Vicco y la Viccobebe
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Un Ferviente Deseo Maureen Child

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Mensaje  jai33sire Lun Nov 07, 2011 7:28 am

Hola niñas he estado leyendo una nueva novelita y me gusto así que les pongo la introducción y ustedes me diran si le sigo o no.

Argumento:
La dulce y tímida Myriam Santini había descubierto hacía mucho tiempo que los hombres no la veían como una mujer seductora... por mucho que, bajo su mono de trabajo, latiera un corazón apasionado. ¿Por qué, entonces, el irresistible sargento Víctor Garvey se mostraba tan interesado en ella?
Una sola mirada de la atractiva Myriam bastaba para excitar al curtido Víctor Garvey. Aquella inocente seductora no parecía ser consciente de sus encantos, pero, ¿se atrevería Víctor a estrechar entre sus brazos a una mujer en cuyos ojos se leía la palabra "compromiso"?

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Mensaje  alma.fra Lun Nov 07, 2011 10:38 am

Siiiiiiii, yo si la kiero leer ¡¡¡¡ Te esperamos con el primer capitulo.
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Mensaje  Dianitha Lun Nov 07, 2011 11:32 am

que bien novelita nueva!!!!!! Un Ferviente Deseo Maureen Child  953882 Un Ferviente Deseo Maureen Child  953882 Un Ferviente Deseo Maureen Child  953882 Un Ferviente Deseo Maureen Child  953882
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Mensaje  jai33sire Lun Nov 07, 2011 3:23 pm

Capítulo 1

Reconocía su actitud. Myriam Santini contempló, a través del escaparate de su taller de reparación de automóviles, al hombre que se hallaba en el sendero de entrada. No resultaba fácil verlo, con todos los árboles de Navidad y los muñecos de nieve dibujados en el cristal, pero ella se esforzó. Alto, con el cabello moreno y corto, llevaba unas gafas de sol de estilo aviador, aunque el día nublado las hacía innecesarias. Mandíbula fuerte y barbilla recia. Perfecto. Justo lo que ella necesitaba. Otro varón con exceso de celo protector hacia su coche. Cuando a una mujer se le averiaba su automóvil, lo dejaba en el taller y lo recogía cuando estuviera listo. Los hombres, por el contrario, solían mariposear alrededor del maldito trasto como si éste fuera una mujer embarazada, cuestionando incesantemente el trabajo de Myriam con muecas de congoja y preocupación. A Myriam Santini le gustaban los coches tanto como a cualquiera, pero sabía que no sangraban cuando se les «operaba». Sin embargo, se dijo, el negocio había estado muy flojo la semana anterior. Tal vez debía salir y convencer al señor Nervioso de que entrara en el taller. Se puso su cazadora azul marino y la dejó abierta, para que pudiera verse el eslogan Myriam Santini, cirujano de automóviles estampado en su camiseta roja. Luego se dirigió hacia la puerta.
— ¿Esto es un taller?
Víctor Garvey observó el pequeño pero abarrotado taller de reparación. Las lisas paredes estaban pintadas de blanco, el marco del escaparate y las puertas eran de un atractivo azul eléctrico, y unas flores blancas y moradas florecían en los arriates de terracota situados a cada lado de la puerta principal. Exceptuando la zona del taller propiamente dicho, el establecimiento parecía más una cafetería de moda que otra cosa. Había esperado algo más grande, más ostentoso. Por el modo en que los marines de Camp Pendleton hablaban de aquel taller, había pensado que apestaría a dinero y experiencia. Pero la prueba de que no se había equivocado de sitio aparecía plasmada en la fachada del pequeño edificio. Un letrero rojo, blanco y azul en el que se leía el rótulo de Santini's. Víctor frunció el ceño, recordando a los tipos que le habían hablado de aquel sitio. En un tono casi reverencial, le habían asegurado:
—Si Myriam Santini no puede reparar tu coche, nadie podrá.
Sin embargo, se dijo, la idea de que una mujer manipulara su coche le había resultado difícil de digerir. Pero con el ajetreo existente en Camp Pendleton, no tenía tiempo de repararlo él mismo. Un frío viento invernal soplaba desde el cercano océano, y Víctor introdujo las manos en los bolsillos de sus desgastados tejanos Levi's. Echándose hacia atrás el sombrero, contempló las densas nubes grises que empezaban a congregarse, y se preguntó que habría sido de la soleada California de la que siempre había oído hablar. Diablos, sólo llevaba una semana en Camp Pendleton, y cada día había amanecido lluvioso o amenazando lluvia.
Una puerta se abrió, y Víctor fijó su atención en la parte frontal de la tienda y en la mujer que acababa de salir. La observó mientras caminaba hacia él. Tenía el cabello negro, largo hasta los hombros, recogido detrás de las orejas para lucir unos pequeños zarcillos de plata. Llevaba una desgastada camiseta roja y pantalones vaqueros, zapatillas de tenis y una cazadora azul que revoloteaba al viento como un par de alas. Más alta de lo que parecía desde lejos, vio que le llegaba por la barbilla cuando se detuvo delante de él.
—Hola —dijo, dirigiéndole una cálida sonrisa que disipó parte del frío de la tarde.
—Hola —respondió Víctor al tiempo que contemplaba los ojos más verdes que había visto jamás. De acuerdo, ignoraba si Myriam Santini sabría mucho de automóviles. Pero contratar a aquella mujer para que diera la bienvenida a los clientes era, sin duda, todo un acierto por su parte. No era exactamente guapa, pero tenía esa clase de rostro que uno siempre miraba dos veces. No se trataba de algo meramente físico, sino de cierto brillo especial que emitían sus ojos. Un brillo... vivo.
— ¿Puedo ayudarlo? —preguntó Myriam al cabo de algunos segundos.
Víctor parpadeó y recordó a qué había ido allí. A averiguar si el «mecánico milagroso» del que le habían hablado los muchachos era apto para trabajar en su automóvil. Y para ello tendría que conocer a Myriam Santini. Siempre podía intimar con el comité de bienvenida más tarde.
—No lo creo —dijo—. Quisiera ver a Myriam Santini.
Ella exhaló una bocanada de aliento que agitó unos cuantos mechones de su cabello negro. Luego respondió:
—La tiene delante.
Imposible.
— ¿Usted? —inquirió Víctor, recorriéndola de arriba abajo con la mirada y apreciando su constitución esbelta—. ¿Usted es mecánico?
Myriam se retiró el cabello de la cara cuando el viento se lo echó sobre los ojos.
—Sí, soy el mecánico de este taller.
— ¿Usted es Myriam Santini? —cuando los muchachos le hablaron de una mujer mecánico, se había imaginado algo más parecido a una cantante alemana de ópera. Brunilda.
Ella agachó la mirada, se desabrochó un poco más la cazadora y luego volvió a mirarlo.
—Eso pone en mi camiseta.
—Pues no tiene pinta de serlo —observó Víctor, y se preguntó lo buena que sería si ni siquiera tenía grasa debajo de las uñas. ¿Qué hacía? ¿Ponerse guantes blancos para cambiar los aceites?
— ¿Acaso esperaba a una gigantona embadurnada de grasa? —Myriam cruzó los brazos sobre el pecho, y Víctor se esforzó por no fijarse en la curva de sus senos. Estaba hablando con un mecánico, por el amor de Dios. ¡Los senos no pintaban nada allí! —Lamento haber defraudado sus expectativas —comentó ella—, pero soy una profesional muy buena.
—Parece muy segura de sí misma.
—Tengo motivos para parecerlo —musitó Myriam—. Me paso la mitad del tiempo probando mi valía ante hombres como usted.
— ¿Ante hombres como yo? ¿A qué se refiere?
—Me refiero a los que piensan que una mujer no puede saber más de coches que un hombre.
—Eh, espere un momento —Víctor se cruzó de brazos y la miró con severidad. Nadie lo acusaba de machista y se quedaba tan tranquilo. Diablos, él trabajaba con mujeres diariamente. Todas ellas eran excelentes marines. No tenía necesariamente problemas con los mecánicos que fueran mujeres. Tenía problemas con cualquier mecánico que arreglara su coche. Demonios, lo habría reparado personalmente si no tuviera tanto trabajo en la base.
—No —lo interrumpió ella—. Espere usted un momento —meneó la cabeza y alzó ambas manos—. Usted ha venido a mí. Yo no lo he perseguido para que me permita trabajar en su coche.
—Cierto —dijo él.
—Entonces, ¿ha cambiado de opinión?
—Todavía no lo sé.
—Bueno —repuso Myriam—, ¿por qué no lo averiguamos? —avanzó con rapidez hacia el Mustang que Víctor había estacionado en la esquina.
Él la siguió de cerca.
— ¿Es usted así de encantadora con todos los clientes?
—Sólo con los testarudos —respondió ella por encima del hombro.
—Me sorprende que aún siga en el negocio —musitó Víctor, intentando deliberadamente apartar la mirada del contoneo de su trasero.
—No seguirá tan sorprendido cuando haya arreglado su coche.
Si no supiera lo contrario, Víctor habría jurado que aquella mujer era marine. Myriam no quería ni pensar en las veces que había repetido aquella misma conversación. Desde que se hizo cargo del taller de su padre, hacía dos años, todos los clientes que entraban en el establecimiento la habían mirado con la misma expresión de incredulidad. Ya hacía tiempo que había dejado de resultarle divertido.
Entonces, ¿por qué lo estaba disfrutando ahora?, se preguntó.
Se detuvo junto al Mustang y alzó la mirada hacia los enormes ojos negros de Víctor. Una reacción completamente femenina se adueñó de la boca de su estómago, y ella la reprimió de inmediato. Por favor, ya había visto hombros anchos y mandíbulas fuertes con anterioridad. En silencio, se recordó a sí misma que él había acudido allí en busca de un mecánico... no de una mujer.
—A ver si lo adivino. Nunca ha visto una mujer mecánico.
—No últimamente.
Había que reconocerlo. Se estaba recuperando de la sorpresa con mucha más rapidez que la mayoría de sus clientes. Pero, bueno, se dijo Myriam, aquel hombre era superior a la media... en todo. Tenía hombros más anchos que la mayoría, complexión más musculosa, piernas más esbeltas, mandíbula firme y cuadrada, y unos penetrantes ojos negros que parecían capaces de verla por dentro. Lo cual, se dijo con un suspiro interior, solían hacer la mayoría de los hombres. Aunque, en honor a la verdad, Myriam había aprendido que los hombres no veían a su mecánico como una posible candidata a una aventura amorosa.
—Siempre hay una primera vez para todo, sargento —dijo.
Víctor enarcó las cejas, y Myriam apenas consiguió reprimir la sonrisa ante su sorpresa.
— ¿Cómo ha sabido que soy sargento? —inquirió él.
En realidad, no era difícil para alguien que había crecido en Bayside. Con Camp Pendleton a menos de un kilómetro y medio, el pueblecito siempre estaba lleno de marines. Eran fáciles de reconocer, incluso vestidos de paisano.
—No es tan difícil —contestó Myriam, disfrutando de su sorpresa—. Lleva el corte de pelo reglamentario... —hizo una pausa y señaló su postura—. Además, está puesto como si alguien acabara de gritar « ¡descansen!».
Víctor arrugó la frente, advirtiendo que tenía los pies muy separados y las manos colocadas en la espalda. Cambió deliberadamente de postura.
—Y en cuanto al rango —prosiguió ella con una sonrisa—... es demasiado mayor para ser un soldado raso y demasiado orgulloso para ser cabo, pero no lo suficientemente arrogante para ser un oficial. Por lo tanto —concluyó con una leve inclinación—, sargento.
Impresionado y divertido a despecho de sí mismo, Víctor asintió.
—Sargento primero, en realidad.
—Tomo nota de la corrección —Myriam contempló sus ojos negros y percibió lo que por un momento pensó que podía ser interés. No. Probablemente sería algo instintivo, se dijo. Un hombre como aquel estaría, sin duda, acostumbrado a flirtear con las mujeres. Con todas las mujeres—. Bueno —dijo al fin, dominando mentalmente sus hormonas—. ¿Cuál es el problema?
—Usted es el mecánico —la desafió Víctor—. Dígamelo usted.
Un estallido de irritación la recorrió por dentro. Debería estar acostumbrada a aquello. Él no era el primero, ni sería el último, en probar sus conocimientos antes de confiarle su querido coche. Aunque una vez que arreglaba un automóvil, admitió Myriam con orgullo, éste quedaba bien arreglado. Tal era la explicación de que contara con una clientela fiel.
— ¿Por qué será —inquirió— que los hombres pueden ganarse la vida diseñando moda, y ser respetados, mientras que una mujer mecánico ha de hacer milagros para demostrar su valía? —él abrió la boca para contestar, pero Myriam siguió hablando—. ¿Crees usted que alguien obliga a Calvin Klein a enhebrar una aguja antes de contratar sus servicios?
Víctor negó con la cabeza.
—No. Pero si el viejo Calvin cose un dobladillo torcido, el vestido no sirve, ¿verdad?
De acuerdo, quizá no le faltara razón.
—Muy bien —dijo Myriam, rindiéndose a lo inevitable—. Demos una vuelta para probarlo, ¿quiere? ¿Las llaves? —extendió la mano, y él se quedó mirándola durante un largo momento, antes de alzar la cabeza para mirarla a los ojos.
— ¿Qué tal si conduzco yo? —propuso.
—Ni hablar —Myriam meneó la cabeza y lo miró comprensivamente, aunque sin ceder en su postura—. Tengo que conducirlo personalmente para sentir su funcionamiento —explicó—. Además, al final tendrá que dejarlo a mi cuidado, ¿no?
Su sonrisa rebosaba confianza y era demasiado atractiva. Víctor depositó las llaves en su palma extendida. Tras deslizarse en el asiento del pasajero, observó cómo ella se ponía el cinturón de seguridad y luego colocaba la llave en el contacto. El Mustang empezó a rugir, lleno de vida.
Víctor giró la cabeza hacia el taller, aún abierto.
— ¿Piensa usted dejar...?
—Chist —lo acalló Myriam frunciendo el entrecejo.
Él se sorprendió tanto, que obedeció. Hacía mucho tiempo que nadie lo mandaba callar. Ladeando la cabeza hacia el motor, Myriam cerró los ojos y escuchó con la concentración de un médico que sostuviera un estetoscopio sobre el pecho de un paciente. Al cabo de unos momentos, volvió a abrir los ojos, se retrepó en el asiento y puso la primera.
— ¿Qué me decía?
— ¿No piensa cerrar el taller?
—No tardaremos mucho —respondió Myriam con un rictus burlón. Luego miró por encima de su hombro izquierdo, pisó el acelerador y se alejó con velocidad suficiente para enviarlos al espacio.
Víctor se apretó contra su asiento mientras ella conducía como si estuviera participando en una carrera. Las angostas calles del pueblo costero aparecían abarrotadas de compradores y turistas. Víctor hizo una mueca conforme Myriam se abría paso hábilmente a través del tráfico. Adelantó a un autobús y luego giró hacia una estrecha calle de sentido único.
Un par de personas la saludaron con la mano al verla pasar, y ella les sonrió en respuesta, sin apartar los ojos de la carretera. Manipulaba la palanca de cambios, el freno y el acelerador como una concertista de piano, y Víctor se sorprendió a sí mismo mirando sus largas piernas conforme sus pies se movían y danzaban sobre el suelo del automóvil.
Al estar bajada la capota, el aire del océano los azotó, revolviendo salvajemente el cabello negro de Myriam. Era la primera vez que Víctor iba en un descapotable con una mujer que no estuviera lamentándose por su peinado ni suplicándole que alzara la capota. Myriam dobló por la siguiente esquina prácticamente sobre dos ruedas y pasó rauda por entre dos vehículos. Al frente, el semáforo ya cambiaba de verde a rojo, sin la transición del ámbar, y ella pisó el freno. Víctor salió proyectado hacia delante, agradeció al cielo la existencia de los cinturones de seguridad y apretó los dientes.
—Tiene una válvula suelta —dijo ella mirándolo.
— ¿Qué? —preguntó él, intentando desbloquear su mandíbula.
—El motor —explicó Myriam—. Se nota al pisar el acelerador. Tarda un poco en reaccionar.
—Tienes razón —reconoció él tuteándola, y luego se frotó el tenso cuello—. Pero no entiendo cómo has podido notarlo, conduciendo a la velocidad de la luz.
Ella se echó a reír, y maldito si no disfrutó con el sonido de su risa. Antes de que Víctor pudiera decirlo, sin embargo, el semáforo volvió a ponerse en verde y Myriam arrancó de nuevo. La gente, los coches y el paisaje pasaban veloces por su lado, semejando un colorido borrón. Víctor se agarró al brazo del asiento con tal fuerza, que pensó que desgarraría la tapicería de vinilo.
Unos cuantos segundos más tarde, Myriam aparcó el coche delante del taller, apagó el motor y dio una cariñosa palmadita sobre el salpicadero.
—Buen coche —dijo.
Él inhaló profundamente, agradecido de haber sobrevivido a la experiencia. Diablos, había estado en zonas de combate donde se había sentido más optimista sobre las esperanzas de supervivencia. Ahora que aquel frenético paseo había terminado, se giró por fin hacia Myriam y la miró boquiabierto.
—Conduces como una maníaca.
Ella esbozó una sonrisa burlona, claramente sin sentirse ofendida.
—Eso solía decirme mi padre.
—Un hombre inteligente —Víctor consiguió sonreír—. ¿Qué tal si trato con él?
Myriam se puso muy seria.
—Ojalá pudieras. Pero falleció hace dos años.
—Oh. Lo siento —Víctor percibió el eco de dolor que se reflejaba en su voz, y comprendió que ella aún lo añoraba.
—No podías saberlo —respondió Myriam—. Bueno —añadió—, ¿quieres que arregle esta ricura o no?
Localizar un problema y saber solucionarlo eran dos cosas muy distintas. Además, si sus habilidades como mecánico eran tan temerarias como su forma de conducir, aceptar sólo podía entrañar problemas.
— ¿Cómo sé que puedes arreglarlo?
Myriam apoyó un brazo en el volante y se giró para mirarlo.
—Supongo que no puedes saberlo de antemano, sargento. Tendrás que correr el riesgo.
—Acabo de correr bastantes riesgos para toda una vida.
La sonrisa de ella se ensanchó.
—Creía que a los marines os gustaba arriesgaros de vez en cuando.
—Nena, me alegro de que no seas conductora de tanques.
—Yo también —dijo Myriam, y luego agregó: —Aunque me gustaría probar algún día.
Víctor emitió una efímera risotada.
—Seguro que sí.
Si no se andaba con cuidado, aquella mujer podía llegar a gustarle. Aunque era una mujer poco habitual, desde luego. Nada de coqueteos evidentes. Nada de risitas tímidas. Simplemente confianza en sí misma y una actitud arrojada. Poseía una estupenda risa, ojos sorprendentes y una figura capaz de fundir incluso los casquetes polares.
— ¿Y bien? ¿Vas a confiarme tu coche?
Un brillo desafiante iluminaba sus ojos, y él reaccionó automáticamente. ¿Qué marine no lo hubiera hecho?
—De acuerdo, cirujano de automóviles —respondió—. El trabajo es tuyo.
Myriam asintió con la cabeza.
—Pasa al taller. Rellenaré la ficha.
Él la observó mientras se apeaba del Mustang, con las mejillas enrojecidas, los ojos brillantes, sus largos y esbeltos miembros llevándola a grandes zancadas hacia la oficina. Y Víctor comprendió que jamás volvería a pensar en los mecánicos de la misma manera.

Espero sus comentarios.

