Un baile perfecto Maureen Child
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capítulo Diez
En su sueño, se cobijó en el calor de él. Era el mejor sueño que había tenido en días. Con anterioridad, la imagen de Víctor era fantasmal, imposible de tocar, pero, al mismo tiempo, tentadoramente real. Sin embargo, en ese momento era como si su cerebro hubiera conseguido asirlo. Pasó la palma de la mano por su torso, y a través de la tela de la camisa sintió su cuerpo duro y trabajado. Con los ojos muy cerrados por miedo a despertar y perder ese instante, amoldó el cuerpo al suyo, acercándose tocio lo que pudo.
Los brazos de él la rodearon y suspiró ante la sensación de calor y solidez. Myriam gimió despacio cuando unas manos tiernas exploraron su cuerpo. En su sueño, Víctor le quitaba la camiseta y pasaba la mano por su costado hasta alcanzar un pecho. Los dedos jugaron con el pezón a través de la ínfima barrera del sujetador, haciéndola suspirar. Eso era lo que había querido y necesitado durante mucho tiempo. Desde la noche que pasaron juntos, había anhelado más. A pesar del hecho de que sabía que no tenían futuro, o quizá por ello mismo, la necesidad que él le despertaba parecía hacerse más fuerte cada día.
Víctor deslizó la mano por el borde del sujetador hasta tocarle la piel desnuda, y cuando lo hizo, Myriam abrió los ojos. La habitación se hallaba en una oscuridad total salvo por el fino haz de luz de luna que penetraba a través de la abertura de las cortinas. Hendía las sombras hasta su misma cama.
No se trataba de ningún sueño. Víctor estaba allí, con ella. Donde Myriam lo quería. Echó la cabeza hacia atrás y encontró su mirada, e incluso en esa profunda penumbra vio los fuegos que ardían en ellos. Plenamente vestidos, yacían juntos en la cama; ella se preguntó cuántas horas habrían pasado, cuánto quedaría de la noche. Cuánto tiempo habrían perdido en algo tan inútil como dormir. Los dedos de él volvieron a tomarle el pezón. Myriam jadeó y se arqueó hacia su cuerpo. Tragó saliva y preguntó:
—¿Cuánto tiempo llevas despierto?
—Desde que pasaste la pierna sobre mí —musitó Víctor.
Bajó la vista y notó que tenía la pierna derecha aún extendida sobre su cuerpo, como si incluso en su sueño hubiera intentado reclamarlo. Luego notó otra cosa. Debajo de la pierna sintió su erección dura y lista, y se le resecó la boca. La deseaba tanto como ella lo deseaba a él. No podía escondérselo, sin importar lo que pudiera decir en los próximos minutos.
—¿Víctor? —susurró, mirándolo a los ojos.
—¿Sí, princesa? —con los dedos pulgar e índice le frotó el pezón, enviándole unas descargas ardientes de percepción por el cuerpo.
—Oh... —volvió a acercarse a su contacto a medida que un hormigueo salvaje comenzaba a vibrar en su centro.
No estaba segura de lo que había tenido intención de decir, y en realidad poco importaba en ese momento. Con la mente hecha un torbellino, hizo a un lado todos los pensamientos y se concentró en lo que le hacía con una simple caricia.
—Myriam, cariño —murmuró, poniéndola boca arriba—, deja que te ame.
Con la cabeza apoyada en las almohadas, lo observó y susurró:
—Oh, sí. Sí, Víctor, por favor.
Pero en cuanto aceptó, la mano de él abandonó su pecho y sintió ganas de gritar por la pérdida. La mano de Víctor descendió por su estómago hasta la cintura de los vaqueros. Suspiró y se retorció con suavidad.
—Alza la camisa por mí, cariño —pidió él.
Sin apartar los ojos de su cara, obedeció hasta dejar a la vista los pechos cubiertos por el sujetador. Tembló un poco en la atmósfera invernal, pero un momento más tarde, el fuego de sus ojos le proporcionó calor.
—Ahora el sujetador —dijo Víctor y ella asintió.
Con respiración entrecortada, desabrochó el cierre frontal del encaje blanco y lo apartó a un lado. Él le sonrió y Myriam contuvo el aliento cuando lo vio bajar la cabeza despacio. Con la boca tomó primero un pezón, y luego el otro. Ella echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos para saborear mejor su boca en su cuerpo. La lengua y los labios trabajaron sobre las dos cumbres sensibles hasta que pensó que iba a deshacerse. Y mientras su boca la torturaba con gentileza, la mano izquierda le acariciaba el vientre, rozándole apenas la banda elástica de las braguitas. Myriam cerró la mano derecha sobre el edredón mientras ciegamente trataba de enderezar el mundo que giraba en torno a ella. Con la izquierda se aferró a Víctor, pegándole la cabeza a ella, manteniendo las atenciones justo donde las quería.
Mientras succionaba, él deslizó la mano izquierda por debajo de las braguitas, más allá de los suaves rizos, hasta el corazón palpitante de Myriam. Ella jadeó y se arqueó hacia Víctor mientras la coronaba con la palma de la mano. Continuó tirando de sus pezones, dejando que su boca y su lengua la adoraran mientras sus dedos hábiles exploraban su núcleo suave con tierna minuciosidad.
Myriam tenía todo el cuerpo tenso, expectante. Alzó las caderas con su mano, moviéndose al ritmo que establecía, clamando la liberación que sabía que la esperaba. Él avanzaba y retrocedía sin cesar, llevándola a cimas más y más altas mientras la oía respirar de forma entrecortada. Víctor levantó la cabeza y la miró. Con los ojos vidriosos, los labios separados, estaba más hermosa que cualquier mujer que hubiera conocido. Con el corazón acelerado, lo embargó la emoción al inclinarse para poseer su boca en un beso.
La tomó con hambre y sus lenguas se encontraron mientras no dejaba de explorarla con los dedos. Sintió su aliento en la mejilla, los brazos alrededor del cuello, las manos clavadas en sus hombros. Con renuencia quebró el beso y se apartó lo suficiente para mirar su cara. Entonces, con un último roce del dedo pulgar por la parte más sensible.de su cuerpo, la empujó desde el abismo del deseo hasta la red de seguridad de la satisfacción.
Ella pronunció su nombre al versé sacudida por la primera explosión de sensaciones. Víctor observó cómo el deleite fragmentaba su expresión y sintió que su oleada lo dominaba. Cuando los temblores se aquietaron poco a poco, se puso de espaldas y la arrastró encima, cobijándola contra su pecho. Mientras contemplaba el techo oscuro, trató de entender qué había sucedido entre ellos. Por primera vez en su vida, se había preocupado más por el placer de otra persona que por el suyo propio.
Nunca antes se había sentido satisfecho solo con dar y sin recibir. Sin embargo, y aunque su cuerpo anhelaba unirse al de ella, le bastaba con abrazarla, sabiendo que le había dado algo que ningún otro hombre le había entregado.
—Santo cielo —musitó ella con voz trémula.
Él le acarició la espalda y le encantó cómo se pegó más a su cuerpo.
—Buenos días —le sonrió—Bueno, al menos creo que ya es por la mañana.
Myriam levantó la cabeza y miró el reloj de la mesita de noche, luego volvió a echarse.
—Son las tres de la mañana.
—He de ir a trabajar en tres horas, así que ya podemos contarlo como otro día.
—Víctor —buscó sus ojos—. Ha sido... —rio entre dientes y movió la cabeza—. Creo que me he quedado sin habla.
Él sonrió, ridículamente complacido.
—Debo de ser bueno. Creo que nunca te había visto sin habla.
—Muy bien, dejo que te relamas unos minutos.
—Pero, ¿y tú? —preguntó—. Quiero decir...
Sabía a qué se refería. Y aunque luego pudiera lamentarlo, se oyó responder:
—No te preocupes por mí. Estoy bien.
—Pero...
Víctor respiró hondo, forzando que sus necesidades se quedaran quietas en un rincón oscuro de su alma. Además, no se podía hacer nada al respecto.
—Myriam, estoy bien, ¿de acuerdo? Por desgracia, no tengo ningún preservativo encima y...
Ella se apartó y se sentó, abrochándose el sujetador y bajándose la blusa.
—Puede que sea nueva en esto, pero, ¿no podría hacerte lo que tú me acabas de hacer?
Al instante la mente de él se llenó de visiones que no hicieron nada para ayudar a mantener a raya su menguante dominio de sí mismo. Si lo tocaba, sabía que nunca sería suficiente. Querría hacerle el amor, unir sus cuerpos. Se levantó de la cama.
—Será mejor que me vaya.
—Víctor —volvió a abotonarse los vaqueros y salió de la cama para quedar frente a él.
Solo mirarla, desde el pelo revuelto hasta los labios que acababa de besar, bastaba para hacerle desear echarla sobre la cama. Si la tocaba, estaría perdido. Movió la cabeza.
—Déjalo, Myriam.
Ella se encogió y sus ojos reflejaron dolor mientras asentía con rigidez. Él maldijo en silencio cuando, un momento después, Myriam atravesó la habitación para encender la luz. Las sombras románticas fueron desterradas, como si nunca hubiera estado allí. Cuando regresó para plantarse directamente frente a él, vio la expresión distante en sus ojos y mentalmente se censuró. Había conseguido ofenderla, cuando lo único que había buscado era protegerla.
—De acuerdo. Entonces, ¿por qué estás aquí, Víctor? ¿Por qué viniste a verme esta noche?
Cuando fue a tomarla por los brazos, ella retrocedió. Dejó caer las manos a los costados.
—Quería hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que dijiste la otra noche, que no deberíamos vernos.
—Hmm —observó las sábanas arrugadas y esbozó una sonrisa irónica—. No hemos tenido un buen comienzo, ¿eh?
—Ha sido por mi culpa —aseveró, dispuesto a asumir la responsabilidad de lo sucedido.
Lo miró con las cejas enarcadas.
—Deja que te diga una cosa, general. Si yo no hubiera querido que pasara, no habría pasado.
—Lo sé, lo que digo...
—¿Qué es exactamente lo que dices? —espetó ella.
—Que tenías razón. Deberíamos evitar vernos.
—Oh, no hay problema —bufó. Pasó a su lado para ir al salón. Entró en la cocina y abrió la puerta de la nevera.
Justo detrás de ella, Víctor la contemplaba mientras buscaba enfadada una lata de refresco. La sacó, cerró la puerta con fuerza y abrió la lata. Bebió un trago largo, luego la plantó con fuerza sobre la encimera. Solo entonces se volvió para mirarlo.
—¿Sigues aquí?
—Hasta que terminemos, sí —sintió un nudo de pesar en el pecho, apenas un rato antes había estado abrazándola, acariciándola, haciéndola gritar de placer. En ese momento daba la impresión de que estuviera a punto de llorar.
—Créeme. Se ha acabado, Víctor. Vete —intentó pasar a su lado, pero él la inmovilizó por el brazo.
—Aún no. Mira, Myriam, para mí tampoco es fácil —ella lo miró—. Pero será mejor así. Olvidaremos la competición, y sin las clases de baile, solo tendremos que vernos en la barbacoa del coronel.
—¿Olvidar la competición? —repitió.
—Sí —al menos había un efecto positivo. Sin duda ella no querría seguir bailando con él.
—Ni lo sueñes.
La soltó y se pasó las dos manos por la cabeza.
—No puedes hablar en serio.
—Desde luego que sí —lo observó con ojos centelleantes—Los ganadores recibirán quinientos dólares. Me vendrá muy bien ese dinero. No vamos a abandonar.
—Oh, claro que sí —insistió Víctor.
—Cobarde.
—Nadie me llama cobarde —se puso rígido como si le hubieran disparado.
—¿Tú cómo lo llamarías? —en esa ocasión logró pasar a su lado para volver al salón.
—¿Sentido común? —la siguió—Diablos, lo hago por ti.
—Oh, esa sí que es buena —giró para mirarlo—. ¿Y cómo has llegado a esa conclusión?
—Míranos, princesa. En cuanto te toco, terminamos en la cama.
—Confía en mí, Víctor —soltó una risa seca—Como siga sintiendo lo que siento ahora, no me costará nada resistir tus dudosos encantos.
Era la mujer más terca que había conocido. Ella seguía hablando, así que se forzó a prestar atención.
—En cuanto hayan pasado la barbacoa y la competición, entonces podremos seguir nuestros respectivos caminos.
