CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
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CAPITULO 24 .::50 Sombras::.
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Víctor está en una jaula con barrotes de acero. Lleva sus vaqueros gastados y rajados, el pecho y los pies deliciosamente desnudos, y me mira fijamente. Tiene grabada en su hermoso rostro esa sonrisa suya de saber algo que los demás no saben, y sus ojos son de un gris intenso. En las manos lleva un cuenco de fresas. Se acerca con atlética elegancia al frente de la jaula, mirándome fijamente. Coge una fresa grande y madura y saca la mano por entre los barrotes.
—Come —me dice, sus labios acariciando cada sonido de la palabra.
Intento acercarme a él, pero estoy atada, una fuerza invisible me retiene sujetándome por la muñeca. Suéltame.
—Ven, come —dice, regalándome una de sus deliciosas sonrisas de medio lado.
Tiro y tiro… ¡suéltame! Quiero chillar y gritar, pero no me sale ningún sonido. Estoy muda. Víctor estira un poco más el brazo y la fresa me roza los labios.
—Come, Myriam.
Su boca pronuncia mi nombre alargando de forma sensual cada sílaba.
Abro la boca y muerdo, la jaula desaparece y dejo de estar atada. Alargo la mano para acariciarlo, pasear los dedos por el vello de su pecho.
—Myriam.
No… Gimo.
—Vamos, nena.
No… Quiero acariciarte.
—Despierta.
No. Por favor… Abro a regañadientes los ojos una décima de segundo. Estoy en la cama y alguien me besuquea la oreja.
—Despierta, nena —me susurra, y el efecto de su voz dulce se extiende como caramelo caliente por mis venas.
Es Víctor. Dios… aún es de noche, y el recuerdo de mi sueño persiste, desconcertante y tentador, en mi cabeza.
—Ay, nooo… —protesto.
Quiero volver a su pecho, a mi sueño. ¿Por qué me despierta? Es de madrugada, o eso parece. Madre mía. ¿No querrá sexo ahora?
—Es hora de levantarse, nena. Voy a encender la lamparita —me dice en voz baja.
—No —protesto de nuevo.
—Quiero perseguir el amanecer contigo —dice besándome la cara, los párpados, la punta de la nariz, la boca, y entonces abro los ojos. La lamparita está encendida—. Buenos días, preciosa —murmura.
Protesto, y él sonríe.
—No eres muy madrugadora —susurra.
Deslumbrada por la luz, entreabro los ojos y veo a Víctor inclinado sobre mí, sonriendo. Divertido. Divertido conmigo. ¡Vestido! De negro.
—Pensé que querías sexo —me quejo.
—Myriam, yo siempre quiero sexo contigo. Reconforta saber que a ti te pasa lo mismo —dice con sequedad.
Lo miro mientras mis ojos se adaptan a la luz y aún lo veo risueño… menos mal.
—Pues claro que sí, solo que no tan tarde.
—No es tarde, es temprano. Vamos, levanta. Vamos a salir. Te tomo la palabra con lo del sexo.
—Estaba teniendo un sueño tan bonito —gimoteo.
—¿Con qué soñabas? —pregunta paciente.
—Contigo.
Me ruborizo.
—¿Qué hacía esta vez?
—Intentabas darme de comer fresas.
En sus labios se dibuja un conato de sonrisa.
—El doctor Flynn tendría para rato con eso. Levanta, vístete. No te molestes en ducharte, ya lo haremos luego.
¡Lo haremos!
Me incorporo y la sábana resbala hasta mi cintura, dejando al descubierto mi cuerpo. Él se levanta para dejarme salir de la cama y me mira con deseo.
—¿Qué hora es?
—Las cinco y media de la mañana.
—Pues parece que sean las tres.
—No tenemos mucho tiempo. Te he dejado dormir todo lo posible. Vamos.
—¿No puedo ducharme?
Suspira.
—Si te duchas, voy a querer ducharme contigo, y tú y yo sabemos lo que pasará, que se nos irá el día. Vamos.
Está emocionado. Su rostro resplandece de ilusión y nerviosismo, como el de un niño. Me hace sonreír.
—¿Qué vamos a hacer?
—Es una sorpresa. Ya te lo he dicho.
No puedo evitar mirarlo con una amplia sonrisa.
—Vale.
Salgo de la cama y busco mi ropa, que, cómo no, está perfectamente doblada en la silla que hay junto a la cama. Además, me ha dejado uno de sus boxers de algodón, de Ralph Lauren, nada menos. Me los pongo, y me sonríe. Mmm, otra prenda íntima de Víctor García, otro trofeo más que añadir a mi colección, junto con el coche, la BlackBerry, el Mac, su americana negra y un juego de valiosos incunables. Cabeceo al pensar en su generosidad, y frunzo el ceño cuando me viene a la mente una escena de Tess: la de las fresas. Me recuerda a mi sueño. Al infierno el doctor Flynn, hasta Freud tendría para rato con eso, y luego probablemente moriría intentando desentrañar a mi Cincuenta Sombras.
—Te dejo tranquila un rato ahora que ya te has levantado.
Víctor se va al salón y yo voy al baño. Tengo necesidades que atender y quiero lavarme un poco. Siete minutos después estoy en el salón, aseada, peinada y vestida con mis vaqueros, mi blusa y la ropa interior de Víctor García. Víctor me mira desde la mesita de comedor en la que está desayunando. ¡Desayunando! A estas horas.
—Come —dice.
Madre mía… mi sueño. Me lo quedo mirando, recordando sus labios y su lengua al pronunciar mi nombre. Mmm, esa lengua experimentada…
—Myriam —me dice muy serio, sacándome de mi ensoñación.
Realmente es demasiado temprano para mí. ¿Cómo manejo esta situación?
—Tomaré un poco de té. ¿Me puedo llevar un cruasán para luego?
Me mira con recelo y le sonrío con ternura.
—No me agües la fiesta, Myriam —me advierte en voz baja.
—Comeré algo luego, cuando se me haya despertado el estómago. Hacia las siete y media, ¿vale?
—Vale.
Y me lanza una miradita suspicaz.
En serio… Tengo que esforzarme mucho para no ponerle mala cara.
—Me dan ganas de ponerte los ojos en blanco.
—Por favor, no te cortes, alégrame el día —me dice muy serio.
Miro al techo.
—Bueno, unos azotes me despertarían, supongo.
Frunzo los labios en silenciosa actitud pensativa.
Víctor se queda boquiabierto.
—Por otra parte, no quiero que te calientes y te molestes por mí. El ambiente ya está bastante caldeado aquí.
Me encojo de hombros con aire indiferente.
Víctor cierra la boca y se esfuerza en vano por parecer disgustado. Veo asomar la sonrisa al fondo de sus ojos.
—Como de costumbre, es usted muy difícil, señorita Montemayor. Bébete el té.
Veo la etiqueta de Twinings y se me alegra el corazón. ¿Ves?, sí que le importas, me dice por lo bajo mi subconsciente. Me siento y lo miro, embebiéndome de su belleza. ¿Alguna vez me saciaré de este hombre?
Cuando salimos de la habitación, Víctor me lanza una sudadera.
—La vas a necesitar.
Lo miro perpleja.
—Confía en mí.
Sonríe, se inclina y me da un beso rápido en los labios, luego me coge de la mano y nos vamos.
Fuera, al relativo frío de la tenue luz que precede al alba, el aparcacoches le entrega a Víctor las llaves de un coche deportivo de capota de lona. Miro arqueando una ceja a Víctor, y él me sonríe satisfecho.
—A veces es genial que sea quien soy, ¿eh? —dice con una sonrisa cómplice que no puedo evitar emular.
Cuando está contento y relajado, es un encanto. Me abre la puerta con una reverencia exagerada y subo. Está de excelente humor.
—¿Adónde vamos?
—Ya lo verás.
Sonriente, arranca el coche y salimos a Savannah Parkway. Programa el GPS, luego pulsa un botón en el volante y una pieza clásica orquestal inunda el vehículo.
—¿Qué es? —pregunto mientras el sonido dulcísimo de un centenar de violines nos envuelve.
—Es de La Traviata, una ópera de Verdi.
Madre mía, es preciosa.
—¿La Traviata? He oído hablar de ella, pero no sé dónde. ¿Qué significa?
Víctor me mira de reojo y sonríe.
—Bueno, literalmente, «la descarriada». Está basada en La dama de las camelias, de Alejandro Dumas.
—Ah, la he leído.
—Lo suponía.
—La desgraciada cortesana. —Me estremezco incómoda en el mullido asiento de cuero. ¿Intenta decirme algo?—. Mmm, es una historia deprimente —murmuro.
—¿Demasiado deprimente? ¿Quieres poner otra cosa? Está sonando en el iPod.
Víctor exhibe otra vez su sonrisa secreta.
No veo el iPod por ninguna parte. Toca la pantalla del panel de mandos que hay entre los dos y, tachán, aparece la lista de temas.
—Elige tú.
Esboza una sonrisa y sé de inmediato que es un desafío.
El iPod de Víctor García… esto va a ser interesante. Me muevo por la pantalla y encuentro la canción perfecta. Le doy al «Play». Jamás habría imaginado que él pudiera ser fan de Britney. El ritmo electrónico y bailable nos sobresalta, y Víctor baja el volumen. Igual es demasiado temprano para esto: Britney en su faceta más sensual.
—Conque «Toxic», ¿eh? —sonríe Víctor.
—No sé por qué lo dices —respondo haciéndome la inocente.
Baja un poco más la música y, en mi interior, me abrazo a mí misma. La diosa que llevo dentro se ha subido al podio y espera su medalla de oro. Ha bajado la música. ¡Victoria!
—Yo no he puesto esa canción en mi iPod —dice en tono despreocupado, y pisa tan fuerte el pedal que, cuando el coche acelera por la autovía, me voy hacia atrás en el asiento.
¿Qué? El muy capullo sabe bien lo que hace. ¿Quién la ha puesto? Y encima tengo que seguir oyendo a Britney, que parece que no va a callarse nunca. ¿Quién, quién?
Termina la canción y el iPod, en modo aleatorio, pasa a un tema tristón de Damien Rice. ¿Quién? ¿Quién? Miro por la ventanilla, con el estómago revuelto. ¿Quién?
—Fue Laura —responde a mis pensamientos no manifiestos.
¿Cómo lo hace?
—¿Laura?
—Una ex, ella puso la canción en el iPod.
Damien gorjea de fondo y yo me quedo pasmada. Una ex… ¿ex sumisa? Una ex…
—¿Una de las quince?
—Sí.
—¿Qué le pasó?
—Lo dejamos.
—¿Por qué?
Oh, Dios. Es demasiado temprano para esta clase de conversación. Pero parece relajado, hasta feliz, y lo que es más, hablador.
—Quería más.
Su voz suena profunda, introspectiva incluso, y deja la frase suspendida entre los dos, terminándola de nuevo con esa poderosa palabrita.
—¿Y tú no? —le suelto antes de poder activar mi filtro de pensamientos.
Mierda, ¿acaso quiero saberlo?
Niega con la cabeza.
—Yo nunca he querido más, hasta que te conocí a ti.
Doy un respingo, anonadada. ¿No es eso lo que yo quiero? ¡Él también quiere más! ¡Quiere más! La diosa que llevo dentro se ha bajado del podio de un salto mortal y se ha puesto a dar volteretas laterales por todo el estadio. No soy solo yo.
—¿Qué pasó con las otras catorce? —pregunto.
Venga, está hablando, aprovéchate.
—¿Quieres una lista? ¿Divorciada, decapitada, muerta?
—No eres Enrique VIII.
—Vale. Sin seguir ningún orden en particular, solo he tenido relaciones largas con cuatro mujeres, aparte de Rocío.
—¿Rocío?
—Para ti, la señora Robinson.
Esboza esa sonrisa suya del que sabe algo que los demás ignoran.
¡Rocío! Vaya. La malvada tiene nombre, y de resonancias exóticas. De pronto imagino a una espléndida vampiresa de piel clara, pelo negro como el azabache y labios de un rojo rubí, y sé que es hermosa. No debo obsesionarme. No debo obsesionarme.
—¿Qué fue de esas cuatro? —pregunto para distraer mi mente.
—Qué inquisitiva, qué ávida de información, señorita Montemayor —me reprende en tono burlón.
—Mira quién habla, don Cuándo-te-toca-la-regla.
—Myriam, un hombre debe saber esas cosas.
—¿Ah, sí?
—Yo sí.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que te quedes embarazada.
—¡Ni yo quiero quedarme! Bueno, al menos hasta dentro de unos años.
Víctor parpadea perplejo, luego se relaja visiblemente. Vale. Víctor no quiere tener hijos. ¿Solo ahora o nunca? Me tiene alucinada su súbito arranque de sinceridad sin precedentes. ¿Será por el madrugón? ¿El agua de Georgia? ¿El aire de este estado? ¿Qué más quiero saber? Carpe diem.
—Bueno, ¿qué pasó entonces con las otras cuatro? —pregunto.
—Una conoció a otro. Las otras tres querían… más. A mí entonces no me apetecía más.
—¿Y las demás? —insisto.
Me mira un instante y niega con la cabeza.
—No salió bien.
Vaya, un montón de información que procesar. Miro por el retrovisor del coche y detecto el suave crescendo de rosas y aguamarina en el cielo a nuestra espalda. El amanecer nos sigue.
—¿Adónde vamos? —pregunto, perpleja. Estamos en la interestatal 95 y nos dirigimos hacia el sur, es lo único que sé.
—Vamos a un campo de aviación.
—No iremos a volver a Seattle, ¿verdad? —digo alarmada.
No me he despedido de mi madre. Y además nos espera para cenar.
Se echa a reír.
—No, Myriam, vamos a disfrutar de mi segundo pasatiempo favorito.
—¿Segundo? —lo miro ceñuda.
—Sí. Esta mañana te he dicho cuál era mi favorito.
Contemplo su magnífico perfil, ceñuda, devanándome los sesos.
—Disfrutar de ti, señorita Montemayor. Eso es lo primero de mi lista. De todas las formas posibles.
Ah.
—Sí, también yo lo tengo en mi lista de perversiones favoritas —murmuro ruborizándome.
—Me complace saberlo —responde con sequedad.
—¿A un campo de aviación, dices?
Me sonríe.
—Vamos a planear.
El término me suena vagamente. Me lo ha mencionado antes.
—Vamos a perseguir el amanecer, Myriam.
Se vuelve y me sonríe mientras el GPS lo insta a girar a la derecha hacia lo que parece un complejo industrial. Se detiene a la puerta de un gran edificio blanco con un rótulo que reza BRUNSWICK SOARING ASSOCIATION.
¡Vuelo sin motor! ¿Es lo que vamos a hacer?
Víctor apaga el motor.
—¿Estás preparada para esto? —pregunta.
—¿Pilotas tú?
—Sí.
—¡Sí, por favor!
No titubeo. Sonríe, se inclina y me besa.
—Otra primera vez, señorita Montemayor —dice mientras sale del coche.
¿Primera vez? ¿Cómo que primera? La primera vez que pilota un planeador… ¡mierda! No, dice que ya lo ha hecho antes. Me relajo. Rodea el coche y me abre la puerta. El cielo ha adquirido un sutil tono opalescente, reluce y resplandece suavemente tras las esporádicas nubes de aspecto infantil. El amanecer se nos echa encima.
Cogiéndome de la mano, Víctor me lleva por detrás del edificio hasta una gran zona asfaltada donde hay aparcados varios aviones. Junto a ellos hay un hombre de cabeza rapada y mirada huraña, acompañado de Taylor.
¡Taylor! ¿Es que Víctor no va a ninguna parte sin él? Le dedico una sonrisa de oreja a oreja y él me la devuelve, amable.
—Señor García, este es su piloto de remolque, el señor Mark Benson —dice Taylor.
Víctor y Benson se dan la mano e inician una conversación que suena muy técnica acerca de velocidad del viento, direcciones y cosas por el estilo.
—Hola, Taylor —digo tímidamente.
—Señorita Montemayor. —Me saluda con la cabeza y yo frunzo el ceño—. Myri —rectifica—. Ha estado de un humor de perros estos últimos días. Me alegro de que estemos aquí —me dice en tono conspirador.
Vaya, esto es nuevo. ¿Por qué? ¡No será por mí! ¡Jueves de revelaciones! Debe de haber algo en el agua de Savannah que les suelta la lengua a estos hombres.
—Myriam —me llama Víctor—. Ven.
Me tiende la mano.
—Hasta luego.
Sonrío a Taylor, quien, tras un rápido gesto de despedida vuelve al aparcamiento.
—Señor Benson, esta es mi novia, Myriam Montemayor.
—Encantado de conocerlo —murmuro mientras nos damos la mano.
Benson me dedica una espléndida sonrisa.
—Igualmente —dice, y distingo por su acento que es británico.
Le doy la mano a Víctor y noto que se me agarran los nervios al estómago. ¡Uau, vamos a hacer vuelo sin motor! Cruzamos con Mark Benson la zona asfaltada hasta la pista. Víctor y él siguen hablando. Yo capto lo esencial. Vamos a ir en un Blanik L-23, que, por lo visto, es mejor que el L-13, aunque esto es discutible. Benson pilotará una Piper Pawnee. Lleva ya unos cinco años pilotando planeadores. No entiendo nada, pero mirar a Víctor y verlo tan animado, tan en su elemento, es todo un placer.