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Mensaje  Marianita Miér Nov 09, 2011 12:47 am

Ahhh jajaja está genial, síguele niña y gracias por traernos novelita nueva!!! Un Ferviente Deseo Maureen Child  388331
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Mensaje  jai33sire Miér Nov 09, 2011 12:26 pm

Capítulo 2

Myriam sentía su mirada tan inequívocamente como podía haber sentido su contacto. Al pensarlo, un estremecimiento de anticipación le recorrió la columna, mientras un rincón aún racional de su mente le decía que lo olvidara. Los hombres como él nunca se sentían interesados por mujeres como ella. Oyó cómo la portezuela del coche se abría y luego se cerraba. El suave crujido de sus pisadas en el sendero de grava anunció su inminente proximidad.
Ella se notó la boca seca. Era ridículo. Ya era demasiado mayor para sentir mariposas en el estómago sólo porque un hombre la mirara dos veces. Un hombre guapísimo, matizó para sí. Se colocó detrás del mostrador, tomó un bolígrafo y empezó a rellenar la ficha. Él entró en el despacho y se situó justamente delante de ella.
—Bueno —dijo Myriam con un tono que, esperaba, resultase convincentemente profesional—. Necesito tu nombre, tu dirección y un teléfono de contacto.
Víctor asintió al tiempo que le quitaba el bolígrafo de la mano, rozándole levemente los dedos. Ella notó un hormigueo en la piel, y se estremeció como si de repente la hubiera asaltado una descarga de electricidad estática.
— ¿Cuánto tiempo tardarás? —Inquirió él mientras rellenaba la ficha—. Necesito el coche.
Ah, se dijo ella, definitivamente era más seguro ceñirse a los negocios.
—Como todos —observó—. Pero ahora estoy bastante descongestionada de trabajo. No tardaré más de un par de días.
Víctor la miró.
— ¿Haces todo el trabajo tú sola?
¿Aún seguía esperando que un hombre supervisara la reparación?
—Sí, yo sola —respondió Myriam un poco a la defensiva—. Bueno, si exceptuamos a Tommy Doyle, que viene tres tardes en semana. ¿Te preocupa eso?
—Depende. ¿Quién es Tommy Doyle? ¿Va a trabajar él en mi coche?
—Tommy tiene dieciséis años, y no, no va a trabajar en tu coche —Myriam señaló la puerta abierta del taller—. Suele encargarse de la limpieza de los automóviles y me echa una mano ocasionalmente.
La expresión de Víctor decía claramente: «Que ese chico no se acerque a mi coche».
—Mira, sargento...
—Llámame Víctor.
—Mira, Víctor, puedo arreglar tu Mustang. Si lo dejas aquí, te dejaré un coche durante un par de días.
Él enarcó una ceja.
— ¿Un coche?
—Sí —confirmó Myriam, sabedora de que él pensaría que un negocio tan pequeño como aquél no podía permitirse el lujo de prestar automóviles a los clientes mientras durasen las reparaciones—. Puedes llevarte el Bug que hay fuera.
Víctor miró por encima del hombro el desvencijado Volkswagen. Tenía la carrocería llena de bollos y la pintura desgastada en algunas zonas. Myriam advirtió su expresión y trató de reprimir una sonrisa.
—No es una belleza —admitió—, pero te servirá para ir y venir de la base.
— ¿Me servirá también para ir a un restaurante? —inquirió Víctor mirándola de nuevo.
—Te llevará a donde tú quieras —aseguró ella—. Aunque quizá los botones del Five Crowns no quieran aparcarlo por ti.
Sólo pensar en su pobre Bug cruzando la elegante entrada del mejor restaurante de la costa le arrancó una sonrisa. Pero dicha sonrisa se desvaneció cuando Víctor volvió a hablar.
—Pensaba más bien en una cafetería por la que he pasado al venir hacia aquí... Siempre y cuando aceptes una invitación a almorzar.
Myriam notó que el estómago le daba un vuelco, y no le gustaba la sensación. Prefería tener el control de la situación. Y mientras fuera simplemente Myriam, el mecánico, lo tendría. Los hombres no solían mirar más allá de sus habilidades con las herramientas para buscar a la mujer que había detrás. Y ahora que por fin había ocurrido, no sabía muy bien cómo reaccionar. De modo que hizo lo que le pareció más natural... Bromear.
— ¿A las tres de la tarde? —Esbozó una sonrisa fingida para que Víctor no supiera que se tomaba en serio su ofrecimiento—. Un poco tarde para almorzar.
—Y demasiado temprano para cenar —convino él—. Pero nos servirán algo de todos modos.
—Eh... gracias —dijo ella, meneando la cabeza al tiempo que tomaba la ficha—, pero tengo trabajo que hacer. Además, no salgo...
— ¿Con marines? —concluyó Víctor por ella.
—Con clientes —corrigió Myriam, aunque podría haberle dicho que la frase no precisaba ser concluida. Ella no salía... con nadie. Y punto. De hecho, no podía recordar la última vez que había salido de veras con un hombre.
No. Un momento. Eso no era cierto. Sí que podía recordarlo. Simplemente había hecho un esfuerzo consciente por olvidar la experiencia. Como cualquier mujer cuerda en su situación. Sucedió hacía dos años, antes de que su padre falleciera. Y la velada había terminado temprano, cuando al coche de su acompañante se le pinchó un neumático. Él no sabía cambiarlo y quiso llamar al servicio de ayuda en carretera. Sin embargo, como ya llegaban con retraso al cine, Myriam optó por cambiarlo ella misma. A juzgar por la expresión de su acompañante, mientras se detenía frente a su casa quince minutos más tarde y prácticamente la echaba del coche, había cometido un pecado equivalente al de una chica que vapuleara a un matón que se hubiera metido con su novio.
—Bueno —dijo Víctor con una de sus lentas sonrisas—, pues tendremos que esperar a que mi coche haya salido del taller y yo ya no sea cliente tuyo.
¿A qué se debía aquel empeño?, se preguntó Myriam. Durante el paseo de prueba, había parecido propenso a estrangularla. Y ahora era todo invitaciones y sonrisas. ¿Por qué? ¿Y por qué el brillo de sus ojos la ponía tan nerviosa? Dios. Crecer encerrada en un taller con su padre no la había preparado para los juegos amorosos entre hombres y mujeres.
— ¿Trato hecho? —preguntó él.
Se salvó del trance de tener que contestarle gracias al ruido de un coche que acababa de detenerse en la entrada. Myriam miró por encima del hombro de Víctor y casi exhaló un suspiro de alivio. La caballería había llegado. Gina, su hermana menor, siempre monopolizaba las conversaciones cuando había hombres de por medio. Gina se apeó de su utilitario, cerró la portezuela y se encaminó por el sendero de grava hacia el taller. Vestida con tejanos blancos, una camiseta verde y sandalias, parecía un anuncio ambulante de ropa veraniega en plena época navideña. Tenía el cabello castaño y cortó, peinado en forma de descuidados rizos que, según sabía Myriam, tardaba como mínimo una hora en hacerse. Los ojos de Gina se iluminaron con descarado interés cuando vio al sargento.
—Hola, Myriam —dijo sin mirar siquiera a su hermana—. He venido a decirte que nos perderemos las mejores ofertas si no cierras temprano.
¡Estaba salvada! Olvidó que había prometido llevar a su sobrino a hacer las compras de Navidad. Agradecida por una excusa para deshacerse de Víctor Garvey, dijo:
—Muy bien. Estaré lista enseguida.
— ¿No vas a presentarnos? —ronroneó Gina, olvidándose al parecer de las prisas por marcharse. Ni siquiera se molestó en esperar que los presentaran. Tras acercarse a Víctor, extendió la mano y dijo—: Gina Santini. ¿Y usted es...?
—Víctor Garvey —él le tomó la mano brevemente y le dedicó una distraída sonrisa.
—Es marine, ¿verdad? —inquirió Gina sonriendo.
—Exacto —a Víctor no le sorprendió que hubiera adivinado su oficio con tanta facilidad como su hermana.
Una parte de Myriam observó con envidia cómo Gina ponía en práctica todos sus encantos. La verdad, ignoraba cómo su hermana, dos años menor que ella, se las arreglaba. Para Gina, coquetear era algo tan natural como respirar. Con los ojos entornados, tocó levemente el brazo de Víctor y se echó el cabello hacia atrás con un sutil movimiento. Al mismo tiempo, emitió una risita musical que flotó durante unos segundos en el aire. Myriam había visto a Gina coquetear cientos de veces en el transcurso de los años, y siempre había disfrutado observando cómo al desdichado blanco de sus intenciones se le trababa la lengua. Pero, por algún motivo, no deseaba ver a Víctor Garvey convertido en un pobre ejemplar de macho babeante. De hecho, por primera vez, Myriam sintió una sorprendente punzada de rencor hacia las maniobras de su hermana.
Verdaderamente, la chica debería ejercer un poco más de autocontrol. ¿De veras tenía que hacer una conquista allá donde fuera? Al menos, se dijo Myriam, el sargento no tendría que fingir interés en ella. ¿Quién tendría que fingir nada ante los encantos, más que obvios, de Gina? Pero de nuevo Víctor se las arregló para sorprenderla. Lejos de sucumbir ante Gina, el sargento no dejaba de mirarla... a ella.
Una leve oleada de placer femenino la envolvió. Y cuando sostuvo la firme mirada de Víctor, ese placer se incrementó y la llenó de calor por dentro. Dios bendito, tenía unos ojos asombrosos. Y el resto de su cuerpo tampoco estaba nada mal.
Cuando Gina hizo una pausa para respirar, Víctor dijo:
—Si me das las llaves del coche, te dejaré el mío y así podréis ir de compras.
—De acuerdo —Myriam se dijo que debía avergonzarse de sí misma. En parte, estaba disfrutando del desconcierto que experimentaba Gina al ser ignorada. Sonriendo, abrió un cajón y extrajo un juego de llaves.
Al tomar las llaves, Víctor le arrastró las yemas de los dedos por la palma de la mano, enviando una nueva descarga eléctrica a sus terminaciones nerviosas. Myriam cerró el puño con fuerza e intentó ignorar la sensación. No resultaba fácil. Sonriendo como si supiera lo que ella sentía, él dejó sus propias llaves en el mostrador.
— ¿Cuidarás bien de mi coche?
¿De veras contenía su voz aquella nota tan íntima? ¿O acaso ella estaba percibiendo algo que no existía en realidad? Decantándose por lo segundo, y luchando por mantener su imaginación bajo control, Myriam bromeó:
—Le cantaré una nana todas las noches y lo arroparé personalmente.
Víctor enarcó las cejas y esbozó una sonrisa sesgada.
—Un coche afortunado.
Myriam notó que el estómago le daba un nuevo vuelco. Oh, por el amor de Dios...
— ¿Dentro de dos días? —inquirió él.
—Eh... sí. Dentro de dos días.
—Te veré entonces —tras darse media vuelta, Víctor pasó junto a Gina y la saludó inclinado ligeramente la cabeza. A continuación se detuvo, miró a Myriam y dijo—: Piensa en lo del almuerzo.
Mientras se dirigía lentamente hacia el Volkswagen, Gina se situó junto a su hermana. Ambas observaron cómo arrancaba el pequeño coche y enfilaba la carretera que lo llevaría de vuelta a la base.
— ¿Almuerzo? —preguntó Gina.
—Sí.
— ¿Te ha invitado a almorzar?
Lo dijo en el mismo tono en que hubiera podido preguntarle: « ¿Dices que te han secuestrado unos alienígenas?».
—Sí, me ha invitado a almorzar —Myriam se giró y miró con rabia a su hermana—. ¿De veras te resulta tan difícil de creer?
—Por supuesto que no —contestó Gina al tiempo que le daba una palmadita en la espalda—. Aceptarás, ¿verdad?
—No.
— ¿Por qué no? Es muy guapo.
—Es un cliente.
—No seas anticuada —Gina avanzó hasta el extremo del mostrador, abrió un cajón y sacó una de las chocolatinas que Myriam guardaba allí. Mientras le quitaba el envoltorio, musitó—: Tienes que empezar a vivir de verdad.
—Ya vivo de verdad, gracias —repuso Myriam conforme cerraba las puertas del taller. Luego acompañó a su hermana al exterior y se dirigió hacia el coche de Víctor para guardarlo en el garaje. Al salir, comprobó que Gina seguía hablando.
—Bueno, pues entonces necesitas gafas. ¿No viste el modo en que te miraba?
—Tenía que mirarme para hablar —contestó Myriam en tono cortante—. Es de simple educación.
—La educación no tenía nada que ver con esa mirada.
—Basta ya, Gina.
— ¿Y a mí, en cambio? —Gina mordió la chocolatina y agitó una mano en el aire—. Diablos, le dirigí mi sonrisa más seductora, incluso batí mis adorables pestañas, y él como si yo no existiera.
Myriam sonrió y meneó la cabeza.
—Que te ignorase no quiere decir que estuviera interesado en mí.
—Cariño —dijo Gina—, cualquier hombre que te mire de esa manera no está mostrando simplemente educación.
Myriam notó un efímero estallido de placer al pensar en ello. Pero sólo tardó unos segundos en relegarlo al olvido. No volvería a jugar a ese juego nunca más. A convencerse de que un hombre estaba interesado en ella. A permitirse sueños románticos y fantasías atrevidas, para luego recoger su corazón del suelo del taller, hecho pedazos, cuando la realidad se impusiera. No, gracias. Ya había pasado por aquello. Los recuerdos de pasados sufrimientos y desengaños seguían siendo muy vividos en su memoria.
—Sinceramente, Myriam, ¿no te gustan los hombres?
— ¿Cómo no van a gustarme?
—Entonces, por el amor de Dios, haz un esfuerzo.
— ¿Qué quieres que haga, hermanita? ¿Que golpee a uno con una llave inglesa en la cabeza y lo introduzca a rastras en el taller?
—Una mujer siempre hace lo que debe hacer.
—Gina —dijo Myriam mientras conectaba el sistema eléctrico de alarma y echaba la llave—, déjalo estar, ¿quieres? Soy feliz así. Lo creas o no, no hace falta un hombre para que la vida de una mujer sea completa.
—Pero nunca está de más —murmuró Gina mientras terminaba de comerse la chocolatina y se guardaba el envoltorio en el bolsillo del pantalón.
Desde luego que sí, se dijo Myriam. El sufrimiento sí estaba de más. Cada vez que aceptaba correr el riesgo, sólo para verse aplastada por el puño implacable del amor, había sufrimiento.
—No hay nada... —hizo una pausa para enfatizar la afirmación—. Repito, no hay nada entre nosotros. El sargento sólo quiere que le arreglen el motor.
Las cejas de Gina se agitaron conforme dejaba escapar una risita picara.
—Y seguro que tiene un buen motor.
Pasaron unos segundos antes de que Myriam se echase a reír.
—Dios santo, chica —dijo meneando la cabeza—. Tómate una píldora. Tus hormonas vuelven a estar revolucionadas.
—Mejor revolucionadas que estancadas.
—Mis hormonas están perfectamente. Aunque te agradezco tu preocupación.
—A veces, Myriam —dijo Gina pensativamente mientras caminaban hacia el coche—, me pregunto si tienes hormonas.
Oh, sí que las tenía, se dijo Myriam mientras salían del sendero de entrada y se dirigían a casa. En aquellos momentos, de hecho, sus hormonas estaban en pie de guerra y gritando como locas. Pero tenía mucha práctica a la hora de domarlas, y no dudaba que volvería a hacerlo de nuevo. Aunque Víctor Garvey suponía un reto mayor que los que había tenido que afrontar hasta entonces.
—Anímate, hermanita —exclamó Gina entre risas—. ¡Quizá Santa Claus te deje este año un marine!
Víctor cruzó la puerta de entrada, saludó a los guardias y pasó por alto sus risitas disimuladas. De acuerdo, el Volkswagen tenía una pinta espantosa. Pero el motor ronroneaba tan suavemente como un gatito. Qué mujer tan sorprendente. No sólo lo excitaba físicamente, sino que además entendía de coches. Myriam Santini podía llegar a caerle muy bien.
Pero, ante aquel pensamiento, una serie de alarmas se dispararon en su mente. Tener una aventura bonita y mutuamente satisfactoria era una cosa. Y otra muy distinta sentir algo profundo por alguien. Víctor no quería que Myriam le cayera bien. Era suficiente con desearla. Decididamente, ella se sentía atraída por él. ¿Y acaso tenía algo de malo una relación intensa, satisfactoria y temporal?
Camp Pendleton podía ser su hogar durante los siguientes tres años, más o menos. Después volverían a trasladarlo. Estaba decidido a no encariñarse con una mujer hasta el punto de que le resultara difícil marcharse de su lado. Porque Víctor siempre se marchaba. Una de las cosas que más le gustaban del ejército era el hecho de que los tipos sin raíces, como él, encajaban a la perfección. En los marines no había sitio para raíces de ninguna clase. Uno llegaba, hacía su trabajo y se iba. En general, era un buen modo de vivir la vida. Ver mundo y no permanecer en un sitio el tiempo suficiente para darse uno cuenta de que no encajaba en él.
Apartando de su mente tales pensamientos, Víctor giró el volante y se dirigió hacia los barracones. Pasó junto a un restaurante de comida rápida, una pequeña iglesia y un campo de baloncesto donde una docena de críos correteaban sobre el asfalto. En el invernal crepúsculo, las multicolores luces navideñas parpadeaban en los tejados, las ventanas y las desnudas ramas de los árboles.
Otra vez Navidad. La única época del año en que Víctor envidiaba a sus compañeros casados. Pero aquella época pronto pasaría, igual que sus breves momentos de añoranza de algo más en la vida. Tras aparcar el coche, se apeó y se dirigió hacia su apartamento. Un apartamento similar a los muchos que había ocupado en los anteriores quince años. Antes de que pudiera abrir la puerta, su vecino, el sargento Mike Coffey, salió y, mirando hacia el Volkswagen, dijo:
—Veo que encontraste el taller de Santini.
—Reconoces el coche, ¿verdad?
—Diablos, sí —Mike esbozó un rictus burlón—. A mí me lo dejó el mes pasado.
Mientras se guardaba las llaves en el bolsillo, Víctor ladeó la cabeza y miró a su compañero.
— ¿Y cómo es que no me dijiste que tu Mecánico Milagroso era una mujer muy atractiva?
— ¿Muy atractiva? —Inquirió Mike encogiéndose de hombros—. A decir verdad, nunca me he fijado.
¿Cómo podía no haberse fijado en aquellos ojos verdes, en los sugestivos hoyuelos de sus mejillas? ¿Era Coffey ciego o él estaba loco?
—Su físico es lo que menos importa —seguía diciendo Mike—. Es un genio con los coches.
Mmm. Quizá a Mike no le importase, pero Víctor aún seguía viéndola con los ojos de su mente.
—Más vale que lo sea —dijo.
Mike se echó a reír.
—No te preocupes. Tu Mustang está perfectamente a salvo.
¿Que no se preocupara? Diablos, Víctor era extremadamente melindroso en lo tocante a su coche. Pero recordó la confiada sonrisa de Myriam y la concentración de su rostro mientras escuchaba el ronroneo del motor. Tenía la sensación de que Mike estaba en lo cierto. No debía preocuparse. Al menos, en lo que respectaba al coche.
—Créeme —insistió Mike—. Cuando Myriam haya reparado tu Mustang, no querrás que ningún otro mecánico vuelva a tocarlo —se despidió con la mano y regresó a su apartamento.
Víctor permaneció allí, en medio de la creciente oscuridad, durante largos momentos, pensando en las manos de Myriam Santini. Fuertes, esbeltas, delicadas, capaces. Y tuvo que admitir que no era sólo su coche lo que deseaba que ella tocara.

Espero sus comentarios.

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Mensaje  alma.fra Miér Nov 09, 2011 4:08 pm

Muchas gracias por los capitulos, muy buen inicio
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Mensaje  Dianitha Miér Nov 09, 2011 5:31 pm

graciias por el cap niiña
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Mensaje  jai33sire Vie Nov 11, 2011 12:27 pm