—A menos que estés embarazada —le recordó.
Myriam se encogió ante ese pensamiento. Siempre había querido tener hijos, pero no en esas circunstancias. No obstante, resultaba horrible hallarse en la posición de tener que rezar cada noche para no estar embarazada. Y aunque lo estuviera...
—Eso no importa. Lo llevaré yo sola, ya te lo he dicho.
—Sí, eso es lo que afirmas ahora, pero tarde o temprano querrás un padre para el bebé —se acercó—No lo dudes, cariño, si estás embarazada de mi hijo, no podrás aislarme de tu vida.
Myriam emitió una risa áspera.
—¿Aislarte? Diablos, las primeras palabras que salieron de tu boca después de que hiciéramos el amor fueron que no pensabas casarte conmigo —le recordó.
—¿Quién ha dicho algo de matrimonio? —exclamó, tan frustrado como ella.
—Yo no —espetó Myriam—No pienso casarme, no lo olvides. Ni contigo ni con nadie más.
—¿Y por qué habría de creerlo? ¿Qué te hace tan diferente de otras mujeres?
—¡Porque hice una promesa! —gritó—. Le prometí a mi padre en su lecho de muerte que me ocuparía de mi madre. Yo. Es mi responsabilidad.
Era la primera vez que le revelaba lo que había sucedido con su padre la noche en que murió, la noche en que había abandonado pensamientos de tener una familia propia y comprendido que dependería de ella cuidar y proteger a su madre. El silencio reinó en la habitación. Oyó el tic tac del reloj de pared y esperó, convencida de que Víctor tendría algo que decir. No quedó decepcionada. Solo sorprendida.
Él rio. Aturdida, Myriam lo miró fijamente. Después de dos años de guardar ese secreto encerrado en su interior, cuando se lo contaba a alguien lo único que se le ocurría era reír. Más allá de la furia, reaccionó instintivamente. Le dio un golpe en el estómago.
—No es gracioso —soltó con furia, moviendo la mano dolorida.
—¡Claro que sí! —Exclamó, alzando las manos—¿Estás loca? —inquirió—. ¿Esa pobre madre a la que debes proteger es la misma que conocí la otra noche?
Muy bien, Marianne Santini no parecía el tipo de mujer que necesitaba que cuidaran de ella. Pero la cuestión era que Myriam le había hecho la promesa a su padre, y pensaba cumplirla.
—No la conoces —afirmó—No conoces a mi familia. No sabes nada de nosotros.
—Es posible, pero reconozco a una mujer fuerte cuando la veo —replicó—. ¿Cuántos años tiene, cincuenta? No se puede decir que esté senil. Además tienes dos hermanas. Si tu madre necesita cuidados, debería depender de las tres.
Myriam movió la cabeza. Él no lo entendía. Era un asunto suyo. Su madre la iba a necesitar, y allí estaría para ayudarla.
—No. Ángela ha de preocuparse de Jeremy. Marie acaba de casarse. Tendrá su propia familia. Depende de mí.
—Myriam... —se acercó aún más. Ya no reía. La comprensión brillaba en sus ojos, pero en ese momento ella no quería que le ofreciera amabilidad.
—No —encogió los hombros y se apartó.
—De acuerdo —musitó Víctor—pero deja que te pregunte una cosa. ¿De verdad crees que tu padre quería que entregaras tu propia vida, tu propio futuro? ¿Crees que es lo que querría tu madre?
Innumerables veces se había hecho las mismas preguntas. Pero no importaba cuáles fueran las respuestas. Había dado su palabra. Le había prometido a su padre mientras se moría que iba a cuidar de su madre. Y un marido e hijos solo complicarían las cosas. ¿Cómo podía dedicarse a su propia familia cuando cuidar de su madre, cumplir su promesa, era lo primero? Además, no podía pedirle a un hombre que aceptara esa responsabilidad. Era su trabajo. Su deber. Su derecho.
—No importa —musitó al pasar la tormenta de emociones, dejándola mucho más cansada que antes—Hice una promesa.
—Entiendo las promesas —convino Víctor—y yo también las respeto. Nos inscribiremos en la competición, Myriam. Y ganaremos.
Ella asintió. El alargó la mano y le apartó el pelo de la cara antes de que pudiera alejarse. Myriam sintió una oleada de calor y alzó la vista para mirarlo.
—Luego, cuando de un modo u otro sepamos qué pasa con el bebé —añadió con gentileza—volveremos a hablar de las promesas.
En su sueño, se cobijó en el calor de él. Era el mejor sueño que había tenido en días. Con anterioridad, la imagen de Víctor era fantasmal, imposible de tocar, pero, al mismo tiempo, tentadoramente real. Sin embargo, en ese momento era como si su cerebro hubiera conseguido asirlo. Pasó la palma de la mano por su torso, y a través de la tela de la camisa sintió su cuerpo duro y trabajado. Con los ojos muy cerrados por miedo a despertar y perder ese instante, amoldó el cuerpo al suyo, acercándose tocio lo que pudo.
Los brazos de él la rodearon y suspiró ante la sensación de calor y solidez. Myriam gimió despacio cuando unas manos tiernas exploraron su cuerpo. En su sueño, Víctor le quitaba la camiseta y pasaba la mano por su costado hasta alcanzar un pecho. Los dedos jugaron con el pezón a través de la ínfima barrera del sujetador, haciéndola suspirar. Eso era lo que había querido y necesitado durante mucho tiempo. Desde la noche que pasaron juntos, había anhelado más. A pesar del hecho de que sabía que no tenían futuro, o quizá por ello mismo, la necesidad que él le despertaba parecía hacerse más fuerte cada día.
Víctor deslizó la mano por el borde del sujetador hasta tocarle la piel desnuda, y cuando lo hizo, Myriam abrió los ojos. La habitación se hallaba en una oscuridad total salvo por el fino haz de luz de luna que penetraba a través de la abertura de las cortinas. Hendía las sombras hasta su misma cama.
No se trataba de ningún sueño. Víctor estaba allí, con ella. Donde Myriam lo quería. Echó la cabeza hacia atrás y encontró su mirada, e incluso en esa profunda penumbra vio los fuegos que ardían en ellos. Plenamente vestidos, yacían juntos en la cama; ella se preguntó cuántas horas habrían pasado, cuánto quedaría de la noche. Cuánto tiempo habrían perdido en algo tan inútil como dormir. Los dedos de él volvieron a tomarle el pezón. Myriam jadeó y se arqueó hacia su cuerpo. Tragó saliva y preguntó:
—¿Cuánto tiempo llevas despierto?
—Desde que pasaste la pierna sobre mí —musitó Víctor.
Bajó la vista y notó que tenía la pierna derecha aún extendida sobre su cuerpo, como si incluso en su sueño hubiera intentado reclamarlo. Luego notó otra cosa. Debajo de la pierna sintió su erección dura y lista, y se le resecó la boca. La deseaba tanto como ella lo deseaba a él. No podía escondérselo, sin importar lo que pudiera decir en los próximos minutos.
—¿Víctor? —susurró, mirándolo a los ojos.
—¿Sí, princesa? —con los dedos pulgar e índice le frotó el pezón, enviándole unas descargas ardientes de percepción por el cuerpo.
—Oh... —volvió a acercarse a su contacto a medida que un hormigueo salvaje comenzaba a vibrar en su centro.
No estaba segura de lo que había tenido intención de decir, y en realidad poco importaba en ese momento. Con la mente hecha un torbellino, hizo a un lado todos los pensamientos y se concentró en lo que le hacía con una simple caricia.
—Myriam, cariño —murmuró, poniéndola boca arriba—, deja que te ame.
Con la cabeza apoyada en las almohadas, lo observó y susurró:
—Oh, sí. Sí, Víctor, por favor.
Pero en cuanto aceptó, la mano de él abandonó su pecho y sintió ganas de gritar por la pérdida. La mano de Víctor descendió por su estómago hasta la cintura de los vaqueros. Suspiró y se retorció con suavidad.
—Alza la camisa por mí, cariño —pidió él.
Sin apartar los ojos de su cara, obedeció hasta dejar a la vista los pechos cubiertos por el sujetador. Tembló un poco en la atmósfera invernal, pero un momento más tarde, el fuego de sus ojos le proporcionó calor.
—Ahora el sujetador —dijo Víctor y ella asintió.
Con respiración entrecortada, desabrochó el cierre frontal del encaje blanco y lo apartó a un lado. Él le sonrió y Myriam contuvo el aliento cuando lo vio bajar la cabeza despacio. Con la boca tomó primero un pezón, y luego el otro. Ella echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos para saborear mejor su boca en su cuerpo. La lengua y los labios trabajaron sobre las dos cumbres sensibles hasta que pensó que iba a deshacerse. Y mientras su boca la torturaba con gentileza, la mano izquierda le acariciaba el vientre, rozándole apenas la banda elástica de las braguitas. Myriam cerró la mano derecha sobre el edredón mientras ciegamente trataba de enderezar el mundo que giraba en torno a ella. Con la izquierda se aferró a Víctor, pegándole la cabeza a ella, manteniendo las atenciones justo donde las quería.
Mientras succionaba, él deslizó la mano izquierda por debajo de las braguitas, más allá de los suaves rizos, hasta el corazón palpitante de Myriam. Ella jadeó y se arqueó hacia Víctor mientras la coronaba con la palma de la mano. Continuó tirando de sus pezones, dejando que su boca y su lengua la adoraran mientras sus dedos hábiles exploraban su núcleo suave con tierna minuciosidad.
Myriam tenía todo el cuerpo tenso, expectante. Alzó las caderas con su mano, moviéndose al ritmo que establecía, clamando la liberación que sabía que la esperaba. Él avanzaba y retrocedía sin cesar, llevándola a cimas más y más altas mientras la oía respirar de forma entrecortada. Víctor levantó la cabeza y la miró. Con los ojos vidriosos, los labios separados, estaba más hermosa que cualquier mujer que hubiera conocido. Con el corazón acelerado, lo embargó la emoción al inclinarse para poseer su boca en un beso.
La tomó con hambre y sus lenguas se encontraron mientras no dejaba de explorarla con los dedos. Sintió su aliento en la mejilla, los brazos alrededor del cuello, las manos clavadas en sus hombros. Con renuencia quebró el beso y se apartó lo suficiente para mirar su cara. Entonces, con un último roce del dedo pulgar por la parte más sensible.de su cuerpo, la empujó desde el abismo del deseo hasta la red de seguridad de la satisfacción.
Ella pronunció su nombre al versé sacudida por la primera explosión de sensaciones. Víctor observó cómo el deleite fragmentaba su expresión y sintió que su oleada lo dominaba. Cuando los temblores se aquietaron poco a poco, se puso de espaldas y la arrastró encima, cobijándola contra su pecho. Mientras contemplaba el techo oscuro, trató de entender qué había sucedido entre ellos. Por primera vez en su vida, se había preocupado más por el placer de otra persona que por el suyo propio.
Nunca antes se había sentido satisfecho solo con dar y sin recibir. Sin embargo, y aunque su cuerpo anhelaba unirse al de ella, le bastaba con abrazarla, sabiendo que le había dado algo que ningún otro hombre le había entregado.
—Santo cielo —musitó ella con voz trémula.
Él le acarició la espalda y le encantó cómo se pegó más a su cuerpo.
—Buenos días —le sonrió—Bueno, al menos creo que ya es por la mañana.
Myriam levantó la cabeza y miró el reloj de la mesita de noche, luego volvió a echarse.
—Son las tres de la mañana.
—He de ir a trabajar en tres horas, así que ya podemos contarlo como otro día.
—Víctor —buscó sus ojos—. Ha sido... —rio entre dientes y movió la cabeza—. Creo que me he quedado sin habla.
Él sonrió, ridículamente complacido.
—Debo de ser bueno. Creo que nunca te había visto sin habla.
—Muy bien, dejo que te relamas unos minutos.
—Pero, ¿y tú? —preguntó—. Quiero decir...
Sabía a qué se refería. Y aunque luego pudiera lamentarlo, se oyó responder:
—No te preocupes por mí. Estoy bien.
—Pero...
Víctor respiró hondo, forzando que sus necesidades se quedaran quietas en un rincón oscuro de su alma. Además, no se podía hacer nada al respecto.
