Un baile perfecto Maureen Child
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Un baile perfecto Maureen Child
Argumento:
¡Ninguna mujer iba a atrapar al sargento Víctor Paretti! Y eso incluía a Myriam Santini. Habían aceptado hacer creer en público que eran pareja, pero Víctor jamás había tenido intención de mantener la farsa en el dormitorio de Myriam. Sin embargo, su boca sensual lo dejaba ante un precipicio de placer que no fue capaz de resistir. De modo que se lanzó al vacío, y en el proceso se llevó la virginidad de Myriam. La hermosa joven afirmaba que buscaba obtener experiencia y no conseguir un marido, aunque su corazón no estaba de acuerdo. Mientras tanto, algo le dijo a Víctor que los guardias que tenía apostados ante su corazón habían soltado sus armas y se habían rendido...
¡Ninguna mujer iba a atrapar al sargento Víctor Paretti! Y eso incluía a Myriam Santini. Habían aceptado hacer creer en público que eran pareja, pero Víctor jamás había tenido intención de mantener la farsa en el dormitorio de Myriam. Sin embargo, su boca sensual lo dejaba ante un precipicio de placer que no fue capaz de resistir. De modo que se lanzó al vacío, y en el proceso se llevó la virginidad de Myriam. La hermosa joven afirmaba que buscaba obtener experiencia y no conseguir un marido, aunque su corazón no estaba de acuerdo. Mientras tanto, algo le dijo a Víctor que los guardias que tenía apostados ante su corazón habían soltado sus armas y se habían rendido...
jai33sire- VBB PLATINO
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Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: Un baile perfecto Maureen Child
Ke padre ke nos vas poner esta historia, te esperamos con el primer capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: Un baile perfecto Maureen Child
que bien novelita nueva
Dianitha- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1477
Localización : chihuahua
Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capítulo 1
—Quita esa mano, marine —dijo Myriam Santini con firmeza—, si no quieres perderla.
El sargento de artillería Víctor Paretti rio entre dientes y lenta y deliberadamente subió la mano por su espalda, lejos de su trasero.
— ¿Qué sucede princesa? —preguntó—¿Te pongo nerviosa?
«Nerviosa ni se aproxima a lo que siento», pensó Myriam. Llevaba tres semanas y media pasando tres noches a la semana en los brazos de ese hombre. Y no resultaba nada fácil. Aunque la irritaba la arrogancia de Víctor, el verdadero problema era la atracción que despertaba en ella. No tenía sentido intentar discutir con sus hormonas. Pero, por el amor del cielo, ¿cómo podía experimentar semejante electricidad con un hombre cuya misión en la vida era irritarla?
—Tratas de llevar otra vez —la voz profunda de él la sacudió, como siempre.
Myriam echó la cabeza un poco hacia atrás y miró los ojos de su pareja de baile.
—Quizá no tendría que hacerlo si tú recordaras los pasos.
—Y quizá los recordaría si tú no te empeñaras en cambiar de ritmo —gruñó él.
Ella respiró hondo y contó hasta diez. Luego hasta veinte. No, seguía furiosa. Intentó liberar la mano derecha de su apretón de hierro, pero fue como tratar de tirar de un tren con un utilitario. Un mes atrás las lecciones de baile le habían parecido una gran idea. Sin embargo, ¿cómo iba a saber que la emparejarían con un nombre demasiado alto, demasiado ancho y demasiado obstinado?
—Mira, general —comenzó.
—Sargento de artillería —corrigió—. O Víctor.
Al parecer esa noche se sentía magnánimo.
—Víctor —dijo con afán de cooperar—, los dos estamos pagando mucho dinero por estas lecciones. ¿No crees que deberíamos de trabajar juntos para aprovecharlas?
—Yo hago mi parte, encanto —clavó los ojos negros en los suyos—. El problema empieza cuando tú tratas de hacer también la mía.
De acuerdo, tenía un pequeño problema con eso de llevar y seguir. Pero era mejor que ceder a su tendencia de destrozarle los pies
—Perfecto. Lleva tú. Pero esta vez trata de no aplastarme los pies.
Él enarcó una ceja negra.
—Si no tuvieras pies tan grandes, no molestarían.
Myriam se puso rígida. Se mostraba un poco sensible al tamaño de sus pies. ¿Era culpa suya no haber heredado el treinta y seis de su madre?
—Lo creas o no —soltó—, a nadie más en el mundo le cuesta evitarlos.
—Qué suerte —musitó.
—Y no me llames encanto —espetó. Miró alrededor de la sala. Otras cinco parejas parecían deslizarse sin esfuerzo por el lustroso suelo de madera. Y nadie daba la impresión de tener que luchar constantemente con su acompañante—. ¿Tenemos que pelearnos para salir adelante en cada lección? —susurró, más para sí misma que para él.
—Nada de discusiones, princesa —inclinó la cabeza hacia ella y mantuvo la voz baja—, siempre y cuando reconozcas que yo soy el hombre y se supone que he de marcar el paso.
¿Pensaría gruñir y golpearse el pecho a continuación?
—Y bien —continuó él mientras la música los envolvía—, ¿estás lista?
—Como nunca lo estaré —aceptó Myriam.
—Adelante, entonces.
Hizo una pausa y ella lo observó escuchar con atención la música, concentrado en el ritmo. Luego respiró hondo y los condujo al centro de la pista. Mientras ejecutaban el primer giro, le obsequió una sonrisa fugaz. Con el corazón desbocado, Myriam se consideró afortunada de que desapareciera casi de inmediato. Esas esporádicas sonrisas le sacudían los nervios. Ningún hombre la había afectado jamás de esa manera. Y no sabía siquiera si le gustaba. Por otro lado, no podía hacer gran cosa al respecto.
En cuanto los asignaron como pareja, saltaron chispas. Pero no las bonitas y seguras dé unos fuegos artificiales controlados. No, eran primarias y básicas, absolutamente ilegales. Destellos ardientes y luces brillantes, unidas a una inminente sensación de peligro. Myriam contuvo el aliento, desterró el pensamiento de su cabeza y se concentró en la situación. Las luces fluorescentes del techo parecieron borrosas mientras bailaban. En el parqué, las sombras de las parejas en movimiento oscilaban como si hubiera otro mundo bajo sus pies y Myriam y Víctor, al igual que los demás, fueran los verdaderos reflejos.
—¿Sabes?, cada vez se nos da mejor —murmuró él, y su voz vibró por la espalda de ella.
—No seas presumido —advirtió justo antes de que tuvieran un leve tropiezo.
—No estaría mal un poco de pensamiento positivo —frunció el ceño.
«Tampoco un poco de ritmo», añadió ella en silencio. Por enésima vez desde que la emparejaron con Víctor Paretti, se preguntó qué hacía él allí. Ella tenía una razón perfectamente válida, desde luego. Le encantaba bailar. Al menos hasta entonces. Pero él era un misterio. Un marine grande y musculoso que, por su corte de pelo al estilo militar y zapatones de un lustre excepcional, no parecía la clase de hombre que se apuntara a unas clases de baile. Las granadas, de mano le iban bien. Los valses, no. Además, era demasiado atractivo. Pelo negro, ojos negros penetrantes, mandíbula cuadrada, una nariz que parecía haber recibido uno o dos golpes, lo cual no le parecía raro, y una boca que podía esbozar una sonrisa burlona que le provocaba un hormigueo por todo el cuerpo.
Santo cielo. La música terminó y Myriam se apartó de sus brazos. Al instante experimentó una especie de pérdida y se dijo que no significaba nada. Sencillamente se había acostumbrado a sentirlo pegado a ella.
—Creo que este baile ha ido bien —comentó su profesora, la señora Stanton, desde el borde de la pista. Tenía el pelo rubio recogido en un moño en lo alto de la cabeza, y mientras caminaba entre el grupo de bailarines, la falda remolineaba en torno a sus rodillas—. Casi todos están realizando buenos progresos —añadió, para lanzarle a Víctor una mirada de pura admiración femenina, lo que despertó en Myriam el deseo de patear algo—. Pero, señoras, deben recordar confiar en sus parejas. La pista de baile no es el lugar para librar una batalla de sexos.
—Mmm —musitó Víctor—. ¿Crees que se refería a ti?
—¿Es que no tienes ningún país que invadir? —preguntó Myriam con dulzura.
Él rio y movió la cabeza.
—Y ahora, clase —dijo la señora Stanton al regresar al equipo de música—, un cha-cha-cha.
—Oh, cielos...
El gemido disgustado de Víctor era lo que necesitaba Myriam para animarse.
—¿Qué sucede, general? ¿Estás asustado? —inquirió.
—Sargento. De hecho, sargento de artillería —la miró furioso—. Ya te lo he aclarado una o dos veces.
—Como si importara —se encogió de hombros.
—Eres... —respiró tan hondo que su pecho alcanzó proporciones enormes.
—¿Mejor que tú en el cha-cha-cha? —interrumpió.
—Ni soñándolo —la miró con ojos centelleantes.
—Vaya, general —sonrió—. Eso me suena a desafío.
—Tómalo como quieras —alargó los brazos.
—Oh, qué suavidad —se mofó cuando la pegó a él.
—¿Sabes? —Comentó pensativo—, tú eres el motivo por el que existe una batalla de sexos.
Myriam apoyó la mano izquierda en su hombro y deslizó la derecha en la izquierda de él.
—Claro. Myriam Santini es la madre de todos los problemas entre los sexos.
—No tú personalmente —continuó, apretándole la mano derecha con más fuerza de la necesaria—. Las mujeres como tú.
—Ah —asintió con una sonrisa burlona—, ¿te refieres a las mujeres que no se desmayan ante los tipos de aspecto guerrero como tú?
Él volvió a respirar hondo y soltó el aire despacio.
—¿Vamos a bailar o qué?
Ella aleteó las pestañas.
—Te estoy esperando. Tú eres el líder intrépido, ¿recuerdas?
Con un gruñido, Víctor empezó a moverse al ritmo de la música. Myriam se concentró en seguir sus pasos en vez de tratar de adivinar el curso que establecían sobre la pista. Sabía que Víctor odiaba el cha-cha-cha, pero a ella le encantaba. Había algo en el modo en que la sujetaba para ese baile, la manera en que sus caderas se rozaban. «Oh, oh, lo mejor es que cambie de rumbo», pensó.
Realizaron un giro y en silencio reconoció que su generación se perdía mucho con todos los bailes nuevos, de contorsionistas, tan populares en ese momento. Era mucho más grata la proximidad de los bailes de salón.
«Demasiado», reflexionó al sentir la pelvis de Víctor contra la suya. Experimentó una conflagración interior y cerró los ojos brevemente. Al abrirlos, se encontró con los suyos y en ellos percibió destellos de ardor. Una de las manos de él bajó a la curva de su trasero y Myriam habría jurado que sentía cómo la marcaban con su calor.
—Mucho mejor, Sargento y Myriam —dijo la señora Stanton cuando pasaron a su lado.
Automáticamente ella se puso rígida y alzó el mentón.
—Eres la preferida de la profe —musitó Víctor con una sonrisa.
—Y tú un delincuente.
—¿Cómo lo has adivinado?
—¿Qué?
—Que de niño fui un delincuente.
¿Hablaba en serio? En realidad, solo le faltaba que le escribieran con un rotulador «Chico Malo» en la frente.
—Soy adivina.
—Es una pena que no seas una adivina alta.
Un metro sesenta no era exactamente una amazona, pero tampoco la hacía acreedora de entradas infantiles en el cine.
—No soy baja —lo informó—. Tú eres anormalmente alto.
—Solo mido un metro noventa, lo cual no me convierte en Godzilla.
—Depende del punto de vista.
—No intentaba iniciar la III Guerra Mundial —suspiró exasperado—. Solo digo que se me entumece el cuello de mirarte.
—Pues no te creas que estar toda la noche con el cuello alzado es un premio.
Era ridículo discutir por nada, aunque resultaba mucho más seguro que concentrarse en el modo en que la hacía sentir. Sus caderas volvieron a frotarse y Myriam se ruborizó, con el cuerpo despierto a la proximidad de Víctor. Al acercar a Myriam, Víctor se preguntó si bailar tenía que resultar tan sexy. Esperaba que ella no pudiera sentir la erección que le ceñía aún más los pantalones. Ella parecía tan pequeña e indefensa en sus brazos. Sin embargo, incluso en el momento en que ese pensamiento entró en su cabeza, tuvo ganas de reír. ¿Myriam? ¿Indefensa? Sí, como un tigre hambriento.
Esa mujer pequeña era capaz de dar lo que recibía y casi había empezado a anhelar sus sesiones de tres veces a la semana. Tenía una boca impertinente que impulsaba a besarla, un cuerpo compacto que se curvaba en los sitios adecuados y una cabeza más dura que la suya. En conjunto, se trataba de la mujer que despertaría su interés si estuviera buscando a una mujer, lo cual no era el caso. Suponía que pocos hombres quedarían cautivados por una mujer que discutía a la mínima oportunidad que se le presentaba. Pero Víctor había sido educado en el seno de una clásica familia italiana, donde el amor se medía de acuerdo a las octavas que alcanzaba la voz mientras se gritaba.
En una ocasión su madre le había dicho que las discusiones eran la sal de la vida casada. Y si le había contado la verdad, entonces sus padres llevaban treinta y seis años de intensa vida matrimonial. Sonrió para sus adentros al revivir esos recuerdos. Sus dos hermanos, sus padres y él mismo, sentados a la mesa durante la cena, discutiendo sobre política, religión, historia o incluso acerca de quién era más fuerte, Superman o el Superratón. La casa de los Paretti era vocinglera, pero feliz.
El cha-cha-cha llegó a su fin y las parejas se detuvieron para volverse hacia la señora Stanton, a la espera de sus instrucciones. Víctor soltó la mano de Myriam, luego cerró los dedos para no notar el vacío que sentía sin los de ella.
—Eso ha sido todo por esta noche —indicó la profesora.
Soslayó la decepción que lo invadió. En ese sitio dos horas pasaban demasiado deprisa.
—Pero quiero que todos piensen en una cosa —continuó—. La Competición de Baile Amateur de Bayside es el mes próximo, y nos han invitado para que registremos a tres parejas de nuestra clase —una oleada de conversación surgió y desapareció cuando la señora Stanton añadió—: La próxima semana elegiré a las tres parejas que representarán a mi pequeña escuela de baile, así que pongan lo mejor que lleven dentro y buena suerte a todos.
Víctor captó el brillo entusiasmado en los ojos de Myriam. ¿Una competición? ¿En público? Ni soñarlo.
Espero sus comentarios acuerdense que estos personajes son Gina y Nick de la novelita anterior que les puse.
—Quita esa mano, marine —dijo Myriam Santini con firmeza—, si no quieres perderla.
El sargento de artillería Víctor Paretti rio entre dientes y lenta y deliberadamente subió la mano por su espalda, lejos de su trasero.
— ¿Qué sucede princesa? —preguntó—¿Te pongo nerviosa?
«Nerviosa ni se aproxima a lo que siento», pensó Myriam. Llevaba tres semanas y media pasando tres noches a la semana en los brazos de ese hombre. Y no resultaba nada fácil. Aunque la irritaba la arrogancia de Víctor, el verdadero problema era la atracción que despertaba en ella. No tenía sentido intentar discutir con sus hormonas. Pero, por el amor del cielo, ¿cómo podía experimentar semejante electricidad con un hombre cuya misión en la vida era irritarla?
—Tratas de llevar otra vez —la voz profunda de él la sacudió, como siempre.
Myriam echó la cabeza un poco hacia atrás y miró los ojos de su pareja de baile.
—Quizá no tendría que hacerlo si tú recordaras los pasos.
—Y quizá los recordaría si tú no te empeñaras en cambiar de ritmo —gruñó él.
Ella respiró hondo y contó hasta diez. Luego hasta veinte. No, seguía furiosa. Intentó liberar la mano derecha de su apretón de hierro, pero fue como tratar de tirar de un tren con un utilitario. Un mes atrás las lecciones de baile le habían parecido una gran idea. Sin embargo, ¿cómo iba a saber que la emparejarían con un nombre demasiado alto, demasiado ancho y demasiado obstinado?
—Mira, general —comenzó.
—Sargento de artillería —corrigió—. O Víctor.
Al parecer esa noche se sentía magnánimo.
—Víctor —dijo con afán de cooperar—, los dos estamos pagando mucho dinero por estas lecciones. ¿No crees que deberíamos de trabajar juntos para aprovecharlas?
—Yo hago mi parte, encanto —clavó los ojos negros en los suyos—. El problema empieza cuando tú tratas de hacer también la mía.
De acuerdo, tenía un pequeño problema con eso de llevar y seguir. Pero era mejor que ceder a su tendencia de destrozarle los pies
—Perfecto. Lleva tú. Pero esta vez trata de no aplastarme los pies.
Él enarcó una ceja negra.
—Si no tuvieras pies tan grandes, no molestarían.
Myriam se puso rígida. Se mostraba un poco sensible al tamaño de sus pies. ¿Era culpa suya no haber heredado el treinta y seis de su madre?
—Lo creas o no —soltó—, a nadie más en el mundo le cuesta evitarlos.
—Qué suerte —musitó.
—Y no me llames encanto —espetó. Miró alrededor de la sala. Otras cinco parejas parecían deslizarse sin esfuerzo por el lustroso suelo de madera. Y nadie daba la impresión de tener que luchar constantemente con su acompañante—. ¿Tenemos que pelearnos para salir adelante en cada lección? —susurró, más para sí misma que para él.
—Nada de discusiones, princesa —inclinó la cabeza hacia ella y mantuvo la voz baja—, siempre y cuando reconozcas que yo soy el hombre y se supone que he de marcar el paso.
¿Pensaría gruñir y golpearse el pecho a continuación?
—Y bien —continuó él mientras la música los envolvía—, ¿estás lista?
—Como nunca lo estaré —aceptó Myriam.
—Adelante, entonces.
Hizo una pausa y ella lo observó escuchar con atención la música, concentrado en el ritmo. Luego respiró hondo y los condujo al centro de la pista. Mientras ejecutaban el primer giro, le obsequió una sonrisa fugaz. Con el corazón desbocado, Myriam se consideró afortunada de que desapareciera casi de inmediato. Esas esporádicas sonrisas le sacudían los nervios. Ningún hombre la había afectado jamás de esa manera. Y no sabía siquiera si le gustaba. Por otro lado, no podía hacer gran cosa al respecto.
En cuanto los asignaron como pareja, saltaron chispas. Pero no las bonitas y seguras dé unos fuegos artificiales controlados. No, eran primarias y básicas, absolutamente ilegales. Destellos ardientes y luces brillantes, unidas a una inminente sensación de peligro. Myriam contuvo el aliento, desterró el pensamiento de su cabeza y se concentró en la situación. Las luces fluorescentes del techo parecieron borrosas mientras bailaban. En el parqué, las sombras de las parejas en movimiento oscilaban como si hubiera otro mundo bajo sus pies y Myriam y Víctor, al igual que los demás, fueran los verdaderos reflejos.
—¿Sabes?, cada vez se nos da mejor —murmuró él, y su voz vibró por la espalda de ella.
—No seas presumido —advirtió justo antes de que tuvieran un leve tropiezo.
—No estaría mal un poco de pensamiento positivo —frunció el ceño.
«Tampoco un poco de ritmo», añadió ella en silencio. Por enésima vez desde que la emparejaron con Víctor Paretti, se preguntó qué hacía él allí. Ella tenía una razón perfectamente válida, desde luego. Le encantaba bailar. Al menos hasta entonces. Pero él era un misterio. Un marine grande y musculoso que, por su corte de pelo al estilo militar y zapatones de un lustre excepcional, no parecía la clase de hombre que se apuntara a unas clases de baile. Las granadas, de mano le iban bien. Los valses, no. Además, era demasiado atractivo. Pelo negro, ojos negros penetrantes, mandíbula cuadrada, una nariz que parecía haber recibido uno o dos golpes, lo cual no le parecía raro, y una boca que podía esbozar una sonrisa burlona que le provocaba un hormigueo por todo el cuerpo.
Santo cielo. La música terminó y Myriam se apartó de sus brazos. Al instante experimentó una especie de pérdida y se dijo que no significaba nada. Sencillamente se había acostumbrado a sentirlo pegado a ella.
—Creo que este baile ha ido bien —comentó su profesora, la señora Stanton, desde el borde de la pista. Tenía el pelo rubio recogido en un moño en lo alto de la cabeza, y mientras caminaba entre el grupo de bailarines, la falda remolineaba en torno a sus rodillas—. Casi todos están realizando buenos progresos —añadió, para lanzarle a Víctor una mirada de pura admiración femenina, lo que despertó en Myriam el deseo de patear algo—. Pero, señoras, deben recordar confiar en sus parejas. La pista de baile no es el lugar para librar una batalla de sexos.
—Mmm —musitó Víctor—. ¿Crees que se refería a ti?
—¿Es que no tienes ningún país que invadir? —preguntó Myriam con dulzura.
Él rio y movió la cabeza.
—Y ahora, clase —dijo la señora Stanton al regresar al equipo de música—, un cha-cha-cha.
—Oh, cielos...
El gemido disgustado de Víctor era lo que necesitaba Myriam para animarse.
—¿Qué sucede, general? ¿Estás asustado? —inquirió.
—Sargento. De hecho, sargento de artillería —la miró furioso—. Ya te lo he aclarado una o dos veces.
—Como si importara —se encogió de hombros.
—Eres... —respiró tan hondo que su pecho alcanzó proporciones enormes.
—¿Mejor que tú en el cha-cha-cha? —interrumpió.
—Ni soñándolo —la miró con ojos centelleantes.
—Vaya, general —sonrió—. Eso me suena a desafío.
—Tómalo como quieras —alargó los brazos.
—Oh, qué suavidad —se mofó cuando la pegó a él.
—¿Sabes? —Comentó pensativo—, tú eres el motivo por el que existe una batalla de sexos.
Myriam apoyó la mano izquierda en su hombro y deslizó la derecha en la izquierda de él.
—Claro. Myriam Santini es la madre de todos los problemas entre los sexos.
—No tú personalmente —continuó, apretándole la mano derecha con más fuerza de la necesaria—. Las mujeres como tú.
—Ah —asintió con una sonrisa burlona—, ¿te refieres a las mujeres que no se desmayan ante los tipos de aspecto guerrero como tú?
Él volvió a respirar hondo y soltó el aire despacio.
—¿Vamos a bailar o qué?
Ella aleteó las pestañas.
—Te estoy esperando. Tú eres el líder intrépido, ¿recuerdas?
Con un gruñido, Víctor empezó a moverse al ritmo de la música. Myriam se concentró en seguir sus pasos en vez de tratar de adivinar el curso que establecían sobre la pista. Sabía que Víctor odiaba el cha-cha-cha, pero a ella le encantaba. Había algo en el modo en que la sujetaba para ese baile, la manera en que sus caderas se rozaban. «Oh, oh, lo mejor es que cambie de rumbo», pensó.
Realizaron un giro y en silencio reconoció que su generación se perdía mucho con todos los bailes nuevos, de contorsionistas, tan populares en ese momento. Era mucho más grata la proximidad de los bailes de salón.
«Demasiado», reflexionó al sentir la pelvis de Víctor contra la suya. Experimentó una conflagración interior y cerró los ojos brevemente. Al abrirlos, se encontró con los suyos y en ellos percibió destellos de ardor. Una de las manos de él bajó a la curva de su trasero y Myriam habría jurado que sentía cómo la marcaban con su calor.
—Mucho mejor, Sargento y Myriam —dijo la señora Stanton cuando pasaron a su lado.
Automáticamente ella se puso rígida y alzó el mentón.
—Eres la preferida de la profe —musitó Víctor con una sonrisa.
—Y tú un delincuente.
—¿Cómo lo has adivinado?
—¿Qué?
—Que de niño fui un delincuente.
¿Hablaba en serio? En realidad, solo le faltaba que le escribieran con un rotulador «Chico Malo» en la frente.
—Soy adivina.
—Es una pena que no seas una adivina alta.
Un metro sesenta no era exactamente una amazona, pero tampoco la hacía acreedora de entradas infantiles en el cine.
—No soy baja —lo informó—. Tú eres anormalmente alto.
—Solo mido un metro noventa, lo cual no me convierte en Godzilla.
—Depende del punto de vista.
—No intentaba iniciar la III Guerra Mundial —suspiró exasperado—. Solo digo que se me entumece el cuello de mirarte.
—Pues no te creas que estar toda la noche con el cuello alzado es un premio.
Era ridículo discutir por nada, aunque resultaba mucho más seguro que concentrarse en el modo en que la hacía sentir. Sus caderas volvieron a frotarse y Myriam se ruborizó, con el cuerpo despierto a la proximidad de Víctor. Al acercar a Myriam, Víctor se preguntó si bailar tenía que resultar tan sexy. Esperaba que ella no pudiera sentir la erección que le ceñía aún más los pantalones. Ella parecía tan pequeña e indefensa en sus brazos. Sin embargo, incluso en el momento en que ese pensamiento entró en su cabeza, tuvo ganas de reír. ¿Myriam? ¿Indefensa? Sí, como un tigre hambriento.
Esa mujer pequeña era capaz de dar lo que recibía y casi había empezado a anhelar sus sesiones de tres veces a la semana. Tenía una boca impertinente que impulsaba a besarla, un cuerpo compacto que se curvaba en los sitios adecuados y una cabeza más dura que la suya. En conjunto, se trataba de la mujer que despertaría su interés si estuviera buscando a una mujer, lo cual no era el caso. Suponía que pocos hombres quedarían cautivados por una mujer que discutía a la mínima oportunidad que se le presentaba. Pero Víctor había sido educado en el seno de una clásica familia italiana, donde el amor se medía de acuerdo a las octavas que alcanzaba la voz mientras se gritaba.
En una ocasión su madre le había dicho que las discusiones eran la sal de la vida casada. Y si le había contado la verdad, entonces sus padres llevaban treinta y seis años de intensa vida matrimonial. Sonrió para sus adentros al revivir esos recuerdos. Sus dos hermanos, sus padres y él mismo, sentados a la mesa durante la cena, discutiendo sobre política, religión, historia o incluso acerca de quién era más fuerte, Superman o el Superratón. La casa de los Paretti era vocinglera, pero feliz.
El cha-cha-cha llegó a su fin y las parejas se detuvieron para volverse hacia la señora Stanton, a la espera de sus instrucciones. Víctor soltó la mano de Myriam, luego cerró los dedos para no notar el vacío que sentía sin los de ella.
—Eso ha sido todo por esta noche —indicó la profesora.
Soslayó la decepción que lo invadió. En ese sitio dos horas pasaban demasiado deprisa.
—Pero quiero que todos piensen en una cosa —continuó—. La Competición de Baile Amateur de Bayside es el mes próximo, y nos han invitado para que registremos a tres parejas de nuestra clase —una oleada de conversación surgió y desapareció cuando la señora Stanton añadió—: La próxima semana elegiré a las tres parejas que representarán a mi pequeña escuela de baile, así que pongan lo mejor que lleven dentro y buena suerte a todos.
Víctor captó el brillo entusiasmado en los ojos de Myriam. ¿Una competición? ¿En público? Ni soñarlo.
Espero sus comentarios acuerdense que estos personajes son Gina y Nick de la novelita anterior que les puse.
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Muchas gracias por el capitulo, te esperamos con el siguiente.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
graciias por el cap niiña xfiis no tardes con el siguiente
Dianitha- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capítulo Dos
Cuando la clase terminó, Víctor salió casi sin escuchar el torrente de conversación de Myriam. No dejaba de imaginarse bailando en público. Y esas imágenes mentales bastaban para provocarle escalofríos.
Diablos, el motivo por el que asistía a esas clases era por lo sucedido la última vez que había bailado en público. Había sido durante el Baile del Cuerpo de Marines del año anterior Con un destello lo recordó todo. Un salón atestado, cientos de personas y él, bailando con la esposa de un comandante. Ella había insistido y a regañadientes no le había, quedado más remedio que ceder. Había empezado a relajarse... hasta el momento en que le hizo dar la vuelta. De algún modo sus manos se soltaron e impotente había visto cómo salía directamente hacia la ponchera.
Contuvo un gemido por el recuerdo y de inmediato lo desterró de su mente. No quería rememorar el impacto de la ponchera en el suelo, el líquido al volar por los aires, el grito de la esposa del comandante o la imagen de la pobre mujer sentada en la pista empapada con un líquido rojo rubí. A cambio rememoró la reunión que tuvo a la semana siguiente con su superior.
—Sargento, usted me ha costado unos doscientos cincuenta dólares —había dicho el oficial—Parece que ni siquiera una tintorería competente es capaz de eliminar las manchas de ponche rojo de la seda de color marfil.
—Desde luego, yo cubriré los gastos ocasionados, señor —había ofrecido, de pie en posición de descanso, aunque en absoluto cómodo.
—No es necesario —indicó el comandante al levantarse y rodear el escritorio para quedar a unos centímetros de él—. Pero le sugiero que se cerciore de que nunca vuelva a suceder.
—No se repetirá, señor —afirmó Víctor— Evitaré las pistas de baile a toda costa.
—No me refería a eso.
—¿Señor?
El otro se sentó en el borde de la mesa, cruzó los brazos y movió la cabeza.
—Usted sabe tan bien como yo que se espera la asistencia de los oficiales al baile.
Víctor se encogió por dentro. El Cuerpo no podía ordenarle a un hombre que asistiera y bailara, aunque conseguía que el mensaje fuera claro.
—De modo que antes de que arroje a otra pobre mujer a una ponchera, le sugiero, sargento de artillería —gruñó en voz baja—, que aprenda a moverse en una pista de baile.
Lo recorrió un pánico agudo al darse cuenta de lo que el oficial le decía que hiciera.
—No puede hablar en serio, señor. ¿Clases de baile?
—¿Le doy la impresión de que bromeo? —preguntó después de observarlo largo rato.
El recuerdo le provocó un gemido antes de desterrarlo a un rincón oscuro de su mente. Diablos, debía de ser el primer marine de la historia al que le ordenaban aprender a bailar. Bueno, técnicamente no había sido una «orden», solo una «sugerencia». Hubiera preferido que el comandante lo hubiera castigado con marchas de cincuenta kilómetros. O que lo hubiera trasladado a Groenlandia.
Pero, no, ese habría sido un castigo demasiado fácil. Y por eso se veía practicando para convertirse en un Fred Astaire de segunda. No quería ni pensar en lo que dirían sus amigos cuando se enteraran. Después del incidente de la ponchera, durante semanas había tenido que soportar sus bromas. Si alguna vez se enteraban de que tomaba clases de baile de salón, jamás le permitirían que lo olvidara. ¿Y además bailar en una competición? Para conseguir algo de paz tendría que abandonar el Cuerpo. No. Lo que tenía que, hacer era sobrevivir a esa estúpida clase hasta volver a ser un auténtico marine.
Claro estaba que, una vez que se terminara, ya no volvería a ver a Myriam. Lo sorprendió lo mucho que eso lo molestaba. Una brisa fresca y húmeda procedente del océano se llevó los desagradables pensamientos de su mente. Centró su atención justo a tiempo para ver a la mujer caminar... no, correr a su lado.
—¿Me estás escuchando? —preguntó, y a juzgar por la exasperación de su tono, no por primera vez.
Se detuvo, bajó la vista para mirarla y movió la cabeza.
—Si aún hablas de esa competición, no.
—¿Por qué no? —alzó las manos y volvió a dejarlas caer a los costados.
Esa boca se veía estupenda incluso cuando estaba fruncida. No, no pensaba ir por allí. Sin contar con sus hormonas, Myriam Santini no iba a atraparlo.
—Una pregunta mejor, princesa, es por qué tienes tantas ganas de inscribirte en una competición conmigo cuando lo único que haces es quejarte de lo mal que bailo.
El viento agitó el pelo castaño en torno a su cara y con una mano Myriam se lo apartó de los ojos.
—No eres del todo malo.
—Cielos, gracias —repuso con sarcasmo.
Ella respiró hondo y eso lo distrajo unos momentos, haciendo que centrara la vista en la curva de sus pechos; luego Myriam suspiró con gesto dramático.
—Es una competición —anunció, como si eso bastara para explicarlo todo—. ¿No quieres ganar?
Una parte de Víctor la admiró. A él también le gustaba competir. Pero prefería participar en algo en lo que tuviera alguna posibilidad de ganar.
—No somos lo bastante buenos —expuso con claridad, y volvió a emprender la marcha hacia su coche, con la esperanza de que ella dejara el tema. Aunque debió imaginarse que no sería el caso.
A su espalda oyó los tacones sobre el asfalto mientras trotaba para mantener su paso.
—Podríamos serlo —afirmó. Él rio—Lo único que nos falta es práctica adicional.
—Sí —convino—, durante uno o dos años.
—Por el amor del cielo, general —se plantó delante de él y lo obligó a detenerse—. ¿Todos los marines se rinden con igual facilidad?
Él experimentó un destello de irritación.
—Los marines no se rinden, princesa —afirmó desde las alturas—. Simplemente, elegimos nuestras batallas.
—Mmm. Al parecer solo aquellas que tenéis la certeza de que vais a ganar.
—Mira —observó su coche con añoranza antes de clavar los ojos otra vez en ella. Era evidente que no iba a conseguir largarse de allí sin otra discusión. Y pensar que un momento atrás lo había molestado la idea de no volver a verla. Dios. ¿Qué había hecho para merecer a esa mujer tan molesta y atractiva? Respuesta: lanzar a la esposa de un comandante contra una ponchera—. Tú misma has dicho que lo único que hacemos es discutir. ¿De verdad quieres que pasemos más tiempo juntos?
Ella cruzó los brazos bajo los pechos y él se negó a mirar. No fue fácil, pero no apartó los ojos de los suyos. Una de sus finas cejas se elevó un poco más.
—No discutiríamos tanto si no fueras tan obstinado.
—¡Ja! ¿Yo soy obstinado?
Myriam le lanzó una mirada que habría achicharrado el alma de un hombre inferior. Entonces, claramente disgustada, preguntó:
—¿Por qué me tomo la molestia de hablarte?
—No lo sé, princesa.
—¿Quieres dejar de llamarme princesa?
—En cuanto dejes de comportarte como una.
Los grandes ojos castaños de ella se abrieron mucho y luego se entrecerraron de manera peligrosa.
—¿Y eso qué se supone que significa?
—Olvídalo —no había sido su intención decirlo en voz alta.
—Desde luego que no —afirmó—. Explícate.
—No es necesario que ahondemos en esto —insistió. No quería herir sus sentimientos. Sencillamente no deseaba participar en esa maldita competición—. Es tarde. He de volver a la base.
Ella se apoyó en el coche y movió la cabeza. Para ser una mujer tan pequeña, parecía un objeto inamovible.
—Tú lo empezaste, sargento. Así que ahora termínalo.
«Es mi culpa», se recriminó. Jamás debería haber dicho lo que pensaba. Pero Myriam tenía una forma de provocarlo como ninguna otra mujer. Recorrió con la vista su figura compacta antes de volver a posarla en sus hermosos ojos. Ella misma era consciente de lo bonita que era. No era que pareciera taimada, pero irradiaba una seguridad que procedía de saber que presentaba una imagen endiabladamente magnífica. Y cuanto más pensaba en ello, más corroboraba lo acertado de su primera evaluación. Malcriada, caprichosa, acostumbrada a salirse con la suya, no estaba preparada para que alguien le dijera que no.
—Y bien, general —instó—, ¿te vas a explicar o nos vamos a quedar aquí toda la noche?
A su alrededor los otros estudiantes iban abandonando el aparcamiento. Unas nubes oscuras cruzaban un cielo negro, borrando las estrellas y amenazando con lluvia. Incluso en el sur de California, el clima de enero resultaba impredecible. Y por las dudas que empezara a llover en cualquier momento, decidió poner fin a ese debate de una vez por todas. Si tenía tantas ganas de escuchar la verdad, le daría gusto.
—Significa que te conozco mejor de lo que crees.
—Oh, ¿de verdad?
Víctor se dijo que no hacía falta ser un ingeniero aeronáutico. Era italiana. Igual que él. Y si algo conocía en la vida, era a las familias italianas.
—Eras la menor, ¿no?
—¿Y? —repuso a la defensiva,
—¿La preferida de papá?
Myriam se irguió y se apartó del coche. Enderezó los hombros y lo miró con ojos centelleantes.
—¿Adonde quieres llegar? —inquirió.
Víctor comprendió que había dado en el blanco.
—A que has pasado toda tu vida consiguiendo lo que querías con un simple parpadeo de esos ojos maravillosos —se inclinó y al instante supo que había cometido un error. Su perfume lo distrajo, pero plantó cara a ese potente aroma y terminó lo que tenía que decir—. Bueno, conmigo no va a funcionar, princesa. Somos pareja en una pista de baile porque nos han juntado. Pero puedes ahorrarte esa inocente mirada para los colegiales, ¿de acuerdo?
Ella tardó un minuto para calmarse y poder hablar.
—Eres el hombre más desagradable, molesto, petulante, insultante... —calló y se mordió el labio
Un labio que de pronto él quiso besar más que respirar. El foco de un coche al marcharse le iluminó la cara para dejarla al siguiente instante sumida otra vez en las sombras. Una niebla gris y húmeda se enroscó entre sus cuerpos, uniéndolos con un vínculo sobrenatural. Los segundos pasaron mientras se miraban. La tenía tan cerca. Lo bastante para besarla. Para tocarla. Alzó una mano y cuando ella se inclinó hacia él, sonó la bocina de un coche, destrozando el extraño hechizo que los había dominado. Myriam movió la cabeza como si saliera de un sueño.
—Yo, mmm... he de irme.
—Sí. Yo también.