Capítulo 3
¿Podía de veras matar a su hermana en mitad de la cena? Claro que podía, se dijo Myriam en silencio. Pero alguien se daría cuenta.
—Estoy hablando de un auténtico bombón —dijo Gina con énfasis al tiempo que se dejaba caer en la silla, frente a la mesa—. De veras, si no fuera marine, podría ser modelo o algo por el estilo.
Myriam apretó los dientes, dejó la fuente de ensalada en la mesa y se dirigió a su sitio. No debería haber aceptado la invitación de cenar con la familia aquella noche. Debió imaginar que Gina aún seguiría hablando de Víctor Garvey. Demonios, no había dejado de hablar de él en toda la tarde. Ni siquiera mientras hacían las compras, en unos grandes almacenes atestados de gente, se había callado. Con un suspiro mental, Myriam pensó con añoranza en la paz y la tranquilidad de su apartamento, situado encima del taller.
—Ya te hemos entendido, querida —dijo Maryann Santini sonriendo a su hija menor—. Es guapo.
—Más que guapo —corrigió Gina, y miró de reojo a Myriam—. ¿A ti no te lo parece?
De haber tenido la oportunidad, que no tuvo, Myriam habría dicho muchas cosas. Como, por ejemplo, que no era guapo en el sentido tradicional de la palabra, pero poseía una fuerza interior que la atraía... a ella y, por lo visto, también a Gina. Pero lo único que dijo fue:
—Creo que tú ya has dicho bastante al respecto.
Lejos de mostrarse cohibida, Gina sonrió burlona.
—Lo único que digo es que es un pedazo de hombre, y que miraba a Myriam como si fuera el último filete de la parrilla.
—Te agradezco mucho la espléndida comparación.
Pero Myriam no podía sino pensar que Gina había visto demasiadas películas. Aunque por una parte deseaba creer que el sargento estaba interesado en ella, otra parte más racional de su mente le recordó que no era la clase de chica que buscaban los hombres. Al contrario, era la clase de chica con la que los hombres hablaban de otras chicas.
— ¿De modo que es un joven agradable? —inquirió la madre, arqueando las cejas mientras miraba con atención a su hija mediana.
Myriam reprimió un suspiro. Aunque el hombre en cuestión pareciera una gárgola, a su madre no le importaría con tal que fuese «agradable». A Maryann Santini le gustaba un buen romance más que ninguna otra cosa. Y, para Myriam, lo único peor que tener que sobrellevar su propia frustración amorosa era saber que su madre había abandonado toda esperanza de que encontrase novio. Según su madre, el feminismo era bueno y positivo, pero nunca debía reemplazar al matrimonio y a los hijos.
—Por el amor de Dios —exclamó Myriam—, ¿cómo voy a saber si es agradable? Acabo de conocerlo —dijo lanzando a su hermana una mirada cargada de intención—. Sólo voy a arreglar su coche. Eso es todo. Fin de la historia.
Gina emitió un resoplido.
—Pero parece haberse prendado de ti —objetó Maryann.
—Según dice Gina —Myriam deslizó de nuevo la mirada hacia la menuda chica castaña sentada en el otro extremo de la mesa. Un homicidio justificado. Ningún jurado la condenaría nunca.
—Gina entiende mucho de estas cosas —dijo Maryann, dirigiendo a su hija menor una sonrisa de aprobación.
Lo cual quería decir, por supuesto, que Gina sabía cómo atraer la atención de los hombres. Algo que Maryann había desistido de enseñarle a Myriam hacía ya años. Al parecer, no obstante, la esperanza nunca moría del todo.
—Nadie ha pedido mi opinión —terció con calma Ángela, la mayor de las hermanas Santini—, pero ¿qué más da que ese hombre esté o no interesado? Es evidente que Myriam no lo está.
—Gracias —dijo Myriam sorprendida, pero agradecida por el apoyo—. Por fin una voz razonable.
—Además —prosiguió Ángela mientras le servía un vaso de leche a su hijito, Jeremy—, es muy posible que Gina se equivocara. Cuando está trabajando, Myriam no encarna precisamente el ideal de belleza con el que sueñan los hombres. Con tanta grasa y tanta suciedad... ¿Qué hombre se molestaría en mirar más allá de la simple apariencia?
Bueno, gracias otra vez, pensó Myriam, aunque no lo dijo en voz alta.
—Eso tiene solución —dijo con desenfado—. Me pondré uno de tus viejos trajes de fiesta la próxima vez que arregle un carburador. Ah, y quizá también una diadema. Imagínate cómo brillarán los diamantes bajo las luces fluorescentes.
—Muy graciosa —murmuró Ángela.
—A mí me gusta tía Myriam tal como es —opinó Jeremy.
Myriam le sonrió y le hizo un guiño.
— ¿Te he dicho últimamente que eres mi niño de ocho años favorito?
—Sí —contestó el pequeño—. Pero creo que deberías decírselo a Santa Claus, para que también él lo sepa.
—Eso está hecho, amiguito —dijo Myriam. Aunque le resultaba algo triste que su más ardiente admirador masculino fuera su sobrino, obvió rápidamente aquella punzada de tristeza.
Su madre y sus hermanas siguieron hablando, pero ella dejó de prestarles atención. Lo que ellas pensaran no importaba, se dijo mientras trataba de concentrarse en la cena. Pero sí que importaba, desde luego. Siempre había importado. Era tanto la bendición como la maldición de formar parte de una familia unida. Myriam miró los conocidos rostros sentados a la sólida mesa de caoba que había estado en el hogar de los Santini desde sólo Dios sabía cuándo.
Allí estaban Gina, siempre alegre y dicharachera como un trío de animadoras. Ángela, guapa pero más discreta. Y más triste desde que enviudó hacía tres años. Jeremy, repleto de vida e inquieto. Y su madre... paciente y amorosa.
Myriam echaba de menos a su padre. Una punzada de dolor retorció su corazón fugazmente. Ya hacía dos años que no estaba con ellas. Había sido el único hombre en la vida de Myriam que había sabido apreciarla realmente. Myriam se había criado prácticamente en el taller de Santini. Había sido el hijo que su padre nunca tuvo. Y, aunque adoraba la relación especial que existió siempre entre padre e hija, lamentaba no haber estado más unida a su madre. Sin embargo, se dijo, a pesar de todo, formaban una familia. Y el amor familiar era muy importante. Siempre estaba y estaría ahí.
Por mucho que a veces su familia la volviera loca, Myriam sabía que sin su amor estaría perdida. El súbito e inesperado escozor de las lágrimas le hizo cosquillas en los ojos. Familia. Tradición. Raíces. Los Santini entendían mucho de tales valores, y eso era bueno, ¿verdad? Saber que había personas que te amaban y te apoyaban pasara lo que pasase...
Myriam asintió para sus adentros, sintiendo una mayor magnanimidad hacia los miembros de su familia.
— ¡Bueno! —Dijo Gina en voz muy alta para atraer su atención—. Si Myriam no está interesada, como afirma, propongo que traiga a ese bombón a cenar para que las demás tengamos una oportunidad.
Adiós a la magnanimidad.
—Por Dios bendito —protestó Myriam irritada—, no es el último hombre vivo del planeta. ¿A qué viene tanto empeño?
— ¿Por qué estás tan a la defensiva?
—No estoy a la defensiva — ¿o sí? Era un pensamiento inquietante. Al fin y al cabo, ¿qué más le daba que Gina intentara conquistarlo?
Myriam se removió incómoda en la silla.
—Bien —dijo Gina con un rápido gesto de asentimiento—. Entonces, está decidido. Lo traerás a cenar. ¿Cuándo te va bien, mamá? —preguntó—. ¿El sábado?
—El sábado me parece bien, siempre y cuando Myriam esté segura.
—Myriam no está de acuerdo con nada de esto —señaló Myriam.
—Pero aceptarás —dijo Ángela—, aunque sólo sea para demostrarle a Gina que no te importa.
Myriam lanzó a su hermana una mirada asesina, principalmente porque tenía razón.
—Está bien. Lo invitaré a cenar el sábado —y se sentiría como una idiota al invitar a un desconocido a una cena familiar—. ¿Contentas?
Gina sonrió. Ángela asintió. Y su madre ya estaba pensando en el menú. Myriam se recostó en la silla y las miró con rabia a todas. Sí, era muy posible que la institución de la familia estuviera muy sobrevalorada.
Víctor pulsó el botón del mando a distancia y miró ociosamente el televisor conforme las imágenes aparecían y desaparecían en la pantalla. Lo cierto era que no le apetecía ver la tele; se trataba de un modo de matar el tiempo. En la oscuridad, las rápidas imágenes y los sonidos cambiantes disipaban el silencioso vacío de su apartamento.
No es que se sintiera solo, se aseguró a sí mismo. Ni mucho menos. Dejó el mando encima de la mesa y tomó el paquete de comida china que iba a ser su cena. Tras apoyar los pies en la mesita de café, contempló distraídamente la pantalla, sin sentirse de veras interesado en el ciclo vital de las abejas.
Le gustaba su vida. Le gustaba poder cenar en la salita, tomando la comida directamente del paquete. Si la casa estaba hecha un desastre, no había nadie presente que se quejara. Le gustaba no tener que desempacar las cajas de la mudanza hasta que se sintiera preparado... lo cual suponía unas dos o tres semanas. Le gustaba trasladarse a nuevas bases cada pocos años. Ver nuevas caras, nuevos sitios.
Nuevas caras. Al instante, una cara en particular tomó forma en su mente. La cara de Myriam Santini. Nunca había pasado tanto tiempo pensando en una mujer a la que apenas conocía. Algo de ella le había impactado, ya fueran sus grandes ojos verdes o la subida de adrenalina que le provocó su forma de conducir. Quizá debía replantearse aquella casual invitación a almorzar. Si pasar menos de media hora en su compañía había bastado para hacerle pensar casi obsesivamente en ella, ¿de veras quería ir más lejos?
Prefería las relaciones sencillas, sin ataduras. Y todo en Myriam Santini hacía pensar en los valores del hogar y el compromiso. Era, en suma, una mujer peligrosa.
Pero se suponía que los marines eran aficionados al peligro, ¿verdad?
Unos golpecitos en la puerta desintegraron sus pensamientos, y Víctor agradeció la distracción. Tras soltar con alivio el paquete de comida china, cruzó la habitación y abrió la puerta.
—Hola —dijo Mike Coffey—. Voy a ir al pueblo con un par de compañeros. ¿Te apetece acompañarnos? Víctor miró por encima del hombro la oscurecida habitación, el parpadeante televisor y el paquete de comida china a medio consumir. Había que tomarse tiempo para uno mismo, se dijo, y de repente quiso salir de aquel apartamento demasiado vacío y solitario.
—Sí. Espera a que apague el televisor.
Tenía mucho trabajo que hacer.
Y lo haría, se prometió, en cuanto Víctor Garvey recogiera su coche y volviera a irse. Hasta entonces, se mantendría ocupada en el escritorio. Myriam odiaba el papeleo. Prefería estar metida debajo de un coche que delante de un ordenador. Por desgracia, en aquel momento no tenía ningún coche que arreglar. Jim Bester había recogido su Fiat aquella mañana, y Víctor Garvey se pasaría de un momento a otro para recoger el Mustang. Al parecer, los demás automóviles de Bayside habían decidido permanecer sanos durante toda la época de Navidad. Víctor.
En cuanto llegara, tendría que invitarlo a cenar. Gruñendo para sí, Myriam soltó el bolígrafo en la mesa y se levantó. No debió haber mordido el anzuelo de Gina. ¿Por qué demonios iba a querer Víctor ir a cenar a su casa? Por Dios santo, seguro que no aceptaría sentarse a la mesa con una pandilla de desconocidos.
Sin embargo, se dijo mientras entraba en la zona del taller y encendía las luces, la idea no resultaba tan extraña como pudiera parecer. Todos los años, por Navidad, se ponía en marcha un programa merced al cual las familias invitaban a jóvenes marines a cenar en sus hogares, para que no tuvieran que pasar unas fechas tan señaladas en la soledad de los cuarteles. Los marines agradecían poder tomarse un respiro de la base y las familias disfrutaban de la compañía de aquellos jóvenes solitarios. Myriam supuso que podía encuadrar a Víctor en ese contexto.
Claro. ¿Por qué no? Sólo tenía que pensar en él como en un marine alejado de su familia en aquella época especial del año. El hecho de que Víctor no casara con la imagen de un joven soldado solitario no tenía nada que ver. ¿Verdad?
—Además, es Navidad —dijo en voz alta, levantando ecos en el vacío taller.
—Según mi reloj —dijo una voz profunda y familiar desde la puerta abierta tras ella—, aún faltan tres semanas para la Navidad.
Sorprendida, Myriam dio un salto y se giró para mirarlo.
— ¿En el ejército os enseñan a sorprender a los civiles confiados?
—Oh, sí —dijo él, acercándose hasta que estuvo a unos pocos centímetros de ella—. De hecho, es un cursillo muy popular.
Demasiado cerca, se dijo Myriam. Estaba demasiado cerca para su gusto. Podía incluso oler el acre aroma de su loción de afeitado, y distinguir el pequeño corte que se había hecho debajo de la barbilla, seguramente afeitándose.
¿Y qué le pasaba a su estómago? ¿Por qué subía y bajaba como si estuviera montada en una montaña rusa?
—Bueno —dijo Myriam tratando de serenarse—. Espero que tu profesor te aprobara con sobresaliente.
—Pues sí, saqué un sobresaliente —Víctor se acercó un poco más, y ella retrocedió medio paso—. En nuestro trabajo conviene que caminemos con sigilo.
—Sí —convino Myriam—. Seguro que resulta práctico. En la selva.
Él se echó a reír, y Myriam se resistió a admitir lo bonito que le parecía el sonido de su risa.
—Bueno, ¿está listo mi coche? —inquirió Víctor.
—Sí, está listo —y cuanto antes se lo llevara, mucho mejor. Ya había pasado demasiado tiempo pensando en él. En los dos días anteriores, el rostro de Víctor se había dibujado en su mente con una asiduidad inquietante.
—Estupendo —él alargó la mano y se la posó en el antebrazo.
Aun a través del grueso tejido del jersey, Myriam notó al instante una serie de pequeñas descargas eléctricas. Contuvo la respiración y se apartó, rodeándolo para acompañarlo a la oficina. Mentalmente recitó las tablas de multiplicar en un fútil intento de recuperar la serenidad mental.
Myriam se refugió detrás del mostrador, y él se colocó justo delante de ella. Con las palmas de las manos extendidas sobre la superficie laminada, esperó a que lo mirase, y entonces preguntó:
— ¿Qué tal si vamos a almorzar? , —No, gracias —respondió Myriam, y se detuvo a contar mentalmente hasta doce cuatro veces. Si lo acompañaba a almorzar, eso significaría que estaba interesada en él. Lo cual no era cierto. Además, tal como tenía el estómago, ¿cómo podría comer?
—Ya recuerdo —dijo Víctor—. No sales con clientes.
—No, no se trata de eso —se apresuró a decir ella rápidamente, antes de que la cobardía le impidiese hablar. «Invítalo a cenar, y ya está», se dijo. Sí, para demostrarles a su madre y sus hermanas que no se sentía atraída hacia él. Quizá también pudiera demostrárselo a sí misma—. Es que he pensado que a lo mejor te gustaría cenar conmigo esta noche. En mi casa.
Víctor se limitó a mirarla durante largos momentos. Se había repetido a sí mismo, mientras se dirigía al taller, que no iba a invitarla de nuevo a almorzar. Una mujer que le interesara tanto como aquella era una mujer a la que debía evitar.
Pero había vuelto a verla. Había vuelto a acercarse a ella lo suficiente para captar el perfume de flores que usaba. Había vuelto a contemplar aquellos ojos verdes, y comprendió que debía pasar más tiempo con ella. A pesar del riesgo.
Aun así Víctor no podía evitar preguntarse por qué había cambiado de opinión. Un par de días antes, no había querido almorzar con él. ¿Y ahora lo invitaba a una cena íntima en su casa?
Myriam Santini era una mujer desconcertante, se dijo. Pero, conforme la recorría de nuevo con la mirada, pensó que sería interesante tratar de desentrañar sus misterios.
— ¿Y bien? —lo urgió Myriam.
—Claro —respondió Víctor—. Me gustaría mucho.
Ella inhaló profundamente, y luego exhaló el aire.
—Bien.
— ¿A qué hora? —preguntó él, sonriendo ante sus evidentes muestras de nerviosismo.
—Oh. A las seis, supongo —Myriam arrancó una hojita de papel y anotó su dirección.
Al tomar la hoja, los dedos de Víctor rozaron los suyos, e instantáneamente se generaron entre ellos intensas ondas de calor.
Myriam retiró la mano como si dicho calor le hubiese quemado, y Víctor se preguntó si estaba haciendo lo correcto. Si entre ambos saltaban chispas con tanta facilidad, ¿podría el fuego estar muy lejos?

Espero sus comentarios.

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Mensaje  rodmina Lun Nov 14, 2011 1:44 am


gracias por el capitulo
no tardes
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Mensaje  jai33sire Lun Nov 14, 2011 11:11 am