—Myriam, estoy bien, ¿de acuerdo? Por desgracia, no tengo ningún preservativo encima y...
Ella se apartó y se sentó, abrochándose el sujetador y bajándose la blusa.
—Puede que sea nueva en esto, pero, ¿no podría hacerte lo que tú me acabas de hacer?
Al instante la mente de él se llenó de visiones que no hicieron nada para ayudar a mantener a raya su menguante dominio de sí mismo. Si lo tocaba, sabía que nunca sería suficiente. Querría hacerle el amor, unir sus cuerpos. Se levantó de la cama.
—Será mejor que me vaya.
—Víctor —volvió a abotonarse los vaqueros y salió de la cama para quedar frente a él.
Solo mirarla, desde el pelo revuelto hasta los labios que acababa de besar, bastaba para hacerle desear echarla sobre la cama. Si la tocaba, estaría perdido. Movió la cabeza.
—Déjalo, Myriam.
Ella se encogió y sus ojos reflejaron dolor mientras asentía con rigidez. Él maldijo en silencio cuando, un momento después, Myriam atravesó la habitación para encender la luz. Las sombras románticas fueron desterradas, como si nunca hubiera estado allí. Cuando regresó para plantarse directamente frente a él, vio la expresión distante en sus ojos y mentalmente se censuró. Había conseguido ofenderla, cuando lo único que había buscado era protegerla.
—De acuerdo. Entonces, ¿por qué estás aquí, Víctor? ¿Por qué viniste a verme esta noche?
Cuando fue a tomarla por los brazos, ella retrocedió. Dejó caer las manos a los costados.
—Quería hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que dijiste la otra noche, que no deberíamos vernos.
—Hmm —observó las sábanas arrugadas y esbozó una sonrisa irónica—. No hemos tenido un buen comienzo, ¿eh?
—Ha sido por mi culpa —aseveró, dispuesto a asumir la responsabilidad de lo sucedido.
Lo miró con las cejas enarcadas.
—Deja que te diga una cosa, general. Si yo no hubiera querido que pasara, no habría pasado.
—Lo sé, lo que digo...
—¿Qué es exactamente lo que dices? —espetó ella.
—Que tenías razón. Deberíamos evitar vernos.
—Oh, no hay problema —bufó. Pasó a su lado para ir al salón. Entró en la cocina y abrió la puerta de la nevera.
Justo detrás de ella, Víctor la contemplaba mientras buscaba enfadada una lata de refresco. La sacó, cerró la puerta con fuerza y abrió la lata. Bebió un trago largo, luego la plantó con fuerza sobre la encimera. Solo entonces se volvió para mirarlo.
—¿Sigues aquí?
—Hasta que terminemos, sí —sintió un nudo de pesar en el pecho, apenas un rato antes había estado abrazándola, acariciándola, haciéndola gritar de placer. En ese momento daba la impresión de que estuviera a punto de llorar.
—Créeme. Se ha acabado, Víctor. Vete —intentó pasar a su lado, pero él la inmovilizó por el brazo.
—Aún no. Mira, Myriam, para mí tampoco es fácil —ella lo miró—. Pero será mejor así. Olvidaremos la competición, y sin las clases de baile, solo tendremos que vernos en la barbacoa del coronel.
—¿Olvidar la competición? —repitió.
—Sí —al menos había un efecto positivo. Sin duda ella no querría seguir bailando con él.
—Ni lo sueñes.
La soltó y se pasó las dos manos por la cabeza.
—No puedes hablar en serio.
—Desde luego que sí —lo observó con ojos centelleantes—Los ganadores recibirán quinientos dólares. Me vendrá muy bien ese dinero. No vamos a abandonar.
—Oh, claro que sí —insistió Víctor.
—Cobarde.
—Nadie me llama cobarde —se puso rígido como si le hubieran disparado.
—¿Tú cómo lo llamarías? —en esa ocasión logró pasar a su lado para volver al salón.
—¿Sentido común? —la siguió—Diablos, lo hago por ti.
—Oh, esa sí que es buena —giró para mirarlo—. ¿Y cómo has llegado a esa conclusión?
—Míranos, princesa. En cuanto te toco, terminamos en la cama.
—Confía en mí, Víctor —soltó una risa seca—Como siga sintiendo lo que siento ahora, no me costará nada resistir tus dudosos encantos.
Era la mujer más terca que había conocido. Ella seguía hablando, así que se forzó a prestar atención.
—En cuanto hayan pasado la barbacoa y la competición, entonces podremos seguir nuestros respectivos caminos.
—A menos que estés embarazada —le recordó.
Myriam se encogió ante ese pensamiento. Siempre había querido tener hijos, pero no en esas circunstancias. No obstante, resultaba horrible hallarse en la posición de tener que rezar cada noche para no estar embarazada. Y aunque lo estuviera...
—Eso no importa. Lo llevaré yo sola, ya te lo he dicho.
—Sí, eso es lo que afirmas ahora, pero tarde o temprano querrás un padre para el bebé —se acercó—No lo dudes, cariño, si estás embarazada de mi hijo, no podrás aislarme de tu vida.
Myriam emitió una risa áspera.
—¿Aislarte? Diablos, las primeras palabras que salieron de tu boca después de que hiciéramos el amor fueron que no pensabas casarte conmigo —le recordó.
—¿Quién ha dicho algo de matrimonio? —exclamó, tan frustrado como ella.
—Yo no —espetó Myriam—No pienso casarme, no lo olvides. Ni contigo ni con nadie más.
—¿Y por qué habría de creerlo? ¿Qué te hace tan diferente de otras mujeres?
—¡Porque hice una promesa! —gritó—. Le prometí a mi padre en su lecho de muerte que me ocuparía de mi madre. Yo. Es mi responsabilidad.
Era la primera vez que le revelaba lo que había sucedido con su padre la noche en que murió, la noche en que había abandonado pensamientos de tener una familia propia y comprendido que dependería de ella cuidar y proteger a su madre. El silencio reinó en la habitación. Oyó el tic tac del reloj de pared y esperó, convencida de que Víctor tendría algo que decir. No quedó decepcionada. Solo sorprendida.
Él rio. Aturdida, Myriam lo miró fijamente. Después de dos años de guardar ese secreto encerrado en su interior, cuando se lo contaba a alguien lo único que se le ocurría era reír. Más allá de la furia, reaccionó instintivamente. Le dio un golpe en el estómago.
—No es gracioso —soltó con furia, moviendo la mano dolorida.
—¡Claro que sí! —Exclamó, alzando las manos—¿Estás loca? —inquirió—. ¿Esa pobre madre a la que debes proteger es la misma que conocí la otra noche?
Muy bien, Marianne Santini no parecía el tipo de mujer que necesitaba que cuidaran de ella. Pero la cuestión era que Myriam le había hecho la promesa a su padre, y pensaba cumplirla.
—No la conoces —afirmó—No conoces a mi familia. No sabes nada de nosotros.
—Es posible, pero reconozco a una mujer fuerte cuando la veo —replicó—. ¿Cuántos años tiene, cincuenta? No se puede decir que esté senil. Además tienes dos hermanas. Si tu madre necesita cuidados, debería depender de las tres.
Myriam movió la cabeza. Él no lo entendía. Era un asunto suyo. Su madre la iba a necesitar, y allí estaría para ayudarla.
—No. Ángela ha de preocuparse de Jeremy. Marie acaba de casarse. Tendrá su propia familia. Depende de mí.
—Myriam... —se acercó aún más. Ya no reía. La comprensión brillaba en sus ojos, pero en ese momento ella no quería que le ofreciera amabilidad.
—No —encogió los hombros y se apartó.
—De acuerdo —musitó Víctor—pero deja que te pregunte una cosa. ¿De verdad crees que tu padre quería que entregaras tu propia vida, tu propio futuro? ¿Crees que es lo que querría tu madre?
Innumerables veces se había hecho las mismas preguntas. Pero no importaba cuáles fueran las respuestas. Había dado su palabra. Le había prometido a su padre mientras se moría que iba a cuidar de su madre. Y un marido e hijos solo complicarían las cosas. ¿Cómo podía dedicarse a su propia familia cuando cuidar de su madre, cumplir su promesa, era lo primero? Además, no podía pedirle a un hombre que aceptara esa responsabilidad. Era su trabajo. Su deber. Su derecho.
—No importa —musitó al pasar la tormenta de emociones, dejándola mucho más cansada que antes—Hice una promesa.
—Entiendo las promesas —convino Víctor—y yo también las respeto. Nos inscribiremos en la competición, Myriam. Y ganaremos.
Ella asintió. El alargó la mano y le apartó el pelo de la cara antes de que pudiera alejarse. Myriam sintió una oleada de calor y alzó la vista para mirarlo.
—Luego, cuando de un modo u otro sepamos qué pasa con el bebé —añadió con gentileza—volveremos a hablar de las promesas.
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Muchas gracias por el capitulo, haber ke pasa con estos niños.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capítulo Once
La semana siguiente transcurrió lentamente. Los pensamientos sobre Víctor y la última conversación que habían mantenido no dejaban en paz a Myriam. Dormida, soñaba con él. Despierta, su mente se negaba a dejarlo.
Pasó los días tratando de concentrarse en recuperar su vida, haciendo que fuera como había sido antes de que Víctor Paretti entrara en ella. Pero luego llegaban las noches en que se veían en las clases de baile que se habían convertido en una experiencia que la torturaba. Estar en sus brazos, sintiendo sus manos a la cintura, su cuerpo pegado al suyo mientras a su alrededor la música los envolvía, era mucho más difícil de lo que había imaginado.
Pero no pensaba abandonar. No pensaba hacerle saber que había tenido razón. Que pasar tres noches en sus brazos y el resto del tiempo lejos de él empezaba a ser insoportable. De hecho su único consuelo era la convicción de que a él le costaba lo mismo enfrentarse a la situación. Lo sentía en su contacto, en el modo en que la abrazaba de forma impersonal, aun cuando con sus ojos la derretía.
Durante dos años Myriam se había resignado a un futuro en el que no se incluía una familia propia. Se lo había jurado a su padre y aceptado lo que ese juramento le iba a costar. Ya se había reconciliado con la idea. Pero Víctor Paretti había irrumpido en su vida para desbaratarlo todo. ¿De verdad crees que tu padre quería que entregaras tu propia vida, tu propio futuro? ¿Crees que es lo que querría tu madre?
El eco de la voz de Víctor le martilleó la cabeza. Mientras escuchaba cómo esas preguntas reverberaban una y otra vez en su mente, tuvo que reconocer que aún no disponía de una respuesta. ¿Por qué debía complicárselo tanto?
—Muy bien —dijo de pronto, mientras empujaba los pensamientos de Víctor al rincón más profundo de su mente—ya basta de pensar en él. Tienes que organizar una barbacoa, y más te vale que sea buena, si quieres que alguien más te contrate.
No quiso pensar en lo solitaria que sonaba su voz en el apartamento ni en que probablemente pasaría el resto de su vida hablando consigo misma. Porque no tendría a Víctor.
En cuanto la barbacoa y la competición de baile hubieran terminado, seguirían sus respectivos caminos. Sintió el corazón en un puño y se preguntó con tristeza si sería así para siempre.
—Myriam ha hecho un trabajo fantástico —dijo Cecilia Thornton, con voz lo suficientemente alta como para que la oyeran por encima de la conversación que subía de tono a su alrededor.
Víctor sonrió y observó el patio atestado. Vasos de azul cobalto de diversas alturas adornaban las mesas diseminadas alrededor del jardín y del patio de ladrillo. A la luz tenue del crepúsculo las velas que titilaban en su interior lanzaban puntos de fuego azul al entorno. Unos manteles a cuadros rojos y blancos daban un aire estival en medio del invierno. Unas flores rojas y blancas completaban el motivo patriótico, y una gramola antigua alquilada para la ocasión inundaba el patio con música de los años cuarenta.
—Sí, señora —convino Víctor, sintiéndose orgulloso por el logro de Myriam—, así es.
—Es justo lo que quería —continuó la mujer—Un picnic a la antigua usanza, informal pero con estilo. Hasta el tiempo ha cooperado.
Había sido un día agradable, y una vez que la fiesta casi había llegado a su término, los marines y sus cónyuges hablaban y reían. Unas pocas parejas bailaban mientras otras las observaban. El aroma a entrecots asados aún flotaba en el aire; Víctor habría jurado que estaban en verano.