El avión en cuestión es alargado, de líneas puras, y blanco con rayas naranjas. Tiene una pequeña cabina con dos asientos, uno delante del otro. Está sujeto mediante un largo cable blanco a un avión convencional pequeño de una sola hélice. Benson levanta la cubierta cóncava de plexiglás que enmarca la cabina para que podamos subir.
—Primero hay que ponerse los paracaídas.
¡Paracaídas!
—Ya lo hago yo —lo interrumpe Víctor, y le coge los arneses a Benson, que le sonríe amable.
—Voy a por el lastre —dice Benson, y se dirige al avión.
—Te gusta atarme a cosas —observo con sequedad.
—Señorita Montemayor, no tiene usted ni idea. Toma, mete brazos y piernas por las correas.
Hago lo que me dice, apoyándome en su hombro. Víctor se pone algo rígido, pero no se mueve. En cuanto he metido las piernas por las correas, me sube el paracaídas y meto los brazos por las de los hombros. Con destreza, me abrocha los arneses y aprieta todas las correas.
—Hala, ya estás —dice con aire tranquilo, pero le brillan los ojos—. ¿Llevas la goma del pelo de ayer?
Asiento.
—¿Quieres que me recoja el pelo?
—Sí.
Hago enseguida lo que me pide.
—Venga, adentro —me ordena.
Tan mandón como siempre… Me dispongo a sentarme atrás.
—No, delante. El piloto va detrás.
—Pero ¿verás algo?
—Veré lo suficiente. —Sonríe.
Creo que nunca lo había visto tan contento, mandón pero contento. Subo y me instalo en el asiento de cuero. Para mi sorpresa, es muy cómodo. Víctor se inclina hacia delante, me echa el arnés por los hombros, busca entre mis piernas el cinturón inferior y lo encaja en el que descansa sobre mi vientre. Aprieta todas las correas de sujeción.
—Mmm, dos veces en la misma mañana; soy un hombre con suerte —susurra, y me besa deprisa—. No va a durar mucho: veinte, treinta minutos a lo sumo. Las masas de aire no son muy buenas a esta hora de la mañana, pero las vistas desde allá arriba son impresionantes. Espero que no estés nerviosa.
—Emocionada.
Le dedico una sonrisa radiante.
¿De dónde ha salido esa sonrisa tan ridícula? En realidad, una parte de mí está aterrada. La diosa que llevo dentro se ha escondido bajo la manta detrás del sofá.
—Bien.
Me devuelve la sonrisa, acariciándome la cara, y luego desaparece de mi vista.
Lo oigo y lo siento instalarse a mi espalda. Me ha atado tan fuerte que no puedo ni volverme a mirarlo, claro… ¡Típico! Estamos casi a ras de suelo. Delante de mí hay un panel de indicadores y palancas, y una especie de manubrio grande que dejo bien quietecito.
Aparece Mark Benson, sonriente, comprueba mis correas, se inclina hacia delante y mira algo en el suelo de la cabina. Creo que es el lastre.
—Muy bien, todo en orden. ¿Es la primera vez? —me pregunta.
—Sí.
—Te va a encantar.
—Gracias, señor Benson.
—Llámame Mark. —Se vuelve hacia Víctor—. ¿Todo bien?
—Sí. Vamos.
Me alegro de no haber comido nada. Estoy nerviosísima y dudo que a mi estómago le apeteciera mucho mezclar comida, nervios y paseo por los aires. Una vez más, me pongo en las manos expertas de este hermoso hombre. Mark baja la cubierta de la cabina, se dirige tranquilamente al avión de delante y se sube a él.
La hélice de la Piper se pone en marcha y el estómago inquieto se me sube a la garganta. Dios… lo estoy haciendo. Mark entra despacio en pista y, cuando el cable se tensa, arrancamos nosotros también, de un tirón. Ya estamos en marcha. Oigo parlotear por la radio que tengo a mi espalda. Creo que es Mark dirigiéndose a la torre, pero no distingo lo que dice. Según va acelerando la Piper, nosotros también. Avanzamos a trompicones y la avioneta que llevamos delante aún no ha despegado. Dios, ¿es que no vamos a elevarnos nunca? De pronto, el estómago se me va de la boca y se me baja en picado a los pies: estamos en el aire.
—¡Allá vamos, nena! —me grita Víctor desde atrás.
Estamos los dos solos, en nuestra burbuja. Solo oigo el viento que nos azota y el zumbido lejano del motor de la Piper.
Me agarro al borde del asiento con las dos manos, tan fuerte que se me ponen blancos los nudillos. Nos dirigimos al oeste, hacia el interior, lejos del sol naciente, ganando altura, dejando atrás campos, bosques, viviendas y la interestatal 95.
Madre mía. Esto es alucinante; por encima de nosotros no hay más que cielo. La luz es extraordinaria, difusa y cálida, y recuerdo las divagaciones de Carlos sobre «la hora mágica», una hora del día que adoran los fotógrafos. Es esta… justo después del amanecer, y yo estoy en ella, con Víctor.
De pronto, me acuerdo de la exposición de Carlos. Mmm. Tengo que decírselo a Víctor. Me pregunto un instante cómo se lo tomará. Pero no voy a preocuparme de eso ahora; estoy disfrutando del viaje. Según vamos ascendiendo, se me taponan los oídos y el suelo queda cada vez más lejos. Qué paz. Entiendo perfectamente por qué le gusta estar aquí arriba. Lejos de la BlackBerry y de toda la presión de su trabajo.
La radio crepita y Mark nos dice que estamos a mil metros de altitud. Joder, eso es muy alto. Miro a tierra y ya no puedo distinguir nada de allá abajo.
—Suéltanos —dice Víctor a la radio, y de pronto la Piper desaparece y con ella la sensación de arrastre que nos proporcionaba la avioneta.
Flotamos, flotamos sobre Georgia.
Madre mía, qué emocionante. El planeador se ladea y gira al descender el ala, y nos dirigimos en espiral hacia el sol. Ícaro. Eso es. Vuelo cerca del sol, pero él está conmigo, y me guía. Me acelero de pensarlo. Describimos una espiral tras otra y las vistas con esta luz del día son espectaculares.
—¡Agárrate fuerte! —me grita, y volvemos a descender… solo que esta vez no para. De pronto me veo cabeza abajo, mirando al suelo a través de la cubierta de la cabina.
Chillo como una posesa y estiro automáticamente los brazos, apoyando las manos en el plexiglás como para frenar la caída. Lo oigo reírse. ¡Cabrón! Pero su alegría es contagiosa, y también yo me río cuando endereza el planeador.
—¡Menos mal que no he desayunado! —le grito.
—Sí, pensándolo bien, menos mal, porque voy a volver a hacerlo.
Desciende en picado una vez más hasta ponernos cabeza abajo. Esta vez, como estoy preparada, me quedo colgando del arnés, y eso me hace reír como una boba. Vuelve a nivelar el planeador.
—¿A que es precioso? —me grita.
—Sí.
Volamos, planeando majestuosamente por el aire, escuchando el viento y el silencio, a la luz de primera hora de la mañana. ¿Se puede pedir más?
—¿Ves la palanca de mando que tienes delante? —me grita ahora.
Miro la palanca que vibra entre mis piernas. Oh, no, ¿qué pretenderá que haga?
—Agárrala.
Mierda. Me va a hacer pilotar el planeador. ¡No!
—Vamos, Myriam, agárrala —me insta con mayor vehemencia.
La agarro tímidamente y noto las cabezadas y guiñadas de lo que supongo que son los timones y las palas o lo que sea que mantenga esta cosa en el aire.
—Agárrala fuerte… mantenla firme. ¿Ves el dial de en medio, delante de ti? Que la aguja no se mueva del centro.
Tengo el corazón en la boca. Madre mía. Estoy pilotando un planeador… estoy planeando.
—Buena chica.
Víctor parece encantado.
—Me extraña que me dejes tomar el control —grito.
—Te extrañaría saber las cosas que te dejaría hacer, señorita Montemayor. Ya sigo yo.
Noto que la palanca se mueve de pronto y la suelto mientras descendemos en espiral varios metros; los oídos se me vuelven a taponar. El suelo está cada vez más cerca y parece que nos vamos a estrellar. Dios… es aterrador.
—BMA, habla BG N Papa Tres Alfa, entrando a favor del viento en pista siete izquierda a hierba, BMA —dice Víctor con su tono autoritario de siempre.
La torre le responde por la radio, pero no entiendo lo que dicen. Planeamos de nuevo, describiendo un gran círculo, y vamos aproximándonos a tierra. Veo el campo de aviación, las pistas de aterrizaje, y sobrevolamos de nuevo la interestatal 95.
—Agárrate, nena, que vienen baches.
Después de un círculo más, descendemos y, de repente, tocamos tierra con un breve golpetazo, y nos deslizamos sobre la hierba. Madre mía. Me castañetean los dientes mientras avanzamos dando tumbos a una velocidad alarmante, hasta que por fin nos detenemos. El planeador se bambolea, luego se ladea a la derecha. Tomo una buena bocanada de aire mientras Víctor se agacha y levanta la cubierta de la cabina, baja y se estira.
—¿Qué tal? —me pregunta, y los ojos le brillan de un gris plateado deslumbrante mientras se inclina para desabrocharme.
—Ha sido fantástico. Gracias —susurro.
—¿Ha sido más? —pregunta, con la voz teñida de esperanza.
—Mucho más —le digo, y sonríe.
—Vamos.
Me tiende la mano y salgo de la cabina.
En cuanto salgo, me agarra y me estrecha contra su cuerpo. Hunde sus manos en mi pelo y tira de él para echarme la cabeza hacia atrás; desliza la otra mano hasta el final de la espalda. Me besa… un beso largo, vehemente y apasionado, invadiéndome la boca con su lengua. Su respiración se acelera, su ardor, su erección… Dios mío, que estamos en medio del campo. Pero me da igual. Le engancho el pelo, amarrándolo a mí. Lo deseo, aquí, ahora, en el suelo. Se aparta y me mira; sus ojos se ven ahora oscuros y luminosos a la luz de primera hora, repletos de sensualidad cruda y arrogante. Uau. Me deja sin aliento.
—Desayuno —susurra, haciéndolo sonar deliciosamente erótico.
¿Cómo puede hacer que unos huevos con beicon suenen a fruta prohibida? Es una destreza extraordinaria. Da media vuelta, me coge de la mano y nos dirigimos al coche.
—¿Y el planeador?
—Ya se ocuparán de él —dice con aire displicente—. Ahora vamos a comer algo.
Su tono no deja lugar a dudas.
¡Comer! Me habla de comida cuando lo único que me apetece de verdad es él.
—Vamos.
Sonríe.
Nunca lo he visto así, y es una auténtica gozada. Me sorprendo caminando a su lado, de la mano, con una sonrisa bobalicona pintada en la cara. Me recuerda a cuando tenía diez años y pasaba el día en Disneylandia con Ray. Era un día perfecto, y me parece que este también lo va a ser.
De nuevo en el coche, mientras volvemos a Savannah por la interestatal 95, me suena la alarma del móvil. Ah, sí, la píldora.
—¿Qué es eso? —pregunta Víctor, curioso, mirándome.
Hurgo en el bolso en busca de la cajita.
—Una alarma para tomarme la píldora —murmuro mientras se me encienden las mejillas.
Esboza una sonrisa.
—Bien hecho. Odio los condones.
Me ruborizo un poco más. Suena tan condescendiente como siempre.
—Me ha gustado que me presentaras a Mark como tu novia —digo.
—¿No es eso lo que eres? —dice arqueando una ceja.
—¿Lo soy? Pensé que tú querías una sumisa.
—Quería, Myriam, y quiero. Pero ya te lo he dicho: yo también quiero más.
Madre mía. Empieza a ceder; me invade la esperanza y me deja sin aliento.
—Me alegra mucho que quieras más —susurro.
—Nos proponemos complacer, señorita Montemayor.
Sonríe satisfecho mientras nos detenemos en un International House of Pancakes.
—Un IHOP.
Le devuelvo la sonrisa. No me lo puedo creer. ¿Quién iba a decirlo? Víctor García en un IHOP.
Son las ocho y media, pero el restaurante está tranquilo. Huele a fritanga dulce y a desinfectante. Uf, no es un aroma tentador. Víctor me lleva hasta un cubículo.
—Jamás te habría imaginado en un sitio como este —le digo mientras nos sentamos.
—Mi padre solía traernos a uno de estos siempre que mi madre se iba a un congreso médico. Era nuestro secreto.
Me sonríe con los ojos brillantes, luego coge una carta, pasándose una mano por el cabello alborotado, y le echa un vistazo.
Ah, yo también quiero pasarle las manos por el pelo. Cojo una carta y la examino. Me doy cuenta de que estoy muerta de hambre.
—Yo ya sé lo que quiero —dice con voz grave y ronca.
Alzo la vista y me está mirando de esa forma que me contrae todos los músculos del vientre y me deja sin aliento, sus ojos oscuros y ardientes. Madre mía. Le devuelvo la mirada, con la sangre corriéndome rauda por las venas en respuesta a su llamada.
—Yo quiero lo mismo que tú —susurro.
Inspira hondo.
—¿Aquí? —me pregunta provocador arqueando una ceja, con una sonrisa perversa y la punta de la lengua asomando entre los dientes.
Madre mía… sexo en el IHOP. Su expresión cambia, se oscurece.
—No te muerdas el labio —me ordena—. Aquí, no; ahora no. —Su mirada se endurece momentáneamente y, por un instante, lo encuentro deliciosamente peligroso—. Si no puedo hacértelo aquí, no me tientes.
—Hola, soy Leandra. ¿Qué les apetece… tomar… esta mañana…? —farfulla al ver a don Guapísimo enfrente de mí.
Se pone como un tomate y, en el fondo, no me cuesta entenderla, porque a mí sigue produciéndome ese efecto. Su presencia me permite escapar brevemente de la mirada sensual de Víctor.
—¿Myriam? —me pregunta, ignorándola, y dudo que nadie pudiera pronunciar mi nombre de forma más carnal que él en este momento.
Trago saliva, rezando para no ponerme del mismo color que la pobre Leandra.
—Ya te he dicho que quiero lo mismo que tú —respondo en voz baja, grave, y él me lanza una mirada voraz.
Uf, la diosa que llevo dentro se desmaya. ¿Estoy preparada para este juego?
Leandra me mira a mí, luego a él, y después a mí otra vez. Está casi del mismo color que su resplandeciente melena pelirroja.
—¿Quieren que les deje unos minutos más para decidir?
—No. Sabemos lo que queremos.
En el rostro de Víctor se dibuja una sexy sonrisita.
—Vamos a tomar dos tortitas normales con sirope de arce y beicon al lado, dos zumos de naranja, un café cargado con leche desnatada y té inglés, si tenéis —dice
Víctor sin quitarme los ojos de encima.
—Gracias, señor. ¿Eso es todo? —susurra Leandra, mirando a todas partes menos a nosotros.
Los dos nos volvemos a mirarla y ella se pone otra vez como un tomate y sale corriendo.
—¿Sabes?, no es justo.
Miro la mesa de formica y trazo dibujitos en ella con el dedo índice, procurando sonar desenfadada.
—¿Qué es lo que no es justo?
—El modo en que desarmas a la gente. A las mujeres. A mí.
—¿Te desarmo?
Resoplo.
—Constantemente.
—No es más que el físico, Myriam —dice en tono displicente.
—No, Víctor, es mucho más que eso.
Frunce el ceño.
—Tú me desarmas totalmente, señorita Montemayor. Por tu inocencia. Que supera cualquier barrera.
—¿Por eso has cambiado de opinión?
—¿Cambiado de opinión?
—Sí… sobre… lo nuestro.
Se acaricia la barbilla pensativo con sus largos y hábiles dedos.
—No creo que haya cambiado de opinión en sí. Solo tenemos que redefinir nuestros parámetros, trazar de nuevo los frentes de batalla, por así decirlo. Podemos conseguir que esto funcione, estoy seguro. Yo quiero que seas mi sumisa y tenerte en mi cuarto de juegos. Y castigarte cuando incumplas las normas. Lo demás… bueno, creo que se puede discutir. Esos son mis requisitos, señorita Montemayor. ¿Qué te parece?
—Entonces, ¿puedo dormir contigo? ¿En tu cama?
—¿Eso es lo que quieres?
—Sí.
—Pues acepto. Además, duermo muy bien cuando estás conmigo. No tenía ni idea.
Arruga la frente y su voz se apaga.
—Me aterraba que me dejaras si no accedía a todo —susurro.
—No me voy a ir a ninguna parte, Myriam. Además… —Se interrumpe y, después de pensarlo un poco, añade—: Estamos siguiendo tu consejo, tu definición: compromiso. Lo que me dijiste por correo. Y, de momento, a mí me funciona.
—Me encanta que quieras más —murmuro tímidamente.
—Lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Confía en mí. Lo sé.
Me sonríe satisfecho. Me oculta algo. ¿Qué?
En ese momento llega Leandra con el desayuno, poniendo fin a nuestra conversación. Me ruge el estómago, recordándome que estoy muerta de hambre. Víctor observa con enojosa complacencia cómo devoro el plato entero.
—¿Te puedo invitar? —le pregunto.
—Invitar ¿a qué?
—Pagarte el desayuno.
Resopla.
—Me parece que no —suelta con un bufido.
—Por favor. Quiero hacerlo.
Me mira ceñudo.
—¿Quieres castrarme del todo?
—Este es probablemente el único sitio en el que puedo permitirme pagar.