Capítulo 4
Nada de cenas íntimas
Debió haberlo imaginado. Debió sospechar que Myriam tramaba algo. De rechazar su invitación a almorzar había pasado a invitarlo a cenar en su casa. Y Víctor ya había notado que no era de las que actuaban tan precipitadamente.
Pero, ¿quién se hubiera esperado algo así? Su mirada se paseó por los rostros sentados a la oblonga mesa. Gina, la coqueta castaña que había conocido poco antes en el taller. Ángela, la mayor, una impresionante viuda y madre de Jeremy, un niño de ocho años que algún día llegaría a ser un interrogador estupendo. Al pequeño nunca se le acababan las preguntas. Y en el extremo de la mesa se sentaba Maryann Santini... la madre. Sus ojos verdes eran idénticos a los de Myriam, y apenas habían dejado de observarlo durante la última hora.
Víctor miró de soslayo a Myriam, que se hallaba sentada a su derecha, y se preguntó por qué no le especificado que se trataba de una cena en familia.
En ese caso, por supuesto, no habría acudido. Nunca se habría encontrado cómodo en los entornos familiares. Al contrario, le hacían sentirse como un crío situado en el exterior de una tienda de golosinas. Podía ver lo que había dentro... pero no conseguirlo. Después de cierto tiempo, había dejado de mirar.
—Bueno —dijo Jeremy desde el otro extremo de la mesa—, ¿y cómo es que no llevas uniforme? ¿Y dónde está tu pistola?
Era obvio que los pantalones caqui y la camiseta azul celeste de Víctor habían decepcionado al pequeño.
—Normalmente no llevo puesto el uniforme fuera de la base, y no solemos llevarnos las pistolas cuando vamos a cenar. —Vaya, qué lástima.
Sabía exactamente cómo se sentía el niño. Él había esperado velas, una botella de vino y un poco de conversación agradable. Sólo él y Myriam. Sí. Qué lástima.
—Ya es suficiente —dijo la madre del pequeño, y dirigió una sonrisa a Víctor—. ¿Cuánto tiempo lleva en Camp Pendleton, Víctor?
—Una semana escasa, señora —respondió él, concentrándose en terminar la cena. Tenía que irse de allí cuanto antes.
— ¿Y de dónde es?
Víctor tomó otro bocado de lasaña y, tras engullirlo, respondió:
—Mi último destino fue Carolina del Norte.
—No —exclamó Gina con una de esas miradas estudiadas y coquetas que había estado lanzándole toda la tarde. Maldición, la chica era buena. Lástima que él no estuviera interesado. Por algún motivo, el erotismo evidente de Gina no le atraía tanto como la sensualidad innata de Myriam.
Gina, sin embargo, siguió hablando sin parar, y a Víctor no se le ocurría el modo de interrumpirla. —Mi hermana quería decir que de dónde procedes.
Los dedos de Víctor se tensaron en torno al tenedor. De todas partes, se dijo. De ninguna.
— ¿Dónde vive tu familia? —inquirió la madre de Myriam.
—No tengo familia —respondió él, esperando que lo dejaran ahí.
Debió haber supuesto que era mucho esperar. Las Santini llevaban una hora entera sacándole información acerca de la base, el ejército en general y su persona en particular. Todas excepto Myriam, claro. La mujer a la que había ido a ver apenas le había hablado. Sus ojos verdes se encontraron con los suyos brevemente y, de nuevo, Víctor sintió ese algo indefinible que fluía entre ambos.
No debió haber cedido al impulso de ir allí esa noche. Diablos, había comprendido desde el principio que no le convenía verse con Myriam. Sólo cuando hubo aparcado el coche delante de la casa se había olido la realidad de la situación.
Era una casa antigua de estilo artesanal, con un amplio porche y grandes ventanales, adornados con un arco iris de lucecitas de Navidad. En el tejado, el trineo de Santa Claus se había deslizado hasta quedar en una posición precaria, y un par de renos parecían a punto de caerse. Diablos, el conjunto recordaba a una postal de Navidad. Víctor no estaba habituado a relacionarse con mujeres tan apegadas al hogar familiar. Prefería los apartamentos impersonales, y a las mujeres que sabían reconocer el encanto de una aventura breve pero mutuamente satisfactoria.
De modo que, ¿qué estaba haciendo allí? Era un error, se dijo.
Un grave error.
Myriam Santini y él procedían de dos mundos muy diferentes, y sería más fácil para ambos si todo permanecía tal como estaba.
— ¿No tiene familia? —Repitió Maryann Santini meneando la cabeza—. Lo siento mucho. Debe de echarla mucho en falta. Sobre todo en esta época del año.
Víctor no dijo nada, y se preguntó qué pensaría si le dijera que no podía echarse en falta lo que nunca se había tenido. Pero ella no lo comprendería. Ninguna de ellas lo comprendería. ¿Cómo iban a comprenderlo?
—No pasarás la Navidad solo, ¿verdad? —preguntó Gina.
—Oh, no —terció la madre antes de que él pudiera responder—. La pasará con nosotros.
A Víctor se le atragantó un trozo de lasaña, y tuvo que bajarlo con un sorbo de vino. ¿Pasar la Navidad con las Santini? No lo creía. Tres caras ansiosas lo observaron mientras trataba desesperadamente de idear alguna excusa que lo sacara del trance sin que se sintieran ofendidas.
Myriam había estado muy callada durante toda la cena, como si quisiera demostrar a su familia que no sentía ni el menor interés por Víctor Garvey. Había permanecido en silencio mientras Ángela y su madre lo acribillaban a preguntas. Mientras Gina batía las pestañas y le sonreía coquetamente. Mientras Jeremy lo interrogaba sobre todo lo concerniente a los marines.
No obstante, por la expresión de Víctor, Myriam comprendió que su familia se había pasado de la raya.
— ¿Sabéis qué? —dijo con la intención de cambiar de tema, y las otras tres mujeres la miraron—. Se hace tarde. Tengo que llevar a Jeremy al entrenamiento de béisbol.
— ¡Genial! —gritó su sobrino al tiempo que saltaba de la silla.
—Sí —le dijo su madre en voz alta—, tienes mi permiso.
— ¿Entrenamiento? —Inquirió Víctor, obviamente agradecido por el nuevo rumbo de la conversación—. ¿En diciembre?
—Los fichajes de la liguilla son en febrero —contestó Myriam al tiempo que se levantaba—. Tiene que ponerse en forma.
Tal como había esperado, Víctor aprovechó la oportunidad que ella le brindaba. Se levantó y se situó a su lado.
—Creo que yo también me voy. Muchas gracias por la cena, señora Santini.
—Llámame «mamá» —dijo ella—. Todo el mundo lo hace.
Víctor palideció.
Al parecer, la fuerza combinada de las Santini bastaba para poner a un marine de rodillas.
Myriam y Víctor salieron juntos del salón y se dirigieron hacia la puerta principal. Tras ellos, tres voces femeninas siguieron charlando en susurros. Arriba se oía el sonido de las pisadas de Jeremy, y Myriam sabía que sólo tardaría un minuto o dos en librarse de Víctor.
Y deseaba librarse de él, se recordó a sí misma.
Lo acompañó hasta la salida y le abrió la puerta.
—Gracias por haber venido —le dijo.
Pero él no se marchó. Permaneció allí de pie, mirándola.
— ¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó.
— ¿Qué no te dije?
Víctor meneó la cabeza.
—Que cenaríamos con tu familia.
—Ah —dijo Myriam con un tono que, esperaba, fuese lo suficientemente inocente—. ¿No te lo dije?
—No.
—Está bien —dijo ella, aferrando con fuerza el pomo de la puerta. Al observarlo en la mesa, sometido al cruel interrogatorio, había sentido una punzada de culpabilidad—. Debí habértelo dicho. Pero Gina quería verte de nuevo, y pensé que...
Víctor abrió mucho los ojos y emitió una risita entre dientes. Aquel sonido ejerció un extraño efecto en ella. Era casi como si se deslizara por su espina dorsal, poniéndole la carne de gallina. Respiró honda y lentamente, y de nuevo se dijo que debía calmarse.
— ¿De modo que intentabas emparejarme con tu hermana?
— ¿Qué tiene de malo mi hermana? —inquirió ella en un tono instintivamente defensivo, a pesar de que minutos antes había deseado estrangular a Gina por insinuarse a Víctor con tanto descaro.
—Nada que media docena de tranquilizantes no puedan curar —musitó él—. ¿Siempre está así de alegre?
Myriam agachó la cabeza para ocultar una sonrisa. La actitud permanentemente dicharachera de Gina podía resultar agobiante.
—Tiene una personalidad muy positiva.
—Y que lo digas —convino Víctor, y se acercó un poco más a Myriam—. Pero no la invité a almorzar a ella. Sino a ti.
—Y yo te he invitado a cenar. Así que estamos en paz.
—Aún no —repuso él.
¿Había practicado para mirar a las mujeres de aquella manera lenta e intensa? ¿O era un don innato en él? A Myriam se le cortó la respiración. Parecía alzarse, inmenso, sobre ella... y eso que Myriam no era baja. Pero el sargento Víctor Garvey no sólo era alto, sino también ancho y, por lo que Myriam podía ver, estaba en plena forma.
—Oye —dijo, respirando hondo y manteniendo un tono de voz bajo para que su familia no la oyese—, ¿por qué haces esto?
— ¿A qué te refieres? —Víctor parecía verdaderamente confundido.
— ¿Por qué actúas como si estuvieras interesado en mí?
— ¿Quién está actuando? —inquirió él al tiempo que alzaba una mano para apartarle el cabello de la cara. Aquel leve roce de sus dedos le produjo un fuerte hormigueo, y Myriam dio un paso rápido hacia atrás.
Llevaba toda la noche observándolo, escuchándolo, y tratando de recordarse a sí misma que no se sentía atraída hacia él. Que no estaba interesada en él. ¿Por qué tenía que tocarla y enviar su claridad de ideas al diablo?
— ¿Estás lista, Myriam? —gritó Jeremy, bajando por las escaleras como un rayo y dirigiéndose a la puerta.
—Sí —respondió ella agradecida. Luego, girándose hacia donde estaba su familia, dijo en voz alta—: Volveremos dentro de una hora o así.
Víctor la siguió hasta el porche y, al resplandor de las luces de Navidad, preguntó:
— ¿Y dónde está el Campo de entrenamiento?
— ¿Por qué? —inquirió Myriam a su vez.
Él se encogió de hombros.
—Hace tiempo que no bateo. Puede resultar divertido.
Dios santo.
Con el cabello recogido en una coleta, Myriam aparentaba diecisiete años. Tenía un aspecto irresistible.
Víctor permaneció en el exterior del Campo, con los dedos enganchados en la malla de alambre mientras observaba cómo Myriam enseñaba a su sobrino la postura más adecuada para batear. La mirada de Víctor siguió atentamente el contoneo de sus caderas, y la curva de su trasero, bajo los ceñidos tejanos negros, bastó para detenerle el corazón en el pecho.
Ella no le había prestado ninguna atención desde que llegaron al Campo de entrenamiento. Cada ápice de su concentración lo dedicaba a su sobrino, que obviamente la adoraba. Myriam era paciente, firme, y estaba sorprendentemente familiarizada con las complejidades del bateo.
Hacía mucho tiempo que Víctor no había pisado un sitio como aquél, y encontró que estaba disfrutando. Tras apurar el pésimo café de máquina, estrujó el vaso de plástico y lo lanzó a una papelera. Luego volvió a centrar su atención en Myriam.
No podía evitarlo. Aquella mujer lo cautivaba, y eso era una mala señal. Debió haber vuelto a su casa y haberse olvidado de ella. Pero, aun sabiéndolo, Víctor no conseguía irse de su lado, maldita fuera. Era como ir a un combate. Sabías que era peligroso, y tu estómago te decía que huyeras a todo correr. Pero un instinto más fuerte, algo primario e irreprimible, acababa imponiéndose y te obligaba a permanecer en tu puesto.
Y un instinto puramente masculino era lo que le decía a Víctor que abrazara a Myriam y la besara, con fuerza y con pasión, sin que ninguno de los dos se preocupara por las consecuencias.
Myriam le puso el casco a su sobrino, le dio una palmadita y luego salió del recinto de bateo, cerrando la puerta tras ella.
—Muy bien, chico —le gritó—. Preparado. La primera entrará con mucha fuerza.
—Lo sé, lo sé —respondió el pequeño con el tono paciente que adoptaban los niños al hablar con los adultos.
—Eres muy buena con él —dijo Víctor, mirándola de soslayo.
—Es un niño estupendo —Myriam se encogió de hombros, sin dejar de mirar a Jeremy. La primera pelota le pasó de largo—. Mantén el bate firme.
— ¿Cómo es que sabes tanto de béisbol? —preguntó Víctor, por entablar conversación más que nada.
—Me enseñó mi padre —respondió ella. Luego dijo en voz alta—: Tienes que sujetar el bate con las dos manos.
—No creía que las niñas jugaran al béisbol.
Myriam le lanzó una rápida mirada y, sonriendo, dijo:
—Bienvenido al siglo XX.
—Béisbol y mecánica, ¿eh?
— ¿Qué puedo decir? Soy una mujer del Renacimiento.
Sí, lo era.
— ¿Tus hermanas jugaban también? —a Víctor le traían sin cuidado sus hermanas. Sólo deseaba seguir oyendo el timbre denso de su voz.
— ¿Ángela y Gina? ¿Al béisbol? Ni por asomo.
— ¿Así que tú eras la muchachota del grupo?
— ¿Era, dices? —Ella meneó la cabeza—. Aún lo soy —hizo una mueca al ver cómo una pelota golpeaba a Jeremy en el brazo—. Frótatelo, chico, y prepárate para la siguiente.
Myriam lo fascinaba completamente. Víctor nunca había conocido a alguien como ella. Las mujeres con las que salía jamás habían jugado al béisbol con una pandilla de niños. Myriam parecía disfrutar haciéndolo. Estaba tan llena de vida...
—También eres muy paciente —comentó Víctor.
Ella se giró y lo miró perpleja.
— ¿Qué quieres, que abofetee a Jeremy cada vez que falle?
—No —repuso él con una sonrisa—. Pero normalmente los adultos suelen ponerse nerviosos y gritar cuando los niños no aprenden.
—Lo dices por experiencia, ¿eh? —inquirió Myriam.
Al ver que Víctor no contestaba, alzó los ojos para mirarlo, y sintió como si estuviera atisbando su interior. La zona recóndita donde tenía guardados sus secretos. Ya él no pareció gustarle.
— ¡Eh, Santini! —gritó una voz detrás de ellos.
Víctor se giró para mirar y vio a un hombre alto y corpulento que se acercaba a Myriam y le daba una fuerte palmada en la nalga. Ella gritó, y Víctor se acercó para interponerse entre ella y el tipo que la había golpeado. El instinto le había hecho cerrar fuertemente el puño, cuando Myriam se dio media vuelta, frotándose el trasero, y sonrió al tipo.
— ¡Nick! ¡Hola! No sabía que habías vuelto al pueblo.
El puño de Víctor se relajó, pero eso no significaba que su ira se hubiera disipado. ¿Quién demonios era aquel individuo, y cómo se atrevía a darle a Myriam una palmada en el trasero?
—Víctor, te presento a Nick Cassaccio. Un viejo amigo.
—Hola —saludó Nick al tiempo que extendía la mano.
Víctor se la estrechó, pero siguió mirándolo con recelo. ¿Hasta qué punto Myriam y él eran «amigos»?
—Bueno, dime, ¿cómo te fue con Patty? —preguntó Myriam.
—Tal como tú predijiste —respondió Nick con una amplia sonrisa—. Gracias.
—Vaya, me alegro mucho.
—Yo también —Nick alargó la mano para tirarle de la coleta y añadió—: Tengo que irme ya, diablillo. Sólo quería saludarte.
—Hasta la vista, Nick —dijo Myriam en voz alta mientras su amigo se perdía entre la multitud.
—¿Diablillo?
Myriam se encogió de hombros.
—Siempre me ha llamado así.
Víctor frunció el ceño. ¿Cuánto tiempo significaría «siempre»?
—¿Quién es Patty?
—La novia de Nick. Mejor dicho —se corrigió Myriam—, ahora supongo que es su prometida.
—Ah —Víctor se alegraba de oírlo. Pero si aquel tipo estaba con otra mujer, ¿por qué le tocaba el trasero a Myriam? Y, lo más importante, ¿a él por qué demonios le importaba?
No. No le importaba en absoluto. Había sido simplemente el instinto de golpear a un hombre que golpeaba a una mujer. No tenía nada que ver el hecho de que esa mujer fuese Myriam.
Sí, claro. No se lo creía ni él.
—¿Por qué te ha dado las gracias?
Myriam le dirigió una mirada fugaz, y a continuación volvió a concentrarse en Jeremy.
—Por nada. Patty rompió con Nick, y él fue a verme al taller para lamentarse. Le dije que probablemente ella se había cansado de esperar que le hiciera la proposición.
—¿Y se la hizo?
Ella sonrió.
—Eso parece.
Víctor enarcó las cejas.
—¿Instructora de béisbol, mecánico y asesora en asuntos sentimentales?
—Tengo numerosos y diversos talentos —respondió Myriam con humor.
—Creo que estoy de acuerdo contigo —dijo él, y vio cómo su sonrisa se desvanecía para dejar paso a una expresión que era en parte nerviosismo y en parte excitación. Víctor alargó la mano y le acarició la nuca con el dedo. Ella se estremeció, y su estremecimiento lo hizo temblar—. Bueno —siguió diciendo en voz baja y repentinamente espesa—. ¿Qué consejo tiene la Querida Myriam para mí?
Myriam flexionó un hombro para apartar de sí su mano y lo miró con los ojos semicerrados.
—Supongo que te aconsejaría que dejes de fingir interés por mí. Y que busques pastos más verdes.
—Quizá no vea esos pastos.
—Entonces tienes que ir al oculista.
¿Realmente no se daba cuenta de lo atractiva que era?, se preguntó Víctor.
—Tengo la vista perfectamente —dijo—. ¿Y qué te hace pensar que mi interés no es sincero?
Myriam emitió una risita tensa.
—Nunca he sido la reina del baile, sargento. Los hombres no me persiguen por la calle declarándome a voces su amor eterno.
¿Por qué diablos no?, se preguntó Víctor, pero no formuló la pregunta en voz alta.
—Quizá no has escuchado con la suficiente atención.
—¿No? —dijo Myriam educadamente—. Lo mismo puede decirse de ti.
Víctor sonrió. Estuviera bien o no, le conviniera o no, sabía que no podría apartarse de ella. Tenía que ver en qué terminaba todo aquello, fuera cual fuese el desenlace.
—Tía Myriam —se quejó Jeremy desde el recinto de bateo—, no le pillo el truco.
—Sigue bateando con pulso firme, cariño.
Víctor miró al pequeño y, automáticamente, evocó su propia infancia. La época en que había deseado participar en la liguilla más que nada en el mundo.
Pero su niñez había sido muy distinta de la de Jeremy. Había crecido en hogares de acogida, sin saber nunca con seguridad dónde estaría viviendo de una semana para otra.
Desterró de su mente aquellos viejos pensamientos y siguió a Myriam al interior del recinto.
—Prueba a hacerlo así —recomendó al pequeño mientras le colocaba las manos sobre el bate. Luego, echando sus bracitos hacia atrás, le explicó cómo golpear la pelota con fuerza.
A continuación, mientras se reunía con Myriam en el exterior del recinto, no quiso pensar en lo bien que se sentía allí, con ella y con el chico.
Simplemente deseaba disfrutarlo, sin más.
La siguiente pelota salió disparada, y Jeremy la golpeó, enviándola a la red superior que cubría el Campo. Entusiasmado, el pequeño se giró y los miró con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Lo habéis visto? ¿Habéis visto a dónde la he mandado?
—Claro que sí —dijo Myriam.
—Sigue así —lo felicitó Víctor.
—Ahora vais a ver —gritó Jeremy al tiempo que se volvía hacia la máquina que lanzaba las pelotas.
—Gracias —susurró Myriam.
—No hay de qué —respondió Víctor, disfrutando de la primera sonrisa sincera que ella le había dedicado.

Espero sus comentarios.

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Mensaje  Dianitha Mar Nov 15, 2011 11:06 am

gracias por el cap niiña porfa no tardes con el siguiente que estos niños no tardan en caer jajaja Un Ferviente Deseo Maureen Child  953882 Un Ferviente Deseo Maureen Child  953882 Un Ferviente Deseo Maureen Child  953882 Un Ferviente Deseo Maureen Child  953882
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Mensaje  alma.fra Mar Nov 15, 2011 3:44 pm

Muchas gracias por el capitulo, ojala ke Myri le de una oportunidad a Victor.
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Mensaje  jai33sire Mar Nov 15, 2011 8:38 pm