Pero de haber sido verano, Myriam no se hallaría allí, fingiendo ser su pareja. Estaría fuera de su vida y ya habrían dejado de verse. Era extraño cómo ese pensamiento abría un agujero en su interior. Desvió la mirada Hacia el último sitio donde la había visto. Todavía seguía allí, de pie entre un grupo de esposas, riendo y charlando como si las conociera de siempre como si formara parte de esa escena y no interpretara un papel. Sintió un nudo en el pecho que amenazó con dejarlo sin aire. Deseó que fuera real. Deseó que Myriam y él tuvieran lo que solo fingían tener. Bajó la vista a su vientre plano, y por primera vez casi esperó que estuviera embarazada.
—Bueno —dijo Cecilia, siguiendo la dirección de sus ojos—diviértase, sargento.
—Sí, señora —musitó con cortesía, aturdido por la oleada de pensamientos que lo invadía—Lo haré.
La mujer del coronel lo dejó solo y prácticamente ni notó su marcha. Solo podía ver a Myriam, solo podía pensar en ella. Pero desde la noche que le habló de la promesa que le había hecho a su padre, en ningún momento se había apartado de su mente. ¿Cómo había podido pensar que era como su ex mujer? Kim no habría dejado de salir de compras por nadie, ni habría renunciado a su futuro. Admiraba la intensa lealtad de Myriam hacia su familia. Demonios, había muchas cosas que admiraba de Myriam. Y muchas que echaría de menos.
Ese pensamiento lo frenó en seco. Frunció el ceño y se dirigió hacia la pared baja que delimitaba el jardín y el patio del coronel. Lejos de la gente, distanciado de la música y de las conversaciones, se frotó la nuca y se dijo que no importaba. Jamás había tenido intención de formar parte de la vida de ella, de estar con Myriam para siempre. Desde el principio había sabido que se trataba de algo temporal. Entonces, ¿por qué le costaba tanto reconocer que su tiempo juntos casi había terminado? «Porque no he contado con amarla», se dijo. ¿Amor?
—Eh, sargento —una voz profunda y familiar lo sacó de sus pensamientos.
Con renuencia apartó la vista de Myriam y miró al hombre que se dirigía hacia él.
—Hola.
El sargento primero Dan Mahoney se detuvo a su lado, dio un trago de cerveza y luego empleó la botella de cuello largo para señalar a Myriam.
—Una mujer bonita.
Víctor le lanzó una mirada suspicaz a su amigo. Tenía una fama descomunal con las mujeres.
—¿Sí? ¿Adónde quieres llegar?
—¿Sois pareja o no? —Dan se encogió de hombros de buen humor.
Buena pregunta, para la cual no tenía respuesta.
—¿Tú qué crees?
—Que se supone que debéis estar juntos aunque no os veo mucho uno al lado del otro.
—¿Y?
—Y que si no estás interesado en ella....
—¿Quién dijo que no lo estuviera? —se irguió y miró a su amigo con ojos centelleantes.
—Entonces, ¿qué haces aquí conmigo cuando podrías estar a su lado?
Pasó un minuto mientras asimilaba las palabras de Dan. Al final soltó una risa breve. Le quedaba tan poco tiempo con ella, y en vez de compartir cada minuto, permanecía allí rumiando y deseando que las cosas fueran diferentes. El único modo en que podían ser distintas era si él hacía que fueran distintas.
—Tienes razón, maldita sea —asintió y la miró. No había planeado quererla. No había planeado encontrar otra vez el amor. Pero al descubrir que así era, ¿estaba dispuesto a dejar que desapareciera?
Atravesó el patio. Como si percibiera que se acercaba ella se volvió y sus ojos se encontraron. Víctor vio su calor, su espíritu, la risa que había llegado a esperar de ella. Myriam sonrió y el corazón le dio un vuelco. ¿Cómo había podido pensar que sería capaz de vivir sin ella?
Las voces de las mujeres a su alrededor se desvanecieron al clavar la vista en los ojos negros de Víctor. ¿En qué estaría pensando? ¿Qué sentía? Y lo que era más importante, ¿cómo podía encenderle la sangre con solo mirarla? Sintió un nudo en el estómago al ver que se aproximaba. Toda la tarde había fingido ser una parte más v importante de su vida de la que realmente era. Había escuchado las historias de las esposas de los otros marines, experimentado la afinidad que compartían, anhelando ser parte de ello. Había estudiado a Víctor en su elemento, e incluso ahí, rodeado de guerreros profesionales, parecía sobresalir del resto. Y al notar el evidente respeto con el que era tratado, se sintió orgullosa de estar con él.
Myriam contuvo el aliento cuando se unió al grupo de mujeres. Al hablar, su voz profunda le provocó un escalofrío y le aflojó las rodillas.
—Señoras, si no les importa, me gustaría llevarme a mi pareja.
Su pareja. La dominó un placer intenso. Sabía que solo lo decía para continuar con la charada, pero, de algún modo, deseó que fuera verdad.
—No lo sé, sargento —dijo una de las mujeres—nos gusta su compañía.
—Y a mí —le sonrió. Luego le tomó la mano a Myriam y los dedos de ella parecieron recibir electricidad, que llegó hasta su pecho y le iluminó el corazón como un relámpago en una noche de verano. La condujo lejos de la gente a un rincón relativamente tranquilo—Hoy has hecho un buen trabajo, Myriam —musitó, atrayéndola.
—Gracias —echó la cabeza atrás para mirarlo. Tragó saliva al sentir la mano derecha rodearle la cintura. La brisa le agitó el pelo y el cuello de la blusa. Pero no sintió frío. ¿Cómo podía sentirlo con el fuego en los ojos de Víctor para mantenerla abrigada?
—La fiesta ya casi ha terminado —expuso con voz tan profunda como un sueño oscuro e inquieto.
—Hmm —susurró, concentrándose en la sensación de sus dedos en la espalda. A través de la seda de la blusa sintió el calor que le transmitía. El estómago le dio un vuelco y contuvo el aliento.
El alzó un momento la vista para observar el jardín, luego volvió a paralizarla con los ojos. Ella le acarició la mejilla y vio cómo un músculo se tensaba al apretar los dientes. Saber que tenía semejante efecto en él solo potenciaba la tensión que la dominaba.
—Quiero verte —pidió Víctor hambriento—lejos de esta multitud. A solas.
Sabía muy bien a qué se refería y al instante su cuerpo se puso en alerta. Era como si toda la semana hubiera mantenido a raya esos sentimientos y de pronto se liberaran. La recorrió una oleada de necesidad que no quiso cuestionar.
—Yo también.
—Vamos, entonces —le apretó la mano y la condujo entre la gente; Myriam vio borrosos todos los rostros que pasaban a su lado. Con el cuerpo vibrándole, lo siguió y musitó frases de cortesía al despedirse del coronel y de su esposa.
Luego se dirigieron a la parte frontal de la casa.
—¿Dónde has aparcado el coche? —preguntó él.
—Allí —señaló. Víctor asintió y se dirigió hacia él— ¿Y el tuyo? —inquirió Myriam.
—Vine andando. Vivo a unas manzanas de aquí.
—Es cerca.
—Muy cerca —corroboró, mirándola de un modo que incendió su alma.
—Oh, estupendo —musitó, y le soltó la mano el tiempo suficiente para entregarle las llaves y subirse al asiento del pasajero—Conduce tú. Será más rápido.
—Sí.
Con la mandíbula tensa, clavó la vista al frente, como si temiera mirarla por miedo a chocar contra una farola. Pero extendió el brazo derecho y le acarició el muslo.
—Oh, date prisa, Víctor —susurró alzando las caderas para amoldarse a su contacto. Cuando la mano de él descendió entre sus muslos, gimió y logró balbucir—Por favor, dime que tienes preservativos.
—Sí —afirmó, sin dejar de acariciarle el centro ardiente a través de los ceñidos vaqueros.
—Estupendo.
En unos segundos se detuvieron delante de una larga hilera de apartamentos. Myriam ni siquiera se molestó en mirar alrededor. De todos modos no habría visto nada. Víctor bajó de un salto del coche, lo rodeó y le abrió la puerta, luego la sacó del asiento con un fuerte tirón. Sin soltarle la mano, la guió hasta una de las puertas de las viviendas de la planta baja y hurgó en sus pantalones en busca de la llave.
Después de abrir, la condujo al interior y cerró con el cerrojo. Myriam se arrojó a sus brazos. Mientras le acariciaba la espalda y le aferraba los glúteos, pensó que lo que deseaba y necesitaba era a ese hombre. El la besó y le abrió la boca con la lengua, exigiendo una respuesta, y cuando ella se la dio, gimió y la abrazó con fuerza. Una y otra vez sus lenguas se buscaron mientras la conducía por el apartamento. Con el aliento mezclado, las almas tocándose, no dejó de explorarla mientras su boca la devoraba.
Cuando la parte de atrás de las rodillas de Myriam tropezó con el borde de la cama, se detuvieron y unas manos febriles se ocuparon de los botones y las cremalleras. Tardaron segundos en quedar desnudos, abrazados sobre el edredón. Las manos de Víctor estaban por todas partes. La mente de Myriam era un torbellino al intentar seguir el ritmo de las sensaciones que la recorrían, dejándola sin aliento. Se maravilló de la solidez de su espalda bajo las manos, del peso que la presionaba, del aroma que la llenaba, del sabor de Víctor en su boca. Jamás olvidaría todas esas cosas. Las grabó en la memoria, deseando ser capaz de recordar cada momento en su compañía. Cada contacto. Cada beso. Víctor le tocó el centro y comprobó que estaba lista para él. Un calor húmedo le dio la bienvenida, y ella jadeó al elevarse hacia su contacto. Cerró los ojos y musitó:
—Oh, Víctor, por favor...
—Un momento, cariño —susurró y se apartó.
Myriam lo oyó abrir un cajón, rasgar un envoltorio y supo que se estaba poniendo el preservativo. Volvió a abrir los ojos y lo observó mientras regresaba a su lado, para arrodillarse entre sus piernas e introducir las palmas de las manos en el interior de sus muslos hasta que tembló por el deseo que crecía en su interior.
—Penétrame, Víctor —murmuró con los brazos levantados hacia él.
—Es lo que deseo hacer, Myriam —dijo en voz baja, cubriéndole el cuerpo con el suyo.
La besó en una gloriosa invasión. Ella correspondió a todos sus besos y lo apretó con fuerza a medida que un ritmo veloz pero dulce la torturaba. Mientras la tensión iba en aumento, le acarició la espalda y clavó las uñas en su piel al tiempo que intentaba asirse a un mundo que se tambaleaba. Con los cuerpos unidos hasta formar uno solo, se lanzaron hacia la paz que solo habían encontrado juntos. Y cuando Myriam se arqueó y gritó su nombre, Víctor supo que jamás podría perderla.
Unos minutos después, recogió la blusa de Myriam del suelo y se la entregó.
—Gracias —se la puso y comenzó a abotonársela.
—Myriam —musitó mientras se enfundaba los vaqueros—he estado pensando.
Mientras recogía los pantalones caqui, ella lo miró.
—¿En qué...?
—En nosotros —expuso con sencillez—En esto —señaló la cama arrugada—En lo que tenemos juntos.
—Víctor...
—Creo que deberíamos casarnos.
—¿Qué? —se detuvo con las manos en la cintura de los pantalones.
Él se pasó la mano por el pelo casi al cero y se puso a caminar por la habitación. «Buen trabajo, Paretti», se dijo. «Bueno de verdad». Diablos, no había esperado más que ella soltar esas palabras. Myriam se apartó de su lado moviendo la cabeza.
—¿Por qué has tenido que decir eso? —preguntó con voz trémula.
—También me sorprendió a mí —rio con sequedad.
—No me hagas esto, Víctor —suplicó.
—No intento hacerte nada.
—No puedo casarme contigo —le recordó—Hice una promesa.
—Una promesa que ningún padre querría que su hija cumpliera —afirmó, sabiendo que era verdad.
—Di mi palabra. Además lo más probable es que tu proposición sea por nada —un destello de lágrimas brillo en sus ojos antes de parpadear.
Víctor sabía muy bien a qué se refería.
—¿Crees que te lo pido por si estuvieras embarazada?
—¿Por qué otro motivo? —Espetó al tiempo que una única lágrima caía por su mejilla—. Ya has dicho que no querías volver a casarte.
