Un Ferviente Deseo Maureen Child
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Dianitha
alma.fra
jai33sire
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
Muchas gracias por el capitulo, ke le pasa a ese Vic ke no la busca¡¡¡ .
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
miil graciias por los cap niiña
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
Capítulo 10
La lluvia tabaleaba sobre la capota del Mustang mientras Víctor se detenía frente a la casa de los Santini y miraba hacia la ventana del apartamento de Myriam. ¿De veras hacía sólo dos días que había estado allí? ¿Que pasó horas envuelto en los deseosos brazos de Myriam?
Víctor se pasó una mano por el cabello y luego la dejó caer sobre el volante. Tamborileó con los dedos al ritmo de la torrencial lluvia mientras se decía que había permanecido lejos de Myriam a propósito. Quería dejarle sitio para respirar, tiempo para pensar. Aunque ella no lo admitiera, lo que había ocurrido entre los dos sí era importante. Víctor había captado el enternecedor brillo de sus ojos aquella noche, y había comprendido exactamente qué significaba. Myriam era virgen. Ignoraba que se podía sentir esa clase de sensaciones con cualquiera durante una experiencia sexual.
—Mentiroso —musitó Víctor para sí, mientras las ventanillas del coche empezaban a empañarse. Había estado con suficientes mujeres como para saber que lo que había encontrado en los brazos de Myriam era distinto de todo lo que hubiera experimentado con anterioridad. Algo había surgido entre ambos. Algo poderoso y elemental. Víctor se había visto afectado a unos niveles que ni siquiera sabía que existían.
Y había guardado las distancias. Su mano derecha se cerró sobre el volante con fuerza suficiente para partirlo en dos. Diablos, a aquellas alturas Myriam estaría deseando no haber oído hablar nunca de Víctor Garvey. Y aunque probablemente sería mejor para ambos si ella lo mandaba a paseo, Víctor deseó que no lo hiciera.
En los dos días que había pasado sin Myriam, había descubierto una cosa. Lo mucho que le gustaba estar con ella. Había echado de menos contemplar su sonrisa, oírla cantar al ritmo de la emisora de radio que solía escuchar. Añoraba el sonido de su voz y sus comentarios de chica lista. En definitiva... añoraba a Myriam. Pero tenían que hablar seriamente. Si iban a seguir viéndose, Myriam debía saber que, por mucho que él disfrutara en su compañía, aquella relación no tenía futuro.
—Oh, buena idea, marine —musitó sombríamente—. Decirle algo así a la mujer que puede estar embarazada de ti.
Una punzada de algo que no quiso considerar miedo lo aguijoneó por dentro. Un hijo. Meneó la cabeza. No. Eso no ocurriría. Era imposible que Dios condenase a un niño inocente a tener un padre como él. Y, con ese feliz pensamiento, Víctor abrió la portezuela del coche y se internó en la tormenta.
—Cuéntamelo con detalle —exigió Gina, inclinándose hacia su hermana con una expresión ansiosa en el rostro.
En el exterior, el viento hacía que la lluvia azotara las ventanas. El frío del invierno parecía filtrarse por los cristales y calar a Myriam hasta los huesos. De repente, se sintió como un insecto en la mira de un microscopio. Y, conociendo a su hermana, sabía que no se rendiría sin obtener la información que solicitaba.
—Ni hablar —repuso Myriam negando con la cabeza. Aquella noche fue especial... secreta. Y era consciente de que, conforme pasaran los años y siguiera viviendo sola, la recordaría con frecuencia.
—Oh, vamos —urgió su hermana pequeña—. La poderosa Myriam por fin da el paso. Es toda una novedad.
—Es algo privado —dijo Myriam tajantemente, aunque sabía que eso no detendría a la mujer que la miraba con cara sonriente.
—Por lo menos, dime qué sentiste.
Myriam se quedó mirando a su hermana, sorprendida. ¿Era posible?, se preguntó, ladeando la cabeza para estudiar a aquella mujer a la que creía conocer tan bien. ¿Era posible que no fuera tan experimentada como hacía creer a todo el mundo?
—¿Que qué sentí? —Repitió Myriam por fin—. ¿Estás insinuando que...?
Gina se encogió de hombros, alzó ambas manos y luego volvió a dejarlas caer sobre su regazo.
—¿Qué puedo decirte? —contestó—. Mentí. Tú no eras la última Santini virgen. Soy yo.
Myriam se quedó de piedra. Recordando todas las veces que Gina se había metido con su falta de experiencia, Myriam hizo una mueca e inquirió:
—¿Por qué?
—¿Y por qué no? —Repuso Gina a la defensiva—. Lo que yo haga o deje de hacer es asunto mío, ¿no te parece?
Increíble.
—Ah, ¿y mi vida también era asunto tuyo?
—Naturalmente —dijo Gina con un rictus cínico—. Para eso estamos las hermanas, ¿no?
Ni un ápice de arrepentimiento. Muy característico de Gina.
—Pero...
—Nada de peros —la interrumpió Gina—. Sólo dime si debo esperar algo tan bueno como se dice.
¿Bueno? Ese adjetivo resultaba insuficiente, se dijo Myriam, recordando el calor de las caricias de Víctor. ¿Cómo podía explicarle a Gina algo que una mujer sólo podía entender cuando lo descubría por sí misma?
—Sí, es algo bueno —al ver que Gina sonreía, Myriam cerró los ojos, dejándose llevar por los recuerdos, y agregó—: Con la persona idónea, es algo maravilloso.
—Estás enamorada de él, ¿verdad? —preguntó Gina.
Myriam abrió los ojos de golpe y se quedó mirando a su hermana. Estando tan cerca de ella, sería imposible ocultarle las emociones que sabía que brillaban en sus ojos. De modo que, ¿por qué molestarse en negarlo?
—Desde luego que no —como mentira dejaba mucho que desear, pero poco más podía hacer.
—Sí, estoy convencida —dijo Gina, colocando las manos en el suelo y echándose ligeramente hacia atrás.
—Pues muy bien. Ahora déjame en paz. Quiero arreglar el maldito fregadero.
—Olvídate de ese estúpido fregadero.
—Mamá te lo agradecerá.
—Sé que estás enamorada de él, Myriam.
—¿Qué te hace estar tan segura?
—Porque... de no estarlo, no te habrías acostado con él.
Simple, pero cierto. —Por favor, Gina, déjalo estar.
—De eso nada —respondió Gina meneando lentamente la cabeza.
Una mirada a la expresión decidida de su hermana le bastó a Myriam para saber que toda resistencia sería inútil. Gina percibió la rendición de Myriam y se dispuso a ser generosa en la victoria.
—Bueno, ¿cuál es el problema? —inquirió en tono suave.
—¿Cuánto tiempo tienes? Gina esbozó una sonrisa cínica.
—El que haga falta.
—¿El problema, eh? Bueno, veamos. Hace nada que lo conozco...
—Papá y mamá se casaron a la semana justa de conocerse. Y les fue bien.
—Esto es distinto —Myriam se giró para buscar otra llave inglesa más pequeña en la caja de herramientas—. No tenemos nada en común, salvo el interés por los coches. Y tengo la inequívoca sensación de que si alguien le mencionara la palabra «amor», Víctor saldría pitando, y tan lejos que no lo encontraría ni un destacamento de marines.
—¿Por qué no haces la prueba?
—¿Eh? —Myriam alzó bruscamente la cabeza y se quedó mirando a su hermana como si ésta hubiera perdido el juicio.
—Digo que lo intentes —Gina se encogió de hombros y sonrió—. No tienes nada que perder. Si se larga, buen viaje. Si no, tendremos otra historia romántica que contarles a las próximas generaciones Santini.
—Para ti es fácil decirlo —respondió Myriam, mientras jugaba mentalmente con la idea de confesarle a Víctor su amor. Pero, ¿cómo encajaría el posible rechazo?
No. Más valía seguir guardando el secreto y disfrutar del tiempo que le quedara con él.
—Parece que vas a tener la oportunidad —anunció Gina al tiempo que miraba hacia la ventana.
Myriam siguió su mirada. A través del aguacero pudo ver a Víctor, que llamaba a la puerta de su apartamento. El corazón le dio un vuelco y los dedos se le aflojaron, dejando caer la llave inglesa con un fuerte tintineo metálico. Había vuelto. Antes de que Myriam pudiera hacer o decir nada, Gina se había puesto en pie y corría hacia la puerta trasera.
—¡Eh, Víctor! ¡Myriam está aquí!
Él se giró, hizo un gesto de asentimiento y bajó presuroso las escaleras. Deteniéndose ante la puerta de la cocina, paseó la mirada por la caldeada habitación hasta que localizó a Myriam. Se limitó a fijar los ojos en ella, con tal intensidad que Myriam notó que la piel se le ponía de gallina.
—Has llegado justo a tiempo —dijo Gina, arrastrándolo al interior de la cocina y cerrando la puerta.
Myriam lanzó una rápida mirada a su hermana. La creía totalmente capaz de anunciar: «Myriam está enamorada de ti. ¿Qué piensas hacer al respecto?». Percibiendo, al parecer, sus pensamientos, Gina sonrió burlona.
—¿Para qué? —preguntó Víctor, sin dejar de mirar a Myriam.
Gina hizo una larga pausa antes de contestar, casi provocándole a Myriam un infarto de miocardio.
—Mi madre necesita que le arreglen el fregadero, y nuestra pequeña mecánico no parece capaz.
Temporalmente aliviada, Myriam la fulminó con los ojos y luego volvió a mirar a Víctor.
—No hace falta que me ayudes, de veras. Me las arreglaré.
Situada detrás de Víctor, Gina zarandeó los brazos y formó con los labios las palabras «No seas tonta». Myriam la ignoró. Igual que Víctor. Por lo que a él respectaba, en la habitación no había nadie aparte de Myriam. En cuanto la miró a los ojos, el corazón se le tensó en el pecho y respirar se le antojó una ardua batalla. Maldición, aquello iba a ser más difícil de lo que había pensado.
—Bueno —dijo Gina en voz lo suficientemente alta para atraer su atención—. Os dejaré trabajar en paz, muchachos. Dame, Víctor —añadió al tiempo que alargaba la mano hacia el chubasquero que él llevaba puesto—. Lo colgaré en la percha de la entrada.
—Gracias —contestó Víctor mientras se quitaba el chubasquero.
Gina se marchó, y ninguno de los dos pareció notarlo. Con la mirada aún clavada en Myriam, él recordó que tenían que hablar seriamente. Debía decirle que no era el hombre que ella necesitaba. Por desgracia, en lo único que pudo pensar, mientras contemplaba a aquella muchacha con coleta y mono de trabajo, era en lo mucho que la deseaba. A fin de reprimir el ansia sexual que rugía en sus adentros, Víctor se puso de rodillas junto a Myriam y echó un vistazo debajo del fregadero.
—¿Cuál es el problema?
—Se ha atascado —respondió ella, inclinándose para examinarlo de nuevo.
Víctor giró la cabeza hacia Myriam, y se dio cuenta de que estaba a un beso de distancia. Descendió con la mirada hasta su boca, y cuando ella se mordió el labio inferior, él notó una punzada en el bajo vientre.
—Me alegra mucho verte —dijo Myriam, y Víctor sintió la caricia de su aliento en la mejilla.
—Yo también me alegro de verte a ti —confesó. Estupendo, genial, fantástico. Verla era todo eso y más. Pero no podía... no debía decírselo. En vez de eso, rompió el hechizo girándose para tumbarse boca arriba debajo del fregadero—. Pásame la llave inglesa —pidió.
Myriam así lo hizo y, mientras Víctor trabajaba en las viejas tuberías, la oyó decir:
—Se te da bien el trabajo manual. ¿Te lo han enseñado en el ejército?
—No —respondió él con los dientes apretados mientras hacía girar la llave inglesa—. ¿Sabes? Antes solía pensar en abrir mi propio taller.
—¿Un taller?
—Sí, algo parecido al tuyo, supongo —siguió diciendo Víctor, preguntándose por qué estaba contándole aquello. No era más que un viejo sueño. Un sueño del que no había vuelto a acordarse en muchos años—. Quería restaurar coches antiguos —prosiguió explicándole en qué consistía aquel viejo sueño, y cómo llevaría el negocio en caso de abrirlo. Cuando por fin hubo terminado, Víctor se dio cuenta de que jamás había hablado tanto en tan poco tiempo. Pero Myriam no parecía aburrida. Parecía interesada. En él. En sus sueños.
—¿Restauraste el Mustang tú solo? —inquirió ella.
—Sí —respondió él con una orgullosa sonrisa.
—Buen trabajo.
Víctor asintió con la cabeza, aceptando el cumplido y disfrutándolo tanto más por cuanto procedía de alguien con grandes conocimientos de mecánica. La mayoría de la gente no entendía de esas cosas. Pero Myriam y él podían hablar en el mismo idioma.
—También restauré un Corvette del 56, un Thunderbird del 64 y un Roadrunner del 69 —explicó.
Myriam se echó a reír, y Víctor volvió a darse cuenta de lo mucho que había añorado el sonido de su risa.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —Son todos coches fuertes y potentes —contestó ella sin perder la sonrisa—. Muy masculino por tu parte.
Él esbozó una sonrisa cínica. —La relación de un hombre y su coche es muy íntima, señorita, y no hay que tomarla a la ligera.
—Tomo nota de la corrección —dijo ella, devolviéndole una de sus frases características. Víctor siguió su ejemplo.
—Por mí no hace falta que tomes nota de nada. Y, en aquel momento, ambos se vieron arrastrados por el recuerdo de la noche que pasaron juntos. La tensión se palpaba en el aire que los rodeaba. Myriam contuvo la respiración, combatiendo las intensas sensaciones que se agitaban en su estómago.
—Yo, eh... —dijo, apartando la mirada de él—, había pensado en ampliar el taller. Pero no sé lo bastante sobre restauración de coches como para que la cosa funcionase. Además —añadió—, nunca parece haber suficiente tiempo o dinero.
La puerta trasera se abrió de golpe, dejando entrar otra ráfaga de lluvia y viento. Maryann Santini emitió un resoplido y, tras cerrar la puerta, dejó los paquetes que llevaba encima de la mesa de la cocina.
—Hola, mamá.
Maryann dejó escapar un jadeo ahogado, se llevó la mano a la base del cuello y se dio media vuelta, todo en un único movimiento.
—¡Myriam! Por Dios, hija, me has dado un susto de muerte. Hola, Víctor. Celebro volver a verte.
—Señora... —Víctor se incorporó y le estrechó la mano.
—¿Habéis arreglado el fregadero? —inquirió Maryann.
—Sí —respondió Myriam—. Lo ha arreglado Víctor.
—Vaya, pues muchas gracias —dijo Maryann con una sonrisa. Tras quitarse el abrigo y terciarlo en el respaldo de una silla, añadió—: Te quedarás a cenar, ¿verdad? Es lo menos que puedo hacer para agradecerte el arreglo.
Myriam miró a Víctor de soslayo, y se sorprendió al ver que la estaba mirando. Sus ojos contenían una pregunta, y ella comprendió que le estaba preguntando si deseaba que se quedara. Myriam sostuvo su mirada y dijo:
—Por favor, quédate.
Él asintió con la cabeza, y luego miró a Maryann.
—Gracias, señora. Creo que me gustaría quedarme un rato.
Myriam tuvo la sensación de que se refería a algo más que la cena. Quería quedarse... estar con ella. Un rato. Se preguntó cuánto tiempo significaría eso para él y comprendió que, aunque significara años, ella nunca tendría suficiente.
Las horas siguientes transcurrieron con rapidez. Aunque Myriam y Víctor estuvieron rodeados por la familia en todo momento, él descubrió que no se sentía tan fuera de lugar como en la ocasión anterior. Y no estaba seguro de si eso era bueno o malo. Acostumbrarse a la sensación de estar siendo absorbido por arenas movedizas no impedía que uno, en definitiva, se hundiera. Sólo contribuía a que uno cerrara los ojos ante el inminente peligro.