Capítulo 5
—Gracias, Víctor —dijo Jeremy—. ¡Ha sido fantástico!
El pequeño saltaba lleno de energía. Víctor conocía a marines que no tenían la vitalidad de aquel crío. No se había desanimado en ningún momento. Incluso cuando fallaba, clavaba los pies en el suelo con más ahínco y hacía un nuevo intento.
Un frío viento del océano mecía las desnudas ramas del árbol que se alzaba, como un centinela, en el jardín delantero, haciendo que se agitaran las lucecitas de Navidad. El movimiento generaba un arco iris de luces deslizantes que iluminaban la fachada de la casa.
—Lo has hecho muy bien, chaval —dijo Víctor con una sonrisa.
—¿Quieres venir a batear mañana? —preguntó el pequeño, saltando sobre uno y otro pie en su ansiedad por repetir la proeza en el recinto de bateo.
Víctor hizo una pausa antes de contestar, principalmente porque no sabía qué decir. Y Myriam aprovechó dicha pausa para romper el silencio.
—El sargento Víctor no tiene tiempo para llevarte a batear, Jeremy —alargó la mano para revolver el cabello del crío—. Volveremos a ir los dos muy pronto, ¿de acuerdo?
Jeremy agachó la cabeza, y luego miró a Víctor con los ojos entrecerrados.
—Pero, si no estás ocupado, podrás venir, ¿verdad?
—Ya veremos lo que pasa —un punto muerto. Perfecto. ¿Por qué no le decía al niño, sin rodeos, que no estaba interesado en hacer de hermanito mayor? Estaba allí simplemente para ver a Myriam. Nunca había tenido la menor intención de conocer a su familia. Como si percibiera sus pensamientos, Myriam le dirigió una fría mirada antes de volverse hacia su sobrino.
—Entra ya, Jeremy. Seguro que tu madre se preguntará dónde estás.
El niño asintió y se encaminó hacia la casa por el jardín. Sin embargo, antes de llegar a las escaleras, se volvió y dijo en voz alta: —Recuerda, mañana... si puedes. Víctor alzó una mano para darle la confirmación, pero estaba tan oscuro que dudaba que el niño lo hubiera visto. Una vez que el pequeño hubo entrado, Víctor posó su mirada en Myriam, que se hallaba a su lado. Era la primera vez, en toda la noche, que se encontraba verdaderamente a solas con ella. La cita no había salido según sus planes, pero estando allí con Myriam, en la fría noche invernal, no le importó. La brisa le hacía llegar su aroma, y todos sus sentidos estaban alerta, a flor de piel. Myriam lo miró fijamente, y él deseó poder captar los imperceptibles movimientos que titilaban en lo profundo de sus ojos verdes. Pero la luz era insuficiente. Sólo había oscuridad y el suave viento que los envolvía.
Finalmente ella habló, disipando el hechizo. —Bueno —dijo en un tono excesivamente sentido—, gracias por todo. Quizá volvamos a vernos por ahí.
En otras palabras: «Piérdete, sargento».
—¿Por ahí? —inquirió él, sólo para oír de nuevo el sonido de su voz.
—Bueno... sí —Myriam se encogió de hombros—. El pueblo es pequeño.
No era suficiente. De pronto, Víctor quiso saber cuándo volvería a verla.
—¿Y si te invito a cenar? Esta vez solos los dos.
—¿Y por qué ibas a invitarme?
Sí, ¿por qué? Víctor se dijo que debería subirse en el coche y regresar a la base. Pero aún no estaba listo para marcharse. Había ido allí para verla. Y en toda la noche no había disfrutado más que de un minuto o dos de su tiempo. No estaba acostumbrado a compartir las cosas. Dio un paso hacia ella y, a pesar de la oscuridad, captó el recelo que se reflejaba en sus ojos. Eso le molestó más de lo que deseaba admitir. Maldición, ¿de qué tenía miedo?
—Digamos que me gustaría pasar más tiempo contigo. A solas.
Myriam se echó a reír, y Víctor tardó unos segundos en percibir una nota de nerviosismo en su risa.
—No tienes por qué hacer esto —dijo ella—. Tu coche ya está arreglado. No hace falta que lisonjees al mecánico.
Víctor frunció levemente el ceño.
—¿Quién ha hablado del coche?
—Mira —dijo Myriam retrocediendo un par de pasos—, te agradezco que hayas sido amable con Jeremy... —sus palabras empezaron a atropellarse hasta el punto de convertirse en un balbuceo—. Es decir, me parece estupendo que le enseñaras a batear lejos, y... Bueno, me había concentrado en enseñarle a sujetar con firmeza el bate, pero imagino que a cualquier crío le gusta hacer lanzamientos espectaculares...
—Sí, supongo que sí —convino Víctor, siguiéndola por el jardín—. Pero en estos momentos no me apetece hablar de Jeremy.
—Eso parece —dijo ella con un fuerte suspiro—. No piensas marcharte, ¿verdad?
Él le sonrió.
—No hasta que te haya acompañado a la puerta —dijo, y a continuación lanzó una mirada a la puerta principal—. Que, por cierto, está por allí.
—Sí —respondió Myriam señalando hacia el sendero que llevaba al taller de dos plantas—. Pero yo vivo ahí, en un apartamento encima del taller.
—Bien —dijo Víctor, alegrándose de poder disfrutar de un poco de tranquilidad con Myriam sin que su familia los vigilara. Sólo le restaba convencerla.
Caminaron juntos a lo largo del costado de la casa, iluminados únicamente por las luces de Navidad y una luna que salía y se ocultaba detrás de densas nubes de lluvia.
Myriam se detuvo al pie de las escaleras y, girándose, le extendió una mano.
—Muy bien, sargento. Misión cumplida. Ya hemos llegado a la puerta. Buenas noches.
Víctor estrechó su mano y al instante notó una oleada de calor procedente de sus dedos. Dicho calor ascendió por su brazo e invadió su pecho, llenándole de una suerte de calidez que jamás había experimentado con anterioridad. Ella también lo sentía, estaba seguro. Aun en la oscuridad, acertaba a ver su reacción, escrita con claridad en su rostro. Víctor acarició con el pulgar el dorso de su mano cuando ella trató de soltarse. No quería que el contacto se rompiera todavía. No quería perder la calidez que palpitaba en su interior.
—Técnicamente —susurró—, aún no estás en tu puerta.
—¿Quién tiene en cuenta los tecnicismos? —inquirió Myriam, y él notó el leve temblor de su voz.
—Los marines —contestó Víctor—. Y los mecánicos.
Ella se lamió los labios y subió el primer escalón. Él la siguió.
—¿Qué es lo que buscas? —preguntó Myriam con voz serena, tratando aún de separar su mano de la de él—. ¿Un descuento en el cambio de aceites?
¿De veras creía que un hombre sólo podía interesarse en sus conocimientos de mecánica?
—¿Tú qué crees? —inquirió Víctor.
Otro escalón, otro paso hacia el rellano y la puerta.
—Creo que te has fijado en la Santini equivocada —dijo ella—. Gina está en la casa. Puedo ir a avisarla, si quieres.
Él negó con la cabeza.
—No he venido aquí esta noche para ver a Gina —su hermana menor podía ser una mujer agradable, pero nunca se callaba lo suficiente para que él pudiera formarse una opinión al respecto—. Diablos —añadió—, creí que cenaríamos solos los dos. Pero eso tú ya lo sabías, ¿verdad?
Otro pasó hacia atrás, y Myriam casi trastabilló. Sólo le hacía falta eso, caerse rodando por las escaleras. Si Víctor la soltara... quizá podría pensar con claridad. Pero su mano seguía sujetándola con fuerza, y los ridículos estallidos de calor que había sentido con el primer roce de su piel no tenían visos de disminuir. Otro escalón. Con cuidado, Myriam, con cuidado. Oh, Dios santo, se dijo al tiempo que respiraba hondo. Víctor olía a Old Spice, a marine y a... problemas. Ahora comprendía cómo debían de sentirse los ejércitos enemigos en aquellas antiguas películas bélicas. Los marines jamás se retiraban. Avanzaban sin cesar. Más. Cada vez más.
—Bueno, dime —musitó él sin dejar de subir tras ella—, ¿por qué incluiste a tu familia en la cena de esta noche?
—Las cenas familiares son más divertidas, ¿no te parece?
—Si crees eso, es que nunca te ha invitado a cenar el tipo adecuado.
Decididamente, Myriam no estaba acostumbrada a aquello. Prácticamente se lo había ofrecido a Gina en bandeja de plata, pero él no mostró ningún interés. Algo muy extraño, porque todos los hombres sentían interés hacia Gina. Era brillante, alegre, guapa, y reunía todas las demás cualidades que gustaban al género masculino. Ella, en cambio, era mecánico, por el amor de Dios. Subió otro escalón.
¿Cuántos escalones había? ¿No deberían haber llegado ya arriba? Myriam no deseaba quitarle la vista de encima a Víctor para comprobarlo. Tenía la sensación de que, como marine, había sido entrenado para aprovechar los descuidos momentáneos del oponente. Justo cuando ese pensamiento se le pasaba por la cabeza, llego al rellano de la segunda planta. Su pequeño porche, donde dos macetas de geranios muertos decoraban la puerta. Los había mustiado la última helada, y Myriam aún no había tenido tiempo de cambiarlos.
«Estúpida» pensó. «Vaya un momento para pensar en flores». Con la mano libre, rebuscó en el bolso para sacar las llaves. Naturalmente, éstas no aparecían. Pero ya no le quedaba sitio adonde huir. No había más escalones.
«Habla» se dijo. «Di algo. Lo que sea».
—Ya hemos llegado —anunció como si él no lo hubiera advertido por sí mismo—. Bueno... gracias otra vez.
Pero Víctor no le soltó la mano. En vez de eso, la atrajo más hacia sí. Lo bastante cerca como para que Myriam sintiera que era ella la que llevaba la loción de afeitado que afectaba de forma extraña a sus rodillas. Él alzó la mano libre para acariciarle la mejilla, y Myriam notó la huella distintiva de cada uno de sus dedos en la piel. No era una buena señal.
«Respira, Myriam. Respira». A la difusa luz, captó el brillo de determinación que se reflejaba en lo profundo de sus ojos y supo, sin sombra de duda, que iba a besarla.
—Yo, eh... no creo que sea una buena idea —susurró, esforzándose en hacer pasar las palabras por el nudo que le oprimía la garganta—. Apenas te conozco.
Víctor sonrió, y el corazón de ella revoloteó salvajemente por un instante.
—Señorita —dijo él— soy un marine. Puede usted fiarse de mí.
—¿Sí? —Inquirió ella en una suerte de balbuceo agudo—. ¿En qué sentido?
Él agachó la cabeza.
—En todos los sentidos —respondió antes de posar los labios sobre los de Myriam.
Ella emitió un jadeo ahogado, aturdida por el torrente de emociones que la invadió por dentro. La habían besado antes. No a menudo, pero sí lo suficiente. Sin embargo, ninguno de aquellos besos previos la habían preparado para algo así. Era como si el mundo se hubiera detenido.
Los brazos de Víctor la rodearon, y ella se apretó fuertemente contra él, abrazándole el cuello. Suspiró contra sus labios entreabiertos mientras su cuerpo empezaba a derretirse lentamente. Luego, la lengua de él se deslizó en su boca y acarició la suya con largos y perezosos movimientos circulares que la obligaron a tomar aire y a desear más. Con el corazón acelerado y las rodillas temblándole, Myriam se apoyó en Víctor, entregándose a las sensaciones que estremecían su interior. Y cuando, finalmente, él se retiró, interrumpiendo aquel increíble beso, ella agradeció que sus fuertes brazos la mantuvieran en pie.
—¿Qué me dices? —Susurró Víctor—. ¿Aceptas almorzar conmigo mañana?
—Claro —respondió Myriam, sabiendo que habría contestado lo mismo si le hubiera propuesto volar hasta la luna. Pero, ¿cómo podía pensar racionalmente, cuando acababa de experimentar lo que sólo podía describirse como un momento trascendental en su vida?
—Entonces, nos vemos mañana —dijo Víctor, y se marchó.
Myriam oyó el sonido de sus pasos conforme bajaba por la escalera. Una vez sola, se aferró con fuerza al pasamanos y rezó por poder moverse antes de que empezara a llover de nuevo.
La situación empezaba a ponerse interesante, se dijo Víctor mientras aparcaba frente al taller mecánico de Santini. Diablos, hasta el sol había decidido salir, para variar. Se apeó del coche y permaneció de pie en la cera, mirando el pequeño establecimiento que Myriam, gracias a su talento con los coches, mantenía a flote. Pero Víctor no veía el taller. Estaba reviviendo el beso que se habían dado en el rellano de la escalera. Como durante toda la noche anterior, recordaba cada instante, cada detalle. Los latidos de su corazón, su sabor, su aliento suave en la mejilla, el frío viento de diciembre que parecía envolverlos a ambos...
Con el primer roce de sus labios, Víctor había comprendido que aquella mujer era diferente. Diferente de todas las que había conocido hasta entonces. Entre ellos parecía existir una reacción química cuyos efectos habían perdurado en su torrente sanguíneo durante toda la noche. En aquel beso, Víctor había encontrado más de lo que esperaba encontrar... y eso lo preocupaba. Pero no hasta el punto de hacerlo retroceder. Necesitaba explorar ese algo que había hallado en Myriam. Con ese pensamiento, Víctor se encaminó hacia las puertas abiertas del taller. Aun en domingo Myriam se hallaba atareada. Un testimonio de su capacidad.
Mientras entraba en el taller, oyó murmurar. —Maldición.
Víctor sonrió para sus adentros. Hasta los mecánicos milagrosos sentían frustración de vez en cuando, se dijo. —¿Myriam?
Se oyó el fuerte tintineo de una lámina de metal estrellándose en el suelo de cemento y, un segundo más tarde, Myriam salió de detrás del capó levantado de un pequeño Honda. Llevaba puesto un mono holgado que no debía resultar bonito, pero lo resultaba, y una estrecha camiseta blanca. Tenía el pelo recogido en una coleta, y algunos mechones sueltos le caían a ambos lados de la cara. Mientras Víctor la observaba, ella alzó una mano para recogérselos, y se dejó un pequeño rastro de aceite en la mejilla.
—Hola, Víctor —dijo mientras se sacaba un trapo del bolsillo. Tras limpiarse las manos en la tela antaño blanca, se acercó a él—. ¿Ya es hora de almorzar?
—Sí —contestó Víctor—. ¿Estás lista?
—Pues la verdad es que... —Myriam echó una ojeada al Honda—. No.
—¿No?
Ella alzó ambas manos y se encogió de hombros.
—Una amiga mía trajo ese coche esta mañana, y se trata de una emergencia. Le dije que se lo arreglaría cuanto antes.
—¿Pudo venir hasta aquí conduciéndolo y se trata de una emergencia? —inquirió Víctor, convencido de que intentaba zafarse de la cita.
—Pudo venir, sí, pero a duras penas —aseguró Myriam—. Laura necesita el coche para mañana a primera hora.
Víctor se sintió invadido por un sentimiento de desilusión, pero decidió obviarlo. Sólo se trataba de un almuerzo, ¿verdad?
—¿Por qué no le dejas uno de tus coches?
—Bueno, verás —respondió Myriam—, ése es el problema. Están todos fuera.
Ahora sí que estaba confundido. Aquellos coches eran, en teoría, para el uso de sus clientes. Pero el Honda era el único automóvil que había reparándose en el taller. Impulsado por la curiosidad, preguntó:
—¿A quién se los has prestado?
Ella volvió a guardarse el trapo en el bolsillo y, meciéndose sobre los talones, respondió:
—Bueno, Tommy necesitaba un coche para ir al ensayo de la banda...
—El chico que trabaja para ti.
—Sí —Myriam le dirigió una amplia sonrisa, como si le enorgulleciera el hecho de que lo recordase—. Y Margaret Sanders, una amiga de mi madre, necesitaba un coche para ir a casa de su hija, que acaba de tener gemelos. Como comprenderás, quería estar junto a ella.
—Sí, claro —aunque se le escapaba por qué Margaret no había podido ir a casa de su hija sin pedir prestado un coche.
—Y el tercero está a medio camino de San Diego. Ángela tenía que ir a recoger el regalo de Navidad de Jeremy.
—¿A San Diego?
—Todos los almacenes del pueblo habían agotado sus existencias —Myriam ladeó la cabeza—. ¿Tienes idea de lo rápidamente que se acaban los videojuegos en los grandes almacenes? Es increíble.
Tendría que aceptar su palabra. Dado que nunca había hecho compras de Navidad para nadie, Víctor ignoraba qué se vendía y qué no.
—¿Cuánto tiempo tardarás en conseguir que ande? —inquirió mirando el Honda.
Ella siguió su mirada y suspiró.
—Otra hora, como mínimo.
—Esperaré.
Myriam se giró rápidamente para mirarlo, y luego sus ojos se deslizaron hasta la puerta que separaba el taller de la oficina.
—Es que hay algo más —dijo—. Anoche, cuando me invitaste, había olvidado que...
La puerta se abrió de pronto, empujada por Jeremy, cuyos ojitos se ensancharon al ver a Víctor.
—¡Hola! ¿Vas a venir con nosotros? —preguntó el pequeño.
—¿Con «nosotros»? —repitió Víctor, paseando la mirada desde el niño hasta Myriam.
Ella se encogió de hombros y volvió a sonreír.
—A ver a Santa Claus —anunció Jeremy—. Bueno, no al auténtico, sino al de los grandes almacenes. Su ayudante.
—¿Santa Claus? —repitió nuevamente Víctor sin poder evitarlo.
El niño esbozó una sonrisa traviesa.
—Algunos amigos míos dicen que no existe, pero, ¿y si existe y se enfada porque nadie cree en él? Entonces no me traerá los regalos que he pedido. Por eso no quiero que se enfade, ¿sabes?
—Sí —respondió Víctor. Luego, mirando a Myriam a los ojos, dijo—: De modo que, después del coche de Laura, va Santa Claus, ¿no?
—Lo siento —dijo ella—. Pero se lo he prometido.
—Y una promesa es una promesa, ¿eh, Myriam? —dijo Jeremy con cierta fanfarronería.
Víctor reflexionó. Maldición, no pensaba esperar a que arreglara el coche y luego pechar con la visita a Santa Claus. Deseaba estar a solas con Myriam... y quizá aún pudiera conseguirlo.
—Te propongo un trato —dijo acercándose a ella—. ¿Qué tal si yo arreglo este montón de chatarra, mientras tú llevas a Jeremy a ver a Santa Claus? Así nos dará tiempo a ir a almorzar —no estaba nada mal, se dijo. Una solución digna del propio Salomón.
—No.
—¿Por qué no? Entiendo de coches casi tanto como tú.
—Tal vez —dijo Myriam—. Pero éste es mi taller. Se trata de mi reputación y mi responsabilidad.
—De acuerdo, lo comprendo —contestó Víctor. No deseaba comprenderlo, pero lo comprendía—. Pero tiene que haber alguna solución.
Por el rabillo del ojo, vio que Jeremy los observaba, y se preguntó si aquello no sería también un plan de Myriam. Como la cena de la noche anterior. ¿Acaso evitaba deliberadamente estar a solas con él?
—Hay una solución... si te ves capaz —dijo ella tras una larga pausa.
—Chica, ya te lo he dicho. Soy un marine. Puedo con cualquier cosa.
—Muy bien. Entonces, lleva tú a Jeremy a los grandes almacenes. En cuanto haya acabado aquí, me reuniré con vosotros.
—Eh, espera un momento —protestó Víctor en voz muy alta, para hacerse oír por encima de los gritos de alegría de Jeremy—. Tiene que haber otra solución. Iré a tu casa. Se lo diré a Gina. Quizá ella pueda...
—Está en su clase de baile de salón.
—Tu madre...
—Ha ido a la peluquería.
—Ángela...
—En San Diego —le recordó Myriam—. Es la única solución, Víctor.
Él miró de soslayo al pequeño, que aguardaba su decisión. Qué diablos. Tenía dos alternativas: avanzar o retirarse. Y un buen marine siempre tomaba decisiones con prontitud.
—De acuerdo.
Jeremy prorrumpió de nuevo en gritos y salió del taller a la carrera para montarse en el coche de Víctor. Unos grandes almacenes. En fin de semana. Y en época de Navidad. Víctor había acudido a otras batallas con más confianza en sus posibilidades de supervivencia.
—Dentro de una hora —dijo Myriam, interrumpiendo sus pensamientos—. En el exterior de los grandes almacenes.
Sí, los grandes almacenes. Hurra.

Espero sus comentarios.

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Mensaje  alma.fra Miér Nov 16, 2011 12:01 pm

Pobre Victor, esa Myri lo hace sufrir mucho jeje. Gracias por el capitulo.
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Mensaje  Dianitha Miér Nov 16, 2011 7:15 pm

graciiias por el cap niiña What a Face What a Face
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Mensaje  jai33sire Miér Nov 16, 2011 9:57 pm

Capítulo 6
Los aparcamientos parecían un Campo de batalla. La única diferencia era que allí no había bandos. Cada uno luchaba por sí mismo. Víctor agarró el volante con fuerza suficiente para romperlo, y trató de mantenerse atento a todo al mismo tiempo. Lo cierto era que su preparación militar le estaba ayudando. Había que aprovechar la menor oportunidad para avanzar y proteger los flancos.
—Vamos a llegar tarde —gimió Jeremy en el asiento del pasajero.
—No te preocupes, chaval —lo tranquilizó Víctor—. Yo nunca llego tarde.
Una mujer en un BMW rojo descapotable lo adelantó, y seguidamente le hizo un gesto que sin duda carecía de espíritu navideño. Apretando los dientes, Víctor desistió de acercarse más a los grandes almacenes y decidió estacionar el coche en una plaza de aparcamiento que parecía quedar a varios kilómetros del centro comercial en sí. De ese modo, al menos, saldrían de la refriega.
Paró el motor y miró al pequeño. Jeremy prácticamente vibraba lleno de excitación. Era evidente que tenía una gran fe en Santa Claus. Víctor contempló sus radiantes ojitos y supo, sin asomo de duda, que sus sueños navideños se harían realidad. Las Santini se encargarían de ello. Aquel niño nunca conocería la desilusión de encontrarse una mañana de Navidad con las manos vacías. Los recuerdos acudieron á su mente, y Víctor luchó valientemente por rechazarlos. El pasado ya no tenía ningún poder sobre él, se dijo. Había dejado muy atrás al niño que fue antaño. El niño que aprendió, prematuramente, que creer en las personas era abocarse al desengaño.
—¿Podemos salir ya? —preguntó Jeremy al tiempo que se quitaba el cinturón de seguridad.
—Sí —respondió Víctor, sintiendo la súbita necesidad de darse prisa y acabar con aquello cuanto antes—. Vamos.
Tras apearse del coche, lo cerró con llave y se dirigió hacia la parte trasera, donde lo esperaba Jeremy. Conforme se encaminaban hacia el centro comercial, el pequeño le dio la mano y empezó a tirar de él para que acelerara el paso. Víctor miró al niño y sintió el calor de su manita en la suya. Pocas veces tenía niños a su alrededor, y en esas raras ocasiones procuraba siempre guardar las distancias. Pero, últimamente, las distancias eran lo único que parecía incapaz de guardar.
—Ya falta muy poco para la Navidad, ¿sabes? —dijo Jeremy con voz teñida de entusiasmo.
Tras efectuar un rápido recuento mental, Víctor respondió:
—Todavía faltan tres semanas.
—Sí, muy poco.
Al parecer, todo el mundo estaba de acuerdo con el pequeño. Incluso en la base, la época navideña se vivía con plena intensidad. La mayoría de sus amigos disfrutarían de permisos para estar con la familia. Él, sin embargo, apenas recordaba una sola Navidad que no le hubiera resultado amarga.
—¿Qué deseas tú para esta Navidad, Víctor?
—¿Eh? —había estado absorto en sus pensamientos, y volvió a la realidad con un sobresalto cuando un Volkswagen pasó a toda pastilla junto a ellos.
—Para esta Navidad —repitió Jeremy—. ¿Qué has pedido?
—Oh —exclamó Víctor, y luego se encogió de hombros. Al instante, la visión de Myriam, envuelta en un lazo rojo y con poco más encima, apareció en su mente. Pero, dado que no podía decirle semejante cosa a su sobrino, se limitó a decir: —Nada.
El pequeño se echó a reír y meneó la cabeza.
—Todo el mundo quiere algo.
Querer algo y conseguirlo eran dos cosas muy distintas. Y una parte de Víctor deseó que el niño nunca tuviera que descubrirlo. Cambiando ligeramente el tema de conversación, preguntó:
—¿Y qué quiere tu tía Myriam? ¿Lo sabes?
Jeremy esbozó una sonrisita y tiró de él con más fuerza. El centro comercial parecía hallarse aún a kilómetros de distancia.
—Yo voy a regalarle una llave inglesa nueva —declaró el pequeño con orgullo.
Víctor sonrió.
—Le gustará.
—Ya lo sé —dijo Jeremy muy seguro de sí mismo—. Gina dice que Santa Claus debería traerle a Myriam un hombre.
Víctor arqueó las cejas.
—Pero mi madre dice que Myriam no sabría qué hacer con él, de todos modos.
Recordando el beso que se dieron en la oscuridad, Víctor pensó que tenía que discrepar de Ángela. Aun así, le alegraba saber que no había ningún otro hombre en la vida de Myriam. Dicho pensamiento le hizo reflexionar unos instantes. Porque él no formaba parte de su vida. ¿O sí?
—¿Myriam no tiene ningún novio? —inquirió, dejándose arrastrar por el pequeño.
Jeremy se rió y negó con la cabeza.
—Qué va —dijo— Ella no es como Gina.
Cierto, se dijo Víctor. Y, por lo que a él respectaba, agradecía la diferencia. Pero deseaba conocer la opinión del niño, así que siguió preguntándole.
—¿Qué quieres decir?
—Myriam hace cosas interesantes —aseguró Jeremy— Como pescar o jugar al béisbol. No tiene tiempo para salir con hombres.
Eso, desde luego, era cierto. A Víctor nunca le había costado tanto trabajo conquistar a una mujer.
—¿Vas a ser tú su novio? —preguntó Jeremy de repente.
Víctor se quedó mirando al pequeño. Éste lo observaba con cautela, esperando la respuesta.
—¿Crees que debería serlo?
Jeremy se detuvo en seco, ladeó la cabeza y se lo pensó un momento.
—Sí. Porque podrías enseñarme a batear de verdad. Y creo que le gustas a Myriam.
—¿Ah, sí? —Preguntó Víctor, sorprendido por el súbito estallido de calor que le produjo la respuesta—. ¿Por qué?
—Porque se comporta de forma muy rara cuando estás tú delante. Como si no pudiera respirar bien, o algo así. Por eso creo que sí, que deberías ser su novio.
Víctor miró al niño y sonrió.
—Haré lo que pueda —dijo, absolutamente resuelto a cumplir la promesa. No le importaría nada ser el novio de Myriam. Temporalmente, cuando menos.
En la cola formada ante el trono de Santa Claus parecían apretujarse millones de niños, todos riendo, chillando y saltando con entusiasmo. Por fin, cuando llegó el turno de Jeremy, un elfo lo acompañó hasta el trono, y el pequeño se acomodó en el regazo de Santa. Mientras los dos hablaban, otro elfo tomó una fotografía y se giró hacia Víctor con una sonrisa.
—¿Quiere una foto de su hijo con Santa Claus? —inquirió la chica disfrazada de elfo, mirándolo lentamente de arriba abajo—. Son sólo cuatro dólares.
—No es mi... —Víctor se interrumpió antes de negar su paternidad. Al «elfo» no le importaba el parentesco existente entre Jeremy y él. Y, por alguna extraña razón, mientras permanecía allí, rodeado de niños y sus padres, deseó formar parte de aquella locura.
Por primera vez en su vida, Víctor se sintió próximo a un regocijo que los demás daban por asumido. Se giró hacia Jeremy y, mientras observaba cómo el pequeño confiaba sus secretos al hombre vestido de Santa Claus, esperó que nunca se sintiera defraudado. Quiso pensar que el niño siempre sentiría la magia que ahora lo rodeaba. Que jamás perdería la felicidad que iluminaba su carita.
—¿Señor? —Dijo el elfo—. ¿La foto?
Víctor volvió a posar su mirada en el niño que aún susurraba en tono confidencial a Santa. Notó que el corazón se le henchía, lleno de unas emociones cuya naturaleza no se atrevía a cuestionar ni a examinar.
—Sí —respondió, sin dejar de mirar a Jeremy—Démela —y sacó la cartera para comprar un pequeño trozo de Navidad.
Myriam se apresuró por el centro comercial, esquivando a los compradores cargados de abultadas bolsas. La reparación le había llevado más de lo esperado, y luego había tenido que pasarse por su casa para cambiarse de ropa. Tras una rápida busca, divisó a Jeremy y a Víctor, sentados en una cafetería próxima al trono de Santa Claus. Reuniendo lo que le quedaba de valor, se abrió paso por entre la multitud que se interponía entre ellos.
—Hola —saludó al tiempo que se sentaba junto a Jeremy.
La mirada de Víctor se trabó con la suya, y Myriam notó que un leve calor la invadía por dentro.
—Ya he hablado con Santa Claus, Myriam —informó Jeremy—. Y Víctor ha comprado la foto para que puedas verla —le pasó la fotografía y añadió en un susurro— Pero no se la enseñes a nadie excepto a mamá y a la abuela, ¿eh?
—Muy bien —aseguró Myriam, y apenas echó un vistazo a la foto antes de mirar de nuevo a Víctor—. Gracias. Gracias por haberlo traído.
—No hay de qué —respondió él—. ¿Acabaste la reparación?
Estupendo, se dijo ella. Terreno seguro.
—Sí. Pero el coche está prácticamente para el desguace. No creo que aguante mucho más.
—¿Por qué no se compra Laura otro coche? —inquirió Jeremy.
—Porque no tiene dinero, cariño —explicó Myriam.
—Quizá Santa Claus le traiga uno.
—Quizá —pero Santa no solía tener demasiado presentes los sueños y los deseos de los adultos. Quizá pensaba que eran perfectamente capaces de hacerlos realidad por sí mismos. Y a propósito de sueños...
Myriam parecía incapaz de apartar la mirada de Víctor. Desde la noche anterior, no había dejado de pensar en él, de revivir el beso, aunque advirtiéndose a sí misma que no debía hacerse ilusiones. Que aquel beso le hubiera llegado a lo más profundo no quería decir que hubiese significado lo mismo para él. Sin embargo, mientras contemplaba sus ojos negros, tuvo la impresión de que Víctor también estaba rememorando aquellos minutos compartidos en la oscuridad.
—¿Qué tal si llevamos a Jeremy a casa y luego nos vamos a cenar? —propuso él de repente.
A cenar. Myriam se lo pensó un par de segundos, y luego decidió que sí, que iría a cenar con él. Cuando pasaran algún tiempo a solas, Víctor comprendería que ella no era su tipo y se marcharía. Con suerte, antes de lastimarla demasiado. Además, deseaba volver a estar con él, aunque fuera por última vez. Deseaba que la besara de nuevo, sentir su calor, sus brazos rodeándola. Por una vez en la vida, quería saber cómo era sentirse deseada por un hombre. Por aquel hombre.
—De acuerdo —se limitó a decir, esperando que Víctor no captara el ligero temblor de su voz.
—Eh —se quejó Jeremy—, que yo también tengo hambre.
Víctor enarcó una ceja, formulando así una silenciosa pregunta. Myriam le respondió dirigiéndose a su sobrino.
—Esta noche no, pequeño —su mirada volvió a posarse en Víctor, y añadió— Esta noche es para los adultos.
—Dios santo, chica —exclamó Gina—, ¿es que nunca te cepillas el pelo?
—Por supuesto que sí —respondió Myriam, y a continuación gritó cuando su hermana le pasó el cepillo por los enredados rizos.
Miró con rabia a Gina a través del espejo, y luego a las otras dos mujeres que se habían atrincherado en su dormitorio. Desde que se enteraron de que Myriam iba a salir a cenar, las tres habían desplegado todos sus recursos. Por lo visto estaban decididas a hacerla pasar por las puertas de la feminidad, aunque fuera gritando y pataleando. Su dormitorio, su refugio sagrado, tenía el aspecto de haber sido sacudido por una bomba. Un montón de vestidos, probados y luego descartados, yacían encima de la cama. Zapatos, medias y más cosméticos de los que Myriam había visto en su vida, ocupaban los demás espacios disponibles. Jeremy se había quedado en casa, jugando a los videojuegos, mientras las Santini transformaban a Myriam en una bella desconocida. Gina volvió a pasarle el cepillo por los rizos, aún calientes, y Myriam se echó mano al cabello.
—No te importará dejarme unos cuantos mechones en la cabeza, ¿verdad?
—Para presumir hay que sufrir —dijo la madre desde su posición en el filo de la cama de Myriam.
—¿Y quién inventó esa regla? ¿Un hombre?
—Probablemente —concedió Ángela mientras le daba una palmadita en la mano—. Deja de tirar de la tela. El cuello no subirá más, y vas a arrugarlo.
—Se me saldrán los pechos —protestó Myriam. Nunca se había puesto un vestido tan escotado, y estaba convencida de que pillaría una neumonía antes de que acabara la noche.
¿Cómo la habían convencido de que se pusiera aquel traje de Gina? En realidad, conocía perfectamente la respuesta. Aquella noche deseaba ser más de lo que solía ser normalmente. Deseaba ser la reina del baile, la princesa de la fiesta y Miss América, todo en uno.
—Los pechos no se te saldrán —dijo Gina con un rictus burlón—. Pero, si tienes suerte, quizá puedas sacarlos con facilidad.
—¡Gina! —la voz de la madre parecía severa, pero las tres sabían que ya había renunciado a domeñar a su hija menor.
—Si no se me congelan antes —susurró Myriam.
Ángela tomó una barra de labios y una brocha y, a continuación, giró a Myriam hacia ella.
—Dios sabe que lamento coincidir en algo con Gina. Pero, la verdad, Myriam, ya iba siendo hora de que hicieras esto.
—Amén —musitó Gina.
—Eres muy guapa, hija —terció la madre—. Deberías sacarle más partido a tu atractivo.
—¿Ocultando mi identidad bajo kilos de maquillaje? —preguntó Myriam, mirándose de reojo en el espejo. Mmm, no estaba nada mal...
—Se trata de acentuar tu belleza interior —dijo Gina en tono alto y pomposo.
Belleza interior. Sí, claro. Lo que interesaba a todos los hombres. Ángela terminó de pintarle los labios y le soltó la barbilla. Luego estudió el rostro de Myriam como si se tratara de una obra de arte recién acabada.
—Bien —dijo para sí, antes de alargar la mano hacia el bote de perfume que había llevado consigo. Inclinándose, le aplicó unas gotas detrás de las orejas y seguidamente le entregó el bote—. Ponte un poco entre los senos.
Myriam tomó el frasco de cristal con fuerza suficiente para romperlo.
—¿No basta con que estén a la vista de todo el mundo? ¿Encima tienen que oler bien?
—Ay, Dios —musitó Gina—. Todo esto se desperdicia contigo, ¿lo sabías?
—Ya basta, Gina —advirtió la madre.
—Si es italiana, por el amor de Dios —prosiguió la menor de las Santini—. De sangre caliente, como el resto de nosotras.
—Ser italiana no equivale a estar obsesionada con el sexo —terció Ángela.
—Llevas tanto sin practicarlo que ya no te acuerdas —repuso Gina.
—¡Ya está bien! —Maryann dio una palmada y siguió diciendo— Basta ya de discusiones. Myriam será como es... —se encontró con la mirada de su hija mediana en el espejo—. Lo cual es más que suficiente para cualquier nombre.
Myriam le dirigió una cálida sonrisa y, conmovida, le susurró:
—Gracias, mamá.
La madre le devolvió la sonrisa y alzó la mano para dar énfasis a su siguiente comentario.
—Aunque eso no significa que un poco de ayuda esté de más. Vamos, ponte el perfume donde te ha dicho tu hermana. Y, Gina, no deseo saber nada más de tu «sangre caliente», ¿está claro?
—Ni nosotras tampoco —añadió Ángela.
—Eso es envidia —replicó Gina— Todas me tenéis envidia.
Myriam se acercó diligentemente el aplicador del frasco al canal de sus senos y se estremeció al sentir el frío cristal en la piel. Mientras le devolvía el perfume a su hermana, se echó una última ojeada en el espejo.
Era su reflejo, sí, pero parecía diferente.
—Guapa, ¿eh? —comentó Gina, admirando su obra.
—De guapa, nada —dijo Ángela—. Está bellísima.
—Siempre lo ha sido —terció la madre.
Myriam se miró durante largos momentos, luego respiró hondo y se levantó.
—Muy bien, supongo que ya estoy lista.
—Ya verás cuando Víctor te ponga los ojos encima —dijo Gina con una sonrisita picara.
Ángela sonrió al tiempo que alargaba las manos para alisarle la falda.
—Se le saldrán de las órbitas, cariño.
De repente, Myriam notó que estaban a punto de saltársele las lágrimas. Nunca había hecho algo así antes. Compartir una sesión femenina de vestuario y maquillaje con su madre y sus hermanas. Le resultaba extraño... pero agradable.
—No te atrevas a echarte a llorar y estropear el maquillaje —le advirtió Gina con severidad.
Myriam se rió, como había sido la intención de su hermana, y pensó que tal vez tuvieran razón. Quizá ya iba siendo hora de que se quitara el mono de trabajo y viera el mundo con los ojos de una mujer.
Alguien llamó a la puerta. Y quizá, se dijo Myriam con una súbita punzada de inseguridad, aún estaba a tiempo de cancelar aquella cita.
—Ya está aquí —dijo Gina innecesariamente.
—Oh, Dios mío —susurró Myriam con la garganta repentinamente atenazada.
—Estás preciosa, Myriam —dijo Maryann al tiempo que cruzaba el dormitorio para abrazarla—. Ahora, no te preocupes por nada. Sé tú misma.
Myriam sabía que se trataba de un buen consejo, pero, ¿cómo podía ser ella misma, si ni siquiera lo parecía? No. Eso no daría resultado. Aquella noche sería otra mujer. Una mujer de sangre caliente, como Gina. Una mujer bella, como Ángela. Y una mujer segura de sí misma, como su madre. Aquella noche sería la mejor de todas las mujeres Santini. La Myriam que siempre había anhelado ser.