—Cambié de idea —gritó.
—Pues yo no —repuso ella también en voz alta.
—Mira, Myriam —comenzó, tratando de aclarar las cosas en la cabeza—, reconozco que no quería casarme otra vez. Pero tenemos... algo juntos, algo que jamás esperaba encontrar.
—La gente no se casa por haber compartido sexo —se secó una lágrima con el dorso de la mano—Al menos no en este siglo.
—Es más que eso, y tú lo sabes.
—No —movió la cabeza y se mordió el labio con fuerza—No dejaré que pase.
—Quieres cuidar de tu madre —avanzó hacia ella—Eso puedo entenderlo. Y puedo ayudar.
—No necesito tu ayuda —movió la cabeza otra vez— ¿Dónde están mis zapatos?
—No dije que lo necesitaras —repuso mientras ella buscaba por el suelo—. Solo digo...
—Sé lo que estás diciendo —interrumpió mientras se calzaba uno de los mocasines negros—pero no necesito el dinero de tu familia para cuidar de mi madre.
—Maldita sea Myriam —soltó frustrado— No hablo del dinero de mi familia. Hablo de mí.
—¿Dónde está mi otro zapato?
—Al cuerno con el zapato —espetó—. ¿Qué hay de nosotros?
—No hay ningún nosotros —contuvo un sollozo—. Al diablo, no me hace falta el otro zapato.
Se dirigió hacia la puerta con un solo zapato y sus pisadas emitieron un sonido raro al caminar.
Todo en Víctor se quedó frío y quieto. Si no se le ocurría algo para salvar la situación, sabía que se iría de su vida.
—Myriam —dijo al alcanzarla y hacerla girar para que lo mirara—Si estás embarazada, te casarás conmigo.
Ella lo miró a los ojos, apoyó una mano en su mejilla y dijo:
—Adiós, Víctor.
La semana siguiente transcurrió lentamente. Los pensamientos sobre Víctor y la última conversación que habían mantenido no dejaban en paz a Myriam. Dormida, soñaba con él. Despierta, su mente se negaba a dejarlo.
Pasó los días tratando de concentrarse en recuperar su vida, haciendo que fuera como había sido antes de que Víctor Paretti entrara en ella. Pero luego llegaban las noches en que se veían en las clases de baile que se habían convertido en una experiencia que la torturaba. Estar en sus brazos, sintiendo sus manos a la cintura, su cuerpo pegado al suyo mientras a su alrededor la música los envolvía, era mucho más difícil de lo que había imaginado.
Pero no pensaba abandonar. No pensaba hacerle saber que había tenido razón. Que pasar tres noches en sus brazos y el resto del tiempo lejos de él empezaba a ser insoportable. De hecho su único consuelo era la convicción de que a él le costaba lo mismo enfrentarse a la situación. Lo sentía en su contacto, en el modo en que la abrazaba de forma impersonal, aun cuando con sus ojos la derretía.
Durante dos años Myriam se había resignado a un futuro en el que no se incluía una familia propia. Se lo había jurado a su padre y aceptado lo que ese juramento le iba a costar. Ya se había reconciliado con la idea. Pero Víctor Paretti había irrumpido en su vida para desbaratarlo todo. ¿De verdad crees que tu padre quería que entregaras tu propia vida, tu propio futuro? ¿Crees que es lo que querría tu madre?
El eco de la voz de Víctor le martilleó la cabeza. Mientras escuchaba cómo esas preguntas reverberaban una y otra vez en su mente, tuvo que reconocer que aún no disponía de una respuesta. ¿Por qué debía complicárselo tanto?
—Muy bien —dijo de pronto, mientras empujaba los pensamientos de Víctor al rincón más profundo de su mente—ya basta de pensar en él. Tienes que organizar una barbacoa, y más te vale que sea buena, si quieres que alguien más te contrate.
No quiso pensar en lo solitaria que sonaba su voz en el apartamento ni en que probablemente pasaría el resto de su vida hablando consigo misma. Porque no tendría a Víctor.
En cuanto la barbacoa y la competición de baile hubieran terminado, seguirían sus respectivos caminos. Sintió el corazón en un puño y se preguntó con tristeza si sería así para siempre.
—Myriam ha hecho un trabajo fantástico —dijo Cecilia Thornton, con voz lo suficientemente alta como para que la oyeran por encima de la conversación que subía de tono a su alrededor.
Víctor sonrió y observó el patio atestado. Vasos de azul cobalto de diversas alturas adornaban las mesas diseminadas alrededor del jardín y del patio de ladrillo. A la luz tenue del crepúsculo las velas que titilaban en su interior lanzaban puntos de fuego azul al entorno. Unos manteles a cuadros rojos y blancos daban un aire estival en medio del invierno. Unas flores rojas y blancas completaban el motivo patriótico, y una gramola antigua alquilada para la ocasión inundaba el patio con música de los años cuarenta.
—Sí, señora —convino Víctor, sintiéndose orgulloso por el logro de Myriam—, así es.
—Es justo lo que quería —continuó la mujer—Un picnic a la antigua usanza, informal pero con estilo. Hasta el tiempo ha cooperado.
Había sido un día agradable, y una vez que la fiesta casi había llegado a su término, los marines y sus cónyuges hablaban y reían. Unas pocas parejas bailaban mientras otras las observaban. El aroma a entrecots asados aún flotaba en el aire; Víctor habría jurado que estaban en verano.
Pero de haber sido verano, Myriam no se hallaría allí, fingiendo ser su pareja. Estaría fuera de su vida y ya habrían dejado de verse. Era extraño cómo ese pensamiento abría un agujero en su interior. Desvió la mirada Hacia el último sitio donde la había visto. Todavía seguía allí, de pie entre un grupo de esposas, riendo y charlando como si las conociera de siempre como si formara parte de esa escena y no interpretara un papel. Sintió un nudo en el pecho que amenazó con dejarlo sin aire. Deseó que fuera real. Deseó que Myriam y él tuvieran lo que solo fingían tener. Bajó la vista a su vientre plano, y por primera vez casi esperó que estuviera embarazada.
—Bueno —dijo Cecilia, siguiendo la dirección de sus ojos—diviértase, sargento.
—Sí, señora —musitó con cortesía, aturdido por la oleada de pensamientos que lo invadía—Lo haré.
La mujer del coronel lo dejó solo y prácticamente ni notó su marcha. Solo podía ver a Myriam, solo podía pensar en ella. Pero desde la noche que le habló de la promesa que le había hecho a su padre, en ningún momento se había apartado de su mente. ¿Cómo había podido pensar que era como su ex mujer? Kim no habría dejado de salir de compras por nadie, ni habría renunciado a su futuro. Admiraba la intensa lealtad de Myriam hacia su familia. Demonios, había muchas cosas que admiraba de Myriam. Y muchas que echaría de menos.
Ese pensamiento lo frenó en seco. Frunció el ceño y se dirigió hacia la pared baja que delimitaba el jardín y el patio del coronel. Lejos de la gente, distanciado de la música y de las conversaciones, se frotó la nuca y se dijo que no importaba. Jamás había tenido intención de formar parte de la vida de ella, de estar con Myriam para siempre. Desde el principio había sabido que se trataba de algo temporal. Entonces, ¿por qué le costaba tanto reconocer que su tiempo juntos casi había terminado? «Porque no he contado con amarla», se dijo. ¿Amor?
—Eh, sargento —una voz profunda y familiar lo sacó de sus pensamientos.
Con renuencia apartó la vista de Myriam y miró al hombre que se dirigía hacia él.
—Hola.
El sargento primero Dan Mahoney se detuvo a su lado, dio un trago de cerveza y luego empleó la botella de cuello largo para señalar a Myriam.
—Una mujer bonita.
Víctor le lanzó una mirada suspicaz a su amigo. Tenía una fama descomunal con las mujeres.
—¿Sí? ¿Adónde quieres llegar?
—¿Sois pareja o no? —Dan se encogió de hombros de buen humor.
Buena pregunta, para la cual no tenía respuesta.
—¿Tú qué crees?
—Que se supone que debéis estar juntos aunque no os veo mucho uno al lado del otro.
—¿Y?
—Y que si no estás interesado en ella....
—¿Quién dijo que no lo estuviera? —se irguió y miró a su amigo con ojos centelleantes.
—Entonces, ¿qué haces aquí conmigo cuando podrías estar a su lado?
Pasó un minuto mientras asimilaba las palabras de Dan. Al final soltó una risa breve. Le quedaba tan poco tiempo con ella, y en vez de compartir cada minuto, permanecía allí rumiando y deseando que las cosas fueran diferentes. El único modo en que podían ser distintas era si él hacía que fueran distintas.
—Tienes razón, maldita sea —asintió y la miró. No había planeado quererla. No había planeado encontrar otra vez el amor. Pero al descubrir que así era, ¿estaba dispuesto a dejar que desapareciera?
Atravesó el patio. Como si percibiera que se acercaba ella se volvió y sus ojos se encontraron. Víctor vio su calor, su espíritu, la risa que había llegado a esperar de ella. Myriam sonrió y el corazón le dio un vuelco. ¿Cómo había podido pensar que sería capaz de vivir sin ella?
Las voces de las mujeres a su alrededor se desvanecieron al clavar la vista en los ojos negros de Víctor. ¿En qué estaría pensando? ¿Qué sentía? Y lo que era más importante, ¿cómo podía encenderle la sangre con solo mirarla? Sintió un nudo en el estómago al ver que se aproximaba. Toda la tarde había fingido ser una parte más v importante de su vida de la que realmente era. Había escuchado las historias de las esposas de los otros marines, experimentado la afinidad que compartían, anhelando ser parte de ello. Había estudiado a Víctor en su elemento, e incluso ahí, rodeado de guerreros profesionales, parecía sobresalir del resto. Y al notar el evidente respeto con el que era tratado, se sintió orgullosa de estar con él.
Myriam contuvo el aliento cuando se unió al grupo de mujeres. Al hablar, su voz profunda le provocó un escalofrío y le aflojó las rodillas.
—Señoras, si no les importa, me gustaría llevarme a mi pareja.
Su pareja. La dominó un placer intenso. Sabía que solo lo decía para continuar con la charada, pero, de algún modo, deseó que fuera verdad.
—No lo sé, sargento —dijo una de las mujeres—nos gusta su compañía.
—Y a mí —le sonrió. Luego le tomó la mano a Myriam y los dedos de ella parecieron recibir electricidad, que llegó hasta su pecho y le iluminó el corazón como un relámpago en una noche de verano. La condujo lejos de la gente a un rincón relativamente tranquilo—Hoy has hecho un buen trabajo, Myriam —musitó, atrayéndola.
—Gracias —echó la cabeza atrás para mirarlo. Tragó saliva al sentir la mano derecha rodearle la cintura. La brisa le agitó el pelo y el cuello de la blusa. Pero no sintió frío. ¿Cómo podía sentirlo con el fuego en los ojos de Víctor para mantenerla abrigada?
—La fiesta ya casi ha terminado —expuso con voz tan profunda como un sueño oscuro e inquieto.
—Hmm —susurró, concentrándose en la sensación de sus dedos en la espalda. A través de la seda de la blusa sintió el calor que le transmitía. El estómago le dio un vuelco y contuvo el aliento.
El alzó un momento la vista para observar el jardín, luego volvió a paralizarla con los ojos. Ella le acarició la mejilla y vio cómo un músculo se tensaba al apretar los dientes. Saber que tenía semejante efecto en él solo potenciaba la tensión que la dominaba.
—Quiero verte —pidió Víctor hambriento—lejos de esta multitud. A solas.
Sabía muy bien a qué se refería y al instante su cuerpo se puso en alerta. Era como si toda la semana hubiera mantenido a raya esos sentimientos y de pronto se liberaran. La recorrió una oleada de necesidad que no quiso cuestionar.
—Yo también.
—Vamos, entonces —le apretó la mano y la condujo entre la gente; Myriam vio borrosos todos los rostros que pasaban a su lado. Con el cuerpo vibrándole, lo siguió y musitó frases de cortesía al despedirse del coronel y de su esposa.
Luego se dirigieron a la parte frontal de la casa.
—¿Dónde has aparcado el coche? —preguntó él.
—Allí —señaló. Víctor asintió y se dirigió hacia él— ¿Y el tuyo? —inquirió Myriam.