Ella abrió la boca para decir algo más, pero un momento más tarde la cerró. Entonces, sin volver a mirarlo, dio media vuelta y cruzó el oscuro aparcamiento en dirección a su coche. Víctor la observó partir y se dijo que solo lo hacía para cerciorarse de que subía a salvo a su vehículo. Después de todo, era lo que debía hacer con una mujer bonita en un aparcamiento desierto. Pero siguió allí de pie mucho rato después de que se hubiera marchado.
Al día siguiente después del trabajo, Víctor entró en el club de oficiales y avanzó por el ancho pasillo. Distraído, subió los pocos escalones, atravesó la zona de recepción y subió cinco escalones más hasta la pista de baile. Al entrar en el recinto familiar, giró a la derecha y se detuvo ante la barra de caoba. Con la vista recorrió la sala en penumbra. Era enorme y apenas estaba moteada por unas mesas. Pero cuando lo preparaban para el baile o una fiesta, el viejo club brillaba como una joya.
Los pocos suboficiales que se sentaban a las mesas apenas le prestaron atención. Entre los presentes reconoció algunas caras. Pero en una base del tamaño de la de Pendleton, tampoco resultaba raro ver a muchos desconocidos. Apoyó los codos en la barra, pidió una cerveza y, tal como había hecho todo el día, revivió los últimos minutos que había pasado con Myriam en la oscuridad. Apretó los dientes y por enésima vez se dijo que no había tenido derecho a pisotearle los sentimientos de esa manera. ¿Y qué si lo irritaba? Eso no le daba derecho a dispararle cañonazos al corazón. Maldición, incluso estaba seguro de que había visto que sus ojos se humedecían. «Estupendo», pensó mientras el camarero le servía la cerveza. Un marine fuerte y grande hacía llorar a una mujer. Bebió un trago largo para tratar de quitarse el sabor de disgusto de la boca cuando otro marine entró en el bar y se dirigió hacia él.
—¿Paretti?
Se volvió a medias, lo observó, se fijó en la insignia que llevaba en la manga y lo reconoció como a otro sargento de artillería.
—¿Sí?
—Pensé que eras tú —el otro extendió la mano—. Soy Davis Garvey.
—Te he visto por aquí —asintió al estrecharle la mano y volverse para pagarle al camarero la cerveza—. ¿Quieres beber algo? —le preguntó a Davis.
—No, gracias. Me voy a casa. De hecho, he pasado por aquí para verte a ti.
—¿Por qué? —preguntó y bebió otro trago, deseando que se marchara para poder seguir torturándose con Myriam.
Garvey sonrió y apoyó un codo en la barra.
—Le prometí a mi cuñada que lo haría.
Víctor lo contempló y trató de deducir la situación. Por lo que él sabía, últimamente no había salido con ninguna mujer que tuviera un cuñado en Pendleton. De modo que no podía tratarse de una defensa del honor. Y como fuera un escenario en el que quisieran obligarlo a casarse a punta de pistola, el otro podía pegarle un tiro. Era imposible que Víctor Paretti volviera a casarse.
—De acuerdo —comentó pasados unos segundos de silencio—, tienes toda mi atención. ¿Qué sucede?
A su alrededor la conversación fluía, con los marines relajados después de un día largo y duro, y algunas risas reverberaban en el aire. Pero él se concentraba en el hombre que le sonreía como un maldito idiota.
—Tengo entendido que has hecho que la vida de Myriam fuera miserable en la escuela de baile —anunció Davis.
El pánico atravesó el cuerpo de Víctor.
—¡Eh! —exclamó, luego miró a los marines que había a ambos lados de ellos para asegurarse de que no habían oído. Después de las molestias que se había tomado en mantener en secreto sus clases de baile, no pensaba dejar que Davis Garvey lo anunciara en el club de oficiales. Diablos, la noticia llegaría a toda la base por la mañana. Casi pudo oír las bromas que lo acosarían toda la vida si se corría la voz. Lo llamarían sargento «Bailarín» o algo aún más humillante. Por el amor del cielo, tenía que sacar a Garvey de allí. Todos los sentimientos de culpabilidad se transformaron en la habitual irritación que le provocaba esa mujer.
—¿Por qué no vamos fuera a hablar de esto? —sugirió y bebió un buen trago de cerveza.
La sonrisa de Davis se ensanchó y sus ojos brillaron. Sí, era evidente que sabía muy bien por qué Víctor quería salir del club.
—Oh, no sé. Aquí estoy a gusto.
—Mira —frunció el ceño—, no pienso hablar de eso aquí, ¿de acuerdo?
Giró en redondo, salió del salón y bajó los primeros escalones como un hombre en un desfile. En ningún momento miró atrás para comprobar si Garvey lo seguía. Atravesó la recepción, subió unos escalones y cruzó las puertas hacia la luz de la última hora de la tarde. Siguió caminando hasta que llegó a su coche, y allí se detuvo y esperó. Pasados unos dos minutos, Davis Garvey se acercó despacio con las manos en los bolsillos y esa maldita sonrisa en la cara.
—Muy bien, ¿de qué va esto? —espetó Víctor.
—Ya te lo he dicho. Myriam.
No bastaba con que lo volviera loco en clase. Se le había ocurrido una manera de incordiarlo también en el trabajo. Y pensar que había pasado todo el día recriminándose por el modo en que había tratado sus sentimientos.
—¿Has dicho que es tu cuñada?
—Sí. Me casé con su hermana, Marie, hace un par de semanas.
—Felicidades —musitó y en silencio le deseó suerte al pobre. La iba a necesitar si su mujer se parecía en algo a la hermana.
—Gracias.
No quería insultar a la familia del otro, pero tampoco pensaba quedarse allí sin defenderse.
—Ya que estás emparentado con ella, deberías de saber cómo es Myriam.
—¿Encantadora? —Sugirió Davis—. ¿Hermosa? ¿Graciosa?
«Todo eso y mucho más», pensó Víctor.
—No olvides añadir molesta, astuta, mandona... —calló y luego preguntó—: ¿He de continuar?
—No —rio el otro. Movió la cabeza—. Creo que me hago una idea.
—No estoy seguro.
—Mira, Myriam comentó que le habías estado poniendo las cosas difíciles, de modo que pensé que lo mejor sería hablar contigo.
—Es extraño pero no me dio la impresión de que fuera una mujer que necesitara que libraran por ella sus batallas —comentó disgustado.
—Y no lo es —afirmó Davis, desvanecida la sonrisa— Pero ahora es mi familia. Y me gusta cuidar de mi familia.
Víctor lo evaluó y asintió despacio. Podía entender la lealtad familiar.
—Yo haría lo mismo.
—Entonces, ¿te animarás un poco con ella?
—Dispararé solo si me disparan —dijo con solemnidad.
—Me parece justo —volvió a sonreír. Alargó la mano una vez más y Víctor la estrechó con firmeza—. Ha sido un placer conocerte, sargento.
—Lo mismo digo, sargento.
Pero cuando el otro se alejó hacia su coche, la mente de Víctor no paró. Myriam Santini había pedido refuerzos. Oh, pudiera ser que no le dijera abiertamente a su cuñado que fuera a hablar con él, pero lo más probable era que lo esperara. Eso significaba que no se retiraba; solo estaba reagrupándose. Era posible que ella hubiera ganado la primera batalla, pero para Víctor la guerra todavía continuaba.
Espero sus comentarios.
Cuando la clase terminó, Víctor salió casi sin escuchar el torrente de conversación de Myriam. No dejaba de imaginarse bailando en público. Y esas imágenes mentales bastaban para provocarle escalofríos.
Diablos, el motivo por el que asistía a esas clases era por lo sucedido la última vez que había bailado en público. Había sido durante el Baile del Cuerpo de Marines del año anterior Con un destello lo recordó todo. Un salón atestado, cientos de personas y él, bailando con la esposa de un comandante. Ella había insistido y a regañadientes no le había, quedado más remedio que ceder. Había empezado a relajarse... hasta el momento en que le hizo dar la vuelta. De algún modo sus manos se soltaron e impotente había visto cómo salía directamente hacia la ponchera.
Contuvo un gemido por el recuerdo y de inmediato lo desterró de su mente. No quería rememorar el impacto de la ponchera en el suelo, el líquido al volar por los aires, el grito de la esposa del comandante o la imagen de la pobre mujer sentada en la pista empapada con un líquido rojo rubí. A cambio rememoró la reunión que tuvo a la semana siguiente con su superior.
—Sargento, usted me ha costado unos doscientos cincuenta dólares —había dicho el oficial—Parece que ni siquiera una tintorería competente es capaz de eliminar las manchas de ponche rojo de la seda de color marfil.
—Desde luego, yo cubriré los gastos ocasionados, señor —había ofrecido, de pie en posición de descanso, aunque en absoluto cómodo.
—No es necesario —indicó el comandante al levantarse y rodear el escritorio para quedar a unos centímetros de él—. Pero le sugiero que se cerciore de que nunca vuelva a suceder.
—No se repetirá, señor —afirmó Víctor— Evitaré las pistas de baile a toda costa.
—No me refería a eso.
—¿Señor?
El otro se sentó en el borde de la mesa, cruzó los brazos y movió la cabeza.
—Usted sabe tan bien como yo que se espera la asistencia de los oficiales al baile.
Víctor se encogió por dentro. El Cuerpo no podía ordenarle a un hombre que asistiera y bailara, aunque conseguía que el mensaje fuera claro.
—De modo que antes de que arroje a otra pobre mujer a una ponchera, le sugiero, sargento de artillería —gruñó en voz baja—, que aprenda a moverse en una pista de baile.
Lo recorrió un pánico agudo al darse cuenta de lo que el oficial le decía que hiciera.
—No puede hablar en serio, señor. ¿Clases de baile?
—¿Le doy la impresión de que bromeo? —preguntó después de observarlo largo rato.
El recuerdo le provocó un gemido antes de desterrarlo a un rincón oscuro de su mente. Diablos, debía de ser el primer marine de la historia al que le ordenaban aprender a bailar. Bueno, técnicamente no había sido una «orden», solo una «sugerencia». Hubiera preferido que el comandante lo hubiera castigado con marchas de cincuenta kilómetros. O que lo hubiera trasladado a Groenlandia.
Pero, no, ese habría sido un castigo demasiado fácil. Y por eso se veía practicando para convertirse en un Fred Astaire de segunda. No quería ni pensar en lo que dirían sus amigos cuando se enteraran. Después del incidente de la ponchera, durante semanas había tenido que soportar sus bromas. Si alguna vez se enteraban de que tomaba clases de baile de salón, jamás le permitirían que lo olvidara. ¿Y además bailar en una competición? Para conseguir algo de paz tendría que abandonar el Cuerpo. No. Lo que tenía que, hacer era sobrevivir a esa estúpida clase hasta volver a ser un auténtico marine.
Claro estaba que, una vez que se terminara, ya no volvería a ver a Myriam. Lo sorprendió lo mucho que eso lo molestaba. Una brisa fresca y húmeda procedente del océano se llevó los desagradables pensamientos de su mente. Centró su atención justo a tiempo para ver a la mujer caminar... no, correr a su lado.
—¿Me estás escuchando? —preguntó, y a juzgar por la exasperación de su tono, no por primera vez.
Se detuvo, bajó la vista para mirarla y movió la cabeza.
—Si aún hablas de esa competición, no.
—¿Por qué no? —alzó las manos y volvió a dejarlas caer a los costados.
Esa boca se veía estupenda incluso cuando estaba fruncida. No, no pensaba ir por allí. Sin contar con sus hormonas, Myriam Santini no iba a atraparlo.
—Una pregunta mejor, princesa, es por qué tienes tantas ganas de inscribirte en una competición conmigo cuando lo único que haces es quejarte de lo mal que bailo.
El viento agitó el pelo castaño en torno a su cara y con una mano Myriam se lo apartó de los ojos.
—No eres del todo malo.
—Cielos, gracias —repuso con sarcasmo.
Ella respiró hondo y eso lo distrajo unos momentos, haciendo que centrara la vista en la curva de sus pechos; luego Myriam suspiró con gesto dramático.
—Es una competición —anunció, como si eso bastara para explicarlo todo—. ¿No quieres ganar?
Una parte de Víctor la admiró. A él también le gustaba competir. Pero prefería participar en algo en lo que tuviera alguna posibilidad de ganar.
—No somos lo bastante buenos —expuso con claridad, y volvió a emprender la marcha hacia su coche, con la esperanza de que ella dejara el tema. Aunque debió imaginarse que no sería el caso.
A su espalda oyó los tacones sobre el asfalto mientras trotaba para mantener su paso.
—Podríamos serlo —afirmó. Él rio—Lo único que nos falta es práctica adicional.
—Sí —convino—, durante uno o dos años.
—Por el amor del cielo, general —se plantó delante de él y lo obligó a detenerse—. ¿Todos los marines se rinden con igual facilidad?
Él experimentó un destello de irritación.
—Los marines no se rinden, princesa —afirmó desde las alturas—. Simplemente, elegimos nuestras batallas.
—Mmm. Al parecer solo aquellas que tenéis la certeza de que vais a ganar.
—Mira —observó su coche con añoranza antes de clavar los ojos otra vez en ella. Era evidente que no iba a conseguir largarse de allí sin otra discusión. Y pensar que un momento atrás lo había molestado la idea de no volver a verla. Dios. ¿Qué había hecho para merecer a esa mujer tan molesta y atractiva? Respuesta: lanzar a la esposa de un comandante contra una ponchera—. Tú misma has dicho que lo único que hacemos es discutir. ¿De verdad quieres que pasemos más tiempo juntos?
Ella cruzó los brazos bajo los pechos y él se negó a mirar. No fue fácil, pero no apartó los ojos de los suyos. Una de sus finas cejas se elevó un poco más.
—No discutiríamos tanto si no fueras tan obstinado.
—¡Ja! ¿Yo soy obstinado?
Myriam le lanzó una mirada que habría achicharrado el alma de un hombre inferior. Entonces, claramente disgustada, preguntó:
—¿Por qué me tomo la molestia de hablarte?
—No lo sé, princesa.
—¿Quieres dejar de llamarme princesa?
—En cuanto dejes de comportarte como una.
Los grandes ojos castaños de ella se abrieron mucho y luego se entrecerraron de manera peligrosa.
—¿Y eso qué se supone que significa?
—Olvídalo —no había sido su intención decirlo en voz alta.
—Desde luego que no —afirmó—. Explícate.
—No es necesario que ahondemos en esto —insistió. No quería herir sus sentimientos. Sencillamente no deseaba participar en esa maldita competición—. Es tarde. He de volver a la base.
Ella se apoyó en el coche y movió la cabeza. Para ser una mujer tan pequeña, parecía un objeto inamovible.
—Tú lo empezaste, sargento. Así que ahora termínalo.
«Es mi culpa», se recriminó. Jamás debería haber dicho lo que pensaba. Pero Myriam tenía una forma de provocarlo como ninguna otra mujer. Recorrió con la vista su figura compacta antes de volver a posarla en sus hermosos ojos. Ella misma era consciente de lo bonita que era. No era que pareciera taimada, pero irradiaba una seguridad que procedía de saber que presentaba una imagen endiabladamente magnífica. Y cuanto más pensaba en ello, más corroboraba lo acertado de su primera evaluación. Malcriada, caprichosa, acostumbrada a salirse con la suya, no estaba preparada para que alguien le dijera que no.
—Y bien, general —instó—, ¿te vas a explicar o nos vamos a quedar aquí toda la noche?
A su alrededor los otros estudiantes iban abandonando el aparcamiento. Unas nubes oscuras cruzaban un cielo negro, borrando las estrellas y amenazando con lluvia. Incluso en el sur de California, el clima de enero resultaba impredecible. Y por las dudas que empezara a llover en cualquier momento, decidió poner fin a ese debate de una vez por todas. Si tenía tantas ganas de escuchar la verdad, le daría gusto.
—Significa que te conozco mejor de lo que crees.
—Oh, ¿de verdad?
Víctor se dijo que no hacía falta ser un ingeniero aeronáutico. Era italiana. Igual que él. Y si algo conocía en la vida, era a las familias italianas.
—Eras la menor, ¿no?
—¿Y? —repuso a la defensiva,
—¿La preferida de papá?
Myriam se irguió y se apartó del coche. Enderezó los hombros y lo miró con ojos centelleantes.
—¿Adonde quieres llegar? —inquirió.
Víctor comprendió que había dado en el blanco.
—A que has pasado toda tu vida consiguiendo lo que querías con un simple parpadeo de esos ojos maravillosos —se inclinó y al instante supo que había cometido un error. Su perfume lo distrajo, pero plantó cara a ese potente aroma y terminó lo que tenía que decir—. Bueno, conmigo no va a funcionar, princesa. Somos pareja en una pista de baile porque nos han juntado. Pero puedes ahorrarte esa inocente mirada para los colegiales, ¿de acuerdo?
Ella tardó un minuto para calmarse y poder hablar.
—Eres el hombre más desagradable, molesto, petulante, insultante... —calló y se mordió el labio
Un labio que de pronto él quiso besar más que respirar. El foco de un coche al marcharse le iluminó la cara para dejarla al siguiente instante sumida otra vez en las sombras. Una niebla gris y húmeda se enroscó entre sus cuerpos, uniéndolos con un vínculo sobrenatural. Los segundos pasaron mientras se miraban. La tenía tan cerca. Lo bastante para besarla. Para tocarla. Alzó una mano y cuando ella se inclinó hacia él, sonó la bocina de un coche, destrozando el extraño hechizo que los había dominado. Myriam movió la cabeza como si saliera de un sueño.
—Yo, mmm... he de irme.
—Sí. Yo también.
Ella abrió la boca para decir algo más, pero un momento más tarde la cerró. Entonces, sin volver a mirarlo, dio media vuelta y cruzó el oscuro aparcamiento en dirección a su coche. Víctor la observó partir y se dijo que solo lo hacía para cerciorarse de que subía a salvo a su vehículo. Después de todo, era lo que debía hacer con una mujer bonita en un aparcamiento desierto. Pero siguió allí de pie mucho rato después de que se hubiera marchado.
Al día siguiente después del trabajo, Víctor entró en el club de oficiales y avanzó por el ancho pasillo. Distraído, subió los pocos escalones, atravesó la zona de recepción y subió cinco escalones más hasta la pista de baile. Al entrar en el recinto familiar, giró a la derecha y se detuvo ante la barra de caoba. Con la vista recorrió la sala en penumbra. Era enorme y apenas estaba moteada por unas mesas. Pero cuando lo preparaban para el baile o una fiesta, el viejo club brillaba como una joya.
Los pocos suboficiales que se sentaban a las mesas apenas le prestaron atención. Entre los presentes reconoció algunas caras. Pero en una base del tamaño de la de Pendleton, tampoco resultaba raro ver a muchos desconocidos. Apoyó los codos en la barra, pidió una cerveza y, tal como había hecho todo el día, revivió los últimos minutos que había pasado con Myriam en la oscuridad. Apretó los dientes y por enésima vez se dijo que no había tenido derecho a pisotearle los sentimientos de esa manera. ¿Y qué si lo irritaba? Eso no le daba derecho a dispararle cañonazos al corazón. Maldición, incluso estaba seguro de que había visto que sus ojos se humedecían. «Estupendo», pensó mientras el camarero le servía la cerveza. Un marine fuerte y grande hacía llorar a una mujer. Bebió un trago largo para tratar de quitarse el sabor de disgusto de la boca cuando otro marine entró en el bar y se dirigió hacia él.
—¿Paretti?
Se volvió a medias, lo observó, se fijó en la insignia que llevaba en la manga y lo reconoció como a otro sargento de artillería.
—¿Sí?
—Pensé que eras tú —el otro extendió la mano—. Soy Davis Garvey.
—Te he visto por aquí —asintió al estrecharle la mano y volverse para pagarle al camarero la cerveza—. ¿Quieres beber algo? —le preguntó a Davis.
—No, gracias. Me voy a casa. De hecho, he pasado por aquí para verte a ti.
—¿Por qué? —preguntó y bebió otro trago, deseando que se marchara para poder seguir torturándose con Myriam.
Garvey sonrió y apoyó un codo en la barra.
—Le prometí a mi cuñada que lo haría.
Víctor lo contempló y trató de deducir la situación. Por lo que él sabía, últimamente no había salido con ninguna mujer que tuviera un cuñado en Pendleton. De modo que no podía tratarse de una defensa del honor. Y como fuera un escenario en el que quisieran obligarlo a casarse a punta de pistola, el otro podía pegarle un tiro. Era imposible que Víctor Paretti volviera a casarse.
—De acuerdo —comentó pasados unos segundos de silencio—, tienes toda mi atención. ¿Qué sucede?
A su alrededor la conversación fluía, con los marines relajados después de un día largo y duro, y algunas risas reverberaban en el aire. Pero él se concentraba en el hombre que le sonreía como un maldito idiota.
—Tengo entendido que has hecho que la vida de Myriam fuera miserable en la escuela de baile —anunció Davis.
El pánico atravesó el cuerpo de Víctor.
—¡Eh! —exclamó, luego miró a los marines que había a ambos lados de ellos para asegurarse de que no habían oído. Después de las molestias que se había tomado en mantener en secreto sus clases de baile, no pensaba dejar que Davis Garvey lo anunciara en el club de oficiales. Diablos, la noticia llegaría a toda la base por la mañana. Casi pudo oír las bromas que lo acosarían toda la vida si se corría la voz. Lo llamarían sargento «Bailarín» o algo aún más humillante. Por el amor del cielo, tenía que sacar a Garvey de allí. Todos los sentimientos de culpabilidad se transformaron en la habitual irritación que le provocaba esa mujer.
—¿Por qué no vamos fuera a hablar de esto? —sugirió y bebió un buen trago de cerveza.
La sonrisa de Davis se ensanchó y sus ojos brillaron. Sí, era evidente que sabía muy bien por qué Víctor quería salir del club.
—Oh, no sé. Aquí estoy a gusto.
—Mira —frunció el ceño—, no pienso hablar de eso aquí, ¿de acuerdo?
Giró en redondo, salió del salón y bajó los primeros escalones como un hombre en un desfile. En ningún momento miró atrás para comprobar si Garvey lo seguía. Atravesó la recepción, subió unos escalones y cruzó las puertas hacia la luz de la última hora de la tarde. Siguió caminando hasta que llegó a su coche, y allí se detuvo y esperó. Pasados unos dos minutos, Davis Garvey se acercó despacio con las manos en los bolsillos y esa maldita sonrisa en la cara.
—Muy bien, ¿de qué va esto? —espetó Víctor.
—Ya te lo he dicho. Myriam.
No bastaba con que lo volviera loco en clase. Se le había ocurrido una manera de incordiarlo también en el trabajo. Y pensar que había pasado todo el día recriminándose por el modo en que había tratado sus sentimientos.
—¿Has dicho que es tu cuñada?
—Sí. Me casé con su hermana, Marie, hace un par de semanas.
—Felicidades —musitó y en silencio le deseó suerte al pobre. La iba a necesitar si su mujer se parecía en algo a la hermana.
—Gracias.
No quería insultar a la familia del otro, pero tampoco pensaba quedarse allí sin defenderse.
—Ya que estás emparentado con ella, deberías de saber cómo es Myriam.
—¿Encantadora? —Sugirió Davis—. ¿Hermosa? ¿Graciosa?
«Todo eso y mucho más», pensó Víctor.
—No olvides añadir molesta, astuta, mandona... —calló y luego preguntó—: ¿He de continuar?
—No —rio el otro. Movió la cabeza—. Creo que me hago una idea.
—No estoy seguro.
—Mira, Myriam comentó que le habías estado poniendo las cosas difíciles, de modo que pensé que lo mejor sería hablar contigo.
—Es extraño pero no me dio la impresión de que fuera una mujer que necesitara que libraran por ella sus batallas —comentó disgustado.
—Y no lo es —afirmó Davis, desvanecida la sonrisa— Pero ahora es mi familia. Y me gusta cuidar de mi familia.
Víctor lo evaluó y asintió despacio. Podía entender la lealtad familiar.
—Yo haría lo mismo.
—Entonces, ¿te animarás un poco con ella?
—Dispararé solo si me disparan —dijo con solemnidad.
—Me parece justo —volvió a sonreír. Alargó la mano una vez más y Víctor la estrechó con firmeza—. Ha sido un placer conocerte, sargento.
—Lo mismo digo, sargento.
Pero cuando el otro se alejó hacia su coche, la mente de Víctor no paró. Myriam Santini había pedido refuerzos. Oh, pudiera ser que no le dijera abiertamente a su cuñado que fuera a hablar con él, pero lo más probable era que lo esperara. Eso significaba que no se retiraba; solo estaba reagrupándose. Era posible que ella hubiera ganado la primera batalla, pero para Víctor la guerra todavía continuaba.
Espero sus comentarios.
jai33sire- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1207
Edad : 48
Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: Un baile perfecto Maureen Child
Muchas gracias por el capitulo, te esperamos con el siguiente.
alma.fra- VBB DIAMANTE
- Cantidad de envíos : 2190
Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capítulo Tres
La cena familiar en la casa de los Santini siempre era interesante. Por lo menos una noche por semana, sin importar lo que sucediera en sus vidas, se reunían en torno a la mesa. Y durante un par de horas se ponían al día, discutían, reían y terminaban extenuados. Myriam contempló las caras de su familia y sonrió para sí misma. Su madre, desde luego, más sola desde la muerte de su marido dos años atrás, aún era una mujer vibrante y mostraba un profundo interés por lo que hacían sus hijas. Luego estaba Ángela, la hermana mayor. Viuda también, su hijo, Jeremy, y ella habían vuelto al hogar tras el fallecimiento de su marido tres años atrás. Jeremy era un chico estupendo al que ayudaba mucho tener a Davis, el marido de Marie, en la familia. Al padre del pequeño no le había gustado mucho tanta «familia». Había hecho desdichadas todas sus vidas, y si alguien quisiera reconocerlo en voz alta, tendría que afirmar que Ángela era más feliz viuda que lo que había sido casada. Pero, por supuesto, nadie lo diría jamás. Luego estaba Marie. Sonrió al mirar a su hermana mediana. Desde que conoció a Davis y se enamoró de él, había florecido. Seguía siendo una mecánica estupenda y dedicaba la mayor parte de su tiempo a trabajar feliz en una u otra tarea grasienta. Pero sus ojos irradiaban un brillo que no había estado presente antes de Davis. Básicamente, tuvo que reconocer que todos los Santini eran felices. Excepto ella, desde luego.
—Hoy vi a tu sargento de artillería Paretti —comentó Davis mientras acercaba la fuente con pasta.
Myriam lo miró sorprendida.
—No es mi nada —dijo y comió un poco de ensalada.
—Bueno, de todos modos mantuve una breve charla con él —indicó su cuñado. Parecía bastante satisfecho consigo mismo.
Con los ojos muy abiertos, masticó, tragó y soltó:
—¿Has hablado con él? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿A qué te refieres? ¿Qué dijiste?
Davis se encogió de hombros, le sonrió a su mujer y volvió a mirar a Myriam.
—Para responderte en orden... después del trabajo, en el club de oficiales y le dije que tanto mi cuñada como yo agradeceríamos que se relajara un poco.
—Oh, estupendo —dejó el tenedor con ruido y se reclinó en la silla.
—¿No ha sido agradable? —preguntó la madre a nadie en particular, palmeando con cariño la mano de Davis.
—¿Agradable? —Myriam miró fijamente a su madre—. ¿Te parece agradable?
—¿Qué te sucede? —Inquirió Marie—. Davis solo intentaba ayudarte.
—Si hubiera querido ayudar —miró furiosa a su hermana—, entonces tendría que haberlo atropellado.
—Oh —Ángela se iluminó—. Eso no está mal.
—¿Atropellar a quién? —preguntó Jeremy con la inocencia de sus ocho años.
—A un agradable marine como Davis, querido —explicó la abuela y le pasó más pan de ajo. Imperturbable, jamás dejaba que nada interfiriera con la cena.
—No lo es —se apresuró a corregir Myriam.
—¿Agradable? —quiso saber su madre.
—Como Davis —aclaró su hija.
—¿Cuál es el problema? —Preguntó Ángela mientras le servía más leche a su hijo—. Bien, Davis habló con él. Tu reacción es excesiva, Myriam.
—Vaya sorpresa —musitó Marie.
—No lo es —espetó—. ¿Qué va a parecer? Ahora pensará que fui a llorarle a mi gran cuñado para que me ayudara.
—Y así fue —le recordó Marie, saliendo en defensa de su marido como una leona que protegiera a su carnada.
—No es verdad —arguyó acalorada, mirando a Davis—. ¿Te pedí en algún momento que hablaras con él? ¿Te supliqué ayuda?
—No, pero... —Davis se movió incómodo en la silla.
Por lo general Myriam se habría apiadado de él, rodeado de mujeres, con el único apoyo de testosterona procedente de un niño demasiado pequeño para ponerse de su lado. Pero no esa noche.
—Para ya, Myriam —soltó Marie—. Davis intentaba ayudarte, por el amor del cielo. Es culpa tuya. Lo único que has hecho desde que empezaste esas clases es quejarte de ese hombre.
Debía reconocer que se había quejado un poco. ¿Acaso no era esa una de las ventajas de tener una familia? Se suponía que tenían que dejarte divagar. No recordaba que hubieran salido a comprarle ropa cuando se quejó de su guardarropa.
—Papá habría estado complacido con lo que Davis ha hecho por ti —afirmó la madre— La familia cuida de la familia.
Por el amor del cielo, hacía que parecieran la Mafia. ¿Qué faltaba? ¿Enviarle pescado muerto envuelto en papel de periódico?
—Pero... —comenzó.
—Davis se tomó la molestia de buscar a ese hombre, ¿sabes? Te ha hecho un favor. Lo menos que podrías hacer es darle las .gracias —Marie la miró, esperando que Myriam obedeciera.
Cinco pares de ojos la observaban. Pudo oír el sonido del reloj en la repisa. Nadie se movió. ¿Es que no entendían que aunque su intención fuera buena, Davis había hecho que una situación difícil se complicara? En un instante recordó todo lo que Víctor le había dicho al terminar la última clase. «Malcriada. Caprichosa. Princesa». Gracias a la intromisión bienintencionada de Davis, Víctor pensaría que tenía razón. ¿Por qué su vida de repente se complicaba? «Por los hombres, por eso».
Primero había estado Richard. Un abogado con el que había salido el tiempo suficiente como para convencerla de que tomara clases de baile de salón con el fin de que encajara en su esfera social. Por desgracia había dejado de salir con él antes de la segunda clase. Aunque era un hombre agradable, no habían compartido suficiente química para despertar chispas. Chispas. Fuegos artificiales. Cohetes. Eso hizo que pensara en el nuevo hombre que había en su vida. Víctor Paretti. La sangre le hirvió en las venas. Sintió un nudo en el estómago.
—¡Myriam!
La voz de Marie la devolvió a la realidad.
—Al menos podrías prestar atención cuando discutimos —arguyó su hermana.
—Oh, estoy prestando atención —musitó—Lo único que dije fue que Víctor Paretti era un dolor en el...
—Myriam —intervino la madre con firmeza.
Cerró la boca y suspiró. Su madre asintió, complacida. Jeremy rio hasta que su madre le dijo que se relajara. Al parecer la súbita interrupción de su tía no lo había engañado.
—Solo pretendía ayudar —afirmó Davis, mirándola directamente a los ojos.
Al instante lamentó haberle gritado. Su intención había sido buena. Y si lo analizaba bien, había sido muy dulce al interpretar el papel de hermano mayor. Cuánto le habría gustado tenerlo cerca de niña.
—Lo sé —le sonrió, indicándole que estaba perdonado. No era culpa de él que tuviera unos sentimientos tan encontrados por Víctor. Luego se obligó a añadir—Gracias, Davis. Eres un buen hermano.
—Sí —le devolvió la sonrisa—, supongo que empiezo a comportarme como tal.
La conversación volvió a fluir; nadie pareció darse cuenta de que Myriam no participaba.
—De acuerdo, suéltalo —dijo Myriam al abandonar el estudio de baile.
—¿Soltar qué? —Víctor contempló el cielo estrellado y se arrebujó en el anorak.
—Llevo esperando toda la noche —lo agarró del brazo para detenerlo.
La miró con el ceño fruncido. Tendría que haber sabido que iba a ser imposible pasar una noche entera sin discutir, a pesar de que hasta ese momento todo había ido bien. Apenas habían hablado y habían bailado mejor que nunca. Quizá ese era el secreto de llevarse bien con Myriam Santini. No hablar.
—¿Esperando qué? —inquirió.
—Que hicieras algún comentario irónico sobre el modo en que mi cuñado te encaró en la base.
—Oh... —asintió y lo entendió de inmediato. Se preguntaba por qué no había dicho nada, pero la verdad era que había meditado bastante desde que hablara con Davis Garvey unos días atrás. De hecho, había intentado conjeturar por qué Myriam Santini lo irritaba casi siempre. Desde que la conocía había perdido los nervios más que en los últimos cinco años. Y él no era así.
Hasta que la noche anterior descubrió la verdad. Myriam le recordaba demasiado a su ex mujer. No se parecía físicamente en nada, y en realidad era mucho más agradable que lo que nunca había sido Kim. Sin embargo, había demasiadas similitudes que no podía soslayar. Las dos eran caprichosas, acostumbradas a salirse con la suya y a emplear su belleza si era necesario. Cada vez que Myriam coqueteaba para evadir una discusión, las defensas de Víctor se ponían en alerta. En una ocasión se había enamorado de una mujer con más belleza que corazón. No permitiría que volviera a pasar. En cuanto a la visita del cuñado de ella, no era necesario decir nada al respecto. Si Víctor se hubiera encontrado en la misma posición, habría hecho lo mismo que Davis. En la casa de los Paretti había aprendido una lección importante. La familia era lo primero.
—Olvídalo —aseveró y vio alivio en su cara.
Era evidente que deseaba creerlo, pero no podía.
—¿Por qué te muestras tan amable?
—¿No puedo serlo sin tener un motivo ulterior(sucesivo)?
—No lo sé.
—Mira, ¿por qué no establecemos una tregua para la duración de las clases?
—¿Una tregua?
—Sí, ya sabes, un alto el fuego.
—Sé lo que es, de lo que no estoy segura es de por qué me ofreces una.
Respiró hondo y dejó que la brisa oceánica controlara su creciente malhumor. Se enfrentaba a él incluso cuando intentaba ser agradable.
—Los dos queremos aprender estos malditos bailes, ¿no?
—Sí.
—No tenemos por qué caernos bien. Lo único que debemos hacer es bailar juntos —no podía exponerlo con más claridad—. ¿Trato hecho? —extendió la mano derecha.
Ella la contempló largo rato como si fuera una serpiente. Luego se la estrechó.
—Trato hecho —aceptó.
De sus manos unidas subió calor; Víctor la soltó casi de inmediato. Entonces ella le obsequió con una sonrisa de un millón de vatios y él tuvo que recordarse que era fácil resistir sus encantos.
—Ya que nos mostramos tan amigables —comentó ella cuando reanudaron la marcha hacia sus respectivos coches— quizá te gustaría reconsiderar inscribirnos en la competición.
Víctor soltó una risa. Una cosa era una tregua privada y otra muy distinta anunciar en público que tomaba clases de baile.
—Ni lo sueñes, princesa.
—Ya me extrañaba que la tregua sirviera para algo —musitó
—No pienso participar.
—Pero estamos mejorando —arguyó.
—No —movió la cabeza con énfasis.
—Al menos podrías pensarlo —lo tomó del brazo y se acercó.
Aspiró profundamente su perfume. Ligero, floral, pareció llenarle la cabeza con imágenes de noches estivales. Su mano en el brazo era cálida y demasiado placentera. No se atrevió a arriesgarse a mirarla. Sin duda exhibía su expresión patentada de mohín conquistador. Y así como le encantaría poder fingir que era capaz de resistirla con facilidad, sabía muy bien que resultaría muy duro.
—¿Sargento de artillería Paretti? —llamó una mujer desde la izquierda.
Víctor giró la cabeza y la miró fijamente. Santo cielo. La esposa del nuevo coronel. Mil pensamientos pasaron por su mente en un instante. ¿Sabría que Myriam y él habían salido del estudio de baile? «No», se dijo. Cerca había un cine, la Marisquería de Bayside, una galería de arte y una farmacia. Podía haber estado en cualquiera de esos sitios. Se relajó un poco y sonrió.
—Señora Thornton. Buenas noches.
—Hola —saludó y se acercó, sonriéndoles a los dos.
Myriam. ¿Cómo iba a poder pedirle a su pareja de baile que no hablara de lo que habían estado haciendo?
—Señora Thornton, Myriam Santini —presentó, incapaz de poder evitarlo.
—Encantada de conocerla —dijo Myriam.
—Gracias —la esposa del coronel volvió a sonreírles— Qué pareja estupenda forman.
Víctor estuvo a punto de atragantarse. Myriam rio entre dientes.
—¿Van al cine? —preguntó la otra mujer.
Myriam abrió la boca, pero antes de que pudiera hablar, Víctor se adelantó:
—Así es.
Myriam lo miró con el ceño fruncido, pero él no le hizo caso y le pasó el brazo por el hombro. Si la mujer del coronel los consideraba una pareja feliz, entonces le seguiría la corriente. Desde luego era una opción mejor que dejar que conociera la verdad.
—Bueno, me alegro tanto de haberlos encontrado —afirmó Cecilia Thornton.
—¿Señora? —intentó pensar en un modo de conseguir que Myriam y él pudieran largarse, pero no había ninguna manera cortés de dejar a la esposa del coronel sola en el aparcamiento; la única esperanza que tenía era salir ileso de ese encuentro.
—Como usted sabe, somos nuevos en la base...
—Sí, señora —miró a Myriam. ¿En qué pensaba?