Víctor ayudó a Ángela a montar su nuevo equipo de música. Mientras acababan de conectar los altavoces, toda la familia se echó a reír cuando Jeremy insistió en poner su CD primero. Todos se sentaron a escuchar estoicamente lo que parecieron años de cantos infantiles. Luego, mientras las mujeres se retiraban a la cocina para ultimar la cena y poner la mesa, Víctor y Jeremy se quedaron jugando a los videojuegos.
—Es genial que hayas venido —dijo el pequeño, y pulsó un botón que destruyó el coche de Víctor en la pantalla.
Víctor hizo una mueca y pulsó su propio botón, aunque no sucedió nada. ¿Qué les pasaba a los críos?, se preguntó. ¿Acaso nacían sabiendo jugar a aquellos malditos trastos?
—Mi padre murió, ¿sabes? —dijo Jeremy de repente, y Víctor lo miró.
—Sí, lo sé —notó una punzada de tristeza por el niño. Víctor sabía muy bien lo que era perder a un padre. Pero, al menos, Jeremy aún tenía el amor de su madre, su abuela y sus dos tías. El pequeño era más afortunado que otros muchos chicos de su edad.
Más afortunado que el propio Víctor. —La verdad es que no lo recuerdo —estaba diciendo Jeremy.
Víctor pensó que probablemente sería lo mejor. Si lo recordara, sólo se torturaría a sí mismo con los recuerdos y pasaría su tiempo libre fantaseando sobre cómo podían haber sido las cosas. Él había pasado años así.
—Y, aparte de mí, en la casa sólo suele haber chicas —dijo Jeremy resoplando—. Así que me gusta mucho que vengas.
—Gracias —respondió Víctor sonriendo—. A mí también me gusta mucho venir —de hecho, él mismo se sorprendía de lo mucho que estaba disfrutando.
—¿Por qué no te casas con Myriam? —Inquirió Jeremy—. Así podrías estar aquí siempre.
Girando la cabeza para mirar al pequeño, Víctor no supo qué responder.
—Quiero decir —prosiguió el niño, ahorrándole a Víctor el trance de tener que contestarle— que a mí me gustaría que mi madre volviera a casarse. Porque tener un padre sería increíble. Pero tener un tío también estaría muy bien. Un tío. Tío Víctor.
Maldición. Le gustaba cómo sonaba aquello. Arrugando la frente, Víctor sintió la inconfundible succión de las arenas movedizas que pugnaban por absorberlo.
—¿Puedes volver mañana por la tarde? —preguntó Jeremy en tono bajo, mirando nerviosamente hacia la cocina, como si esperase que las mujeres les dejaran unos minutos más de tiempo.
—¿Por qué mañana? —quiso saber Víctor.
Jeremy se inclinó hacia él y susurró con una voz que podía haberse oído hasta en Chicago:
—Porque mañana vamos a buscar el árbol de Navidad, y si tú no vienes no podremos cortarlo.
—¿Por qué no?
—Porque una chica no puede cortar un árbol —disgustado, Jeremy meneó la cabeza.
—¿Ah, no? —preguntó Víctor, sonriendo al ver la expresión del pequeño.
—Todo el mundo lo sabe. Por eso siempre vamos a la tienda a comprar uno.
—Ah...
—Bueno, ¿qué dices? ¿Vendrás?
Un árbol de Navidad. Tío Víctor. Empezaba a hundirse verdaderamente y, aunque la vida le fuera en ello, no sabía cómo escapar. Contemplando la expresión ansiosa del niño, Víctor se dio cuenta de que jamás heriría sus sentimientos. De modo que aceptó ir a buscar el árbol de Navidad. Al fin y al cabo, siempre había una primera vez para todo. Y sería una buena excusa para ver de nuevo a Myriam.
—Claro que sí.
—¿Lo prometes? —inquirió el pequeño, estudiando su expresión.
Víctor se lo pensó un momento, sabiendo que, una vez que diera su palabra, no podría faltar a ella. ¿Deseaba de veras hacer aquello? Una vocecita interior le susurró «Sí». —Lo prometo.
Espero sus comentarios.
La lluvia tabaleaba sobre la capota del Mustang mientras Víctor se detenía frente a la casa de los Santini y miraba hacia la ventana del apartamento de Myriam. ¿De veras hacía sólo dos días que había estado allí? ¿Que pasó horas envuelto en los deseosos brazos de Myriam?
Víctor se pasó una mano por el cabello y luego la dejó caer sobre el volante. Tamborileó con los dedos al ritmo de la torrencial lluvia mientras se decía que había permanecido lejos de Myriam a propósito. Quería dejarle sitio para respirar, tiempo para pensar. Aunque ella no lo admitiera, lo que había ocurrido entre los dos sí era importante. Víctor había captado el enternecedor brillo de sus ojos aquella noche, y había comprendido exactamente qué significaba. Myriam era virgen. Ignoraba que se podía sentir esa clase de sensaciones con cualquiera durante una experiencia sexual.
—Mentiroso —musitó Víctor para sí, mientras las ventanillas del coche empezaban a empañarse. Había estado con suficientes mujeres como para saber que lo que había encontrado en los brazos de Myriam era distinto de todo lo que hubiera experimentado con anterioridad. Algo había surgido entre ambos. Algo poderoso y elemental. Víctor se había visto afectado a unos niveles que ni siquiera sabía que existían.
Y había guardado las distancias. Su mano derecha se cerró sobre el volante con fuerza suficiente para partirlo en dos. Diablos, a aquellas alturas Myriam estaría deseando no haber oído hablar nunca de Víctor Garvey. Y aunque probablemente sería mejor para ambos si ella lo mandaba a paseo, Víctor deseó que no lo hiciera.
En los dos días que había pasado sin Myriam, había descubierto una cosa. Lo mucho que le gustaba estar con ella. Había echado de menos contemplar su sonrisa, oírla cantar al ritmo de la emisora de radio que solía escuchar. Añoraba el sonido de su voz y sus comentarios de chica lista. En definitiva... añoraba a Myriam. Pero tenían que hablar seriamente. Si iban a seguir viéndose, Myriam debía saber que, por mucho que él disfrutara en su compañía, aquella relación no tenía futuro.
—Oh, buena idea, marine —musitó sombríamente—. Decirle algo así a la mujer que puede estar embarazada de ti.
Una punzada de algo que no quiso considerar miedo lo aguijoneó por dentro. Un hijo. Meneó la cabeza. No. Eso no ocurriría. Era imposible que Dios condenase a un niño inocente a tener un padre como él. Y, con ese feliz pensamiento, Víctor abrió la portezuela del coche y se internó en la tormenta.
—Cuéntamelo con detalle —exigió Gina, inclinándose hacia su hermana con una expresión ansiosa en el rostro.
En el exterior, el viento hacía que la lluvia azotara las ventanas. El frío del invierno parecía filtrarse por los cristales y calar a Myriam hasta los huesos. De repente, se sintió como un insecto en la mira de un microscopio. Y, conociendo a su hermana, sabía que no se rendiría sin obtener la información que solicitaba.
—Ni hablar —repuso Myriam negando con la cabeza. Aquella noche fue especial... secreta. Y era consciente de que, conforme pasaran los años y siguiera viviendo sola, la recordaría con frecuencia.
—Oh, vamos —urgió su hermana pequeña—. La poderosa Myriam por fin da el paso. Es toda una novedad.
—Es algo privado —dijo Myriam tajantemente, aunque sabía que eso no detendría a la mujer que la miraba con cara sonriente.
—Por lo menos, dime qué sentiste.
Myriam se quedó mirando a su hermana, sorprendida. ¿Era posible?, se preguntó, ladeando la cabeza para estudiar a aquella mujer a la que creía conocer tan bien. ¿Era posible que no fuera tan experimentada como hacía creer a todo el mundo?
—¿Que qué sentí? —Repitió Myriam por fin—. ¿Estás insinuando que...?
Gina se encogió de hombros, alzó ambas manos y luego volvió a dejarlas caer sobre su regazo.
—¿Qué puedo decirte? —contestó—. Mentí. Tú no eras la última Santini virgen. Soy yo.
Myriam se quedó de piedra. Recordando todas las veces que Gina se había metido con su falta de experiencia, Myriam hizo una mueca e inquirió:
—¿Por qué?
—¿Y por qué no? —Repuso Gina a la defensiva—. Lo que yo haga o deje de hacer es asunto mío, ¿no te parece?
Increíble.
—Ah, ¿y mi vida también era asunto tuyo?
—Naturalmente —dijo Gina con un rictus cínico—. Para eso estamos las hermanas, ¿no?
Ni un ápice de arrepentimiento. Muy característico de Gina.
—Pero...
—Nada de peros —la interrumpió Gina—. Sólo dime si debo esperar algo tan bueno como se dice.
¿Bueno? Ese adjetivo resultaba insuficiente, se dijo Myriam, recordando el calor de las caricias de Víctor. ¿Cómo podía explicarle a Gina algo que una mujer sólo podía entender cuando lo descubría por sí misma?
—Sí, es algo bueno —al ver que Gina sonreía, Myriam cerró los ojos, dejándose llevar por los recuerdos, y agregó—: Con la persona idónea, es algo maravilloso.
—Estás enamorada de él, ¿verdad? —preguntó Gina.
Myriam abrió los ojos de golpe y se quedó mirando a su hermana. Estando tan cerca de ella, sería imposible ocultarle las emociones que sabía que brillaban en sus ojos. De modo que, ¿por qué molestarse en negarlo?
—Desde luego que no —como mentira dejaba mucho que desear, pero poco más podía hacer.
—Sí, estoy convencida —dijo Gina, colocando las manos en el suelo y echándose ligeramente hacia atrás.
—Pues muy bien. Ahora déjame en paz. Quiero arreglar el maldito fregadero.
—Olvídate de ese estúpido fregadero.
—Mamá te lo agradecerá.
—Sé que estás enamorada de él, Myriam.
—¿Qué te hace estar tan segura?
—Porque... de no estarlo, no te habrías acostado con él.
Simple, pero cierto. —Por favor, Gina, déjalo estar.
—De eso nada —respondió Gina meneando lentamente la cabeza.
Una mirada a la expresión decidida de su hermana le bastó a Myriam para saber que toda resistencia sería inútil. Gina percibió la rendición de Myriam y se dispuso a ser generosa en la victoria.
—Bueno, ¿cuál es el problema? —inquirió en tono suave.
—¿Cuánto tiempo tienes? Gina esbozó una sonrisa cínica.
—El que haga falta.
—¿El problema, eh? Bueno, veamos. Hace nada que lo conozco...
—Papá y mamá se casaron a la semana justa de conocerse. Y les fue bien.
—Esto es distinto —Myriam se giró para buscar otra llave inglesa más pequeña en la caja de herramientas—. No tenemos nada en común, salvo el interés por los coches. Y tengo la inequívoca sensación de que si alguien le mencionara la palabra «amor», Víctor saldría pitando, y tan lejos que no lo encontraría ni un destacamento de marines.
—¿Por qué no haces la prueba?
—¿Eh? —Myriam alzó bruscamente la cabeza y se quedó mirando a su hermana como si ésta hubiera perdido el juicio.
—Digo que lo intentes —Gina se encogió de hombros y sonrió—. No tienes nada que perder. Si se larga, buen viaje. Si no, tendremos otra historia romántica que contarles a las próximas generaciones Santini.
—Para ti es fácil decirlo —respondió Myriam, mientras jugaba mentalmente con la idea de confesarle a Víctor su amor. Pero, ¿cómo encajaría el posible rechazo?
No. Más valía seguir guardando el secreto y disfrutar del tiempo que le quedara con él.
—Parece que vas a tener la oportunidad —anunció Gina al tiempo que miraba hacia la ventana.
Myriam siguió su mirada. A través del aguacero pudo ver a Víctor, que llamaba a la puerta de su apartamento. El corazón le dio un vuelco y los dedos se le aflojaron, dejando caer la llave inglesa con un fuerte tintineo metálico. Había vuelto. Antes de que Myriam pudiera hacer o decir nada, Gina se había puesto en pie y corría hacia la puerta trasera.
—¡Eh, Víctor! ¡Myriam está aquí!
Él se giró, hizo un gesto de asentimiento y bajó presuroso las escaleras. Deteniéndose ante la puerta de la cocina, paseó la mirada por la caldeada habitación hasta que localizó a Myriam. Se limitó a fijar los ojos en ella, con tal intensidad que Myriam notó que la piel se le ponía de gallina.
—Has llegado justo a tiempo —dijo Gina, arrastrándolo al interior de la cocina y cerrando la puerta.
Myriam lanzó una rápida mirada a su hermana. La creía totalmente capaz de anunciar: «Myriam está enamorada de ti. ¿Qué piensas hacer al respecto?». Percibiendo, al parecer, sus pensamientos, Gina sonrió burlona.
—¿Para qué? —preguntó Víctor, sin dejar de mirar a Myriam.
Gina hizo una larga pausa antes de contestar, casi provocándole a Myriam un infarto de miocardio.
—Mi madre necesita que le arreglen el fregadero, y nuestra pequeña mecánico no parece capaz.
Temporalmente aliviada, Myriam la fulminó con los ojos y luego volvió a mirar a Víctor.
—No hace falta que me ayudes, de veras. Me las arreglaré.
Situada detrás de Víctor, Gina zarandeó los brazos y formó con los labios las palabras «No seas tonta». Myriam la ignoró. Igual que Víctor. Por lo que a él respectaba, en la habitación no había nadie aparte de Myriam. En cuanto la miró a los ojos, el corazón se le tensó en el pecho y respirar se le antojó una ardua batalla. Maldición, aquello iba a ser más difícil de lo que había pensado.
—Bueno —dijo Gina en voz lo suficientemente alta para atraer su atención—. Os dejaré trabajar en paz, muchachos. Dame, Víctor —añadió al tiempo que alargaba la mano hacia el chubasquero que él llevaba puesto—. Lo colgaré en la percha de la entrada.
—Gracias —contestó Víctor mientras se quitaba el chubasquero.
Gina se marchó, y ninguno de los dos pareció notarlo. Con la mirada aún clavada en Myriam, él recordó que tenían que hablar seriamente. Debía decirle que no era el hombre que ella necesitaba. Por desgracia, en lo único que pudo pensar, mientras contemplaba a aquella muchacha con coleta y mono de trabajo, era en lo mucho que la deseaba. A fin de reprimir el ansia sexual que rugía en sus adentros, Víctor se puso de rodillas junto a Myriam y echó un vistazo debajo del fregadero.
—¿Cuál es el problema?
—Se ha atascado —respondió ella, inclinándose para examinarlo de nuevo.
Víctor giró la cabeza hacia Myriam, y se dio cuenta de que estaba a un beso de distancia. Descendió con la mirada hasta su boca, y cuando ella se mordió el labio inferior, él notó una punzada en el bajo vientre.
—Me alegra mucho verte —dijo Myriam, y Víctor sintió la caricia de su aliento en la mejilla.
—Yo también me alegro de verte a ti —confesó. Estupendo, genial, fantástico. Verla era todo eso y más. Pero no podía... no debía decírselo. En vez de eso, rompió el hechizo girándose para tumbarse boca arriba debajo del fregadero—. Pásame la llave inglesa —pidió.
Myriam así lo hizo y, mientras Víctor trabajaba en las viejas tuberías, la oyó decir:
—Se te da bien el trabajo manual. ¿Te lo han enseñado en el ejército?
—No —respondió él con los dientes apretados mientras hacía girar la llave inglesa—. ¿Sabes? Antes solía pensar en abrir mi propio taller.
—¿Un taller?
—Sí, algo parecido al tuyo, supongo —siguió diciendo Víctor, preguntándose por qué estaba contándole aquello. No era más que un viejo sueño. Un sueño del que no había vuelto a acordarse en muchos años—. Quería restaurar coches antiguos —prosiguió explicándole en qué consistía aquel viejo sueño, y cómo llevaría el negocio en caso de abrirlo. Cuando por fin hubo terminado, Víctor se dio cuenta de que jamás había hablado tanto en tan poco tiempo. Pero Myriam no parecía aburrida. Parecía interesada. En él. En sus sueños.
—¿Restauraste el Mustang tú solo? —inquirió ella.
—Sí —respondió él con una orgullosa sonrisa.
—Buen trabajo.