—Vine andando. Vivo a unas manzanas de aquí.
—Es cerca.
—Muy cerca —corroboró, mirándola de un modo que incendió su alma.
—Oh, estupendo —musitó, y le soltó la mano el tiempo suficiente para entregarle las llaves y subirse al asiento del pasajero—Conduce tú. Será más rápido.
—Sí.
Con la mandíbula tensa, clavó la vista al frente, como si temiera mirarla por miedo a chocar contra una farola. Pero extendió el brazo derecho y le acarició el muslo.
—Oh, date prisa, Víctor —susurró alzando las caderas para amoldarse a su contacto. Cuando la mano de él descendió entre sus muslos, gimió y logró balbucir—Por favor, dime que tienes preservativos.
—Sí —afirmó, sin dejar de acariciarle el centro ardiente a través de los ceñidos vaqueros.
—Estupendo.
En unos segundos se detuvieron delante de una larga hilera de apartamentos. Myriam ni siquiera se molestó en mirar alrededor. De todos modos no habría visto nada. Víctor bajó de un salto del coche, lo rodeó y le abrió la puerta, luego la sacó del asiento con un fuerte tirón. Sin soltarle la mano, la guió hasta una de las puertas de las viviendas de la planta baja y hurgó en sus pantalones en busca de la llave.
Después de abrir, la condujo al interior y cerró con el cerrojo. Myriam se arrojó a sus brazos. Mientras le acariciaba la espalda y le aferraba los glúteos, pensó que lo que deseaba y necesitaba era a ese hombre. El la besó y le abrió la boca con la lengua, exigiendo una respuesta, y cuando ella se la dio, gimió y la abrazó con fuerza. Una y otra vez sus lenguas se buscaron mientras la conducía por el apartamento. Con el aliento mezclado, las almas tocándose, no dejó de explorarla mientras su boca la devoraba.
Cuando la parte de atrás de las rodillas de Myriam tropezó con el borde de la cama, se detuvieron y unas manos febriles se ocuparon de los botones y las cremalleras. Tardaron segundos en quedar desnudos, abrazados sobre el edredón. Las manos de Víctor estaban por todas partes. La mente de Myriam era un torbellino al intentar seguir el ritmo de las sensaciones que la recorrían, dejándola sin aliento. Se maravilló de la solidez de su espalda bajo las manos, del peso que la presionaba, del aroma que la llenaba, del sabor de Víctor en su boca. Jamás olvidaría todas esas cosas. Las grabó en la memoria, deseando ser capaz de recordar cada momento en su compañía. Cada contacto. Cada beso. Víctor le tocó el centro y comprobó que estaba lista para él. Un calor húmedo le dio la bienvenida, y ella jadeó al elevarse hacia su contacto. Cerró los ojos y musitó:
—Oh, Víctor, por favor...
—Un momento, cariño —susurró y se apartó.
Myriam lo oyó abrir un cajón, rasgar un envoltorio y supo que se estaba poniendo el preservativo. Volvió a abrir los ojos y lo observó mientras regresaba a su lado, para arrodillarse entre sus piernas e introducir las palmas de las manos en el interior de sus muslos hasta que tembló por el deseo que crecía en su interior.
—Penétrame, Víctor —murmuró con los brazos levantados hacia él.
—Es lo que deseo hacer, Myriam —dijo en voz baja, cubriéndole el cuerpo con el suyo.
La besó en una gloriosa invasión. Ella correspondió a todos sus besos y lo apretó con fuerza a medida que un ritmo veloz pero dulce la torturaba. Mientras la tensión iba en aumento, le acarició la espalda y clavó las uñas en su piel al tiempo que intentaba asirse a un mundo que se tambaleaba. Con los cuerpos unidos hasta formar uno solo, se lanzaron hacia la paz que solo habían encontrado juntos. Y cuando Myriam se arqueó y gritó su nombre, Víctor supo que jamás podría perderla.
Unos minutos después, recogió la blusa de Myriam del suelo y se la entregó.
—Gracias —se la puso y comenzó a abotonársela.
—Myriam —musitó mientras se enfundaba los vaqueros—he estado pensando.
Mientras recogía los pantalones caqui, ella lo miró.
—¿En qué...?
—En nosotros —expuso con sencillez—En esto —señaló la cama arrugada—En lo que tenemos juntos.
—Víctor...
—Creo que deberíamos casarnos.
—¿Qué? —se detuvo con las manos en la cintura de los pantalones.
Él se pasó la mano por el pelo casi al cero y se puso a caminar por la habitación. «Buen trabajo, Paretti», se dijo. «Bueno de verdad». Diablos, no había esperado más que ella soltar esas palabras. Myriam se apartó de su lado moviendo la cabeza.
—¿Por qué has tenido que decir eso? —preguntó con voz trémula.
—También me sorprendió a mí —rio con sequedad.
—No me hagas esto, Víctor —suplicó.
—No intento hacerte nada.
—No puedo casarme contigo —le recordó—Hice una promesa.
—Una promesa que ningún padre querría que su hija cumpliera —afirmó, sabiendo que era verdad.
—Di mi palabra. Además lo más probable es que tu proposición sea por nada —un destello de lágrimas brillo en sus ojos antes de parpadear.
Víctor sabía muy bien a qué se refería.
—¿Crees que te lo pido por si estuvieras embarazada?
—¿Por qué otro motivo? —Espetó al tiempo que una única lágrima caía por su mejilla—. Ya has dicho que no querías volver a casarte.
—Cambié de idea —gritó.
—Pues yo no —repuso ella también en voz alta.
—Mira, Myriam —comenzó, tratando de aclarar las cosas en la cabeza—, reconozco que no quería casarme otra vez. Pero tenemos... algo juntos, algo que jamás esperaba encontrar.
—La gente no se casa por haber compartido sexo —se secó una lágrima con el dorso de la mano—Al menos no en este siglo.
—Es más que eso, y tú lo sabes.
—No —movió la cabeza y se mordió el labio con fuerza—No dejaré que pase.
—Quieres cuidar de tu madre —avanzó hacia ella—Eso puedo entenderlo. Y puedo ayudar.
—No necesito tu ayuda —movió la cabeza otra vez— ¿Dónde están mis zapatos?
—No dije que lo necesitaras —repuso mientras ella buscaba por el suelo—. Solo digo...
—Sé lo que estás diciendo —interrumpió mientras se calzaba uno de los mocasines negros—pero no necesito el dinero de tu familia para cuidar de mi madre.
—Maldita sea Myriam —soltó frustrado— No hablo del dinero de mi familia. Hablo de mí.
—¿Dónde está mi otro zapato?
—Al cuerno con el zapato —espetó—. ¿Qué hay de nosotros?
—No hay ningún nosotros —contuvo un sollozo—. Al diablo, no me hace falta el otro zapato.
Se dirigió hacia la puerta con un solo zapato y sus pisadas emitieron un sonido raro al caminar.
Todo en Víctor se quedó frío y quieto. Si no se le ocurría algo para salvar la situación, sabía que se iría de su vida.
—Myriam —dijo al alcanzarla y hacerla girar para que lo mirara—Si estás embarazada, te casarás conmigo.
Ella lo miró a los ojos, apoyó una mano en su mejilla y dijo:
—Adiós, Víctor.
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Ayyy no , gracias por el capitulo, no tardes con el siguiente.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capitulo Final. Espero que les haya gustado.
Capítulo Doce
—¿Dónde está tu zapato?
Myriam se paró en seco y observó a su madre, sentada en los escalones del porche de atrás. Había esperado no ver a nadie al dirigirse a su apartamento, donde podría lamerse las heridas en privado.
—Yo, hmmm, lo he perdido.
A la luz del porche, vio que su madre enarcaba una ceja.
—Debió de ser una fiesta estupenda —Myriam asintió y emprendió otra vez la marcha— ¿Y tú amigo? —preguntó cuando su hija llegó a su altura.
—No es mi... —calló y movió la cabeza.
—Ah —comentó Marianne con perspicacia—os habéis peleado.
Myriam la miró y se sintió dominada por el deseo de acurrucarse en su regazo. Era extraño cómo una mujer adulta podía volver a ser una niña con sus padres.
—¿Qué hizo? —inquirió su madre con suavidad.
—Me pidió que me casara con él.
—Va deprisa —su madre sonrió—. ¿Y valía la pena pelearse por eso?
—Le dije que no —cerró los ojos con fuerza ante el recuerdo de la cara de él al dejarlo. Pero aunque hubiera sido libre para casarse, no lo habría hecho. Víctor jamás le había mencionado nada de amor. ¿Cómo podía responder que sí a la precipitada proposición provocada por el bienestar de un bebé? ¿Qué clase de matrimonio tendrían si lo forzaran por una cuestión de conveniencia? ¿Qué clase de vida le esperaría al bebé?
—Siéntate —su madre le tomó la mano para acercarla a los escalones.
Desde el interior de la casa salían los sonidos habituales de cada noche: Ángela y su hijo discutiendo por saber quién debía ocuparse de los platos, con el televisor como ruido de fondo. Y en la otra acerca, el perro de la señora Harkin le ladraba a nada mientras las farolas se encendían. Todo era tan corriente y... tan diferente. Se sentó junto a su madre en el escalón frío de cemento, y se apoyó en ella.
—Dime por qué le dijiste que no.
—Tenía que nacerlo.
—¿Lo amas?
—Sí —susurró, y comprendió que era la primera vez que reconocía su amor por Víctor, incluso ante sí misma. El era todo lo que podía pedir: fuerte, amable, obstinado, apasionado... Sí, lo amaba. Pero eso no cambiaba nada—Y no puedo casarme con él.
—Lo que dices no tiene sentido.
Se irguió y se volvió para observar a su madre. ¿Cómo explicárselo?
—Yo...
—¿Qué? —la miró con ojos entrecerrados.
—No quería que lo supieras —suspiró.
—Bueno, ya no queda otro remedio —miró a su hija con una expresión que Myriam no había visto desde la infancia—. Habla.
Se rindió, quizá porque lo necesitaba, y en unos minutos le contó todo. El silencio se extendió entre ellas durante un rato largo, luego su madre gruñó algo y se puso de pie.
—¿Cuidar de mí? —Preguntó ladeando la cabeza para observar el cielo con expresión acusadora—. ¿Le pediste a tu hija que cuidara de mí?
—Mamá...
Marianne soltó algo en italiano y giró para contemplar a su hija.
—Myriam, cariño, amé mucho a tu padre, pero a veces...
—¿Qué? —inquirió confusa.
—Piensa en ello, cariño. ¿Quién se encargaba de las facturas, de la economía familiar, os vigilaba a vosotras, llevaba la casa y se ocupaba de las compras?
—Tú —afirmó sin tener que pensarlo.
—Hmm —plantó las dos manos en las caderas—No necesitaba a tu padre para cuidar de mí. Lo necesitaba para amarme.
—Y lo hizo.
—Sí —alargó la mano para acariciar la mejilla de su hija—Lo que quiero aclarar es que puedo cuidar de mi misma.
—Pero, papá...
—Papá se equivocó —la interrumpió con firmeza al tiempo que lanzaba otra mirada al cielo—Te quiero, cariño, pero no me hace falta una enfermera. Lo que necesito es que tú seas feliz.
Víctor había tenido razón. Marianne Santini era una mujer asombrosa. Myriam se levantó y agradecida se cobijó en el círculo de los brazos de su madre, donde siempre se sentiría segura. Querida. Después de abrazarla con fuerza, su madre la tomó por los hombros y la miró a los ojos.
—Sé feliz, Myriam. Casada o soltera, lo que tú quieras. Yo siempre te apoyaré.
—Lo sé, mamá.
—Bien. Y ahora, olvida esa promesa, porque cuando hable con tu padre esta noche, lo voy a poner firme.
Myriam sonrió a través de las lágrimas que empañaban su visión. No envidió a su padre. Incluso en el cielo, no estaba fuera del alcance del temperamento de Marianne.
—Y ahoca sube a lavarte la cara —indicó su madre—Quizá puedas llamar a ese chico tan agradable y arreglar la cosas. Yo debo prepararme para mi cita.
—¿Tienes una cita? —boquiabierta, observó irse a su madre.
—¡Hmm! ¿Qué? ¿Estoy tan terrible que un hombre no querría salir conmigo? —sonrió— Como te acabo de decir puedo cuidar de mí misma. Es hora de que tú hagas igual.