—El coronel y yo vamos a celebrar una pequeña fiesta en nuestra casa dentro de unas semanas para los oficiales y sus esposas. Una barbacoa, si el tiempo lo permite.
Víctor asintió. Era costumbre que un oficial nuevo conociera a los oficiales y suboficiales a su mando.
—Será un placer asistir, señora —ya había oído hablar de la fiesta y había estado planeando asistir y marcharse en cuanto le fuera posible, como todos los demás marines solteros que conocía. Los oficiales casados siempre se quedaban más tiempo, principalmente porque sus mujeres se divertían demasiado para poder marcharse.
—Espero que usted asista como invitada del sargento de artillería Paretti, Myriam —decía la esposa del coronel.
Víctor sintió un nudo en el pecho. No había esperado eso. Quizá haber dado la impresión de que eran pareja no había sido tan buena idea.
—Bueno... —miró a Víctor.
En silencio intentó transmitirle una negativa. Le apretó el hombro y en todo momento quiso dar la impresión de ser un novio solícito, con el ceño levemente fruncido en ligera advertencia. Ella sabía lo que deseaba que respondiera. Podía verlo en sus ojos. Pero desde luego, no lo dijo. Se apoyó en él, posó una mano en su pecho y le sonrió a la mujer del coronel.
—Muchas gracias por invitarme. Para Víctor y para mí será un placer poder asistir.
¿Víctor y para…? La mente se le quedó en blanco unos instantes mientras disfrutaba del movimiento de los dedos de Myriam en su pecho. Pasaron unos minutos más en los que las dos charlaron de cosas sin importancia. Ni siquiera oyó lo que decían. En la cabeza le bullía un torbellino dominado por el deseo de matar a alguien, mientras seguía desempeñando el papel de novio bueno. Cuando la mujer del coronel se marchó en dirección a la farmacia, aferró el brazo de Myriam y le dio la vuelta para que lo mirara.
—¿A qué se ha debido eso? ¿Es que no captaste que intentaba decirte que no aceptaras la invitación?
—Por supuesto que sí —se apartó de él con una sonrisa— No eres tan difícil de leer.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque de pronto se me ocurrió algo, Víctor.
—¿Sí...? —de eso no iba a salir nada bueno. La veía demasiado segura de sí misma.
Myriam le sonrió y se apartó unos rizos castaños de los ojos.
—No querías que supiera que tomabas clases de baile, ¿verdad?
—No —repuso metiéndose las manos en los bolsillos.
—Era lo que imaginaba —asintió despacio.
—¿Y por qué aceptaste ir a la fiesta?
—Para disponer de una buena posición para hacer un trato contigo.
«Aquí viene», pensó él y trató de prepararse para lo que fuera. Demonios, había estado en combate. Sin duda podría aguantar cualquier cosa que le soltara Myriam Santini.
—¿Qué trato?
—Iré a esa fiesta contigo... —hizo una pausa y volvió a sonreír—... y tú participarás en la competición de baile conmigo.
—Retrocede y reagrúpate —alzó una mano.
—¿Perdona? —Movió la cabeza—No hablo la jerga de los marines.
—Repíteme eso, pero más despacio esta vez —pidió por encima del rugido en sus oídos.
—No hay problema. Yo no te estropeo la tapadera con la esposa del coronel y tú participas conmigo en la competición.
—Eso es chantaje —en silencio se felicitó por el tono ecuánime de su voz.
—Yo prefiero la palabra «extorsión» —repuso sin dejar de sonreír—. Suena mucho más... amigable.
Él echó la cabeza hacia atrás y observó a la mujer que con tanta facilidad lo había atrapado. No le había hecho justicia.
—Desde luego —continuó Myriam—puedes informar a la señora Thornton de que hemos roto. Pero cabe la posibilidad de que asista a la fiesta, ya que he sido invitada, y le cuente a todos los marines presentes que nos conocimos mientras tomabas clases para ser Fred Astaire.
—¿Por qué intentas arruinar mi vida? —preguntó con voz tensa.
—No te lo tomes tan mal, general —le palmeó el brazo—¿Quién sabe? Hasta es posible que ganemos.
Maldita sea, estaba atrapado y lo sabía. Debía elegir entre quedar humillado delante de desconocidos... o de sus amigos. Ella tenía escrita la palabra victoria en la cara, pero antes de que aceptara la derrota, tenía que saber una cosa.
—En cualquier caso, ¿por qué te interesa tanto la competición?
Myriam le obsequió con una sonrisa que le provocó ondas de choque por todo el cuerpo.
—Es una «competición» —anunció como si eso fuera suficiente explicación. Luego añadió con un encogimiento de hombros— Me gusta ganar.
—Muy bien, eso me vale. A mí también me gusta ganar —convino—Y princesa, no pierdo muy a menudo.
Espero sus comentarios.
La cena familiar en la casa de los Santini siempre era interesante. Por lo menos una noche por semana, sin importar lo que sucediera en sus vidas, se reunían en torno a la mesa. Y durante un par de horas se ponían al día, discutían, reían y terminaban extenuados. Myriam contempló las caras de su familia y sonrió para sí misma. Su madre, desde luego, más sola desde la muerte de su marido dos años atrás, aún era una mujer vibrante y mostraba un profundo interés por lo que hacían sus hijas. Luego estaba Ángela, la hermana mayor. Viuda también, su hijo, Jeremy, y ella habían vuelto al hogar tras el fallecimiento de su marido tres años atrás. Jeremy era un chico estupendo al que ayudaba mucho tener a Davis, el marido de Marie, en la familia. Al padre del pequeño no le había gustado mucho tanta «familia». Había hecho desdichadas todas sus vidas, y si alguien quisiera reconocerlo en voz alta, tendría que afirmar que Ángela era más feliz viuda que lo que había sido casada. Pero, por supuesto, nadie lo diría jamás. Luego estaba Marie. Sonrió al mirar a su hermana mediana. Desde que conoció a Davis y se enamoró de él, había florecido. Seguía siendo una mecánica estupenda y dedicaba la mayor parte de su tiempo a trabajar feliz en una u otra tarea grasienta. Pero sus ojos irradiaban un brillo que no había estado presente antes de Davis. Básicamente, tuvo que reconocer que todos los Santini eran felices. Excepto ella, desde luego.
—Hoy vi a tu sargento de artillería Paretti —comentó Davis mientras acercaba la fuente con pasta.
Myriam lo miró sorprendida.
—No es mi nada —dijo y comió un poco de ensalada.
—Bueno, de todos modos mantuve una breve charla con él —indicó su cuñado. Parecía bastante satisfecho consigo mismo.
Con los ojos muy abiertos, masticó, tragó y soltó:
—¿Has hablado con él? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿A qué te refieres? ¿Qué dijiste?
Davis se encogió de hombros, le sonrió a su mujer y volvió a mirar a Myriam.
—Para responderte en orden... después del trabajo, en el club de oficiales y le dije que tanto mi cuñada como yo agradeceríamos que se relajara un poco.
—Oh, estupendo —dejó el tenedor con ruido y se reclinó en la silla.
—¿No ha sido agradable? —preguntó la madre a nadie en particular, palmeando con cariño la mano de Davis.
—¿Agradable? —Myriam miró fijamente a su madre—. ¿Te parece agradable?
—¿Qué te sucede? —Inquirió Marie—. Davis solo intentaba ayudarte.
—Si hubiera querido ayudar —miró furiosa a su hermana—, entonces tendría que haberlo atropellado.
—Oh —Ángela se iluminó—. Eso no está mal.
—¿Atropellar a quién? —preguntó Jeremy con la inocencia de sus ocho años.
—A un agradable marine como Davis, querido —explicó la abuela y le pasó más pan de ajo. Imperturbable, jamás dejaba que nada interfiriera con la cena.
—No lo es —se apresuró a corregir Myriam.
—¿Agradable? —quiso saber su madre.
—Como Davis —aclaró su hija.
—¿Cuál es el problema? —Preguntó Ángela mientras le servía más leche a su hijo—. Bien, Davis habló con él. Tu reacción es excesiva, Myriam.
—Vaya sorpresa —musitó Marie.
—No lo es —espetó—. ¿Qué va a parecer? Ahora pensará que fui a llorarle a mi gran cuñado para que me ayudara.
—Y así fue —le recordó Marie, saliendo en defensa de su marido como una leona que protegiera a su carnada.
—No es verdad —arguyó acalorada, mirando a Davis—. ¿Te pedí en algún momento que hablaras con él? ¿Te supliqué ayuda?
—No, pero... —Davis se movió incómodo en la silla.
Por lo general Myriam se habría apiadado de él, rodeado de mujeres, con el único apoyo de testosterona procedente de un niño demasiado pequeño para ponerse de su lado. Pero no esa noche.
—Para ya, Myriam —soltó Marie—. Davis intentaba ayudarte, por el amor del cielo. Es culpa tuya. Lo único que has hecho desde que empezaste esas clases es quejarte de ese hombre.
Debía reconocer que se había quejado un poco. ¿Acaso no era esa una de las ventajas de tener una familia? Se suponía que tenían que dejarte divagar. No recordaba que hubieran salido a comprarle ropa cuando se quejó de su guardarropa.
—Papá habría estado complacido con lo que Davis ha hecho por ti —afirmó la madre— La familia cuida de la familia.
Por el amor del cielo, hacía que parecieran la Mafia. ¿Qué faltaba? ¿Enviarle pescado muerto envuelto en papel de periódico?
—Pero... —comenzó.
—Davis se tomó la molestia de buscar a ese hombre, ¿sabes? Te ha hecho un favor. Lo menos que podrías hacer es darle las .gracias —Marie la miró, esperando que Myriam obedeciera.
Cinco pares de ojos la observaban. Pudo oír el sonido del reloj en la repisa. Nadie se movió. ¿Es que no entendían que aunque su intención fuera buena, Davis había hecho que una situación difícil se complicara? En un instante recordó todo lo que Víctor le había dicho al terminar la última clase. «Malcriada. Caprichosa. Princesa». Gracias a la intromisión bienintencionada de Davis, Víctor pensaría que tenía razón. ¿Por qué su vida de repente se complicaba? «Por los hombres, por eso».
Primero había estado Richard. Un abogado con el que había salido el tiempo suficiente como para convencerla de que tomara clases de baile de salón con el fin de que encajara en su esfera social. Por desgracia había dejado de salir con él antes de la segunda clase. Aunque era un hombre agradable, no habían compartido suficiente química para despertar chispas. Chispas. Fuegos artificiales. Cohetes. Eso hizo que pensara en el nuevo hombre que había en su vida. Víctor Paretti. La sangre le hirvió en las venas. Sintió un nudo en el estómago.
—¡Myriam!
La voz de Marie la devolvió a la realidad.
—Al menos podrías prestar atención cuando discutimos —arguyó su hermana.
—Oh, estoy prestando atención —musitó—Lo único que dije fue que Víctor Paretti era un dolor en el...
—Myriam —intervino la madre con firmeza.
Cerró la boca y suspiró. Su madre asintió, complacida. Jeremy rio hasta que su madre le dijo que se relajara. Al parecer la súbita interrupción de su tía no lo había engañado.
—Solo pretendía ayudar —afirmó Davis, mirándola directamente a los ojos.
Al instante lamentó haberle gritado. Su intención había sido buena. Y si lo analizaba bien, había sido muy dulce al interpretar el papel de hermano mayor. Cuánto le habría gustado tenerlo cerca de niña.
—Lo sé —le sonrió, indicándole que estaba perdonado. No era culpa de él que tuviera unos sentimientos tan encontrados por Víctor. Luego se obligó a añadir—Gracias, Davis. Eres un buen hermano.
—Sí —le devolvió la sonrisa—, supongo que empiezo a comportarme como tal.
La conversación volvió a fluir; nadie pareció darse cuenta de que Myriam no participaba.
—De acuerdo, suéltalo —dijo Myriam al abandonar el estudio de baile.
—¿Soltar qué? —Víctor contempló el cielo estrellado y se arrebujó en el anorak.
—Llevo esperando toda la noche —lo agarró del brazo para detenerlo.
La miró con el ceño fruncido. Tendría que haber sabido que iba a ser imposible pasar una noche entera sin discutir, a pesar de que hasta ese momento todo había ido bien. Apenas habían hablado y habían bailado mejor que nunca. Quizá ese era el secreto de llevarse bien con Myriam Santini. No hablar.
—¿Esperando qué? —inquirió.
—Que hicieras algún comentario irónico sobre el modo en que mi cuñado te encaró en la base.
—Oh... —asintió y lo entendió de inmediato. Se preguntaba por qué no había dicho nada, pero la verdad era que había meditado bastante desde que hablara con Davis Garvey unos días atrás. De hecho, había intentado conjeturar por qué Myriam Santini lo irritaba casi siempre. Desde que la conocía había perdido los nervios más que en los últimos cinco años. Y él no era así.
Hasta que la noche anterior descubrió la verdad. Myriam le recordaba demasiado a su ex mujer. No se parecía físicamente en nada, y en realidad era mucho más agradable que lo que nunca había sido Kim. Sin embargo, había demasiadas similitudes que no podía soslayar. Las dos eran caprichosas, acostumbradas a salirse con la suya y a emplear su belleza si era necesario. Cada vez que Myriam coqueteaba para evadir una discusión, las defensas de Víctor se ponían en alerta. En una ocasión se había enamorado de una mujer con más belleza que corazón. No permitiría que volviera a pasar. En cuanto a la visita del cuñado de ella, no era necesario decir nada al respecto. Si Víctor se hubiera encontrado en la misma posición, habría hecho lo mismo que Davis. En la casa de los Paretti había aprendido una lección importante. La familia era lo primero.
—Olvídalo —aseveró y vio alivio en su cara.
Era evidente que deseaba creerlo, pero no podía.
—¿Por qué te muestras tan amable?
—¿No puedo serlo sin tener un motivo ulterior(sucesivo)?
—No lo sé.
—Mira, ¿por qué no establecemos una tregua para la duración de las clases?
—¿Una tregua?
—Sí, ya sabes, un alto el fuego.
—Sé lo que es, de lo que no estoy segura es de por qué me ofreces una.
Respiró hondo y dejó que la brisa oceánica controlara su creciente malhumor. Se enfrentaba a él incluso cuando intentaba ser agradable.
—Los dos queremos aprender estos malditos bailes, ¿no?
—Sí.
—No tenemos por qué caernos bien. Lo único que debemos hacer es bailar juntos —no podía exponerlo con más claridad—. ¿Trato hecho? —extendió la mano derecha.
Ella la contempló largo rato como si fuera una serpiente. Luego se la estrechó.
—Trato hecho —aceptó.
De sus manos unidas subió calor; Víctor la soltó casi de inmediato. Entonces ella le obsequió con una sonrisa de un millón de vatios y él tuvo que recordarse que era fácil resistir sus encantos.
—Ya que nos mostramos tan amigables —comentó ella cuando reanudaron la marcha hacia sus respectivos coches— quizá te gustaría reconsiderar inscribirnos en la competición.
Víctor soltó una risa. Una cosa era una tregua privada y otra muy distinta anunciar en público que tomaba clases de baile.
—Ni lo sueñes, princesa.
—Ya me extrañaba que la tregua sirviera para algo —musitó
—No pienso participar.
—Pero estamos mejorando —arguyó.
—No —movió la cabeza con énfasis.
—Al menos podrías pensarlo —lo tomó del brazo y se acercó.
Aspiró profundamente su perfume. Ligero, floral, pareció llenarle la cabeza con imágenes de noches estivales. Su mano en el brazo era cálida y demasiado placentera. No se atrevió a arriesgarse a mirarla. Sin duda exhibía su expresión patentada de mohín conquistador. Y así como le encantaría poder fingir que era capaz de resistirla con facilidad, sabía muy bien que resultaría muy duro.
—¿Sargento de artillería Paretti? —llamó una mujer desde la izquierda.
Víctor giró la cabeza y la miró fijamente. Santo cielo. La esposa del nuevo coronel. Mil pensamientos pasaron por su mente en un instante. ¿Sabría que Myriam y él habían salido del estudio de baile? «No», se dijo. Cerca había un cine, la Marisquería de Bayside, una galería de arte y una farmacia. Podía haber estado en cualquiera de esos sitios. Se relajó un poco y sonrió.
—Señora Thornton. Buenas noches.
—Hola —saludó y se acercó, sonriéndoles a los dos.
Myriam. ¿Cómo iba a poder pedirle a su pareja de baile que no hablara de lo que habían estado haciendo?
—Señora Thornton, Myriam Santini —presentó, incapaz de poder evitarlo.
—Encantada de conocerla —dijo Myriam.
—Gracias —la esposa del coronel volvió a sonreírles— Qué pareja estupenda forman.
Víctor estuvo a punto de atragantarse. Myriam rio entre dientes.
—¿Van al cine? —preguntó la otra mujer.
Myriam abrió la boca, pero antes de que pudiera hablar, Víctor se adelantó:
—Así es.
Myriam lo miró con el ceño fruncido, pero él no le hizo caso y le pasó el brazo por el hombro. Si la mujer del coronel los consideraba una pareja feliz, entonces le seguiría la corriente. Desde luego era una opción mejor que dejar que conociera la verdad.
—Bueno, me alegro tanto de haberlos encontrado —afirmó Cecilia Thornton.
—¿Señora? —intentó pensar en un modo de conseguir que Myriam y él pudieran largarse, pero no había ninguna manera cortés de dejar a la esposa del coronel sola en el aparcamiento; la única esperanza que tenía era salir ileso de ese encuentro.
—Como usted sabe, somos nuevos en la base...
—Sí, señora —miró a Myriam. ¿En qué pensaba?
—El coronel y yo vamos a celebrar una pequeña fiesta en nuestra casa dentro de unas semanas para los oficiales y sus esposas. Una barbacoa, si el tiempo lo permite.
Víctor asintió. Era costumbre que un oficial nuevo conociera a los oficiales y suboficiales a su mando.
—Será un placer asistir, señora —ya había oído hablar de la fiesta y había estado planeando asistir y marcharse en cuanto le fuera posible, como todos los demás marines solteros que conocía. Los oficiales casados siempre se quedaban más tiempo, principalmente porque sus mujeres se divertían demasiado para poder marcharse.
—Espero que usted asista como invitada del sargento de artillería Paretti, Myriam —decía la esposa del coronel.
Víctor sintió un nudo en el pecho. No había esperado eso. Quizá haber dado la impresión de que eran pareja no había sido tan buena idea.
—Bueno... —miró a Víctor.
En silencio intentó transmitirle una negativa. Le apretó el hombro y en todo momento quiso dar la impresión de ser un novio solícito, con el ceño levemente fruncido en ligera advertencia. Ella sabía lo que deseaba que respondiera. Podía verlo en sus ojos. Pero desde luego, no lo dijo. Se apoyó en él, posó una mano en su pecho y le sonrió a la mujer del coronel.
—Muchas gracias por invitarme. Para Víctor y para mí será un placer poder asistir.
¿Víctor y para…? La mente se le quedó en blanco unos instantes mientras disfrutaba del movimiento de los dedos de Myriam en su pecho. Pasaron unos minutos más en los que las dos charlaron de cosas sin importancia. Ni siquiera oyó lo que decían. En la cabeza le bullía un torbellino dominado por el deseo de matar a alguien, mientras seguía desempeñando el papel de novio bueno. Cuando la mujer del coronel se marchó en dirección a la farmacia, aferró el brazo de Myriam y le dio la vuelta para que lo mirara.
—¿A qué se ha debido eso? ¿Es que no captaste que intentaba decirte que no aceptaras la invitación?
—Por supuesto que sí —se apartó de él con una sonrisa— No eres tan difícil de leer.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque de pronto se me ocurrió algo, Víctor.
—¿Sí...? —de eso no iba a salir nada bueno. La veía demasiado segura de sí misma.
Myriam le sonrió y se apartó unos rizos castaños de los ojos.
—No querías que supiera que tomabas clases de baile, ¿verdad?
—No —repuso metiéndose las manos en los bolsillos.
—Era lo que imaginaba —asintió despacio.
—¿Y por qué aceptaste ir a la fiesta?
—Para disponer de una buena posición para hacer un trato contigo.
«Aquí viene», pensó él y trató de prepararse para lo que fuera. Demonios, había estado en combate. Sin duda podría aguantar cualquier cosa que le soltara Myriam Santini.
—¿Qué trato?
—Iré a esa fiesta contigo... —hizo una pausa y volvió a sonreír—... y tú participarás en la competición de baile conmigo.
—Retrocede y reagrúpate —alzó una mano.
—¿Perdona? —Movió la cabeza—No hablo la jerga de los marines.
—Repíteme eso, pero más despacio esta vez —pidió por encima del rugido en sus oídos.
—No hay problema. Yo no te estropeo la tapadera con la esposa del coronel y tú participas conmigo en la competición.
—Eso es chantaje —en silencio se felicitó por el tono ecuánime de su voz.
—Yo prefiero la palabra «extorsión» —repuso sin dejar de sonreír—. Suena mucho más... amigable.
Él echó la cabeza hacia atrás y observó a la mujer que con tanta facilidad lo había atrapado. No le había hecho justicia.
—Desde luego —continuó Myriam—puedes informar a la señora Thornton de que hemos roto. Pero cabe la posibilidad de que asista a la fiesta, ya que he sido invitada, y le cuente a todos los marines presentes que nos conocimos mientras tomabas clases para ser Fred Astaire.
—¿Por qué intentas arruinar mi vida? —preguntó con voz tensa.
—No te lo tomes tan mal, general —le palmeó el brazo—¿Quién sabe? Hasta es posible que ganemos.
Maldita sea, estaba atrapado y lo sabía. Debía elegir entre quedar humillado delante de desconocidos... o de sus amigos. Ella tenía escrita la palabra victoria en la cara, pero antes de que aceptara la derrota, tenía que saber una cosa.
—En cualquier caso, ¿por qué te interesa tanto la competición?
Myriam le obsequió con una sonrisa que le provocó ondas de choque por todo el cuerpo.
—Es una «competición» —anunció como si eso fuera suficiente explicación. Luego añadió con un encogimiento de hombros— Me gusta ganar.
—Muy bien, eso me vale. A mí también me gusta ganar —convino—Y princesa, no pierdo muy a menudo.
Espero sus comentarios.
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
graciias por los cap
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capítulo Cuatro
—¿Y eso que se supone que significa? —preguntó Myriam al retroceder un paso, sin apartar la vista de él.
—Que chantajear a un marine no siempre es el mejor curso de acción.
Los ojos de él se convirtieron en dos rendijas peligrosas, y apretó la mandíbula con tanta fuerza que un músculo le palpitó. Para su desgracia, ella ya había pasado tres semanas en su compañía y sabía con certeza que sin importar lo mucho que se enfadara, Víctor Paretti jamás dejaba de ser un caballero.
—¿Sabes una cosa? —Preguntó moviendo la cabeza—Esa expresión para aterrar a las tropas no me asusta.
El gimió, se pasó una mano por el pelo y musitó algo que Myriam no logró captar.
—¿Y qué te asustaría? —inquirió al fin.
El modo en que la hacía sentir. Sin embargo, eso hacía que deseara sentir más.
—Le estás dando demasiada importancia —alargó la mano para apoyarla en su antebrazo.
—Discúlpame —se frotó la nuca—pero nunca antes me habían chantajeado.
—No será tan malo —dejó que la mano cayera de los tensos músculos de su antebrazo.
—Quizá no para ti.
Por el amor del cielo, no era el fin del mundo. Solo una competición de baile.
—De verdad Víctor, es como si te hubiera pedido que te enfrentaras a terroristas con una pistola de agua.
—Eso podría hacerlo —durante un momento albergó una esperanza. Myriam rio y él le concedió una sonrisa renuente—De acuerdo, competiremos.
—Excelente —sin dejar de sonreír, introdujo la mano en el bolso en busca de las llaves del coche.
—Pero —añadió—si vamos a participar en esta estúpida competición, entonces nos aseguraremos de ganarla.
—Es lo mismo que pensaba yo.
—Y eso significa practicar más.
—¿Mmm? —lo miró.
—Tres veces a la semana no es suficiente, Myriam. Tal como yo lo veo, deberemos practicar todas las noches que no tengamos clase.
—¿Tanto?
—Cualquier marine podrá decirte que tienes que entrenar y entrenar para sacar un ejercicio.
—¿Es así como maniobran los militares?
—Hacemos cualquier cosa que funcione.
—En realidad no había pensado en prácticas adicionales —reconoció y empezó a sacar varias cosas del bolso— Toma —se las pasó— Sostenlas.
Él ahuecó las manos y ella empezó a depositar más y más coas.
—¿Qué diablos...?
—Supongo que estará bien, pero tengo universidad los viernes por la noche.
—Eh, si no dispones de tiempo...
—Lo sacaré —afirmó Myriam—Imagino que podremos practicar en mi apartamento...
—¿Hay suficiente espacio?
—Bueno, no es un salón de baile —admitió—pero servirá.
De pronto pensó que el pequeño apartamento del garaje que había heredado cuando Marie se casó con Davis y se trasladó a un lugar más grande parecería incluso más chico con ese hombre enorme. Tal vez no era una idea tan brillante. Quizá se estaba metiendo en problemas aún mayores. Después de todo, por el modo en que su cuerpo reaccionaba al suyo cuando se hallaban cerca podría resultar peligrosa demasiada intimidad. Pero antes de que pudiera explorar más ese pensamiento, Víctor dijo:
—Esto es asombroso.
—¿Mmm? ¿Qué? —sacó el teléfono móvil, una barra de chocolate y un destornillador de bolsillo, que depositó encima de todo lo que él sostenía.
—Esto —repitió, alzando un poco el caos de cosas que tenía en las manos—Jamás he conocido a una mujer que llevara un sándwich a medias, una linterna y un juego de hundir barcos en el bolso.
—Hoy no pude terminar de almorzar —repuso a la defensiva—, los aparcamientos están oscuros, y a mi sobrino le gusta jugar a hundir barcos —¡al fin! Introdujo el dedo en el llavero del coche, que se resistía detrás de unas toallitas de papel y lo levantó como si fuera una medalla de oro olímpica.
—Ese bolso debe de pesar como la mochila de un marine.
—¿Qué? —metió las llaves en el bolsillo de su jersey azul claro, recogió sus pertenencias de las manos de Víctor y las devolvió al interior del bolso. Unas olas de calor le recorrieron el brazo cuando le rozó la palma de la mano con las yemas de los dedos.
—Con lo pequeña que eres —la miró—me sorprende que el peso de ese bolso no te derribe.
Ella se colgó el bolso del hombro y acomodó el peso contra la cadera.
—Soy pequeña, pero dura.
—Lo he notado —la miró lentamente de una manera que hizo que a Myriam le hirviera la sangre.
Era posible que se hubiera metido en serios problemas, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Myriam reconoció que todo había sido idea suya. Si se retractaba de entrar en la competición, él querría saber por qué, y no podría informarlo de que no confiaba en sí misma a su lado. Además, no quería retirarse.
—Mira —dijo de pronto, necesitada de un poco de espacio— pasa mañana por mi casa a eso de las siete y hablaremos sobre el horario de las prácticas, ¿de acuerdo?
—Perfecto —convino y le abrió la puerta del coche. Mientras ella se sentaba, preguntó—: ¿Vas a decirme dónde vives?
—¡Oh! —Automáticamente recogió otra vez el bolso—. Te escribiré la dirección.
—Olvídalo —apoyó una mano en el techo del vehículo y se inclinó—. Dímela. No soy lo bastante fuerte para pasar otra vez por el proceso de que encuentres algo ahí.
—¿Eres tan agradable con todas las mujeres? —Lo miró con el ceño fruncido—. ¿O solo conmigo?
Lo meditó unos segundos y luego asintió.
—En realidad, solo contigo.
—Maravilloso.
—Eh —comentó con lo que podría haber sido el esbozo de una sonrisa—, las chantajistas no deberían esperar caer bien.
Myriam sintió un aguijonazo de culpa pero lo controló. Sabía que no tendría que haberlo chantajeado, pero había empezado él al mentirle a la esposa del coronel. Lo único que tendría que haber hecho para terminar con la situación era contar la verdad. Consiguió sentirse mejor.
—Muy bien —aceptó— lo haremos a tu manera.
—Si fuera así, princesa, no participaríamos en esta competición —musitó.
Ella respiró hondo.
—Mira, no sé tú, pero yo no puedo quedarme aquí a discutir toda la noche. Mañana a primera hora tengo una clase.
—Y yo tengo que trabajar, así que dame tu dirección y nos despediremos.
Se la dio. Luego cerró de un portazo, haciendo que él se apartara de un salto, introdujo la llave en el encendido y puso la primera. Solo entonces se dio cuenta de que él no se había movido y que la observaba. Bajó la ventanilla y lo miró exasperada.
—¿Qué?
—Nada —se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros—. Esperaba que te fueras sin ningún percance.
Ella experimentó una cierta calidez. Aun cuando discutían por todo, la protegía en el aparcamiento a oscuras. Podía sobrellevar a un Víctor argumentativo. Pero si empezaba a mostrarse agradable...
—¿Eres tan considerado con todas las chantajistas?
—No —la miró directamente a los ojos—Únicamente contigo.
Santo cielo.
—Bueno —desvió la mirada— gracias. Nos vemos mañana.
—A las siete.
Ella pisó el acelerador y lo dejó allí de pie, solo en el aparcamiento.
—Y bien —preguntó el sargento, primero Dan Mahoney—, ¿te apetece jugar al billar esta noche?
Víctor alzó la vista del montón de papeles que repasaba y miró a su amigo. Dan se frotaba las manos, lo cual no era de extrañar. La semana anterior le había ganado veinte pavos al billar.
—No, gracias, estoy ocupado.
—¿Con qué? —Dan se sentó en la silla que había frente al escritorio y apoyó los pies en un rincón—. ¿O debería de preguntar con quién?
Con un gruñido bajo, Víctor lo observó.
—¿Qué te hace pensar que es una persona? Trato de sacar adelante uno de estos inventarios, y cuando acabe me espera mucho papeleo, aparte de que pasado mañana he de llevar a mi pelotón a una marcha de treinta kilómetros. ¿Suena como si tuviera tiempo para jugar al billar?
—Suena como si lo necesitaras —Dan sonrió.
Lo que necesitaba era poder quitarse a Myriam Santini de la cabeza. Pero no daba la impresión de que fuera a conseguirlo. Suspiró y se reclinó en la silla. Dejó el lápiz sobre la mesa, cruzó los brazos detrás de la cabeza y se estiró, eliminando la tensión de unos músculos que jamás se acostumbrarían a permanecer detrás de un escritorio. No se había alistado en el ejército para ser un oficial de despacho. Era feliz si disponía de hombres para entrenar, batallas que librar o kilómetros que correr.
Razón por la que jamás había aceptado la petición de su padre de que dejara el ejército y se incorporara a la empresa familiar. Víctor Paretti no era un hombre de negocios. Era un marine y lo sería hasta que lo obligaran a abandonar el ejército a la fuerza.
Pero, por lo menos, mientras se concentraba en el inventario de armas, tenía menos tiempo para pensar en Myriam Santini y en el lío en que se había metido. Ya costaba soslayar el calor que surgía entre ellos cuando se hallaban en la clase de baile rodeados de otras personas. ¿Cómo sería cuando se encontraran solos en el apartamento de ella? Pensó que jamás tendría que haber aceptado. Debería haberse arriesgado. Lo más probable era que ella jamás hubiera ido a ver a la esposa del coronel. Aunque no estaba seguro.
—¡Víctor!
—¿Qué? —parpadeó y miró a su amigo.
—Eh —rio su amigo— si quisiera que no me prestaran atención, me casaría.
—Muy gracioso —se irguió y volvió a recoger el lápiz. ¿Dan Mahoney, el rey de las aventuras de una noche casado? Sería un milagro.
—¿Sabes lo que necesitas, sargento? —preguntó Dan al levantarse de la silla.
—Tengo la impresión de que me lo vas a decir.
—No te equivocas —plantó las manos sobre el escritorio y se adelantó—. De vez en cuando deberías salir de la base y buscar a alguna mujer.
Justo lo que necesitaba. Bufó y movió la cabeza.
—En contra de lo que puedas pensar, una mujer no es la respuesta a todos los problemas.
—Es posible que no —se dirigió hacia la puerta—pero es buena compañía mientras buscas la respuesta.
—Sí —musitó Víctor cuando volvió a quedarse solo— pero, ¿y si el problema es la mujer?
Myriam había estado soñando durante toda su clase de estadística y bostezado en la de ciencia. Una actuación espléndida de la universitaria sin duda más renuente y vieja. Con un suspiro dejó los libros y el bolso sobre la mesita, se quitó los zapatos y caminó descalza hasta la diminuta cocina. Sentía cansados todos los músculos del cuerpo. Había hecho un turno de cinco horas en la empresa de catering, para luego presentarse a una tarde de clases, y estaba rendida. Abrió la nevera, sacó una jarra de té frío y bebió un trago directamente de ella antes de cerrar y apoyarse en la encimera. Disgustada, pensó que lo suyo no era la universidad. Quería ponerse a trabajar. Y no para el Club de Catering de Sally Simón. Quería montar su propio negocio de catering y contratar a gente con más imaginacion que experiencia. Hacerse un nombre. Pero le había prometido a su padre que sacaría el maldito título, y eso era lo que iba a hacer. Cuando terminara, podría dedicarse a la otra promesa que le había hecho el día que murió.
Los recuerdos invadieron su mente y los tragó con otro sorbo de té. Las lágrimas le aguijonearon los ojos y parpadeó para contenerlas. Hacía dos años que su padre había muerto y, aún podía ver su cara, oír su voz, con la misma claridad que si hubiera sido la noche anterior. Cerró los dedos con fuerza en torno al cristal mientras decidía no pensar en cosas pasadas. Tenía cosas más acuciantes en que meditar. Víctor llegaría en cualquier momento. Experimentó un nudo en el estómago. Y esa expectación que le resultaba imposible descartar.
—Myriam... —la voz de su madre interrumpió su introspección y no por primera vez se maravilló de una mujer capaz de hacerse oír a través de puertas y ventanas cerradas. Que jamás se dijera que su madre usaba un teléfono cuando gritar por la puerta de la cocina le funcionaba tan bien.
Atravesó el salón y abrió la puerta delantera, salió al pequeño rellano y dijo:
—¿Qué? —antes de bajar la vista y ver a Víctor de pie junto a su madre mientras los dos la miraban.
Incluso desde esa distancia sintió como si fuera atraída hacia las profundidades negros dé sus ojos, y a algo en su interior no le molestó nada.
—Tu joven amigo está aquí —indicó su madre.
Myriam gimió y sintió alivio de que reinara suficiente oscuridad para ocultar el bochorno reflejado en su cara. Pero su madre no había terminado.
—No sabía de la existencia del apartamento del garaje, de modo que vino aquí y lo invité a tomar un poco de café y tarta. ¿Por qué no bajas, Myriam?
«Por el amor del cielo», pensó y miró a Víctor. Parecía divertido.
—¿Myriam? —su madre movió la cabeza y, en un aparte a Víctor le dijo lo bastante alto como para que la oyeran los vecinos—A veces sueña despierta y olvida lo que pasa a su alrededor, pero te acostumbrarás.
Myriam abrió la boca para rebatir eso, pero decidió no mantener una contienda de gritos con su madre. Además, le ganaría con facilidad. Bajó las escaleras y esperó hasta llegar al pie de los escalones del porche para decir:
—No soñaba y no es mi joven amigo, sino mi pareja de baile —eso borró la sonrisa satisfecha de la cara de él.
—Ah, bailar —su madre se volvió a medias hacia Víctor para estudiarlo otra vez— El papá de Myriam era un magnífico bailarín.
—¿Sí? —inquirió él con cortesía.
—Y de pies muy ligeros para un hombre tan grande —continuó su madre.
Los ojos se le suavizaron y Myriam supo que recordaba las noches en que su padre y ella habían bailado juntos en el salón a oscuras al ritmo de la voz sedosa de Frank Sinatra. Suspiró, recordando todas las veces en que sus hermanas y ella se habían escondido en el pasillo para ver bailar a sus padres. Nunca lo había mencionado pero, esos momentos habían tenido magia. Casi como si el mundo se paralizara mientras los dos se movían en perfecta armonía. Aún podía rememorar la sensación de... perfección que la había llenado entonces. Segura en el conocimiento de que sus padres se amaban y de que adoraban a sus hijas, había deseado lo mismo para ella. Sin embargo, ya no era una niña que se escondía en los umbrales y conocía que antes que los sueños de amor estaban las responsabilidades.
—Gracias por la invitación, mamá —dijo, haciendo que Marianne Santini volviera del pasado— pero Víctor y yo tenemos que hablar.
—¿Y no podéis nacerlo ante una tarta?
—Quizá más tarde, ¿de acuerdo? —su madre jamás se rendía con facilidad.
—Perfecto, perfecto —los despidió con un gesto de la mano—. ¿Cómo has dicho que te llamabas?
—Víctor Paretti, señora —estrechó la mano que le ofreció.
—Mmm —miró a Myriam—Un agradable joven italiano. Bueno, no seas un desconocido para esta casa.
—Oh, por el amor del cielo —tomó la mano de Víctor y tiró de él hacia las escaleras del apartamento. Mientras subían, musitó— Corre si quieres sobrevivir, general, antes de que tenga tiempo de encargar las invitaciones para la boda y reservar la iglesia.
Espero sus comentarios.
—¿Y eso que se supone que significa? —preguntó Myriam al retroceder un paso, sin apartar la vista de él.
—Que chantajear a un marine no siempre es el mejor curso de acción.