—Myriam, te agradezco la intención. De verdad. Pero no.
Frunzo los labios.
—No te enfurruñes —me amenaza, con un brillo inquietante en los ojos.
Como era de esperar, no me pregunta la dirección de mi madre. Ya la sabe, como buen acosador que es. Cuando se detiene frente a la puerta de la casa, no hago ningún comentario. ¿Para qué?
—¿Quieres entrar? —le pregunto tímidamente.
—Tengo que trabajar, Myriam, pero esta noche vengo. ¿A qué hora?
Hago caso omiso de la desagradable punzada de desilusión. ¿Por qué quiero pasar hasta el último segundo con este dios del sexo tan controlador? Ah, sí, porque me he enamorado de él y sabe volar.
—Gracias… por el más.
—Un placer, Myriam.
Me besa e inhalo su sensual olor a Víctor.
—Te veo luego.
—Intenta impedírmelo —me susurra.
Le digo adiós con la mano mientras su coche se pierde en la luz del sol de Georgia. Llevo su sudadera y su ropa interior, y tengo mucho calor.
En la cocina, mi madre está hecha un manojo de nervios. No tiene que agasajar a un multimillonario todos los días, y está bastante estresada.
—¿Cómo estás, cariño? —pregunta, y me sonrojo, porque debe de saber lo que estuve haciendo anoche.
—Estoy bien. Víctor me ha llevado a planear esta mañana.
Confío en que ese nuevo dato la distraiga.
—¿A planear? ¿En uno de esos avioncitos sin motor?
Asiento con la cabeza.
—Uuau.
Se queda sin habla, toda una novedad en mi madre. Me mira pasmada, pero al final se recupera y retoma la línea de interrogatorio inicial.
—¿Qué tal anoche? ¿Hablasteis?
Dios… Me pongo como un tomate.
—Hablamos… anoche y hoy. La cosa va mejorando.
—Me alegro.
Devuelve su atención a los cuatro libros de cocina que tiene abiertos sobre la mesa.
—Mamá, si quieres cocino yo esta noche.
—Ay, cielo, es un detalle por tu parte, pero quiero hacerlo yo.
—Vale.
Hago una mueca, consciente de que la cocina de mi madre es un poco a lo que salga. Igual ha mejorado desde que se mudó a Savannah con Bob. Hubo un tiempo en que no me habría atrevido a someter a nadie al suplicio de uno de sus platos, ni siquiera a… a ver, alguien a quien odie… ah, sí, a la señora Robinson, a Rocío. Bueno, quizá a ella sí. ¿Conoceré algún día a esa maldita mujer?
Decido enviarle un breve e-mail de agradecimiento a Víctor.
De: Myriam Montemayor Fecha: 2 de junio de 2011 10:20 EST
Para: Víctor García
Asunto: Planear mejor que apalear A veces sabes cómo hacer pasar un buen rato a una chica. Gracias.
Myri x
De: Víctor García Fecha: 2 de junio de 2011 10:24 EST
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Planear mejor que apalear
Prefiero cualquiera de las dos cosas a tus ronquidos. Yo también lo he pasado bien. Pero siempre lo paso bien cuando estoy contigo.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 2 de junio de 2011 10:26 EST
Para: Víctor García
Asunto: RONQUIDOS
YO NO RONCO. Y si lo hiciera, no es muy galante por tu parte comentarlo. ¡Qué poco caballeroso, señor García! Además, que sepas que estás en el Profundo Sur.
Myri
De: Víctor García Fecha: 2 de junio de 2011 10:28 EST
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Somniloquia
Yo nunca he dicho que fuera un caballero, Myriam, y creo que te lo he demostrado en numerosas ocasiones. No me intimidan tus mayúsculas CHILLONAS. Pero reconozco que era una mentirijilla piadosa: no, no roncas, pero sí hablas dormida. Y es fascinante. ¿Qué hay de mi beso?
Víctor García Sinvergüenza y presidente de García Enterprises Holdings Inc.
Maldita sea. Sé que hablo en sueños. Mane me lo ha comentado montones de veces. ¿Qué caray habré dicho? Oh, no.
De: Myriam Montemayor Fecha: 2 de junio de 2011 10:32 EST
Para: Víctor García
Asunto: Desembucha
Eres un sinvergüenza y un canalla; de caballero, nada, desde luego.A ver, ¿qué he dicho? ¡No hay besos hasta que me lo cuentes!
De: Víctor García Fecha: 2 de junio de 2011 10:35 EST
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Bella durmiente parlante
Sería una descortesía por mi parte contártelo; además, ya he recibido mi castigo. Pero, si te portas bien, a lo mejor te lo cuento esta noche. Tengo que irme a una reunión. Hasta luego, nena.
Víctor García Sinvergüenza, canalla y presidente de García Enterprises Holdings Inc.
¡Genial! Voy a permanecer totalmente incomunicada hasta la noche. Estoy que echo humo. Dios… Supongamos que he dicho en sueños que lo odio, o peor aún, que lo quiero. Uf, espero que no. No estoy preparada para decirle eso, y estoy convencida de que él no está preparado para oírlo, si es que alguna vez quiere oírlo. Miro ceñuda el ordenador y decido que, cocine lo que cocine mi madre, voy a hacer pan, para descargar mi frustración amasando.
Mi madre se ha decidido por un gazpacho y bistecs a la barbacoa marinados en aceite de oliva, ajo y limón. A Víctor le gusta la carne, y es fácil de hacer. Bob se ha ofrecido voluntario para encargarse de la barbacoa. ¿Qué tendrán los hombres con el fuego?, me pregunto mientras sigo a mi madre por el súper con el carrito de la compra.
Mientras echamos un vistazo a la sección de carnes, me suena el móvil. Rebusco en el bolso, pensando que podría ser Víctor. No reconozco el número.
—¿Diga? —respondo sin aliento.
—¿Myriam Montemayor?
—Sí.
—Soy Estrella Veloz, de SIP.
—Ah… hola.
—Llamo para ofrecerte el puesto de ayudante del señor De la O. Nos gustaría que empezaras el lunes.
—Uau. Eso es estupendo. ¡Gracias!
—¿Conoces las condiciones salariales?
—Sí. Sí… bueno, que acepto vuestra propuesta. Me encantaría trabajar para vosotros.
—Fabuloso. Entonces… ¿nos vemos el lunes a las ocho y media?
—Nos vemos. Adiós. Y gracias.
Sonrío feliz a mi madre.
—¿Tienes trabajo?
Asiento emocionada y ella se pone a chillar y a abrazarme en medio del súper.
—¡Enhorabuena, cariño! ¡Hay que comprar champán!
Va dando palmas y brincos por los pasillos. ¿Qué tiene, cuarenta y dos años o doce?
Miro el móvil y frunzo el ceño: hay una llamada perdida de Víctor. Él nunca me telefonea. Lo llamo enseguida.
—Myriam —responde de inmediato.
—Hola —murmuro tímidamente.
—Tengo que volver a Seattle. Ha surgido algo. Voy camino de Hilton Head. Pídele disculpas a tu madre de mi parte, por favor; no puedo ir a cenar.
Parece muy agobiado.
—Nada serio, espero.
—Ha surgido un problema del que debo ocuparme. Te veo mañana. Mandaré a Taylor a recogerte al aeropuerto si no puedo ir yo.
Suena frío. Enfadado, incluso. Pero, por primera vez, no pienso automáticamente que es por mi culpa.
—Vale. Espero que puedas resolver el problema. Que tengas un buen vuelo.
—Tú también, nena —me susurra y, con esas palabras, mi Víctor vuelve un instante.
Luego cuelga.
Oh, no. El último «problema» con el que tuvo que lidiar fue el de mi virginidad. Dios, espero que no sea nada de eso. Miro a mi madre. Su júbilo anterior se ha transformado en preocupación.
—Es Víctor. Tiene que volver a Seattle. Te pide disculpas.
—¡Vaya! Qué lástima, cariño. Podemos hacer la barbacoa de todas formas. Además, ahora tenemos algo que celebrar: ¡tu nuevo empleo! Tienes que contármelo todo al respecto.
A última hora de la tarde, mamá y yo estamos tumbadas junto a la piscina. Mamá se ha relajado tanto después de saber que el señor Millonetis no viene a cenar que está tendida completamente horizontal. Tirada al sol, empeñada en librarme de mi palidez, pienso en anoche y en el desayuno de hoy. Pienso en Víctor y no puedo quitarme la sonrisa tonta de los labios. Vuelve una y otra vez a mi cara, espontánea y desconcertante, cuando recuerdo nuestras varias conversaciones y lo que hicimos… lo que me hizo.
Parece que ha habido un cambio sustancial en la actitud de Víctor. Él lo niega, pero reconoce que está intentando darme más. ¿Qué puede haber cambiado? ¿Qué ha variado entre aquel largo correo que me envió y cuando nos vimos ayer? ¿Qué ha hecho? Me incorporo de pronto y casi tiro el refresco. Cenó con… ella. Con Rocío.
¡Maldita sea!
Se me eriza el vello al caer en la cuenta. ¿Le diría algo ella? Ah… si hubiera podido ser una mosca pegada en la pared durante su cena… Habría caído en su sopa o en su copa de vino para que se atragantara.
—¿Qué pasa, cielo? —me pregunta mi madre, saliendo de golpe de su sopor.
—Cosas mías, mamá. ¿Qué hora es?
—Serán las seis y media, cariño.
Mmm… no habrá aterrizado aún. ¿Se lo puedo preguntar? ¿Debería preguntárselo? A lo mejor ella no tiene nada que ver. Espero fervientemente que sea así. ¿Qué habré dicho en sueños? Mierda… algún comentario inoportuno cuando soñaba con él, seguro. Sea lo que sea, o lo que fuera, confío en que ese cambio repentino sea cosa de él y no se deba a ella.
Me estoy achicharrando con este maldito calor. Necesito darme otro chapuzón.
Mientras me preparo para acostarme, enciendo el ordenador. No he tenido noticias de Víctor. Ni siquiera me ha escrito para decirme si ha llegado bien.
De: Myriam Montemayor Fecha: 2 de junio de 2011 22:32 EST
Para: Víctor García
Asunto: ¿Has llegado bien?
Querido señor: Por favor, hazme saber si has llegado bien. Empiezo a preocuparme. Pienso en ti.
Tu Myri x
A los tres minutos, oigo que me entra un correo.
De: Víctor García Fecha: 2 de junio de 2011 19:36
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Lo siento
Querida señorita Montemayor: He llegado bien; por favor, discúlpeme por no haberle dicho nada. No quiero causarle preocupaciones; me reconforta saber que le importo. Yo también pienso en usted y, como siempre, estoy deseando volver a verla mañana.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
Suspiro. Víctor ha vuelto a su habitual corrección.
De: Myriam Montemayor Fecha: 2 de junio de 2011 22:40 EST
Para: Víctor García
Asunto: El problema
Querido señor García: Me parece que es más que evidente que me importas mucho. ¿Cómo puedes dudarlo? Espero que tengas controlado «el problema».
Tu Myri x
P.D.: ¿Me vas a contar lo que dije en sueños?
De: Víctor García Fecha: 2 de junio de 2011 19:45
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Me acojo a la Quinta Enmienda
Querida señorita Montemayor: Me encanta saber que le importo tanto. «El problema» aún no se ha resuelto. En cuanto a su posdata, la respuesta es no.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 2 de junio de 2011 22:48 EST
Para: Víctor García
Asunto: Alego locura transitoria
Espero que fuera divertido, pero que sepas que no me responsabilizo de lo que pueda salir por mi boca mientras estoy inconsciente. De hecho, probablemente me oyeras mal. A un hombre de tu avanzada edad sin duda le falla un poco el oído.
De: Víctor García Fecha: 2 de junio de 2011 19:52
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Me declaro culpable
Querida señorita Montemayor: Perdone, ¿podría hablarme más alto? No la oigo.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 2 de junio de 2011 22:54 EST
Para: Víctor García
Asunto: Alego de nuevo locura transitoria
Me estás volviendo loca.
De: Víctor García Fecha: 2 de junio de 2011 19:59
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Eso espero…
Querida señorita Montemayor: Eso es precisamente lo que me proponía hacer el viernes por la noche. Lo estoy deseando.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 2 de junio de 2011 23:02 EST
Para: Víctor García
Asunto: Grrrrrr
Que sepas que estoy furiosa contigo. Buenas noches.
Señorita A. R. Montemayor
De: Víctor García Fecha: 2 de junio de 2011 20:05
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Gata salvaje
¿Me está sacando las uñas, señorita Montemayor? Yo también tengo gato para defenderme.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
¿Que también tiene gato? Nunca he visto un gato en su casa. No, no le voy a contestar. Cómo me exaspera a veces… De cincuenta mil maneras distintas. Me meto en la cama y me quedo tumbada mirando furiosa al techo mientras mis ojos se adaptan a la oscuridad. Oigo que me entra otro correo. No voy a mirarlo. No, ni hablar. No, no voy a mirarlo. ¡Agh…! Soy tan boba que no puedo resistirme al hechizo de las palabras de Víctor García.
De: Víctor García Fecha: 2 de junio de 2011 20:20
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Lo que dijiste en sueños
Myriam: Preferiría oírte decir en persona lo que te oí decir cuando dormías, por eso no quiero contártelo. Vete a la cama. Más vale que mañana estés descansada para lo que te tengo preparado.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
Oh, no… ¿Qué dije? Seguro que es tan malo como pienso.
CONTINUARA......
Ale- STAFF
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Gracias por el Cap. Siguele por favor cada vez mas padre esta novela Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Localización : Monterrey, Nuevo Leon
Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
GRACIAS POR EL CAPITULO
dany- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
gracias por el capitulo
jai33sire- VBB PLATINO
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Edad : 48
Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
graxias x el capitulo muy buena la novelita!!!!!!!!!!!!!!
mariateressina- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Muchas gracias por el capi esta cada vez mas inesperado y emocionante siguele por favor me encanta
Eva Robles- VBB BRONCE
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Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
gracias por el capitulo
aaaa me gusta que sean mas jijiji
saludos
rodmina- VBB PLATA
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Fecha de inscripción : 28/05/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
neta cuando ale y yo pensamos en esto no se me ocurrio que seria algo con una respuesta asi que padre que les gusta gracias por la paciencia aqui seguimos
besos a todos bere
besos a todos bere
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
aquí seguimos esperando... con mucha paciencia jijiji
rodmina- VBB PLATA
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Edad : 37
Fecha de inscripción : 28/05/2008
CAPITULO 25 .::50 Sombras::.
UN DISCULPA POR NO HABERLES PUBLICADO CAPITULO PERO MI INTERNET ME ESTABA FALLANDO PERO AQUI LES DEJO EL EL CASI FINAL
Mi madre me abraza fuerte.
—Haz caso a tu corazón, cariño, y por favor, procura no darle demasiadas vueltas a las cosas. Relájate y disfruta. Eres muy joven, cielo. Aún te queda mucha vida por delante, vívela. Te mereces lo mejor.
Sus sentidas palabras susurradas al oído me confortan. Me besa el pelo.
—Ay, mamá.
Me cuelgo de su cuello y, de repente, los ojos se me llenan de lágrimas.
—Cariño, ya sabes lo que dicen: hay que besar a muchos sapos para encontrar al príncipe azul.
Le dedico una sonrisa torcida, agridulce.
—Me parece que he besado a un príncipe, mamá. Espero que no se convierta en sapo.
Me regala las más tierna, maternal e incondicionalmente amorosa de sus sonrisas,y mientras nos abrazamos de nuevo me maravillo de lo muchísimo que quiero a esta mujer.
—Myri, están llamando a tu vuelo —me dice Bob nervioso.
—¿Vendrás a verme, mamá?
—Por supuesto, cariño… pronto. Te quiero.
—Yo también.
Cuando me suelta, tiene los ojos enrojecidos de las lágrimas contenidas. Odio tener que dejarla. Abrazo a Bob, doy media vuelta y me encamino a la puerta de embarque; hoy no tengo tiempo para la sala VIP. Me propongo no mirar atrás, pero lo hago… y veo a Bob abrazando a mamá, que llora desconsolada con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Ya no puedo contener más las mías. Agacho la cabeza y cruzo la puerta de embarque, sin levantar la vista del blanco y resplandeciente suelo, borroso a través de mis ojos empañados.
Una vez a bordo, rodeada del lujo de primera clase, me acurruco en el asiento e intento recomponerme. Siempre me resulta doloroso separarme de mi madre; es atolondrada, desorganizada, pero de pronto perspicaz, y me quiere. Con un amor incondicional, el que todo niño merece de sus padres. El rumbo que toman mis pensamientos me hace fruncir el ceño, saco la BlackBerry y la miro consternada.
¿Qué sabe Víctor del amor? Parece que no recibió el amor incondicional al que tenía derecho durante su infancia. Se me encoge el corazón y, como un céfiro suave, me vienen a la cabeza las palabras de mi madre: «Sí, Myri. Dios, ¿qué más necesitas? ¿Un rótulo luminoso en su frente?». Cree que Víctor me quiere, pero, claro, ella es mi madre, ¿cómo no va a pensarlo? Para ella, me merezco lo mejor. Frunzo el ceño. Es verdad, y, en un instante de asombrosa lucidez, lo veo. Es muy sencillo: yo quiero su amor. Necesito que Víctor García me quiera. Por eso recelo tanto de nuestra relación, porque, a un nivel profundo y esencial, reconozco en mi interior un deseo incontrolable y profundamente arraigado de ser amada y protegida.