Víctor asintió con la cabeza, aceptando el cumplido y disfrutándolo tanto más por cuanto procedía de alguien con grandes conocimientos de mecánica. La mayoría de la gente no entendía de esas cosas. Pero Myriam y él podían hablar en el mismo idioma.
—También restauré un Corvette del 56, un Thunderbird del 64 y un Roadrunner del 69 —explicó.
Myriam se echó a reír, y Víctor volvió a darse cuenta de lo mucho que había añorado el sonido de su risa.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —Son todos coches fuertes y potentes —contestó ella sin perder la sonrisa—. Muy masculino por tu parte.
Él esbozó una sonrisa cínica. —La relación de un hombre y su coche es muy íntima, señorita, y no hay que tomarla a la ligera.
—Tomo nota de la corrección —dijo ella, devolviéndole una de sus frases características. Víctor siguió su ejemplo.
—Por mí no hace falta que tomes nota de nada. Y, en aquel momento, ambos se vieron arrastrados por el recuerdo de la noche que pasaron juntos. La tensión se palpaba en el aire que los rodeaba. Myriam contuvo la respiración, combatiendo las intensas sensaciones que se agitaban en su estómago.
—Yo, eh... —dijo, apartando la mirada de él—, había pensado en ampliar el taller. Pero no sé lo bastante sobre restauración de coches como para que la cosa funcionase. Además —añadió—, nunca parece haber suficiente tiempo o dinero.
La puerta trasera se abrió de golpe, dejando entrar otra ráfaga de lluvia y viento. Maryann Santini emitió un resoplido y, tras cerrar la puerta, dejó los paquetes que llevaba encima de la mesa de la cocina.
—Hola, mamá.
Maryann dejó escapar un jadeo ahogado, se llevó la mano a la base del cuello y se dio media vuelta, todo en un único movimiento.
—¡Myriam! Por Dios, hija, me has dado un susto de muerte. Hola, Víctor. Celebro volver a verte.
—Señora... —Víctor se incorporó y le estrechó la mano.
—¿Habéis arreglado el fregadero? —inquirió Maryann.
—Sí —respondió Myriam—. Lo ha arreglado Víctor.
—Vaya, pues muchas gracias —dijo Maryann con una sonrisa. Tras quitarse el abrigo y terciarlo en el respaldo de una silla, añadió—: Te quedarás a cenar, ¿verdad? Es lo menos que puedo hacer para agradecerte el arreglo.
Myriam miró a Víctor de soslayo, y se sorprendió al ver que la estaba mirando. Sus ojos contenían una pregunta, y ella comprendió que le estaba preguntando si deseaba que se quedara. Myriam sostuvo su mirada y dijo:
—Por favor, quédate.
Él asintió con la cabeza, y luego miró a Maryann.
—Gracias, señora. Creo que me gustaría quedarme un rato.
Myriam tuvo la sensación de que se refería a algo más que la cena. Quería quedarse... estar con ella. Un rato. Se preguntó cuánto tiempo significaría eso para él y comprendió que, aunque significara años, ella nunca tendría suficiente.
Las horas siguientes transcurrieron con rapidez. Aunque Myriam y Víctor estuvieron rodeados por la familia en todo momento, él descubrió que no se sentía tan fuera de lugar como en la ocasión anterior. Y no estaba seguro de si eso era bueno o malo. Acostumbrarse a la sensación de estar siendo absorbido por arenas movedizas no impedía que uno, en definitiva, se hundiera. Sólo contribuía a que uno cerrara los ojos ante el inminente peligro.
Víctor ayudó a Ángela a montar su nuevo equipo de música. Mientras acababan de conectar los altavoces, toda la familia se echó a reír cuando Jeremy insistió en poner su CD primero. Todos se sentaron a escuchar estoicamente lo que parecieron años de cantos infantiles. Luego, mientras las mujeres se retiraban a la cocina para ultimar la cena y poner la mesa, Víctor y Jeremy se quedaron jugando a los videojuegos.
—Es genial que hayas venido —dijo el pequeño, y pulsó un botón que destruyó el coche de Víctor en la pantalla.
Víctor hizo una mueca y pulsó su propio botón, aunque no sucedió nada. ¿Qué les pasaba a los críos?, se preguntó. ¿Acaso nacían sabiendo jugar a aquellos malditos trastos?
—Mi padre murió, ¿sabes? —dijo Jeremy de repente, y Víctor lo miró.
—Sí, lo sé —notó una punzada de tristeza por el niño. Víctor sabía muy bien lo que era perder a un padre. Pero, al menos, Jeremy aún tenía el amor de su madre, su abuela y sus dos tías. El pequeño era más afortunado que otros muchos chicos de su edad.
Más afortunado que el propio Víctor. —La verdad es que no lo recuerdo —estaba diciendo Jeremy.
Víctor pensó que probablemente sería lo mejor. Si lo recordara, sólo se torturaría a sí mismo con los recuerdos y pasaría su tiempo libre fantaseando sobre cómo podían haber sido las cosas. Él había pasado años así.
—Y, aparte de mí, en la casa sólo suele haber chicas —dijo Jeremy resoplando—. Así que me gusta mucho que vengas.
—Gracias —respondió Víctor sonriendo—. A mí también me gusta mucho venir —de hecho, él mismo se sorprendía de lo mucho que estaba disfrutando.
—¿Por qué no te casas con Myriam? —Inquirió Jeremy—. Así podrías estar aquí siempre.
Girando la cabeza para mirar al pequeño, Víctor no supo qué responder.
—Quiero decir —prosiguió el niño, ahorrándole a Víctor el trance de tener que contestarle— que a mí me gustaría que mi madre volviera a casarse. Porque tener un padre sería increíble. Pero tener un tío también estaría muy bien. Un tío. Tío Víctor.
Maldición. Le gustaba cómo sonaba aquello. Arrugando la frente, Víctor sintió la inconfundible succión de las arenas movedizas que pugnaban por absorberlo.
—¿Puedes volver mañana por la tarde? —preguntó Jeremy en tono bajo, mirando nerviosamente hacia la cocina, como si esperase que las mujeres les dejaran unos minutos más de tiempo.
—¿Por qué mañana? —quiso saber Víctor.
Jeremy se inclinó hacia él y susurró con una voz que podía haberse oído hasta en Chicago:
—Porque mañana vamos a buscar el árbol de Navidad, y si tú no vienes no podremos cortarlo.
—¿Por qué no?
—Porque una chica no puede cortar un árbol —disgustado, Jeremy meneó la cabeza.
—¿Ah, no? —preguntó Víctor, sonriendo al ver la expresión del pequeño.
—Todo el mundo lo sabe. Por eso siempre vamos a la tienda a comprar uno.
—Ah...
—Bueno, ¿qué dices? ¿Vendrás?
Un árbol de Navidad. Tío Víctor. Empezaba a hundirse verdaderamente y, aunque la vida le fuera en ello, no sabía cómo escapar. Contemplando la expresión ansiosa del niño, Víctor se dio cuenta de que jamás heriría sus sentimientos. De modo que aceptó ir a buscar el árbol de Navidad. Al fin y al cabo, siempre había una primera vez para todo. Y sería una buena excusa para ver de nuevo a Myriam.
—Claro que sí.
—¿Lo prometes? —inquirió el pequeño, estudiando su expresión.
Víctor se lo pensó un momento, sabiendo que, una vez que diera su palabra, no podría faltar a ella. ¿Deseaba de veras hacer aquello? Una vocecita interior le susurró «Sí». —Lo prometo.
Espero sus comentarios.
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
MUchas gracias por el capitulo, a Vic ya le esta gustando eso de la familia .
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
Capítulo 11
Una vez concluida la velada con la familia Santini, Myriam acompañó a Víctor hasta su apartamento. Durante las horas anteriores, había estado observando lo fácilmente que encajaba en el seno de su familia, y lo mucho que lo apreciaban su madre, sus hermanas y su sobrino. Sin embargo, a Myriam no se le había escapado el detalle de que, mientras disfrutaba, Víctor había mantenido una parte de sí mismo al margen.
Hacía escasamente un par de semanas, ni siquiera sabía de la existencia de Víctor Garvey. Vivía su vida y la consideraba completa. Se sentía feliz, aunque un poco sola. Pero ahora que Víctor había irrumpido en su vida, sabía que le costaría volver a ser feliz una vez que él se marchara. El aguacero se había convertido en una fina llovizna que empapó su ropa y parecía calarle hasta los huesos. Sintió un súbito escalofrío, pero Myriam tuvo la extraña sensación de que no tenía nada que ver con el clima. En el fondo de su corazón, sabía que Víctor se disponía a marcharse.
Al abrirse la puerta, la única lámpara que ella había dejado encendida proyectó un suave resplandor dorado en la entrada. La mirada de Myriam se clavó en el mullido sofá donde Víctor le había hecho el amor por primera vez, y supo que jamás podría entrar de nuevo en aquella habitación sin recordar cada detalle de lo sucedido aquella noche.
Simplemente pensar en ello hacía que su cuerpo ardiese por dentro y palpitara con una especie de frenética energía. Y saber que su relación con Víctor no sería permanente no contribuía a mitigar el fuego que la consumía por dentro. Myriam cerró la puerta detrás de Víctor y, al girarse, él estaba junto a ella, a escasos centímetros de distancia. Myriam retiró la cabeza para contemplarlo y se quedó sin aliento al ver su expresión. Deseo, ternura, arrepentimiento... una gama de sentimientos entremezclados se reflejaban en sus ojos. Y una ráfaga de dolor traspasó el corazón de Myriam.
—Myriam... —Víctor extendió la mano, y ella la tomó, entrelazando los dedos con los suyos—. Tenemos que hablar. Sobre lo que pasó la otra noche. Sobre lo que ha surgido entre nosotros.
¿Era su imaginación, o había una despedida contenida en aquellas palabras? Myriam no quería oírlo. Aún no. Sólo quería pasar otra noche con él. Bueno, en realidad deseaba pasar todas las noches de una vida entera con Víctor. Pero se conformaba con una más... antes de que desapareciera para siempre. Myriam alzó la mano de él y se la llevó a la mejilla. Luego, frotándose suavemente contra la palma, dijo:
—No hables, Víctor. Ahora no.
Él inhaló una larga y temblorosa bocanada de aire, y ella observó cómo una serie de emociones contrapuestas pugnaban en cada uno de sus rasgos. Pero, por fin, el deseo acabó imponiéndose a la angustia, y Myriam comprendió que, al menos por esta vez, había triunfado.
—Esto es un error —dijo Víctor acercándose más a ella—. Somos demasiado distintos. Buscamos cosas diferentes en la vida.
—Esta noche —repuso Myriam suavemente— los dos deseamos lo mismo. Nos deseamos el uno al otro.
—Sí —musitó él—. En eso tienes razón —y enmarcó su rostro con ambas manos, acercando su boca a la suya. El beso se inició como un roce sutil de labios sobre labios, pero en el instante en que sus bocas se encontraron, una frenética urgencia cobró vida entre ambos.
Víctor la devoró, separándole los labios con la lengua, y ella se apoyó en él, expresándole su entrega con un jadeo. Una y otra vez Víctor le acarició la lengua con la suya, provocando descargas eléctricas en sus venas y escalofríos por todo su cuerpo, desde las raíces del cabello hasta los dedos de los pies. Myriam le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él, sintiendo como si viajara en el primer vagón de una montaña rusa. El estómago le hormigueaba, la boca se le había secado, e incluso las palmas de sus manos rabiaban por tocarlo.
Un ansia, cruda y poderosa, empezó a rugir en su interior. Le quitó a tirones el chubasquero, y Víctor la soltó el tiempo suficiente para despojarse de la camisa, desnudando su pecho ante sus ansiosas manos. Luego, con dedos titubeantes, le desabrochó los botones del mono de trabajo, que cayó hasta su cintura, y le quitó el sujetador. La súbita ráfaga de aire frío sobre sus senos le endureció los pezones, y Myriam jadeó de nuevo, con más fuerza, cuando Víctor agachó la cabeza para apresarlos con los labios. Un devastador cúmulo de sensaciones estalló en su interior. Ella se aferró a sus hombros, y él la rodeó con los brazos, elevándola y sosteniéndola contra la puerta cerrada. A renglón seguido le bajó los pantalones del mono y las medias.
Libre de la ropa, Myriam se rindió al salvaje frenesí que la embargaba y entrelazó las piernas en torno a la cintura de Víctor. Él volvió a agachar la cabeza para besarle un pezón, y luego el otro. Chupando, mordisqueando y saboreando las sensibles puntas, la empujó más y más hacia el precipicio que ella sabía que le aguardaba. Myriam apoyó la cabeza en la puerta y miró con ojos ausentes el techo, mientras él hacía cosas increíbles en su cuerpo... y en su alma.
Un fuerte brazo la sujetó mientras Víctor bajaba la otra mano. Ella oyó el inconfundible sonido de una cremallera abriéndose, y todos los puntos sensibles de su cuerpo se tensaron. Pronto, se dijo. Pronto volvería a sentirlo en su interior. Ya experimentar aquella gloriosa sensación de plenitud.
—Maldición —musitó él con voz espesa, y Myriam se esforzó por emerger de la neblina sexual que empañaba su cerebro.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —preguntó sin aliento.
—No puedo hacerlo con una sola mano —respondió Víctor.
Ella abrió los ojos, vio el paquete de preservativos que él sostenía y por fin comprendió.
—Déjame a mí —dijo al tiempo que alargaba la mano hacia el paquete.
Víctor la miró fijamente a los ojos mientras ella sacaba un preservativo del envoltorio. Luego la sostuvo con firmeza mientras se agachaba para colocárselo. Lentamente, con suavidad, fue desenrollando el finísimo material por toda la longitud de su sexo, y él hizo una mueca.
—Myriam... —susurró su nombre con un jadeo, y su necesidad espoleó la de ella.
Myriam no podía esperar. No podía soportar la tensión que se acumulaba en su interior. Necesitaba a Víctor con una desesperación que jamás habría creído posible.
Cerró los ojos y se mordió el labio inferior antes de decir suavemente:
—Ahora, Víctor. Por favor, ahora.
—Sí, ahora —repitió él y, aún sosteniéndola contra la puerta, se deslizó dentro de ella.
Myriam emitió un jadeo ahogado y arqueó la espalda, mientras él enterraba la cabeza en la curva de su cuello y gemía como un condenado que suplicara el perdón.
Tras saborear la unión de sus cuerpos durante un breve momento, Víctor se retiró de ella sólo para volver a penetrarla más profundamente, con más fuerza. Myriam le clavó las uñas en la espalda conforme sentía cómo la tensión en su interior crecía y aumentaba por segundos. Cada vez más deprisa, con mayor frenesí, se precipitaron juntos hacia el filo del olvido, y cuando lo encontraron, se despeñaron por el abismo, cada uno sintiéndose a salvo en los brazos del otro. Antes de que su cuerpo se estremeciera, presa de los últimos temblores, Myriam susurró:
—Te quiero —y al instante comprendió que había cometido un error.
Víctor se quedó completamente inmóvil. El eco de aquellas dos palabras se abrió paso hacia lo más hondo de su ser y resonó en su corazón. Víctor cerró los ojos y experimentó una súbita oleada de calidez que se propagaba por su interior. No recordaba que nadie le hubiera dicho nunca aquellas palabras directamente. Y no sabía qué decir. O qué hacer. Lenta y cuidadosamente, se separó de Myriam y la soltó en el suelo. En aquellos incómodos segundos iniciales, un tenso silencio se hizo entre ambos, y Víctor agradeció que ella no dijera nada más. Todo era culpa suya. Se había acercado demasiado a Myriam. Había permitido que ella se acercara demasiado a él. Y ahora le sería imposible dejarla sin causarle dolor.
—Víctor —dijo ella, y él comprendió que el paréntesis de silencio había concluido.
Ahora tendrían que hablar, tendría que decirle cosas que sabía que le destrozarían el corazón y el alma. Tendría que rechazar el don que ella le había ofrecido. Tendría que decirle que no tenía futuro con un hombre que carecía de pasado.
—Myriam —se apresuró a decir, antes de que ella pronunciara de nuevo aquellas dos palabras—. No busco nada permanente.
—Yo no he dicho lo contrario —respondió Myriam.