Los ojos de él se convirtieron en dos rendijas peligrosas, y apretó la mandíbula con tanta fuerza que un músculo le palpitó. Para su desgracia, ella ya había pasado tres semanas en su compañía y sabía con certeza que sin importar lo mucho que se enfadara, Víctor Paretti jamás dejaba de ser un caballero.
—¿Sabes una cosa? —Preguntó moviendo la cabeza—Esa expresión para aterrar a las tropas no me asusta.
El gimió, se pasó una mano por el pelo y musitó algo que Myriam no logró captar.
—¿Y qué te asustaría? —inquirió al fin.
El modo en que la hacía sentir. Sin embargo, eso hacía que deseara sentir más.
—Le estás dando demasiada importancia —alargó la mano para apoyarla en su antebrazo.
—Discúlpame —se frotó la nuca—pero nunca antes me habían chantajeado.
—No será tan malo —dejó que la mano cayera de los tensos músculos de su antebrazo.
—Quizá no para ti.
Por el amor del cielo, no era el fin del mundo. Solo una competición de baile.
—De verdad Víctor, es como si te hubiera pedido que te enfrentaras a terroristas con una pistola de agua.
—Eso podría hacerlo —durante un momento albergó una esperanza. Myriam rio y él le concedió una sonrisa renuente—De acuerdo, competiremos.
—Excelente —sin dejar de sonreír, introdujo la mano en el bolso en busca de las llaves del coche.
—Pero —añadió—si vamos a participar en esta estúpida competición, entonces nos aseguraremos de ganarla.
—Es lo mismo que pensaba yo.
—Y eso significa practicar más.
—¿Mmm? —lo miró.
—Tres veces a la semana no es suficiente, Myriam. Tal como yo lo veo, deberemos practicar todas las noches que no tengamos clase.
—¿Tanto?
—Cualquier marine podrá decirte que tienes que entrenar y entrenar para sacar un ejercicio.
—¿Es así como maniobran los militares?
—Hacemos cualquier cosa que funcione.
—En realidad no había pensado en prácticas adicionales —reconoció y empezó a sacar varias cosas del bolso— Toma —se las pasó— Sostenlas.
Él ahuecó las manos y ella empezó a depositar más y más coas.
—¿Qué diablos...?
—Supongo que estará bien, pero tengo universidad los viernes por la noche.
—Eh, si no dispones de tiempo...
—Lo sacaré —afirmó Myriam—Imagino que podremos practicar en mi apartamento...
—¿Hay suficiente espacio?
—Bueno, no es un salón de baile —admitió—pero servirá.
De pronto pensó que el pequeño apartamento del garaje que había heredado cuando Marie se casó con Davis y se trasladó a un lugar más grande parecería incluso más chico con ese hombre enorme. Tal vez no era una idea tan brillante. Quizá se estaba metiendo en problemas aún mayores. Después de todo, por el modo en que su cuerpo reaccionaba al suyo cuando se hallaban cerca podría resultar peligrosa demasiada intimidad. Pero antes de que pudiera explorar más ese pensamiento, Víctor dijo:
—Esto es asombroso.
—¿Mmm? ¿Qué? —sacó el teléfono móvil, una barra de chocolate y un destornillador de bolsillo, que depositó encima de todo lo que él sostenía.
—Esto —repitió, alzando un poco el caos de cosas que tenía en las manos—Jamás he conocido a una mujer que llevara un sándwich a medias, una linterna y un juego de hundir barcos en el bolso.
—Hoy no pude terminar de almorzar —repuso a la defensiva—, los aparcamientos están oscuros, y a mi sobrino le gusta jugar a hundir barcos —¡al fin! Introdujo el dedo en el llavero del coche, que se resistía detrás de unas toallitas de papel y lo levantó como si fuera una medalla de oro olímpica.
—Ese bolso debe de pesar como la mochila de un marine.
—¿Qué? —metió las llaves en el bolsillo de su jersey azul claro, recogió sus pertenencias de las manos de Víctor y las devolvió al interior del bolso. Unas olas de calor le recorrieron el brazo cuando le rozó la palma de la mano con las yemas de los dedos.
—Con lo pequeña que eres —la miró—me sorprende que el peso de ese bolso no te derribe.
Ella se colgó el bolso del hombro y acomodó el peso contra la cadera.
—Soy pequeña, pero dura.
—Lo he notado —la miró lentamente de una manera que hizo que a Myriam le hirviera la sangre.
Era posible que se hubiera metido en serios problemas, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Myriam reconoció que todo había sido idea suya. Si se retractaba de entrar en la competición, él querría saber por qué, y no podría informarlo de que no confiaba en sí misma a su lado. Además, no quería retirarse.
—Mira —dijo de pronto, necesitada de un poco de espacio— pasa mañana por mi casa a eso de las siete y hablaremos sobre el horario de las prácticas, ¿de acuerdo?
—Perfecto —convino y le abrió la puerta del coche. Mientras ella se sentaba, preguntó—: ¿Vas a decirme dónde vives?
—¡Oh! —Automáticamente recogió otra vez el bolso—. Te escribiré la dirección.
—Olvídalo —apoyó una mano en el techo del vehículo y se inclinó—. Dímela. No soy lo bastante fuerte para pasar otra vez por el proceso de que encuentres algo ahí.
—¿Eres tan agradable con todas las mujeres? —Lo miró con el ceño fruncido—. ¿O solo conmigo?
Lo meditó unos segundos y luego asintió.
—En realidad, solo contigo.
—Maravilloso.
—Eh —comentó con lo que podría haber sido el esbozo de una sonrisa—, las chantajistas no deberían esperar caer bien.
Myriam sintió un aguijonazo de culpa pero lo controló. Sabía que no tendría que haberlo chantajeado, pero había empezado él al mentirle a la esposa del coronel. Lo único que tendría que haber hecho para terminar con la situación era contar la verdad. Consiguió sentirse mejor.
—Muy bien —aceptó— lo haremos a tu manera.
—Si fuera así, princesa, no participaríamos en esta competición —musitó.
Ella respiró hondo.
—Mira, no sé tú, pero yo no puedo quedarme aquí a discutir toda la noche. Mañana a primera hora tengo una clase.
—Y yo tengo que trabajar, así que dame tu dirección y nos despediremos.
Se la dio. Luego cerró de un portazo, haciendo que él se apartara de un salto, introdujo la llave en el encendido y puso la primera. Solo entonces se dio cuenta de que él no se había movido y que la observaba. Bajó la ventanilla y lo miró exasperada.
—¿Qué?
—Nada —se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros—. Esperaba que te fueras sin ningún percance.
Ella experimentó una cierta calidez. Aun cuando discutían por todo, la protegía en el aparcamiento a oscuras. Podía sobrellevar a un Víctor argumentativo. Pero si empezaba a mostrarse agradable...
—¿Eres tan considerado con todas las chantajistas?
—No —la miró directamente a los ojos—Únicamente contigo.
Santo cielo.
—Bueno —desvió la mirada— gracias. Nos vemos mañana.
—A las siete.
Ella pisó el acelerador y lo dejó allí de pie, solo en el aparcamiento.
—Y bien —preguntó el sargento, primero Dan Mahoney—, ¿te apetece jugar al billar esta noche?
Víctor alzó la vista del montón de papeles que repasaba y miró a su amigo. Dan se frotaba las manos, lo cual no era de extrañar. La semana anterior le había ganado veinte pavos al billar.
—No, gracias, estoy ocupado.
—¿Con qué? —Dan se sentó en la silla que había frente al escritorio y apoyó los pies en un rincón—. ¿O debería de preguntar con quién?
Con un gruñido bajo, Víctor lo observó.
—¿Qué te hace pensar que es una persona? Trato de sacar adelante uno de estos inventarios, y cuando acabe me espera mucho papeleo, aparte de que pasado mañana he de llevar a mi pelotón a una marcha de treinta kilómetros. ¿Suena como si tuviera tiempo para jugar al billar?
—Suena como si lo necesitaras —Dan sonrió.
Lo que necesitaba era poder quitarse a Myriam Santini de la cabeza. Pero no daba la impresión de que fuera a conseguirlo. Suspiró y se reclinó en la silla. Dejó el lápiz sobre la mesa, cruzó los brazos detrás de la cabeza y se estiró, eliminando la tensión de unos músculos que jamás se acostumbrarían a permanecer detrás de un escritorio. No se había alistado en el ejército para ser un oficial de despacho. Era feliz si disponía de hombres para entrenar, batallas que librar o kilómetros que correr.
Razón por la que jamás había aceptado la petición de su padre de que dejara el ejército y se incorporara a la empresa familiar. Víctor Paretti no era un hombre de negocios. Era un marine y lo sería hasta que lo obligaran a abandonar el ejército a la fuerza.
Pero, por lo menos, mientras se concentraba en el inventario de armas, tenía menos tiempo para pensar en Myriam Santini y en el lío en que se había metido. Ya costaba soslayar el calor que surgía entre ellos cuando se hallaban en la clase de baile rodeados de otras personas. ¿Cómo sería cuando se encontraran solos en el apartamento de ella? Pensó que jamás tendría que haber aceptado. Debería haberse arriesgado. Lo más probable era que ella jamás hubiera ido a ver a la esposa del coronel. Aunque no estaba seguro.
—¡Víctor!
—¿Qué? —parpadeó y miró a su amigo.
—Eh —rio su amigo— si quisiera que no me prestaran atención, me casaría.
—Muy gracioso —se irguió y volvió a recoger el lápiz. ¿Dan Mahoney, el rey de las aventuras de una noche casado? Sería un milagro.
—¿Sabes lo que necesitas, sargento? —preguntó Dan al levantarse de la silla.
—Tengo la impresión de que me lo vas a decir.
—No te equivocas —plantó las manos sobre el escritorio y se adelantó—. De vez en cuando deberías salir de la base y buscar a alguna mujer.
Justo lo que necesitaba. Bufó y movió la cabeza.
—En contra de lo que puedas pensar, una mujer no es la respuesta a todos los problemas.
—Es posible que no —se dirigió hacia la puerta—pero es buena compañía mientras buscas la respuesta.
—Sí —musitó Víctor cuando volvió a quedarse solo— pero, ¿y si el problema es la mujer?
Myriam había estado soñando durante toda su clase de estadística y bostezado en la de ciencia. Una actuación espléndida de la universitaria sin duda más renuente y vieja. Con un suspiro dejó los libros y el bolso sobre la mesita, se quitó los zapatos y caminó descalza hasta la diminuta cocina. Sentía cansados todos los músculos del cuerpo. Había hecho un turno de cinco horas en la empresa de catering, para luego presentarse a una tarde de clases, y estaba rendida. Abrió la nevera, sacó una jarra de té frío y bebió un trago directamente de ella antes de cerrar y apoyarse en la encimera. Disgustada, pensó que lo suyo no era la universidad. Quería ponerse a trabajar. Y no para el Club de Catering de Sally Simón. Quería montar su propio negocio de catering y contratar a gente con más imaginacion que experiencia. Hacerse un nombre. Pero le había prometido a su padre que sacaría el maldito título, y eso era lo que iba a hacer. Cuando terminara, podría dedicarse a la otra promesa que le había hecho el día que murió.
Los recuerdos invadieron su mente y los tragó con otro sorbo de té. Las lágrimas le aguijonearon los ojos y parpadeó para contenerlas. Hacía dos años que su padre había muerto y, aún podía ver su cara, oír su voz, con la misma claridad que si hubiera sido la noche anterior. Cerró los dedos con fuerza en torno al cristal mientras decidía no pensar en cosas pasadas. Tenía cosas más acuciantes en que meditar. Víctor llegaría en cualquier momento. Experimentó un nudo en el estómago. Y esa expectación que le resultaba imposible descartar.
—Myriam... —la voz de su madre interrumpió su introspección y no por primera vez se maravilló de una mujer capaz de hacerse oír a través de puertas y ventanas cerradas. Que jamás se dijera que su madre usaba un teléfono cuando gritar por la puerta de la cocina le funcionaba tan bien.
Atravesó el salón y abrió la puerta delantera, salió al pequeño rellano y dijo:
—¿Qué? —antes de bajar la vista y ver a Víctor de pie junto a su madre mientras los dos la miraban.
Incluso desde esa distancia sintió como si fuera atraída hacia las profundidades negros dé sus ojos, y a algo en su interior no le molestó nada.
—Tu joven amigo está aquí —indicó su madre.
Myriam gimió y sintió alivio de que reinara suficiente oscuridad para ocultar el bochorno reflejado en su cara. Pero su madre no había terminado.
—No sabía de la existencia del apartamento del garaje, de modo que vino aquí y lo invité a tomar un poco de café y tarta. ¿Por qué no bajas, Myriam?
«Por el amor del cielo», pensó y miró a Víctor. Parecía divertido.
—¿Myriam? —su madre movió la cabeza y, en un aparte a Víctor le dijo lo bastante alto como para que la oyeran los vecinos—A veces sueña despierta y olvida lo que pasa a su alrededor, pero te acostumbrarás.
Myriam abrió la boca para rebatir eso, pero decidió no mantener una contienda de gritos con su madre. Además, le ganaría con facilidad. Bajó las escaleras y esperó hasta llegar al pie de los escalones del porche para decir:
—No soñaba y no es mi joven amigo, sino mi pareja de baile —eso borró la sonrisa satisfecha de la cara de él.
—Ah, bailar —su madre se volvió a medias hacia Víctor para estudiarlo otra vez— El papá de Myriam era un magnífico bailarín.
—¿Sí? —inquirió él con cortesía.
—Y de pies muy ligeros para un hombre tan grande —continuó su madre.
Los ojos se le suavizaron y Myriam supo que recordaba las noches en que su padre y ella habían bailado juntos en el salón a oscuras al ritmo de la voz sedosa de Frank Sinatra. Suspiró, recordando todas las veces en que sus hermanas y ella se habían escondido en el pasillo para ver bailar a sus padres. Nunca lo había mencionado pero, esos momentos habían tenido magia. Casi como si el mundo se paralizara mientras los dos se movían en perfecta armonía. Aún podía rememorar la sensación de... perfección que la había llenado entonces. Segura en el conocimiento de que sus padres se amaban y de que adoraban a sus hijas, había deseado lo mismo para ella. Sin embargo, ya no era una niña que se escondía en los umbrales y conocía que antes que los sueños de amor estaban las responsabilidades.
—Gracias por la invitación, mamá —dijo, haciendo que Marianne Santini volviera del pasado— pero Víctor y yo tenemos que hablar.
—¿Y no podéis nacerlo ante una tarta?
—Quizá más tarde, ¿de acuerdo? —su madre jamás se rendía con facilidad.
—Perfecto, perfecto —los despidió con un gesto de la mano—. ¿Cómo has dicho que te llamabas?
—Víctor Paretti, señora —estrechó la mano que le ofreció.
—Mmm —miró a Myriam—Un agradable joven italiano. Bueno, no seas un desconocido para esta casa.
—Oh, por el amor del cielo —tomó la mano de Víctor y tiró de él hacia las escaleras del apartamento. Mientras subían, musitó— Corre si quieres sobrevivir, general, antes de que tenga tiempo de encargar las invitaciones para la boda y reservar la iglesia.
Espero sus comentarios.
jai33sire- VBB PLATINO
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Localización : Mexico Distrito Federal
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
He tenido tantisimo trabajo, ke apenas pude leer el capitulo, , muchas gracias, te esperamos con el siguiente.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capítulo Cinco
Víctor siguió a Myriam escaleras arriba y habría jurado que podía sentir la mirada interesada de la señora Santini en su espalda. Se arrebujó en el chubasquero verde y trató de no prestar atención a la sensación de estar siendo evaluado por su ojo maternal. Desde su divorcio, había evitado cualquier relación con mujeres que al final esperaban una proposición matrimonial. Y en ese momento, debido a un pequeño accidente con una ponchera, se veía en aguas infestadas de tiburones. Lecciones de baile. ¿Por qué el comandante no había preparado un bonito pelotón de fusilamiento? Habría sido más considerado. Al llegar a lo alto, Myriam se detuvo un segundo y giró la cabeza para mirarlo.
—Pasa.
Se hizo a un lado para dejarlo entrar. Víctor recorrió el lugar con la mirada. Era pequeño pero ordenado, y lo que algunas personas llamarían acogedor. Había un sofá mullido con algunos cojines de colores, dos sillones y un par de mesas donde unas lámparas iluminaban la oscuridad. En una pared había unas estanterías con libros, un televisor pequeño y un equipo estéreo compacto. Desde donde se hallaba, podía ver la cocina pequeña y una puerta cerrada a la derecha que debía de ser del dormitorio. Sus ojos se demoraron unos momentos en esa puerta antes de girar y observarla.
—Es agradable —comentó, metiendo las manos en los bolsillos.
—Gracias —musitó Myriam, cerrando la puerta. Pasó a su lado en dirección al salón.
Llevaba unos vaqueros gastados y ceñidos, que le quedaban como si fueran una segunda piel. La camiseta verde brillante tenía un escote en V lo suficientemente bajo para interesar a un hombre, y los pies descalzos hacían que esa pequeña reunión fuera... íntima, de algún modo. Y después de haber estado a punto de besarla la noche anterior, Víctor era un hombre nervioso. Sintió una oleada de calor. Comprendió que había sido un gran error. Tendrían que haber quedado en algún lugar público. Ella fue al sofá y se sentó, doblando una pierna sobre el cojín. Lo miró y le indicó un asiento.
—Lamento lo de mi madre...
—Olvídalo —interrumpió y pensó en unirse a ella en el sofá antes de ocupar uno de los sillones, manteniendo la distancia entre ellos. Era la primera vez que estaban juntos sin la red de seguridad de otras parejas a su alrededor. Bueno, a excepción del aparcamiento, aunque eso no contaba.
En el exterior, con una fría brisa oceánica que los obligaba a protegerse con las chaquetas, no existían muchas posibilidades de que alguno bajara la guardia. Allí... era una historia distinta.
—No sé por qué lo hace —continuó Myriam, interrumpiendo sus pensamientos.
Bien. Podían hablar de sus madres. Era un tema que garantizaba que el sexo se mantuviera a raya.
—Yo también soy italiano —le recordó—. Créeme, tu madre y la mía se llevarían bien.
Myriam movió la cabeza, luego se apartó el pelo de la cara. Víctor no quiso saber por qué ese movimiento de pronto le pareció tan... sensual.
—¿Es algo italiano? —preguntó ella—. ..¿O típico de las madres?
Él se encogió de hombros y se recostó en el sillón, estirando las piernas para fingir que se sentía más relajado de lo que realmente estaba.
—Abochornar a sus hijos es algo que hacen todas las madres, creo. Lo que pasa es que las madres italianas lo hacen con un poco más de gusto.
Ella rio y a Víctor le gustó el sonido. Lo que debería de haber disparado alarmas en su cerebro.
—Imagino que mi madre jamás lo dejará.
—Si es como la mía —añadió él— quiere nietos.
—Ya tiene uno —se quejó Myriam—Jeremy hijo de mi hermana Ángela. Además, mi otra hermana, Marie, acaba de casarse, de modo que tendrá uno o dos hijos. ¿Por qué no se concentra en ellos?
—Tú representas un desafío —comentó con sonrisa compasiva. Sabía por lo que pasaba Myriam, ya que él mismo lo había oído bastantes veces cuando iba a casa de permiso.
Su madre no descansaría hasta que volviera a casarse y tuviera dos o tres hijos. Lo que significaba que nunca podría descansar.
—No lo soy —afirmó ella—. Ya le he dicho en más de una ocasión que no voy a casarme.
—Hasta... —aguardó que terminara lo que debía de ser una frase incompleta.
—Hasta nunca —lo miró.
No podía creer eso. Una mujer como Myriam no estaba destinada a vivir sola. Tarde o temprano atraparía a un hombre que dedicaría el resto de su vida a tratar de satisfacer todos sus caprichos. No obstante, lo había sorprendido. Y eso no sucedía muy a menudo. No sabía muy bien cómo su encuentro para hablar de prácticas de baile había pasado a tratar sobre la vida en general, pero sentía demasiado interés para desear cambiar de rumbo. Siempre se había considerado un juez bastante competente del carácter. Suponía que se debía a pertenecer al ejército. Pasados unos años llegabas a un punto en el que eras capaz de mirar a un nuevo recluta y saber si lo iba a conseguir o no. En cuanto a las mujeres... bueno, había aprendido la lección de la manera más ardua, cortesía de su ex mujer. Nunca más se dejaría engañar por una cara bonita y unos suspiros en la oscuridad. En ese momento sabía que las mujeres solo querían una cosa de él. Casarse y acceder al dinero de su familia. Víctor Paretti solo no era una gran presa. Pero, ¿la Paretti Computer Corporation? Esa era una cabellera que valía la pena cortar.
—¿No quieres casarte, tener hijos? —preguntó con incredulidad.
—¿Tú sí? —replicó ella.
Decidió dar un poco de información para recibir otro poco.
—Lo probé una vez —respondió— Me refiero al matrimonio, no a los hijos.
—¿Qué pasó?
«¿Qué no paso?, corrigió él mentalmente. Se encogió de hombros.
—Después de todo, resultó que no estaba interesada en ser la mujer de un marine.
—¿Se casó con un marine y luego se quejó? —lo miró confusa.
En realidad, se había casado con un marine con la esperanza de que dejara el ejército y se pusiera a trabajar en la empresa de su padre. En cuanto descubrió que no iba a ser así, perdió el interés. Kim no había querido vivir del salario de un soldado. Había esperado que recurriera al dinero familiar, y cuando no lo hizo... Se puso de pie y cruzó la estancia para acercarse a la amplia ventana que daba a la calle. Aún recordaba el dolor al darse cuenta de que Kim nunca lo había amado. Siempre lo había considerado una cuenta corriente. Nada más. Myriam seguía observándolo; sentía su mirada como si fuera algo físico. Sabía que ella deseaba oír más. Sin duda la curiosidad la estaba matando. Y por algún extraño motivo deseó contarle el resto. Sin apartar la vista del cristal, se concentró en el suave resplandor de las farolas, en la luz de la luna que se filtraba a través de las nubes y en los árboles mecidos por el viento.
—Pensó que podría cambiarme —continuó—Quería que dejara los marines. Que me pusiera a trabajar en la empresa familiar.
—¿Empresa familiar?
—Paretti Computers.
Reinó una pausa prolongada.
—¿Eres ese Paretti? —inquirió ella al fin.
—No —repuso como tantas veces lo había hecho— Mi padre lo es.
—Vaya.
Víctor estuvo a punto de sonreír. Típico. En cuanto alguien descubría que se trataba de su familia, y para ser justo no solo las mujeres, lo trataban de manera diferente. Todo el mundo buscaba algo. Todo el mundo lo miraba y no veía a Víctor, sino una oportunidad. Myriam no iba a ser distinta.
—Una mujer estúpida.
—¿Qué? —sorprendido otra vez, giró para observarla.
—Tu ex mujer —Myriam sonrió y movió la cabeza—Vamos. Cualquiera con un poco de vista puede ver que eres un marine hasta la médula. La mujer tenía que ser idiota para pensar que dejarías algo que evidentemente amas.
Algo se agitó en su interior y se preguntó si había acertado en su primera evaluación de Myriam. Quizá Kim y ella no fueran tan parecidas. Aunque era posible que Myriam jugara sus cartas mejor que Kim.
—Mi padre tenía un taller mecánico —decía ella Víctor dejó de pensar y se dedicó a escuchar.
La voz de ella sonaba más suave de lo que nunca la había oído y la expresión en su cara le reveló mucho de lo que sentía por su padre.
—¿Tenía? —preguntó.
Sus ojos se encontraron y pudo ver el destello de lágrimas antes de que las contuviera.
—Murió hace dos años.
—Lo siento —dijo con sinceridad. No importaba cuánto lo enfurecía su propio padre, insistiéndole en que dejara el ejército en que se asentara y estableciera una familia, no podía imaginarse un mundo sin él.
Ella esbozó una sonrisa breve y triste.
—Gracias. Pero lo que iba a decir es que, cuando murió, mi madre, Ángela y yo quisimos venderlo —se levantó y se dirigió al equipo de música. Lo encendió y comenzó a buscar entre los CD—. Ahora no estoy segura de la causa. Sin embargo, en su momento nos pareció lo adecuado. Pero Marie se opuso.
—¿Por qué? —inquirió con voz igual de suave, como si ambos temieran romper el hechizo que había entre ellos. Por primera vez desde que la conocía, hablaban. Hablaban de verdad.
—Porque es como tú —lo miró y sonrió.
—¿Y eso? —preguntó intrigado
—Es mecánica hasta la médula —se encogió de hombros—Las herramientas y los coches para Marie representan lo que para ti los marines. Mi padre le enseñó todo lo que sabe, y ese taller era tan importante para ella como lo había sido para él.
Era extraño que la mujer con la que había estado discutiendo las últimas semanas lo conociera mejor que la mujer que había dicho amarlo. La observó y algo se movió en su interior. Cuando volvió a hablar, intentó concentrarse en lo que decía y no en lo que lo hacía sentir.
—Teníamos tantas posibilidades de expulsar a Marie del taller como tu ex mujer de conseguir que abandonaras los marines —eligió un CD, abrió el estuche y lo introdujo en el reproductor—. Y el mismo derecho de intentarlo.
Pensó que Myriam Santini estaba llena de sorpresas. Una parte de él quería creer que era sincera en todo lo que decía. Pero su parte más lógica, la que había estado protegiéndolo del dolor desde la marcha de Kim, lo advirtió de que probablemente lo decía porque pensaba que era lo que él quería oír. Una melodía lenta invadió la habitación. Al sonido de la orquesta se incorporó la voz suave de Tony Bennett mientras cantaba acerca de magia negra y hechizos y todas esas cosas que Víctor empezaba a experimentar de primera mano. Una iluminación tenue, música romántica, ellos dos solos... una señal de alarma cobró vida en su cerebro. Reaccionó, carraspeó y trato de desterrar la súbita intimidad surgida entre ellos.
—Muy bien —dijo—, ya has oído mi historia. Ahora te toca a ti. ¿Por qué no te interesa el matrimonio? No me digas que también tú tienes a un ex en tu pasado.
—No —caminó hacia él e inconscientemente sus pasos siguieron el ritmo de la música que impregnaba la atmósfera. El cuerpo de Víctor se tensó y la boca se le resecó—. Ningún ex —se apartó el pelo de la cara.
—Entonces, ¿por qué? —le costaba concentrarse en la conversación cuando lo único que quería era abrazarla y hacer que perdiera el sentido con sus besos.
Myriam lo miró a los ojos al aproximarse.
—Lo pensé —reconoció. De hecho, llevaba un tiempo en que no pensaba en otra cosa. No era muy distinta de sus hermanas. Había soñado con encontrar a un hombre al que amar, en tener muchos hijos, un perro y quizá el obligatorio monovolumen. Había querido todos los tópicos. Pero las cosas eran distintas en ese momento. O debía pensar solo en sí misma.
—¿Y? —instó él.
—No quiero depender de otra persona —expuso con sencillez— Quiero cuidar de mí misma y... —calló unos momentos— Creo que es mejor así, eso es todo.
—Cambiarás de parecer —movió la cabeza.
—¿Y tú no?
—No.
—¿Qué te hace pensar que yo sí?
La recorrió con la vista y cada centímetro de la piel de Myriam hormigueó como si pasara las yemas de los dedos por su cuerpo.
—No pretendo ofenderte, pero no me das la impresión de ser el tipo de mujer que pueda estar sola.
—¿Por qué? —lo observó con ojos centelleantes.
—Diablos, mírate.
—¿Qué? —bajó la vista para verse y volvió a mirarlo.
—Cada movimiento que haces está pensado para volver loco a un hombre.
—¿De qué estás hablando? —preguntó.
Él se pasó una mano por el pelo y le sonrió con una expresión que iluminó sus ojos e hizo cosas maravillosas y extrañas en el interior de Myriam.
—Demonios, princesa, solo ver cómo caminas por la habitación bastaría para perder a muchos hombres —algo tembló en ella—. Coquetear es tu segunda naturaleza —añadió Víctor.
De acuerdo, ella sabía eso. Pero coquetear con un hombre y casarse con él eran dos cosas diferentes.
—No hay manera de que puedas convencerme de que vas a llevar una vida célibe —concluyó Víctor con un movimiento de cabeza.
«¿Célibe?», Myriam rio, y la risa se intensificó al percibir su expresión. El hecho de no planear casarse no significaba que se hubiera inscrito en el programa de vírgenes vestales.
—¿Qué te resulta tan gracioso?
—Tú —repuso al recuperar el aire. Plantó las dos manos en las caderas—. No dije que fuera a meterme en un convento. Solo que no quería casarme. Cielos, ¿en qué siglo vives?
Él sonrió con gesto incómodo.
—Perfecto. Entonces tendrás un montón de amantes. Una manera muy segura de vivir.
De pronto ella dejó de reír. De modo que sus únicas alternativas eran ser monja, esposa o vampiresa. Se sintió acalorada e insultada.
—Nadie dijo nada tampoco de un «montón» de amantes.
—Bueno, ¿a qué te referías exactamente? —preguntó con enfado apenas controlado.
—¿Y a ti por qué te importa? —inquirió.
—No me importa —espetó y se acercó más.
—Bien —y también avanzó un paso—. Porque no tiene nada que ver contigo.
—Lo sé —gruñó él—. No es asunto mío lo que hagas.
—Exacto —echó la cabeza atrás para mirar en los ojos negros que brillaban a la luz de las lámparas. Cada nervio de su cuerpo parecía vivo—. Puedo llevar mi vida como a mí me plazca.
—Adelante.
—Lo haré.
La tomó por los hombros y sus dedos marcaron su piel a través de la tela de la camiseta. La acercó y sus pechos se aplanaron contra su torso.
—Entre nosotros no hay nada —gruñó al inclinar la cabeza.
—Absolutamente nada —convino, humedeciéndose de repente unos labios secos. En el salón pareció faltar el oxígeno. Luchó por respirar.
Víctor la pegó más a él y una palpitación dura se asentó en la parte media del cuerpo de Myriam, convirtiéndole las rodillas en agua. Se preguntó cómo había pasado eso tan deprisa. «Aunque quizá no es tan repentino», concluyó. Sabía muy bien que habían avanzado hacia ese momento desde que se conocieron. El primer momento que bailaron la electricidad crepitó entre ellos. Estaba allí. El calor, la magia. Todo esperaba el momento adecuado para estallar. Todas las discusiones. Toda la tensión que había vibrado durante las últimas semanas. Todo se trataba de un juego amoroso. Lo supo la noche anterior cuando él estuvo a punto de besarla. Cuando ella había querido que la besara.
—Esto es una estupidez —musitó él, mirándole la cara como un moribundo en busca de un vistazo del cielo.
—Más que una estupidez —susurró, alzando la mano para tocarle el rostro y pasar los dedos por su mandíbula— Ridículo.
—Y peligroso —añadió al pasar las manos por su espalda y dejar que la derecha descendiera hasta la curva de su trasero—No lo olvides, peligroso.
Ella jadeó, cerró los ojos y dijo:
—No puedo olvidar el peligro —en silencio se felicitó por conseguir hablar a pesar del nudo que le atenazaba la garganta. «Respira, Myriam», se ordenó. «No te olvides de respirar».
—Si lo hacemos, lo lamentaremos —afirmó él sin apartar la vista de sus ojos.
—Sin duda —pero supo que si no lo hacían, ella lo lamentaría más.
—Pero si no lo hacemos, me matará —reconoció Víctor.
—Y a mí también —musitó con un jadeo. Abrió los ojos, se sintió arrastrada a las profundidades negros de los suyos y supo que en ese momento no quería más que dejarse llevar y sentir todo lo que estallaba en su interior.
Pero también sabía que la decisión le correspondía a ella. Por la tensión en su cuerpo y la dura línea de su mandíbula, comprendió que él dejaba que ella decidiera. Si lo rechazaba, la soltaría y la magia terminaría allí mismo. En ese instante. Jamás sabría lo que era dar rienda suelta al relámpago. Y pasaría el resto de su vida preguntándose qué habría podido suceder. Ese pensamiento le provocó un gemido y cerró con más fuerza los brazos en torno a Víctor. Comprendió que la decisión había sido tomada durante su primer baile. Por eso se había opuesto tanto a él, por eso las quejas. La había conmovido más que cualquier hombre que hubiera conocido. Hacía que sintiera, incluso cuando no quería. Hacía que lo deseara cuando sabía que era más seguro no hacerlo.
—¿Myriam? —preguntó con voz ronca por la necesidad y la dura contención del deseo que evidentemente palpitaba en su interior.
Ella enlazó los dedos detrás de su cabeza y lo atrajo hacia sí. Cuando tuvo la boca a unos centímetros, susurró:
—Sin remordimientos, general. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —convino.
—Entonces, bésame, Víctor, antes de que me vuelva loca.
El asintió y reclamó sus labios en un beso que los atravesó a ambos con el blanco cegador de un relámpago de verano.
Víctor siguió a Myriam escaleras arriba y habría jurado que podía sentir la mirada interesada de la señora Santini en su espalda. Se arrebujó en el chubasquero verde y trató de no prestar atención a la sensación de estar siendo evaluado por su ojo maternal. Desde su divorcio, había evitado cualquier relación con mujeres que al final esperaban una proposición matrimonial. Y en ese momento, debido a un pequeño accidente con una ponchera, se veía en aguas infestadas de tiburones. Lecciones de baile. ¿Por qué el comandante no había preparado un bonito pelotón de fusilamiento? Habría sido más considerado. Al llegar a lo alto, Myriam se detuvo un segundo y giró la cabeza para mirarlo.
—Pasa.
Se hizo a un lado para dejarlo entrar. Víctor recorrió el lugar con la mirada. Era pequeño pero ordenado, y lo que algunas personas llamarían acogedor. Había un sofá mullido con algunos cojines de colores, dos sillones y un par de mesas donde unas lámparas iluminaban la oscuridad. En una pared había unas estanterías con libros, un televisor pequeño y un equipo estéreo compacto. Desde donde se hallaba, podía ver la cocina pequeña y una puerta cerrada a la derecha que debía de ser del dormitorio. Sus ojos se demoraron unos momentos en esa puerta antes de girar y observarla.
—Es agradable —comentó, metiendo las manos en los bolsillos.
—Gracias —musitó Myriam, cerrando la puerta. Pasó a su lado en dirección al salón.
Llevaba unos vaqueros gastados y ceñidos, que le quedaban como si fueran una segunda piel. La camiseta verde brillante tenía un escote en V lo suficientemente bajo para interesar a un hombre, y los pies descalzos hacían que esa pequeña reunión fuera... íntima, de algún modo. Y después de haber estado a punto de besarla la noche anterior, Víctor era un hombre nervioso. Sintió una oleada de calor. Comprendió que había sido un gran error. Tendrían que haber quedado en algún lugar público. Ella fue al sofá y se sentó, doblando una pierna sobre el cojín. Lo miró y le indicó un asiento.
—Lamento lo de mi madre...
—Olvídalo —interrumpió y pensó en unirse a ella en el sofá antes de ocupar uno de los sillones, manteniendo la distancia entre ellos. Era la primera vez que estaban juntos sin la red de seguridad de otras parejas a su alrededor. Bueno, a excepción del aparcamiento, aunque eso no contaba.
En el exterior, con una fría brisa oceánica que los obligaba a protegerse con las chaquetas, no existían muchas posibilidades de que alguno bajara la guardia. Allí... era una historia distinta.
—No sé por qué lo hace —continuó Myriam, interrumpiendo sus pensamientos.
Bien. Podían hablar de sus madres. Era un tema que garantizaba que el sexo se mantuviera a raya.
—Yo también soy italiano —le recordó—. Créeme, tu madre y la mía se llevarían bien.
Myriam movió la cabeza, luego se apartó el pelo de la cara. Víctor no quiso saber por qué ese movimiento de pronto le pareció tan... sensual.
—¿Es algo italiano? —preguntó ella—. ..¿O típico de las madres?
Él se encogió de hombros y se recostó en el sillón, estirando las piernas para fingir que se sentía más relajado de lo que realmente estaba.
—Abochornar a sus hijos es algo que hacen todas las madres, creo. Lo que pasa es que las madres italianas lo hacen con un poco más de gusto.
Ella rio y a Víctor le gustó el sonido. Lo que debería de haber disparado alarmas en su cerebro.
—Imagino que mi madre jamás lo dejará.
—Si es como la mía —añadió él— quiere nietos.
—Ya tiene uno —se quejó Myriam—Jeremy hijo de mi hermana Ángela. Además, mi otra hermana, Marie, acaba de casarse, de modo que tendrá uno o dos hijos. ¿Por qué no se concentra en ellos?
—Tú representas un desafío —comentó con sonrisa compasiva. Sabía por lo que pasaba Myriam, ya que él mismo lo había oído bastantes veces cuando iba a casa de permiso.
Su madre no descansaría hasta que volviera a casarse y tuviera dos o tres hijos. Lo que significaba que nunca podría descansar.
—No lo soy —afirmó ella—. Ya le he dicho en más de una ocasión que no voy a casarme.
—Hasta... —aguardó que terminara lo que debía de ser una frase incompleta.
—Hasta nunca —lo miró.
No podía creer eso. Una mujer como Myriam no estaba destinada a vivir sola. Tarde o temprano atraparía a un hombre que dedicaría el resto de su vida a tratar de satisfacer todos sus caprichos. No obstante, lo había sorprendido. Y eso no sucedía muy a menudo. No sabía muy bien cómo su encuentro para hablar de prácticas de baile había pasado a tratar sobre la vida en general, pero sentía demasiado interés para desear cambiar de rumbo. Siempre se había considerado un juez bastante competente del carácter. Suponía que se debía a pertenecer al ejército. Pasados unos años llegabas a un punto en el que eras capaz de mirar a un nuevo recluta y saber si lo iba a conseguir o no. En cuanto a las mujeres... bueno, había aprendido la lección de la manera más ardua, cortesía de su ex mujer. Nunca más se dejaría engañar por una cara bonita y unos suspiros en la oscuridad. En ese momento sabía que las mujeres solo querían una cosa de él. Casarse y acceder al dinero de su familia. Víctor Paretti solo no era una gran presa. Pero, ¿la Paretti Computer Corporation? Esa era una cabellera que valía la pena cortar.