Y, debido a sus cincuenta sombras, me contengo. El sado es una distracción del verdadero problema. El sexo es alucinante, y él es rico, y guapo, pero todo eso no vale nada sin su amor, y lo más desesperante es que no sé si es capaz de amar. Ni siquiera se quiere a sí mismo. Recuerdo el desprecio que sentía por sí mismo, y que el amor de ella era la única manifestación de afecto que encontraba «aceptable». Castigado —azotado, golpeado, lo que fuera que conllevara su relación—, no se considera digno de amor. ¿Por qué se siente así? ¿Cómo puede sentirse así? Sus palabras resuenan en mi cabeza: «Resulta muy difícil crecer en una familia perfecta cuando tú no eres perfecto».
Cierro los ojos, imagino su dolor, y no alcanzo a comprenderlo. Me estremezco al pensar que quizá he hablado demasiado. ¿Qué le habré confesado a Víctor en sueños? ¿Qué secretos le habré revelado?
Miro fijamente la BlackBerry con la vaga esperanza de que me ofrezca respuestas. Como era de esperar, no se muestra muy comunicativa. Aún no hemos iniciado el despegue, así que decido mandarle un correo a mi Cincuenta Sombras.
De: Myriam Montemayor Fecha: 3 de junio de 2011 12:53 EST
Para: Víctor García
Asunto: Rumbo a casa
Querido señor García: Ya estoy de nuevo cómodamente instalada en primera, lo cual te agradezco. Cuento los minutos que me quedan para verte esta noche y quizá torturarte para sonsacarte la verdad sobre mis revelaciones nocturnas.
Tu Myri x
De: Víctor García Fecha: 3 de junio de 2011 09:58
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Rumbo a casa
Myriam, estoy deseando verte.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
Su respuesta me hace fruncir el ceño. Suena cortante y formal, no está escrita en su habitual estilo conciso pero ingenioso.
De: Myriam Montemayor Fecha: 3 de junio de 2011 13:01 EST
Para: Víctor García
Asunto: Rumbo a casa
Queridísimo señor García: Confío en que todo vaya bien con respecto al «problema». El tono de tu correo resulta preocupante.
Myri x
De: Víctor García Fecha: 3 de junio de 2011 10:04
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Rumbo a casa
Myriam: El problema podría ir mejor. ¿Has despegado ya? Si lo has hecho, no deberías estar mandándome e-mails. Te estás poniendo en peligro y contraviniendo directamente la norma relativa a tu seguridad personal. Lo de los castigos iba en serio.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
Mierda. Muy bien. Dios… ¿Qué le pasa? ¿Será «el problema»? Igual Taylor ha desertado, o Víctor ha perdido unos cuantos millones en la Bolsa… a saber.
De: Myriam Montemayor Fecha: 3 de junio de 2011 13:06 EST
Para: Víctor García
Asunto: Reacción desmesurada
Querido señor Cascarrabias: Las puertas del avión aún están abiertas. Llevamos retraso, pero solo de diez minutos. Mi bienestar y el de los pasajeros que me rodean está asegurado. Puedes guardarte esa mano suelta de momento.
Señorita Montemayor
De: Víctor García Fecha: 3 de junio de 2011 10:08
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Disculpas; mano suelta guardada
Os echo de menos a ti y a tu lengua viperina, señorita Montemayor. Quiero que lleguéis a casa sanas y salvas.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 3 de junio de 2011 13:10 EST
Para: Víctor García
Asunto: Disculpas aceptadas
Están cerrando las puertas. Ya no vas a oír ni un solo pitido más de mí, y menos con tu sordera. Hasta luego.
Myri x
Apago la BlackBerry, incapaz de librarme de la angustia. A Víctor le pasa algo. Puede que «el problema» se le haya escapado de las manos. Me recuesto en el asiento, mirando el compartimento portaequipajes donde he guardado mis bolsas. Esta mañana, con la ayuda de mi madre, le he comprado a Víctor un pequeño obsequio para agradecerle los viajes en primera y el vuelo sin motor. Sonrío al recordar la experiencia del planeador… una auténtica gozada. Aún no sé si le daré la tontería que le he comprado. Igual le parece infantil; o, si está de un humor raro, igual no. Por una parte estoy deseando volver, pero por otra temo lo que me espera al final del viaje. Mientras repaso mentalmente las distintas posibilidades acerca de cuál puede ser «el problema», caigo en la cuenta de que, una vez más, el único sitio libre es el que está a mi lado. Meneo la cabeza al pensar que quizá Víctor haya pagado por la plaza contigua para que no hable con nadie. Descarto la idea por absurda: seguro que no puede haber nadie tan controlador, tan celoso. Cuando el avión entra en pista, cierro los ojos.
Ocho horas después, salgo a la terminal de llegadas del Sea-Tac y me encuentro a Taylor esperándome, sosteniendo en alto un letrero que reza SEÑORITA A. STEELE. ¡Qué fuerte! Pero me alegro de verlo.
—¡Hola, Taylor!
—Señorita Montemayor —me saluda con formalidad, pero detecto un destello risueño en sus intensos ojos marrones.
Va tan impecable como siempre: elegante traje gris marengo, camisa blanca y corbata también gris.
—Ya te conozco, Taylor, no necesitabas el cartel. Además, te agradecería que me llamaras Myri.
—Myri. ¿Me permite que le lleve el equipaje?
—No, ya lo llevo yo. Gracias.
Aprieta los labios visiblemente.
—Pero si te quedas más tranquilo llevándolo tú… —farfullo.
—Gracias. —Me coge la mochila y el trolley recién comprado para la ropa que me ha regalado mi madre—. Por aquí, señora.
Suspiro. Es tan educado… Recuerdo, aunque querría borrarlo de mi memoria, que este hombre me ha comprado ropa interior. De hecho —y eso me inquieta—, es el único hombre que me ha comprado ropa interior. Ni siquiera Ray ha tenido que pasar nunca por ese apuro. Nos dirigimos en silencio al Audi SUV negro que espera fuera, en el aparcamiento del aeropuerto, y me abre la puerta. Mientras subo, me pregunto si ha sido buena idea haberme puesto una falda tan corta para mi regreso a Seattle. En Georgia me parecía elegante y apropiada; aquí me siento como desnuda. En cuanto Taylor mete mi equipaje en el maletero, salimos para el Escala.
Avanzamos despacio, atrapados en el tráfico de hora punta. Taylor no aparta la vista de la carretera. Describirlo como taciturno sería quedarse muy corto.
No soporto más el silencio.
—¿Qué tal Víctor, Taylor?
—El señor García está preocupado, señorita Montemayor.
Huy, debe de referirse al «problema». He dado con una mina de oro.
—¿Preocupado?
—Sí, señora.
Miro ceñuda a Taylor y él me devuelve la mirada por el retrovisor; nuestros ojos se encuentran. No me va a contar más. Maldita sea, es tan hermético como el propio controlador obsesivo.
—¿Se encuentra bien?
—Eso creo, señora.
—¿Te sientes más cómodo llamándome señorita Montemayor?
—Sí, señora.
—Ah, bien.
Eso pone fin por completo a nuestra conversación, así que seguimos en silencio. Empiezo a pensar que el reciente desliz de Taylor, cuando me dijo que Víctor había estado de un humor de perros, fue una anomalía. A lo mejor se avergüenza de ello, le preocupa haber sido desleal. El silencio me resulta asfixiante.
—¿Podrías poner música, por favor?
—Desde luego, señora. ¿Qué le apetece oír?
—Algo relajante.
Veo dibujarse una sonrisa en los labios de Taylor cuando nuestras miradas vuelven a cruzarse brevemente en el retrovisor.
—Sí, señora.
Pulsa unos botones en el volante y los suaves acordes del Canon de Pachelbel inundan el espacio que nos separa. Oh, sí… esto es lo que me estaba haciendo falta.
—Gracias.
Me recuesto en el asiento mientras nos adentramos en Seattle, a un ritmo lento pero constante, por la interestatal 5.
Veinticinco minutos después, me deja delante de la impresionante fachada del Escala.
—Adelante, señora —dice, sujetándome la puerta—. Ahora le subo el equipaje.
Su expresión es tierna, cálida, afectuosa incluso, como la de tu tío favorito.
Uf… Tío Taylor, vaya idea.
—Gracias por venir a recogerme.
—Un placer, señorita Montemayor.
Sonríe, y yo entro en el edificio. El portero me saluda con la cabeza y con la mano.
Mientras subo a la planta treinta, siento el cosquilleo de un millar de mariposas extendiendo sus alas y revoloteando erráticamente por mi estómago. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Sé que es porque no tengo ni idea de qué humor va a estar Víctor cuando llegue. La diosa que llevo dentro confía en que tenga ganas de una cosa en concreto; mi subconsciente, como yo, está hecha un manojo de nervios.
Se abren las puertas del ascensor y me encuentro en el vestíbulo. Se me hace tan raro que no me reciba Taylor. Está aparcando el coche, claro. En el salón, veo a Víctor hablando en voz baja por la BlackBerry mientras contempla el perfil de Seattle por el ventanal. Lleva un traje gris con la americana desabrochada y se está pasando la mano por el pelo. Está inquieto, tenso incluso. ¿Qué pasa? Inquieto o no, sigue siendo un placer mirarlo. ¿Cómo puede resultar tan… irresistible?
—Ni rastro… Vale… Sí.
Se vuelve y me ve, y su actitud cambia por completo. Pasa de la tensión al alivio y luego a otra cosa: una mirada que llama directamente a la diosa que llevo dentro, una mirada de sensual carnalidad, de ardientes ojos profundos.
Se me seca la boca y renace el deseo en mí… uf.
—Mantenme informado —espeta y cuelga mientras avanza con paso decidido hacia mí.
Espero paralizada a que cubra la distancia que nos separa, devorándome con la mirada. Madre mía, algo ocurre… la tensión de su mandíbula, la angustia de sus ojos. Se quita la americana, la corbata y, por el camino, las cuelga del sofá. Luego me envuelve con sus brazos y me estrecha contra su cuerpo, con fuerza, rápido, agarrándome de la coleta para levantarme la cabeza, y me besa como si le fuera la vida en ello. ¿Qué diablos pasa? Me quita con violencia la goma del pelo, pero me da igual. Su forma de besarme me resulta primaria, desesperada. Por lo que sea, en este momento me necesita, y yo jamás me he sentido tan deseada. Resulta oscuro, sensual, alarmante, todo a la vez. Le devuelvo el beso con idéntico fervor, hundiendo los dedos en su pelo, retorciéndoselo. Nuestras lenguas se entrelazan, la pasión y el ardor estallan entre los dos. Sabe divino, ardiente, sexy, y su aroma —todo gel de baño y Víctor— me excita muchísimo. Aparta su boca de la mía y se me queda mirando, presa de una emoción inefable.
—¿Qué pasa? —le digo.
—Me alegro mucho de que hayas vuelto. Dúchate conmigo. Ahora.
No tengo claro si me lo pide o me lo ordena.
—Sí —susurro y, cogiéndome de la mano, me saca del salón y me lleva a su dormitorio, al baño.
Una vez allí, me suelta y abre el grifo de la ducha superespaciosa. Se vuelve despacio y me mira, excitado.
—Me gusta tu falda. Es muy corta —dice con voz grave—. Tienes unas piernas preciosas.
Se quita los zapatos y se agacha para quitarse también los calcetines, sin apartar la vista de mí. Su mirada voraz me deja muda. Uau, que te desee tanto este dios griego… Lo imito y me quito las bailarinas negras. De pronto, me coge y me empuja contra la pared. Me besa, la cara, el cuello, los labios… me agarra del pelo. Siento los azulejos fríos y suaves en la espalda cuando se arrima tanto a mí que me deja emparedada entre su calor y la fría porcelana. Tímidamente, me aferro a sus brazos y él gruñe cuando aprieto con fuerza.
—Quiero hacértelo ya. Aquí, rápido, duro —dice, y me planta las manos en los muslos y me sube la falda—. ¿Aún estás con la regla?
—No —contesto ruborizándome.
—Bien.
Desliza los dedos por las bragas blancas de algodón y, de pronto, se pone en cuclillas para arrancármelas de un tirón. Tengo la falda totalmente subida y arrugada, de forma que estoy desnuda de cintura para abajo, jadeando, excitada. Me agarra por las caderas, empujándome de nuevo contra la pared, y me besa en el punto donde se encuentran mis piernas. Cogiéndome por la parte superior de ambos muslos, me separa las piernas. Gruño con fuerza al notar que su lengua me acaricia el clítoris. Dios… Echo la cabeza hacia atrás sin querer y gimo, agarrándome a su pelo.
Su lengua es despiadada, fuerte y persistente, empapándome, dando vueltas y vueltas sin parar. Es delicioso y la sensación es tan intensa que casi resulta dolorosa. Me empiezo a acelerar; entonces, para. ¿Qué? ¡No! Jadeo con la respiración entrecortada, y lo miro impaciente. Me coge la cara con ambas manos, me sujeta con firmeza y me besa con violencia, metiéndome la lengua en la boca para que saboree mi propia excitación. Luego se baja la cremallera y libera su erección, me agarra los muslos por detrás y me levanta.
—Enrosca las piernas en mi cintura, nena —me ordena, apremiante, tenso.
Hago lo que me dice y me cuelgo de su cuello, y él, con un movimiento rápido y resuelto, me penetra hasta el fondo. ¡Ah! Gime, yo gruño. Me agarra por el trasero, clavándome los dedos en la suave carne, y empieza a moverse, despacio al principio, con un ritmo fijo, pero, en cuanto pierde el control, se acelera, cada vez más. ¡Ahhh! Echo la cabeza hacia atrás y me concentro en esa sensación invasora, castigadora, celestial, que me empuja y me empuja hacia delante, cada vez más alto y, cuando ya no puedo más, estallo alrededor de su miembro, entrando en la espiral de un orgasmo intenso y devorador. Él se deja llevar con un hondo gemido y hunde la cabeza en mi cuello igual que hunde su miembro en mí, gruñendo escandalosamente mientras se deja ir.
Apenas puede respirar, pero me besa con ternura, sin moverse, sin salir de mí, y yo lo miro extrañada, sin llegar a verlo. Cuando al fin consigo enfocarlo, se retira despacio y me sujeta con fuerza para que pueda poner los pies en el suelo. El baño está lleno de vapor y hace mucho calor. Me sobra la ropa.
—Parece que te alegra verme —murmuro con una sonrisa tímida.
Tuerce la boca, risueño.
—Sí, señorita Montemayor, creo que mi alegría es más que evidente. Ven, deja que te lleve a la ducha.
Se desabrocha los tres botones siguientes de la camisa, se quita los gemelos, se saca la camisa por la cabeza y la tira al suelo. Luego se quita los pantalones del traje y los boxers de algodón y los aparta con el pie. Empieza a desabrocharme los botones de la blusa blanca mientras lo observo; ansío poder tocarle el pecho, pero me contengo.
—¿Qué tal tu viaje? —me pregunta a media voz.
Parece mucho más tranquilo ahora que ha desaparecido su inquietud, que se ha disuelto en nuestra unión sexual.
—Bien, gracias —murmuro, aún sin aliento—. Gracias otra vez por los billetes de primera. Es una forma mucho más agradable de viajar. —Le sonrío tímidamente—. Tengo algo que contarte —añado nerviosa.
—¿En serio?
Me mira mientras me desabrocha el último botón, me desliza la blusa por los brazos y la tira con el resto de la ropa.
—Tengo trabajo.
Se queda inmóvil, luego me sonríe con ternura.
—Enhorabuena, señorita Montemayor. ¿Me vas a decir ahora dónde? —me provoca.
—¿No lo sabes?
Niega con la cabeza, ceñudo.
—¿Por qué iba a saberlo?
—Dada tu tendencia al acoso, pensé que igual…
Me callo al ver que le cambia la cara.
—Myriam, jamás se me ocurriría interferir en tu carrera profesional, salvo que me lo pidieras, claro.
Parece ofendido.
—Entonces, ¿no tienes ni idea de qué editorial es?
—No. Sé que hay cuatro editoriales en Seattle, así que imagino que es una de ellas.
—SIP.
—Ah, la más pequeña, bien. Bien hecho. —Se inclina y me besa la frente—. Chica lista. ¿Cuándo empiezas?
—El lunes.
—Qué pronto, ¿no? Más vale que disfrute de ti mientras pueda. Date la vuelta.
Me desconcierta la naturalidad con que me manda, pero hago lo que me dice, y él me desabrocha el sujetador y me baja la cremallera de la falda. Me la baja y aprovecha para agarrarme el trasero y besarme el hombro. Se inclina sobre mí y me huele el pelo, inspirando hondo. Me aprieta las nalgas.
—Me embriagas, señorita Montemayor, y me calmas. Una mezcla interesante.
Me besa el pelo. Luego me coge de la mano y me mete en la ducha.
—Au —chillo.
El agua está prácticamente hirviendo. Víctor me sonríe mientras el agua le cae por encima.
—No es más que un poco de agua caliente.
Y, en el fondo, tiene razón. Sienta de maravilla quitarse de encima el sudor de la calurosa Georgia y el del intercambio sexual que acabamos de tener.
—Date la vuelta —me ordena, y yo obedezco y me pongo de cara a la pared—. Quiero lavarte —murmura.
Coge el gel y se echa un chorrito en la mano.