Él se giró bruscamente para mirarla.
—Pero dijiste que me...
Ella le sonrió. Era una sonrisa triste, angustiada, pero sonrisa al fin y al cabo.
—Que te quiero. Y es verdad.
Víctor titubeó. No había esperado oír aquellas palabras.
—Lo que hay entre nosotros es... bueno —dijo, perfectamente consciente de que el calificativo se quedaba corto. Con Myriam había encontrado algo que ni siquiera sabía que existía.
—Es más que bueno —dijo ella como si le leyera la mente—. Pero creo que tú ya lo sabes.
Víctor apretó los dientes. Todas las células de su cuerpo se tensaron. ¿Por qué estaba siendo tan condenadamente amable? Cualquier otra mujer lo habría arrastrado sobre ascuas encendidas a aquellas alturas. Pero, bueno, ninguna otra mujer, antes que Myriam, le había confesado su amor.
—No hagas que esto resulte más duro para los dos —dijo.
—No te preocupes —contestó Myriam mientras se abrochaba el último botón del mono.
Él se quedó mirándola. No se había molestado en ponerse el sujetador, de modo que el mono apenas le cubría los senos. Tenía la negra melena despeinada, los ojos le brillaban y sus labios estaban hinchados tras la sesión de besos. Víctor la deseó más que a la vida misma. Apretando las manos fuertemente, esperó a que ella continuara. Deseaba darle tiempo para que le echara la reprimenda que se merecía.
—No quise decírtelo en voz alta —prosiguió Myriam—. Simplemente... se me escapó.
¿Estaba pidiéndole disculpas?
—Maldita sea, Myriam —dijo Víctor con voz tensa—. Grítame. Tírame algo. ¡Al menos, dime lo bastardo que soy!
Ella meneó la cabeza y emitió una risita carente de humor.
—No ayudaría en nada.
A él sí le ayudaría, quiso decir Víctor. Mitigaría parte del sentimiento de culpabilidad que le constreñía el pecho.
—Myriam —dijo—, no quiero hacerte daño.
—Lo sé.
—No esperes de mí más de lo que puedo darte.
—Yo no espero nada de ti, Víctor —dijo ella con tristeza, y luego meneó la cabeza lentamente.
—Pues deberías —repuso él.
—¿Para qué? ¿Para llevarme un desengaño? —Myriam volvió a menear la cabeza y se dirigió hacia el sofá—. No, gracias. Pero tampoco pienso ponértelo fácil, Víctor. No puedo fingir que no te amo. Porque mentiría.
Víctor hizo una mueca y hubo de combatir el súbito impulso de salir corriendo.
—Entiendo que tú no me correspondas —siguió diciendo ella con calma—. Supongo que, a veces, las cosas son así —añadió en tono cada vez más bajo—. Al destino le gusta jugar malas pasadas.
—Myriam...
—No pasa nada, Víctor —respondió ella cruzando los brazos sobre el pecho—. A veces, se ama. Y a veces no.
—Myriam, yo te aprecio —dijo él, sabiendo que no era suficiente. Nunca sería suficiente para ella.
Una sonrisa casi imperceptible curvó los labios de Myriam por un efímero momento.
—Estoy segura de que sí, Víctor. Pero el aprecio no es amor, ¿verdad?
—No —él pronunció la palabra a través del nudo que le atenazaba la garganta, y vio cómo Myriam la encajaba como un tiro de pistola. Un maldito bastardo, eso es lo que era. Pero saberlo no cambiaba las cosas.
—Víctor... Si no te importa, estoy muy cansada, así que...
Quería que se marchara. No era de extrañar, se dijo Víctor.
—Muy bien —dijo con calma—. Me iré —luego, acordándose, añadió— Pero hasta que estemos seguros sobre si hay o no embarazo, no me iré muy lejos.
—Ay, Víctor —exclamó Myriam con una voz que apenas llegaba a susurro—. Ya estás tan lejos de mí, que no puedo alcanzarte.
Tenía razón. Y Víctor sólo podía esperar que Dios tuviera el buen sentido de no condenar a un niño inocente a tenerlo a él como padre. Respiró hondo, miró a Myriam por última vez y por fin salió por la puerta. No le sorprendió que el cielo estallara como un globo lleno de agua y lo empapara hasta los huesos. No se merecía menos.
Un frío viento azotaba el pequeño bosque de pinos y, en medio de la multitud de felices familias, dos personas se miraban mutuamente con expresión incómoda.
—No tenías por qué haberlo hecho —dijo Myriam por tercera vez en cinco minutos.
Víctor la miró y, metiéndose las manos en los bolsillos de los tejanos, hizo un gesto de asentimiento.
—Claro que sí —dijo— Lo prometí.
Lo había prometido. Eso había asegurado al presentarse en casa de los Santini, media hora antes. Myriam no había esperado que se presentara, en realidad. No después de lo ocurrido la noche anterior. Pero, al parecer, había subestimado el sentido del deber del sargento Víctor Garvey. Al menos, Jeremy estaba feliz, se dijo mientras buscaba a su sobrinito entre la multitud. El niño había vuelto a esfumarse. Se había pasado los anteriores quince minutos correteando por entre los árboles como un Daniel Boone infantil. De hecho, estaba pasándoselo mejor que nunca, completamente ajeno al descontento de los dos adultos que lo acompañaban.
—Oye, Myriam —dijo Víctor, y algo en el interior de ella se tensó. No deseaba hablar de lo sucedido aquella noche. No quería recordarlo, como lo había recordado durante las horas insomnes de la noche más larga de su vida.
—Jeremy está disfrutando —dijo Myriam en un intento de centrar la conversación en la búsqueda del árbol de Navidad. Maldición. ¿Por qué no habían podido ir Gina o Ángela? ¿Por qué tenían que dejarla a solas con el hombre que le había destrozado el corazón?
—Sí, es cierto —comentó él sin dejar de mirarla. —Aunque, de no haberte presentado, lo habría entendido. Yo se lo hubiera explicado. Víctor emitió una risita.
—¿Qué le hubieras explicado? ¿Que un marine tenía tanto miedo de su tía, que faltó a su palabra?
—Ya se me hubiera ocurrido algo —insistió Myriam. Y hubiera sido más fácil de ese modo. Un dolor sordo y soterrado empezó a aguijonearle el corazón, un dolor que parecía aumentar al ritmo de sus latidos. Qué difícil era estar tan cerca y, al mismo tiempo, tan lejos de él.
—No hacía falta —dijo Víctor atrayendo su atención—. Los niños tienen derecho a esperar que los adultos cumplan sus promesas.
Algo pareció brillar en lo profundo de sus ojos negros, y Myriam creyó distinguir un fogonazo de antigua angustia en su expresión. No estaba hablando sólo de Jeremy, se dijo, y se preguntó qué promesas no cumplidas habrían atormentado la infancia de Víctor.
—Ahí está —dijo él de repente, señalando a la derecha.
—Será mejor que vayamos por él —Myriam echó a andar, y trató de no disfrutar demasiado cuando Víctor aceleró el paso para situarse a su lado.
—Todo esto es muy bonito —comentó él, paseando la mirada por los árboles y las luces de Navidad que decoraban el entorno.
—Sí —convino ella, dispuesta a hablar de cualquier cosa excepto de la noche anterior—. Es la primera vez que venimos, aunque Jeremy siempre había insistido.
—Yo sólo he conocido árboles de pega. De plástico.
—¿De plástico? —Inquirió Myriam, sin poder ocultar su consternación—. Oh, no.
—Oh, sí —Víctor meneó la cabeza y se metió las manos en los bolsillos—. Recuerdo que, en una casa, pusieron un árbol de plástico rosa, con luces de colores que lo iluminaban por las noches. Era espantoso.
¿En una casa?, se preguntó Myriam.
—Y luego, otro año, no pusieron árbol en absoluto.
—¿Dónde te criaste, Víctor? —preguntó ella.
—En St. Louis —respondió él en tono tenso, y luego giró lentamente la cabeza para mirarla—. En varias casas de acogida.
Qué triste, se dijo ella, y de inmediato sintió una punzada de dolor por el niño que había sido.
—¿Y tus padres?
Víctor se encogió de hombros, como si deseara despojarse de una carga que había llevado durante muchos años.
—Mi madre murió cuando yo tenía la edad de Jeremy.
—Lo siento mucho, Víctor.
—Sucedió hace mucho tiempo —él respiró hondo.
—¿Y tu padre?
—Mi padre me entregó en adopción a los pocos meses.
Qué infancia tan horrible, se dijo Myriam. Sin un hogar propio. Sin una familia en la que apoyarse. Sabiendo que su único pariente vivo se había deshecho de él. Quizá, concluyó Myriam, fuera eso en parte la causa del recelo de Víctor hacia el amor. Quizá, al haber carecido de amor durante toda su vida, era incapaz de aceptarlo cuando por fin se lo ofrecían. —Víctor, no sé qué decir.
—No hay nada que decir —él se sacó la mano del bolsillo y se la pasó por el cabello. Con la mente hecha un torbellino, se preguntó por qué diablos le había contado la historia de su niñez. Nunca hablaba del pasado. Trataba de no recordarlo.
—Debió de ser horrible para ti —dijo Myriam suavemente.
Víctor se puso rígido al percibir el tono compasivo de su voz. No quería su lástima. No la necesitaba.
—No me compadezcas, Myriam. No necesito tu pena.
—¿De veras? —inquirió ella, con sus grandes ojos verdes empañados por las lágrimas.
Víctor se reafirmó a sí mismo contra aquella expresión de ternura.
—Ya te he dicho que fue hace mucho tiempo. Ya no soy un niño solitario.
—Creo que te equivocas, Víctor —repuso Myriam y alzó la mano para posarla en su antebrazo. Incluso a través de la gruesa tela del jersey, él notó cómo el calor que le transmitía ella se filtraba hasta sus huesos. Y, por un breve e increíble momento, se sintió vivo de nuevo. Tan vivo como cada vez que unía su cuerpo al de ella. Pero Myriam volvió a hablar, y el momento pasó.
—Creo que aún queda algo de ese niño en ti, Víctor. Un niño que no tuvo familia, y que se convenció de que no la necesitaba. Un niño sin amor que llegó a la conclusión de que el amor no era necesario.
Cada una de aquellas palabras hizo mella en la dura coraza que Víctor había erigido en torno a su corazón hacía muchos años. Cada mirada, cada caricia de Myriam, brindaba calor a un alma que nunca había sentido sino frío. Y, sin embargo, Víctor siguió resistiéndose. Si admitía lo mucho que Myriam y su familia habían llegado a significar para él, tendría que reconocer lo que se había perdido en la vida.
—No puedo cambiar lo que te sucedió cuando eras niño, Víctor —dijo Myriam—. Y sólo tú puedes cambiar el presente.
¿De veras podía?, se preguntó él. ¿O ya era demasiado tarde para ser lo que nunca había sido? ¿Podía un hombre que nunca había conocido el amor ofrecerlo y aceptarlo? En parte, deseó creer con toda el alma que eso fuese posible.
—¡Eh, muchachos! —vociferó Jeremy en ese momento, antes de detenerse al lado de Víctor levantando una nube de polvo.
—¿Qué pasa, chaval? —le preguntó Myriam con una sonrisa forzada.
—Creo que lo he encontrado —declaró el pequeño—. El árbol perfecto —agarró a su tía de la mano y empezó a tirar de ella—. ¡Vamos, antes de que alguien nos lo quite!
Ella miró a Víctor por encima del hombro, y las emociones que se reflejaban en sus ojos casi lo abrumaron. Myriam lo amaba. Myriam Santini lo amaba de verdad. Pero, ¿era él lo bastante hombre para obrar en consecuencia? Gruñendo para sí, Víctor siguió a Jeremy y a Myriam. Dio gracias por que el pequeño hubiera encontrado el árbol que quería, porque en aquel momento nada le apetecía más que golpear algo con un hacha.
Espero sus comentarios.
Una vez concluida la velada con la familia Santini, Myriam acompañó a Víctor hasta su apartamento. Durante las horas anteriores, había estado observando lo fácilmente que encajaba en el seno de su familia, y lo mucho que lo apreciaban su madre, sus hermanas y su sobrino. Sin embargo, a Myriam no se le había escapado el detalle de que, mientras disfrutaba, Víctor había mantenido una parte de sí mismo al margen.
Hacía escasamente un par de semanas, ni siquiera sabía de la existencia de Víctor Garvey. Vivía su vida y la consideraba completa. Se sentía feliz, aunque un poco sola. Pero ahora que Víctor había irrumpido en su vida, sabía que le costaría volver a ser feliz una vez que él se marchara. El aguacero se había convertido en una fina llovizna que empapó su ropa y parecía calarle hasta los huesos. Sintió un súbito escalofrío, pero Myriam tuvo la extraña sensación de que no tenía nada que ver con el clima. En el fondo de su corazón, sabía que Víctor se disponía a marcharse.
Al abrirse la puerta, la única lámpara que ella había dejado encendida proyectó un suave resplandor dorado en la entrada. La mirada de Myriam se clavó en el mullido sofá donde Víctor le había hecho el amor por primera vez, y supo que jamás podría entrar de nuevo en aquella habitación sin recordar cada detalle de lo sucedido aquella noche.
Simplemente pensar en ello hacía que su cuerpo ardiese por dentro y palpitara con una especie de frenética energía. Y saber que su relación con Víctor no sería permanente no contribuía a mitigar el fuego que la consumía por dentro. Myriam cerró la puerta detrás de Víctor y, al girarse, él estaba junto a ella, a escasos centímetros de distancia. Myriam retiró la cabeza para contemplarlo y se quedó sin aliento al ver su expresión. Deseo, ternura, arrepentimiento... una gama de sentimientos entremezclados se reflejaban en sus ojos. Y una ráfaga de dolor traspasó el corazón de Myriam.
—Myriam... —Víctor extendió la mano, y ella la tomó, entrelazando los dedos con los suyos—. Tenemos que hablar. Sobre lo que pasó la otra noche. Sobre lo que ha surgido entre nosotros.
¿Era su imaginación, o había una despedida contenida en aquellas palabras? Myriam no quería oírlo. Aún no. Sólo quería pasar otra noche con él. Bueno, en realidad deseaba pasar todas las noches de una vida entera con Víctor. Pero se conformaba con una más... antes de que desapareciera para siempre. Myriam alzó la mano de él y se la llevó a la mejilla. Luego, frotándose suavemente contra la palma, dijo:
—No hables, Víctor. Ahora no.
Él inhaló una larga y temblorosa bocanada de aire, y ella observó cómo una serie de emociones contrapuestas pugnaban en cada uno de sus rasgos. Pero, por fin, el deseo acabó imponiéndose a la angustia, y Myriam comprendió que, al menos por esta vez, había triunfado.
—Esto es un error —dijo Víctor acercándose más a ella—. Somos demasiado distintos. Buscamos cosas diferentes en la vida.
—Esta noche —repuso Myriam suavemente— los dos deseamos lo mismo. Nos deseamos el uno al otro.
—Sí —musitó él—. En eso tienes razón —y enmarcó su rostro con ambas manos, acercando su boca a la suya. El beso se inició como un roce sutil de labios sobre labios, pero en el instante en que sus bocas se encontraron, una frenética urgencia cobró vida entre ambos.
Víctor la devoró, separándole los labios con la lengua, y ella se apoyó en él, expresándole su entrega con un jadeo. Una y otra vez Víctor le acarició la lengua con la suya, provocando descargas eléctricas en sus venas y escalofríos por todo su cuerpo, desde las raíces del cabello hasta los dedos de los pies. Myriam le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él, sintiendo como si viajara en el primer vagón de una montaña rusa. El estómago le hormigueaba, la boca se le había secado, e incluso las palmas de sus manos rabiaban por tocarlo.
Un ansia, cruda y poderosa, empezó a rugir en su interior. Le quitó a tirones el chubasquero, y Víctor la soltó el tiempo suficiente para despojarse de la camisa, desnudando su pecho ante sus ansiosas manos. Luego, con dedos titubeantes, le desabrochó los botones del mono de trabajo, que cayó hasta su cintura, y le quitó el sujetador. La súbita ráfaga de aire frío sobre sus senos le endureció los pezones, y Myriam jadeó de nuevo, con más fuerza, cuando Víctor agachó la cabeza para apresarlos con los labios. Un devastador cúmulo de sensaciones estalló en su interior. Ella se aferró a sus hombros, y él la rodeó con los brazos, elevándola y sosteniéndola contra la puerta cerrada. A renglón seguido le bajó los pantalones del mono y las medias.