Espero sus comentarios.

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Mensaje  alma.fra Jue Nov 17, 2011 11:05 am

Muchas gracias por el capitulo ¡¡¡¡ No tardes con el siguiente, ya kiero saber como les va en la cena. Un Ferviente Deseo Maureen Child  953882
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Mensaje  Dianitha Jue Nov 17, 2011 11:05 am

graciias por el cap niña xfa no tardes con el siguiente sii Un Ferviente Deseo Maureen Child  196 Un Ferviente Deseo Maureen Child  196 Un Ferviente Deseo Maureen Child  196 Un Ferviente Deseo Maureen Child  196
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Mensaje  jai33sire Dom Nov 20, 2011 11:45 pm

Capítulo 7
Víctor llamó otra vez a la puerta, y no pudo evitar preguntarse si Myriam habría vuelto a cambiar de opinión. Quizá no quería salir con él. O quizá, se dijo, los acompañaría alguna de sus hermanas. O su madre. O Jeremy. Nunca había tenido relaciones con una mujer tan dedicada a su familia. Y aún no estaba seguro de que le gustase.
En lo alto, un claro cielo invernal resplandecía con millones de estrellas, y el omnipresente viento del océano azotaba a Víctor con su gélido aliento. Se metió las manos en los bolsillos y deseó que su abrigo fuese más grueso. En ese momento se abrió la puerta, y todos sus pensamientos, salvo uno... se disolvieron.
Bellísima. Myriam Santini era, sin duda, la mujer más impresionante que había visto jamás. A la luz de una solitaria lámpara, su cabello negro brillaba con los destellos de los relucientes pasadores que apartaban la lustrosa melena de su rostro. Por primera vez desde que la había conocido, llevaba maquillaje, pero sólo el suficiente para realzar la belleza de sus ojos y la exuberante carnosidad de sus labios. Le llegó una suave fragancia de flores, y Víctor inhaló ansiosamente mientras recorría a Myriam con la mirada. El corazón le dio un vuelco y su respiración se aceleró conforme admiraba la prominencia de sus senos sobre el escote del vestido.
Unas largas mangas rojas se ceñían a sus esbeltos brazos, y el dobladillo de la corta falda dejaba ver un par de piernas sorprendentes. Lentamente, Víctor fue ascendiendo con la mirada hasta contemplar sus ojos verdes. Luego sonrió, meneó la cabeza y dijo:
—Nena, estás increíble.
Myriam sonrió y alzó levemente el mentón, sacudiéndose un poco el cabello.
—Gracias. Esta noche me siento increíble.
Y él se sentía afortunado. Tan afortunado, que estaba seguro de que algo saldría mal.
—¿Estás lista? —preguntó al tiempo que le ofrecía la mano.
—Sí —respondió ella mientras tomaba el abrigo de una silla cercana. Luego salió al porche y cerró la puerta.
Envuelto en su aroma, Víctor tuvo que hacer un gran esfuerzo para no agarrarla y atraerla hacia sí. Deseaba volver a saborear su boca. Pero tenían una mesa reservada para cenar. Lo cual era una lástima, porque de lo único que Víctor tenía hambre era de ella.
Las mesas estaban adornadas con pequeños ramos de flores, y en un rincón del restaurante ardía una chimenea de ladrillo visto. El tintineo suave de las copas y el murmullo de las conversaciones llenaban el local, pero Víctor no les prestó atención. Sólo tenía ojos para Myriam. Por desgracia, lo mismo le sucedía al camarero. El hombre apareció para llevarles el postre, y se quedó mirando a Myriam con tal fascinación que estuvo a punto de dejar caer un trozo de tarta de manzana sobre el regazo de Víctor.
—¡Eh! —protestó éste, sujetando el plato de porcelana fina justo a tiempo.
El camarero le dirigió una rápida mirada de disculpa y se encogió de hombros.
—Lo siento —luego, volviéndose hacia el objeto de su adoración, preguntó—: ¿Le apetece más café, señorita?
Víctor apretó los dientes. Estaba acostumbrado a que otros hombres admiraran a sus acompañantes. Lo que le resultaba nuevo era el rescoldo de ira que le quemaba las entrañas cada vez que el camarero babeaba sobre Myriam. ¿Celos, acaso?, se preguntó, sorprendido ante su propia actitud. Diablos, nunca antes se había puesto celoso, e incluso solía reírse de sus amigos cuando éstos le describían las desagradables sensaciones que estaba experimentando ahora. Pero, maldita fuera, no tenía nada de gracioso ver cómo un desconocido se comía a Myriam con los ojos.
—¿Café? —volvió a preguntar el camarero.
Myriam le dirigió una sonrisa y negó con la cabeza.
—No, gracias.
Mientras el hombre se alejaba, Víctor dijo:
—Te agradezco que hayas rechazado el café. De lo contrario, podría haber sufrido quemaduras de tercer grado en una zona que prefiero tener intacta.
Myriam emitió una risita.
—Me parece un tipo muy amable.
—Claro —dijo Víctor, volviéndose para mirar al camarero con hostilidad—. A ti no te ha derramado encima una ensalada.
—Menos mal que la guarnición iba aparte —observó Myriam entre risas.
Cierto, se dijo Víctor. En lugar de quitarse hojas secas de lechuga de los pantalones, podía haber acabado regado de queso fundido. Myriam apoyó los codos en el mantel de lino y se inclinó hacia delante, brindándole un excelente panorama de los senos que él intentaba no mirar con excesivo descaro.
—Bueno, sobreviviré mientras no regrese con algún postre flameante.
Ella se echó a reír de nuevo, y Víctor se dio cuenta de que disfrutaba con aquel sonido.
—Ha sido muy agradable, Víctor —dijo Myriam, atrayendo nuevamente su atención hacia aquellos ojos que lo obsesionaban—. Gracias por haberme traído.
—Llevo intentando que salgas conmigo desde que te conocí —le recordó él.
—¿Y ha valido la pena la espera? —inquirió ella, con una nota provocativa en su voz.
—Oh —respondió Víctor con un leve gesto de asentimiento—, ya lo creo que sí.
—Bien —Myriam alzó la cuchara y tomó un trozo de helado de limón. Sus labios se cerraron sobre el dulce, y él observó cómo suspiraba conforme se le disolvía en la lengua. Víctor se removió incómodo en la silla, agradeciendo que el restaurante estuviera poco iluminado. De otro modo, habría tenido que abotonarse el abrigo para no sentirse avergonzado.
—¿Cuánto tiempo llevas en los marines?
—¿Mmm? —él sacudió la cabeza para aclarársela—. ¿Qué?
Myriam le sonrió.
—Te he preguntado cuánto tiempo llevas en los marines.
—Ah —«mantente concentrado en la conversación», se ordenó Víctor—. Toda la vida.
—¿Tanto? —Con una sonrisa, Myriam tomó otra cucharada de helado—. Pues estás muy bien para tener una edad tan avanzada.
Y estaba envejeciendo por momentos, pensando en ella y en lo que le gustaría estar haciendo, en vez de permanecer allí sentados charlando educadamente.
—Bueno, muchas gracias.
Myriam lamió la cuchara, y los suaves movimientos de su lengua alteraron increíblemente el pulso de Víctor.
—¿Cuánto tiempo llevas, ahora en serio? —preguntó ella.
—Alrededor de quince años —consiguió responder él.
—¿Y seguirás de por vida? —inquirió Myriam, al tiempo que hundía la cuchara en el helado del que Víctor empezaba a sentir envidia.
—Sí —respondió él, apartando la mirada de su boca y del sensual modo en que se comía el maldito helado—. Desde el principio tuve claro que iría para largo.
—¿De veras? ¿Y no hay ninguna otra cosa que te guste hacer?
Por un efímero momento, Víctor pensó en su viejo sueño de abrir un taller de restauración de coches. Diablos, hasta tenía varios automóviles guardados en diversos talleres de almacenaje de todo el país. Allá donde lo destinasen, compraba algún coche antiguo para restaurarlo personalmente. Siempre se había dicho que era un hobby, y lo cierto era que le ayudaba a entretenerse cuando no estaba de servicio. Un hombre sin familia ni ataduras tenía mucho tiempo libre.
Nunca le había hablado a nadie de aquel viejo sueño, pero aquella noche se lo contó a Myriam. Cuando hubo terminado, ella preguntó:
—¿Y por qué no lo haces? Abrir tu propio taller, quiero decir.
—No —Víctor meneó la cabeza y apartó a un lado la tarta de manzana—. No sé si podría parar mucho tiempo en el mismo sitio.
—Es curioso —dijo Myriam, apartando el helado—. No sé si yo soportaría viajar tanto —meneó lentamente la cabeza—. ¿Una casa nueva cada pocos años? ¿Ningún hogar definitivo?
—Eres una mujer apegada a sus raíces, ¿eh? —dijo Víctor provocativamente.
—Y tú no tienes raíces —contestó ella con suavidad.
—Supongo que no existe el punto intermedio, ¿verdad?
—No, supongo que no —respondió Myriam en tono quedo.
Víctor alargó la mano por encima de la mesa y la puso encima de la de ella. El rápido fogonazo de calor que generó aquel contacto caldeó su interior, mientras preguntaba:
—¿Nunca has deseado... marcharte? ¿Conocer sitios nuevos?
—¿Marcharme? —repitió Myriam.
—Sí. Irte a algún sitio donde nadie te conozca.
Ella negó con la cabeza.
—No. ¿Por qué iba a desearlo?
Víctor arrugó la frente y entrelazó sus dedos con los de Myriam.
—Para ser tú misma. Para estar sola y hacer lo que te apetezca.
Ella le sonrió, pero la expresión de sus ojos era de desconcierto.
—Eso ya lo tengo.
—¿De veras? —Inquirió Víctor—. Hace varios días que te conozco, y casi nunca te he visto sin Jeremy, Gina o tu madre...
—Son mi familia —protestó Myriam.
No lo comprendía, y Víctor sabía que no debió haber esperado que lo comprendiese. Ella no había crecido viajando de un sitio a otro. No había aprendido prematuramente que el que viajaba, viajaba más deprisa solo. Era imposible que conociera las ventajas de no tener a nadie a quien dedicar tu tiempo. Tu vida.
—Arenas movedizas —musitó Víctor.
—¿Qué?
El inhaló profundamente y entrelazó sus dedos con los de ella. Myriam le acarició el dorso de la mano con el pulgar, y una parte de la mente de Víctor se concentró en las sensaciones que aquellas caricias despertaban en su interior.
—Las familias —dijo con voz apagada—. Siempre me han parecido arenas movedizas —y procedió a explicárselo—: Están tan cerca que te absorben y te atrapan. Nunca eres libre de ser lo que deseas en realidad.
Myriam lo observaba, tratando de descifrar su expresión, pero al parecer Víctor Garvey había pasado demasiados años aprendiendo a ocultar lo que pensaba. Ella no conseguía entender sus sentimientos sobre la familia, y se dijo que su vida debía de ser muy solitaria. Al instante, a su mente acudieron imágenes de su familia, y Myriam pensó que sin ellos su vida estaría vacía.
—Yo siempre he pensado en mi familia como en un barco salvavidas —explicó serenamente, tratando de mitigar las sombras de dolor que oscurecían los ojos de Víctor.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes —prosiguió Myriam, sin dejar de acariciarle el dorso de la mano con el pulgar—, una especie de red de seguridad. Todos nos ayudamos los unos a los otros. Nos apoyamos en los momentos difíciles, y nos animamos mutuamente cuando las cosas van bien. Mi madre dice que el hogar es aquel sitio donde a uno jamás se le cierra la puerta.
Víctor no dijo nada, y Myriam preguntó con voz tranquila:
—¿Dónde está tu red de seguridad, Víctor?
Él le apretó la mano, luego la soltó y alargó el brazo hacia la carpeta de piel que contenía la cuenta. Dirigiéndole una sonrisa que no ocultaba las sombras que se cernían sobre sus ojos, respondió:
—Supongo que ahora mismo está en Camp Pendleton.
Mientras Víctor ojeaba la factura y sacaba el dinero, Myriam siguió diciendo:
—Sé que dijiste que no tienes familia, pero seguramente habrá alguien...
—Sólo el ejército —contestó él, y debió de captar la compasión de sus ojos, pues añadió—: No te molestes en compadecerte de mí —se sonrió a medias—. Arenas movedizas, ¿recuerdas?
—Sí —dijo Myriam—. Lo recuerdo —pero no podía evitar preguntarse si seguiría sintiendo lo mismo en caso de contar con el apoyo de una familia.
Había visto su paciencia y su amabilidad con Jeremy, además del trato amistoso que había dispensado a su madre y sus hermanas. Myriam tenía la sensación de que Víctor Garvey no era consciente de lo mucho que ansiaba una familia. Había pasado tanto tiempo de su vida solo, que había llegado a pensar que no había otra manera de vivir. Myriam notó una punzada de dolor por aquel hombre que tenía tanto que ofrecer y nadie a quien ofrecérselo.
Mientras Víctor pagaba la cuenta, Myriam esperó en el paseo de madera que se extendía junto a la hilera de restaurantes del puerto. La fría brisa del mar la azotaba, haciendo que la falda le revoloteara en torno a los muslos. Myriam ladeó el rostro contra el viento, y sintió la húmeda caricia del aire salado en las mejillas y en el pecho. Con la previa preocupación por pillar una neumonía desvanecida junto al resto de su mente racional, dejó abiertos los faldones del abrigo para que el viento los ciñera a su cuerpo.
—Debes de estar congelándote —dijo Víctor acercándose a ella por detrás.
Sorprendida, Myriam se giró para mirarlo y, a la suave luz de las farolas del paseo, vio que sus ojos se oscurecían mientras la contemplaba. Quizá una parte de ella debería ofenderse por el hecho de que se sintiera tan atraído hacia la «nueva y mejorada» Myriam... la desconocida que era aquella noche. Pero contemplar sus ojos, mientras la miraban, generó agradables espirales de calor por todo su cuerpo. Un dolor leve y profundo se adueñó de su bajo vientre, y le pareció como si le hubieran constreñido el pecho con una cadena de hierro que dificultaba su respiración.
Víctor le echó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. Apretada su espalda contra el cuerpo de él, Myriam sintió su dureza, su sólida fuerza, y un intenso calor se propagó por sus venas. Se trataba de algo elemental. De una poderosa conexión que los unía sin remedio, y Myriam decidió que aquella noche sería la ocasión perfecta para explorarla. Para descubrir aquello con lo que siempre había soñado. Para encontrar en los brazos de Víctor la magia que sabía que otras mujeres habían encontrado.
Los brazos de él la rodearon, y ambos permanecieron inmóviles, con la mirada perdida en el puerto. Las lujosas casas brillaban con miles de titilantes lucecitas de Navidad, cuyo reflejo rielaba en las oscuras aguas, como si puñados de estrellas multicolores hubiesen caído del cielo. Desde algún lugar lejano les llegó la melodía de Noche de Paz. Myriam se quedó sin respiración. Todo era tan hermoso. Tan perfecto... Víctor la estrechó con más fuerza y ella se estremeció.
—Tienes frío —le susurró él al oído, y la caricia de su cálido aliento la hizo temblar.
¿Frío? No creía que volviera a tener frío nunca más. No mientras durase el fuego que ardía en su interior.
—No —musitó Myriam meneando la cabeza—. No tengo frío. Tengo...
—¿Qué? —Víctor la hizo girar entre sus brazos y la atrajo fuertemente hacia sí, ciñendo su cuerpo al suyo.
Luego la miró a los ojos, hasta que Myriam pensó que se ahogaría en aquellas cristalinas profundidades negros que contenían tantos secretos y tanta calidez.
¿Cómo era posible que sólo hiciera días que lo había conocido? En aquel momento, para Myriam era como si lo hubiera conocido desde siempre. Como si una parte de ella siempre lo hubiera estado esperando. Y ya no importaba que acabara marchándose algún día. Lo importante era que aquella noche, de momento, Víctor le pertenecía. Y Myriam deseó, de repente, pertenecerle a él.
—¿Myriam? —inquirió Víctor, y alzó una mano para pasarle la yema de los dedos por la mejilla.
Ella tragó con dificultad y cerró los ojos brevemente ante la sensación de calor que emanaba de sus dedos. Luego, mirándolo de nuevo, se limitó a decir:
—Bésame, Víctor.
—Será un placer —respondió él al tiempo que inclinaba la cabeza para reclamar su boca.
Con delicadeza al principio, sus labios se posaron en los de Myriam. Suave y tiernamente, la besó mientras el viento los envolvía, uniéndolos en un gélido abrazo. A continuación Víctor le posó la palma de la mano en la mejilla e intensificó la profundidad del beso, penetrando en su boca, acariciándole la lengua con la suya, dejándola sin aliento.
Myriam notó que el corazón se le aceleraba desbocadamente, que el estómago le hormigueaba y le fallaban las rodillas. Se apoyó en Víctor, confiando en que él la mantuviera en pie mientras el mundo daba vueltas. Había sido igual que el anterior beso y más aún. Tanto, que Myriam deseó que no terminase nunca. No quería que aquellas sensaciones se acabasen. Y cuando él levantó la cabeza para contemplarla, ella miró a lo profundo de sus ojos y dijo:
—Vámonos a casa, Víctor.
Sabía que él había percibido la necesidad que denotaba su voz, y vio el deseo que también brillaba en sus ojos.
—¿Estás segura? —preguntó Víctor.
Myriam respiró hondo, absorbiendo su aroma. Jamás podría oler de nuevo la fragancia de Old Spice sin recordar aquel momento compartido con él en la oscuridad. Todas sus terminaciones nerviosas hormigueaban con anticipación. Todos sus sentidos se hallaban tensos, al borde del límite. Le costaba respirar y el dolor que sentía en el bajo vientre parecía palpitar al mismo ritmo que su pulso.
¿Segura? Por Dios bendito, como no la llevara a casa pronto, la nueva y mejorada Myriam lo tumbaría allí mismo, en el paseo de madera, y se saciaría de él. Las imágenes mentales inspiradas por semejante idea casi la hicieron caer por el abismo sobre el cual le parecía hallarse. Con la boca seca y el corazón desbocado, Myriam alzó las manos para aferrarse a las solapas de su abrigo. Luego, ladeando la cabeza para mirarlo directamente, susurró con voz ronca:
—Créeme, Víctor. Estoy muy segura.
Él jadeó, inhaló una larga y profunda bocanada de aire y luego le hizo un guiño.
—Yo también.