—Tengo algo más que contarte —susurro mientras me enjabona los hombros.
—¿Ah, sí? —dice.
Respiro hondo y me armo de valor.
—La exposición fotográfica de mi amigo Carlos se inaugura el jueves en Portland.
Se detiene, sus manos se quedan suspendidas sobre mis pechos. He dado especial énfasis a la palabra «amigo».
—Sí, ¿y qué pasa? —pregunta muy serio.
—Le dije que iría. ¿Quieres venir conmigo?
Después de lo que me parece una eternidad, poco a poco empieza a lavarme otra vez.
—¿A qué hora?
—La inauguración es a las siete y media.
Me besa la oreja.
—Vale.
En mi interior, mi subconsciente se relaja, se desploma y cae pesadamente en el viejo y maltrecho sillón.
—¿Estabas nerviosa porque tenías que preguntármelo?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Myriam, se te acaba de relajar el cuerpo entero —me dice con sequedad.
—Bueno, parece que eres… un pelín celoso.
—Lo soy, sí —dice amenazante—. Y harás bien en recordarlo. Pero gracias por preguntar. Iremos en el Charlie Tango.
Ah, en el helicóptero, claro… Seré tonta… Otro vuelo… ¡guay! Sonrío.
—¿Te puedo lavar yo a ti? —le pregunto.
—Me parece que no —murmura, y me besa suavemente el cuello para mitigar el dolor de la negativa.
Hago pucheros a la pared mientras él me acaricia la espalda con jabón.
—¿Me dejarás tocarte algún día? —inquiero audazmente.
Vuelve a detenerse, la mano clavada en mi trasero.
—Apoya las manos en la pared, Myriam. Voy a penetrarte otra vez —me susurra al oído agarrándome de las caderas, y sé que la discusión ha terminado.
Más tarde, estamos sentados en la cocina, en albornoz, después de habernos comido la deliciosa pasta alle vongole de la señora Jones.
—¿Más vino? —pregunta Víctor con un destello de sus ojos profundos.
—Un poquito, por favor.
El Sancerre es vigorizante y delicioso. Víctor me sirve y luego se sirve él.
—¿Cómo va el «problema» que te trajo a Seattle? —pregunto tímidamente.
Frunce el ceño.
—Descontrolado —señala con amargura—. Pero tú no te preocupes por eso, Myriam. Tengo planes para ti esta noche.
—¿Ah, sí?
—Sí. Te quiero en el cuarto de juegos dentro de quince minutos.
Se levanta y me mira.
—Puedes prepararte en tu habitación. Por cierto, el vestidor ahora está lleno de ropa para ti. No admito discusión al respecto.
Frunce los ojos, retándome a que diga algo. Al ver que no lo hago, se va con paso airado a su despacho.
¡Yo! ¿Discutir? ¿Contigo, Cincuenta Sombras? Por el bien de mi trasero, no. Me quedo sentada en el taburete, momentáneamente estupefacta, tratando de digerir esta última información. Me ha comprado ropa. Pongo los ojos en blanco de forma exagerada, sabiendo bien que no puede verme. Coche, móvil, ordenador, ropa… lo próximo: un maldito piso, y entonces ya seré una querida en toda regla.
¡Jo! Mi subconsciente está en modo criticón. La ignoro y subo a mi cuarto. Porque sigo teniendo mi cuarto. ¿Por qué? Pensé que había accedido a dejarme dormir con él. Supongo que no está acostumbrado a compartir su espacio personal, claro que yo tampoco. Me consuela la idea de tener al menos un sitio donde esconderme de él.
Al examinar la puerta de mi habitación, descubro que tiene cerradura pero no llave. Me digo que quizá la señora Jones tenga una copia. Le preguntaré. Abro la puerta del vestidor y vuelvo a cerrarla rápidamente. Maldita sea… se ha gastado un dineral. Me recuerda al de Mane, con toda esa ropa perfectamente alineada y colgada de las barras. En el fondo, sé que todo me va a quedar bien, pero no tengo tiempo para eso ahora: esta noche tengo que ir a arrodillarme al cuarto rojo del… dolor… o del placer, espero.
Estoy en bragas, arrodillada junto a la puerta. Tengo el corazón en la boca. Madre mía, pensaba que con lo del baño habría tenido bastante. Este hombre es insaciable, o quizá todos los hombres lo sean. No lo sé, no tengo con quién compararlo. Cierro los ojos y procuro calmarme, conectar con la sumisa que hay en mi interior. Anda por ahí, en alguna parte, escondida detrás de la diosa que llevo dentro.
La expectación me burbujea por las venas como un refresco efervescente. ¿Qué me irá a hacer? Respiro hondo, despacio, pero no puedo negarlo: estoy nerviosa, excitada, húmeda ya. Esto es tan… Quiero pensar que está mal, pero de algún modo sé que no es así. Para Víctor está bien. Es lo que él quiere y, después de estos últimos días… después de todo lo que ha hecho, tengo que echarle valor y aceptar lo que decida que necesita, sea lo que sea.
Recuerdo su mirada cuando he llegado hoy, su expresión anhelante, la forma resuelta en que se ha dirigido hacia mí, como si yo fuera un oasis en el desierto. Haría casi cualquier cosa por volver a ver esa expresión. Aprieto los muslos de placer al pensarlo, y eso me recuerda que debo separar las piernas. Lo hago. ¿Cuánto me hará esperar? La espera me está matando, me mata de deseo turbio y provocador. Echo un vistazo al cuarto apenas iluminado: la cruz, la mesa, el sofá, el banco… la cama. Se ve inmensa, y está cubierta con sábanas rojas de satén. ¿Qué artilugio usará hoy?
Se abre la puerta y Víctor entra como una exhalación, ignorándome por completo. Agacho la cabeza enseguida, me miro las manos y separo con cuidado las piernas. Víctor deja algo sobre la enorme cómoda que hay junto a la puerta y se acerca despacio a la cama. Me permito mirarlo un instante y casi se me para el corazón. Va descalzo, con el torso descubierto y esos vaqueros gastados con el botón superior desabrochado. Dios, está tan bueno… Mi subconsciente se abanica con desesperación y la diosa que llevo dentro se balancea y convulsiona con un primitivo ritmo carnal. La veo muy dispuesta. Me humedezco los labios instintivamente. La sangre me corre deprisa por todo el cuerpo, densa y cargada de lascivia. ¿Qué me va a hacer?
Da media vuelta y se dirige tranquilamente hasta la cómoda. Abre uno de los cajones y empieza a sacar cosas y a colocarlas encima. Me pica la curiosidad, me mata, pero resisto la imperiosa necesidad de echar un vistazo. Cuando termina lo que está haciendo, se coloca delante de mí. Le veo los pies descalzos y quiero besarle hasta el último centímetro, pasarle la lengua por el empeine, chuparle cada uno de los dedos.
—Estás preciosa —dice.
Mantengo la cabeza agachada, consciente de que me mira fijamente y de que estoy prácticamente desnuda. Noto que el rubor se me extiende despacio por la cara. Se inclina y me coge la barbilla, obligándome a mirarlo.
—Eres una mujer hermosa, Myriam. Y eres toda mía —murmura—. Levántate —me ordena en voz baja, rebosante de prometedora sensualidad.
Temblando, me pongo de pie.
—Mírame —dice, y alzo la vista a sus ojos ardientes.
Es su mirada de amo: fría, dura y sexy, con sombras del pecado inimaginable en una sola mirada provocadora. Se me seca la boca y sé enseguida que voy a hacer lo que me pida. Una sonrisa casi cruel se dibuja en sus labios.
—No hemos firmado el contrato, Myriam, pero ya hemos hablado de los límites. Además, te recuerdo que tenemos palabras de seguridad, ¿vale?
Madre mía… ¿qué habrá planeado para que vaya a necesitar las palabras de seguridad?
—¿Cuáles son? —me pregunta de manera autoritaria.
Frunzo un poco el ceño al oír la pregunta y su gesto se endurece visiblemente.
—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Myriam? —dice muy despacio.
—Amarillo —musito.
—¿Y? —insiste, apretando los labios.
—Rojo —digo.
—No lo olvides.
Y no puedo evitarlo… arqueo una ceja y estoy a punto de recordarle mi nota media, pero el repentino destello de sus gélidos ojos profundos me detiene en seco.
—Cuidado con esa boquita, señorita Montemayor, si no quieres que te folle de rodillas. ¿Entendido?
Trago saliva instintivamente. Vale. Parpadeo muy rápido, arrepentida. En realidad, me intimida más su tono de voz que la amenaza en sí.
—¿Y bien?
—Sí, señor —mascullo atropelladamente.
—Buena chica. —Hace una pausa y me mira—. No es que vayas a necesitar las palabras de seguridad porque te vaya a doler, sino que lo que voy a hacerte va a ser intenso, muy intenso, y necesito que me guíes. ¿Entendido?
Pues no. ¿Intenso? Uau.
—Vas a necesitar el tacto, Myriam. No vas a poder verme ni oírme, pero podrás sentirme.
Frunzo el ceño. ¿No voy a oírle? ¿Y cómo voy a saber lo que quiere? Se vuelve. Encima de la cómoda hay una lustrosa caja plana de color negro mate. Cuando pasa la mano por delante, la caja se divide en dos, se abren dos puertas y queda a la vista un reproductor de cedés con un montón de botones. Víctor pulsa varios de forma secuencial. No pasa nada, pero él parece satisfecho. Yo estoy desconcertada. Cuando se vuelve de nuevo a mirarme, le veo esa sonrisita suya de «Tengo un secreto».
—Te voy a atar a la cama, Myriam, pero primero te voy a vendar los ojos y no vas a poder oírme. —Me enseña el iPod que lleva en la mano—. Lo único que vas a oír es la música que te voy a poner.
Vale. Un interludio musical. No es precisamente lo que esperaba. ¿Alguna vez hace lo que yo espero? Dios, espero que no sea rap.
—Ven.
Me coge de la mano y me lleva a la antiquísima cama de cuatro postes. Hay grilletes en los cuatro extremos: unas cadenas metálicas finas con muñequeras de cuero brillan sobre el satén rojo.
Uf, se me va a salir el corazón del pecho. Me derrito de dentro afuera; el deseo me recorre el cuerpo entero. ¿Se puede estar más excitada?
—Ponte aquí de pie.
Estoy mirando hacia la cama. Se inclina hacia delante y me susurra al oído:
—Espera aquí. No apartes la vista de la cama. Imagínate ahí tumbada, atada y completamente a mi merced.
Madre mía.
Se aleja un momento y lo oigo coger algo cerca de la puerta. Tengo todos los sentidos hiperalerta; se me agudiza el oído. Ha cogido algo del colgador de los látigos y las palas que hay junto a la puerta. Madre mía. ¿Qué me va a hacer?
Lo noto a mi espalda. Me coge el pelo, me hace una coleta y empieza a trenzármelo.
—Aunque me gustan tus trencitas, Myriam, estoy impaciente por tenerte, así que tendrá que valer con una —dice con voz grave, suave.
Me roza la espalda de vez en cuando con sus dedos hábiles mientras me hace la trenza, y cada caricia accidental es como una dulce descarga eléctrica en mi piel. Me sujeta el extremo con una goma, luego tira suavemente de la trenza de forma que me veo obligada a pegarme a su cuerpo. Tira de nuevo, esta vez hacia un lado, y yo ladeo la cabeza y le doy acceso a mi cuello. Se inclina y me lo llena de pequeños besos, recorriéndolo desde la base de la oreja hasta el hombro con los dientes y la lengua. Tararea en voz baja mientras lo hace y el sonido me resuena por dentro. Justo ahí… ahí abajo, en mis entrañas. Gimo suavemente sin poder evitarlo.
—Calla —dice respirando contra mi piel.
Levanta las manos delante de mí; sus brazos acarician los míos. En la mano derecha lleva un látigo de tiras. Recuerdo el nombre de mi primera visita a este cuarto.
—Tócalo —susurra, y me suena como el mismísimo diablo.
Mi cuerpo se incendia en respuesta. Tímidamente, alargo el brazo y rozo los largos flecos. Tiene muchas frondas largas, todas de suave ante con pequeñas cuentas en los extremos.
—Lo voy a usar. No te va a doler, pero hará que te corra la sangre por la superficie de la piel y te la sensibilice.
Ay, dice que no me va a doler.
—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Myriam?
—Eh… «amarillo» y «rojo», señor —susurro.
—Buena chica.
Deja el látigo sobre la cama y me pone las manos en la cintura.
—No las vas a necesitar —me susurra.
Entonces me agarra las bragas y me las baja del todo. Me las saco torpemente por los pies, apoyándome en el recargado poste.
—Estate quieta —me ordena, luego me besa el trasero y me da dos pellizquitos; me tenso—. Túmbate. Boca arriba —añade, dándome una palmada fuerte en el trasero que me hace respingar.
Me apresuro a subirme al colchón duro y rígido y me tumbo, mirando a Víctor. Noto en la piel el satén suave y frío de la sábana. Lo veo impasible, salvo por la mirada: en sus ojos brilla una emoción contenida.
—Las manos por encima de la cabeza —me ordena, y le obedezco.
Dios… mi cuerpo está sediento de él. Ya lo deseo.
Se vuelve y, por el rabillo del ojo, lo veo dirigirse de nuevo a la cómoda y volver con el iPod y lo que parece un antifaz para dormir, similar al que usé en mi vuelo a Atlanta. Al pensarlo, me dan ganas de sonreír, pero no consigo que los labios me respondan. La impaciencia me consume. Sé que mi rostro está completamente inmóvil y que lo miro con los ojos como platos.
Se sienta al borde de la cama y me enseña el iPod. Lleva conectados unos auriculares y tiene una extraña antena. Qué raro… Ceñuda, intento averiguar para qué es.
—Esto transmite al equipo del cuarto lo que se reproduce en el iPod —dice, dando unos golpecitos en la pequeña antena y respondiendo así a mi pregunta no formulada—. Yo voy a oír lo mismo que tú, y tengo un mando a distancia para controlarlo.
Me dedica su habitual sonrisa de «Yo sé algo que tú no» y me enseña un pequeño dispositivo plano que parece una calculadora modernísima. Se inclina sobre mí, me mete con cuidado los auriculares de botón en los oídos y deja el iPod sobre la cama por encima de mi cabeza.
—Levanta la cabeza —me ordena, y lo hago inmediatamente.
Despacio, me pone el antifaz, pasándome el elástico por la nuca. Ya no veo. El elástico del antifaz me sujeta los auriculares. Lo oigo levantarse de la cama, pero el sonido es apagado. Me ensordece mi propia respiración, entrecortada y errática, reflejo de mi nerviosismo. Víctor me coge el brazo izquierdo, me lo estira con cuidado hasta la esquina izquierda de la cama y me abrocha la muñequera de cuero. Cuando termina, me acaricia el brazo entero con sus largos dedos. ¡Oh! La caricia me produce una deliciosa sensación entre el escalofrío y las cosquillas. Lo oigo rodear la cama despacio hasta el otro lado, donde me coge el brazo derecho para atármelo. De nuevo pasea sus dedos largos por él. Madre mía, estoy a punto de estallar. ¿Por qué resulta esto tan erótico?
Se desplaza a los pies de la cama y me coge ambos tobillos.
—Levanta la cabeza otra vez —me ordena.
Obedezco, y me arrastra de forma que los brazos me quedan completamente extendidos y casi tirantes por las muñequeras. Dios… no puedo mover los brazos. Un escalofrío de inquietud mezclado con una tentadora excitación me recorre el cuerpo entero y me pone aún más húmeda. Gruño. Separándome las piernas, me ata primero el tobillo derecho y luego el izquierdo, de modo que quedo bien sujeta, abierta de brazos y piernas, y completamente a su merced. Me desconcierta no poder verlo. Escucho con atención… ¿qué hace? No oigo nada, solo mi respiración y los fuertes latidos de mi corazón, que bombea la sangre con furia contra mis tímpanos.
De pronto, el suave silbido del iPod cobra vida. Desde dentro de mi cabeza, una sola voz angelical canta sin acompañamiento una nota larga y dulce, a la que se une de inmediato otra voz y luego más —madre mía, un coro celestial—, cantando a capela un himnario antiquísimo. ¿Cómo se llama esto? Jamás he oído nada semejante. Algo casi insoportablemente suave se pasea por mi cuello, deslizándose despacio por la clavícula, por los pechos, acariciándome, irguiéndome los pezones… es suavísimo, inesperado. ¡Algo de piel! ¿Un guante de pelo?
Víctor pasea la mano, sin prisa y deliberadamente, por mi vientre, trazando círculos alrededor de mi ombligo, luego de cadera a cadera, y yo trato de adivinar adónde irá después, pero la música metida en mi cabeza me transporta. Sigue la línea de mi vello púbico, pasa entre mis piernas, por mis muslos; baja por uno, sube por el otro, y casi me hace cosquillas, pero no del todo. Se unen más voces al coro celestial, cada una con fragmentos distintos, fundiéndose gozosa y dulcemente en una melodía mucho más armoniosa que nada que yo haya oído antes. Pillo una palabra —«deus»— y me doy cuenta de que cantan en latín. El guante de pelo sigue bajándome por los brazos, acariciándome la cintura, subiéndome de nuevo por los pechos. Su roce me endurece los pezones y jadeo, preguntándome adónde irá su mano después. De pronto, el guante de pelo desaparece y noto que las frondas del látigo de tiras fluyen por mi piel, siguiendo el mismo camino que el guante, y me resulta muy difícil concentrarme con la música que suena en mi cabeza: es como un centenar de voces cantando, tejiendo un tapiz etéreo de oro y plata, exquisito y sedoso, que se mezcla con el tacto del suave ante en mi piel, recorriéndome… Madre mía. Súbitamente, desaparece. Luego, de golpe, un latigazo seco en el vientre.