Libre de la ropa, Myriam se rindió al salvaje frenesí que la embargaba y entrelazó las piernas en torno a la cintura de Víctor. Él volvió a agachar la cabeza para besarle un pezón, y luego el otro. Chupando, mordisqueando y saboreando las sensibles puntas, la empujó más y más hacia el precipicio que ella sabía que le aguardaba. Myriam apoyó la cabeza en la puerta y miró con ojos ausentes el techo, mientras él hacía cosas increíbles en su cuerpo... y en su alma.
Un fuerte brazo la sujetó mientras Víctor bajaba la otra mano. Ella oyó el inconfundible sonido de una cremallera abriéndose, y todos los puntos sensibles de su cuerpo se tensaron. Pronto, se dijo. Pronto volvería a sentirlo en su interior. Ya experimentar aquella gloriosa sensación de plenitud.
—Maldición —musitó él con voz espesa, y Myriam se esforzó por emerger de la neblina sexual que empañaba su cerebro.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —preguntó sin aliento.
—No puedo hacerlo con una sola mano —respondió Víctor.
Ella abrió los ojos, vio el paquete de preservativos que él sostenía y por fin comprendió.
—Déjame a mí —dijo al tiempo que alargaba la mano hacia el paquete.
Víctor la miró fijamente a los ojos mientras ella sacaba un preservativo del envoltorio. Luego la sostuvo con firmeza mientras se agachaba para colocárselo. Lentamente, con suavidad, fue desenrollando el finísimo material por toda la longitud de su sexo, y él hizo una mueca.
—Myriam... —susurró su nombre con un jadeo, y su necesidad espoleó la de ella.
Myriam no podía esperar. No podía soportar la tensión que se acumulaba en su interior. Necesitaba a Víctor con una desesperación que jamás habría creído posible.
Cerró los ojos y se mordió el labio inferior antes de decir suavemente:
—Ahora, Víctor. Por favor, ahora.
—Sí, ahora —repitió él y, aún sosteniéndola contra la puerta, se deslizó dentro de ella.
Myriam emitió un jadeo ahogado y arqueó la espalda, mientras él enterraba la cabeza en la curva de su cuello y gemía como un condenado que suplicara el perdón.
Tras saborear la unión de sus cuerpos durante un breve momento, Víctor se retiró de ella sólo para volver a penetrarla más profundamente, con más fuerza. Myriam le clavó las uñas en la espalda conforme sentía cómo la tensión en su interior crecía y aumentaba por segundos. Cada vez más deprisa, con mayor frenesí, se precipitaron juntos hacia el filo del olvido, y cuando lo encontraron, se despeñaron por el abismo, cada uno sintiéndose a salvo en los brazos del otro. Antes de que su cuerpo se estremeciera, presa de los últimos temblores, Myriam susurró:
—Te quiero —y al instante comprendió que había cometido un error.
Víctor se quedó completamente inmóvil. El eco de aquellas dos palabras se abrió paso hacia lo más hondo de su ser y resonó en su corazón. Víctor cerró los ojos y experimentó una súbita oleada de calidez que se propagaba por su interior. No recordaba que nadie le hubiera dicho nunca aquellas palabras directamente. Y no sabía qué decir. O qué hacer. Lenta y cuidadosamente, se separó de Myriam y la soltó en el suelo. En aquellos incómodos segundos iniciales, un tenso silencio se hizo entre ambos, y Víctor agradeció que ella no dijera nada más. Todo era culpa suya. Se había acercado demasiado a Myriam. Había permitido que ella se acercara demasiado a él. Y ahora le sería imposible dejarla sin causarle dolor.
—Víctor —dijo ella, y él comprendió que el paréntesis de silencio había concluido.
Ahora tendrían que hablar, tendría que decirle cosas que sabía que le destrozarían el corazón y el alma. Tendría que rechazar el don que ella le había ofrecido. Tendría que decirle que no tenía futuro con un hombre que carecía de pasado.
—Myriam —se apresuró a decir, antes de que ella pronunciara de nuevo aquellas dos palabras—. No busco nada permanente.
—Yo no he dicho lo contrario —respondió Myriam.
Él se giró bruscamente para mirarla.
—Pero dijiste que me...
Ella le sonrió. Era una sonrisa triste, angustiada, pero sonrisa al fin y al cabo.
—Que te quiero. Y es verdad.
Víctor titubeó. No había esperado oír aquellas palabras.
—Lo que hay entre nosotros es... bueno —dijo, perfectamente consciente de que el calificativo se quedaba corto. Con Myriam había encontrado algo que ni siquiera sabía que existía.
—Es más que bueno —dijo ella como si le leyera la mente—. Pero creo que tú ya lo sabes.
Víctor apretó los dientes. Todas las células de su cuerpo se tensaron. ¿Por qué estaba siendo tan condenadamente amable? Cualquier otra mujer lo habría arrastrado sobre ascuas encendidas a aquellas alturas. Pero, bueno, ninguna otra mujer, antes que Myriam, le había confesado su amor.
—No hagas que esto resulte más duro para los dos —dijo.
—No te preocupes —contestó Myriam mientras se abrochaba el último botón del mono.
Él se quedó mirándola. No se había molestado en ponerse el sujetador, de modo que el mono apenas le cubría los senos. Tenía la negra melena despeinada, los ojos le brillaban y sus labios estaban hinchados tras la sesión de besos. Víctor la deseó más que a la vida misma. Apretando las manos fuertemente, esperó a que ella continuara. Deseaba darle tiempo para que le echara la reprimenda que se merecía.
—No quise decírtelo en voz alta —prosiguió Myriam—. Simplemente... se me escapó.
¿Estaba pidiéndole disculpas?
—Maldita sea, Myriam —dijo Víctor con voz tensa—. Grítame. Tírame algo. ¡Al menos, dime lo bastardo que soy!
Ella meneó la cabeza y emitió una risita carente de humor.
—No ayudaría en nada.
A él sí le ayudaría, quiso decir Víctor. Mitigaría parte del sentimiento de culpabilidad que le constreñía el pecho.
—Myriam —dijo—, no quiero hacerte daño.
—Lo sé.
—No esperes de mí más de lo que puedo darte.
—Yo no espero nada de ti, Víctor —dijo ella con tristeza, y luego meneó la cabeza lentamente.
—Pues deberías —repuso él.
—¿Para qué? ¿Para llevarme un desengaño? —Myriam volvió a menear la cabeza y se dirigió hacia el sofá—. No, gracias. Pero tampoco pienso ponértelo fácil, Víctor. No puedo fingir que no te amo. Porque mentiría.
Víctor hizo una mueca y hubo de combatir el súbito impulso de salir corriendo.
—Entiendo que tú no me correspondas —siguió diciendo ella con calma—. Supongo que, a veces, las cosas son así —añadió en tono cada vez más bajo—. Al destino le gusta jugar malas pasadas.
—Myriam...
—No pasa nada, Víctor —respondió ella cruzando los brazos sobre el pecho—. A veces, se ama. Y a veces no.
—Myriam, yo te aprecio —dijo él, sabiendo que no era suficiente. Nunca sería suficiente para ella.
Una sonrisa casi imperceptible curvó los labios de Myriam por un efímero momento.
—Estoy segura de que sí, Víctor. Pero el aprecio no es amor, ¿verdad?
—No —él pronunció la palabra a través del nudo que le atenazaba la garganta, y vio cómo Myriam la encajaba como un tiro de pistola. Un maldito bastardo, eso es lo que era. Pero saberlo no cambiaba las cosas.
—Víctor... Si no te importa, estoy muy cansada, así que...
Quería que se marchara. No era de extrañar, se dijo Víctor.
—Muy bien —dijo con calma—. Me iré —luego, acordándose, añadió— Pero hasta que estemos seguros sobre si hay o no embarazo, no me iré muy lejos.
—Ay, Víctor —exclamó Myriam con una voz que apenas llegaba a susurro—. Ya estás tan lejos de mí, que no puedo alcanzarte.
Tenía razón. Y Víctor sólo podía esperar que Dios tuviera el buen sentido de no condenar a un niño inocente a tenerlo a él como padre. Respiró hondo, miró a Myriam por última vez y por fin salió por la puerta. No le sorprendió que el cielo estallara como un globo lleno de agua y lo empapara hasta los huesos. No se merecía menos.
Un frío viento azotaba el pequeño bosque de pinos y, en medio de la multitud de felices familias, dos personas se miraban mutuamente con expresión incómoda.
—No tenías por qué haberlo hecho —dijo Myriam por tercera vez en cinco minutos.
Víctor la miró y, metiéndose las manos en los bolsillos de los tejanos, hizo un gesto de asentimiento.
—Claro que sí —dijo— Lo prometí.
Lo había prometido. Eso había asegurado al presentarse en casa de los Santini, media hora antes. Myriam no había esperado que se presentara, en realidad. No después de lo ocurrido la noche anterior. Pero, al parecer, había subestimado el sentido del deber del sargento Víctor Garvey. Al menos, Jeremy estaba feliz, se dijo mientras buscaba a su sobrinito entre la multitud. El niño había vuelto a esfumarse. Se había pasado los anteriores quince minutos correteando por entre los árboles como un Daniel Boone infantil. De hecho, estaba pasándoselo mejor que nunca, completamente ajeno al descontento de los dos adultos que lo acompañaban.
—Oye, Myriam —dijo Víctor, y algo en el interior de ella se tensó. No deseaba hablar de lo sucedido aquella noche. No quería recordarlo, como lo había recordado durante las horas insomnes de la noche más larga de su vida.
—Jeremy está disfrutando —dijo Myriam en un intento de centrar la conversación en la búsqueda del árbol de Navidad. Maldición. ¿Por qué no habían podido ir Gina o Ángela? ¿Por qué tenían que dejarla a solas con el hombre que le había destrozado el corazón?
—Sí, es cierto —comentó él sin dejar de mirarla. —Aunque, de no haberte presentado, lo habría entendido. Yo se lo hubiera explicado. Víctor emitió una risita.
—¿Qué le hubieras explicado? ¿Que un marine tenía tanto miedo de su tía, que faltó a su palabra?
—Ya se me hubiera ocurrido algo —insistió Myriam. Y hubiera sido más fácil de ese modo. Un dolor sordo y soterrado empezó a aguijonearle el corazón, un dolor que parecía aumentar al ritmo de sus latidos. Qué difícil era estar tan cerca y, al mismo tiempo, tan lejos de él.
—No hacía falta —dijo Víctor atrayendo su atención—. Los niños tienen derecho a esperar que los adultos cumplan sus promesas.
Algo pareció brillar en lo profundo de sus ojos negros, y Myriam creyó distinguir un fogonazo de antigua angustia en su expresión. No estaba hablando sólo de Jeremy, se dijo, y se preguntó qué promesas no cumplidas habrían atormentado la infancia de Víctor.
—Ahí está —dijo él de repente, señalando a la derecha.
—Será mejor que vayamos por él —Myriam echó a andar, y trató de no disfrutar demasiado cuando Víctor aceleró el paso para situarse a su lado.
—Todo esto es muy bonito —comentó él, paseando la mirada por los árboles y las luces de Navidad que decoraban el entorno.
—Sí —convino ella, dispuesta a hablar de cualquier cosa excepto de la noche anterior—. Es la primera vez que venimos, aunque Jeremy siempre había insistido.
—Yo sólo he conocido árboles de pega. De plástico.
—¿De plástico? —Inquirió Myriam, sin poder ocultar su consternación—. Oh, no.
—Oh, sí —Víctor meneó la cabeza y se metió las manos en los bolsillos—. Recuerdo que, en una casa, pusieron un árbol de plástico rosa, con luces de colores que lo iluminaban por las noches. Era espantoso.
¿En una casa?, se preguntó Myriam.
—Y luego, otro año, no pusieron árbol en absoluto.
—¿Dónde te criaste, Víctor? —preguntó ella.
—En St. Louis —respondió él en tono tenso, y luego giró lentamente la cabeza para mirarla—. En varias casas de acogida.
Qué triste, se dijo ella, y de inmediato sintió una punzada de dolor por el niño que había sido.
—¿Y tus padres?
Víctor se encogió de hombros, como si deseara despojarse de una carga que había llevado durante muchos años.
—Mi madre murió cuando yo tenía la edad de Jeremy.
—Lo siento mucho, Víctor.
—Sucedió hace mucho tiempo —él respiró hondo.
—¿Y tu padre?
—Mi padre me entregó en adopción a los pocos meses.
Qué infancia tan horrible, se dijo Myriam. Sin un hogar propio. Sin una familia en la que apoyarse. Sabiendo que su único pariente vivo se había deshecho de él. Quizá, concluyó Myriam, fuera eso en parte la causa del recelo de Víctor hacia el amor. Quizá, al haber carecido de amor durante toda su vida, era incapaz de aceptarlo cuando por fin se lo ofrecían. —Víctor, no sé qué decir.
—No hay nada que decir —él se sacó la mano del bolsillo y se la pasó por el cabello. Con la mente hecha un torbellino, se preguntó por qué diablos le había contado la historia de su niñez. Nunca hablaba del pasado. Trataba de no recordarlo.
—Debió de ser horrible para ti —dijo Myriam suavemente.
Víctor se puso rígido al percibir el tono compasivo de su voz. No quería su lástima. No la necesitaba.
—No me compadezcas, Myriam. No necesito tu pena.
—¿De veras? —inquirió ella, con sus grandes ojos verdes empañados por las lágrimas.
Víctor se reafirmó a sí mismo contra aquella expresión de ternura.
—Ya te he dicho que fue hace mucho tiempo. Ya no soy un niño solitario.
—Creo que te equivocas, Víctor —repuso Myriam y alzó la mano para posarla en su antebrazo. Incluso a través de la gruesa tela del jersey, él notó cómo el calor que le transmitía ella se filtraba hasta sus huesos. Y, por un breve e increíble momento, se sintió vivo de nuevo. Tan vivo como cada vez que unía su cuerpo al de ella. Pero Myriam volvió a hablar, y el momento pasó.
—Creo que aún queda algo de ese niño en ti, Víctor. Un niño que no tuvo familia, y que se convenció de que no la necesitaba. Un niño sin amor que llegó a la conclusión de que el amor no era necesario.
Cada una de aquellas palabras hizo mella en la dura coraza que Víctor había erigido en torno a su corazón hacía muchos años. Cada mirada, cada caricia de Myriam, brindaba calor a un alma que nunca había sentido sino frío. Y, sin embargo, Víctor siguió resistiéndose. Si admitía lo mucho que Myriam y su familia habían llegado a significar para él, tendría que reconocer lo que se había perdido en la vida.
—No puedo cambiar lo que te sucedió cuando eras niño, Víctor —dijo Myriam—. Y sólo tú puedes cambiar el presente.
¿De veras podía?, se preguntó él. ¿O ya era demasiado tarde para ser lo que nunca había sido? ¿Podía un hombre que nunca había conocido el amor ofrecerlo y aceptarlo? En parte, deseó creer con toda el alma que eso fuese posible.
—¡Eh, muchachos! —vociferó Jeremy en ese momento, antes de detenerse al lado de Víctor levantando una nube de polvo.
—¿Qué pasa, chaval? —le preguntó Myriam con una sonrisa forzada.
—Creo que lo he encontrado —declaró el pequeño—. El árbol perfecto —agarró a su tía de la mano y empezó a tirar de ella—. ¡Vamos, antes de que alguien nos lo quite!
Ella miró a Víctor por encima del hombro, y las emociones que se reflejaban en sus ojos casi lo abrumaron. Myriam lo amaba. Myriam Santini lo amaba de verdad. Pero, ¿era él lo bastante hombre para obrar en consecuencia? Gruñendo para sí, Víctor siguió a Jeremy y a Myriam. Dio gracias por que el pequeño hubiera encontrado el árbol que quería, porque en aquel momento nada le apetecía más que golpear algo con un hacha.