—¿No quieres casarte, tener hijos? —preguntó con incredulidad.
—¿Tú sí? —replicó ella.
Decidió dar un poco de información para recibir otro poco.
—Lo probé una vez —respondió— Me refiero al matrimonio, no a los hijos.
—¿Qué pasó?
«¿Qué no paso?, corrigió él mentalmente. Se encogió de hombros.
—Después de todo, resultó que no estaba interesada en ser la mujer de un marine.
—¿Se casó con un marine y luego se quejó? —lo miró confusa.
En realidad, se había casado con un marine con la esperanza de que dejara el ejército y se pusiera a trabajar en la empresa de su padre. En cuanto descubrió que no iba a ser así, perdió el interés. Kim no había querido vivir del salario de un soldado. Había esperado que recurriera al dinero familiar, y cuando no lo hizo... Se puso de pie y cruzó la estancia para acercarse a la amplia ventana que daba a la calle. Aún recordaba el dolor al darse cuenta de que Kim nunca lo había amado. Siempre lo había considerado una cuenta corriente. Nada más. Myriam seguía observándolo; sentía su mirada como si fuera algo físico. Sabía que ella deseaba oír más. Sin duda la curiosidad la estaba matando. Y por algún extraño motivo deseó contarle el resto. Sin apartar la vista del cristal, se concentró en el suave resplandor de las farolas, en la luz de la luna que se filtraba a través de las nubes y en los árboles mecidos por el viento.
—Pensó que podría cambiarme —continuó—Quería que dejara los marines. Que me pusiera a trabajar en la empresa familiar.
—¿Empresa familiar?
—Paretti Computers.
Reinó una pausa prolongada.
—¿Eres ese Paretti? —inquirió ella al fin.
—No —repuso como tantas veces lo había hecho— Mi padre lo es.
—Vaya.
Víctor estuvo a punto de sonreír. Típico. En cuanto alguien descubría que se trataba de su familia, y para ser justo no solo las mujeres, lo trataban de manera diferente. Todo el mundo buscaba algo. Todo el mundo lo miraba y no veía a Víctor, sino una oportunidad. Myriam no iba a ser distinta.
—Una mujer estúpida.
—¿Qué? —sorprendido otra vez, giró para observarla.
—Tu ex mujer —Myriam sonrió y movió la cabeza—Vamos. Cualquiera con un poco de vista puede ver que eres un marine hasta la médula. La mujer tenía que ser idiota para pensar que dejarías algo que evidentemente amas.
Algo se agitó en su interior y se preguntó si había acertado en su primera evaluación de Myriam. Quizá Kim y ella no fueran tan parecidas. Aunque era posible que Myriam jugara sus cartas mejor que Kim.
—Mi padre tenía un taller mecánico —decía ella Víctor dejó de pensar y se dedicó a escuchar.
La voz de ella sonaba más suave de lo que nunca la había oído y la expresión en su cara le reveló mucho de lo que sentía por su padre.
—¿Tenía? —preguntó.
Sus ojos se encontraron y pudo ver el destello de lágrimas antes de que las contuviera.
—Murió hace dos años.
—Lo siento —dijo con sinceridad. No importaba cuánto lo enfurecía su propio padre, insistiéndole en que dejara el ejército en que se asentara y estableciera una familia, no podía imaginarse un mundo sin él.
Ella esbozó una sonrisa breve y triste.
—Gracias. Pero lo que iba a decir es que, cuando murió, mi madre, Ángela y yo quisimos venderlo —se levantó y se dirigió al equipo de música. Lo encendió y comenzó a buscar entre los CD—. Ahora no estoy segura de la causa. Sin embargo, en su momento nos pareció lo adecuado. Pero Marie se opuso.
—¿Por qué? —inquirió con voz igual de suave, como si ambos temieran romper el hechizo que había entre ellos. Por primera vez desde que la conocía, hablaban. Hablaban de verdad.
—Porque es como tú —lo miró y sonrió.
—¿Y eso? —preguntó intrigado
—Es mecánica hasta la médula —se encogió de hombros—Las herramientas y los coches para Marie representan lo que para ti los marines. Mi padre le enseñó todo lo que sabe, y ese taller era tan importante para ella como lo había sido para él.
Era extraño que la mujer con la que había estado discutiendo las últimas semanas lo conociera mejor que la mujer que había dicho amarlo. La observó y algo se movió en su interior. Cuando volvió a hablar, intentó concentrarse en lo que decía y no en lo que lo hacía sentir.
—Teníamos tantas posibilidades de expulsar a Marie del taller como tu ex mujer de conseguir que abandonaras los marines —eligió un CD, abrió el estuche y lo introdujo en el reproductor—. Y el mismo derecho de intentarlo.
Pensó que Myriam Santini estaba llena de sorpresas. Una parte de él quería creer que era sincera en todo lo que decía. Pero su parte más lógica, la que había estado protegiéndolo del dolor desde la marcha de Kim, lo advirtió de que probablemente lo decía porque pensaba que era lo que él quería oír. Una melodía lenta invadió la habitación. Al sonido de la orquesta se incorporó la voz suave de Tony Bennett mientras cantaba acerca de magia negra y hechizos y todas esas cosas que Víctor empezaba a experimentar de primera mano. Una iluminación tenue, música romántica, ellos dos solos... una señal de alarma cobró vida en su cerebro. Reaccionó, carraspeó y trato de desterrar la súbita intimidad surgida entre ellos.
—Muy bien —dijo—, ya has oído mi historia. Ahora te toca a ti. ¿Por qué no te interesa el matrimonio? No me digas que también tú tienes a un ex en tu pasado.
—No —caminó hacia él e inconscientemente sus pasos siguieron el ritmo de la música que impregnaba la atmósfera. El cuerpo de Víctor se tensó y la boca se le resecó—. Ningún ex —se apartó el pelo de la cara.
—Entonces, ¿por qué? —le costaba concentrarse en la conversación cuando lo único que quería era abrazarla y hacer que perdiera el sentido con sus besos.
Myriam lo miró a los ojos al aproximarse.
—Lo pensé —reconoció. De hecho, llevaba un tiempo en que no pensaba en otra cosa. No era muy distinta de sus hermanas. Había soñado con encontrar a un hombre al que amar, en tener muchos hijos, un perro y quizá el obligatorio monovolumen. Había querido todos los tópicos. Pero las cosas eran distintas en ese momento. O debía pensar solo en sí misma.
—¿Y? —instó él.
—No quiero depender de otra persona —expuso con sencillez— Quiero cuidar de mí misma y... —calló unos momentos— Creo que es mejor así, eso es todo.
—Cambiarás de parecer —movió la cabeza.
—¿Y tú no?
—No.
—¿Qué te hace pensar que yo sí?
La recorrió con la vista y cada centímetro de la piel de Myriam hormigueó como si pasara las yemas de los dedos por su cuerpo.
—No pretendo ofenderte, pero no me das la impresión de ser el tipo de mujer que pueda estar sola.
—¿Por qué? —lo observó con ojos centelleantes.
—Diablos, mírate.
—¿Qué? —bajó la vista para verse y volvió a mirarlo.
—Cada movimiento que haces está pensado para volver loco a un hombre.
—¿De qué estás hablando? —preguntó.
Él se pasó una mano por el pelo y le sonrió con una expresión que iluminó sus ojos e hizo cosas maravillosas y extrañas en el interior de Myriam.
—Demonios, princesa, solo ver cómo caminas por la habitación bastaría para perder a muchos hombres —algo tembló en ella—. Coquetear es tu segunda naturaleza —añadió Víctor.
De acuerdo, ella sabía eso. Pero coquetear con un hombre y casarse con él eran dos cosas diferentes.
—No hay manera de que puedas convencerme de que vas a llevar una vida célibe —concluyó Víctor con un movimiento de cabeza.
«¿Célibe?», Myriam rio, y la risa se intensificó al percibir su expresión. El hecho de no planear casarse no significaba que se hubiera inscrito en el programa de vírgenes vestales.
—¿Qué te resulta tan gracioso?
—Tú —repuso al recuperar el aire. Plantó las dos manos en las caderas—. No dije que fuera a meterme en un convento. Solo que no quería casarme. Cielos, ¿en qué siglo vives?
Él sonrió con gesto incómodo.
—Perfecto. Entonces tendrás un montón de amantes. Una manera muy segura de vivir.
De pronto ella dejó de reír. De modo que sus únicas alternativas eran ser monja, esposa o vampiresa. Se sintió acalorada e insultada.
—Nadie dijo nada tampoco de un «montón» de amantes.
—Bueno, ¿a qué te referías exactamente? —preguntó con enfado apenas controlado.
—¿Y a ti por qué te importa? —inquirió.
—No me importa —espetó y se acercó más.
—Bien —y también avanzó un paso—. Porque no tiene nada que ver contigo.
—Lo sé —gruñó él—. No es asunto mío lo que hagas.
—Exacto —echó la cabeza atrás para mirar en los ojos negros que brillaban a la luz de las lámparas. Cada nervio de su cuerpo parecía vivo—. Puedo llevar mi vida como a mí me plazca.
—Adelante.
—Lo haré.
La tomó por los hombros y sus dedos marcaron su piel a través de la tela de la camiseta. La acercó y sus pechos se aplanaron contra su torso.
—Entre nosotros no hay nada —gruñó al inclinar la cabeza.
—Absolutamente nada —convino, humedeciéndose de repente unos labios secos. En el salón pareció faltar el oxígeno. Luchó por respirar.
Víctor la pegó más a él y una palpitación dura se asentó en la parte media del cuerpo de Myriam, convirtiéndole las rodillas en agua. Se preguntó cómo había pasado eso tan deprisa. «Aunque quizá no es tan repentino», concluyó. Sabía muy bien que habían avanzado hacia ese momento desde que se conocieron. El primer momento que bailaron la electricidad crepitó entre ellos. Estaba allí. El calor, la magia. Todo esperaba el momento adecuado para estallar. Todas las discusiones. Toda la tensión que había vibrado durante las últimas semanas. Todo se trataba de un juego amoroso. Lo supo la noche anterior cuando él estuvo a punto de besarla. Cuando ella había querido que la besara.
—Esto es una estupidez —musitó él, mirándole la cara como un moribundo en busca de un vistazo del cielo.
—Más que una estupidez —susurró, alzando la mano para tocarle el rostro y pasar los dedos por su mandíbula— Ridículo.
—Y peligroso —añadió al pasar las manos por su espalda y dejar que la derecha descendiera hasta la curva de su trasero—No lo olvides, peligroso.
Ella jadeó, cerró los ojos y dijo:
—No puedo olvidar el peligro —en silencio se felicitó por conseguir hablar a pesar del nudo que le atenazaba la garganta. «Respira, Myriam», se ordenó. «No te olvides de respirar».
—Si lo hacemos, lo lamentaremos —afirmó él sin apartar la vista de sus ojos.
—Sin duda —pero supo que si no lo hacían, ella lo lamentaría más.
—Pero si no lo hacemos, me matará —reconoció Víctor.
—Y a mí también —musitó con un jadeo. Abrió los ojos, se sintió arrastrada a las profundidades negros de los suyos y supo que en ese momento no quería más que dejarse llevar y sentir todo lo que estallaba en su interior.
Pero también sabía que la decisión le correspondía a ella. Por la tensión en su cuerpo y la dura línea de su mandíbula, comprendió que él dejaba que ella decidiera. Si lo rechazaba, la soltaría y la magia terminaría allí mismo. En ese instante. Jamás sabría lo que era dar rienda suelta al relámpago. Y pasaría el resto de su vida preguntándose qué habría podido suceder. Ese pensamiento le provocó un gemido y cerró con más fuerza los brazos en torno a Víctor. Comprendió que la decisión había sido tomada durante su primer baile. Por eso se había opuesto tanto a él, por eso las quejas. La había conmovido más que cualquier hombre que hubiera conocido. Hacía que sintiera, incluso cuando no quería. Hacía que lo deseara cuando sabía que era más seguro no hacerlo.
—¿Myriam? —preguntó con voz ronca por la necesidad y la dura contención del deseo que evidentemente palpitaba en su interior.
Ella enlazó los dedos detrás de su cabeza y lo atrajo hacia sí. Cuando tuvo la boca a unos centímetros, susurró:
—Sin remordimientos, general. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —convino.
—Entonces, bésame, Víctor, antes de que me vuelva loca.
El asintió y reclamó sus labios en un beso que los atravesó a ambos con el blanco cegador de un relámpago de verano.
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
mil graciias por los cap cap niiña me encanta la noveliita
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capítulo Seis
Víctor la apretó con más intensidad y supo que eso no era suficiente. Necesitaba sentirla pegada a él, saber lo que era tener su piel bajo las manos, enterrarse en lo más hondo de Myriam y notar cómo su cuerpo acunaba el suyo. La deseó desde el momento en que la vio. Costaba que un hombre que había renegado de las mujeres reconociera eso, pero Myriam se le había metido bajo la piel de tantas maneras distintas que ni siquiera las conocía todas. Sumergirse en sus ojos grandes bastaba para avivar los fuegos que siempre ardían en su interior, y en ese momento era lo único que necesitaba saber. Volvió a besarla y con la lengua siguió el contorno de los labios hasta que consiguió que los abriera. Luego penetró en su calidez y le recorrió la boca, probándola, tragándose sus suspiros., recibiendo su aliento. Ella gimió y, mientras sus lenguas se encontraban, Víctor la aplastó contra él. Myriam le clavó los dedos en los hombros, en la espalda. El sintió la marca de cada uno de sus dedos incluso a través del maldito chubasquero que no se había quitado,
Apartó los labios de ella y bajó la cabeza para abrir un sendero de besos a lo largo de su cuello hasta alcanzar la V que tanto lo había tentado nada más llegar a su casa esa noche.
—Oh, Víctor —susurró y echó la cabeza hacia atrás.
—Más —musitó él con voz ronca, alzando una mano para jugar con uno de sus pechos.
Ella se arqueó, jadeó su nombre y Víctor se regodeó en el rubor que le invadía las mejillas y la mirada vidriosa de sus ojos. Introdujo los dedos en el borde de la camiseta hasta tener acceso al pecho pequeño y perfecto oculto por un sujetador de color lavanda. Sonrió para sí mismo cuando con los dedos pulgar e índice apretó el pezón endurecido a través de la frágil barrera que lo separaba de su piel. El pezón se contrajo bajo sus atenciones y Myriam volvió a gemir, en esa ocasión con voz más ronca, al tiempo que le apretaba más los hombros.
—Quiero verte —susurró él—. Quiero probarte.
—Oh, quiero... quiero... —repitió con un murmullo.
Víctor sabía lo que quería. Lo mismo que él. Inclinó la cabeza, le besó la cumbre del pecho y sintió el escalofrío que sacudió su cuerpo. Apartó el borde del sujetador lo suficiente para permitirle pasar la lengua por la piel, tan cerca del pezón que Myriam tembló con violencia.
—Víctor —murmuró, deteniéndose para humedecerse los labios—. Víctor, bésame. Bésame ahí.
—Lo intento, cariño —reconoció con una sonrisa—, pero tengo mucho material que me entorpece.
Ella se irguió y dio un tembloroso paso atrás. Luego se quitó la camiseta. Al siguiente instante, Víctor se quitó el chubasquero y luego la camiseta, que tiró al suelo. Sin dejar de mirarse, ella abrió el cierre frontal del sujetador. Víctor la detuvo cubriéndole las manos con las suyas.
—Déjame a mí —musitó.
Pasado un momento, ella tragó saliva y aceptó con un movimiento brusco de cabeza. El volvió a acercarse y enganchó los dedos en el cierre. Myriam osciló un poco y cuando Víctor le soltó el sujetador, le clavó los dedos en los bíceps. Con una sonrisa, él subió despacio las palmas de las manos por sus costados. Suspiró satisfecho al coronar sus senos y acariciar con los dedos pulgares las puntas compactas de los pezones. Myriam gimió y cerró los ojos, pero no liberó sus brazos.
Una y otra vez sus dedos jugaron con la piel sensible. Ella se retorció bajo sus manos y adelantó las caderas a medida que Víctor cedía instintivamente a la creciente necesidad. «Perfectos», pensó al admirar los pechos pequeños y firmes y agacharse lentamente para tomar con la boca primero un pezón y luego el otro. La probó y pasó la punta de la lengua por la rugosa superficie. La provocó, sin dejar que las sensaciones se mitigaran, manteniendo los dedos ocupados en un seno mientras con la boca le devoraba el otro. Succionó y tiró de la piel con los labios y el borde de los dientes hasta que ambos temblaron debido a la martilleante necesidad que vibraba en su interior. Seguía sin ser suficiente. Lo quería todo. Quería conocerla por completo. Íntimamente. Deseaba tocar y explorar cada centímetro de su cuerpo, y ni siquiera eso bastaría. Se puso de rodillas delante de ella y las manos de Myriam pasaron de sus brazos a sus hombros.
—¿Qué ha...?
—Sss —pidió y dejó que las manos bajaran al botón de los vaqueros. Una vez abierto, se encargó de la cremallera.
—Víctor...
El no habló. No habría podido, aunque lo hubiera querido. Con la garganta atenazada, la boca seca, solo conocía la necesidad y el impulso poderoso de saciarla. Le bajó los vaqueros por las caderas y los muslos hasta que quedaron plegados a sus pies. Luego se centró en las braguitas, en la diminuta tela de color lavanda que era lo único que se interponía entre él y lo que tanto anhelaba.
—Víctor—musitó Myriam—. Necesito que...
—Lo sé, cariño —aseguró con voz grave—. Sé lo que necesitas.
Deslizó los dedos por la fina banda elástica de las braguitas y en un instante también quedaron a sus pies. Myriam se las quitó con un movimiento y suspiró cuando Víctor le acarició las piernas con un contacto encendido y suave que prendió llamas en los dos. Entonces él se adelantó y le besó el abdomen liso, dejando que la lengua le recorriera la piel hasta que ella movió las caderas y volvió a clavarle las uñas en los hombros. Bajó más la cabeza dejando un rastro de besos cálidos y húmedos por sus muslos, y se detuvo en el borde del triángulo de delicado vello que protegía su centro. Las rodillas le cedieron y al instante Víctor le tomó las nalgas en las manos y la estabilizó mientras la acariciaba.
—Te tengo, princesa.
—Víctor, el dormitorio —musitó—. Vayamos al dormitorio.
—Todavía no —plantó otro beso en su abdomen.
—Si no me tumbo —tembló— me voy a derrumbar —explicó con risa ahogada.
—Aún no —afirmó él—pero pronto lo harás —entonces se inclinó para reclamar un beso diferente.
Myriam gritó su nombre y se sujetó a él con frenesí. Sosteniéndola con firmeza, abrió la boca y la tomó, para explorar con la lengua los detalles íntimos de su cuerpo mientras ella temblaba. El mundo de Myriam se sacudió a su alrededor. La recorrió una sensación tras otra. Intentó que su mente lo abarcara todo, pero era demasiado. Con un torbellino mental y el cuerpo ardiendo, sencillamente se agarró a Víctor como si fuera el único punto estable en un universo de pronto tambaleante.
Él pasó la lengua por su piel, provocando que de manera instintiva abriera más las piernas a su exploración. La saboreó sin descanso, haciéndole con la lengua cosas a su cuerpo que ella jamás habría soñado posibles. Con gentileza pero determinación, la llevó hasta el borde de la locura. La elevó sin cesar hasta que ella pensó que podría flotar y perderse en el cielo nocturno. Era tan grato... tan increíble, que no quería que se detuviera nunca. La sangre parecía hervirle en las venas. Con la visión borrosa, y cuando al fin bajó la cabeza para observar cómo la tomaba, un temblor nuevo y más fuerte comenzó en su interior.
Myriam no era capaz de quitarle la vista de encima a ese hombre, a ese marine que se arrodillaba ante ella y le exploraba el cuerpo con una boca tan diestra. Un gemido creció dentro de ella, que dejó escapar lentamente. Se entregó a la tensión que se contraía en sus entrañas. Sentía como si estuviera a punto de perder el control. El cuerpo le vibraba. El cerebro le daba vueltas mientras aún se afanaba por alcanzar eso que se hallaba poco más allá de su alcance. Onduló las caderas al pegarse a él, queriendo y necesitando más. Ya casi estaba allí. Lo supo instintivamente y se preparó para lo que pudiera llegar. Pronunció su nombre y le agarró los hombros con más fuerza. Eso le impidió caer por el borde del mundo cuando la espiral en su interior estalló de pronto y la dejó temblorosa y jadeante.
Se tambaleó con el cuerpo laxo y Víctor se incorporó y la tomó en brazos. Atravesó la estancia, se detuvo ante la puerta cerrada y esperó mientras ella la abría. Entró en el dormitorio, la depositó en la cama y luego se retiró para quitarse el resto de la ropa. Myriam apenas tuvo un momento para admirar su cuerpo duro y musculoso antes de tenerlo otra vez a su lado.
—Te necesito, Myriam —susurró.
Observó sus ojos negros y en ellos leyó el deseo frenético. También ella lo tenía. A pesar de que acababa de vivir una experiencia demoledora, la necesidad había vuelto a surgir. Urgente. Desesperada.
—Yo también te necesito —murmuró.
Al siguiente instante entró en ella. Myriam jadeó y levantó las piernas para cerrarlas en torno a sus caderas, sujetándolo con fuerza en su interior. Su mente trató de catalogar esa nueva sensación, la increíble experiencia de tener a Víctor Paretti dentro de su cuerpo. Movió las caderas un poco y provocó un gemido en él.
—Maldita sea, Myriam —la miró.
—¿Qué sucede?
—Nada. Además, ya es demasiado tarde —se inclinó para tomarle la boca con un beso que la sacudió hasta el alma. Tras un prolongado momento, Víctor movió las caderas para entrar y salir de su calidez con un ritmo mucho más apremiante que cualquier música. Perdida en esa magia, le acarició la espalda, disfrutando de la sensación de su sólido peso encima de ella.
Sin embargo, en unos segundos sintió que su interior volvía a contraerse. En esa ocasión supo qué esperar y fue a su encuentro. Alzó las caderas para unirlas a las de él y encajó un embate tras otro con igual ritmo, recibiéndolo más y más hondo hasta que no estuvo segura de dónde terminaba su cuerpo y empezaba el suyo. Justo cuando creía que no podría soportar más tensión, esa gloriosa explosión la dominó otra vez. Ahogó un grito contra su hombro. Víctor pronunció su nombre con un gemido mientras embestía sus profundidades una última vez y se abrazaban para surcar los aires, hasta regresar flotando lentamente a la realidad. «Y la última virgen Santini muerde el polvo», pensó Myriam con una sonrisa cuando Víctor se echó a su lado.
—Perfecto —musitó él, tapándose los ojos con el antebrazo.
—Gracias —dijo ella—A mí también me lo ha parecido.
—No me refería a eso —se apoyó en un codo para mirarla.
De esos increíbles ojos negros había desaparecido todo rastro de pasión y deseo. En su lugar vio desconfianza.
—Entonces, ¿a qué te referías? —preguntó, disgustada porque su felicidad se desintegraba con rapidez.
—¿Por qué no me dijiste que eras virgen? —exigió.
«Por el amor del cielo», pensó. ¿Qué tenía que ver su virginidad en el asunto?
—¿Y por qué tendría que haberlo hecho? —inquirió, sin apartar los ojos de su expresión acusadora.
—Cielos, no lo sé —agitó una mano en el aire—. ¿Porque habría sido justo advertírmelo?
—¿Advertírtelo? —Repitió mientras sentía una bola de ira en el estómago—. Lo siento tanto. No sabía que había que seguir unas reglas.
—Claro que hay reglas —espetó—. Hay reglas para todo o reinaría el caos.
—Comprendo —se levantó. Pensaba mejor de pie—. ¿Acaso esperabas que me pusiera un letrero al cuello? —Al ver que solo fruncía el ceño, continuó—: ¡Oh, ya sé! —fue al armario y abrió las puertas dobles. Sacó la bata corta de color esmeralda que colgaba de una de las puertas, se la puso y se volvió para mirarlo mientras se anudaba el cinturón—. ¿Qué te parece «Hay que Desflorar a una Virgen»? ¿Eso te habría parecido suficiente?
—Qué graciosa —musitó y se levantó, alargando la mano hacia los pantalones.
—Ah, también quieres que sea graciosa —movió la cabeza y plantó ambos puños en las caderas. Por el amor del cielo, si apenas unos minutos antes había sentido cariño por ese hombre. En ese momento lamentó no ser lo bastante fuerte como para alzarlo y arrojarlo por la ventana—. Deberías escribirme todas las reglas, Víctor. De esa manera no cometeremos más errores.
—Tendrías que habérmelo dicho —expuso con sencillez, mirándola con frialdad.
Se dijo que no pensaba sentirse culpable. Todas las mujeres tenían derecho a elegir cuándo, dónde y con quién perdían la virginidad. Había realizado una elección. ¿Por qué iba a tener voto él? No le había pedido que le diera una lista completa de las amantes que había tenido con anterioridad.
—¿Por qué debería de informarte de que no había estado con ningún hombre? Tú no me contaste con cuántas mujeres habías estado.
—Eso es distinto —soltó.
—¿En qué? —alzó las manos antes de dejarlas caer a los costados.
Se subió la cremallera de los vaqueros antes de responderle, y cuando lo hizo, la miró directamente a los ojos.
—Porque de haberlo sabido, nada habría sucedido aquí esta noche.
—Entonces me alegro de no habértelo contado —porque sin importar cómo fuera la situación en ese momento, la parte sexual de la velada había sido espectacular.
Jamás había esperado sentir tanto, experimentar unas emociones y sensaciones tan variadas. Durante unos momentos breves y maravillosos, realmente se había sentido conectada a ese «mono» grande. Y él solo se empeñaba en estropearlo todo.
—Fantástico —repuso mientras se agachaba para recoger los zapatos y los calcetines—. Entonces permite que te pregunte...
—¿Qué?
—¿Qué pasa cuando dos personas hacen el amor y no toman precauciones?
—Precauciones —repitió, luego dijo otra vez la palabra a medida que la realidad se abría paso a través de lo último que quedaba de su felicidad. Sintió un nudo en el estómago—. Oh.
—Sí, princesa. Oh.
Myriam cruzó los brazos y aguantó. Era la única vez en su vida que se había dejado llevar por los sentimientos, que había cedido a la tentación. Santo cielo, no podía pasar de virgen a embarazada en un único paso. No, no podía suceder.
—Diría que aquí nos enfrentamos a un problema de verdad —continuó Víctor—, a menos, desde luego, que estés tomando la píldora.
Pensó que muchas mujeres de veinticuatro años debían de estar tomando la píldora. Aunque no había muchas que fueran vírgenes. Siempre había pensado que cuando llegara el momento, estaría preparada, lo sabría de antemano. Pero nada podría haberla preparado para lo de esa noche. O para Víctor.
—Y este es un mundo perfecto —se acercó a la cama y se dejó caer en el borde.
Él se sentó a su lado, se puso los calcetines y se calzó. Después de anudarse los cordones, se volvió para mirarla.
—Pase lo que pase, cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él. No tiene sentido que nos preocupemos hasta saberlo con certeza.
Ella asintió. Sonaba razonable. Y frío. Y tan distante de un hombre que momentos atrás había sido lo más próximo de su vida.
—¿Cuánto pasará hasta que lo sepamos? —inquirió él.
—Las tres semanas más largas de mi vida —se preguntó qué haría si en su cuerpo había una o dos células más. Tres semanas para llegar a conocerlo y tres semanas para averiguar si había concebido un hijo. ¿El resto de su vida sería medido en períodos de tres semanas?
—De acuerdo —se levantó y la observó—Tres semanas. Pero, sin importar lo que suceda, princesa, no voy a casarme contigo. Creo que deberías saberlo desde el principio.
Víctor se sintió como un miserable, pero era la única manera. No pensaba permitir que lo obligaran a casarse. Menos aún si había sido lo bastante estúpido y descuidado como para acostarse con una virgen. No importaba que hacerle el amor a Myriam hubiera sido lo más cercano que había sentido en años a una experiencia mística. No importaba que lo que hubiera encontrado en sus brazos no se pareciera a nada de lo que había conocido. No pensaba dejar que volvieran la atraparlo para que se casara.
—¿Y quién te lo ha pedido? —se levantó para encararlo.
—Nadie —sabía que podría haberlo planteado de mejor manera—. Simplemente...
—¿Querías terminar de estropear las cosas?
—Olvídalo —dijo, alzando ambas manos—Hablaremos de ello en otra ocasión.
—No te muestres tan preocupado, general —informó—Nadie va a arrastrarte al altar.
—Mira, no quería empezar una pelea, solo pensaba que deberías de saber lo que pensaba al respecto.
—Buena, pues muchas gracias —lo miró y Víctor estuvo a punto de retroceder ante la ira que vio en sus ojos— Jamás te pedí que te casaras conmigo —le recordó—. De hecho, acabo de dejar bien claro que no quiero casarme.
—Eso fue antes de que existiera la posibilidad de que quedaras embarazada —no podía decirlo con más claridad.
Horrorizada, ella echó la cabeza atrás y respiró hondo.
—¿Crees... dices que piensas que yo...?
—¿Qué?
Apoyó las manos en su pecho y lo empujó. Mientras lo conducía al salón, no dejó de hablar.
—¿Crees que lo he planeado? ¿Que esperaba quedarme embarazada para que te casaras conmigo?
—Jamás dije eso —intentó detenerse el tiempo suficiente para recoger la camisa y el chubasquero, pero Myriam tenía la intensidad de una persona con una misión. Y esa misión era expulsarlo de su casa.
Frenó solo para abrir la puerta, luego lo empujó al rellano.
—Pero es lo que piensas, ¿verdad? —espetó aunque así fuera, bajo ningún concepto iba a reconocerlo—Realmente eres un neandertal. ¡Idiota, no estamos en 1890! Una mujer no ha de casarse para tener un hijo.
—No, pero hace la vida mucho más fácil.
Un frío viento invernal soplaba desde el océano y le puso la piel de gallina en el torso y la espalda desnudos. Unas gotas en los hombros le indicaron que empezaba a llover. Pensó que eso era lo mejor para poner fin a la escena. No había sido su intención insultarla, solo darle una advertencia. Algo que ella no se había molestado en proporcionarle. De haber sabido que era virgen, jamás se habría acostado con ella. Las vírgenes eran demasiado peligrosas. Le daban demasiada importancia a algo que era tan natural como respirar. Lo que no parecía ser el caso con Myriam. ¿Sería tan diferente como lo era en todas las demás cosas?
Apretó los dientes y dijo:
—¿Me puedes dar la camisa y el chubasquero?
Lo observó con ojos centelleantes y cerró de un portazo. Fue como una señal para el cielo, porque comenzó a llover sobre él como un torrente de castigo. El retumbar lejano de un trueno se sumó al drama. Contempló la puerta cerrada un minuto, preguntándose si debería derribarla y exigirle que volviera a hablarle. Un momento más tarde se abrió lo suficiente para que su ropa saliera volando y le diera en la cara. Luego Myriam desapareció, y cuando oyó que echaba el cerrojo, Víctor soltó una maldición y bajó las escaleras.
Víctor la apretó con más intensidad y supo que eso no era suficiente. Necesitaba sentirla pegada a él, saber lo que era tener su piel bajo las manos, enterrarse en lo más hondo de Myriam y notar cómo su cuerpo acunaba el suyo. La deseó desde el momento en que la vio. Costaba que un hombre que había renegado de las mujeres reconociera eso, pero Myriam se le había metido bajo la piel de tantas maneras distintas que ni siquiera las conocía todas. Sumergirse en sus ojos grandes bastaba para avivar los fuegos que siempre ardían en su interior, y en ese momento era lo único que necesitaba saber. Volvió a besarla y con la lengua siguió el contorno de los labios hasta que consiguió que los abriera. Luego penetró en su calidez y le recorrió la boca, probándola, tragándose sus suspiros., recibiendo su aliento. Ella gimió y, mientras sus lenguas se encontraban, Víctor la aplastó contra él. Myriam le clavó los dedos en los hombros, en la espalda. El sintió la marca de cada uno de sus dedos incluso a través del maldito chubasquero que no se había quitado,
Apartó los labios de ella y bajó la cabeza para abrir un sendero de besos a lo largo de su cuello hasta alcanzar la V que tanto lo había tentado nada más llegar a su casa esa noche.
—Oh, Víctor —susurró y echó la cabeza hacia atrás.
—Más —musitó él con voz ronca, alzando una mano para jugar con uno de sus pechos.
Ella se arqueó, jadeó su nombre y Víctor se regodeó en el rubor que le invadía las mejillas y la mirada vidriosa de sus ojos. Introdujo los dedos en el borde de la camiseta hasta tener acceso al pecho pequeño y perfecto oculto por un sujetador de color lavanda. Sonrió para sí mismo cuando con los dedos pulgar e índice apretó el pezón endurecido a través de la frágil barrera que lo separaba de su piel. El pezón se contrajo bajo sus atenciones y Myriam volvió a gemir, en esa ocasión con voz más ronca, al tiempo que le apretaba más los hombros.
—Quiero verte —susurró él—. Quiero probarte.
—Oh, quiero... quiero... —repitió con un murmullo.
Víctor sabía lo que quería. Lo mismo que él. Inclinó la cabeza, le besó la cumbre del pecho y sintió el escalofrío que sacudió su cuerpo. Apartó el borde del sujetador lo suficiente para permitirle pasar la lengua por la piel, tan cerca del pezón que Myriam tembló con violencia.
—Víctor —murmuró, deteniéndose para humedecerse los labios—. Víctor, bésame. Bésame ahí.
—Lo intento, cariño —reconoció con una sonrisa—, pero tengo mucho material que me entorpece.
Ella se irguió y dio un tembloroso paso atrás. Luego se quitó la camiseta. Al siguiente instante, Víctor se quitó el chubasquero y luego la camiseta, que tiró al suelo. Sin dejar de mirarse, ella abrió el cierre frontal del sujetador. Víctor la detuvo cubriéndole las manos con las suyas.
—Déjame a mí —musitó.
Pasado un momento, ella tragó saliva y aceptó con un movimiento brusco de cabeza. El volvió a acercarse y enganchó los dedos en el cierre. Myriam osciló un poco y cuando Víctor le soltó el sujetador, le clavó los dedos en los bíceps. Con una sonrisa, él subió despacio las palmas de las manos por sus costados. Suspiró satisfecho al coronar sus senos y acariciar con los dedos pulgares las puntas compactas de los pezones. Myriam gimió y cerró los ojos, pero no liberó sus brazos.
Una y otra vez sus dedos jugaron con la piel sensible. Ella se retorció bajo sus manos y adelantó las caderas a medida que Víctor cedía instintivamente a la creciente necesidad. «Perfectos», pensó al admirar los pechos pequeños y firmes y agacharse lentamente para tomar con la boca primero un pezón y luego el otro. La probó y pasó la punta de la lengua por la rugosa superficie. La provocó, sin dejar que las sensaciones se mitigaran, manteniendo los dedos ocupados en un seno mientras con la boca le devoraba el otro. Succionó y tiró de la piel con los labios y el borde de los dientes hasta que ambos temblaron debido a la martilleante necesidad que vibraba en su interior. Seguía sin ser suficiente. Lo quería todo. Quería conocerla por completo. Íntimamente. Deseaba tocar y explorar cada centímetro de su cuerpo, y ni siquiera eso bastaría. Se puso de rodillas delante de ella y las manos de Myriam pasaron de sus brazos a sus hombros.
—¿Qué ha...?
—Sss —pidió y dejó que las manos bajaran al botón de los vaqueros. Una vez abierto, se encargó de la cremallera.
—Víctor...
El no habló. No habría podido, aunque lo hubiera querido. Con la garganta atenazada, la boca seca, solo conocía la necesidad y el impulso poderoso de saciarla. Le bajó los vaqueros por las caderas y los muslos hasta que quedaron plegados a sus pies. Luego se centró en las braguitas, en la diminuta tela de color lavanda que era lo único que se interponía entre él y lo que tanto anhelaba.
—Víctor—musitó Myriam—. Necesito que...
—Lo sé, cariño —aseguró con voz grave—. Sé lo que necesitas.
Deslizó los dedos por la fina banda elástica de las braguitas y en un instante también quedaron a sus pies. Myriam se las quitó con un movimiento y suspiró cuando Víctor le acarició las piernas con un contacto encendido y suave que prendió llamas en los dos. Entonces él se adelantó y le besó el abdomen liso, dejando que la lengua le recorriera la piel hasta que ella movió las caderas y volvió a clavarle las uñas en los hombros. Bajó más la cabeza dejando un rastro de besos cálidos y húmedos por sus muslos, y se detuvo en el borde del triángulo de delicado vello que protegía su centro. Las rodillas le cedieron y al instante Víctor le tomó las nalgas en las manos y la estabilizó mientras la acariciaba.
—Te tengo, princesa.
—Víctor, el dormitorio —musitó—. Vayamos al dormitorio.
—Todavía no —plantó otro beso en su abdomen.
—Si no me tumbo —tembló— me voy a derrumbar —explicó con risa ahogada.
—Aún no —afirmó él—pero pronto lo harás —entonces se inclinó para reclamar un beso diferente.