—¡Aaaggghhh! —grito.
Me coge por sorpresa. No me duele exactamente; más bien me produce un fuerte hormigueo por todo el cuerpo. Y entonces me vuelve a azotar. Más fuerte.
—¡Aaahhh!
Quiero moverme, retorcerme, escapar, o disfrutar de cada golpe, no lo sé… resulta tan irresistible… No puedo tirar de los brazos, tengo las piernas atrapadas, estoy bien sujeta. Vuelve a atizarme, esta vez en los pechos. Grito. Es una dulce agonía, soportable… placentera; no, no de forma inmediata, pero, con cada nuevo golpe, mi piel canta en perfecto contrapunto con la música que me suena en la cabeza, y me veo arrastrada a una parte oscurísima de mi psique que se rinde a esta sensación tan erótica. Sí… ya lo capto. Me azota en la cadera, luego asciende con golpes rápidos por el vello púbico, sigue por los muslos, por la cara interna, sube de nuevo, por las caderas. Continúa mientras la música alcanza un clímax y entonces, de repente, para de sonar. Y él también se detiene. Luego comienza el canto otra vez, in crescendo, y él me rocía de golpes y yo gruño y me retuerzo. De nuevo para, y no se oye nada, salvo mi respiración entrecortada y mis jadeos descontrolados. Eh… ¿qué pasa? ¿Qué va a hacer ahora? La excitación es casi insoportable. He entrado en una zona muy oscura, muy carnal.
Noto que la cama se mueve y que él se coloca por encima de mí, y el himno vuelve a empezar. Lo tiene en modo repetición. Esta vez son su nariz y sus labios los que me acarician… se pasean por mi cuello y mi clavícula, besándome, chupándome… descienden por mis pechos… ¡Ah! Tira de un pezón y luego del otro, paseándome la lengua alrededor de uno mientras me pellizca despiadadamente el otro con los dedos… Gimo, muy fuerte, creo, aunque no me oigo. Estoy perdida, perdida en él… perdida en esas voces astrales y seráficas… perdida en todas estas sensaciones de las que no puedo escapar… completamente a merced de sus manos expertas.
Desciende hasta el vientre, trazando círculos con la lengua alrededor del ombligo, siguiendo el camino del látigo y del guante. Gimo. Me besa, me chupa, me mordisquea… sigue bajando… y de pronto tengo su lengua ahí, en la conjunción de los muslos. Echo la cabeza hacia atrás y grito, a punto de estallar, al borde del orgasmo… Y entonces para.
¡No! La cama se mueve y Víctor se arrodilla entre mis piernas. Se inclina hacia un poste y, de pronto, el grillete del tobillo desaparece. Subo la pierna hasta el centro de la cama, la apoyo contra él. Se inclina hacia el otro lado y me libera la otra pierna. Me frota ambas piernas, estrujándolas, masajeándolas, reavivándolas. Luego me agarra por las caderas y me levanta de forma que ya no tengo la espalda pegada a la cama; estoy arqueada y apoyada solo en los hombros. ¿Qué? Se coloca de rodillas entre mis piernas… y con una rápida y certera embestida me penetra… oh, Dios… y vuelvo a gritar. Se inician las convulsiones de mi orgasmo inminente, y entonces para. Cesan las convulsiones… oh, no… va a seguir torturándome.
—¡Por favor! —gimoteo.
Me agarra con más fuerza… ¿para advertirme? No sé. Me clava los dedos en el trasero mientras yo jadeo, así que decido estarme quieta. Muy lentamente, empieza a moverse otra vez: sale, entra… angustiosamente despacio. ¡Madre mía… por favor! Grito por dentro y, según aumenta el número de voces de la pieza coral, va incrementando él su ritmo, de forma infinitesimal, controladísimo, completamente al son de la música. Ya no aguanto más.
—Por favor —le suplico, y con un solo movimiento rápido vuelve a dejarme en la cama y se cierne sobre mí, con las manos a los lados de mi pecho, aguantando su propio peso, y empuja.
Cuando la música llega a su clímax, me precipito… en caída libre… al orgasmo más intenso y angustioso que he tenido jamás, y Víctor me sigue, embistiendo fuerte tres veces más… hasta que finalmente se queda inmóvil y se derrumba sobre mí.
Cuando recobro la conciencia y vuelvo de dondequiera que haya estado, Víctor sale de mí. La música ha cesado y noto cómo él se estira sobre mi cuerpo para soltarme la muñequera derecha. Gruño al sentir al fin la mano libre. Enseguida me suelta la otra, retira con cuidado el antifaz de mis ojos y me quita los auriculares de los oídos. Parpadeo a la luz tenue del cuarto y alzo la vista hacia su intensa mirada de ojos profundos.
—Hola —murmura.
—Hola —le respondo tímidamente.
En sus labios se dibuja una sonrisa. Se inclina y me besa suavemente.
—Lo has hecho muy bien —susurra—. Date la vuelta.
Madre mía… ¿qué me va a hacer ahora? Su mirada se enternece.
—Solo te voy a dar un masaje en los hombros.
—Ah, vale.
Me vuelvo, agarrotada, boca abajo. Estoy exhausta. Víctor se sienta a horcajadas sobre mi cintura y empieza a masajearme los hombros. Gimo fuerte; tiene unos dedos fuertes y experimentados. Se inclina y me besa la cabeza.
—¿Qué música era esa? —logro balbucear.
—Es el motete a cuarenta voces de Thomas Tallis, titulado Spem in alium.
—Ha sido… impresionante.
—Siempre he querido follar al ritmo de esa pieza.
—¿No me digas que también ha sido la primera vez?
—En efecto, señorita Montemayor.
Vuelvo a gemir mientras sus dedos obran su magia en mis hombros.
—Bueno, también es la primera vez que yo follo con esa música —murmuro soñolienta.
—Mmm… tú y yo nos estamos estrenando juntos en muchas cosas —dice con total naturalidad.
—¿Qué te he dicho en sueños, Chris… eh… señor?
Interrumpe un momento el masaje.
—Me has dicho un montón de cosas, Myriam. Me has hablado de jaulas y fresas, me has dicho que querías más y que me echabas de menos.
Ah, gracias a Dios.
—¿Y ya está? —pregunto con evidente alivio.
Víctor concluye su espléndido masaje y se tumba a mi lado, hincando el codo en la cama para levantar la cabeza. Me mira ceñudo.
—¿Qué pensabas que habías dicho?
Oh, mierda.
—Que me parecías feo y arrogante, y que eras un desastre en la cama.
Frunce aún más la frente.
—Vale, está claro que todo eso es cierto, pero ahora me tienes intrigado de verdad. ¿Qué es lo que me ocultas, señorita Montemayor?
Parpadeo con aire inocente.
—No te oculto nada.
—Myriam, mientes fatal.
—Pensaba que me ibas a hacer reír después del sexo.
—Pues por ahí vamos mal. —Esboza una sonrisa—. No sé contar chistes.
—¡Señor García! ¿Una cosa que no sabes hacer? —digo sonriendo, y él me sonríe también.
—Los cuento fatal.
Adopta un aire tan digno que me echo a reír.
—Yo también los cuento fatal.
—Me encanta oírte reír —murmura, se inclina y me besa—. ¿Me ocultas algo, Myriam? Voy a tener que torturarte para sonsacártelo.
CONTINUARA......
25
Mi madre me abraza fuerte.
—Haz caso a tu corazón, cariño, y por favor, procura no darle demasiadas vueltas a las cosas. Relájate y disfruta. Eres muy joven, cielo. Aún te queda mucha vida por delante, vívela. Te mereces lo mejor.
Sus sentidas palabras susurradas al oído me confortan. Me besa el pelo.
—Ay, mamá.
Me cuelgo de su cuello y, de repente, los ojos se me llenan de lágrimas.
—Cariño, ya sabes lo que dicen: hay que besar a muchos sapos para encontrar al príncipe azul.
Le dedico una sonrisa torcida, agridulce.
—Me parece que he besado a un príncipe, mamá. Espero que no se convierta en sapo.
Me regala las más tierna, maternal e incondicionalmente amorosa de sus sonrisas,y mientras nos abrazamos de nuevo me maravillo de lo muchísimo que quiero a esta mujer.
—Myri, están llamando a tu vuelo —me dice Bob nervioso.
—¿Vendrás a verme, mamá?
—Por supuesto, cariño… pronto. Te quiero.
—Yo también.
Cuando me suelta, tiene los ojos enrojecidos de las lágrimas contenidas. Odio tener que dejarla. Abrazo a Bob, doy media vuelta y me encamino a la puerta de embarque; hoy no tengo tiempo para la sala VIP. Me propongo no mirar atrás, pero lo hago… y veo a Bob abrazando a mamá, que llora desconsolada con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Ya no puedo contener más las mías. Agacho la cabeza y cruzo la puerta de embarque, sin levantar la vista del blanco y resplandeciente suelo, borroso a través de mis ojos empañados.
Una vez a bordo, rodeada del lujo de primera clase, me acurruco en el asiento e intento recomponerme. Siempre me resulta doloroso separarme de mi madre; es atolondrada, desorganizada, pero de pronto perspicaz, y me quiere. Con un amor incondicional, el que todo niño merece de sus padres. El rumbo que toman mis pensamientos me hace fruncir el ceño, saco la BlackBerry y la miro consternada.
¿Qué sabe Víctor del amor? Parece que no recibió el amor incondicional al que tenía derecho durante su infancia. Se me encoge el corazón y, como un céfiro suave, me vienen a la cabeza las palabras de mi madre: «Sí, Myri. Dios, ¿qué más necesitas? ¿Un rótulo luminoso en su frente?». Cree que Víctor me quiere, pero, claro, ella es mi madre, ¿cómo no va a pensarlo? Para ella, me merezco lo mejor. Frunzo el ceño. Es verdad, y, en un instante de asombrosa lucidez, lo veo. Es muy sencillo: yo quiero su amor. Necesito que Víctor García me quiera. Por eso recelo tanto de nuestra relación, porque, a un nivel profundo y esencial, reconozco en mi interior un deseo incontrolable y profundamente arraigado de ser amada y protegida.
Y, debido a sus cincuenta sombras, me contengo. El sado es una distracción del verdadero problema. El sexo es alucinante, y él es rico, y guapo, pero todo eso no vale nada sin su amor, y lo más desesperante es que no sé si es capaz de amar. Ni siquiera se quiere a sí mismo. Recuerdo el desprecio que sentía por sí mismo, y que el amor de ella era la única manifestación de afecto que encontraba «aceptable». Castigado —azotado, golpeado, lo que fuera que conllevara su relación—, no se considera digno de amor. ¿Por qué se siente así? ¿Cómo puede sentirse así? Sus palabras resuenan en mi cabeza: «Resulta muy difícil crecer en una familia perfecta cuando tú no eres perfecto».
Cierro los ojos, imagino su dolor, y no alcanzo a comprenderlo. Me estremezco al pensar que quizá he hablado demasiado. ¿Qué le habré confesado a Víctor en sueños? ¿Qué secretos le habré revelado?
Miro fijamente la BlackBerry con la vaga esperanza de que me ofrezca respuestas. Como era de esperar, no se muestra muy comunicativa. Aún no hemos iniciado el despegue, así que decido mandarle un correo a mi Cincuenta Sombras.
De: Myriam Montemayor Fecha: 3 de junio de 2011 12:53 EST
Para: Víctor García
Asunto: Rumbo a casa
Querido señor García: Ya estoy de nuevo cómodamente instalada en primera, lo cual te agradezco. Cuento los minutos que me quedan para verte esta noche y quizá torturarte para sonsacarte la verdad sobre mis revelaciones nocturnas.
Tu Myri x
De: Víctor García Fecha: 3 de junio de 2011 09:58
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Rumbo a casa
Myriam, estoy deseando verte.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
Su respuesta me hace fruncir el ceño. Suena cortante y formal, no está escrita en su habitual estilo conciso pero ingenioso.
De: Myriam Montemayor Fecha: 3 de junio de 2011 13:01 EST
Para: Víctor García
Asunto: Rumbo a casa
Queridísimo señor García: Confío en que todo vaya bien con respecto al «problema». El tono de tu correo resulta preocupante.
Myri x
De: Víctor García Fecha: 3 de junio de 2011 10:04
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Rumbo a casa
Myriam: El problema podría ir mejor. ¿Has despegado ya? Si lo has hecho, no deberías estar mandándome e-mails. Te estás poniendo en peligro y contraviniendo directamente la norma relativa a tu seguridad personal. Lo de los castigos iba en serio.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
Mierda. Muy bien. Dios… ¿Qué le pasa? ¿Será «el problema»? Igual Taylor ha desertado, o Víctor ha perdido unos cuantos millones en la Bolsa… a saber.
De: Myriam Montemayor Fecha: 3 de junio de 2011 13:06 EST
Para: Víctor García
Asunto: Reacción desmesurada
Querido señor Cascarrabias: Las puertas del avión aún están abiertas. Llevamos retraso, pero solo de diez minutos. Mi bienestar y el de los pasajeros que me rodean está asegurado. Puedes guardarte esa mano suelta de momento.
Señorita Montemayor
De: Víctor García Fecha: 3 de junio de 2011 10:08
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Disculpas; mano suelta guardada
Os echo de menos a ti y a tu lengua viperina, señorita Montemayor. Quiero que lleguéis a casa sanas y salvas.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 3 de junio de 2011 13:10 EST
Para: Víctor García
Asunto: Disculpas aceptadas
Están cerrando las puertas. Ya no vas a oír ni un solo pitido más de mí, y menos con tu sordera. Hasta luego.
Myri x
Apago la BlackBerry, incapaz de librarme de la angustia. A Víctor le pasa algo. Puede que «el problema» se le haya escapado de las manos. Me recuesto en el asiento, mirando el compartimento portaequipajes donde he guardado mis bolsas. Esta mañana, con la ayuda de mi madre, le he comprado a Víctor un pequeño obsequio para agradecerle los viajes en primera y el vuelo sin motor. Sonrío al recordar la experiencia del planeador… una auténtica gozada. Aún no sé si le daré la tontería que le he comprado. Igual le parece infantil; o, si está de un humor raro, igual no. Por una parte estoy deseando volver, pero por otra temo lo que me espera al final del viaje. Mientras repaso mentalmente las distintas posibilidades acerca de cuál puede ser «el problema», caigo en la cuenta de que, una vez más, el único sitio libre es el que está a mi lado. Meneo la cabeza al pensar que quizá Víctor haya pagado por la plaza contigua para que no hable con nadie. Descarto la idea por absurda: seguro que no puede haber nadie tan controlador, tan celoso. Cuando el avión entra en pista, cierro los ojos.
Ocho horas después, salgo a la terminal de llegadas del Sea-Tac y me encuentro a Taylor esperándome, sosteniendo en alto un letrero que reza SEÑORITA A. STEELE. ¡Qué fuerte! Pero me alegro de verlo.
—¡Hola, Taylor!
—Señorita Montemayor —me saluda con formalidad, pero detecto un destello risueño en sus intensos ojos marrones.
Va tan impecable como siempre: elegante traje gris marengo, camisa blanca y corbata también gris.
—Ya te conozco, Taylor, no necesitabas el cartel. Además, te agradecería que me llamaras Myri.
—Myri. ¿Me permite que le lleve el equipaje?
—No, ya lo llevo yo. Gracias.
Aprieta los labios visiblemente.
—Pero si te quedas más tranquilo llevándolo tú… —farfullo.
—Gracias. —Me coge la mochila y el trolley recién comprado para la ropa que me ha regalado mi madre—. Por aquí, señora.
Suspiro. Es tan educado… Recuerdo, aunque querría borrarlo de mi memoria, que este hombre me ha comprado ropa interior. De hecho —y eso me inquieta—, es el único hombre que me ha comprado ropa interior. Ni siquiera Ray ha tenido que pasar nunca por ese apuro. Nos dirigimos en silencio al Audi SUV negro que espera fuera, en el aparcamiento del aeropuerto, y me abre la puerta. Mientras subo, me pregunto si ha sido buena idea haberme puesto una falda tan corta para mi regreso a Seattle. En Georgia me parecía elegante y apropiada; aquí me siento como desnuda. En cuanto Taylor mete mi equipaje en el maletero, salimos para el Escala.
Avanzamos despacio, atrapados en el tráfico de hora punta. Taylor no aparta la vista de la carretera. Describirlo como taciturno sería quedarse muy corto.
No soporto más el silencio.
—¿Qué tal Víctor, Taylor?
—El señor García está preocupado, señorita Montemayor.
Huy, debe de referirse al «problema». He dado con una mina de oro.
—¿Preocupado?
—Sí, señora.
Miro ceñuda a Taylor y él me devuelve la mirada por el retrovisor; nuestros ojos se encuentran. No me va a contar más. Maldita sea, es tan hermético como el propio controlador obsesivo.
—¿Se encuentra bien?
—Eso creo, señora.
—¿Te sientes más cómodo llamándome señorita Montemayor?
—Sí, señora.
—Ah, bien.