Espero sus comentarios.
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
Muchas gracias por el capitulo, me encanta esta novela, no tardes con el siguiente.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
miil graciias por el cap me encanto!!!!
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
Capítulo 12
—Sólo estoy diciendo que, al menos, podrías luchar por él.
Myriam miró con rabia a su hermana menor. Llevaba tres días insistiendo en lo mismo, y ya empezaba a cansarse. Como si ella no deseara luchar por él. Como si no quisiera tenerlo allí, a su lado. Pero, maldita fuera, aún le quedaba algo de orgullo, ¿verdad? Le había dicho a Víctor que lo amaba. Que era cosa suya decidir cómo quería pasar el resto de su vida... con ella o solo. ¿Qué más podía hacer? Gina respondió esa pregunta por ella.
—Deberías ir a la base, mirar a Víctor a los ojos y decirle que lo amas.
Myriam emitió una risita ahogada.
—Caramba, qué idea tan estupenda. Lástima que no dé resultado.
—¿Cómo lo sabes si no lo intentas?
—¿Qué te hace pensar que no lo he intentado?
Gina se sentó en un taburete, junto al banco de trabajo.
—Me tomas el pelo. ¿Le dijiste que lo amas, y se marchó de todas formas?
—Increíble, ¿eh? —dijo Myriam, inclinándose sobre el motor del Honda de Laura. El maldito trasto estaba de nuevo en el taller. Pero ella no conseguía concentrarse en el trabajo. Sólo pensaba en Víctor. Sin embargo, se dijo que debería buscarle a su amiga un coche barato de segunda mano.
—Vaya, cariño, lo siento mucho.
Myriam hizo una mueca ante el comentario compasivo de Gina y entendió lo que había querido decir Víctor cuando le aseguró que no deseaba su lástima.
—¿Por qué no me has mandado callar o algo por el estilo? —preguntó Gina, sorprendida.
Myriam se incorporó brevemente, taladró a su hermana con la mirada y le recordó:
—Llevo tres días mandándote callar.
Gina se encogió de hombros y puso expresión compungida.
—Parece que escuchar no se me da tan bien como hablar.
—Eso sí que es una noticia.
—Eh, que estoy de tu parte, ¿recuerdas?
—¿Cómo voy a olvidarlo? —Inquirió Myriam, centrando su atención en las bujías—. Mamá, Ángela y tú no dejáis de decirme cómo he de arreglar mi vida.
—Bueno, alguien tiene que hacerlo —replicó Gina.
Myriam enarcó una ceja.
—Como si tu vida fuera tan perfecta.
Gina se levantó del taburete, recorrió el suelo de cemento y, apoyando las dos manos en el capó del Honda, miró a su hermana.
—Oye, si no quieres mi ayuda, dilo. No tienes por qué insultarme.
—Muy bien —Myriam la miró con severidad—. No quiero tu ayuda.
—Caray —protestó Gina—, ¿quién iba a pensar que un hombre te pondría de tan mal humor? Creí que el sexo servía para mejorar tu exterior, no para empeorarlo —se giró para abrir las puertas dobles—. Bueno, dado que aquí no se me necesita, volveré a casa.
—Buen plan.
Paz. Por fin. No obstante, en cuando Gina se hubo marchado, el silencio del taller comenzó a pesar sobre Myriam. La aguijoneó una punzada de culpabilidad. No debió haber sido tan dura con su hermana. Gina no tenía la culpa de que se sintiera tan desgraciada.
Suspirando, Myriam volvió a incorporarse, dio un puntapié al neumático del Honda y se resignó al hecho de que tampoco aquel día conseguiría trabajar. El taller parecía demasiado vacío. Su propia respiración levantaba ecos en medio de aquella quietud. Había pensado que deseaba estar sola. Pero, ahora que lo estaba, no le parecía tan bien. Dejó la llave inglesa en el banco de trabajo y se dirigió hacia la puerta. El cielo encapotado y el frío viento no contribuyeron a mejorar su estado de ánimo.
Myriam se metió las manos en los bolsillos del mono e intentó no acordarse de la última vez que lo había llevado puesto. Luchó por mantener alejado el recuerdo del mono cayendo en el suelo de su sala de estar. No deseaba revivir la sensación de la fría puerta presionada contra su espalda mientras Víctor la llevaba, salvaje y apasionadamente, a un mundo en el que ella jamás había esperado poder entrar.
Pero, a pesar de sus mejores esfuerzos, los recuerdos acudieron a su mente, uno tras otro, sin pausa, sin darle ocasión de recuperar el aliento. Los ojos de Víctor. Sus manos, su boca, su voz. Todo eso y más lo evocó Myriam con vivido detalle, y se preguntó cuánto tiempo durarían aquellos recuerdos. ¿Veinte años? ¿Treinta? ¿Quizá más?
—¿Myriam?
Myriam dio un salto y se giró para encontrarse con su madre. Maryann Santini estaba observándola con una expresión preocupada en el semblante.
—¿Mamá? —Dijo Myriam con un súbito nudo en la garganta—. ¿Qué haces aquí?
Maryann meneó la cabeza.
—¿Qué? ¿Acaso no puedo venir un momento a saludarte?
—Claro. Es sólo que... —en los ojos de su madre, Myriam atisbó el brillo de la comprensión, y notó que sus intentos de ser fuerte se desmoronaban de pronto. Las lágrimas que había reprimido durante tres largos días humedecieron sus ojos, borrándole la visión. Tragó saliva y se rindió al dolor que la destrozaba por dentro—. Mamá... ¿por qué no me quiere?
Maryann abrió los brazos y Myriam corrió a refugiarse en ellos, como solía hacer cuando era niña. Y, como entonces, sintió la poderosa red del amor maternal rodeándola.
—¿Cómo que aún no están esos informes? —rugió Víctor en el auricular. El cabo que estaba al otro lado del hilo telefónico ofreció una torpe excusa y él lo interrumpió—. Déjese de historias y tenga el trabajo terminado esta tarde. ¿Conforme?
Colocó el auricular en la horquilla y se quedó mirando el teléfono negro como si éste fuera la causa de todos sus problemas. Diablos, sabía que estaba exagerando. Un mes antes, no le hubiera importado el pequeño retraso del cabo. Ahora, sin embargo, las cosas más insignificantes lo sacaban de quicio. Había notado que sus compañeros solían evitarlo, y él no se lo reprochaba.
Los tres últimos días sin Myriam habían sido los más largos de su vida. Su apartamento parecía más solitario, su mundo más vacío, y su futuro... en fin, le resultaba demasiado deprimente pensar en ello. Myriam. Todo le remitía a Myriam. Había optado por alejarse, sin resolver las cosas entre ellos. Por alguna estúpida razón, se había convencido a sí mismo de que podía alejarse, huir, como había hecho tantas otras veces. Pero le había resultado imposible. Aunque no la viera, su mente no dejaba de evocar imágenes de su rostro, sus manos, su voz, su risa. Le había dicho que no se iría muy lejos hasta estar seguros de si había o no embarazo. Pero, ¿qué excusa utilizaría para estar cerca de ella una vez que lo supieran? ¿Y si estaba embarazada?
Al pensarlo, un diminuto destello de luz resplandeció, por un momento, en el interior de Víctor. ¿Era, acaso, esperanza? Levantándose bruscamente de la silla, empezó a pasearse por el despacho. Sus botas de combate resonaban en el suelo de linóleo con una uniforme regularidad que latía en su mente como un segundo corazón. En la tercera vuelta a la habitación, hizo una pausa ante la ventana y contempló la base que se extendía abajo.
Durante más años de los que deseaba recordar, aquella base y otras similares habían sido su hogar. Y siempre le había parecido bastante. El ejército le había dado todo lo que deseó de niño. Una familia. Un lugar al que pertenecer. Un sentido de orgullo y de responsabilidad. Honor y deber. Girándose lentamente, Víctor miró hacia el escritorio, y sus ojos se posaron en ciertos documentos. Su solicitud de permanencia en el cuerpo. Si no la renovaba, estaría fuera del ejército al cabo de seis meses. Le sorprendió aquel pensamiento.
—¿«Si»? —dijo en voz queda. Siempre firmaba los documentos. Nunca había considerado siquiera la posibilidad de no firmarlos.
Hasta ahora. De repente, su futuro se desplegó delante de él. Víctor se vio viajando de una base a otra, siempre haciendo el equipaje y deshaciéndolo en apartamentos extraños. Siempre solo. Siempre comenzando de nuevo. Sin ataduras, sin nada más allá de su pertenencia al ejército. Y cuando se retirara, pensó, ¿entonces qué? ¿Quién sería? ¿Qué habría conseguido en la vida? ¿Más galones en un uniforme que ya ni siquiera podría ponerse?
Víctor se apoyó con una mano en el marco de la ventana. Su visión se tornó borrosa conforme pensaba en los años venideros. Estaría solo, como siempre. Habría pasado los años encerrado en sí mismo. Sin amar ni ser amado. Por primera vez, se dio cuenta de que los años venideros serían tan vacíos como los ya pasados. Un instante después, en un revelador fogonazo de comprensión, Víctor reconoció que ese futuro ya no encajaba con él. Había experimentado la sensación de pertenecer a alguien. Había visto lo que era ser amado.
El futuro sin Myriam, en definitiva, le parecía desolador. El rostro de ella cobró forma en su mente, y Víctor volvió a pensar de nuevo en todo lo que Myriam le había dicho tres días antes. Recordaba que, cuando era un niño, solía sentarse en la oscuridad deseando que las cosas fueran diferentes. Deseando tener un hogar. Ahora, por fin, esa oportunidad le había sido concedida. Y él, como un perfecto idiota, estaba huyendo. Porque tenía miedo de meter la pata y quedarse sin nada.
—Ésa sí que es buena —musitó amargamente al tiempo que daba un puñetazo en la pared—. Un marine huyendo muerto de miedo.
—¿Estás teniendo una pesadilla? —una voz lo sobresaltó, y Víctor alzó la mirada mientras el sargento Nick Peretti entraba en el despacho que ambos compartían.
—¿Pesadilla?
—Sí —dijo Nick entre risas—. ¿Un marine, muerto de miedo?
Víctor también soltó una risotada, pero carente de humor. Nick se dio cuenta y, en tono compasivo, dijo:
—Se trata de una mujer, ¿verdad?
—De una mujer, no —respondió Víctor—. De mi mujer. Si es que no lo he mandado todo al infierno.
Su compañero arqueó las cejas.
—¿Se trata de algo que quieras compartir con el resto de la clase?
Víctor prorrumpió en carcajadas, atravesó la habitación y le dio a Nick una fuerte palmada en la espalda.
—Todavía no, profesor. Pero ya te lo diré.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Nick le gritó:
—¡Buena suerte!
—Voy a necesitarla —contestó Víctor, rogando a Dios que no hubiera recuperado el juicio demasiado tarde.
—Está bien. Sécate esas lágrimas —dijo Maryann con firmeza al tiempo que le ofrecía a Myriam un pañuelo.
Ella obedeció y, cuando hubo terminado, meneó la cabeza.
—No sé qué hacer, mamá. Sabía que él acabaría marchándose, pero no creí que doliera tanto.
Maryann tomó la barbilla de su hija y la obligó a mirarla.
—¿Por qué dices que sabías que acabaría marchándose?
—Todos los hombres que me gustaban han acabado marchándose siempre.
—¿Y crees saber por qué?
—Claro —contestó Myriam—. No soy guapa ni alegre como Gina o Ángela. Soy mecánico, por el amor de Dios.
—¿Y eso qué tiene de malo?
—Nada —se apresuró a responder Myriam—. Me gusta lo que hago. Pero no es muy... femenino.
—¿Y crees que a Víctor le gusta Gina o Ángela más que tú?
—No —contestó Myriam con una media sonrisa, recordando lo tenso que se ponía Víctor mientras esperaba a que Gina se callara un rato.
—De modo que, ¿no le importa que seas mecánico?
—No —dijo Myriam—. Pero ése no es el único problema, mamá. Víctor nunca ha tenido una familia. Cree que no sabe lo que es pertenecer a alguien. Lo que es amar.
—Bobadas.
—¿Qué? —Myriam se rió y miró a su madre.
—Nunca ha tenido una familia. ¿Y qué? Tampoco estuvo nunca en el ejército hasta que ingresó, ¿verdad? —Maryann dio a su hija una palmadita en la mejilla y se inclinó para decir—: Una persona puede aprender, cariño. Con amor, todo es posible.
Aunque ése era el problema, ¿verdad? Víctor no la amaba. O, al menos, no lo suficiente.
—Lo que vayas a hacer depende de ti —prosiguió su madre—. Pero yo, en tu lugar, no me rendiría tan pronto. Piénsalo. Tal vez, si esperas que se quede, se quedará. Bueno, me voy a preparar a Jeremy para la fiesta de Navidad, ¿Vienes a casa a cambiarte?
—No. Me he traído la ropa al taller. Me reuniré con vosotros en la escuela.
—No te retrases. Los críos están entusiasmados —Maryann se despidió con la mano y emprendió el camino hacia la casa. Myriam observó cómo se alejaba, con la mente llena de pensamientos, sueños, esperanzas.
Dos horas más tarde, Myriam se miró en el espejo del cuarto de baño y se ahuecó el cabello una última vez. Tras echarse otro rápido vistazo, decidió que estaba bastante atractiva, a pesar de lo que había llorado. Por añadidura, en sus ojos centelleaba un nuevo brillo de determinación. Tras pensar en las palabras de su madre, había decidido ir a ver a Víctor por la mañana. Sí, le ordenaría que admitiese que la amaba. No pensaba renunciar a él con tanta facilidad.
Myriam salió de la zona del taller y se dirigió hacia la oficina. Ya había cerrado las puertas dobles, de modo que salió por la puerta de la oficina y echó la llave. Al darse media vuelta, lo vio. De pie junto al Mustang, de uniforme, observándola. Era la primera vez que lo veía con el uniforme de marine, y tuvo que reconocer que era un regalo para la vista. Alto, fuerte y tan guapo que cortaba la respiración. Myriam echó a andar por el sendero de entrada y se detuvo a unos cuantos pasos de él.
—Hola —dijo—. No esperaba verte por aquí.
—Lo sé —Víctor asintió bruscamente, y a continuación se giró hacia el coche—. He traído algo para ti.
Confusa, Myriam observó cómo sacaba del Mustang un árbol de Navidad vivo... un pino de pocos centímetros plantado en un tiesto de terracota. Víctor lo dejó en el suelo, delante de ella, y Myriam se quedó mirándolo.
—¿Qué es esto?
Él separó las piernas y cruzó los brazos sobre su amplio pecho.
—Es un pino escocés.
—Eso ya lo veo —dijo ella con una leve sonrisa—. ¿Por qué lo has traído?
Víctor se pasó la mano por la mejilla mientras buscaba desesperadamente las palabras necesarias.
—Bueno, he pensado que podría constituir una buena ayuda visual.
—¿Una ayuda visual? ¿Para qué?
—Para demostrarte que estoy dispuesto a echar raíces.
Myriam notó un estallido de júbilo en el pecho.
—¿En serio?
—Sí —Víctor la miró a los ojos—. Quiero plantar este árbol contigo y adornarlo todos los años.
—¿Todos los años?
—Sí.
Temiendo creerle, Myriam se quedó mirándolo y comprendió que todos sus sueños estaban allí mismo, a su alcance.
—No... No sé qué decir —reconoció.
—No digas nada, Myriam —contestó Víctor, y notó que sus esperanzas crecían al ver cómo el semblante de ella se suavizaba, adquiriendo una expresión increíblemente amorosa—. Escúchame. Durante estos tres días me he sentido como un desgraciado bastardo —se alejó unos cuantos pasos, y luego volvió junto a ella—. Le he gritado a todo el mundo, les he amargado la vida a los demás, simplemente porque soy un idiota. Probablemente, estarías mejor sin mí, pero yo estaría mucho peor sin ti.
Myriam sonrió. Eso le pareció una buena señal. —Los días que he pasado sin ti han sido horribles, pero me han servido para comprender una cosa. Algo que siempre he sabido, pero me daba miedo reconocerlo.