Espero sus comentarios.

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Mensaje  alma.fra Lun Nov 21, 2011 10:53 am

Ke buen capitulo, muchas gracias¡¡¡¡
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Mensaje  Dianitha Mar Nov 22, 2011 11:16 am

mil graciias por el cap xfa no tardes con el siguiente Un Ferviente Deseo Maureen Child  196 Un Ferviente Deseo Maureen Child  196 Un Ferviente Deseo Maureen Child  196 Un Ferviente Deseo Maureen Child  196
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Mensaje  jai33sire Mar Nov 22, 2011 10:25 pm

Capítulo 8
Sí, se había sentido segura. En el paseo, en la apresurada caminata hasta los aparcamientos, durante la mayor parte del trayecto a casa. Pero, conforme el silencio se espesaba en el coche, su valor comenzó a menguar.
¿Qué estaba haciendo? No era de las que se entregaban a aventuras de una sola noche. Por el amor de Dios, ¿había perdido el juicio?
Víctor detuvo el coche en el sendero de entrada, y Myriam echó un rápido vistazo a la casa principal. ¿Por qué, de repente, se sentía como una adolescente que merodeara furtivamente en compañía de su novio? Era una mujer adulta. Tenía veintiséis años y estaba a punto de perder el humillante estigma de su virginidad.
Myriam reprimió una risotada histérica. Claro. No tenía por qué sentirse nerviosa.
—¿Myriam? —dijo Víctor, y ella alzó los ojos para mirarlo. A la escasa luz, percibió su preocupación, en pugna con el mismo deseo que aún latía en su interior a pesar del súbito torrente de dudas—. ¿Te encuentras bien?
—Sí —musitó Myriam al tiempo que buscaba a tientas la manija de la portezuela—. Estupendamente —se apeó del coche y echó a andar hacia las escaleras de su apartamento. Cada repiqueteo de sus tacones en el cemento parecía emitir un mensaje.
Por desgracia, era un mensaje confuso. Al principio, Myriam oyó: «Hazlo, hazlo». Al instante siguiente, imaginó una voz que le gritaba: «Pon fin a esto, pon fin a esto».
Oh, fantástico. Hasta su conciencia estaba hecha un lío. Precisamente cuando necesitaba pensar con claridad, su cerebro era un caos de deseos y necesidades, de advertencias y punzadas de culpa. Aunque, ¿de qué tenía que sentirse culpable?
Myriam se llevó una mano a la frente conforme subía por las escaleras. Oír a Víctor, un paso o dos por detrás de ella, no contribuía a calmar el frenesí que la embargaba por dentro. Una vez en el rellano, sacó la llave, la introdujo en la cerradura y la hizo girar. Antes de que pudiera entrar, no obstante, Víctor la detuvo posándole la mano en el brazo.
—Eh —dijo quedamente, y su aliento formó una nubecilla a causa del frío—. No sé qué te preocupa, pero...
—No es nada —se apresuró a decir ella, luchando con sus nervios. Había llegado hasta allí. No deseaba abandonar ahora, ¿verdad?
En el apartamento había encendida una solitaria lámpara, y un frágil retazo de luz los iluminaba mientras permanecían allí inmóviles, mirándose mutuamente.
—Sí, te pasa algo —dijo Víctor colocándole las manos en los hombros—. Myriam, no tenemos por qué hacerlo. Si has cambiado de parecer... —emitió una risita forzada—, volveré a meterme en el coche y me iré a la base.
Myriam emitió un suave jadeo y recostó la frente en su pecho. Podía notar los latidos de su corazón, tan frenéticos como los suyos propios. Lo deseaba tanto, que todo su cuerpo parecía gritar por palparlo, por sentirlo. ¿A qué, entonces, se debían aquellas dudas?
Alzando la cabeza, Myriam lo miró y susurró:
—Víctor, no sé lo que quiero...
La boca de él se curvó en una media sonrisa.
—Entonces, esperaremos —dijo encogiéndose de hombros.
—Pero yo no...
—Chist —él le posó un dedo en los labios, transmitiéndole una agradable ráfaga de calor—. No pasa nada.
—Sí, sí que pasa —disgustada consigo misma, Myriam retrocedió un paso y arrojó el bolso al interior del apartamento. Cuando volvió a mirar a Víctor, vio que estaba sonriendo—. ¿Qué pasa?
—Mira —él señaló la pequeña planta clavada en el marco de la puerta. Un lazo rojo colgaba de las hojas, y Myriam sabía perfectamente que la planta no había estado allí cuando se marchó del apartamento.
Gina. No sabía si estrangular a su hermana o darle las gracias.
—Es muérdago —dijo Víctor innecesariamente, y dio un paso hacia ella.
—Sí —susurró Myriam notando cómo su cuerpo volvía a tonarse ligero a causa de la anticipación.
—Entonces, antes de marcharme, creo que deberíamos besarnos —dijo él, colocándose junto a ella—. Prefiero no romper una tradición tan antigua como la del muérdago. ¿Quién sabe qué podría ocurrir?
Ella asintió con entusiasmo.
—Mejor no correr riesgos.
—Exacto —susurró Víctor atrayéndola hacia sus brazos.
Cuando sus labios se unieron, Myriam volvió a sentirlo. Aquel fogonazo de calor, aquella sensación de estar haciendo lo correcto. En el paseo, mientras él la besaba, había estado segura de que aquélla era la noche. Sólo mientras regresaban a casa, cuando tuvo demasiado tiempo para pensar, había empezado a dudar de su propia decisión. Pero estaba equivocada. Aquél no era momento para pensar, sino para sentir. Para experimentar. Para olvidarse de todo lo demás y tomar lo que se le ofrecía.
Separando los labios para recibir su lengua, Myriam le dio la bienvenida y emitió un jadeo sofocado al sentir aquella caricia íntima. Los latidos de su corazón resultaban ensordecedores. Un remolino de deseo y de pura lujuria se adueñó de la boca de su estómago. Esta vez, cuando Víctor interrumpió el beso, Myriam no lo soltó. Le rodeó el cuello con los brazos y susurró con voz quebrada:
—Hazme el amor, Víctor. Ahora.
—Myriam... —él parecía hallarse al borde del límite, y aun así un brillo de incertidumbre centelleaba en sus ojos. Como si deseara que ella volviera a cambiar de opinión.
—Lo digo en serio —confirmó Myriam, alzando una mano para acariciarle la mejilla.
Víctor ladeó la cabeza y le besó la palma de la mano, pasándole la punta de la lengua por la piel hasta que Myriam se estremeció.
—Te deseo —susurró, bañándola con la calidez de su aliento.
—Y yo a ti —contestó ella—. Ahora, Víctor. Por favor, házmelo ahora.
Al parecer, él percibió en sus ojos la verdad de sus palabras, pues la tomó en brazos, entró en el apartamento y cerró la puerta tras de sí. Acunada en sus fuertes brazos, Myriam le tiró de la corbata y, una vez que se la hubo quitado, le desabrochó los dos primeros botones de la camisa, mientras él caminaba a ciegas hasta el sofá.
Víctor la soltó en el suelo y se quitó el abrigo mientras ella hacía lo propio. Con sus miradas entrelazadas, iluminados únicamente por la pequeña lámpara situada en un rincón, empezaron a despojarse con movimientos rápidos de la ropa. Myriam trató de desabrocharse la cremallera del vestido, y gruñó en voz alta cuando ésta se atascó. Víctor se situó a su lado, pasándole los nudillos por la piel de la espalda mientras le bajaba la cremallera.
—Ohhh... —ella suspiró al notar su contacto y, cuando Víctor le dio la vuelta para mirarla, se recostó en él, disfrutando de la textura de su pecho desnudo. Le recorrió con las manos la musculosa espalda y se apretó contra su cuerpo. Aun a través de la tela de los pantalones, sintió la dura y rígida prueba de su deseo presionada contra su abdomen.
—Víctor... —musitó Myriam, retirándose ligeramente para mirarlo a los ojos—. Necesito... —¿cómo iba a suplicarle lo que necesitaba, cuando ni ella misma estaba del todo segura?
—Yo también te necesito a ti, nena —dijo él, y empezó a recorrer con los labios la curva de su garganta, descendiendo hasta el pecho y la prominencia de los senos. Luego se detuvo una última vez—. ¿Ya no tienes dudas? —inquirió con calma.
—No —respondió Myriam, más segura que de ninguna otra cosa en su vida.
Víctor hizo un gesto de asentimiento y prosiguió su exploración.
—He estado pensando en tus senos toda la noche —susurró, acariciándole con su aliento la ya acalorada piel.
—¿De verdad? —preguntó ella con un suspiro, y notó cómo sus hábiles dedos soltaban la presilla del sujetador con un único movimiento.
El delicado encaje cayó a un lado instantáneamente, y Víctor lo arrojó en el suelo. Antes de que Myriam pudiera pensar en sentir vergüenza o cualquier otro sentimiento similar, él la tumbó en el sofá, le cubrió los senos con las palmas de las manos e inclinó la cabeza para saborear los erectos pezones. Lo poco que quedaba de su mente racional se disolvió en un torbellino.
—Oh, cielos —exclamó Myriam. Con la boca seca y los ojos abiertos de par en par, fijó la mirada en el techo mientras los labios y los dientes de Víctor hacían cosas increíbles en su cuerpo. Su espalda se arqueó cuando él se introdujo un pezón en la boca y lo sorbió. Justo cuando Myriam pensaba que moriría de placer, Víctor dejó aquel seno y se concentró en el otro. De nuevo ella sintió cómo sus dientes mordisqueaban y atormentaban la sensible piel— Víctor —dijo ella suavemente, buscándolo a tientas con las manos. Le agarró la cabeza y tiró de ella hacia sí, para retenerlo en esa posición y seguir experimentando las asombrosas sensaciones que sacudían su mundo.
Él emitió un jadeo tenso y, mientras le chupaba un pezón, sus dedos juguetearon con el otro hasta que Myriam sintió como si tiraran de ella en cuatro direcciones al mismo tiempo. Tenso como un alambre, su cuerpo ardía y agonizaba, presa de unas emociones que nunca había sentido con anterioridad.
Víctor se deslizó hacia la parte inferior de su cuerpo, trazando un húmedo sendero de besos por el tórax, el abdomen... y más abajo.
—Víctor, ¿crees que...? —Myriam se incorporó a medias en el sofá y observó con ojos desorbitados cómo él le quitaba las medias negras y las arrojaba en el suelo, junto al sujetador.
Su excitación pugnó con una extraña sensación de incomodidad cuando se vio a sí misma estirada en el sofá, sin nada encima salvo las braguitas negras de encaje. Luego su mirada se trabó con la de Víctor, y el ardor de sus ojos llenó de humedad el centro de su sexo. Suavemente, él se inclinó para levantarla del sofá, agarrándola por las nalgas con ambas manos, sin dejar de mirarla con fijeza a los ojos. Myriam se pasó la lengua por los labios y trató de respirar con la suficiente regularidad como para llenar de aire sus necesitados pulmones.
—Víctor, ¿qué estás...? —se interrumpió al ver que él agachaba la cabeza hasta el vértice de sus muslos. Los músculos de las piernas se le contrajeron, y Myriam trató de soltarse. No había contado con aquello. Había esperado... mejor dicho, deseado, el acto sexual. Pero aquello era otra cosa, y no estaba segura de poder permitirle que...
La boca de Víctor descendió sobre ella, y Myriam jadeó en voz alta. Le parecía estar volando. Desvinculada ya de la tierra, el único nexo que la unía a la realidad eran las caricias de Víctor, la sensación de notar su boca en... ¡Oh, bendito Dios! Myriam sacudió la cabeza de lado a lado en el sofá. Se arqueó para apretarse aún más contra Víctor al tiempo que intentaba concentrarse en las sensaciones que él le brindaba. Su lengua giraba con delicadeza sobre los tiernos pliegues de su piel y atormentaba aquel punto especialmente sensible de su anatomía femenina.
Ella se retorció, traspasada por un relámpago de puro placer. Se había rendido por completo a Víctor, dejando de lado la vergüenza y la timidez. Tras separar las piernas e invitarlo a ahondar aún más, Myriam suspiró al notar la lengua de él en las profundidades de su sexo, y jadeó cuando sus labios se cerraron sobre aquella pequeña zona que parecía contener todas las sensaciones del Universo. Momentos, o quizá horas después, oyó cómo Víctor le susurraba en el oído:
—Ven conmigo, Myriam.
Con el cuerpo aún temblándole, ella abrió los ojos para mirarlo. Víctor la ayudó a levantarse y luego la condujo hasta el dormitorio.
En el exterior de la ventana, Myriam vio las lucecitas de Navidad titilando en la oscuridad. El resplandor de la luna se filtraba por los cristales, iluminando la cama doble como si se tratara del camino que conducía al cielo. Víctor se detuvo junto a la cama y retiró la colcha. Luego se dejó caer en las limpias sábanas arrastrando consigo a Myriam y abrazándola fuertemente. Con el corazón desbocado, se incorporó sobre un codo para contemplar su increíble rostro. Tenía el cabello alborotado sobre las mejillas. Se le había desprendido un pasador, y el otro se aferraba tenazmente a un único mechón.
Víctor se lo quitó con delicadeza y lo dejó en la mesita de noche. Luego recorrió el cuerpo de Myriam con una mano, recreándose en su suave y sedoso tacto. Ella suspiró y se giró hacia él. Abriendo los ojos, lo miró y dijo:
—Ha sido increíble, Víctor. Absolutamente increíble.
Eso él ya lo sabía. Había sentido su clímax tan claramente como si hubiera sido el suyo propio. Pensar en su salvaje e indómita reacción a sus caricias le bastó para alcanzar de nuevo la erección. El sabor de Myriam, su tacto... habían sido más de lo que esperó encontrar. Nunca había experimentado aquella clase de... conexión con una mujer. Y tal pensamiento lo aterraba y lo fascinaba al mismo tiempo.
Pero ya tendría tiempo de pensar en ello después. Ahora lo único que deseaba era fundirse con ella. Reclamar por completo su cuerpo. Levantándose de la cama, Víctor se despojó rápidamente del resto de la ropa. Cuando volvió a tumbarse, ella abrió los brazos para recibirlo, y él sintió la extraña sensación de hallarse en casa. Contemplando la líquida oscuridad de sus ojos, tuvo la impresión de que caía... ignoraba en qué o hacia dónde. Desterró de su mente ese pensamiento cuando, un momento después, las manos de Myriam se deslizaron por su cuerpo con la ligereza de una pluma. Tierna y cuidadosamente, pero también con ansiedad. Al parecer, ella sentía la misma urgencia de unirse a él. De acoplar sus cuerpos y sentir cómo el mundo se desvanecía a su alrededor.
Víctor se inclinó sobre sus senos y besó de nuevo los suaves pezones. Myriam se arqueó, y él sonrió contra su piel. Compartían el mismo goce, la misma ansiedad. Con la mano izquierda, Víctor bajó por su abdomen hasta el pequeño triángulo de rizos que se abría en la intersección de sus muslos. Ella tomó aire, lo retuvo y luego fue soltándolo en forma de fuerte suspiro mientras los dedos de él exploraban su interior.
Víctor siguió acariciándola, palpando su sedoso cuerpo, encontrando todo lo que había esperado hallar en ella. Insertó un dedo, luego dos. Myriam levantó las caderas y él retiró los dedos, cediendo al impulso de penetrarla, de entrar en ella. No podía esperar ni un momento más. Con el pulso acelerado, y el corazón latiéndole como un tambor, cambió de postura y se colocó entre sus piernas. Luego bajó la mirada para contemplar sus ojos, mirándola fijamente mientras se deslizaba en su interior.
Los grandes ojos verdes de Myriam se abrieron de par en par al notar su intrusión, y Víctor se detuvo, rabiando por amarla deprisa pero sintiendo, de repente, la necesidad de proceder despacio. Empujó un poco más hacia su calor y notó como su cuerpo le daba la bienvenida, cerrándose en torno a su miembro con un suave abrazo.
—Myriam —dijo Víctor con un jadeo entrecortado al tiempo que se inclinaba sobre ella apoyándose sobre las manos.
—Poséeme, Víctor —musitó Myriam, lamiéndose los labios para torturarlo aún más—. Necesito sentirte dentro de mí.
Él también lo necesitaba. Más que respirar. Agachando la cabeza hacia la de Myriam, reclamó su boca con un fuerte beso y acabó de introducirse en ella. Myriam emitió un jadeo ahogado, permaneciendo totalmente inmóvil por un momento. Y, en ese instante, Víctor comprendió algo que debió haber sospechado desde el principio.
Su nerviosismo. Su apasionada reacción. El tenso calor de su sexo. Myriam Santini era virgen. O, al menos, lo había sido.
Myriam echó la cabeza hacia atrás en la almohada y sonrió ante la gloriosa sensación de sentir a Víctor en su interior. Nunca había experimentado nada remotamente parecido. Nada de lo que había oído y leído la había preparado para aquel sentimiento de simple plenitud.
La magia de sus cuerpos unidos, de sus corazones latiendo al unísono, la engulló, dejándola sin aliento. Alzó los ojos hacia la sorprendida mirada de Víctor y supo, en aquel estremecedor momento, que lo amaba. Por ridículo que pudiera parecer, amaba a un hombre al que había conocido una semana antes.
Sin embargo, mientras la lógica proclamaba a voces que aquello era imposible, su corazón sabía la verdad. No importaba que hubiera transcurrido una semana o un año. Cuando se encontraba a la persona idónea, los sentimientos eran reales. Innegables. Myriam abrió la boca para decir las palabras que siempre había deseado pronunciar, pero Víctor habló antes de que tuviera ocasión de hacerlo.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No me pareció que fuese importante —respondió ella. No le había preocupado su virginidad. Sólo había pensado en mitigar el dolor que latía en sus entrañas. Y lo había hecho. Cerrando los ojos, empezó a mover con cuidado las caderas contra las de Víctor—. Mmm —musitó, disfrutando de las deliciosas sensaciones que provocaba aquel movimiento, y volvió a moverse, empujándolo aún más hacia su interior.
—Oh, maldición —exclamó Víctor con voz tensa, y dejó caer la cabeza sobre el hombro de ella. Su ira se disolvió en un estallido de necesidad y placer.
—¿Podemos discutir sobre eso más tarde? —propuso Myriam, y comenzó a menear las caderas en una serie de movimientos circulares que estuvieron a punto de perderlo.
Ella tenía razón. Nada de hablar. Ahora no. No cuando en lo único que podía pensar era en enterrarse en Myriam tan profundamente, que nunca volvieran a separarse el uno del otro.
—Sí —jadeó Víctor, y salió de ella sólo para volver a entrar de nuevo. Myriam cerró las piernas en torno a su cintura y lo atrajo más profundamente hacia sí con cada acometida, exigiendo todo lo que él podía darle y ofreciéndose a él en cuerpo y alma.
Ciego a todo, salvo a Myriam y a la abrumadora urgencia de fundirse con ella, Víctor dio la espalda a cualquier pensamiento racional y se precipitó hacia el olvido. Juntos se lanzaron por el sendero que los condujo a un éxtasis demoledor, hasta el punto de que ninguno de los dos podía haber estado preparado para experimentarlo. Cuando alcanzaron dicho pináculo, Víctor pronunció el nombre de ella, y notó cómo sus brazos lo rodeaban para amortiguar su caída.