Eso pone fin por completo a nuestra conversación, así que seguimos en silencio. Empiezo a pensar que el reciente desliz de Taylor, cuando me dijo que Víctor había estado de un humor de perros, fue una anomalía. A lo mejor se avergüenza de ello, le preocupa haber sido desleal. El silencio me resulta asfixiante.
—¿Podrías poner música, por favor?
—Desde luego, señora. ¿Qué le apetece oír?
—Algo relajante.
Veo dibujarse una sonrisa en los labios de Taylor cuando nuestras miradas vuelven a cruzarse brevemente en el retrovisor.
—Sí, señora.
Pulsa unos botones en el volante y los suaves acordes del Canon de Pachelbel inundan el espacio que nos separa. Oh, sí… esto es lo que me estaba haciendo falta.
—Gracias.
Me recuesto en el asiento mientras nos adentramos en Seattle, a un ritmo lento pero constante, por la interestatal 5.
Veinticinco minutos después, me deja delante de la impresionante fachada del Escala.
—Adelante, señora —dice, sujetándome la puerta—. Ahora le subo el equipaje.
Su expresión es tierna, cálida, afectuosa incluso, como la de tu tío favorito.
Uf… Tío Taylor, vaya idea.
—Gracias por venir a recogerme.
—Un placer, señorita Montemayor.
Sonríe, y yo entro en el edificio. El portero me saluda con la cabeza y con la mano.
Mientras subo a la planta treinta, siento el cosquilleo de un millar de mariposas extendiendo sus alas y revoloteando erráticamente por mi estómago. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Sé que es porque no tengo ni idea de qué humor va a estar Víctor cuando llegue. La diosa que llevo dentro confía en que tenga ganas de una cosa en concreto; mi subconsciente, como yo, está hecha un manojo de nervios.
Se abren las puertas del ascensor y me encuentro en el vestíbulo. Se me hace tan raro que no me reciba Taylor. Está aparcando el coche, claro. En el salón, veo a Víctor hablando en voz baja por la BlackBerry mientras contempla el perfil de Seattle por el ventanal. Lleva un traje gris con la americana desabrochada y se está pasando la mano por el pelo. Está inquieto, tenso incluso. ¿Qué pasa? Inquieto o no, sigue siendo un placer mirarlo. ¿Cómo puede resultar tan… irresistible?
—Ni rastro… Vale… Sí.
Se vuelve y me ve, y su actitud cambia por completo. Pasa de la tensión al alivio y luego a otra cosa: una mirada que llama directamente a la diosa que llevo dentro, una mirada de sensual carnalidad, de ardientes ojos profundos.
Se me seca la boca y renace el deseo en mí… uf.
—Mantenme informado —espeta y cuelga mientras avanza con paso decidido hacia mí.
Espero paralizada a que cubra la distancia que nos separa, devorándome con la mirada. Madre mía, algo ocurre… la tensión de su mandíbula, la angustia de sus ojos. Se quita la americana, la corbata y, por el camino, las cuelga del sofá. Luego me envuelve con sus brazos y me estrecha contra su cuerpo, con fuerza, rápido, agarrándome de la coleta para levantarme la cabeza, y me besa como si le fuera la vida en ello. ¿Qué diablos pasa? Me quita con violencia la goma del pelo, pero me da igual. Su forma de besarme me resulta primaria, desesperada. Por lo que sea, en este momento me necesita, y yo jamás me he sentido tan deseada. Resulta oscuro, sensual, alarmante, todo a la vez. Le devuelvo el beso con idéntico fervor, hundiendo los dedos en su pelo, retorciéndoselo. Nuestras lenguas se entrelazan, la pasión y el ardor estallan entre los dos. Sabe divino, ardiente, sexy, y su aroma —todo gel de baño y Víctor— me excita muchísimo. Aparta su boca de la mía y se me queda mirando, presa de una emoción inefable.
—¿Qué pasa? —le digo.
—Me alegro mucho de que hayas vuelto. Dúchate conmigo. Ahora.
No tengo claro si me lo pide o me lo ordena.
—Sí —susurro y, cogiéndome de la mano, me saca del salón y me lleva a su dormitorio, al baño.
Una vez allí, me suelta y abre el grifo de la ducha superespaciosa. Se vuelve despacio y me mira, excitado.
—Me gusta tu falda. Es muy corta —dice con voz grave—. Tienes unas piernas preciosas.
Se quita los zapatos y se agacha para quitarse también los calcetines, sin apartar la vista de mí. Su mirada voraz me deja muda. Uau, que te desee tanto este dios griego… Lo imito y me quito las bailarinas negras. De pronto, me coge y me empuja contra la pared. Me besa, la cara, el cuello, los labios… me agarra del pelo. Siento los azulejos fríos y suaves en la espalda cuando se arrima tanto a mí que me deja emparedada entre su calor y la fría porcelana. Tímidamente, me aferro a sus brazos y él gruñe cuando aprieto con fuerza.
—Quiero hacértelo ya. Aquí, rápido, duro —dice, y me planta las manos en los muslos y me sube la falda—. ¿Aún estás con la regla?
—No —contesto ruborizándome.
—Bien.
Desliza los dedos por las bragas blancas de algodón y, de pronto, se pone en cuclillas para arrancármelas de un tirón. Tengo la falda totalmente subida y arrugada, de forma que estoy desnuda de cintura para abajo, jadeando, excitada. Me agarra por las caderas, empujándome de nuevo contra la pared, y me besa en el punto donde se encuentran mis piernas. Cogiéndome por la parte superior de ambos muslos, me separa las piernas. Gruño con fuerza al notar que su lengua me acaricia el clítoris. Dios… Echo la cabeza hacia atrás sin querer y gimo, agarrándome a su pelo.
Su lengua es despiadada, fuerte y persistente, empapándome, dando vueltas y vueltas sin parar. Es delicioso y la sensación es tan intensa que casi resulta dolorosa. Me empiezo a acelerar; entonces, para. ¿Qué? ¡No! Jadeo con la respiración entrecortada, y lo miro impaciente. Me coge la cara con ambas manos, me sujeta con firmeza y me besa con violencia, metiéndome la lengua en la boca para que saboree mi propia excitación. Luego se baja la cremallera y libera su erección, me agarra los muslos por detrás y me levanta.
—Enrosca las piernas en mi cintura, nena —me ordena, apremiante, tenso.
Hago lo que me dice y me cuelgo de su cuello, y él, con un movimiento rápido y resuelto, me penetra hasta el fondo. ¡Ah! Gime, yo gruño. Me agarra por el trasero, clavándome los dedos en la suave carne, y empieza a moverse, despacio al principio, con un ritmo fijo, pero, en cuanto pierde el control, se acelera, cada vez más. ¡Ahhh! Echo la cabeza hacia atrás y me concentro en esa sensación invasora, castigadora, celestial, que me empuja y me empuja hacia delante, cada vez más alto y, cuando ya no puedo más, estallo alrededor de su miembro, entrando en la espiral de un orgasmo intenso y devorador. Él se deja llevar con un hondo gemido y hunde la cabeza en mi cuello igual que hunde su miembro en mí, gruñendo escandalosamente mientras se deja ir.
Apenas puede respirar, pero me besa con ternura, sin moverse, sin salir de mí, y yo lo miro extrañada, sin llegar a verlo. Cuando al fin consigo enfocarlo, se retira despacio y me sujeta con fuerza para que pueda poner los pies en el suelo. El baño está lleno de vapor y hace mucho calor. Me sobra la ropa.
—Parece que te alegra verme —murmuro con una sonrisa tímida.
Tuerce la boca, risueño.
—Sí, señorita Montemayor, creo que mi alegría es más que evidente. Ven, deja que te lleve a la ducha.
Se desabrocha los tres botones siguientes de la camisa, se quita los gemelos, se saca la camisa por la cabeza y la tira al suelo. Luego se quita los pantalones del traje y los boxers de algodón y los aparta con el pie. Empieza a desabrocharme los botones de la blusa blanca mientras lo observo; ansío poder tocarle el pecho, pero me contengo.
—¿Qué tal tu viaje? —me pregunta a media voz.
Parece mucho más tranquilo ahora que ha desaparecido su inquietud, que se ha disuelto en nuestra unión sexual.
—Bien, gracias —murmuro, aún sin aliento—. Gracias otra vez por los billetes de primera. Es una forma mucho más agradable de viajar. —Le sonrío tímidamente—. Tengo algo que contarte —añado nerviosa.
—¿En serio?
Me mira mientras me desabrocha el último botón, me desliza la blusa por los brazos y la tira con el resto de la ropa.
—Tengo trabajo.
Se queda inmóvil, luego me sonríe con ternura.
—Enhorabuena, señorita Montemayor. ¿Me vas a decir ahora dónde? —me provoca.
—¿No lo sabes?
Niega con la cabeza, ceñudo.
—¿Por qué iba a saberlo?
—Dada tu tendencia al acoso, pensé que igual…
Me callo al ver que le cambia la cara.
—Myriam, jamás se me ocurriría interferir en tu carrera profesional, salvo que me lo pidieras, claro.
Parece ofendido.
—Entonces, ¿no tienes ni idea de qué editorial es?
—No. Sé que hay cuatro editoriales en Seattle, así que imagino que es una de ellas.
—SIP.
—Ah, la más pequeña, bien. Bien hecho. —Se inclina y me besa la frente—. Chica lista. ¿Cuándo empiezas?
—El lunes.
—Qué pronto, ¿no? Más vale que disfrute de ti mientras pueda. Date la vuelta.
Me desconcierta la naturalidad con que me manda, pero hago lo que me dice, y él me desabrocha el sujetador y me baja la cremallera de la falda. Me la baja y aprovecha para agarrarme el trasero y besarme el hombro. Se inclina sobre mí y me huele el pelo, inspirando hondo. Me aprieta las nalgas.
—Me embriagas, señorita Montemayor, y me calmas. Una mezcla interesante.
Me besa el pelo. Luego me coge de la mano y me mete en la ducha.
—Au —chillo.
El agua está prácticamente hirviendo. Víctor me sonríe mientras el agua le cae por encima.
—No es más que un poco de agua caliente.
Y, en el fondo, tiene razón. Sienta de maravilla quitarse de encima el sudor de la calurosa Georgia y el del intercambio sexual que acabamos de tener.
—Date la vuelta —me ordena, y yo obedezco y me pongo de cara a la pared—. Quiero lavarte —murmura.
Coge el gel y se echa un chorrito en la mano.
—Tengo algo más que contarte —susurro mientras me enjabona los hombros.
—¿Ah, sí? —dice.
Respiro hondo y me armo de valor.
—La exposición fotográfica de mi amigo Carlos se inaugura el jueves en Portland.
Se detiene, sus manos se quedan suspendidas sobre mis pechos. He dado especial énfasis a la palabra «amigo».
—Sí, ¿y qué pasa? —pregunta muy serio.
—Le dije que iría. ¿Quieres venir conmigo?
Después de lo que me parece una eternidad, poco a poco empieza a lavarme otra vez.
—¿A qué hora?
—La inauguración es a las siete y media.
Me besa la oreja.
—Vale.
En mi interior, mi subconsciente se relaja, se desploma y cae pesadamente en el viejo y maltrecho sillón.
—¿Estabas nerviosa porque tenías que preguntármelo?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Myriam, se te acaba de relajar el cuerpo entero —me dice con sequedad.
—Bueno, parece que eres… un pelín celoso.
—Lo soy, sí —dice amenazante—. Y harás bien en recordarlo. Pero gracias por preguntar. Iremos en el Charlie Tango.
Ah, en el helicóptero, claro… Seré tonta… Otro vuelo… ¡guay! Sonrío.
—¿Te puedo lavar yo a ti? —le pregunto.
—Me parece que no —murmura, y me besa suavemente el cuello para mitigar el dolor de la negativa.
Hago pucheros a la pared mientras él me acaricia la espalda con jabón.
—¿Me dejarás tocarte algún día? —inquiero audazmente.
Vuelve a detenerse, la mano clavada en mi trasero.
—Apoya las manos en la pared, Myriam. Voy a penetrarte otra vez —me susurra al oído agarrándome de las caderas, y sé que la discusión ha terminado.
Más tarde, estamos sentados en la cocina, en albornoz, después de habernos comido la deliciosa pasta alle vongole de la señora Jones.
—¿Más vino? —pregunta Víctor con un destello de sus ojos profundos.
—Un poquito, por favor.
El Sancerre es vigorizante y delicioso. Víctor me sirve y luego se sirve él.
—¿Cómo va el «problema» que te trajo a Seattle? —pregunto tímidamente.
Frunce el ceño.
—Descontrolado —señala con amargura—. Pero tú no te preocupes por eso, Myriam. Tengo planes para ti esta noche.
—¿Ah, sí?
—Sí. Te quiero en el cuarto de juegos dentro de quince minutos.
Se levanta y me mira.
—Puedes prepararte en tu habitación. Por cierto, el vestidor ahora está lleno de ropa para ti. No admito discusión al respecto.
Frunce los ojos, retándome a que diga algo. Al ver que no lo hago, se va con paso airado a su despacho.
¡Yo! ¿Discutir? ¿Contigo, Cincuenta Sombras? Por el bien de mi trasero, no. Me quedo sentada en el taburete, momentáneamente estupefacta, tratando de digerir esta última información. Me ha comprado ropa. Pongo los ojos en blanco de forma exagerada, sabiendo bien que no puede verme. Coche, móvil, ordenador, ropa… lo próximo: un maldito piso, y entonces ya seré una querida en toda regla.
¡Jo! Mi subconsciente está en modo criticón. La ignoro y subo a mi cuarto. Porque sigo teniendo mi cuarto. ¿Por qué? Pensé que había accedido a dejarme dormir con él. Supongo que no está acostumbrado a compartir su espacio personal, claro que yo tampoco. Me consuela la idea de tener al menos un sitio donde esconderme de él.
Al examinar la puerta de mi habitación, descubro que tiene cerradura pero no llave. Me digo que quizá la señora Jones tenga una copia. Le preguntaré. Abro la puerta del vestidor y vuelvo a cerrarla rápidamente. Maldita sea… se ha gastado un dineral. Me recuerda al de Mane, con toda esa ropa perfectamente alineada y colgada de las barras. En el fondo, sé que todo me va a quedar bien, pero no tengo tiempo para eso ahora: esta noche tengo que ir a arrodillarme al cuarto rojo del… dolor… o del placer, espero.
Estoy en bragas, arrodillada junto a la puerta. Tengo el corazón en la boca. Madre mía, pensaba que con lo del baño habría tenido bastante. Este hombre es insaciable, o quizá todos los hombres lo sean. No lo sé, no tengo con quién compararlo. Cierro los ojos y procuro calmarme, conectar con la sumisa que hay en mi interior. Anda por ahí, en alguna parte, escondida detrás de la diosa que llevo dentro.
La expectación me burbujea por las venas como un refresco efervescente. ¿Qué me irá a hacer? Respiro hondo, despacio, pero no puedo negarlo: estoy nerviosa, excitada, húmeda ya. Esto es tan… Quiero pensar que está mal, pero de algún modo sé que no es así. Para Víctor está bien. Es lo que él quiere y, después de estos últimos días… después de todo lo que ha hecho, tengo que echarle valor y aceptar lo que decida que necesita, sea lo que sea.
Recuerdo su mirada cuando he llegado hoy, su expresión anhelante, la forma resuelta en que se ha dirigido hacia mí, como si yo fuera un oasis en el desierto. Haría casi cualquier cosa por volver a ver esa expresión. Aprieto los muslos de placer al pensarlo, y eso me recuerda que debo separar las piernas. Lo hago. ¿Cuánto me hará esperar? La espera me está matando, me mata de deseo turbio y provocador. Echo un vistazo al cuarto apenas iluminado: la cruz, la mesa, el sofá, el banco… la cama. Se ve inmensa, y está cubierta con sábanas rojas de satén. ¿Qué artilugio usará hoy?
Se abre la puerta y Víctor entra como una exhalación, ignorándome por completo. Agacho la cabeza enseguida, me miro las manos y separo con cuidado las piernas. Víctor deja algo sobre la enorme cómoda que hay junto a la puerta y se acerca despacio a la cama. Me permito mirarlo un instante y casi se me para el corazón. Va descalzo, con el torso descubierto y esos vaqueros gastados con el botón superior desabrochado. Dios, está tan bueno… Mi subconsciente se abanica con desesperación y la diosa que llevo dentro se balancea y convulsiona con un primitivo ritmo carnal. La veo muy dispuesta. Me humedezco los labios instintivamente. La sangre me corre deprisa por todo el cuerpo, densa y cargada de lascivia. ¿Qué me va a hacer?
Da media vuelta y se dirige tranquilamente hasta la cómoda. Abre uno de los cajones y empieza a sacar cosas y a colocarlas encima. Me pica la curiosidad, me mata, pero resisto la imperiosa necesidad de echar un vistazo. Cuando termina lo que está haciendo, se coloca delante de mí. Le veo los pies descalzos y quiero besarle hasta el último centímetro, pasarle la lengua por el empeine, chuparle cada uno de los dedos.
—Estás preciosa —dice.
Mantengo la cabeza agachada, consciente de que me mira fijamente y de que estoy prácticamente desnuda. Noto que el rubor se me extiende despacio por la cara. Se inclina y me coge la barbilla, obligándome a mirarlo.
—Eres una mujer hermosa, Myriam. Y eres toda mía —murmura—. Levántate —me ordena en voz baja, rebosante de prometedora sensualidad.