—¿Qué es, Víctor?
Él alargó los brazos y le posó las manos en los hombros.
—Me he cansado de estar solo, Myriam. Me he cansado de fingir que la soledad me satisface. Quiero pertenecer a alguien. Tener una familia —hizo una pausa y estudió su expresión un momento. Luego dijo—: Te quiero a ti.
Ella no dijo nada. Simplemente parpadeó, sintiendo un fuerte nudo en la garganta.
«Díselo todo» se ordenó Víctor. «Corre el riesgo».
—Mi actual período de servicio casi ha concluido —empezó a decir casi atropelladamente—. No quiero solicitar la renovación. Quiero dejar el ejército y quedarme aquí, en Bayside. Contigo.
Myriam se quedó boquiabierta.
—¿De verdad?
—Sí —contestó Víctor con una sonrisa— De verdad. Me gustaría que ampliáramos tu taller. Que seamos compañeros y socios. En todo.
—Víctor...
—Sé que hace poco que nos hemos conocido, Myriam —se apresuró a decir él—. Pero tengo la sensación de haberte conocido desde siempre.
Myriam alargó la mano y la posó sobre su pecho.
—Yo también tengo esa sensación —dijo suavemente, y Víctor sintió una oleada de alivio.
Aún no era demasiado tarde.
Se buscó en el bolsillo del pantalón y sacó una pequeña caja de terciopelo azul.
—Quiero casarme contigo, Myriam.
Ella se quedó mirando el anillo de diamantes y esmeraldas durante lo que pareció una eternidad, antes de alzar los ojos para mirarlo a él de nuevo.
—Víctor, si es porque te preocupa la posibilidad de un embarazo...
—¡No! —la interrumpió Víctor tan vehementemente cómo pudo—. Si hay un niño, será un regalo añadido. Pero lo que yo quiero... lo que necesito... es a ti.
—Oh, Víctor —suspiró Myriam—. Desearía creerte.
—Te amo, Myriam.
Ella pestañeó, visiblemente sorprendida.
—Ya no tengo miedo de decirlo —dijo Víctor con una sonrisa—. Lo único que me da miedo es tener que pasar el resto de mi vida sin ti.
Myriam entrelazó los dedos con los de él y le dio un apretón.
—No tendrás que hacerlo, Víctor. Yo también te amo.
Él exhaló un fuerte suspiro de alivio y sonrió. —Entonces, ¿te casarás conmigo? —preguntó al tiempo que sacaba el anillo de la caja y lo sostenía ante su dedo corazón.
—Sí —dijo Myriam, y Víctor puso el anillo allí donde pertenecía, notando una satisfacción que jamás había experimentado en toda su vida. Luego, estrechándola entre sus brazos, descansó la barbilla sobre su cabello—. ¿Sabes? —siguió diciendo ella—. Si no hubieras venido hoy, tenía pensado ir mañana a la base para darte caza.
Él se retiró ligeramente y le sonrió. —¿Una misión de búsqueda y captura?
—Puedes apostar a que sí —contestó Myriam, deslizando los brazos por su cintura—. Y ya conoces el dicho... «Siempre consigo a mi hombre». Víctor se echó a reír y meneó la cabeza.
—Ese dicho es de la policía montada, no de los marines.
—¿Y a quién le importa? —repuso ella al tiempo que se ponía de puntillas.
—A mí no, nena —dijo él, y le dio un beso que prometía una vida de felicidad para ambos. En cuanto sus labios rozaron los de Myriam, Víctor supo que, por fin, había encontrado su hogar.
Espero sus comentarios nada mas me falta el Epílogo y a lo mejor me animo y les pongo la siguiente novelita de la hermana según sus comentarios.
—Sólo estoy diciendo que, al menos, podrías luchar por él.
Myriam miró con rabia a su hermana menor. Llevaba tres días insistiendo en lo mismo, y ya empezaba a cansarse. Como si ella no deseara luchar por él. Como si no quisiera tenerlo allí, a su lado. Pero, maldita fuera, aún le quedaba algo de orgullo, ¿verdad? Le había dicho a Víctor que lo amaba. Que era cosa suya decidir cómo quería pasar el resto de su vida... con ella o solo. ¿Qué más podía hacer? Gina respondió esa pregunta por ella.
—Deberías ir a la base, mirar a Víctor a los ojos y decirle que lo amas.
Myriam emitió una risita ahogada.
—Caramba, qué idea tan estupenda. Lástima que no dé resultado.
—¿Cómo lo sabes si no lo intentas?
—¿Qué te hace pensar que no lo he intentado?
Gina se sentó en un taburete, junto al banco de trabajo.
—Me tomas el pelo. ¿Le dijiste que lo amas, y se marchó de todas formas?
—Increíble, ¿eh? —dijo Myriam, inclinándose sobre el motor del Honda de Laura. El maldito trasto estaba de nuevo en el taller. Pero ella no conseguía concentrarse en el trabajo. Sólo pensaba en Víctor. Sin embargo, se dijo que debería buscarle a su amiga un coche barato de segunda mano.
—Vaya, cariño, lo siento mucho.
Myriam hizo una mueca ante el comentario compasivo de Gina y entendió lo que había querido decir Víctor cuando le aseguró que no deseaba su lástima.
—¿Por qué no me has mandado callar o algo por el estilo? —preguntó Gina, sorprendida.
Myriam se incorporó brevemente, taladró a su hermana con la mirada y le recordó:
—Llevo tres días mandándote callar.
Gina se encogió de hombros y puso expresión compungida.
—Parece que escuchar no se me da tan bien como hablar.
—Eso sí que es una noticia.
—Eh, que estoy de tu parte, ¿recuerdas?
—¿Cómo voy a olvidarlo? —Inquirió Myriam, centrando su atención en las bujías—. Mamá, Ángela y tú no dejáis de decirme cómo he de arreglar mi vida.
—Bueno, alguien tiene que hacerlo —replicó Gina.
Myriam enarcó una ceja.
—Como si tu vida fuera tan perfecta.
Gina se levantó del taburete, recorrió el suelo de cemento y, apoyando las dos manos en el capó del Honda, miró a su hermana.
—Oye, si no quieres mi ayuda, dilo. No tienes por qué insultarme.
—Muy bien —Myriam la miró con severidad—. No quiero tu ayuda.
—Caray —protestó Gina—, ¿quién iba a pensar que un hombre te pondría de tan mal humor? Creí que el sexo servía para mejorar tu exterior, no para empeorarlo —se giró para abrir las puertas dobles—. Bueno, dado que aquí no se me necesita, volveré a casa.
—Buen plan.
Paz. Por fin. No obstante, en cuando Gina se hubo marchado, el silencio del taller comenzó a pesar sobre Myriam. La aguijoneó una punzada de culpabilidad. No debió haber sido tan dura con su hermana. Gina no tenía la culpa de que se sintiera tan desgraciada.
Suspirando, Myriam volvió a incorporarse, dio un puntapié al neumático del Honda y se resignó al hecho de que tampoco aquel día conseguiría trabajar. El taller parecía demasiado vacío. Su propia respiración levantaba ecos en medio de aquella quietud. Había pensado que deseaba estar sola. Pero, ahora que lo estaba, no le parecía tan bien. Dejó la llave inglesa en el banco de trabajo y se dirigió hacia la puerta. El cielo encapotado y el frío viento no contribuyeron a mejorar su estado de ánimo.
Myriam se metió las manos en los bolsillos del mono e intentó no acordarse de la última vez que lo había llevado puesto. Luchó por mantener alejado el recuerdo del mono cayendo en el suelo de su sala de estar. No deseaba revivir la sensación de la fría puerta presionada contra su espalda mientras Víctor la llevaba, salvaje y apasionadamente, a un mundo en el que ella jamás había esperado poder entrar.
Pero, a pesar de sus mejores esfuerzos, los recuerdos acudieron a su mente, uno tras otro, sin pausa, sin darle ocasión de recuperar el aliento. Los ojos de Víctor. Sus manos, su boca, su voz. Todo eso y más lo evocó Myriam con vivido detalle, y se preguntó cuánto tiempo durarían aquellos recuerdos. ¿Veinte años? ¿Treinta? ¿Quizá más?
—¿Myriam?
Myriam dio un salto y se giró para encontrarse con su madre. Maryann Santini estaba observándola con una expresión preocupada en el semblante.
—¿Mamá? —Dijo Myriam con un súbito nudo en la garganta—. ¿Qué haces aquí?
Maryann meneó la cabeza.
—¿Qué? ¿Acaso no puedo venir un momento a saludarte?
—Claro. Es sólo que... —en los ojos de su madre, Myriam atisbó el brillo de la comprensión, y notó que sus intentos de ser fuerte se desmoronaban de pronto. Las lágrimas que había reprimido durante tres largos días humedecieron sus ojos, borrándole la visión. Tragó saliva y se rindió al dolor que la destrozaba por dentro—. Mamá... ¿por qué no me quiere?
Maryann abrió los brazos y Myriam corrió a refugiarse en ellos, como solía hacer cuando era niña. Y, como entonces, sintió la poderosa red del amor maternal rodeándola.
—¿Cómo que aún no están esos informes? —rugió Víctor en el auricular. El cabo que estaba al otro lado del hilo telefónico ofreció una torpe excusa y él lo interrumpió—. Déjese de historias y tenga el trabajo terminado esta tarde. ¿Conforme?
Colocó el auricular en la horquilla y se quedó mirando el teléfono negro como si éste fuera la causa de todos sus problemas. Diablos, sabía que estaba exagerando. Un mes antes, no le hubiera importado el pequeño retraso del cabo. Ahora, sin embargo, las cosas más insignificantes lo sacaban de quicio. Había notado que sus compañeros solían evitarlo, y él no se lo reprochaba.
Los tres últimos días sin Myriam habían sido los más largos de su vida. Su apartamento parecía más solitario, su mundo más vacío, y su futuro... en fin, le resultaba demasiado deprimente pensar en ello. Myriam. Todo le remitía a Myriam. Había optado por alejarse, sin resolver las cosas entre ellos. Por alguna estúpida razón, se había convencido a sí mismo de que podía alejarse, huir, como había hecho tantas otras veces. Pero le había resultado imposible. Aunque no la viera, su mente no dejaba de evocar imágenes de su rostro, sus manos, su voz, su risa. Le había dicho que no se iría muy lejos hasta estar seguros de si había o no embarazo. Pero, ¿qué excusa utilizaría para estar cerca de ella una vez que lo supieran? ¿Y si estaba embarazada?
Al pensarlo, un diminuto destello de luz resplandeció, por un momento, en el interior de Víctor. ¿Era, acaso, esperanza? Levantándose bruscamente de la silla, empezó a pasearse por el despacho. Sus botas de combate resonaban en el suelo de linóleo con una uniforme regularidad que latía en su mente como un segundo corazón. En la tercera vuelta a la habitación, hizo una pausa ante la ventana y contempló la base que se extendía abajo.
Durante más años de los que deseaba recordar, aquella base y otras similares habían sido su hogar. Y siempre le había parecido bastante. El ejército le había dado todo lo que deseó de niño. Una familia. Un lugar al que pertenecer. Un sentido de orgullo y de responsabilidad. Honor y deber. Girándose lentamente, Víctor miró hacia el escritorio, y sus ojos se posaron en ciertos documentos. Su solicitud de permanencia en el cuerpo. Si no la renovaba, estaría fuera del ejército al cabo de seis meses. Le sorprendió aquel pensamiento.
—¿«Si»? —dijo en voz queda. Siempre firmaba los documentos. Nunca había considerado siquiera la posibilidad de no firmarlos.
Hasta ahora. De repente, su futuro se desplegó delante de él. Víctor se vio viajando de una base a otra, siempre haciendo el equipaje y deshaciéndolo en apartamentos extraños. Siempre solo. Siempre comenzando de nuevo. Sin ataduras, sin nada más allá de su pertenencia al ejército. Y cuando se retirara, pensó, ¿entonces qué? ¿Quién sería? ¿Qué habría conseguido en la vida? ¿Más galones en un uniforme que ya ni siquiera podría ponerse?
Víctor se apoyó con una mano en el marco de la ventana. Su visión se tornó borrosa conforme pensaba en los años venideros. Estaría solo, como siempre. Habría pasado los años encerrado en sí mismo. Sin amar ni ser amado. Por primera vez, se dio cuenta de que los años venideros serían tan vacíos como los ya pasados. Un instante después, en un revelador fogonazo de comprensión, Víctor reconoció que ese futuro ya no encajaba con él. Había experimentado la sensación de pertenecer a alguien. Había visto lo que era ser amado.
El futuro sin Myriam, en definitiva, le parecía desolador. El rostro de ella cobró forma en su mente, y Víctor volvió a pensar de nuevo en todo lo que Myriam le había dicho tres días antes. Recordaba que, cuando era un niño, solía sentarse en la oscuridad deseando que las cosas fueran diferentes. Deseando tener un hogar. Ahora, por fin, esa oportunidad le había sido concedida. Y él, como un perfecto idiota, estaba huyendo. Porque tenía miedo de meter la pata y quedarse sin nada.
—Ésa sí que es buena —musitó amargamente al tiempo que daba un puñetazo en la pared—. Un marine huyendo muerto de miedo.
—¿Estás teniendo una pesadilla? —una voz lo sobresaltó, y Víctor alzó la mirada mientras el sargento Nick Peretti entraba en el despacho que ambos compartían.
—¿Pesadilla?
—Sí —dijo Nick entre risas—. ¿Un marine, muerto de miedo?
Víctor también soltó una risotada, pero carente de humor. Nick se dio cuenta y, en tono compasivo, dijo:
—Se trata de una mujer, ¿verdad?
—De una mujer, no —respondió Víctor—. De mi mujer. Si es que no lo he mandado todo al infierno.
Su compañero arqueó las cejas.
—¿Se trata de algo que quieras compartir con el resto de la clase?
Víctor prorrumpió en carcajadas, atravesó la habitación y le dio a Nick una fuerte palmada en la espalda.
—Todavía no, profesor. Pero ya te lo diré.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Nick le gritó:
—¡Buena suerte!
—Voy a necesitarla —contestó Víctor, rogando a Dios que no hubiera recuperado el juicio demasiado tarde.
—Está bien. Sécate esas lágrimas —dijo Maryann con firmeza al tiempo que le ofrecía a Myriam un pañuelo.
Ella obedeció y, cuando hubo terminado, meneó la cabeza.
—No sé qué hacer, mamá. Sabía que él acabaría marchándose, pero no creí que doliera tanto.
Maryann tomó la barbilla de su hija y la obligó a mirarla.
—¿Por qué dices que sabías que acabaría marchándose?
—Todos los hombres que me gustaban han acabado marchándose siempre.
—¿Y crees saber por qué?
—Claro —contestó Myriam—. No soy guapa ni alegre como Gina o Ángela. Soy mecánico, por el amor de Dios.
—¿Y eso qué tiene de malo?
—Nada —se apresuró a responder Myriam—. Me gusta lo que hago. Pero no es muy... femenino.
—¿Y crees que a Víctor le gusta Gina o Ángela más que tú?
—No —contestó Myriam con una media sonrisa, recordando lo tenso que se ponía Víctor mientras esperaba a que Gina se callara un rato.
—De modo que, ¿no le importa que seas mecánico?
—No —dijo Myriam—. Pero ése no es el único problema, mamá. Víctor nunca ha tenido una familia. Cree que no sabe lo que es pertenecer a alguien. Lo que es amar.
—Bobadas.
—¿Qué? —Myriam se rió y miró a su madre.
—Nunca ha tenido una familia. ¿Y qué? Tampoco estuvo nunca en el ejército hasta que ingresó, ¿verdad? —Maryann dio a su hija una palmadita en la mejilla y se inclinó para decir—: Una persona puede aprender, cariño. Con amor, todo es posible.
Aunque ése era el problema, ¿verdad? Víctor no la amaba. O, al menos, no lo suficiente.
—Lo que vayas a hacer depende de ti —prosiguió su madre—. Pero yo, en tu lugar, no me rendiría tan pronto. Piénsalo. Tal vez, si esperas que se quede, se quedará. Bueno, me voy a preparar a Jeremy para la fiesta de Navidad, ¿Vienes a casa a cambiarte?