Espero sus comentarios.

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Mensaje  alma.fra Miér Nov 23, 2011 12:39 pm

Muchas gracias por el capitulo, haber ke pasa con la relacion de estos niño. No tardes con el siguiente.
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Mensaje  jai33sire Miér Nov 23, 2011 11:22 pm

Capítulo 9
Con sumo cuidado, Víctor se retiró de Myriam y se dejó caer en la cama como un muerto. Con el cuerpo aún rebosante de placenteras sensaciones, ella hizo acopio de sus últimas fuerzas para volver la cabeza y mirarlo. Amor, se dijo entre brumas. ¿Quién lo hubiera pensado? Hacía tiempo que había renunciado a encontrar el amor y, ahora que lo tenía, debía recordar que el hecho de que lo amara no significaba que él la amase a ella.
Myriam se había metido en aquella situación con los ojos bien abiertos, consciente de que algún día Víctor Garvey dejaría de sentirse fascinado por ella y se marcharía. Aquella certeza no había cambiado. Sin embargo, nada le impedía disfrutarlo mientras durase.
—¿Estás bien? —le preguntó Víctor.
Oh, más que bien, se dijo Myriam, aunque no pensaba confesarle su amor todavía. En vez de eso, miró con fijeza sus ojos negros y dijo suavemente:
—Aunque se produzca un incendio o un terremoto en los próximos minutos, me quedaré aquí tumbada.
Una media sonrisa curvó los labios de Víctor.
—Yo también.
Myriam alzó una mano del colchón para darle una palmadita en el brazo.
—Pero, por si acaso, quiero darte las gracias.
Él pestañeó.
—¿Las gracias?
Respirando hondo, ella se sintió completa y absolutamente relajada... desde la punta de los pies a la cabeza.
—Sí, gracias. Mmm... Víctor, has estado... ha sido... —hizo una pausa, se lo pensó un momento y por fin se encogió de hombros con una risita—. No tengo palabras.
Víctor se incorporó lentamente sobre un codo y la miró. Extrañamente, él no parecía tan dichoso como se sentía ella en esos momentos.
—Bueno —dijo—, pues yo sí.
Desconcertada, Myriam no se explicaba por qué parecía tan huraño. Sabía muy bien que había disfrutado tanto como ella misma. Aunque, bueno, ella no tenía mucha experiencia en ese terreno. Sonrió para sí al pensarlo. Ahora sí tenía más experiencia que una o dos horas antes. —No sé qué motivos tienes para sonreír. Myriam se quedó mirándolo y esbozó un rictus burlón.
—Si de verdad piensas así, te subestimas mucho.
—No me refería a eso.
—¿A qué, entonces?
—Maldita sea, Myriam —dijo Víctor con voz tensa—, ¿por qué no me lo dijiste? —¿Qué?
—Que eras virgen.
Ella emitió una risita.
—¿Y por qué iba a decírtelo?
—Porque... —él se pasó una mano por el cabello en un gesto de frustración—. Porque debías, por eso.
—¿Existen normas para ese tipo de cosas? —inquirió Myriam sorprendida.
—Diablos, claro que sí —Víctor se incorporó, claramente frustrado.
—Vaya, pues lo siento —contestó ella en un tono que nada tenía de disculpa. Retirándose hacia un lado de la cama, tiró del edredón para cubrir su talle desnudo. De repente sintió frío y deseaba tapar su desnudez—. Supongo que olvidé estudiar mi ejemplar de la guía sexual para principiantes.
—Ja —exclamó él con voz solemne—, muy graciosa.
—Gracias —repuso ella manoseando nerviosamente el edredón—. Sólo estoy para complacerte.
—¿De veras?
—¿Tienes alguna queja que plantear? Por el amor de Dios, ¿por qué no conseguía retirar el estúpido edredón de la maldita cama?
—Pues sí —respondió Víctor mirándola de soslayo—. Varias.
—Tal vez sea mejor que me las envíes por correo —dijo Myriam con acritud, preguntándose a dónde habría ido aquella gloriosa sensación de unos minutos antes. Lo miró con rabia al darse cuenta de que retenía el edredón con el peso de su cuerpo—. Muévete.
—¿Que me mueva?
—Estás encima de mi edredón, y lo quiero.
—Oh, te pido mil perdones —dijo él, y se elevó sobre el colchón lo suficiente para que Myriam retirara el edredón y se cubriera con él.
—Estás perdonado —dijo ella. Luego añadió—: ¿Has visto qué fácil?
—Maldita sea, Myriam —exclamó Víctor—. Esto no es cosa de broma. Debiste habérmelo dicho.
—Aja —contestó ella sosteniendo el edredón por encima de sus senos. Mientras se pasaba una mano por el cabello, le dirigió una mirada fulminante—. ¿Y cuándo se supone que debí habértelo dicho?
—¿Qué? —Víctor meneó la cabeza y la miró.
—¿Cuándo? —Volvió a preguntar Myriam, incorporándose sobre el cabecero de la cama—. ¡Ah! Ya sé —prosiguió, sucumbiendo a la creciente ira que se gestaba en su interior—. El primer día, cuando llevaste el coche al taller.
—¿Eh?
—Claro que sí —Myriam asintió bruscamente—. Cuando dimos aquel paseo para probarlo. Debí haberte dicho: «Dame las llaves y, por cierto, ¿sabes que soy virgen?».
—Myriam...
—Ah, y más tarde, cuando cenamos con mi familia —siguió diciendo Myriam con ímpetu—. Podía haberte dicho: «Víctor, ¿te importaría pasarle la lasaña a la única virgen que hay sentada a la mesa?» Por supuesto, hubiera resultado algo violento para Gina, pero al menos habrías estado sobre aviso.
—Tu actitud me parece ridícula —dijo Víctor con un tenso hilo de voz.
—En absoluto —continuó Myriam, sosteniendo la mirada de sus ojos negros en una batalla que pensaba ganar—. Estoy de acuerdo contigo. Tienes razón, dejé pasar varias oportunidades clave para confesarte mi humilde condición. Piénsalo. En el Campo de béisbol podía haberte dicho: «Soy virgen, ¿te importa ayudar a Jeremy a marcar un tanto?».
Víctor se levantó de la cama de un salto y empezó a pasearse por el dormitorio. Ella lo siguió con la mirada y, a pesar de su enfado, sintió una clase de calor muy diferente mientras lo veía moverse por la oscura habitación.
—Debiste habérmelo dicho esta noche, maldita sea.
—¿Mientras cenábamos? —Myriam se puso de rodillas en la cama, sin dejar de sostener el edredón ante sí como un escudo—. Quizá después de que el camarero te derramara encima la ensalada. «Deja que te ayude a recoger la lechuga, Víctor, soy virgen...»
El se detuvo en seco y giró la cabeza para mirarla con rabia. Ella se quedó sin respiración. Un retazo de luz de luna iluminó el contorno de su musculoso cuerpo. Podía haber posado para una escultura. Una escultura llamada El amante furioso.
Oh, vaya, si tenía un amante. Myriam se tragó la sonrisa que le provocó tal pensamiento. En aquellos momentos Víctor no parecía muy amoroso y, por el rumbo que iba tomando la conversación, aquella noche de amor podía muy bien ser la primera y la última. Él se limitó a mirarla.
—Quiero decir que podrías haberme avisado aquí mismo, esta noche.
—¿Cuándo exactamente, Víctor? —Inquirió ella bajándose del colchón—. ¿En el sofá, hace un rato? —Los recuerdos afluyeron en tropel a su mente, y las rodillas se le debilitaron en respuesta—. ¿Ó aquí, en la cama? ¿Para qué? Ibas a descubrirlo tarde o temprano.
—Sí, cuando ya era demasiado tarde para parar.
—Mejor. No quería que pararas.
Víctor se pasó ambas manos por las mejillas, emitió un leve gruñido gutural y luego se acercó a ella. Agarrándola por los hombros, la sacudió ligeramente y le dijo:
—¿No lo comprendes? Te merecías algo mejor la primera vez.
Myriam alzó una mano para acariciarle la mejilla y lo miró fijamente a los ojos.
—No creo que mi primera vez hubiera podido ser mejor.
Víctor meneó la cabeza y, atrayéndola hacia sí, la envolvió con sus brazos. Con la barbilla apoyada en su cabello, dijo:
—De eso se trata. Tú no lo crees, pero yo sí. Y de haber sabido que...
De haberlo sabido, se dijo Myriam, quizá se habría echado atrás, y ella se habría perdido una experiencia increíble. No, independientemente de lo que él pudiera pensar, había sido mejor así. Myriam se acurrucó contra su cuerpo, dejando que el edredón cayera entre ambos para poder sentir el cálido roce de su piel. Oyó los uniformes latidos de Víctor mientras decía:
—No cambiaría nada de lo sucedido, Víctor. De veras.
Él la abrazó con fuerza suficiente para aplastarle las costillas, y luego aflojó la presión, reteniéndola en el círculo protector de sus brazos.
—¿Por qué soy yo el que pone pegas? Maldición, Myriam, deberías ser tú la afectada.
—¿Por qué? —Ella retiró un poco la cabeza para mirarlo—. Ha sido maravilloso. Me alegro de que haya sido contigo. Y me alegro de haber perdido la virginidad. No le des tanta importancia.
—Tú te mereces algo importante —repuso él con voz tensa.
¿No tenía idea de lo importante que había sido la experiencia para ella? Dios bendito, acababa de comprender que lo amaba. ¿Cuántas mujeres tenían la suerte de recordar la primera vez sabiendo que habían estado con el hombre al que amaban? Desde luego, era un detalle por su parte preocuparse por sus sentimientos. Lo que Víctor ignoraba era que, habiéndose dado cuenta de que lo amaba, la experiencia que acababan de compartir le resultaba aún más hermosa. Para ella, casi había rozado lo milagroso.
—Me merezco disfrutar del glorioso placer que me has brindado.
Él emitió una risita breve. —Glorioso placer, ¿eh? Hay muchas clases de placer, ¿sabes?
—¿Mmm?
—Hay algo de lo que debemos hablar.
—¿De qué? —si ella se sentía feliz, ¿por qué él no?
—No hemos usado protección, Myriam.
—Protección —las primeras gotas de lluvia empezaron a caer sobre su idílico paraíso.
—Estoy sano —se apresuró a decir Víctor—. Y si tomas píldoras anticonceptivas, no tenemos por qué preocuparnos.
Píldoras anticonceptivas. Claro. ¿Qué virgen de veintiséis años no tomaba la píldora, con la esperanza de que algún día apareciera alguien que le hiciera disfrutar por fin del sexo? —¿Myriam?
—Me temo que no... —ahora sí estaba disgustada. Protección. Ni siquiera había pensado en ello. ¿No sería irónico que una virgen se quedara embarazada la primera vez?
—¿No tomas la píldora?
—No, no tomo la píldora.
—Vaya por Dios —Víctor inhaló profundamente al tiempo que la abrazaba con más fuerza—. No pasa nada. Ha sido culpa mía —dijo—. Debería haber...
—Esto es cosa de dos, Víctor —señaló Myriam—. Somos personas adultas. Hemos cometido un error, eso es todo.
—Te lo estás tomando muy bien —dijo él suavemente.
Ella se dio la vuelta para ponerse cómoda, y Víctor respiró hondo, esperando que su cuerpo no reaccionara ante la proximidad de Myriam. Fue inútil.
—¿Acaso la histeria funciona como anticonceptivo postcoital? —inquirió ella encogiéndose de hombros.
—No —respondió él, y le puso una mano sobre los muslos para que se estuviera quieta.
—Entonces, ¿qué sentido tendría ponerme histérica?
Qué mujer tan sorprendente. En el transcurso de los días anteriores, a Víctor había llegado a gustarle realmente Myriam. Amable y paciente, divertida e inteligente, Myriam Santini era una mujer asombrosamente perfecta. Ahora, además, Víctor estaba descubriendo que era la compañera ideal en una situación de crisis. No perdía la calma. No gritaba ni culpabilizaba a nadie. Era, sencillamente, una mujer demasiado buena para él. Si fuera otra clase de hombre, se estaría planteando ponerse de rodillas delante de ella y rogarle que se casara con él.
Pero, en vez de eso, Víctor simplemente la miró a los ojos, vio el suave brillo que iluminaba sus verdes profundidades y tuvo que luchar contra el impulso de salir corriendo. Myriam era de esa clase de mujeres que creían en la familia. Más aún, necesitaba una familia. Y Víctor jamás sabría satisfacer esa necesidad. Aun así, una parte de él deseó poder compartir la vida con Myriam. Fundar con ella un hogar.
—Eres un caso, ¿lo sabías? —dijo, sabiendo perfectamente que tal calificativo se quedaba corto.
—Sí —respondió Myriam con una sonrisa—. Jeremy dice que soy la bomba.
—¿La bomba?
—Algo bueno, al parecer.
Entonces, sí, era la bomba.
—Quiero que sepas —dijo Víctor— que si estás embarazada...
—Ya me ocuparé del problema si se presenta.
—Los dos nos ocuparemos —contestó él con firmeza. Deseaba que comprendiera que, al menos en eso, podía confiar en él. Siempre estaría ahí. Con ella. Con el niño.
Un niño. Que Dios los ayudase... Ella lo miró a los ojos e hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, los dos nos ocuparemos.
Esa cuestión, al menos, quedaba zanjada.
—¿Cuándo lo sabremos con seguridad?
Myriam se lo pensó un momento, y luego dijo:
—Antes de Navidad. Pero, por ahora... —reclamó de nuevo su atención rodeándole el cuello con los brazos.
—¿Sí...? —él retiró levemente la cabeza para mirarla con cautela.
Myriam le sonrió, y él notó la fuerza de su sonrisa como un puñetazo en el bajo vientre. Una oleada de renovado deseo empezó a formarse en su interior. Dios santo, se hallaba metido en un gran problema, cuando ni siquiera el peligro de una futura paternidad lo impulsaba a correr hacia la puerta.
—Estamos aquí, juntos... —Myriam le retiró el cabello de la cara y pasó la yema del dedo por su mejilla y sus labios—. ¿Tienes preservativos?
—La verdad es que sí —respondió Víctor, pensando en el paquete que había llevado consigo en los días anteriores, en la esperanza de que Myriam y él llegaran a algo. Y, naturalmente, cuando hicieron el amor, se hallaba tan concentrando en ella que había olvidado tomar medidas.
Myriam volvió a sonreírle, aunque esta vez se trataba de una sonrisa diferente. Era aquella sonrisa primordialmente femenina que había puesto a los hombres de rodillas desde tiempos inmemoriales.
—Vaya —susurró Víctor, deslizándole una mano por la nuca y hundiendo los dedos en la negra seda de su cabello—. Creí que las vírgenes eran tímidas...
—Pero como señalaste hace unos minutos —contestó ella al tiempo que se inclinaba para besarlo—, ya no soy virgen.
—Tomo nota de la corrección.
—Oh —exclamó ella suavemente—, por mí no tomes nota de nada.
Dos días después, Myriam se hallaba tumbada bajo el fregadero de su madre y se dio un fuerte golpe en la cabeza al incorporarse bruscamente.
—¿Es mi teléfono eso que suena? —preguntó.
—No —contestó Gina, sentada a la mesa de la cocina. Pasó la página de la revista que estaba leyendo y lanzó a Myriam una mirada burlona— Como tampoco era tu teléfono lo que sonó hace diez minutos.
—Me pareció oír algo —dijo Myriam mientras volvía a meter la cabeza debajo de las tuberías.
—No me extraña que oigas Campanas cada vez que te das en la cabeza con el fondo del fregadero.
Myriam apretó los dientes, aferró con más fuerza la llave inglesa e intentó girar la maldita tuerca atascada. Maldición, no tenía tiempo para aquello. Debería estar en el taller, arreglando el coche de Laura. Debería estar haciendo las compras de Navidad. Debería estar... con Víctor.
Ahí estaba el auténtico problema. Desde la noche que pasaron juntos, no había vuelto a tener noticias de Víctor Garvey. Nada. Ni una llamada, ni una sola visita al taller o al apartamento. Era como si, en una sola noche mágica, hubiera encontrado el amor de su vida y lo hubiera espantado al mismo tiempo.
—¿De quién esperas llamada? —Inquirió Gina en un tono de falsa inocencia—. ¿De la Asociación de Fontaneros Reunidos?
—Muy graciosa —respondió Myriam con los dientes fechados—. ¿Cuándo volverá mamá del supermercado?
—Vete a saber.
—Bueno —dijo Myriam— No consigo desmontar la maldita tubería. Habrá que avisar a un fontanero.
—¿Y ocupar la línea telefónica? —Bromeó Gina—. No querrás hacer eso, ¿verdad?
Myriam salió de debajo del fregadero, enarboló la llave inglesa y se quedó mirando a su hermana.
—Ten mucho cuidado, Gina. Estoy armada y de mal humor.
Gina cerró la revista, se levantó de la mesa y se acercó a Myriam, que seguía sentada en el suelo. Luego, acuclillándose, preguntó:
—Se trata de Víctor, ¿verdad?
Myriam apartó la mirada y se detuvo concienzudamente a guardar la llave inglesa en la caja de herramientas. No quería hablar del asunto con Gina. No deseaba tener que admitir que Víctor la había dejado... y en tiempo récord, llevándose su virginidad consigo como si fuera un trofeo.
Además, le estaba dando demasiada importancia a lo ocurrido. Desde el principio había sabido que Víctor no estaría interesado en ella eternamente. Aunque, dos noches antes, sí había parecido sentir un gran interés...
—Esto no tiene nada que ver con Víctor —contestó, tratando de imprimir convicción a su voz—. Está lloviendo, tengo trabajo atrasado en el taller y el fregadero se me resiste. ¿No basta eso para poner de mal humor a cualquiera?
—Sí —convino Gina—, pero no basta para hacer oír llamadas de teléfono imaginarias.
—Una simple equivocación.
—Una vez puede que sí, pero, ¿dos?
—Quizá debería intentarlo con el soplete —dijo Myriam—. Tal vez así la tubería se ablande lo bastante.
—¿A quién le importa eso?
—A mamá.
—Se trata de Víctor, ¿verdad? —Insistió Gina—. Por eso no me miras a la cara. Por eso llevas un par de días evitándome.
Premio, pensó Myriam, aunque no lo dijo en voz alta. Gina era demasiado perspicaz. —Estás loca.
—Entonces, mírame a los ojos y dime que no esperas una llamada de Víctor.
—Muy bien —esforzándose por enmascarar sus emociones, Myriam miró a su hermana a los ojos y esperó que no notara nada.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Gina. Myriam exhaló un jadeo ahogado y retiró la mirada, clavándola en el suelo, en el techo, en las ventanas, en el maldito fregadero que había ido a arreglar. Pero Gina no pensaba dejarla escapar tan fácilmente.
—Lo habéis hecho, ¿verdad? —Inquirió, dejándose caer en el suelo con un rictus burlón en el rostro—. ¡Víctor y tú lo habéis hecho! —Entre alaridos de alegría, empezó a dar palmas y añadió—: ¡La última Santini virgen ha mordido el polvo!
Sí que era perceptiva su hermanita pequeña, se dijo Myriam. ¿Qué tenía... un radar incorporado?

Espero sus comentarios.

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