Sola en la oscuridad, Myriam comprendió que su madre, lejos de necesitar un protector, dominaba la vida mucho mejor que ella. Pero siempre había sido así. Quizá, en el fondo, había estado escondiéndose detrás de esa promesa. Y libre en ese momento, aún era incapaz de tener al hombre que quería, porque él solo estaba interesado en proteger a un bebé que quizá no existiera.
Una semana más tarde, Víctor se hallaba en el salón donde se celebraba la competición de baile. Sin apartar la vista de la entrada ni de los jueces, intentó convencerse de que funcionaría. Tenía que funcionar. Toda la semana había intentado hablar con Myriam, pero ella lo había evitado con una destreza que debería de haberle ganado un puesto en el pelotón de reconocimiento. Su última oportunidad de hablar y de razonar con ella radicaba en esa estúpida competición. Y por esa oportunidad estaba dispuesto incluso a humillarse en público. En ese momento se sentiría más seguro si llevara uniforme y un M-16. Entonces la puerta de entrada se abrió y apareció Myriam. Se detuvo bajo un foco de luz y miró en torno al salón atestado hasta que lo vio. Tenía el pelo recogido, llevaba un vestido verde claro con un escote lo suficientemente bajo como para tentarlo y falda amplia que osciló al avanzar hacia él. Estaba hermosa, a pesar de la tristeza de sus ojos.
Un vistazo a Víctor bastó para indicarle que no tendría que haber ido. Hacía tiempo que esa maldita competición había dejado de interesarle. Pero al mismo tiempo, era su última oportunidad de verlo, de hablar con él. Y debía decírselo; tenía derecho a saberlo. Luego él podría continuar con su vida y ella empezar a aprender a superar su ausencia. Pero no sería fácil. El corazón le palpitó con fuerza al contemplar su atractiva figura enfundada en una chaqueta marrón oscura y pantalones caqui. Sin embargo, fueron sus ojos los que la perdieron, igual que la primera vez que lo vio. La música sonó y los participantes y el público se dirigieron a la enorme pista de baile, dejándolos a los dos solos en la entrada.
—Llegas tarde —dijo él.
—Sí, lo sé —repuso. En realidad, había llegado a tiempo, pero se demoró unos momentos en el aparcamiento, preparándose para entrar.
—Myriam...
—Antes de que digas algo —se apresuró a intervenir, tratando de impedir que repitiera la estupidez de proponerle matrimonio—hay algo que debes saber.
—De acuerdo.
Ella lo miró a los ojos y pensó que no tendría que ser tan duro. Debería de sentirse feliz, aliviada. Pero a cambio, tenía ganas de llorar.
—No estoy embarazada —soltó a toda velocidad antes de que se le quebrara la voz. Aquella mañana se había enterado de la noticia, y desde entonces lo había lamentado. A partir de ese momento no solo iba a sufrir la ausencia de Víctor, sino que tampoco tendría a su hijo. La lógica le indicaba que era mejor de esa manera, pero la lógica tenía poco que ver con los sentimientos.
Reinó un silencio prolongado y profundo mientras la miraba.
—¿Estás segura? —preguntó luego.
—Sí —contuvo una risa falta de humor.
—Sí —musitó él—Desde luego. Lo que pasa es...
Myriam no sabía lo que pensaba Víctor, y quizá fuera lo mejor. No quería ver su alivio, su alegría por haber escapado. Y tampoco quería permanecer en ese frío y vacío vestíbulo hablando de lo afortunados que habían sido. Alzó la barbilla y pasó a su lado en dirección a la pista de baile. Ejecutaría su parte en la competición y luego regresaría a casa. Él jamás vería su desilusión, que lo amaba. No era mucho, pero era todo lo que le quedaba.
—Myriam, aguarda —la frenó por el brazo.
Ella se obligó a sonreír.
—Se ha acabado, general. Tu honra está a salvo y tu proposición olvidada. No te preocupes.
Se soltó y siguió andando, con la espalda recta. Víctor la observó y durante unos momentos fue incapaz de seguirla. Una vez más sentía como si le hubieran dado un golpe en el estómago. Le costaba respirar y un dolor profundo y palpitante anidaba en su pecho.
Mientras Myriam se abría paso entre la gente, intentó convencerse de que era afortunado. No había bebe. Cualquier otro hombre en su posición probablemente estaría dando saltos de alegría. Pero se sentía como si alguien próximo a él hubiera muerto. Se repitió que era una estupidez lamentar la ausencia de un bebé que nunca había existido. No obstante, en su mente había sido real. Una parte de Myriam y de sí mismo. Un recuerdo perdurable de aquella increíble noche. Había visto un dolor similar en sus ojos y sabía que Myriam sentía lo mismo. La multitud se la tragó. La perdió de vista y al instante supo que si no la encontraba... si no la obligaba a escuchar... la perdería para siempre.
Como el primer marine cargando contra una playa enemiga, se lanzó a la pista y se abrió paso por entre la gente. Como si percibieran que era un hombre con una misión, los que había delante de él se apartaron y los de atrás se disculparon: Ni lo notó. Toda su concentración se hallaba centrada en su pelo castaño y en el ondulante vestido verde. Entonces la vio en el borde de la pista, mirando cómo los primeros participantes bailaban en torno al perímetro. Se situó detrás de ella, la tomó por los hombros y le hizo dar la vuelta. La música sonaba más alta allí, aunque aún no podía competir con el ritmo de su corazón.
—Somos los siguientes —anunció ella con calma, sin prestar atención a su firme apretón mientras evitaba su mirada.
—No seremos los siguientes para nada hasta que no me escuches.
—No hay nada más que decir —susurró ella.
—Te equivocas, princesa —murmuró y la pegó a su cuerpo, inclinándose hasta que sus ojos quedaron a la misma altura y ella no pudo esquivarlo más—No quiero que olvides mi proposición —aseveró.
—El motivo por el que la planteaste no existe —la voz quebrada de Myriam reverberó en el corazón de Víctor.
—El bebé no era la causa. Fue la excusa que me puse.
—Lo que sea —intentó soltarse y terminó por rendirse a su fuerza—Por favor, ¿quieres dejarme? —pidió con furia.
Él negó con un gesto de la cabeza y la miró con intensidad.
—No puedo, Myriam. No quiero dejarte nunca. Al menos no hasta que consiga que olvides la promesa que hiciste y aceptes casarte conmigo.
Airada, ella desvió la vista a un hombre que había al lado y que mostraba interés en su conversación y luego clavó la vista en Víctor.
—La promesa ya no forma parte de esto.
—¿No? —preguntó, y tomó nota mental para pedirle luego que le contara toda la historia.
—No. Pero eso no cambia nada.
Oyeron los aplausos cuando la primera pareja terminó su demostración. Mientras los jueces deliberaban, Víctor continuó hablando.
—Lo cambia todo —afirmó en voz baja, dura y desesperada. Estaba luchando por su vida.
—Víctor, no querías volver a casarte, ¿lo recuerdas? Tú mismo me lo dijiste.
—Cambié de idea.
—¿Por qué? —espetó.
—¡Porque me enamoré de ti! —exclamó, y varias mujeres alrededor suspiraron.
Pero la única en la que quería provocar una reacción guardó silencio. Se lo quedó mirando con unos ojos que jamás olvidaría. Tenía que entenderlo. Tenía que saber que todo había cambiado para él en cuanto la tomó en brazos en aquella estúpida clase.
—La siguiente pareja... —anunció una voz por la megafonía—Myriam Santini y Víctor Paretti, representando a la Escuela de Baile Stanton.
—Hemos de salir —suplicó Myriam.
—Todavía no —se negó a soltarla—He de decirte esto.
—Déjalo, por favor.
—Jamás. Te amo, Myriam. Ya no temo reconocerlo...Te amo. Quiero tener hijos contigo.
Ella parpadeó y una lágrima solitaria cayó por su mejilla. Con un nudo en la garganta, Víctor continuó hablando al percibir que se acercaba al objetivo.
—Quiero despertar todas las mañanas del resto de mi vida y mirarte a los ojos. Quiero discutir contigo, reír contigo... bailar contigo. Lo quiero todo, Myriam, pero solo podré obtenerlo si dices que sí.
—¿Myriam Santini? ¿Víctor Paretti? —volvieron a llamar los jueces, en esa ocasión con impaciencia.
Ella movió la cabeza, pero él vio que se debilitaba. Como cualquier buen marine, aprovechó su ventaja. La tomó en brazos y le dio un beso largo y ardiente, llenándola con el amor, el deseo y la necesidad que crecían en su interior. Cuando la soltó, Myriam se tambaleó y se apoyó en él.
—¿Myriam? —insistió, enmarcándole el rostro con las manos.
—Víctor...
Qué mujer obstinada. Aún pensaba discutir.
—¿Me amas, Myriam? —le rezó a Dios para no equivocarse en los sentimientos de ella.
—Claro que te amo, pero...
—Nada de «peros», princesa —movió la cabeza con una sonrisa en la cara—. Simplemente una respuesta. ¿Te casarás conmigo?
—Sí, general —a pesar de las lágrimas que derramaron sus ojos, asintió—. Me casaré contigo.
La gente que los rodeaba aplaudió. Y en ese momento, cuando los jueces volvieron a llamarlos, Víctor gritó:
—¡Sí, sí, estamos aquí!
Riendo y llorando al mismo tiempo, Myriam aceptó su mano cuando la condujo a la pista. Al ocupar su sitio para iniciar el vals, Víctor le susurró:
—Si ganamos tú puedes elegir dónde será la luna de miel. Si perdemos, elijo yo.
—Te va a encantar Hawái, general —sonrió ella.
Fin
Capítulo Doce
—¿Dónde está tu zapato?
Myriam se paró en seco y observó a su madre, sentada en los escalones del porche de atrás. Había esperado no ver a nadie al dirigirse a su apartamento, donde podría lamerse las heridas en privado.
—Yo, hmmm, lo he perdido.
A la luz del porche, vio que su madre enarcaba una ceja.
—Debió de ser una fiesta estupenda —Myriam asintió y emprendió otra vez la marcha— ¿Y tú amigo? —preguntó cuando su hija llegó a su altura.
—No es mi... —calló y movió la cabeza.
—Ah —comentó Marianne con perspicacia—os habéis peleado.
Myriam la miró y se sintió dominada por el deseo de acurrucarse en su regazo. Era extraño cómo una mujer adulta podía volver a ser una niña con sus padres.
—¿Qué hizo? —inquirió su madre con suavidad.
—Me pidió que me casara con él.
—Va deprisa —su madre sonrió—. ¿Y valía la pena pelearse por eso?
—Le dije que no —cerró los ojos con fuerza ante el recuerdo de la cara de él al dejarlo. Pero aunque hubiera sido libre para casarse, no lo habría hecho. Víctor jamás le había mencionado nada de amor. ¿Cómo podía responder que sí a la precipitada proposición provocada por el bienestar de un bebé? ¿Qué clase de matrimonio tendrían si lo forzaran por una cuestión de conveniencia? ¿Qué clase de vida le esperaría al bebé?
—Siéntate —su madre le tomó la mano para acercarla a los escalones.
Desde el interior de la casa salían los sonidos habituales de cada noche: Ángela y su hijo discutiendo por saber quién debía ocuparse de los platos, con el televisor como ruido de fondo. Y en la otra acerca, el perro de la señora Harkin le ladraba a nada mientras las farolas se encendían. Todo era tan corriente y... tan diferente. Se sentó junto a su madre en el escalón frío de cemento, y se apoyó en ella.
—Dime por qué le dijiste que no.
—Tenía que nacerlo.
—¿Lo amas?
—Sí —susurró, y comprendió que era la primera vez que reconocía su amor por Víctor, incluso ante sí misma. El era todo lo que podía pedir: fuerte, amable, obstinado, apasionado... Sí, lo amaba. Pero eso no cambiaba nada—Y no puedo casarme con él.
—Lo que dices no tiene sentido.
Se irguió y se volvió para observar a su madre. ¿Cómo explicárselo?
—Yo...
—¿Qué? —la miró con ojos entrecerrados.
—No quería que lo supieras —suspiró.
—Bueno, ya no queda otro remedio —miró a su hija con una expresión que Myriam no había visto desde la infancia—. Habla.