—No. Me he traído la ropa al taller. Me reuniré con vosotros en la escuela.
—No te retrases. Los críos están entusiasmados —Maryann se despidió con la mano y emprendió el camino hacia la casa. Myriam observó cómo se alejaba, con la mente llena de pensamientos, sueños, esperanzas.
Dos horas más tarde, Myriam se miró en el espejo del cuarto de baño y se ahuecó el cabello una última vez. Tras echarse otro rápido vistazo, decidió que estaba bastante atractiva, a pesar de lo que había llorado. Por añadidura, en sus ojos centelleaba un nuevo brillo de determinación. Tras pensar en las palabras de su madre, había decidido ir a ver a Víctor por la mañana. Sí, le ordenaría que admitiese que la amaba. No pensaba renunciar a él con tanta facilidad.
Myriam salió de la zona del taller y se dirigió hacia la oficina. Ya había cerrado las puertas dobles, de modo que salió por la puerta de la oficina y echó la llave. Al darse media vuelta, lo vio. De pie junto al Mustang, de uniforme, observándola. Era la primera vez que lo veía con el uniforme de marine, y tuvo que reconocer que era un regalo para la vista. Alto, fuerte y tan guapo que cortaba la respiración. Myriam echó a andar por el sendero de entrada y se detuvo a unos cuantos pasos de él.
—Hola —dijo—. No esperaba verte por aquí.
—Lo sé —Víctor asintió bruscamente, y a continuación se giró hacia el coche—. He traído algo para ti.
Confusa, Myriam observó cómo sacaba del Mustang un árbol de Navidad vivo... un pino de pocos centímetros plantado en un tiesto de terracota. Víctor lo dejó en el suelo, delante de ella, y Myriam se quedó mirándolo.
—¿Qué es esto?
Él separó las piernas y cruzó los brazos sobre su amplio pecho.
—Es un pino escocés.
—Eso ya lo veo —dijo ella con una leve sonrisa—. ¿Por qué lo has traído?
Víctor se pasó la mano por la mejilla mientras buscaba desesperadamente las palabras necesarias.
—Bueno, he pensado que podría constituir una buena ayuda visual.
—¿Una ayuda visual? ¿Para qué?
—Para demostrarte que estoy dispuesto a echar raíces.
Myriam notó un estallido de júbilo en el pecho.
—¿En serio?
—Sí —Víctor la miró a los ojos—. Quiero plantar este árbol contigo y adornarlo todos los años.
—¿Todos los años?
—Sí.
Temiendo creerle, Myriam se quedó mirándolo y comprendió que todos sus sueños estaban allí mismo, a su alcance.
—No... No sé qué decir —reconoció.
—No digas nada, Myriam —contestó Víctor, y notó que sus esperanzas crecían al ver cómo el semblante de ella se suavizaba, adquiriendo una expresión increíblemente amorosa—. Escúchame. Durante estos tres días me he sentido como un desgraciado bastardo —se alejó unos cuantos pasos, y luego volvió junto a ella—. Le he gritado a todo el mundo, les he amargado la vida a los demás, simplemente porque soy un idiota. Probablemente, estarías mejor sin mí, pero yo estaría mucho peor sin ti.
Myriam sonrió. Eso le pareció una buena señal. —Los días que he pasado sin ti han sido horribles, pero me han servido para comprender una cosa. Algo que siempre he sabido, pero me daba miedo reconocerlo.
—¿Qué es, Víctor?
Él alargó los brazos y le posó las manos en los hombros.
—Me he cansado de estar solo, Myriam. Me he cansado de fingir que la soledad me satisface. Quiero pertenecer a alguien. Tener una familia —hizo una pausa y estudió su expresión un momento. Luego dijo—: Te quiero a ti.
Ella no dijo nada. Simplemente parpadeó, sintiendo un fuerte nudo en la garganta.
«Díselo todo» se ordenó Víctor. «Corre el riesgo».
—Mi actual período de servicio casi ha concluido —empezó a decir casi atropelladamente—. No quiero solicitar la renovación. Quiero dejar el ejército y quedarme aquí, en Bayside. Contigo.
Myriam se quedó boquiabierta.
—¿De verdad?
—Sí —contestó Víctor con una sonrisa— De verdad. Me gustaría que ampliáramos tu taller. Que seamos compañeros y socios. En todo.
—Víctor...
—Sé que hace poco que nos hemos conocido, Myriam —se apresuró a decir él—. Pero tengo la sensación de haberte conocido desde siempre.
Myriam alargó la mano y la posó sobre su pecho.
—Yo también tengo esa sensación —dijo suavemente, y Víctor sintió una oleada de alivio.
Aún no era demasiado tarde.
Se buscó en el bolsillo del pantalón y sacó una pequeña caja de terciopelo azul.
—Quiero casarme contigo, Myriam.
Ella se quedó mirando el anillo de diamantes y esmeraldas durante lo que pareció una eternidad, antes de alzar los ojos para mirarlo a él de nuevo.
—Víctor, si es porque te preocupa la posibilidad de un embarazo...
—¡No! —la interrumpió Víctor tan vehementemente cómo pudo—. Si hay un niño, será un regalo añadido. Pero lo que yo quiero... lo que necesito... es a ti.
—Oh, Víctor —suspiró Myriam—. Desearía creerte.
—Te amo, Myriam.
Ella pestañeó, visiblemente sorprendida.
—Ya no tengo miedo de decirlo —dijo Víctor con una sonrisa—. Lo único que me da miedo es tener que pasar el resto de mi vida sin ti.
Myriam entrelazó los dedos con los de él y le dio un apretón.
—No tendrás que hacerlo, Víctor. Yo también te amo.
Él exhaló un fuerte suspiro de alivio y sonrió. —Entonces, ¿te casarás conmigo? —preguntó al tiempo que sacaba el anillo de la caja y lo sostenía ante su dedo corazón.
—Sí —dijo Myriam, y Víctor puso el anillo allí donde pertenecía, notando una satisfacción que jamás había experimentado en toda su vida. Luego, estrechándola entre sus brazos, descansó la barbilla sobre su cabello—. ¿Sabes? —siguió diciendo ella—. Si no hubieras venido hoy, tenía pensado ir mañana a la base para darte caza.
Él se retiró ligeramente y le sonrió. —¿Una misión de búsqueda y captura?
—Puedes apostar a que sí —contestó Myriam, deslizando los brazos por su cintura—. Y ya conoces el dicho... «Siempre consigo a mi hombre». Víctor se echó a reír y meneó la cabeza.
—Ese dicho es de la policía montada, no de los marines.
—¿Y a quién le importa? —repuso ella al tiempo que se ponía de puntillas.
—A mí no, nena —dijo él, y le dio un beso que prometía una vida de felicidad para ambos. En cuanto sus labios rozaron los de Myriam, Víctor supo que, por fin, había encontrado su hogar.
Espero sus comentarios nada mas me falta el Epílogo y a lo mejor me animo y les pongo la siguiente novelita de la hermana según sus comentarios.
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
Muchas gracias por el capitulo, te esperamos con el epilogo y con la otra nove
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
Epílogo
Día de Nochebuena, por la tarde Víctor se hallaba sentado en el suelo de la sala de estar de Myriam, rodeado de lo que parecían diez mil piezas de plástico. Como fuera, en las horas siguientes, tenía que juntarlas todas para formar la estación espacial que Jeremy esperaba encontrar bajo el árbol de Navidad por la mañana.
—¿Qué pasa, sargento? —Preguntó Myriam desde la puerta del dormitorio—. ¿Ya te has rendido?
Él sonrió burlón y meneó la cabeza.
—Los marines nunca nos rendimos.
—Ya —dijo ella mientras cruzaba la sala de estar y se colocaba a su lado—. Pero no serás marine por mucho tiempo, ¿verdad?
Víctor la arrastró a su regazo y le dio un apretón.
—No —contestó, sin lamentar lo más mínimo la decisión que había tomado.
Myriam alzó la mano para acariciarle la mejilla.
—Víctor —musitó suavemente—, hay algo que quiero decirte...
La interrumpieron unos pasos en la escalera, y tanto ella como Víctor se giraron cuando la puerta se abrió y Gina entró como una exhalación en el apartamento.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Myriam.
—Estoy que hecho humo —declaró Gina al tiempo que fulminaba a Víctor con la mirada—. Os he hablado del tipo que asiste conmigo a las clases de baile, ¿verdad? Pues bien, hoy prácticamente me ha arrastrado por el suelo, y cuando le he dicho que estaba haciéndolo todo al revés, me ha contestado que me callara y dejase que él, que es el hombre, marcara los pasos.
—¿Y qué?
—Le dije que, si tuviera la menor idea de cómo marcarlos, no me importaría en absoluto. Y me dijo que yo ocupaba inútilmente un espacio valioso —Gina se plantó los puños en las caderas y empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie—. ¿Tú te crees? Yo pago por tomar esas lecciones. No debería insultarme de ese modo.
Víctor soltó una risita.
—¿Y qué quieres que hagamos nosotros? —preguntó Myriam a su hermana.
—¡Es un marine, como él! —Gina señaló a Víctor—. Así que he pensado que quizá Víctor pueda endosarle una guardia extra o dos.
—Veré lo que puedo hacer —respondió Víctor—. ¿Cómo se llama? A lo mejor lo conozco.
—Nick Peretti —dijo Gina—. Creo que es sargento o algo así.
—Sargento de infantería —informó Víctor.
—¡Eso mismo! Así que lo conoces —en los ojos de Gina centelleó el brillo de la venganza.
—Me he... topado con él un par de veces —contestó Víctor.
—¿Con tu coche? —No.
—Lástima —a continuación, tan rápidamente como había llegado, Gina volvió a dirigirse hacia la puerta—. La próxima vez que lo veas, dile que más le vale no provocar a una Santini.
—Oh —dijo Víctor cuando la puerta se hubo cerrado con estrépito—, le daré el aviso.
En medio del súbito silencio, Myriam meneó la cabeza y alzó los ojos para mirarlo.
—¿Estás absolutamente seguro de que quieres formar parte de esta familia?
Él se echó a reír.
—Lo digo en serio, Víctor —insistió ella con una media sonrisa—. Aún tienes tiempo de batirte en retirada.
—Los marines jamás nos retiramos.
—Bien —dijo Myriam, antes de inclinarse sobre él para darle su regalo—. En ese caso, hay algo que debes saber.
—¿Sí?
—Gina será tía de nuevo dentro de unos ocho meses o así.
—Me alegro mu... —Víctor se paró en seco y giró lentamente la cabeza para mirarla. Al verla sonreír, preguntó con voz titubeante—: ¿Estás... segura?
—Aún tiene que verme el ginecólogo. Pero confía en mí. Estamos embarazados —anunció Myriam.
—Entonces, vamos a tener un...
—Un hijo.
—Un hijo —repitió él maravillado. Acercó la mano derecha al vientre de Myriam y la posó en él con suavidad, casi reverencialmente.
Cuando volvió a mirarla, ella vio las lágrimas que humedecían sus ojos y notó que el corazón le daba un vuelco.
—Te quiero, Víctor —susurró.
—Te quiero, Myriam.
A continuación, atrayéndolo hacia sí, ella dijo suavemente:
—Feliz Navidad.
Antes de que los labios se ambos se encontraran, Víctor añadió:
—Y feliz vida nueva.
Fin.
Sigue la historia de Gina y Nick. Un Baile perfecto
Día de Nochebuena, por la tarde Víctor se hallaba sentado en el suelo de la sala de estar de Myriam, rodeado de lo que parecían diez mil piezas de plástico. Como fuera, en las horas siguientes, tenía que juntarlas todas para formar la estación espacial que Jeremy esperaba encontrar bajo el árbol de Navidad por la mañana.
—¿Qué pasa, sargento? —Preguntó Myriam desde la puerta del dormitorio—. ¿Ya te has rendido?
Él sonrió burlón y meneó la cabeza.
—Los marines nunca nos rendimos.
—Ya —dijo ella mientras cruzaba la sala de estar y se colocaba a su lado—. Pero no serás marine por mucho tiempo, ¿verdad?
Víctor la arrastró a su regazo y le dio un apretón.
—No —contestó, sin lamentar lo más mínimo la decisión que había tomado.
Myriam alzó la mano para acariciarle la mejilla.
—Víctor —musitó suavemente—, hay algo que quiero decirte...
La interrumpieron unos pasos en la escalera, y tanto ella como Víctor se giraron cuando la puerta se abrió y Gina entró como una exhalación en el apartamento.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Myriam.
—Estoy que hecho humo —declaró Gina al tiempo que fulminaba a Víctor con la mirada—. Os he hablado del tipo que asiste conmigo a las clases de baile, ¿verdad? Pues bien, hoy prácticamente me ha arrastrado por el suelo, y cuando le he dicho que estaba haciéndolo todo al revés, me ha contestado que me callara y dejase que él, que es el hombre, marcara los pasos.
—¿Y qué?
—Le dije que, si tuviera la menor idea de cómo marcarlos, no me importaría en absoluto. Y me dijo que yo ocupaba inútilmente un espacio valioso —Gina se plantó los puños en las caderas y empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie—. ¿Tú te crees? Yo pago por tomar esas lecciones. No debería insultarme de ese modo.
Víctor soltó una risita.
—¿Y qué quieres que hagamos nosotros? —preguntó Myriam a su hermana.
—¡Es un marine, como él! —Gina señaló a Víctor—. Así que he pensado que quizá Víctor pueda endosarle una guardia extra o dos.
—Veré lo que puedo hacer —respondió Víctor—. ¿Cómo se llama? A lo mejor lo conozco.
—Nick Peretti —dijo Gina—. Creo que es sargento o algo así.
—Sargento de infantería —informó Víctor.
—¡Eso mismo! Así que lo conoces —en los ojos de Gina centelleó el brillo de la venganza.
—Me he... topado con él un par de veces —contestó Víctor.
—¿Con tu coche? —No.
—Lástima —a continuación, tan rápidamente como había llegado, Gina volvió a dirigirse hacia la puerta—. La próxima vez que lo veas, dile que más le vale no provocar a una Santini.
—Oh —dijo Víctor cuando la puerta se hubo cerrado con estrépito—, le daré el aviso.
En medio del súbito silencio, Myriam meneó la cabeza y alzó los ojos para mirarlo.
—¿Estás absolutamente seguro de que quieres formar parte de esta familia?
Él se echó a reír.
—Lo digo en serio, Víctor —insistió ella con una media sonrisa—. Aún tienes tiempo de batirte en retirada.
—Los marines jamás nos retiramos.
—Bien —dijo Myriam, antes de inclinarse sobre él para darle su regalo—. En ese caso, hay algo que debes saber.
—¿Sí?
—Gina será tía de nuevo dentro de unos ocho meses o así.
—Me alegro mu... —Víctor se paró en seco y giró lentamente la cabeza para mirarla. Al verla sonreír, preguntó con voz titubeante—: ¿Estás... segura?
—Aún tiene que verme el ginecólogo. Pero confía en mí. Estamos embarazados —anunció Myriam.
—Entonces, vamos a tener un...
—Un hijo.
—Un hijo —repitió él maravillado. Acercó la mano derecha al vientre de Myriam y la posó en él con suavidad, casi reverencialmente.
Cuando volvió a mirarla, ella vio las lágrimas que humedecían sus ojos y notó que el corazón le daba un vuelco.
—Te quiero, Víctor —susurró.
—Te quiero, Myriam.
A continuación, atrayéndolo hacia sí, ella dijo suavemente:
—Feliz Navidad.
Antes de que los labios se ambos se encontraran, Víctor añadió:
—Y feliz vida nueva.
Fin.
Sigue la historia de Gina y Nick. Un Baile perfecto
jai33sire- VBB PLATINO
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
Ke linda novela ¡¡¡¡¡ Me encanto , te esperamos con la siguiente.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
miil gracias por la novelita niiña me encanto de principio a fin
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
MUCHAS GRACIAS POR LA NOVELA.
mats310863- VBB PLATINO
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Re: Un Ferviente Deseo Maureen Child
GRACIAS POR LA NOVELA
dany- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 23/05/2008
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