Myriam gritó su nombre y se sujetó a él con frenesí. Sosteniéndola con firmeza, abrió la boca y la tomó, para explorar con la lengua los detalles íntimos de su cuerpo mientras ella temblaba. El mundo de Myriam se sacudió a su alrededor. La recorrió una sensación tras otra. Intentó que su mente lo abarcara todo, pero era demasiado. Con un torbellino mental y el cuerpo ardiendo, sencillamente se agarró a Víctor como si fuera el único punto estable en un universo de pronto tambaleante.
Él pasó la lengua por su piel, provocando que de manera instintiva abriera más las piernas a su exploración. La saboreó sin descanso, haciéndole con la lengua cosas a su cuerpo que ella jamás habría soñado posibles. Con gentileza pero determinación, la llevó hasta el borde de la locura. La elevó sin cesar hasta que ella pensó que podría flotar y perderse en el cielo nocturno. Era tan grato... tan increíble, que no quería que se detuviera nunca. La sangre parecía hervirle en las venas. Con la visión borrosa, y cuando al fin bajó la cabeza para observar cómo la tomaba, un temblor nuevo y más fuerte comenzó en su interior.
Myriam no era capaz de quitarle la vista de encima a ese hombre, a ese marine que se arrodillaba ante ella y le exploraba el cuerpo con una boca tan diestra. Un gemido creció dentro de ella, que dejó escapar lentamente. Se entregó a la tensión que se contraía en sus entrañas. Sentía como si estuviera a punto de perder el control. El cuerpo le vibraba. El cerebro le daba vueltas mientras aún se afanaba por alcanzar eso que se hallaba poco más allá de su alcance. Onduló las caderas al pegarse a él, queriendo y necesitando más. Ya casi estaba allí. Lo supo instintivamente y se preparó para lo que pudiera llegar. Pronunció su nombre y le agarró los hombros con más fuerza. Eso le impidió caer por el borde del mundo cuando la espiral en su interior estalló de pronto y la dejó temblorosa y jadeante.
Se tambaleó con el cuerpo laxo y Víctor se incorporó y la tomó en brazos. Atravesó la estancia, se detuvo ante la puerta cerrada y esperó mientras ella la abría. Entró en el dormitorio, la depositó en la cama y luego se retiró para quitarse el resto de la ropa. Myriam apenas tuvo un momento para admirar su cuerpo duro y musculoso antes de tenerlo otra vez a su lado.
—Te necesito, Myriam —susurró.
Observó sus ojos negros y en ellos leyó el deseo frenético. También ella lo tenía. A pesar de que acababa de vivir una experiencia demoledora, la necesidad había vuelto a surgir. Urgente. Desesperada.
—Yo también te necesito —murmuró.
Al siguiente instante entró en ella. Myriam jadeó y levantó las piernas para cerrarlas en torno a sus caderas, sujetándolo con fuerza en su interior. Su mente trató de catalogar esa nueva sensación, la increíble experiencia de tener a Víctor Paretti dentro de su cuerpo. Movió las caderas un poco y provocó un gemido en él.
—Maldita sea, Myriam —la miró.
—¿Qué sucede?
—Nada. Además, ya es demasiado tarde —se inclinó para tomarle la boca con un beso que la sacudió hasta el alma. Tras un prolongado momento, Víctor movió las caderas para entrar y salir de su calidez con un ritmo mucho más apremiante que cualquier música. Perdida en esa magia, le acarició la espalda, disfrutando de la sensación de su sólido peso encima de ella.
Sin embargo, en unos segundos sintió que su interior volvía a contraerse. En esa ocasión supo qué esperar y fue a su encuentro. Alzó las caderas para unirlas a las de él y encajó un embate tras otro con igual ritmo, recibiéndolo más y más hondo hasta que no estuvo segura de dónde terminaba su cuerpo y empezaba el suyo. Justo cuando creía que no podría soportar más tensión, esa gloriosa explosión la dominó otra vez. Ahogó un grito contra su hombro. Víctor pronunció su nombre con un gemido mientras embestía sus profundidades una última vez y se abrazaban para surcar los aires, hasta regresar flotando lentamente a la realidad. «Y la última virgen Santini muerde el polvo», pensó Myriam con una sonrisa cuando Víctor se echó a su lado.
—Perfecto —musitó él, tapándose los ojos con el antebrazo.
—Gracias —dijo ella—A mí también me lo ha parecido.
—No me refería a eso —se apoyó en un codo para mirarla.
De esos increíbles ojos negros había desaparecido todo rastro de pasión y deseo. En su lugar vio desconfianza.
—Entonces, ¿a qué te referías? —preguntó, disgustada porque su felicidad se desintegraba con rapidez.
—¿Por qué no me dijiste que eras virgen? —exigió.
«Por el amor del cielo», pensó. ¿Qué tenía que ver su virginidad en el asunto?
—¿Y por qué tendría que haberlo hecho? —inquirió, sin apartar los ojos de su expresión acusadora.
—Cielos, no lo sé —agitó una mano en el aire—. ¿Porque habría sido justo advertírmelo?
—¿Advertírtelo? —Repitió mientras sentía una bola de ira en el estómago—. Lo siento tanto. No sabía que había que seguir unas reglas.
—Claro que hay reglas —espetó—. Hay reglas para todo o reinaría el caos.
—Comprendo —se levantó. Pensaba mejor de pie—. ¿Acaso esperabas que me pusiera un letrero al cuello? —Al ver que solo fruncía el ceño, continuó—: ¡Oh, ya sé! —fue al armario y abrió las puertas dobles. Sacó la bata corta de color esmeralda que colgaba de una de las puertas, se la puso y se volvió para mirarlo mientras se anudaba el cinturón—. ¿Qué te parece «Hay que Desflorar a una Virgen»? ¿Eso te habría parecido suficiente?
—Qué graciosa —musitó y se levantó, alargando la mano hacia los pantalones.
—Ah, también quieres que sea graciosa —movió la cabeza y plantó ambos puños en las caderas. Por el amor del cielo, si apenas unos minutos antes había sentido cariño por ese hombre. En ese momento lamentó no ser lo bastante fuerte como para alzarlo y arrojarlo por la ventana—. Deberías escribirme todas las reglas, Víctor. De esa manera no cometeremos más errores.
—Tendrías que habérmelo dicho —expuso con sencillez, mirándola con frialdad.
Se dijo que no pensaba sentirse culpable. Todas las mujeres tenían derecho a elegir cuándo, dónde y con quién perdían la virginidad. Había realizado una elección. ¿Por qué iba a tener voto él? No le había pedido que le diera una lista completa de las amantes que había tenido con anterioridad.
—¿Por qué debería de informarte de que no había estado con ningún hombre? Tú no me contaste con cuántas mujeres habías estado.
—Eso es distinto —soltó.
—¿En qué? —alzó las manos antes de dejarlas caer a los costados.
Se subió la cremallera de los vaqueros antes de responderle, y cuando lo hizo, la miró directamente a los ojos.
—Porque de haberlo sabido, nada habría sucedido aquí esta noche.
—Entonces me alegro de no habértelo contado —porque sin importar cómo fuera la situación en ese momento, la parte sexual de la velada había sido espectacular.
Jamás había esperado sentir tanto, experimentar unas emociones y sensaciones tan variadas. Durante unos momentos breves y maravillosos, realmente se había sentido conectada a ese «mono» grande. Y él solo se empeñaba en estropearlo todo.
—Fantástico —repuso mientras se agachaba para recoger los zapatos y los calcetines—. Entonces permite que te pregunte...
—¿Qué?
—¿Qué pasa cuando dos personas hacen el amor y no toman precauciones?
—Precauciones —repitió, luego dijo otra vez la palabra a medida que la realidad se abría paso a través de lo último que quedaba de su felicidad. Sintió un nudo en el estómago—. Oh.
—Sí, princesa. Oh.
Myriam cruzó los brazos y aguantó. Era la única vez en su vida que se había dejado llevar por los sentimientos, que había cedido a la tentación. Santo cielo, no podía pasar de virgen a embarazada en un único paso. No, no podía suceder.
—Diría que aquí nos enfrentamos a un problema de verdad —continuó Víctor—, a menos, desde luego, que estés tomando la píldora.
Pensó que muchas mujeres de veinticuatro años debían de estar tomando la píldora. Aunque no había muchas que fueran vírgenes. Siempre había pensado que cuando llegara el momento, estaría preparada, lo sabría de antemano. Pero nada podría haberla preparado para lo de esa noche. O para Víctor.
—Y este es un mundo perfecto —se acercó a la cama y se dejó caer en el borde.
Él se sentó a su lado, se puso los calcetines y se calzó. Después de anudarse los cordones, se volvió para mirarla.
—Pase lo que pase, cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él. No tiene sentido que nos preocupemos hasta saberlo con certeza.
Ella asintió. Sonaba razonable. Y frío. Y tan distante de un hombre que momentos atrás había sido lo más próximo de su vida.
—¿Cuánto pasará hasta que lo sepamos? —inquirió él.
—Las tres semanas más largas de mi vida —se preguntó qué haría si en su cuerpo había una o dos células más. Tres semanas para llegar a conocerlo y tres semanas para averiguar si había concebido un hijo. ¿El resto de su vida sería medido en períodos de tres semanas?
—De acuerdo —se levantó y la observó—Tres semanas. Pero, sin importar lo que suceda, princesa, no voy a casarme contigo. Creo que deberías saberlo desde el principio.
Víctor se sintió como un miserable, pero era la única manera. No pensaba permitir que lo obligaran a casarse. Menos aún si había sido lo bastante estúpido y descuidado como para acostarse con una virgen. No importaba que hacerle el amor a Myriam hubiera sido lo más cercano que había sentido en años a una experiencia mística. No importaba que lo que hubiera encontrado en sus brazos no se pareciera a nada de lo que había conocido. No pensaba dejar que volvieran la atraparlo para que se casara.
—¿Y quién te lo ha pedido? —se levantó para encararlo.
—Nadie —sabía que podría haberlo planteado de mejor manera—. Simplemente...
—¿Querías terminar de estropear las cosas?
—Olvídalo —dijo, alzando ambas manos—Hablaremos de ello en otra ocasión.
—No te muestres tan preocupado, general —informó—Nadie va a arrastrarte al altar.
—Mira, no quería empezar una pelea, solo pensaba que deberías de saber lo que pensaba al respecto.
—Buena, pues muchas gracias —lo miró y Víctor estuvo a punto de retroceder ante la ira que vio en sus ojos— Jamás te pedí que te casaras conmigo —le recordó—. De hecho, acabo de dejar bien claro que no quiero casarme.
—Eso fue antes de que existiera la posibilidad de que quedaras embarazada —no podía decirlo con más claridad.
Horrorizada, ella echó la cabeza atrás y respiró hondo.
—¿Crees... dices que piensas que yo...?
—¿Qué?
Apoyó las manos en su pecho y lo empujó. Mientras lo conducía al salón, no dejó de hablar.
—¿Crees que lo he planeado? ¿Que esperaba quedarme embarazada para que te casaras conmigo?
—Jamás dije eso —intentó detenerse el tiempo suficiente para recoger la camisa y el chubasquero, pero Myriam tenía la intensidad de una persona con una misión. Y esa misión era expulsarlo de su casa.
Frenó solo para abrir la puerta, luego lo empujó al rellano.
—Pero es lo que piensas, ¿verdad? —espetó aunque así fuera, bajo ningún concepto iba a reconocerlo—Realmente eres un neandertal. ¡Idiota, no estamos en 1890! Una mujer no ha de casarse para tener un hijo.
—No, pero hace la vida mucho más fácil.
Un frío viento invernal soplaba desde el océano y le puso la piel de gallina en el torso y la espalda desnudos. Unas gotas en los hombros le indicaron que empezaba a llover. Pensó que eso era lo mejor para poner fin a la escena. No había sido su intención insultarla, solo darle una advertencia. Algo que ella no se había molestado en proporcionarle. De haber sabido que era virgen, jamás se habría acostado con ella. Las vírgenes eran demasiado peligrosas. Le daban demasiada importancia a algo que era tan natural como respirar. Lo que no parecía ser el caso con Myriam. ¿Sería tan diferente como lo era en todas las demás cosas?
Apretó los dientes y dijo:
—¿Me puedes dar la camisa y el chubasquero?
Lo observó con ojos centelleantes y cerró de un portazo. Fue como una señal para el cielo, porque comenzó a llover sobre él como un torrente de castigo. El retumbar lejano de un trueno se sumó al drama. Contempló la puerta cerrada un minuto, preguntándose si debería derribarla y exigirle que volviera a hablarle. Un momento más tarde se abrió lo suficiente para que su ropa saliera volando y le diera en la cara. Luego Myriam desapareció, y cuando oyó que echaba el cerrojo, Víctor soltó una maldición y bajó las escaleras.
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Muchas gracias por el capitulo, esta muy buiena la novela.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
mil graciias por el cap
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capítulo Siete
Por encima del rugido de la lluvia, Myriam oyó el sonido de los pies de Víctor en las escaleras. Se acercó de puntillas y espió por la mirilla de la puerta, pero no pudo ver nada más allá del porche. «Perfecto. Además, no quiero verlo», pensó mientras se esforzaba por calmar su corazón. Se llevó una mano al pecho, se quitó el pelo de la cara y respiró hondo. Pero eso no la ayudó. Aún seguía enfadada. Prácticamente la había acusado de tenderle una trampa. Y aunque estuviera buscando marido, que no era el caso, jamás se casaría con él, o en ese momento.
—Diablos —musitó en la habitación vacía—¡No quiero volver a verlo!
Pero al pronunciar las palabras, supo que no era verdad. Se preguntó si una mentira seguía siendo una mentira si no había nadie que pudiera oírla. Por suerte, el teléfono sonó antes de que se viera obligada a responder a su propia pregunta. Cruzó el salón, se sentó en el sofá y levantó el teléfono inalámbrico de su base.
—¿Hola? —hizo una mueca al oír el tono gruñón de su voz.
—¿Myriam? —pregunto una mujer con renuencia.
—Sí.
—Soy Cecilia Thornton...
La mente de Myriam se puso a darle vueltas. Thornton. Thornton. La mujer del coronel que había conocido en el aparcamiento al salir de la clase de baile. Santo cielo, había olvidado la conversación que mantuvieron.
—¿Es un mal momento? —preguntó Cecilia Thornton.
«El peor», pensó. Pero, sin importar que deseara tratar o no ese tema, era justo lo que necesitaba para olvidarse del marine que acababa de salir de su vida.
—En absoluto —mintió. Desterró a Víctor Paretti de su mente y escuchó mientras la esposa del coronel hablaba.
Víctor volvió a mirar su reloj, luego alzó la vista hacia los ventanales. La calle se hallaba prácticamente vacía. Las noches de invierno en una ciudad costera eran demasiado frías y húmedas para atraer a paseantes. Desde el mar salían cintas fantasmales de niebla que lo cubrían casi todo. Algunos coches esperaban en el aparcamiento el regreso de sus propietarios, y ninguno era el de Myriam. Musitó algo y se volvió para observar a las parejas que se movían en la pista de baile. Una música latina invadía el salón, y se dijo que el retraso de Myriam al menos servía para que no tuviera que bailar el chá-chá-chá. Mientras se frotaba la nuca se dijo que tendría que haber aparecido. No era la Myriam que había llegado a conocer en las últimas semanas. Había esperado que estuviera allí esperándolo, lista para reanudar la discusión de la noche anterior. A cambio, lo había dejado plantado como a un novato del instituto en el baile de fin de curso.
—¿Dónde está su pareja esta noche, sargento?
La voz de la señora Stanton sonó a su espalda, por lo que giró la cabeza para mirarla. Los ojos de ella brillaban con interés y esbozaba una media sonrisa mientras lo estudiaba.
—No lo sé. Debió de surgirle algo,—«como cobardía», pensó.
—Bueno —la mujer alzó una mano para acomodarse el pelo lacado, tan rígido como un casco de fútbol americano— no hay motivo para que se pierda una clase por ella —extendió la mano y dijo—Yo seré su pareja por esta noche.
«No», reflexionó, ya tenía demasiados problemas.
—Gracias, señora —ni siquiera notó la mueca de ella al oír la palabra «señora»—pero creo que iré a ver qué le ha sucedido a Myriam. Quizá tuvo un problema con su coche o algo parecido.
Al hablar, también se le ocurrieron otras posibilidades. Quizá estuviera enferma. O demasiado dolorida para moverse. No lo sabía. Nunca antes había estado con una virgen, y tuyo que recordarse que la noche anterior no se había mostrado especialmente delicado. Los recuerdos que había evitado todo el día lo invadieron. Sus caricias, sus suspiros, su cara al aceptarlo dentro de ella. Junto con el placer, había vislumbrado un destello de dolor e incomodidad. Diablos, con lo pequeña que era quizá la hubiera lastimado.
—Maldita sea —se maldijo por no haberlo pensado antes. ¿Y si llevaba en cama todo el día por su culpa? Tal vez aún tratara de reponerse de lo que él le había hecho. Se pasó una mano por la cara y musitó—Discúlpeme—dejó allí a la señora Stanton y se dirigió a la puerta.
Aparcó el coche delante de la casa de los Santini, bajó y cerró la puerta. Se quedó allí uno o dos minutos, estudiando el amplio porche y las luces acogedoras que brillaban a través de las ventanas. Un par de casas más abajo un perro ladró. Era una calle agradable y tranquila, donde los vecinos debían de conocerse y el mundo podría pasar de largo sin incidentes. Miró el cielo. Al menos esa noche la lluvia no lo empaparía. Las estrellas brillaban en un cielo negro y la luna proyectaba sombras en la calle. Subió por la entrada de vehículos. Desde el interior de la casa oyó el sonido apagado de la televisión, voces y la súbita risa de un niño. Sin duda se trataba del sobrino de Myriam. Al acercarse al porche de atrás, donde la noche anterior había conocido a la señora Santini, miró por las cortinas abiertas hacia el interior de la cocina y se detuvo en seco. Myriam no yacía en la cama sumida en un profundo dolor. Se iba al garete su teoría de por qué se había saltado la clase. Con el ceño fruncido se acercó a la casa y la observó. Estaba sentada a la mesa de la cocina con un cuenco con helado ante ella riendo por algo que había dicho el niño sentado en frente. La estudió un rato, sin saber si debía de sentirse feliz porque se encontrara bien o furioso porque lo hubiera dejado plantado. Llevaba una camiseta blanca, vaqueros y tenía el pelo recogido en una coleta. Parecía sana, feliz y demasiado a gusto.
Y él se había preocupado de ella, cuando al parecer Myriam ni se había molestado en dedicarle un solo pensamiento. Sintió una descarga de furia y antes de poder meditarlo, se dirigió hacia la puerta de atrás. Llamó con fuerza y esperó impaciente mientras alguien iba a abrirle. Myriam abrió la puerta, sonriéndole aún a Jeremy. Pero al ver quién estaba allí de pie con expresión furiosa, la sonrisa se desvaneció. Todo el día había conseguido mantener a raya los pensamientos sobre Víctor. Cada vez que su cara surgía en su mente, la contrarrestaba recordando el modo en que había terminado la noche anterior. Incluso se había saltado la estúpida clase de baile para no tener que verlo. ¿Y qué hacía él? Aunque tendría que haberlo imaginado. Víctor no era el tipo de hombre al que se pudiera descartar con tanta facilidad.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Has faltado a la clase.
—Esta noche no tenía ganas de ir.
—¿Por qué no? —Preguntó, cruzando los brazos—. ¿Te asustaste?
—En absoluto —entrecerró los ojos— aunque he de reconocer que suena a queja juvenil viniendo de uno de los elegidos.
—Maldita sea, Myriam —rugió— Me tenías preocupado.
Ella echó la cabeza atrás y lo miró.
—¿Por qué habrías de preocuparte por mí? Anoche dejaste bien claro que no querías saber nada de mí.
—Lo único que dije fue que no quería casarme.
—Y como te dije entonces, ¿quién te lo pidió?
El suspiró y alargó los brazos hacia ella, pero Myriam se retiró con rapidez. Lo único que necesitaba para que sus defensas se fueran abajo era que su contacto encendiera su hoguera interior.
—Maldición, tenemos que hablar —gruñó Víctor.
—Sí, anoche íbamos a hacerlo y mira lo que pasó —ella movió la cabeza.
—¿Quién es, tía Myriam? —preguntó Jeremy a su espalda.
Con una mueca, se volvió para mirar al niño por encima del hombro. Su sobrino la estudiaba detenidamente y ella supo que si no echaba a Víctor con rapidez, empezaría a formular todo tipo de preguntas para luego ir a la salita de estar a contarles a su madre y a su abuela lo que había visto. Esbozó una sonrisa que no sentía y dijo:
—Es un amigo mío. Necesito decirle una cosa. En seguido entro, cariño.
—De acuerdo, pero el helado se te está derritiendo —advirtió Jeremy.
—Termínalo por mí, ¿te parece?
—¡Sí!
Distraída la atención de su sobrino, lo único que le quedaba era enfrentarse al marine. Salió al porche, cerró la puerta y se apartó de Víctor todo lo que pudo, lo cual no fue mucho.
—¿Un amigo? —preguntó él con incredulidad.
—¿Qué querías que le dijera? ¿Que mi amante de anoche había venido para empezar otra pelea?
—No he venido a pelear —soltó con los dientes apretados—. Cuando no apareciste, pensé que te pasaba algo.
«¿Aparte de tener los sentimientos magullados?», pensó. No, no tenía nada malo que un examen de la cabeza no pudiera curar. ¿En qué había pensado la noche anterior? Supo que en nada.
—Mira, Víctor, lamento que te hayas preocupado, pero puedes ver que estoy bien. ¿Por qué no te marchas?
Él movió la cabeza y Myriam tuvo ganas de gemir al ver su expresión obstinada. ¿De verdad era tan ciego? ¿Es que no se daba cuenta de que no quería verlo en ese momento?
—Porque tenemos que hablar de lo que pasó anoche.
—Oh, no. Además, no hay nada que decir —bajó los escalones que conducían hasta la entrada de vehículos, donde no se sentiría tan encerrada entre su ancho pecho y la casa.
Él la siguió, haciendo que retrocediera uno o dos pasos, no porque estuviera nerviosa, sino porque a pesar de los rescoldos de ira aún se sentía débil a su lado.
—No tienes por qué evitarme —comentó Víctor al pasarse la mano por la cabeza.
—¿Quién te evita? —inquirió, aunque con desagradó oyó que la voz le temblaba.
—Tú.
—No —arguyó, pero supo que no había sido convincente—. Simplemente me sentía... cansada, eso es todo. Así que decidí no ir a clase.
Le dio la espalda y se ocupó de arreglar la loneta que cubría el coche nuevo de Ángela. Su hermana estaba tan orgullosa del maldito aparato, que le hacía todo menos cantarle una nana para que se durmiera. Él apoyó las manos en sus hombros y la obligó a girar para mirarlo.
—Los dos sabemos que ese no es el motivo por el que no apareciste.
Se apartó de su contacto antes de que sus manos la derritieran. Sería mucho más seguro mantener una distancia enfadada entre ellos.
—Realmente no es asunto tuyo saber por qué no fui.
—Tú eres asunto mío.
—¿Desde cuándo me he convertido en tu asunto? —espetó.
—Desde anoche.
—¿Quieres aclararte? —se alejó, ya que no quería que su madre y su hermana salieran para averiguar qué sucedía. Y bajo ningún concepto pensaba invitarlo otra vez a su apartamento. Así que el sitio más seguro donde hablar era la calle, junto al coche de él, para que luego pudiera marcharse de inmediato.
El viento le puso la piel de gallina. Lo que le faltaba, pillar una neumonía. Víctor estaba justo detrás de ella. Oyó sus pasos sobre el asfalto y aceleró los suyos para mantenerse por delante.
—Maldita sea, Myriam —le tomó la mano y la obligó a parar junto a la acera—. Háblame.
—¿Quieres que hable? —Soltó en voz baja—. Perfecto. Hablaré. Y tú escucharás. No soy asunto tuyo. ¿Que no quieres una relación? Estupendo para ti. Yo tampoco. Y eso incluye no tener a un explorador crecidito como guardaespaldas.
—No soy un explorador, encanto —repuso con voz tan baja y furiosa como la de ella—. Y en cuanto a proteger ese cuerpo, no confiaría en poder hacerlo, porque en este momento solo puedo pensar en volver a besarte, y eso no nos llevaría a ninguna parte.
Un destello inquieto recorrió a Myriam y con valentía lo controló. Maldición, no quería desearlo. Pero daba la impresión de que su cuerpo tenía ideas propias. Respiró hondo con la esperanza de extinguir los fuegos que ya empezaban a hacerle hervir otra vez la sangre. No sirvió de nada. Lo mejor era conseguir que se marchara de inmediato. Miró a un lado y otro de la calle silenciosa y dio las gracias de no ver a nadie.
—Escucha, general —dijo con toda la calma que pudo—Tuvimos sexo. Eso es todo —ni siquiera ella se lo creyó. Pero lo que quería dejar claro era sencillo—. No te pedí que te casaras conmigo. No me puse a llorar a tus pies suplicándote que te ocuparas de mí —vio que aparecía un tic en su mandíbula apretada—Fue una noche, Víctor —le recordó—No para siempre.
—Una noche que puede conducir a un bebé —se acercó a ella.
—No estoy embarazada —tener pensamientos positivos no podía hacer daño.
—¿Y cómo lo sabes?
—Lo siento —insistió.
—Ah, eres adivina.
—Lo bastante como para saber que te van a echar —entrecerró los ojos.
—Escucha, Myriam...
—Hemos terminado de hablar, Víctor —movió la cabeza, súbitamente cansada—Vete —dio media vuelta y regresó a la casa.
Él permaneció allí, escuchando el sonido de sus zapatillas sobre el asfalto, luego gruñó algo y la siguió. La alcanzó con un par de zancadas y la obligó a girar. Maldición, había ido a verla para ver cómo estaba y convencerse de que no contaba con él para ser su novio o su marido. Debería de sentirse feliz. Había recibido exactamente lo que quería. Myriam no podía haber dejado más claro que no estaba interesada en él. Incluso le había tenido que ordenar que se fuera. Entonces, ¿por qué solo podía pensar en besarla y repetir lo hecho la noche anterior, y quizá algo más? No tenía sentido. Aunque nada tenía mucho sentido desde que la había conocido.
—No puedes fingir que no sucedió —la miró a los ojos.
—Puedo si me esfuerzo.
—No, no puedes —insistió—. ¿Quieres saber cómo lo sé? —Ella negó con la cabeza, pero él se lo dijo de todas maneras— Porque —comenzó, inclinándose hasta quedar a unos centímetros de ella, respirar su perfume y recordar la sensación de ahogarse en su fragancia, de hacerla parte de él— es lo mismo que yo he intentado hacer todo el día. ¿Quieres saber cómo funcionó?
Ella repitió la negativa y él la besó. Le dio un beso ardiente, prolongado y profundo, hasta que sus pulmones reclamaron aire y la cabeza le dio vueltas. Sintió que Myriam se entregaba, y en cuanto le abrió su boca y le permitió entrar en su calidez, gimió por el simple placer del momento. Comprendió que era eso lo que había estado necesitando. La rodeó con los brazos, la levantó del suelo y la pegó a su cuerpo con una fiereza que la aturdió. Ella le pasó las manos por el cuello, alzó las piernas y las enlazó en torno a su cintura. Boca a boca, alma a alma, se aferraron el uno al otro en la noche. Ninguno quería lo que habían encontrado juntos, pero ninguno quería dejarlo tampoco.
Con el cuerpo palpitándole y la sangre martilleándole en los oídos, quiso llevarla al apartamento de encima del garaje y hacerle el amor para encontrar ese momento exquisito de placer que la noche anterior había conocido brevemente. Pero al siguiente instante sonó un portazo en la calle y Myriam se sobresaltó, apartando la boca y mirándolo fijamente. Con la respiración tan entrecortada como la suya, se soltó y permaneció sobre piernas temblorosas. Dio un paso atrás y se llevó una mano a la boca.
—Myriam...
—No —movió la cabeza y retrocedió más—Vete, Víctor —pidió con voz trémula—. Por favor, vete.
Por encima del rugido de la lluvia, Myriam oyó el sonido de los pies de Víctor en las escaleras. Se acercó de puntillas y espió por la mirilla de la puerta, pero no pudo ver nada más allá del porche. «Perfecto. Además, no quiero verlo», pensó mientras se esforzaba por calmar su corazón. Se llevó una mano al pecho, se quitó el pelo de la cara y respiró hondo. Pero eso no la ayudó. Aún seguía enfadada. Prácticamente la había acusado de tenderle una trampa. Y aunque estuviera buscando marido, que no era el caso, jamás se casaría con él, o en ese momento.
—Diablos —musitó en la habitación vacía—¡No quiero volver a verlo!
Pero al pronunciar las palabras, supo que no era verdad. Se preguntó si una mentira seguía siendo una mentira si no había nadie que pudiera oírla. Por suerte, el teléfono sonó antes de que se viera obligada a responder a su propia pregunta. Cruzó el salón, se sentó en el sofá y levantó el teléfono inalámbrico de su base.
—¿Hola? —hizo una mueca al oír el tono gruñón de su voz.
—¿Myriam? —pregunto una mujer con renuencia.
—Sí.
—Soy Cecilia Thornton...
La mente de Myriam se puso a darle vueltas. Thornton. Thornton. La mujer del coronel que había conocido en el aparcamiento al salir de la clase de baile. Santo cielo, había olvidado la conversación que mantuvieron.
—¿Es un mal momento? —preguntó Cecilia Thornton.
«El peor», pensó. Pero, sin importar que deseara tratar o no ese tema, era justo lo que necesitaba para olvidarse del marine que acababa de salir de su vida.
—En absoluto —mintió. Desterró a Víctor Paretti de su mente y escuchó mientras la esposa del coronel hablaba.
Víctor volvió a mirar su reloj, luego alzó la vista hacia los ventanales. La calle se hallaba prácticamente vacía. Las noches de invierno en una ciudad costera eran demasiado frías y húmedas para atraer a paseantes. Desde el mar salían cintas fantasmales de niebla que lo cubrían casi todo. Algunos coches esperaban en el aparcamiento el regreso de sus propietarios, y ninguno era el de Myriam. Musitó algo y se volvió para observar a las parejas que se movían en la pista de baile. Una música latina invadía el salón, y se dijo que el retraso de Myriam al menos servía para que no tuviera que bailar el chá-chá-chá. Mientras se frotaba la nuca se dijo que tendría que haber aparecido. No era la Myriam que había llegado a conocer en las últimas semanas. Había esperado que estuviera allí esperándolo, lista para reanudar la discusión de la noche anterior. A cambio, lo había dejado plantado como a un novato del instituto en el baile de fin de curso.
—¿Dónde está su pareja esta noche, sargento?
La voz de la señora Stanton sonó a su espalda, por lo que giró la cabeza para mirarla. Los ojos de ella brillaban con interés y esbozaba una media sonrisa mientras lo estudiaba.
—No lo sé. Debió de surgirle algo,—«como cobardía», pensó.
—Bueno —la mujer alzó una mano para acomodarse el pelo lacado, tan rígido como un casco de fútbol americano— no hay motivo para que se pierda una clase por ella —extendió la mano y dijo—Yo seré su pareja por esta noche.
«No», reflexionó, ya tenía demasiados problemas.
—Gracias, señora —ni siquiera notó la mueca de ella al oír la palabra «señora»—pero creo que iré a ver qué le ha sucedido a Myriam. Quizá tuvo un problema con su coche o algo parecido.
Al hablar, también se le ocurrieron otras posibilidades. Quizá estuviera enferma. O demasiado dolorida para moverse. No lo sabía. Nunca antes había estado con una virgen, y tuyo que recordarse que la noche anterior no se había mostrado especialmente delicado. Los recuerdos que había evitado todo el día lo invadieron. Sus caricias, sus suspiros, su cara al aceptarlo dentro de ella. Junto con el placer, había vislumbrado un destello de dolor e incomodidad. Diablos, con lo pequeña que era quizá la hubiera lastimado.
—Maldita sea —se maldijo por no haberlo pensado antes. ¿Y si llevaba en cama todo el día por su culpa? Tal vez aún tratara de reponerse de lo que él le había hecho. Se pasó una mano por la cara y musitó—Discúlpeme—dejó allí a la señora Stanton y se dirigió a la puerta.
Aparcó el coche delante de la casa de los Santini, bajó y cerró la puerta. Se quedó allí uno o dos minutos, estudiando el amplio porche y las luces acogedoras que brillaban a través de las ventanas. Un par de casas más abajo un perro ladró. Era una calle agradable y tranquila, donde los vecinos debían de conocerse y el mundo podría pasar de largo sin incidentes. Miró el cielo. Al menos esa noche la lluvia no lo empaparía. Las estrellas brillaban en un cielo negro y la luna proyectaba sombras en la calle. Subió por la entrada de vehículos. Desde el interior de la casa oyó el sonido apagado de la televisión, voces y la súbita risa de un niño. Sin duda se trataba del sobrino de Myriam. Al acercarse al porche de atrás, donde la noche anterior había conocido a la señora Santini, miró por las cortinas abiertas hacia el interior de la cocina y se detuvo en seco. Myriam no yacía en la cama sumida en un profundo dolor. Se iba al garete su teoría de por qué se había saltado la clase. Con el ceño fruncido se acercó a la casa y la observó. Estaba sentada a la mesa de la cocina con un cuenco con helado ante ella riendo por algo que había dicho el niño sentado en frente. La estudió un rato, sin saber si debía de sentirse feliz porque se encontrara bien o furioso porque lo hubiera dejado plantado. Llevaba una camiseta blanca, vaqueros y tenía el pelo recogido en una coleta. Parecía sana, feliz y demasiado a gusto.
Y él se había preocupado de ella, cuando al parecer Myriam ni se había molestado en dedicarle un solo pensamiento. Sintió una descarga de furia y antes de poder meditarlo, se dirigió hacia la puerta de atrás. Llamó con fuerza y esperó impaciente mientras alguien iba a abrirle. Myriam abrió la puerta, sonriéndole aún a Jeremy. Pero al ver quién estaba allí de pie con expresión furiosa, la sonrisa se desvaneció. Todo el día había conseguido mantener a raya los pensamientos sobre Víctor. Cada vez que su cara surgía en su mente, la contrarrestaba recordando el modo en que había terminado la noche anterior. Incluso se había saltado la estúpida clase de baile para no tener que verlo. ¿Y qué hacía él? Aunque tendría que haberlo imaginado. Víctor no era el tipo de hombre al que se pudiera descartar con tanta facilidad.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Has faltado a la clase.
—Esta noche no tenía ganas de ir.
—¿Por qué no? —Preguntó, cruzando los brazos—. ¿Te asustaste?
—En absoluto —entrecerró los ojos— aunque he de reconocer que suena a queja juvenil viniendo de uno de los elegidos.
—Maldita sea, Myriam —rugió— Me tenías preocupado.
Ella echó la cabeza atrás y lo miró.
—¿Por qué habrías de preocuparte por mí? Anoche dejaste bien claro que no querías saber nada de mí.
—Lo único que dije fue que no quería casarme.
—Y como te dije entonces, ¿quién te lo pidió?
El suspiró y alargó los brazos hacia ella, pero Myriam se retiró con rapidez. Lo único que necesitaba para que sus defensas se fueran abajo era que su contacto encendiera su hoguera interior.
—Maldición, tenemos que hablar —gruñó Víctor.
—Sí, anoche íbamos a hacerlo y mira lo que pasó —ella movió la cabeza.
—¿Quién es, tía Myriam? —preguntó Jeremy a su espalda.
Con una mueca, se volvió para mirar al niño por encima del hombro. Su sobrino la estudiaba detenidamente y ella supo que si no echaba a Víctor con rapidez, empezaría a formular todo tipo de preguntas para luego ir a la salita de estar a contarles a su madre y a su abuela lo que había visto. Esbozó una sonrisa que no sentía y dijo:
—Es un amigo mío. Necesito decirle una cosa. En seguido entro, cariño.
—De acuerdo, pero el helado se te está derritiendo —advirtió Jeremy.
—Termínalo por mí, ¿te parece?
—¡Sí!
Distraída la atención de su sobrino, lo único que le quedaba era enfrentarse al marine. Salió al porche, cerró la puerta y se apartó de Víctor todo lo que pudo, lo cual no fue mucho.
—¿Un amigo? —preguntó él con incredulidad.
—¿Qué querías que le dijera? ¿Que mi amante de anoche había venido para empezar otra pelea?
—No he venido a pelear —soltó con los dientes apretados—. Cuando no apareciste, pensé que te pasaba algo.
«¿Aparte de tener los sentimientos magullados?», pensó. No, no tenía nada malo que un examen de la cabeza no pudiera curar. ¿En qué había pensado la noche anterior? Supo que en nada.
—Mira, Víctor, lamento que te hayas preocupado, pero puedes ver que estoy bien. ¿Por qué no te marchas?
Él movió la cabeza y Myriam tuvo ganas de gemir al ver su expresión obstinada. ¿De verdad era tan ciego? ¿Es que no se daba cuenta de que no quería verlo en ese momento?
—Porque tenemos que hablar de lo que pasó anoche.
—Oh, no. Además, no hay nada que decir —bajó los escalones que conducían hasta la entrada de vehículos, donde no se sentiría tan encerrada entre su ancho pecho y la casa.
Él la siguió, haciendo que retrocediera uno o dos pasos, no porque estuviera nerviosa, sino porque a pesar de los rescoldos de ira aún se sentía débil a su lado.
—No tienes por qué evitarme —comentó Víctor al pasarse la mano por la cabeza.
—¿Quién te evita? —inquirió, aunque con desagradó oyó que la voz le temblaba.
—Tú.
—No —arguyó, pero supo que no había sido convincente—. Simplemente me sentía... cansada, eso es todo. Así que decidí no ir a clase.