Se rindió, quizá porque lo necesitaba, y en unos minutos le contó todo. El silencio se extendió entre ellas durante un rato largo, luego su madre gruñó algo y se puso de pie.
—¿Cuidar de mí? —Preguntó ladeando la cabeza para observar el cielo con expresión acusadora—. ¿Le pediste a tu hija que cuidara de mí?
—Mamá...
Marianne soltó algo en italiano y giró para contemplar a su hija.
—Myriam, cariño, amé mucho a tu padre, pero a veces...
—¿Qué? —inquirió confusa.
—Piensa en ello, cariño. ¿Quién se encargaba de las facturas, de la economía familiar, os vigilaba a vosotras, llevaba la casa y se ocupaba de las compras?
—Tú —afirmó sin tener que pensarlo.
—Hmm —plantó las dos manos en las caderas—No necesitaba a tu padre para cuidar de mí. Lo necesitaba para amarme.
—Y lo hizo.
—Sí —alargó la mano para acariciar la mejilla de su hija—Lo que quiero aclarar es que puedo cuidar de mi misma.
—Pero, papá...
—Papá se equivocó —la interrumpió con firmeza al tiempo que lanzaba otra mirada al cielo—Te quiero, cariño, pero no me hace falta una enfermera. Lo que necesito es que tú seas feliz.
Víctor había tenido razón. Marianne Santini era una mujer asombrosa. Myriam se levantó y agradecida se cobijó en el círculo de los brazos de su madre, donde siempre se sentiría segura. Querida. Después de abrazarla con fuerza, su madre la tomó por los hombros y la miró a los ojos.
—Sé feliz, Myriam. Casada o soltera, lo que tú quieras. Yo siempre te apoyaré.
—Lo sé, mamá.
—Bien. Y ahora, olvida esa promesa, porque cuando hable con tu padre esta noche, lo voy a poner firme.
Myriam sonrió a través de las lágrimas que empañaban su visión. No envidió a su padre. Incluso en el cielo, no estaba fuera del alcance del temperamento de Marianne.
—Y ahoca sube a lavarte la cara —indicó su madre—Quizá puedas llamar a ese chico tan agradable y arreglar la cosas. Yo debo prepararme para mi cita.
—¿Tienes una cita? —boquiabierta, observó irse a su madre.
—¡Hmm! ¿Qué? ¿Estoy tan terrible que un hombre no querría salir conmigo? —sonrió— Como te acabo de decir puedo cuidar de mí misma. Es hora de que tú hagas igual.
Sola en la oscuridad, Myriam comprendió que su madre, lejos de necesitar un protector, dominaba la vida mucho mejor que ella. Pero siempre había sido así. Quizá, en el fondo, había estado escondiéndose detrás de esa promesa. Y libre en ese momento, aún era incapaz de tener al hombre que quería, porque él solo estaba interesado en proteger a un bebé que quizá no existiera.
Una semana más tarde, Víctor se hallaba en el salón donde se celebraba la competición de baile. Sin apartar la vista de la entrada ni de los jueces, intentó convencerse de que funcionaría. Tenía que funcionar. Toda la semana había intentado hablar con Myriam, pero ella lo había evitado con una destreza que debería de haberle ganado un puesto en el pelotón de reconocimiento. Su última oportunidad de hablar y de razonar con ella radicaba en esa estúpida competición. Y por esa oportunidad estaba dispuesto incluso a humillarse en público. En ese momento se sentiría más seguro si llevara uniforme y un M-16. Entonces la puerta de entrada se abrió y apareció Myriam. Se detuvo bajo un foco de luz y miró en torno al salón atestado hasta que lo vio. Tenía el pelo recogido, llevaba un vestido verde claro con un escote lo suficientemente bajo como para tentarlo y falda amplia que osciló al avanzar hacia él. Estaba hermosa, a pesar de la tristeza de sus ojos.
Un vistazo a Víctor bastó para indicarle que no tendría que haber ido. Hacía tiempo que esa maldita competición había dejado de interesarle. Pero al mismo tiempo, era su última oportunidad de verlo, de hablar con él. Y debía decírselo; tenía derecho a saberlo. Luego él podría continuar con su vida y ella empezar a aprender a superar su ausencia. Pero no sería fácil. El corazón le palpitó con fuerza al contemplar su atractiva figura enfundada en una chaqueta marrón oscura y pantalones caqui. Sin embargo, fueron sus ojos los que la perdieron, igual que la primera vez que lo vio. La música sonó y los participantes y el público se dirigieron a la enorme pista de baile, dejándolos a los dos solos en la entrada.
—Llegas tarde —dijo él.
—Sí, lo sé —repuso. En realidad, había llegado a tiempo, pero se demoró unos momentos en el aparcamiento, preparándose para entrar.
—Myriam...
—Antes de que digas algo —se apresuró a intervenir, tratando de impedir que repitiera la estupidez de proponerle matrimonio—hay algo que debes saber.
—De acuerdo.
Ella lo miró a los ojos y pensó que no tendría que ser tan duro. Debería de sentirse feliz, aliviada. Pero a cambio, tenía ganas de llorar.
—No estoy embarazada —soltó a toda velocidad antes de que se le quebrara la voz. Aquella mañana se había enterado de la noticia, y desde entonces lo había lamentado. A partir de ese momento no solo iba a sufrir la ausencia de Víctor, sino que tampoco tendría a su hijo. La lógica le indicaba que era mejor de esa manera, pero la lógica tenía poco que ver con los sentimientos.
Reinó un silencio prolongado y profundo mientras la miraba.
—¿Estás segura? —preguntó luego.
—Sí —contuvo una risa falta de humor.
—Sí —musitó él—Desde luego. Lo que pasa es...
Myriam no sabía lo que pensaba Víctor, y quizá fuera lo mejor. No quería ver su alivio, su alegría por haber escapado. Y tampoco quería permanecer en ese frío y vacío vestíbulo hablando de lo afortunados que habían sido. Alzó la barbilla y pasó a su lado en dirección a la pista de baile. Ejecutaría su parte en la competición y luego regresaría a casa. Él jamás vería su desilusión, que lo amaba. No era mucho, pero era todo lo que le quedaba.
—Myriam, aguarda —la frenó por el brazo.
Ella se obligó a sonreír.
—Se ha acabado, general. Tu honra está a salvo y tu proposición olvidada. No te preocupes.
Se soltó y siguió andando, con la espalda recta. Víctor la observó y durante unos momentos fue incapaz de seguirla. Una vez más sentía como si le hubieran dado un golpe en el estómago. Le costaba respirar y un dolor profundo y palpitante anidaba en su pecho.
Mientras Myriam se abría paso entre la gente, intentó convencerse de que era afortunado. No había bebe. Cualquier otro hombre en su posición probablemente estaría dando saltos de alegría. Pero se sentía como si alguien próximo a él hubiera muerto. Se repitió que era una estupidez lamentar la ausencia de un bebé que nunca había existido. No obstante, en su mente había sido real. Una parte de Myriam y de sí mismo. Un recuerdo perdurable de aquella increíble noche. Había visto un dolor similar en sus ojos y sabía que Myriam sentía lo mismo. La multitud se la tragó. La perdió de vista y al instante supo que si no la encontraba... si no la obligaba a escuchar... la perdería para siempre.
Como el primer marine cargando contra una playa enemiga, se lanzó a la pista y se abrió paso por entre la gente. Como si percibieran que era un hombre con una misión, los que había delante de él se apartaron y los de atrás se disculparon: Ni lo notó. Toda su concentración se hallaba centrada en su pelo castaño y en el ondulante vestido verde. Entonces la vio en el borde de la pista, mirando cómo los primeros participantes bailaban en torno al perímetro. Se situó detrás de ella, la tomó por los hombros y le hizo dar la vuelta. La música sonaba más alta allí, aunque aún no podía competir con el ritmo de su corazón.
—Somos los siguientes —anunció ella con calma, sin prestar atención a su firme apretón mientras evitaba su mirada.
—No seremos los siguientes para nada hasta que no me escuches.
—No hay nada más que decir —susurró ella.
—Te equivocas, princesa —murmuró y la pegó a su cuerpo, inclinándose hasta que sus ojos quedaron a la misma altura y ella no pudo esquivarlo más—No quiero que olvides mi proposición —aseveró.
—El motivo por el que la planteaste no existe —la voz quebrada de Myriam reverberó en el corazón de Víctor.
—El bebé no era la causa. Fue la excusa que me puse.
—Lo que sea —intentó soltarse y terminó por rendirse a su fuerza—Por favor, ¿quieres dejarme? —pidió con furia.
Él negó con un gesto de la cabeza y la miró con intensidad.
—No puedo, Myriam. No quiero dejarte nunca. Al menos no hasta que consiga que olvides la promesa que hiciste y aceptes casarte conmigo.
Airada, ella desvió la vista a un hombre que había al lado y que mostraba interés en su conversación y luego clavó la vista en Víctor.
—La promesa ya no forma parte de esto.
—¿No? —preguntó, y tomó nota mental para pedirle luego que le contara toda la historia.
—No. Pero eso no cambia nada.
Oyeron los aplausos cuando la primera pareja terminó su demostración. Mientras los jueces deliberaban, Víctor continuó hablando.
—Lo cambia todo —afirmó en voz baja, dura y desesperada. Estaba luchando por su vida.
—Víctor, no querías volver a casarte, ¿lo recuerdas? Tú mismo me lo dijiste.
—Cambié de idea.
—¿Por qué? —espetó.
—¡Porque me enamoré de ti! —exclamó, y varias mujeres alrededor suspiraron.
Pero la única en la que quería provocar una reacción guardó silencio. Se lo quedó mirando con unos ojos que jamás olvidaría. Tenía que entenderlo. Tenía que saber que todo había cambiado para él en cuanto la tomó en brazos en aquella estúpida clase.
—La siguiente pareja... —anunció una voz por la megafonía—Myriam Santini y Víctor Paretti, representando a la Escuela de Baile Stanton.
—Hemos de salir —suplicó Myriam.
—Todavía no —se negó a soltarla—He de decirte esto.
—Déjalo, por favor.
—Jamás. Te amo, Myriam. Ya no temo reconocerlo...Te amo. Quiero tener hijos contigo.
Ella parpadeó y una lágrima solitaria cayó por su mejilla. Con un nudo en la garganta, Víctor continuó hablando al percibir que se acercaba al objetivo.
—Quiero despertar todas las mañanas del resto de mi vida y mirarte a los ojos. Quiero discutir contigo, reír contigo... bailar contigo. Lo quiero todo, Myriam, pero solo podré obtenerlo si dices que sí.
—¿Myriam Santini? ¿Víctor Paretti? —volvieron a llamar los jueces, en esa ocasión con impaciencia.
Ella movió la cabeza, pero él vio que se debilitaba. Como cualquier buen marine, aprovechó su ventaja. La tomó en brazos y le dio un beso largo y ardiente, llenándola con el amor, el deseo y la necesidad que crecían en su interior. Cuando la soltó, Myriam se tambaleó y se apoyó en él.
—¿Myriam? —insistió, enmarcándole el rostro con las manos.
—Víctor...
Qué mujer obstinada. Aún pensaba discutir.
—¿Me amas, Myriam? —le rezó a Dios para no equivocarse en los sentimientos de ella.
—Claro que te amo, pero...
—Nada de «peros», princesa —movió la cabeza con una sonrisa en la cara—. Simplemente una respuesta. ¿Te casarás conmigo?
—Sí, general —a pesar de las lágrimas que derramaron sus ojos, asintió—. Me casaré contigo.
La gente que los rodeaba aplaudió. Y en ese momento, cuando los jueces volvieron a llamarlos, Víctor gritó:
—¡Sí, sí, estamos aquí!
Riendo y llorando al mismo tiempo, Myriam aceptó su mano cuando la condujo a la pista. Al ocupar su sitio para iniciar el vals, Víctor le susurró:
—Si ganamos tú puedes elegir dónde será la luna de miel. Si perdemos, elijo yo.
—Te va a encantar Hawái, general —sonrió ella.
Fin
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Kebonito final !!!! Muchas gracias por la novela, te esperamos pronto con otra.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
GRACIAS POR ESTA NOVELA, ESTUVO MUY BONITA.
mats310863- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
miil graciias por la noveliita niiña me encanto de priinciipio a fiin
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
GRACIAS POR LA NOVELA
dany- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 23/05/2008
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