEDA RECUPERAR A SU HIJO.
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 983
Fecha de inscripción : 01/06/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
ya me puse al corriente siguele que sigue buenisima
jai33sire- VBB PLATINO
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Edad : 48
Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
Pobre Victor ojala ke encuentre a si hijo, y ke Myri lo apoye mucho.
Gracias por el capitulo.
Gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: Simplemente un Beso...FINAL
Hay pobresito Victor, que triste esta su historia y mas triste saber que el niño esta en manos de personas desconocidas =( , en fin Muchas Gracias por el capitulo y siguele porfis
cliostar- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 515
Localización : Algún lugar del mundo =)
Fecha de inscripción : 23/05/2008
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