Le dio la espalda y se ocupó de arreglar la loneta que cubría el coche nuevo de Ángela. Su hermana estaba tan orgullosa del maldito aparato, que le hacía todo menos cantarle una nana para que se durmiera. Él apoyó las manos en sus hombros y la obligó a girar para mirarlo.
—Los dos sabemos que ese no es el motivo por el que no apareciste.
Se apartó de su contacto antes de que sus manos la derritieran. Sería mucho más seguro mantener una distancia enfadada entre ellos.
—Realmente no es asunto tuyo saber por qué no fui.
—Tú eres asunto mío.
—¿Desde cuándo me he convertido en tu asunto? —espetó.
—Desde anoche.
—¿Quieres aclararte? —se alejó, ya que no quería que su madre y su hermana salieran para averiguar qué sucedía. Y bajo ningún concepto pensaba invitarlo otra vez a su apartamento. Así que el sitio más seguro donde hablar era la calle, junto al coche de él, para que luego pudiera marcharse de inmediato.
El viento le puso la piel de gallina. Lo que le faltaba, pillar una neumonía. Víctor estaba justo detrás de ella. Oyó sus pasos sobre el asfalto y aceleró los suyos para mantenerse por delante.
—Maldita sea, Myriam —le tomó la mano y la obligó a parar junto a la acera—. Háblame.
—¿Quieres que hable? —Soltó en voz baja—. Perfecto. Hablaré. Y tú escucharás. No soy asunto tuyo. ¿Que no quieres una relación? Estupendo para ti. Yo tampoco. Y eso incluye no tener a un explorador crecidito como guardaespaldas.
—No soy un explorador, encanto —repuso con voz tan baja y furiosa como la de ella—. Y en cuanto a proteger ese cuerpo, no confiaría en poder hacerlo, porque en este momento solo puedo pensar en volver a besarte, y eso no nos llevaría a ninguna parte.
Un destello inquieto recorrió a Myriam y con valentía lo controló. Maldición, no quería desearlo. Pero daba la impresión de que su cuerpo tenía ideas propias. Respiró hondo con la esperanza de extinguir los fuegos que ya empezaban a hacerle hervir otra vez la sangre. No sirvió de nada. Lo mejor era conseguir que se marchara de inmediato. Miró a un lado y otro de la calle silenciosa y dio las gracias de no ver a nadie.
—Escucha, general —dijo con toda la calma que pudo—Tuvimos sexo. Eso es todo —ni siquiera ella se lo creyó. Pero lo que quería dejar claro era sencillo—. No te pedí que te casaras conmigo. No me puse a llorar a tus pies suplicándote que te ocuparas de mí —vio que aparecía un tic en su mandíbula apretada—Fue una noche, Víctor —le recordó—No para siempre.
—Una noche que puede conducir a un bebé —se acercó a ella.
—No estoy embarazada —tener pensamientos positivos no podía hacer daño.
—¿Y cómo lo sabes?
—Lo siento —insistió.
—Ah, eres adivina.
—Lo bastante como para saber que te van a echar —entrecerró los ojos.
—Escucha, Myriam...
—Hemos terminado de hablar, Víctor —movió la cabeza, súbitamente cansada—Vete —dio media vuelta y regresó a la casa.
Él permaneció allí, escuchando el sonido de sus zapatillas sobre el asfalto, luego gruñó algo y la siguió. La alcanzó con un par de zancadas y la obligó a girar. Maldición, había ido a verla para ver cómo estaba y convencerse de que no contaba con él para ser su novio o su marido. Debería de sentirse feliz. Había recibido exactamente lo que quería. Myriam no podía haber dejado más claro que no estaba interesada en él. Incluso le había tenido que ordenar que se fuera. Entonces, ¿por qué solo podía pensar en besarla y repetir lo hecho la noche anterior, y quizá algo más? No tenía sentido. Aunque nada tenía mucho sentido desde que la había conocido.
—No puedes fingir que no sucedió —la miró a los ojos.
—Puedo si me esfuerzo.
—No, no puedes —insistió—. ¿Quieres saber cómo lo sé? —Ella negó con la cabeza, pero él se lo dijo de todas maneras— Porque —comenzó, inclinándose hasta quedar a unos centímetros de ella, respirar su perfume y recordar la sensación de ahogarse en su fragancia, de hacerla parte de él— es lo mismo que yo he intentado hacer todo el día. ¿Quieres saber cómo funcionó?
Ella repitió la negativa y él la besó. Le dio un beso ardiente, prolongado y profundo, hasta que sus pulmones reclamaron aire y la cabeza le dio vueltas. Sintió que Myriam se entregaba, y en cuanto le abrió su boca y le permitió entrar en su calidez, gimió por el simple placer del momento. Comprendió que era eso lo que había estado necesitando. La rodeó con los brazos, la levantó del suelo y la pegó a su cuerpo con una fiereza que la aturdió. Ella le pasó las manos por el cuello, alzó las piernas y las enlazó en torno a su cintura. Boca a boca, alma a alma, se aferraron el uno al otro en la noche. Ninguno quería lo que habían encontrado juntos, pero ninguno quería dejarlo tampoco.
Con el cuerpo palpitándole y la sangre martilleándole en los oídos, quiso llevarla al apartamento de encima del garaje y hacerle el amor para encontrar ese momento exquisito de placer que la noche anterior había conocido brevemente. Pero al siguiente instante sonó un portazo en la calle y Myriam se sobresaltó, apartando la boca y mirándolo fijamente. Con la respiración tan entrecortada como la suya, se soltó y permaneció sobre piernas temblorosas. Dio un paso atrás y se llevó una mano a la boca.
—Myriam...
—No —movió la cabeza y retrocedió más—Vete, Víctor —pidió con voz trémula—. Por favor, vete.
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Pobre Myri, ojala se arreglen pronto estos niños , Gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
graciias por el cap niña solo espero que estos niiños se hablen con la verdad de una buena vez xfiis no tardes con el siiguiiente cap sii
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capítulo Ocho
Myriam miró las escaleras que conducían a su apartamento. Pero en ese momento no podía ir. Le había dicho a Jeremy que no tardaría en entrar y no quería que nadie en la casa pensara que algo iba mal. Porque no sucedía nada.
No, ni siquiera consiguió convencerse a sí misma. A pesar del aire frío y húmedo sentía como si estuviera ardiendo. Desde la punta de los pies hasta la raíz del pelo, unas llamas invisibles la consumían. Era culpa de él. No tendría que haberse presentado; no tendría que haberla besado. «Pero, qué beso», pensó, recordando la sensación dura y sólida de Víctor pegado a ella, la fuerza de sus brazos, la tensión qué su cuerpo le transmitió. Jadeó y se llevó una mano al corazón. Estaba metida en serios problemas. Las cosas no marchaban bien cuando con solo pensar en un simple beso se excitaba de esa manera. Lo que necesitaba era tiempo para pensar, pero tenía una cita con un niño de ocho años. Abrió la puerta de la cocina y no era su sobrino quien la esperaba, sino su hermana.
—¿Dónde está Jeremy? —preguntó al ver que los dos cuencos vacíos de helado seguían en la mesa.
—Viendo la televisión —repuso Ángela mientras llevaba los recipientes al fregadero.
«Muy bien, entonces no tengo que quedarme», pensó. Podía subir a su apartamento, sentarse en la oscuridad y meditar en lo idiota que había sido. Pero en cuanto dio un paso hacia la puerta la voz de su hermana la detuvo.
—¿Quién es el macizo?
Myriam la miró y percibió el brillo interesado en los ojos de Ángela.
—¿Macizo? —repitió para ganar tiempo.
—Buen intento, hermanita —se apoyó en la encimera, cruzó los pies y los brazos y ladeó la cabeza—Pero acepta una sugerencia. Si vas a fingir que no estabas enroscada a sus labios, deberías eliminar esa expresión embriagada de la cara.
—Oh, por el amor del cielo —apartó una silla y se sentó—. ¿Quién eres, Sherlock Holmes?
—Sí —convino con ironía—Hace falta una mente maestra para mirar por una ventana y ver a tu hermanita trepar por un hombre como si fuera una montaña.
—¿Lo viste? —preguntó innecesariamente.
—Lo suficiente como para darme cuenta de que algunas hormonas que creía muertas hace dos años seguían con vida —fue a sentarse frente a Myriam.
—¿Y mamá? —sabía que era ridículo tener veinticuatro años y estar preocupada porque su madre la hubiera visto besar a un hombre.
—No. Se hallaba demasiado ocupada cosiendo su nuevo edredón para ver cómo su hija ascendía a la Montaña Fantástica —Myriam gimió—. Vamos —instó Ángela—. Suéltalo. Y quiero detalles.
Observó a su hermana mayor y no por primera vez se preguntó por qué Ángela se había permitido convertirse en una ermitaña. Desde que murió su marido, había actuado como si hubiera enterrado su corazón junto con el imbécil que tan mal los había tratado a ella y a su hijo. Con veintiocho años, la mayor de las hijas Santini era alta y demasiado delgada. El pelo castaño le rozaba los hombros y los ojos oscuros contenían un destello de tristeza que Myriam había creído que desaparecería con el tiempo; pero ya no estaba tan segura. Probablemente ya nunca abandonaría por propia voluntad una rutina tan honda y cómoda. Por otro lado, mientras se ocultara en casa, no se toparía con los problemas con los que había chocado Myriam. Y hablando de problemas...
—Se llama Víctor Paretti —contestó al final.
—¿El marine bailarín? —rio Ângela.
—El mismo.
Sin dejar de sonreír, su hermana apoyó los antebrazos en la mesa.
—Pero si lo único que hacías era quejarte de él. ¿Ha habido un cambio de actitud?
—Sí, lo sé —suspiró—Resulta confuso, ¿verdad?
—No parecías confusa cuando estabas con él. Daba la impresión de que sabías perfectamente lo que querías.
La dominó el rubor. Sin embargo, la sangre aún le hervía y el cuerpo le hormigueaba, de modo que decidió rendirse y aceptar el hecho de que Víctor la afectaba.
—Ese es el problema —admitió—. Lo deseo, pero no quiero desearlo.
—Claro, ya lo entiendo.
—No dije que tuviera sentido.
—Menos mal.
No había nada mejor que tener el amor y el apoyo de tu hermana mayor en tiempos de necesidad.
—¿Sabes una cosa, Ángela? —se, levantó—Es realmente fácil sentarse en una cueva y decirle a todo el mundo en el exterior cómo vivir. ¿Por qué no sales algún día y te unes a los demás?
—¿Y eso qué se supone que significa? —su hermana se levantó también y la miró.
—Lo que tú crees que significa —espetó. Aunque una parte de ella sabía que le gritaba a Ángela porque estaba furiosa consigo misma, al parecer no era capaz de parar— Cariño, fue tu marido el que murió. No tú.
Ángela respiró hondo, como si le hubieran dado una bofetada.
—No sabes nada. Ni cómo fue ni lo que tuve que pasar.
—¿Tu matrimonio? Tienes razón, no lo sé. Pero sí sé que se acabó.
La otra mujer pareció lo bastante furiosa como para ofrecer batalla, pero en el acto la hostilidad murió en su cara y movió la cabeza.
—No puedes entenderlo, Myriam. No hasta que tú misma te cases. Entonces sabrás lo que es centrar todas tus esperanzas y sueños en un hombre, para ver cómo los destroza.
Myriam no consideraba que fuera inteligente centrar las esperanzas y los sueños en otra persona que no fuera una misma. Aunque jamás lo sabría. Suspiró y se pasó una mano por el pelo.
—Lo siento, Ángela —musitó—. No era mi intención gritarte. Lo que pasa...
—Está bien —su hermana sonrió—. Como he dicho, cuando te cases, ya...
—No voy a casarme.
—Bueno, puede que no ahora —concedió Ángela.
—Nunca.
—No lo sabes.
—Sí lo sé —afirmó, recordando una noche de dos años atrás, una conversación en voz baja con su padre y el juramento que había cambiado el camino que seguiría su futuro.
—¿Myriam? —la voz de su hermana sonó preocupada—. ¿De qué se trata?.
Movió la cabeza. Jamás le había contado a ninguna la promesa que le había hecho a su padre, y no tenía intención de empezar en ese momento.
—Nada. Despídeme de Jeremy y de mamá, ¿quieres?
—Claro.
Giró para ir hacia la puerta, y cuando la abrió, volvió a oír la voz de Ángela.
—¿Estás segura de que te encuentras bien?
Se obligó a sonreír.
—Estoy bien —se oyó decir—. De verdad.
Luego salió a la oscuridad y cerró la puerta a su espalda. Alzó la cara al cielo estrellado y susurró:
—Si estás viendo todo esto, papá, no me vendría mal un poco de ayuda.
—¿Alguien le disparó a su perro? —murmuró un soldado jadeante y sudoroso al hombre que corría a su lado.
—Diablos, probablemente el perro se suicidó con el fin de alejarse de él —repuso el otro.
El soldado rio entre dientes hasta que Víctor se situó a su espalda.
—¿Algo gracioso, soldado? —gritó sin alterar el ritmo de su carrera.
—No, sargento —respondió el soldado, afanándose por respirar.
—No tengo perro, muchacho —gritó Víctor— pero si lo tuviera, sería un perro marine. Demasiado duro para que le disparen y para morir. Como yo.
—Sí, sargento —convino el soldado como pudo, teniendo en cuenta que le faltaba el aire y corría por instinto.
—¡Y ahora cierre la boca y corra antes de que me ponga furioso! —ordenó Víctor.
Los ojos del joven se abrieron mucho, hasta que Víctor pensó que se le iban a salir de las órbitas. Extrañamente, no hizo que se sintiera mejor saber que aún conseguía asustar a los reclutas. Aunque nada había conseguido que se sintiera mejor desde que se marchó de la casa de Myriam dos noches atrás. Se había mantenido ocupado, pero no podía evitar que los pensamientos de ella irrumpieran en su mente, provocándole un hormigueo en el cuerpo.
Ni siquiera llevarse al pelotón en una carrera de diez kilómetros lo había ayudado a despejar la cabeza. No, había descubierto que podía correr y pensar en ella al mismo tiempo. El trueno de docenas de pies sobre el camino de tierra parecía martillear una sola frase en su cabeza. «Llámala, llámala, llámala». No sabía qué iba a conseguir con eso. No buscaba una relación permanente y nada en Myriam era temporal. Quizá lo mejor fuera que hiciera lo que deseaba y se mantuviera alejado de ella. La llamaría pasadas tres semanas para averiguar si Dios tenía sentido del humor y luego cada uno podría continuar con su vida. «Sí», se dijo con los dientes apretados. Eso es lo que haría. Aunque lo matara. O al pelotón.
—Más ritmo —gritó, implacable, sin prestar atención al coro de gemidos que se alzó de la tropa extenuada, mientras aceleraba el paso de la carrera.
—Gracias por venir —dijo Cecilia Thornton mientras le servía a Myriam un vaso de té helado.
—¿Bromea? Esto va a ser divertido —había dedicado la última hora a repasar los detalles de la próxima barbacoa y la cabeza le bullía de ideas que convertirían esa fiesta al aire libre en un gran éxito.
—Menos mal que lo cree —indicó Cecilia—A mí no se me da bien eso de organizar fiestas.
—Con un poco de suerte, mucha gente pensará igual.
La noche que se conocieron en el exterior de la clase de baile, Myriam había mencionado que se dedicaba a organizar fiestas, razón por la que la otra mujer había aprovechado la oportunidad de no tener que pasar ella sola por el proceso de preparar la barbacoa. Myriam jamás se había molestado en mencionárselo a Víctor, y en ese momento lo agradeció. Al estar en la base, sin duda habría tenido que verlo si él hubiera sabido que iría. Y aún no se hallaba lista para eso. Los últimos dos días ya habían sido bastante duros. Había permanecido en un constante estado de expectación. Esperando siempre que sonara el teléfono o una llamada a la puerta. Y al no suceder ninguna de esas cosas, no supo si sentirse aliviada o decepcionada.
—Y bien, ¿qué le parece? —inquirió Cecilia, interrumpiendo sus pensamientos.
Myriam bajó la cabeza de las nubes y se obligó a concentrarse en el trabajo. Si se esmeraba con Cecilia, quizá las esposas de otros marines quisieran contratarla. Tal vez fuera el comienzo del negocio que tanto tiempo había anhelado.
—Tengo algunas idea que me gustaría comentarle —manifestó con todo el entusiasmo que fue capaz de mostrar—. Su patio es magnífico y creo que con algunos toques adicionales la fiesta será perfecta.
—No sabe lo aliviada que me siento al oír eso —Cecilia sonrió—¿Sabe?, quiero causar una buena impresión.
—Supongo que es natural —bebió un sorbo de té.
—Mi marido cree que me preocupo demasiado —indicó—Pero ya conoce cómo son los hombres —se irguió, frunció el ceño y puso una voz más profunda—. «Pon carne a asar. Será un éxito».
Myriam rio y se relajó por primera vez en dos días. Aún se sentía algo culpable por hallarse allí con pretextos falsos... después de todo, Cecilia pensaba que Víctor salía con ella. Sin embargo, después de la barbacoa harían que se peleaban y nadie tendría que saber jamás que la relación no existió. «Sí», pensó. «Saldrá a la perfección». Una llamada a la puerta de entrada hizo que la otra sonriera.
—Tengo una sorpresa para usted —anunció al ponerse de pie.
—¿Hmm? ¿Una sorpresa? —la observó atravesar el salón, y al abrir la puerta, el aire de la estancia pareció agotarse.
—Señora Thornton —saludó Víctor, preguntándose por qué la esposa del coronel le habría pedido que pasara por su casa. Cansado todavía por la falta de sueño y la carrera de diez kilómetros, había planeado pasar por el club de oficiales para beber una copa e irse a casa.
—Pase, sargento —invitó con un gesto, haciéndose a un lado.
—Gracias, señora, yo... —calló al ver a Myriam sentada a la mesa del coronel. Durante un breve y aterrador momento, no supo si alucinaba. ¿Qué podía estar haciendo Myriam en la base, con la esposa del coronel?
Pero de inmediato supo que era real. Parecía demasiado consternada para que fuera una alucinación.
—Sorpresa —Cecilia sonrió—. Pensé que a los dos les gustaría disfrutar de la oportunidad de estar unos momentos juntos.
Víctor mantuvo la vista clavada en la mujer que llevaba dos días en su cabeza. Se frotó la nuca y trató de sonreír, pero solo consiguió mostrar los dientes.
—Myriam —dijo—. ¿Qué haces aquí?
—¿No se lo contó? —Interrumpió Cecilia, volviéndose para mirar a Myriam—. Lo siento. ¿He estropeado algo? ¿Pensaba mantener la sorpresa hasta la barbacoa?
—No —repuso ella, poniéndose de pie para tranquilizar a la otra mujer—Debí de olvidarlo, eso es todo. Los dos hemos estado ocupados.
«Ocupados», pensó Víctor. «Sí, ocupados en evitarnos». Para lo que había servido. Había empleado toda su voluntad y dominio de sí para no salir de la base e ir a verla... y de pronto ahí la tenía. En su terreno. Como si llevara en él toda la vida.
—Bueno —continuó Cecilia, mirándolos—. ¿Por qué no salen a disfrutar del crepúsculo? Tengo que hacer algunas cosas en la cocina antes de que Jim vuelva a casa.
—Sí, señora —aceptó Víctor. No esperó que Myriam respondiera. La tomó del brazo y la arrastró detrás de él mientras se dirigía hacia el patio de ladrillo que había más allá de los ventanales.
Una vez en el exterior, no dejó de andar hasta que llegaron a la valla que circundaba el amplio jardín, lo bastante lejos de la casa como para que no los oyeran.
—¿Qué demonios haces aquí? —le preguntó.
—Para mí también es un placer verte, sargento Encantador —se soltó el brazo y se puso a caminar a lo largo de la pared baja.
—Responde, Myriam —se situó a su lado—. ¿Qué está pasando?
Ella miró en dirección a la casa y luego clavó la vista en él.
—Cecilia me contrató para organizarle la barbacoa.
—¿Te ganas la vida organizando barbacoas?
—No. Ahora trabajo para una empresa de catering. Pero pronto fundaré mi propio negocio. Planificación de fiestas —alzó la barbilla con gesto desafiante, como si esperara algún comentario desdeñoso.
A Víctor no le parecía un trabajo divertido, pero quizá solo se debiera a que no se permitiría que tirara ninguna granada. ¿Él qué sabía?
—De acuerdo —musitó—organizas fiestas ¿Cómo has terminado aquí, planeando la del coronel?
—Aquella noche... ¿te acuerdas cuando conocimos a Cecilia en el aparcamiento? —él asintió. Myriam se encogió de hombros—. Hablamos, le di mi número y me llamó.
—Pensaba que eras universitaria —recordó que le había dicho que los viernes tenía clases.
—Lo soy. Pero también trabajo. Y deseo iniciar mi propio negocio —lo miró y sonrió con demasiada dulzura—. Soy una mujer de muchos talentos.
«No me cabe la menor duda», reflexionó, sin contar sus trabajos ni la universidad. Myriam no dejaba de sorprenderlo. Ahí se acababa la idea de que era una pequeña princesa. Daba la impresión de que su día era tan largó" como el suyo.
—Mira —añadió ella, deteniéndose para encararlo— lamento si esto te resulta difícil, pero necesito el trabajo. Si a Cecilia le gusta lo que hago, quizá algunas de las otras mujeres de oficiales también quieran contratarme.
«¿Más trabajos en la base? Lo que me faltaba». ¿Iba a dejar de verla solo en sus sueños para verla en la base? Al parecer a un marine no le quedaba ningún refugio seguro. No obstante, la miró a los ojos y pudo percibir que realmente era importante para ella. ¿Quién diablos era él para impedirle que se ganara la vida? Solo le quedaban dieciocho meses en Pendleton. No podría ser tan duro. Aunque ya no sabía qué le resultaría más duro, verla o no verla.
—No tendremos que encontrarnos necesariamente —señaló Myriam— Es una base grande.
—Una de las más grandes —corroboró Víctor.
—Entonces, ¿no te plantea ningún problema?
Claro que le planteaba problemas. Pero no tenían nada que ver con que organizara fiestas para los marines y sus familias. Su problema surgía que Myriam empezaba a importarle demasiado. Pensaba en ella muy a menudo. Anhelaba verla. De un modo u otro, Myriam Santini había penetrado en las defensas que había levantado en torno a su corazón. Solo le quedaba por averiguar si quería dejarla avanzar el resto del camino.
—Supongo que no —levantó una mano para apartarle un mechón de pelo de los ojos.
Ella tembló cuando le rozó la sien con la yema de los dedos.
—Víctor...
El dejó que la mano cayera a su costado y se preguntó dónde demonios estaba su fuerza de voluntad en ese momento. No había querido que Myriam le importara.
—Maldita sea —soltó en voz baja—te echo de menos. Echo de menos verte, besarte.
—No, ¿de acuerdo? —retrocedió un paso como si no confiara en sí misma para estar tan cerca de él. Pero un instante más tarde alzó la vista y reconoció—Yo también te echo de menos.
Todo en el interior de Víctor se puso en estado de alerta. ¿Qué había pasado con las buenas ideas de mantener la distancia? En ese momento solo podía pensar en sacarla del patio del coronel para llevarla a un sitio privado donde pudiera besarla hasta que a los dos les faltara el aliento.
—¿Sargento? ¿Myriam? —Llamó Cecilia desde la casa—El coronel ha llegado, ¿quieren tomar una copa antes de irse?
Myriam apartó la vista y se dirigió hacia la casa. A él le pareció oírle susurrar: «Salvada por la campana».
Myriam miró las escaleras que conducían a su apartamento. Pero en ese momento no podía ir. Le había dicho a Jeremy que no tardaría en entrar y no quería que nadie en la casa pensara que algo iba mal. Porque no sucedía nada.
No, ni siquiera consiguió convencerse a sí misma. A pesar del aire frío y húmedo sentía como si estuviera ardiendo. Desde la punta de los pies hasta la raíz del pelo, unas llamas invisibles la consumían. Era culpa de él. No tendría que haberse presentado; no tendría que haberla besado. «Pero, qué beso», pensó, recordando la sensación dura y sólida de Víctor pegado a ella, la fuerza de sus brazos, la tensión qué su cuerpo le transmitió. Jadeó y se llevó una mano al corazón. Estaba metida en serios problemas. Las cosas no marchaban bien cuando con solo pensar en un simple beso se excitaba de esa manera. Lo que necesitaba era tiempo para pensar, pero tenía una cita con un niño de ocho años. Abrió la puerta de la cocina y no era su sobrino quien la esperaba, sino su hermana.
—¿Dónde está Jeremy? —preguntó al ver que los dos cuencos vacíos de helado seguían en la mesa.
—Viendo la televisión —repuso Ángela mientras llevaba los recipientes al fregadero.
«Muy bien, entonces no tengo que quedarme», pensó. Podía subir a su apartamento, sentarse en la oscuridad y meditar en lo idiota que había sido. Pero en cuanto dio un paso hacia la puerta la voz de su hermana la detuvo.
—¿Quién es el macizo?
Myriam la miró y percibió el brillo interesado en los ojos de Ángela.
—¿Macizo? —repitió para ganar tiempo.
—Buen intento, hermanita —se apoyó en la encimera, cruzó los pies y los brazos y ladeó la cabeza—Pero acepta una sugerencia. Si vas a fingir que no estabas enroscada a sus labios, deberías eliminar esa expresión embriagada de la cara.
—Oh, por el amor del cielo —apartó una silla y se sentó—. ¿Quién eres, Sherlock Holmes?
—Sí —convino con ironía—Hace falta una mente maestra para mirar por una ventana y ver a tu hermanita trepar por un hombre como si fuera una montaña.
—¿Lo viste? —preguntó innecesariamente.
—Lo suficiente como para darme cuenta de que algunas hormonas que creía muertas hace dos años seguían con vida —fue a sentarse frente a Myriam.
—¿Y mamá? —sabía que era ridículo tener veinticuatro años y estar preocupada porque su madre la hubiera visto besar a un hombre.
—No. Se hallaba demasiado ocupada cosiendo su nuevo edredón para ver cómo su hija ascendía a la Montaña Fantástica —Myriam gimió—. Vamos —instó Ángela—. Suéltalo. Y quiero detalles.
Observó a su hermana mayor y no por primera vez se preguntó por qué Ángela se había permitido convertirse en una ermitaña. Desde que murió su marido, había actuado como si hubiera enterrado su corazón junto con el imbécil que tan mal los había tratado a ella y a su hijo. Con veintiocho años, la mayor de las hijas Santini era alta y demasiado delgada. El pelo castaño le rozaba los hombros y los ojos oscuros contenían un destello de tristeza que Myriam había creído que desaparecería con el tiempo; pero ya no estaba tan segura. Probablemente ya nunca abandonaría por propia voluntad una rutina tan honda y cómoda. Por otro lado, mientras se ocultara en casa, no se toparía con los problemas con los que había chocado Myriam. Y hablando de problemas...
—Se llama Víctor Paretti —contestó al final.
—¿El marine bailarín? —rio Ângela.
—El mismo.
Sin dejar de sonreír, su hermana apoyó los antebrazos en la mesa.
—Pero si lo único que hacías era quejarte de él. ¿Ha habido un cambio de actitud?
—Sí, lo sé —suspiró—Resulta confuso, ¿verdad?
—No parecías confusa cuando estabas con él. Daba la impresión de que sabías perfectamente lo que querías.
La dominó el rubor. Sin embargo, la sangre aún le hervía y el cuerpo le hormigueaba, de modo que decidió rendirse y aceptar el hecho de que Víctor la afectaba.
—Ese es el problema —admitió—. Lo deseo, pero no quiero desearlo.
—Claro, ya lo entiendo.
—No dije que tuviera sentido.
—Menos mal.
No había nada mejor que tener el amor y el apoyo de tu hermana mayor en tiempos de necesidad.
—¿Sabes una cosa, Ángela? —se, levantó—Es realmente fácil sentarse en una cueva y decirle a todo el mundo en el exterior cómo vivir. ¿Por qué no sales algún día y te unes a los demás?
—¿Y eso qué se supone que significa? —su hermana se levantó también y la miró.
—Lo que tú crees que significa —espetó. Aunque una parte de ella sabía que le gritaba a Ángela porque estaba furiosa consigo misma, al parecer no era capaz de parar— Cariño, fue tu marido el que murió. No tú.
Ángela respiró hondo, como si le hubieran dado una bofetada.
—No sabes nada. Ni cómo fue ni lo que tuve que pasar.
—¿Tu matrimonio? Tienes razón, no lo sé. Pero sí sé que se acabó.
La otra mujer pareció lo bastante furiosa como para ofrecer batalla, pero en el acto la hostilidad murió en su cara y movió la cabeza.
—No puedes entenderlo, Myriam. No hasta que tú misma te cases. Entonces sabrás lo que es centrar todas tus esperanzas y sueños en un hombre, para ver cómo los destroza.
Myriam no consideraba que fuera inteligente centrar las esperanzas y los sueños en otra persona que no fuera una misma. Aunque jamás lo sabría. Suspiró y se pasó una mano por el pelo.
—Lo siento, Ángela —musitó—. No era mi intención gritarte. Lo que pasa...
—Está bien —su hermana sonrió—. Como he dicho, cuando te cases, ya...
—No voy a casarme.
—Bueno, puede que no ahora —concedió Ángela.
—Nunca.
—No lo sabes.
—Sí lo sé —afirmó, recordando una noche de dos años atrás, una conversación en voz baja con su padre y el juramento que había cambiado el camino que seguiría su futuro.
—¿Myriam? —la voz de su hermana sonó preocupada—. ¿De qué se trata?.
Movió la cabeza. Jamás le había contado a ninguna la promesa que le había hecho a su padre, y no tenía intención de empezar en ese momento.
—Nada. Despídeme de Jeremy y de mamá, ¿quieres?
—Claro.
Giró para ir hacia la puerta, y cuando la abrió, volvió a oír la voz de Ángela.
—¿Estás segura de que te encuentras bien?
Se obligó a sonreír.
—Estoy bien —se oyó decir—. De verdad.
Luego salió a la oscuridad y cerró la puerta a su espalda. Alzó la cara al cielo estrellado y susurró:
—Si estás viendo todo esto, papá, no me vendría mal un poco de ayuda.
—¿Alguien le disparó a su perro? —murmuró un soldado jadeante y sudoroso al hombre que corría a su lado.
—Diablos, probablemente el perro se suicidó con el fin de alejarse de él —repuso el otro.
El soldado rio entre dientes hasta que Víctor se situó a su espalda.
—¿Algo gracioso, soldado? —gritó sin alterar el ritmo de su carrera.
—No, sargento —respondió el soldado, afanándose por respirar.
—No tengo perro, muchacho —gritó Víctor— pero si lo tuviera, sería un perro marine. Demasiado duro para que le disparen y para morir. Como yo.
—Sí, sargento —convino el soldado como pudo, teniendo en cuenta que le faltaba el aire y corría por instinto.
—¡Y ahora cierre la boca y corra antes de que me ponga furioso! —ordenó Víctor.
Los ojos del joven se abrieron mucho, hasta que Víctor pensó que se le iban a salir de las órbitas. Extrañamente, no hizo que se sintiera mejor saber que aún conseguía asustar a los reclutas. Aunque nada había conseguido que se sintiera mejor desde que se marchó de la casa de Myriam dos noches atrás. Se había mantenido ocupado, pero no podía evitar que los pensamientos de ella irrumpieran en su mente, provocándole un hormigueo en el cuerpo.
Ni siquiera llevarse al pelotón en una carrera de diez kilómetros lo había ayudado a despejar la cabeza. No, había descubierto que podía correr y pensar en ella al mismo tiempo. El trueno de docenas de pies sobre el camino de tierra parecía martillear una sola frase en su cabeza. «Llámala, llámala, llámala». No sabía qué iba a conseguir con eso. No buscaba una relación permanente y nada en Myriam era temporal. Quizá lo mejor fuera que hiciera lo que deseaba y se mantuviera alejado de ella. La llamaría pasadas tres semanas para averiguar si Dios tenía sentido del humor y luego cada uno podría continuar con su vida. «Sí», se dijo con los dientes apretados. Eso es lo que haría. Aunque lo matara. O al pelotón.
—Más ritmo —gritó, implacable, sin prestar atención al coro de gemidos que se alzó de la tropa extenuada, mientras aceleraba el paso de la carrera.
—Gracias por venir —dijo Cecilia Thornton mientras le servía a Myriam un vaso de té helado.
—¿Bromea? Esto va a ser divertido —había dedicado la última hora a repasar los detalles de la próxima barbacoa y la cabeza le bullía de ideas que convertirían esa fiesta al aire libre en un gran éxito.
—Menos mal que lo cree —indicó Cecilia—A mí no se me da bien eso de organizar fiestas.
—Con un poco de suerte, mucha gente pensará igual.
La noche que se conocieron en el exterior de la clase de baile, Myriam había mencionado que se dedicaba a organizar fiestas, razón por la que la otra mujer había aprovechado la oportunidad de no tener que pasar ella sola por el proceso de preparar la barbacoa. Myriam jamás se había molestado en mencionárselo a Víctor, y en ese momento lo agradeció. Al estar en la base, sin duda habría tenido que verlo si él hubiera sabido que iría. Y aún no se hallaba lista para eso. Los últimos dos días ya habían sido bastante duros. Había permanecido en un constante estado de expectación. Esperando siempre que sonara el teléfono o una llamada a la puerta. Y al no suceder ninguna de esas cosas, no supo si sentirse aliviada o decepcionada.
—Y bien, ¿qué le parece? —inquirió Cecilia, interrumpiendo sus pensamientos.
Myriam bajó la cabeza de las nubes y se obligó a concentrarse en el trabajo. Si se esmeraba con Cecilia, quizá las esposas de otros marines quisieran contratarla. Tal vez fuera el comienzo del negocio que tanto tiempo había anhelado.
—Tengo algunas idea que me gustaría comentarle —manifestó con todo el entusiasmo que fue capaz de mostrar—. Su patio es magnífico y creo que con algunos toques adicionales la fiesta será perfecta.
—No sabe lo aliviada que me siento al oír eso —Cecilia sonrió—¿Sabe?, quiero causar una buena impresión.
—Supongo que es natural —bebió un sorbo de té.
—Mi marido cree que me preocupo demasiado —indicó—Pero ya conoce cómo son los hombres —se irguió, frunció el ceño y puso una voz más profunda—. «Pon carne a asar. Será un éxito».
Myriam rio y se relajó por primera vez en dos días. Aún se sentía algo culpable por hallarse allí con pretextos falsos... después de todo, Cecilia pensaba que Víctor salía con ella. Sin embargo, después de la barbacoa harían que se peleaban y nadie tendría que saber jamás que la relación no existió. «Sí», pensó. «Saldrá a la perfección». Una llamada a la puerta de entrada hizo que la otra sonriera.
—Tengo una sorpresa para usted —anunció al ponerse de pie.
—¿Hmm? ¿Una sorpresa? —la observó atravesar el salón, y al abrir la puerta, el aire de la estancia pareció agotarse.
—Señora Thornton —saludó Víctor, preguntándose por qué la esposa del coronel le habría pedido que pasara por su casa. Cansado todavía por la falta de sueño y la carrera de diez kilómetros, había planeado pasar por el club de oficiales para beber una copa e irse a casa.
—Pase, sargento —invitó con un gesto, haciéndose a un lado.
—Gracias, señora, yo... —calló al ver a Myriam sentada a la mesa del coronel. Durante un breve y aterrador momento, no supo si alucinaba. ¿Qué podía estar haciendo Myriam en la base, con la esposa del coronel?
Pero de inmediato supo que era real. Parecía demasiado consternada para que fuera una alucinación.
—Sorpresa —Cecilia sonrió—. Pensé que a los dos les gustaría disfrutar de la oportunidad de estar unos momentos juntos.
Víctor mantuvo la vista clavada en la mujer que llevaba dos días en su cabeza. Se frotó la nuca y trató de sonreír, pero solo consiguió mostrar los dientes.
—Myriam —dijo—. ¿Qué haces aquí?
—¿No se lo contó? —Interrumpió Cecilia, volviéndose para mirar a Myriam—. Lo siento. ¿He estropeado algo? ¿Pensaba mantener la sorpresa hasta la barbacoa?
—No —repuso ella, poniéndose de pie para tranquilizar a la otra mujer—Debí de olvidarlo, eso es todo. Los dos hemos estado ocupados.
«Ocupados», pensó Víctor. «Sí, ocupados en evitarnos». Para lo que había servido. Había empleado toda su voluntad y dominio de sí para no salir de la base e ir a verla... y de pronto ahí la tenía. En su terreno. Como si llevara en él toda la vida.
—Bueno —continuó Cecilia, mirándolos—. ¿Por qué no salen a disfrutar del crepúsculo? Tengo que hacer algunas cosas en la cocina antes de que Jim vuelva a casa.
—Sí, señora —aceptó Víctor. No esperó que Myriam respondiera. La tomó del brazo y la arrastró detrás de él mientras se dirigía hacia el patio de ladrillo que había más allá de los ventanales.
Una vez en el exterior, no dejó de andar hasta que llegaron a la valla que circundaba el amplio jardín, lo bastante lejos de la casa como para que no los oyeran.
—¿Qué demonios haces aquí? —le preguntó.
—Para mí también es un placer verte, sargento Encantador —se soltó el brazo y se puso a caminar a lo largo de la pared baja.
—Responde, Myriam —se situó a su lado—. ¿Qué está pasando?
Ella miró en dirección a la casa y luego clavó la vista en él.
—Cecilia me contrató para organizarle la barbacoa.
—¿Te ganas la vida organizando barbacoas?
—No. Ahora trabajo para una empresa de catering. Pero pronto fundaré mi propio negocio. Planificación de fiestas —alzó la barbilla con gesto desafiante, como si esperara algún comentario desdeñoso.
A Víctor no le parecía un trabajo divertido, pero quizá solo se debiera a que no se permitiría que tirara ninguna granada. ¿Él qué sabía?
—De acuerdo —musitó—organizas fiestas ¿Cómo has terminado aquí, planeando la del coronel?
—Aquella noche... ¿te acuerdas cuando conocimos a Cecilia en el aparcamiento? —él asintió. Myriam se encogió de hombros—. Hablamos, le di mi número y me llamó.
—Pensaba que eras universitaria —recordó que le había dicho que los viernes tenía clases.
—Lo soy. Pero también trabajo. Y deseo iniciar mi propio negocio —lo miró y sonrió con demasiada dulzura—. Soy una mujer de muchos talentos.
«No me cabe la menor duda», reflexionó, sin contar sus trabajos ni la universidad. Myriam no dejaba de sorprenderlo. Ahí se acababa la idea de que era una pequeña princesa. Daba la impresión de que su día era tan largó" como el suyo.
—Mira —añadió ella, deteniéndose para encararlo— lamento si esto te resulta difícil, pero necesito el trabajo. Si a Cecilia le gusta lo que hago, quizá algunas de las otras mujeres de oficiales también quieran contratarme.
«¿Más trabajos en la base? Lo que me faltaba». ¿Iba a dejar de verla solo en sus sueños para verla en la base? Al parecer a un marine no le quedaba ningún refugio seguro. No obstante, la miró a los ojos y pudo percibir que realmente era importante para ella. ¿Quién diablos era él para impedirle que se ganara la vida? Solo le quedaban dieciocho meses en Pendleton. No podría ser tan duro. Aunque ya no sabía qué le resultaría más duro, verla o no verla.
—No tendremos que encontrarnos necesariamente —señaló Myriam— Es una base grande.
—Una de las más grandes —corroboró Víctor.
—Entonces, ¿no te plantea ningún problema?
Claro que le planteaba problemas. Pero no tenían nada que ver con que organizara fiestas para los marines y sus familias. Su problema surgía que Myriam empezaba a importarle demasiado. Pensaba en ella muy a menudo. Anhelaba verla. De un modo u otro, Myriam Santini había penetrado en las defensas que había levantado en torno a su corazón. Solo le quedaba por averiguar si quería dejarla avanzar el resto del camino.
—Supongo que no —levantó una mano para apartarle un mechón de pelo de los ojos.
Ella tembló cuando le rozó la sien con la yema de los dedos.
—Víctor...
El dejó que la mano cayera a su costado y se preguntó dónde demonios estaba su fuerza de voluntad en ese momento. No había querido que Myriam le importara.
—Maldita sea —soltó en voz baja—te echo de menos. Echo de menos verte, besarte.
—No, ¿de acuerdo? —retrocedió un paso como si no confiara en sí misma para estar tan cerca de él. Pero un instante más tarde alzó la vista y reconoció—Yo también te echo de menos.
Todo en el interior de Víctor se puso en estado de alerta. ¿Qué había pasado con las buenas ideas de mantener la distancia? En ese momento solo podía pensar en sacarla del patio del coronel para llevarla a un sitio privado donde pudiera besarla hasta que a los dos les faltara el aliento.
—¿Sargento? ¿Myriam? —Llamó Cecilia desde la casa—El coronel ha llegado, ¿quieren tomar una copa antes de irse?
Myriam apartó la vista y se dirigió hacia la casa. A él le pareció oírle susurrar: «Salvada por la campana».
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Muchas gracias por el capitulo, ke bien me cae esa esposa del coronel.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
Capítulo Nueve
Myriam se mantuvo ocupada. Tan ocupada que esperaba no tener tiempo para pensar, recordar, desear. Y no funcionó. Su turno de la mañana en la empresa de catering pasó despacio mientras ayudaba en el inventario. Había que contarlo todo, desde los manteles y la cubertería hasta las copas de champán. Después fue a ver a varios proveedores para buscar los artículos adecuados para que la barbacoa de Cecilia Thornton fuera un éxito. Al terminar con eso, se dirigió a la clase de filosofía en la universidad, a la que no tenía ganas de asistir. Se sentó al final del aula, adormilada y tratando de evitar que los crujidos de su estómago ahogaran la voz del profesor.
—Myriam —susurró el estudiante que había a su lado.
Parpadeó, giró la cabeza y forzó una sonrisa. Mike Gilhooley era un chico agradable. Pero solo lo consideraba eso, un chico. Con su pelo dorado de surfista, sus ojos negros y el bronceando de todo el año, representaba la imagen típica del californiano. ¿Era culpa suya que mentalmente lo comparara con el alto marine de pelo corto y ojos acerados? Diablos, al lado de Víctor Santini, casi todos los hombres ocuparían un segundo puesto.
—¿Qué? —susurró, e hizo una mueca cuando el estómago volvió a crujirle. Deseó tener un sándwich en el bolso. No había comido nada en todo el día y estaba hambrienta y cansada.
Mike sonrió y le guiñó un ojo.
—Pensé que por el sonido de tu estómago, podría convencerte para que tomáramos una hamburguesa al salir de clase.
—Gracias —desvió la vista hacia el estrado donde el profesor exponía el plan de estudios para el próximo semestre—Pero estoy demasiado cansada. Creo que iré a casa y me meteré en la cama.
—¿Es una invitación? —Mike enarcó las cejas y la obsequió con una sonrisa perfecta.
—No —movió la cabeza y sonrió. Llevaba semanas intentado que saliera con él, pero no le interesaba. No obstante, le dio puntos por su tenacidad.
Él se encogió de hombros de buen humor y volvió a concentrar su atención en el profesor. Myriam también miró al frente, pero sin escuchar. Su mente se centró en lo que últimamente le ocupaba todo el tiempo. Víctor. El día anterior no había sido fácil encontrarse con él en la casa de Cecilia, pero era mejor que fuera acostumbrándose. Si pretendía conseguir más trabajos en Pendleton, lo más probable fuera que se topara con él de vez en cuando. Los ojos se le cerraron mientras la voz del profesor se convertía en una monotonía de murmullos. Por su mente pasaron fragmentos de imágenes y sueños medio esbozados, arrastrándola aún más a su bruma.
—¡Eh! ¡Myriam! —se irguió de inmediato cuando le movieron el brazo, golpeándose la rodilla contra el pupitre, lo que le provocó una mueca de dolor.
—¿Qué haces? —preguntó al alzar la vista y contemplar la amplia sonrisa de Mike.
—Despertarte —respondió mientras se levantaba y se pasaba la mochila al hombro—. Has dormido la última media hora.
—Estupendo —susurró, mirando alrededor para ver cómo la clase se vaciaba. Solo Mike parecía haberse dado cuenta, lo cual agradeció.
—No hay problema —le dijo—no te has perdido nada. El profesor Johnson nos regaló historias de su último viaje al Nepal.
—Menos mal —una cabezadita parecía mejor que eso. A pesar de que no había dormitado tanto, todo le parecía un poco borroso y descentrado. Se frotó los ojos. Los sentía tan secos como un par de piedras en el desierto.
—Exacto —dejó de sonreír el tiempo suficiente para observarla detenidamente y añadir—¿Puedes ir sola a casa? Quiero decir, podría llevarte...
Una cosa que no necesitaba era animar a Mike.
—No, estoy bien. Pero gracias —se levantó y recogió los libros y el bolso.
—No pareces bien —indicó Mike.
—Gracias de nuevo —se obligó a sonreír—. De verdad. No vivo tan lejos.
—De acuerdo... —aunque no pareció convencido.
Y no andaba muy descaminado, ya que la sola idea de caminar hasta el aparcamiento bastaba para darle ganas de echarse. Pero era comprensible, ya que últimamente apenas había conseguido dormir más de un par de horas por noche. E incluso estas habían sido inquietas... llenas de imágenes de Víctor y del recuerdo de sus manos en su piel, de su cuerpo llenándola, de sus besos, su voz, sus ojos. Se preguntó cómo le había pasado algo así a una chica agradable como ella. Antes de que Mike pudiera insistir, se dirigió hacia la puerta. Concentrándose, logro colocar un pie delante del otro. Víctor se hallaba en la plaza que había justo fuera del edificio de Humanidades. Con el hombro apoyado en el tronco de un árbol, mantenía la vista clavada en la entrada.
Eran casi las diez. Pensó que la clase de ella ya tendría que haber terminado. Incluso a esa hora, las farolas iluminaban los paseos y las zonas ajardinadas. Pero había suficientes puntos oscuros como para despertar su naturaleza de marine, que deseó reconocer el lugar para cerciorarse de que era seguro. Justo lo que necesitaba, pensar en Myriam vagando por el campus a oscuras en dirección al aparcamiento. Pero supo que ella lo llamaría neandertal y afirmaría que era capaz de cuidar de sí misma. Y era posible que lo fuera, pero eso no evitaba que un hombre se preocupara. Diablos, y no quería hacerlo. Se apartó del árbol, se metió las manos en los bolsillos y volvió a recordarse por qué había ido a buscarla a la universidad. Necesitaban dejar algunas cosas claras, establecer algunos límites. Si podía, apostaría un guardia armado en su corazón.
Pero como eso resultaba imposible, había llegado a la conclusión de que ella tenía razón. Lo único que podían hacer, lo único seguro, era evitarse. Lo primero que haría sería dejar de asistir a esas malditas clases. Ya había aprendido lo suficiente para no volver a lanzar contra las poncheras a las mujeres de los comandantes. Y también le quitaría de la cabeza esa estúpida idea de la competición. Las puertas de cristal que tenía enfrente se abrieron y unos estudiantes salieron del edificio para alejarse entre carcajadas y conversaciones que sonaban demasiado sonoras en la noche. Justo detrás de ellos salieron otros, más concentrados en pensar en la diversión que les esperaba un viernes por la noche.
Algo en su interior se aceleró y Víctor se negó a explorar la sensación. Tenía la impresión de que no iba a gustarle lo que descubriera. Una o dos de las chicas miraron fugazmente en su dirección, pero él casi ni lo notó. Se hallaba demasiado ocupado estudiando las caras que pasaban ante él, en busca de la que deseaba ver. Experimentó unas palpitaciones nerviosas, casi como un niño una mañana de Navidad. Y entonces la tuvo allí, empujando las puertas, sonriéndole a un chico alto que daba la impresión de poder posar para un reclamo publicitario de las playas de California. Con el ceño fruncido, estudió a los dos. Cerró las manos en los bolsillos mientras luchaba contra una desconocida sensación de celos. Solía reírse de los idiotas que se carcomían porque sus mujeres les sonreían a otros hombres. Sin embargo, al vivirlo en carne propia, no le resultó tan cómodo.
No le gustó demasiado el modo en que el chico rubio revoloteaba alrededor de Myriam. Y tampoco le agradó el modo en que ella le sonreía. Pero pensó que no debería de importarle. Myriam era libre. Maldita sea. Se plantó en la acera directamente frente a ellos, observó un instante al chico de la playa y luego se concentró en Myriam.
—Víctor —dijo ella; incluso bajo la mala iluminación, él pudo notar lo cansada que se la veía—. ¿Qué haces aquí?
—Esperarte —volvió a clavar la vista en el joven que aún seguía demasiado pegada a ella—Tenemos que hablar.
—Me siento demasiado agotada para ese tipo de «charla» esta noche —movió la cabeza y se hizo a un lado para pasar junto a él.
Víctor quiso creer que bromeaba. ¿Llevaba una hora delante de su clase y solo se le ocurría dejarlo allí plantado?
—Myriam —dijo.
—¿Te está molestando? —preguntó el muchacho.
—Mira, chico —comenzó, aunque una parte de él tuvo que admirar sus agallas.
Myriam se interpuso entre los dos y alzó una mano en dirección al surfista.
—Está bien, Mike —se apresuró a decir—. Víctor es un... amigo.
¿Un amigo?
—¿Seguro?
—Sí —corroboró Víctor con irritación—. Está segura.
El otro no pareció muy convencido, pero se alejó. Por lo general, Víctor le habría concedido puntos por tratar de proteger a una mujer; sin embargo, esa noche no deseaba que nada interfiriera en su conversación con Myriam. Además, si había que protegerla, lo haría él. En cuanto a eso de que era un «amigo», consideró que resultaba mejor que ser un enemigo. En cuanto se quedaron a solas, la miró y extendió la mano para llevarle los libros. Ella estuvo a punto de negarse, pero al parecer se hallaba demasiado extenuada para discutir por esa cuestión. Se los entregó y empezó a caminar hacia el aparcamiento. Víctor la acompañó.
—¿Cómo supiste dónde encontrarme? —le preguntó.
—Pasé por tu casa. Hablé con tu hermana.
—Ángela.
—Sí —recordó a la versión más alta y delgada de Myriam. Ángela habría podido ser una estupenda marine. Lo había evaluado con ojos penetrantes y prácticamente lo había obligado a rellenar un cuestionario antes de revelarle dónde se encontraba su hermana. No era muy confiada, aunque sabía muy bien que no tenía por qué confiar en él. No lo conocía.
—Bueno —dijo ella—, ¿para qué has venido? ¿Has cambiado de parecer acerca de que no te importa que organice fiestas en la base?
—No —aunque sería mucho más fácil para él que no lo hiciera.
—Entonces, ¿qué? —insistió, hurgando en el bolso para sacar la llave y la linterna. La encendió y alumbró los coches que ocupaban el aparcamiento.
Era evidente que lo había hecho a menudo, pues parecía seguir un patrón. Primero proyectaba el haz sobre los vehículos más próximos, alerta a la posibilidad de que alguien pudiera estar emboscado detrás. Víctor frunció el ceño al comprender que estaba acostumbrada a ello. Era como su segunda naturaleza vigilar todos los lugares posibles de donde pudiera surgir un ataque. Y aunque lo alivió ver que tenía cuidado, lo molestó más de lo que podía explicar que casi todo el tiempo fuera allí sola. Sin embargo, ¿no había ido a verla para cerciorarse de que cada uno siguiera su propio camino? No tenía derecho a preocuparse por lo que hiciera o por si estaba protegida. Intentaba alejarse de su vida, de modo que era mejor que empezara a habituarse a no saber nunca si se encontraba a salvo o no.
Algo incómodo le atenazó el corazón. Imaginó los meses futuros, preguntándose dónde estaba, qué hacía, con quién iba. Apretó los dientes. Llegaron a su utilitario y ella se detuvo ante la puerta del conductor. Lo miró, bostezó y se tapó la boca con una mano.
—Di lo que hayas venido a decir, Víctor, porque necesito ir a casa para meterme en la cama —le crujió el estómago.
—Y también necesitas comer.
—Más dormir.
Daba la impresión de estar dormida de pie. Pensó que quizá no fuera el mejor momento para hablar. Si había esperado tanto, bien podía aguardar uno o dos días más. Además, en ese momento parecía más importante cuidar de ella. No podía dejar que condujera. Era capaz de quedarse dormida al volante y empotrarse contra un árbol. La idea le produjo un nudo en el estómago.
—Te llevaré a casa —anunció de repente y le quitó las llaves, que se guardó en los vaqueros. Luego la tomó del brazo y la condujo a su coche, aparcado unas hileras más atrás.
Myriam intentó soltarse, pero no tenía energías suficientes.
—¿Y qué pasa con mi coche?
—Déjalo. Puedes venir a recogerlo por la mañana. Que te traiga tu hermana —al llegar a su vehículo, le abrió la puerta.
—No, puedo conducir —afirmó, aunque se tambaleó un poco.
—Sí —Víctor asintió. Era terca como una muía—. Ya lo veo. Sube, Myriam.
—Dios, te gusta mandar.
—Soy un marine.
—No, eres un hombre, y típico, además.
—Lo que te parezca —suspiró—. Simplemente, sube al maldito coche. ¿Por favor?
Myriam se apartó el pelo de la cara y se rindió.
—Solo lo hago porque me siento demasiado cansada para discutir.
—Aleluya —musitó y cerró en cuanto ella se sentó. Rodeó el coche, dejó los libros en el asiento de atrás y se sentó a su lado—. Abróchate el cinturón de seguridad.
Asintió y tuvo dificultades para sacarlo, hasta que Víctor estiró el brazo para ayudarla. Le rozó los pechos y ella contuvo el aliento. Él se quedó quieto un minuto demasiado largo, luego se obligó a serenarse. Le cruzó el cinturón por el torso y el abdomen y lo enganchó. Myriam alzó la cara, apenas a unos centímetros de la de Víctor.
—Gracias.
—¿Por asegurarte el cinturón? —susurró él—. De nada.
—Por llevarme a casa —corrigió y levantó la mano con el deseo de tocarle la cara, pero se lo pensó mejor y la dejó caer—. Supongo que me encuentro demasiado cansada para conducir.
—Sí —musitó. Decepcionado porque no lo hubiera tocado. Anhelaba sentir su mano, a pesar de que sabía que no debía. El solo hecho de estar tan cerca de ella lo agitaba de formas que jamás había esperado y que le habría gustado negar—. Conozco la sensación. Yo tampoco he dormido mucho últimamente.
Su mirada lo llenó, y en ella percibió sueños, preocupación y confusión, junto con esa obstinación que había sido lo primero que lo había atraído de ella.
—Es una tontería, ¿verdad? —preguntó, apoyando la cabeza en el respaldo.
—¿Qué? —apartó los ojos de ella, metió la llave en el encendido y arrancó.
—Empezamos como enemigos, nos hicimos amantes y ahora somos... ¿qué? —giró la cabeza para mirarlo.
—Le acabas de decir a tu admirador que éramos... amigos —enarcó una ceja.
—Te molestó, ¿eh? —sonrió. Víctor musitó algo inaudible—. Me gustaría saber qué te molestó más —comentó, más para sí misma—. Verme con él u oír que te llamaba amigo.
La observó. Tenía la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, con una sonrisa en la cara. Su respiración profunda y regular le indicó que ya estaba dormida. Alargó una mano y le acarició la mejilla, sintiéndose ridículamente complacido cuando ella giró la cara hacia su contacto, frotándose contra la palma de su mano.
—Si he de serte sincero, princesa, no lo sé.
Entonces puso la primera y salió del aparcamiento.
Medio dormida, Myriam sintió que la alzaba en brazos. La brisa nocturna le agitó el pelo y se arrebujó más contra su ancho pecho. Era agradable volver a estar en sus brazos, pegada a su corazón. Mantuvo los ojos cerrados mientras avanzaba por la entrada de vehículos en dirección a las escaleras de su apartamento. Escuchó los firmes pasos sobre el asfalto y supo que tendría que pedirle que la bajara. Pero no tenía energía para luchar contra él. Era evidente que estaba decidido a llevarla a casa.
Subió los peldaños con facilidad, como si no pesara nada. Myriam sonrió. Toda mujer, lo reconociera o no, tenía fantasías secretas sobre sus hombres llevándolas en la oscuridad. Pero no muchos eran lo bastante fuertes para hacerlo. Sus hombres. «Dios mío. ¿Es lo que era Víctor? ¿Su hombre?»
En el rellano, él sacó sus llaves del bolsillo, abrió la puerta y entró. Después de cerrarla, la llevó al dormitorio y la depositó sobre la cama. El colchón le pareció maravilloso; al instante se estiró y casi ronroneó. Abrió los ojos y lo miró. Víctor se frotó la cara mientras la observaba con ojos entrecerrados. Pasaron unos segundos y Myriam se sintió atrapada por la fuerza de su mirada. En su interior comenzó a enroscarse la necesidad e inútilmente trató de que no se extendiera. Víctor Paretti la había irritado, excitado y enfurecido. Pero también le había mostrado la pasión verdadera, haciendo que añorara que las cosas fueran distintas entre ellos. Más permanentes. Más...
—Será mejor que duermas —dijo él, quebrando sus pensamientos— Echaré el cerrojo al irme —agregó, mirándola como un hambriento al que se le negara una comida.
—No —musitó, alargando la mano.
—¿Que no cierre? —inquirió.
—No te vayas —le entrelazó los dedos y tiró de él.
—Myriam, los dos estamos cansados y no es una buena idea —afirmó con voz tensa.
Ella percibió su lucha y supo que no deseaba irse.
—Entonces abrázame un rato —en ese momento no deseaba otra cosa que acurrucase contra él y dormir bien por primera vez en días.
Unas emociones encontradas cruzaron por el rostro de Víctor a la velocidad del relámpago, hasta que finalmente asintió y se echó a su lado. Le pasó un brazo alrededor, la pegó a él y le apoyó la cabeza sobre el hombro.
—Un rato.
Myriam se mantuvo ocupada. Tan ocupada que esperaba no tener tiempo para pensar, recordar, desear. Y no funcionó. Su turno de la mañana en la empresa de catering pasó despacio mientras ayudaba en el inventario. Había que contarlo todo, desde los manteles y la cubertería hasta las copas de champán. Después fue a ver a varios proveedores para buscar los artículos adecuados para que la barbacoa de Cecilia Thornton fuera un éxito. Al terminar con eso, se dirigió a la clase de filosofía en la universidad, a la que no tenía ganas de asistir. Se sentó al final del aula, adormilada y tratando de evitar que los crujidos de su estómago ahogaran la voz del profesor.
—Myriam —susurró el estudiante que había a su lado.
Parpadeó, giró la cabeza y forzó una sonrisa. Mike Gilhooley era un chico agradable. Pero solo lo consideraba eso, un chico. Con su pelo dorado de surfista, sus ojos negros y el bronceando de todo el año, representaba la imagen típica del californiano. ¿Era culpa suya que mentalmente lo comparara con el alto marine de pelo corto y ojos acerados? Diablos, al lado de Víctor Santini, casi todos los hombres ocuparían un segundo puesto.
—¿Qué? —susurró, e hizo una mueca cuando el estómago volvió a crujirle. Deseó tener un sándwich en el bolso. No había comido nada en todo el día y estaba hambrienta y cansada.
Mike sonrió y le guiñó un ojo.
—Pensé que por el sonido de tu estómago, podría convencerte para que tomáramos una hamburguesa al salir de clase.
—Gracias —desvió la vista hacia el estrado donde el profesor exponía el plan de estudios para el próximo semestre—Pero estoy demasiado cansada. Creo que iré a casa y me meteré en la cama.
—¿Es una invitación? —Mike enarcó las cejas y la obsequió con una sonrisa perfecta.
—No —movió la cabeza y sonrió. Llevaba semanas intentado que saliera con él, pero no le interesaba. No obstante, le dio puntos por su tenacidad.
Él se encogió de hombros de buen humor y volvió a concentrar su atención en el profesor. Myriam también miró al frente, pero sin escuchar. Su mente se centró en lo que últimamente le ocupaba todo el tiempo. Víctor. El día anterior no había sido fácil encontrarse con él en la casa de Cecilia, pero era mejor que fuera acostumbrándose. Si pretendía conseguir más trabajos en Pendleton, lo más probable fuera que se topara con él de vez en cuando. Los ojos se le cerraron mientras la voz del profesor se convertía en una monotonía de murmullos. Por su mente pasaron fragmentos de imágenes y sueños medio esbozados, arrastrándola aún más a su bruma.
—¡Eh! ¡Myriam! —se irguió de inmediato cuando le movieron el brazo, golpeándose la rodilla contra el pupitre, lo que le provocó una mueca de dolor.
—¿Qué haces? —preguntó al alzar la vista y contemplar la amplia sonrisa de Mike.
—Despertarte —respondió mientras se levantaba y se pasaba la mochila al hombro—. Has dormido la última media hora.
—Estupendo —susurró, mirando alrededor para ver cómo la clase se vaciaba. Solo Mike parecía haberse dado cuenta, lo cual agradeció.
—No hay problema —le dijo—no te has perdido nada. El profesor Johnson nos regaló historias de su último viaje al Nepal.
—Menos mal —una cabezadita parecía mejor que eso. A pesar de que no había dormitado tanto, todo le parecía un poco borroso y descentrado. Se frotó los ojos. Los sentía tan secos como un par de piedras en el desierto.
—Exacto —dejó de sonreír el tiempo suficiente para observarla detenidamente y añadir—¿Puedes ir sola a casa? Quiero decir, podría llevarte...
Una cosa que no necesitaba era animar a Mike.
—No, estoy bien. Pero gracias —se levantó y recogió los libros y el bolso.
—No pareces bien —indicó Mike.
—Gracias de nuevo —se obligó a sonreír—. De verdad. No vivo tan lejos.
—De acuerdo... —aunque no pareció convencido.
Y no andaba muy descaminado, ya que la sola idea de caminar hasta el aparcamiento bastaba para darle ganas de echarse. Pero era comprensible, ya que últimamente apenas había conseguido dormir más de un par de horas por noche. E incluso estas habían sido inquietas... llenas de imágenes de Víctor y del recuerdo de sus manos en su piel, de su cuerpo llenándola, de sus besos, su voz, sus ojos. Se preguntó cómo le había pasado algo así a una chica agradable como ella. Antes de que Mike pudiera insistir, se dirigió hacia la puerta. Concentrándose, logro colocar un pie delante del otro. Víctor se hallaba en la plaza que había justo fuera del edificio de Humanidades. Con el hombro apoyado en el tronco de un árbol, mantenía la vista clavada en la entrada.
Eran casi las diez. Pensó que la clase de ella ya tendría que haber terminado. Incluso a esa hora, las farolas iluminaban los paseos y las zonas ajardinadas. Pero había suficientes puntos oscuros como para despertar su naturaleza de marine, que deseó reconocer el lugar para cerciorarse de que era seguro. Justo lo que necesitaba, pensar en Myriam vagando por el campus a oscuras en dirección al aparcamiento. Pero supo que ella lo llamaría neandertal y afirmaría que era capaz de cuidar de sí misma. Y era posible que lo fuera, pero eso no evitaba que un hombre se preocupara. Diablos, y no quería hacerlo. Se apartó del árbol, se metió las manos en los bolsillos y volvió a recordarse por qué había ido a buscarla a la universidad. Necesitaban dejar algunas cosas claras, establecer algunos límites. Si podía, apostaría un guardia armado en su corazón.
Pero como eso resultaba imposible, había llegado a la conclusión de que ella tenía razón. Lo único que podían hacer, lo único seguro, era evitarse. Lo primero que haría sería dejar de asistir a esas malditas clases. Ya había aprendido lo suficiente para no volver a lanzar contra las poncheras a las mujeres de los comandantes. Y también le quitaría de la cabeza esa estúpida idea de la competición. Las puertas de cristal que tenía enfrente se abrieron y unos estudiantes salieron del edificio para alejarse entre carcajadas y conversaciones que sonaban demasiado sonoras en la noche. Justo detrás de ellos salieron otros, más concentrados en pensar en la diversión que les esperaba un viernes por la noche.
Algo en su interior se aceleró y Víctor se negó a explorar la sensación. Tenía la impresión de que no iba a gustarle lo que descubriera. Una o dos de las chicas miraron fugazmente en su dirección, pero él casi ni lo notó. Se hallaba demasiado ocupado estudiando las caras que pasaban ante él, en busca de la que deseaba ver. Experimentó unas palpitaciones nerviosas, casi como un niño una mañana de Navidad. Y entonces la tuvo allí, empujando las puertas, sonriéndole a un chico alto que daba la impresión de poder posar para un reclamo publicitario de las playas de California. Con el ceño fruncido, estudió a los dos. Cerró las manos en los bolsillos mientras luchaba contra una desconocida sensación de celos. Solía reírse de los idiotas que se carcomían porque sus mujeres les sonreían a otros hombres. Sin embargo, al vivirlo en carne propia, no le resultó tan cómodo.
No le gustó demasiado el modo en que el chico rubio revoloteaba alrededor de Myriam. Y tampoco le agradó el modo en que ella le sonreía. Pero pensó que no debería de importarle. Myriam era libre. Maldita sea. Se plantó en la acera directamente frente a ellos, observó un instante al chico de la playa y luego se concentró en Myriam.
—Víctor —dijo ella; incluso bajo la mala iluminación, él pudo notar lo cansada que se la veía—. ¿Qué haces aquí?
—Esperarte —volvió a clavar la vista en el joven que aún seguía demasiado pegada a ella—Tenemos que hablar.
—Me siento demasiado agotada para ese tipo de «charla» esta noche —movió la cabeza y se hizo a un lado para pasar junto a él.
Víctor quiso creer que bromeaba. ¿Llevaba una hora delante de su clase y solo se le ocurría dejarlo allí plantado?
—Myriam —dijo.
—¿Te está molestando? —preguntó el muchacho.
—Mira, chico —comenzó, aunque una parte de él tuvo que admirar sus agallas.
Myriam se interpuso entre los dos y alzó una mano en dirección al surfista.
—Está bien, Mike —se apresuró a decir—. Víctor es un... amigo.
¿Un amigo?
—¿Seguro?
—Sí —corroboró Víctor con irritación—. Está segura.
El otro no pareció muy convencido, pero se alejó. Por lo general, Víctor le habría concedido puntos por tratar de proteger a una mujer; sin embargo, esa noche no deseaba que nada interfiriera en su conversación con Myriam. Además, si había que protegerla, lo haría él. En cuanto a eso de que era un «amigo», consideró que resultaba mejor que ser un enemigo. En cuanto se quedaron a solas, la miró y extendió la mano para llevarle los libros. Ella estuvo a punto de negarse, pero al parecer se hallaba demasiado extenuada para discutir por esa cuestión. Se los entregó y empezó a caminar hacia el aparcamiento. Víctor la acompañó.
—¿Cómo supiste dónde encontrarme? —le preguntó.
—Pasé por tu casa. Hablé con tu hermana.
—Ángela.
—Sí —recordó a la versión más alta y delgada de Myriam. Ángela habría podido ser una estupenda marine. Lo había evaluado con ojos penetrantes y prácticamente lo había obligado a rellenar un cuestionario antes de revelarle dónde se encontraba su hermana. No era muy confiada, aunque sabía muy bien que no tenía por qué confiar en él. No lo conocía.
—Bueno —dijo ella—, ¿para qué has venido? ¿Has cambiado de parecer acerca de que no te importa que organice fiestas en la base?
—No —aunque sería mucho más fácil para él que no lo hiciera.
—Entonces, ¿qué? —insistió, hurgando en el bolso para sacar la llave y la linterna. La encendió y alumbró los coches que ocupaban el aparcamiento.
Era evidente que lo había hecho a menudo, pues parecía seguir un patrón. Primero proyectaba el haz sobre los vehículos más próximos, alerta a la posibilidad de que alguien pudiera estar emboscado detrás. Víctor frunció el ceño al comprender que estaba acostumbrada a ello. Era como su segunda naturaleza vigilar todos los lugares posibles de donde pudiera surgir un ataque. Y aunque lo alivió ver que tenía cuidado, lo molestó más de lo que podía explicar que casi todo el tiempo fuera allí sola. Sin embargo, ¿no había ido a verla para cerciorarse de que cada uno siguiera su propio camino? No tenía derecho a preocuparse por lo que hiciera o por si estaba protegida. Intentaba alejarse de su vida, de modo que era mejor que empezara a habituarse a no saber nunca si se encontraba a salvo o no.
Algo incómodo le atenazó el corazón. Imaginó los meses futuros, preguntándose dónde estaba, qué hacía, con quién iba. Apretó los dientes. Llegaron a su utilitario y ella se detuvo ante la puerta del conductor. Lo miró, bostezó y se tapó la boca con una mano.
—Di lo que hayas venido a decir, Víctor, porque necesito ir a casa para meterme en la cama —le crujió el estómago.
—Y también necesitas comer.
—Más dormir.
Daba la impresión de estar dormida de pie. Pensó que quizá no fuera el mejor momento para hablar. Si había esperado tanto, bien podía aguardar uno o dos días más. Además, en ese momento parecía más importante cuidar de ella. No podía dejar que condujera. Era capaz de quedarse dormida al volante y empotrarse contra un árbol. La idea le produjo un nudo en el estómago.
—Te llevaré a casa —anunció de repente y le quitó las llaves, que se guardó en los vaqueros. Luego la tomó del brazo y la condujo a su coche, aparcado unas hileras más atrás.
Myriam intentó soltarse, pero no tenía energías suficientes.
—¿Y qué pasa con mi coche?
—Déjalo. Puedes venir a recogerlo por la mañana. Que te traiga tu hermana —al llegar a su vehículo, le abrió la puerta.
—No, puedo conducir —afirmó, aunque se tambaleó un poco.
—Sí —Víctor asintió. Era terca como una muía—. Ya lo veo. Sube, Myriam.
—Dios, te gusta mandar.
—Soy un marine.
—No, eres un hombre, y típico, además.
—Lo que te parezca —suspiró—. Simplemente, sube al maldito coche. ¿Por favor?
Myriam se apartó el pelo de la cara y se rindió.
—Solo lo hago porque me siento demasiado cansada para discutir.
—Aleluya —musitó y cerró en cuanto ella se sentó. Rodeó el coche, dejó los libros en el asiento de atrás y se sentó a su lado—. Abróchate el cinturón de seguridad.
Asintió y tuvo dificultades para sacarlo, hasta que Víctor estiró el brazo para ayudarla. Le rozó los pechos y ella contuvo el aliento. Él se quedó quieto un minuto demasiado largo, luego se obligó a serenarse. Le cruzó el cinturón por el torso y el abdomen y lo enganchó. Myriam alzó la cara, apenas a unos centímetros de la de Víctor.
—Gracias.
—¿Por asegurarte el cinturón? —susurró él—. De nada.
—Por llevarme a casa —corrigió y levantó la mano con el deseo de tocarle la cara, pero se lo pensó mejor y la dejó caer—. Supongo que me encuentro demasiado cansada para conducir.
—Sí —musitó. Decepcionado porque no lo hubiera tocado. Anhelaba sentir su mano, a pesar de que sabía que no debía. El solo hecho de estar tan cerca de ella lo agitaba de formas que jamás había esperado y que le habría gustado negar—. Conozco la sensación. Yo tampoco he dormido mucho últimamente.
Su mirada lo llenó, y en ella percibió sueños, preocupación y confusión, junto con esa obstinación que había sido lo primero que lo había atraído de ella.
—Es una tontería, ¿verdad? —preguntó, apoyando la cabeza en el respaldo.
—¿Qué? —apartó los ojos de ella, metió la llave en el encendido y arrancó.
—Empezamos como enemigos, nos hicimos amantes y ahora somos... ¿qué? —giró la cabeza para mirarlo.
—Le acabas de decir a tu admirador que éramos... amigos —enarcó una ceja.
—Te molestó, ¿eh? —sonrió. Víctor musitó algo inaudible—. Me gustaría saber qué te molestó más —comentó, más para sí misma—. Verme con él u oír que te llamaba amigo.
La observó. Tenía la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, con una sonrisa en la cara. Su respiración profunda y regular le indicó que ya estaba dormida. Alargó una mano y le acarició la mejilla, sintiéndose ridículamente complacido cuando ella giró la cara hacia su contacto, frotándose contra la palma de su mano.
—Si he de serte sincero, princesa, no lo sé.
Entonces puso la primera y salió del aparcamiento.
Medio dormida, Myriam sintió que la alzaba en brazos. La brisa nocturna le agitó el pelo y se arrebujó más contra su ancho pecho. Era agradable volver a estar en sus brazos, pegada a su corazón. Mantuvo los ojos cerrados mientras avanzaba por la entrada de vehículos en dirección a las escaleras de su apartamento. Escuchó los firmes pasos sobre el asfalto y supo que tendría que pedirle que la bajara. Pero no tenía energía para luchar contra él. Era evidente que estaba decidido a llevarla a casa.
Subió los peldaños con facilidad, como si no pesara nada. Myriam sonrió. Toda mujer, lo reconociera o no, tenía fantasías secretas sobre sus hombres llevándolas en la oscuridad. Pero no muchos eran lo bastante fuertes para hacerlo. Sus hombres. «Dios mío. ¿Es lo que era Víctor? ¿Su hombre?»
En el rellano, él sacó sus llaves del bolsillo, abrió la puerta y entró. Después de cerrarla, la llevó al dormitorio y la depositó sobre la cama. El colchón le pareció maravilloso; al instante se estiró y casi ronroneó. Abrió los ojos y lo miró. Víctor se frotó la cara mientras la observaba con ojos entrecerrados. Pasaron unos segundos y Myriam se sintió atrapada por la fuerza de su mirada. En su interior comenzó a enroscarse la necesidad e inútilmente trató de que no se extendiera. Víctor Paretti la había irritado, excitado y enfurecido. Pero también le había mostrado la pasión verdadera, haciendo que añorara que las cosas fueran distintas entre ellos. Más permanentes. Más...
—Será mejor que duermas —dijo él, quebrando sus pensamientos— Echaré el cerrojo al irme —agregó, mirándola como un hambriento al que se le negara una comida.
—No —musitó, alargando la mano.
—¿Que no cierre? —inquirió.
—No te vayas —le entrelazó los dedos y tiró de él.
—Myriam, los dos estamos cansados y no es una buena idea —afirmó con voz tensa.
Ella percibió su lucha y supo que no deseaba irse.
—Entonces abrázame un rato —en ese momento no deseaba otra cosa que acurrucase contra él y dormir bien por primera vez en días.
Unas emociones encontradas cruzaron por el rostro de Víctor a la velocidad del relámpago, hasta que finalmente asintió y se echó a su lado. Le pasó un brazo alrededor, la pegó a él y le apoyó la cabeza sobre el hombro.
—Un rato.
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un baile perfecto Maureen Child
miil graciias por los cap niiña
Dianitha- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: Un baile perfecto Maureen Child
Muchas gracias por el capitulo. Te esperamos con el siguiente.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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