Temblando, me pongo de pie.
—Mírame —dice, y alzo la vista a sus ojos ardientes.
Es su mirada de amo: fría, dura y sexy, con sombras del pecado inimaginable en una sola mirada provocadora. Se me seca la boca y sé enseguida que voy a hacer lo que me pida. Una sonrisa casi cruel se dibuja en sus labios.
—No hemos firmado el contrato, Myriam, pero ya hemos hablado de los límites. Además, te recuerdo que tenemos palabras de seguridad, ¿vale?
Madre mía… ¿qué habrá planeado para que vaya a necesitar las palabras de seguridad?
—¿Cuáles son? —me pregunta de manera autoritaria.
Frunzo un poco el ceño al oír la pregunta y su gesto se endurece visiblemente.
—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Myriam? —dice muy despacio.
—Amarillo —musito.
—¿Y? —insiste, apretando los labios.
—Rojo —digo.
—No lo olvides.
Y no puedo evitarlo… arqueo una ceja y estoy a punto de recordarle mi nota media, pero el repentino destello de sus gélidos ojos profundos me detiene en seco.
—Cuidado con esa boquita, señorita Montemayor, si no quieres que te folle de rodillas. ¿Entendido?
Trago saliva instintivamente. Vale. Parpadeo muy rápido, arrepentida. En realidad, me intimida más su tono de voz que la amenaza en sí.
—¿Y bien?
—Sí, señor —mascullo atropelladamente.
—Buena chica. —Hace una pausa y me mira—. No es que vayas a necesitar las palabras de seguridad porque te vaya a doler, sino que lo que voy a hacerte va a ser intenso, muy intenso, y necesito que me guíes. ¿Entendido?
Pues no. ¿Intenso? Uau.
—Vas a necesitar el tacto, Myriam. No vas a poder verme ni oírme, pero podrás sentirme.
Frunzo el ceño. ¿No voy a oírle? ¿Y cómo voy a saber lo que quiere? Se vuelve. Encima de la cómoda hay una lustrosa caja plana de color negro mate. Cuando pasa la mano por delante, la caja se divide en dos, se abren dos puertas y queda a la vista un reproductor de cedés con un montón de botones. Víctor pulsa varios de forma secuencial. No pasa nada, pero él parece satisfecho. Yo estoy desconcertada. Cuando se vuelve de nuevo a mirarme, le veo esa sonrisita suya de «Tengo un secreto».
—Te voy a atar a la cama, Myriam, pero primero te voy a vendar los ojos y no vas a poder oírme. —Me enseña el iPod que lleva en la mano—. Lo único que vas a oír es la música que te voy a poner.
Vale. Un interludio musical. No es precisamente lo que esperaba. ¿Alguna vez hace lo que yo espero? Dios, espero que no sea rap.
—Ven.
Me coge de la mano y me lleva a la antiquísima cama de cuatro postes. Hay grilletes en los cuatro extremos: unas cadenas metálicas finas con muñequeras de cuero brillan sobre el satén rojo.
Uf, se me va a salir el corazón del pecho. Me derrito de dentro afuera; el deseo me recorre el cuerpo entero. ¿Se puede estar más excitada?
—Ponte aquí de pie.
Estoy mirando hacia la cama. Se inclina hacia delante y me susurra al oído:
—Espera aquí. No apartes la vista de la cama. Imagínate ahí tumbada, atada y completamente a mi merced.
Madre mía.
Se aleja un momento y lo oigo coger algo cerca de la puerta. Tengo todos los sentidos hiperalerta; se me agudiza el oído. Ha cogido algo del colgador de los látigos y las palas que hay junto a la puerta. Madre mía. ¿Qué me va a hacer?
Lo noto a mi espalda. Me coge el pelo, me hace una coleta y empieza a trenzármelo.
—Aunque me gustan tus trencitas, Myriam, estoy impaciente por tenerte, así que tendrá que valer con una —dice con voz grave, suave.
Me roza la espalda de vez en cuando con sus dedos hábiles mientras me hace la trenza, y cada caricia accidental es como una dulce descarga eléctrica en mi piel. Me sujeta el extremo con una goma, luego tira suavemente de la trenza de forma que me veo obligada a pegarme a su cuerpo. Tira de nuevo, esta vez hacia un lado, y yo ladeo la cabeza y le doy acceso a mi cuello. Se inclina y me lo llena de pequeños besos, recorriéndolo desde la base de la oreja hasta el hombro con los dientes y la lengua. Tararea en voz baja mientras lo hace y el sonido me resuena por dentro. Justo ahí… ahí abajo, en mis entrañas. Gimo suavemente sin poder evitarlo.
—Calla —dice respirando contra mi piel.
Levanta las manos delante de mí; sus brazos acarician los míos. En la mano derecha lleva un látigo de tiras. Recuerdo el nombre de mi primera visita a este cuarto.
—Tócalo —susurra, y me suena como el mismísimo diablo.
Mi cuerpo se incendia en respuesta. Tímidamente, alargo el brazo y rozo los largos flecos. Tiene muchas frondas largas, todas de suave ante con pequeñas cuentas en los extremos.
—Lo voy a usar. No te va a doler, pero hará que te corra la sangre por la superficie de la piel y te la sensibilice.
Ay, dice que no me va a doler.
—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Myriam?
—Eh… «amarillo» y «rojo», señor —susurro.
—Buena chica.
Deja el látigo sobre la cama y me pone las manos en la cintura.
—No las vas a necesitar —me susurra.
Entonces me agarra las bragas y me las baja del todo. Me las saco torpemente por los pies, apoyándome en el recargado poste.
—Estate quieta —me ordena, luego me besa el trasero y me da dos pellizquitos; me tenso—. Túmbate. Boca arriba —añade, dándome una palmada fuerte en el trasero que me hace respingar.
Me apresuro a subirme al colchón duro y rígido y me tumbo, mirando a Víctor. Noto en la piel el satén suave y frío de la sábana. Lo veo impasible, salvo por la mirada: en sus ojos brilla una emoción contenida.
—Las manos por encima de la cabeza —me ordena, y le obedezco.
Dios… mi cuerpo está sediento de él. Ya lo deseo.
Se vuelve y, por el rabillo del ojo, lo veo dirigirse de nuevo a la cómoda y volver con el iPod y lo que parece un antifaz para dormir, similar al que usé en mi vuelo a Atlanta. Al pensarlo, me dan ganas de sonreír, pero no consigo que los labios me respondan. La impaciencia me consume. Sé que mi rostro está completamente inmóvil y que lo miro con los ojos como platos.
Se sienta al borde de la cama y me enseña el iPod. Lleva conectados unos auriculares y tiene una extraña antena. Qué raro… Ceñuda, intento averiguar para qué es.
—Esto transmite al equipo del cuarto lo que se reproduce en el iPod —dice, dando unos golpecitos en la pequeña antena y respondiendo así a mi pregunta no formulada—. Yo voy a oír lo mismo que tú, y tengo un mando a distancia para controlarlo.
Me dedica su habitual sonrisa de «Yo sé algo que tú no» y me enseña un pequeño dispositivo plano que parece una calculadora modernísima. Se inclina sobre mí, me mete con cuidado los auriculares de botón en los oídos y deja el iPod sobre la cama por encima de mi cabeza.
—Levanta la cabeza —me ordena, y lo hago inmediatamente.
Despacio, me pone el antifaz, pasándome el elástico por la nuca. Ya no veo. El elástico del antifaz me sujeta los auriculares. Lo oigo levantarse de la cama, pero el sonido es apagado. Me ensordece mi propia respiración, entrecortada y errática, reflejo de mi nerviosismo. Víctor me coge el brazo izquierdo, me lo estira con cuidado hasta la esquina izquierda de la cama y me abrocha la muñequera de cuero. Cuando termina, me acaricia el brazo entero con sus largos dedos. ¡Oh! La caricia me produce una deliciosa sensación entre el escalofrío y las cosquillas. Lo oigo rodear la cama despacio hasta el otro lado, donde me coge el brazo derecho para atármelo. De nuevo pasea sus dedos largos por él. Madre mía, estoy a punto de estallar. ¿Por qué resulta esto tan erótico?
Se desplaza a los pies de la cama y me coge ambos tobillos.
—Levanta la cabeza otra vez —me ordena.
Obedezco, y me arrastra de forma que los brazos me quedan completamente extendidos y casi tirantes por las muñequeras. Dios… no puedo mover los brazos. Un escalofrío de inquietud mezclado con una tentadora excitación me recorre el cuerpo entero y me pone aún más húmeda. Gruño. Separándome las piernas, me ata primero el tobillo derecho y luego el izquierdo, de modo que quedo bien sujeta, abierta de brazos y piernas, y completamente a su merced. Me desconcierta no poder verlo. Escucho con atención… ¿qué hace? No oigo nada, solo mi respiración y los fuertes latidos de mi corazón, que bombea la sangre con furia contra mis tímpanos.
De pronto, el suave silbido del iPod cobra vida. Desde dentro de mi cabeza, una sola voz angelical canta sin acompañamiento una nota larga y dulce, a la que se une de inmediato otra voz y luego más —madre mía, un coro celestial—, cantando a capela un himnario antiquísimo. ¿Cómo se llama esto? Jamás he oído nada semejante. Algo casi insoportablemente suave se pasea por mi cuello, deslizándose despacio por la clavícula, por los pechos, acariciándome, irguiéndome los pezones… es suavísimo, inesperado. ¡Algo de piel! ¿Un guante de pelo?
Víctor pasea la mano, sin prisa y deliberadamente, por mi vientre, trazando círculos alrededor de mi ombligo, luego de cadera a cadera, y yo trato de adivinar adónde irá después, pero la música metida en mi cabeza me transporta. Sigue la línea de mi vello púbico, pasa entre mis piernas, por mis muslos; baja por uno, sube por el otro, y casi me hace cosquillas, pero no del todo. Se unen más voces al coro celestial, cada una con fragmentos distintos, fundiéndose gozosa y dulcemente en una melodía mucho más armoniosa que nada que yo haya oído antes. Pillo una palabra —«deus»— y me doy cuenta de que cantan en latín. El guante de pelo sigue bajándome por los brazos, acariciándome la cintura, subiéndome de nuevo por los pechos. Su roce me endurece los pezones y jadeo, preguntándome adónde irá su mano después. De pronto, el guante de pelo desaparece y noto que las frondas del látigo de tiras fluyen por mi piel, siguiendo el mismo camino que el guante, y me resulta muy difícil concentrarme con la música que suena en mi cabeza: es como un centenar de voces cantando, tejiendo un tapiz etéreo de oro y plata, exquisito y sedoso, que se mezcla con el tacto del suave ante en mi piel, recorriéndome… Madre mía. Súbitamente, desaparece. Luego, de golpe, un latigazo seco en el vientre.
—¡Aaaggghhh! —grito.
Me coge por sorpresa. No me duele exactamente; más bien me produce un fuerte hormigueo por todo el cuerpo. Y entonces me vuelve a azotar. Más fuerte.
—¡Aaahhh!
Quiero moverme, retorcerme, escapar, o disfrutar de cada golpe, no lo sé… resulta tan irresistible… No puedo tirar de los brazos, tengo las piernas atrapadas, estoy bien sujeta. Vuelve a atizarme, esta vez en los pechos. Grito. Es una dulce agonía, soportable… placentera; no, no de forma inmediata, pero, con cada nuevo golpe, mi piel canta en perfecto contrapunto con la música que me suena en la cabeza, y me veo arrastrada a una parte oscurísima de mi psique que se rinde a esta sensación tan erótica. Sí… ya lo capto. Me azota en la cadera, luego asciende con golpes rápidos por el vello púbico, sigue por los muslos, por la cara interna, sube de nuevo, por las caderas. Continúa mientras la música alcanza un clímax y entonces, de repente, para de sonar. Y él también se detiene. Luego comienza el canto otra vez, in crescendo, y él me rocía de golpes y yo gruño y me retuerzo. De nuevo para, y no se oye nada, salvo mi respiración entrecortada y mis jadeos descontrolados. Eh… ¿qué pasa? ¿Qué va a hacer ahora? La excitación es casi insoportable. He entrado en una zona muy oscura, muy carnal.
Noto que la cama se mueve y que él se coloca por encima de mí, y el himno vuelve a empezar. Lo tiene en modo repetición. Esta vez son su nariz y sus labios los que me acarician… se pasean por mi cuello y mi clavícula, besándome, chupándome… descienden por mis pechos… ¡Ah! Tira de un pezón y luego del otro, paseándome la lengua alrededor de uno mientras me pellizca despiadadamente el otro con los dedos… Gimo, muy fuerte, creo, aunque no me oigo. Estoy perdida, perdida en él… perdida en esas voces astrales y seráficas… perdida en todas estas sensaciones de las que no puedo escapar… completamente a merced de sus manos expertas.
Desciende hasta el vientre, trazando círculos con la lengua alrededor del ombligo, siguiendo el camino del látigo y del guante. Gimo. Me besa, me chupa, me mordisquea… sigue bajando… y de pronto tengo su lengua ahí, en la conjunción de los muslos. Echo la cabeza hacia atrás y grito, a punto de estallar, al borde del orgasmo… Y entonces para.
¡No! La cama se mueve y Víctor se arrodilla entre mis piernas. Se inclina hacia un poste y, de pronto, el grillete del tobillo desaparece. Subo la pierna hasta el centro de la cama, la apoyo contra él. Se inclina hacia el otro lado y me libera la otra pierna. Me frota ambas piernas, estrujándolas, masajeándolas, reavivándolas. Luego me agarra por las caderas y me levanta de forma que ya no tengo la espalda pegada a la cama; estoy arqueada y apoyada solo en los hombros. ¿Qué? Se coloca de rodillas entre mis piernas… y con una rápida y certera embestida me penetra… oh, Dios… y vuelvo a gritar. Se inician las convulsiones de mi orgasmo inminente, y entonces para. Cesan las convulsiones… oh, no… va a seguir torturándome.
—¡Por favor! —gimoteo.
Me agarra con más fuerza… ¿para advertirme? No sé. Me clava los dedos en el trasero mientras yo jadeo, así que decido estarme quieta. Muy lentamente, empieza a moverse otra vez: sale, entra… angustiosamente despacio. ¡Madre mía… por favor! Grito por dentro y, según aumenta el número de voces de la pieza coral, va incrementando él su ritmo, de forma infinitesimal, controladísimo, completamente al son de la música. Ya no aguanto más.
—Por favor —le suplico, y con un solo movimiento rápido vuelve a dejarme en la cama y se cierne sobre mí, con las manos a los lados de mi pecho, aguantando su propio peso, y empuja.
Cuando la música llega a su clímax, me precipito… en caída libre… al orgasmo más intenso y angustioso que he tenido jamás, y Víctor me sigue, embistiendo fuerte tres veces más… hasta que finalmente se queda inmóvil y se derrumba sobre mí.
Cuando recobro la conciencia y vuelvo de dondequiera que haya estado, Víctor sale de mí. La música ha cesado y noto cómo él se estira sobre mi cuerpo para soltarme la muñequera derecha. Gruño al sentir al fin la mano libre. Enseguida me suelta la otra, retira con cuidado el antifaz de mis ojos y me quita los auriculares de los oídos. Parpadeo a la luz tenue del cuarto y alzo la vista hacia su intensa mirada de ojos profundos.
—Hola —murmura.
—Hola —le respondo tímidamente.
En sus labios se dibuja una sonrisa. Se inclina y me besa suavemente.
—Lo has hecho muy bien —susurra—. Date la vuelta.
Madre mía… ¿qué me va a hacer ahora? Su mirada se enternece.
—Solo te voy a dar un masaje en los hombros.
—Ah, vale.
Me vuelvo, agarrotada, boca abajo. Estoy exhausta. Víctor se sienta a horcajadas sobre mi cintura y empieza a masajearme los hombros. Gimo fuerte; tiene unos dedos fuertes y experimentados. Se inclina y me besa la cabeza.
—¿Qué música era esa? —logro balbucear.
—Es el motete a cuarenta voces de Thomas Tallis, titulado Spem in alium.
—Ha sido… impresionante.
—Siempre he querido follar al ritmo de esa pieza.
—¿No me digas que también ha sido la primera vez?
—En efecto, señorita Montemayor.
Vuelvo a gemir mientras sus dedos obran su magia en mis hombros.
—Bueno, también es la primera vez que yo follo con esa música —murmuro soñolienta.
—Mmm… tú y yo nos estamos estrenando juntos en muchas cosas —dice con total naturalidad.
—¿Qué te he dicho en sueños, Chris… eh… señor?
Interrumpe un momento el masaje.
—Me has dicho un montón de cosas, Myriam. Me has hablado de jaulas y fresas, me has dicho que querías más y que me echabas de menos.
Ah, gracias a Dios.
—¿Y ya está? —pregunto con evidente alivio.
Víctor concluye su espléndido masaje y se tumba a mi lado, hincando el codo en la cama para levantar la cabeza. Me mira ceñudo.
—¿Qué pensabas que habías dicho?
Oh, mierda.
—Que me parecías feo y arrogante, y que eras un desastre en la cama.
Frunce aún más la frente.
—Vale, está claro que todo eso es cierto, pero ahora me tienes intrigado de verdad. ¿Qué es lo que me ocultas, señorita Montemayor?
Parpadeo con aire inocente.
—No te oculto nada.
—Myriam, mientes fatal.
—Pensaba que me ibas a hacer reír después del sexo.
—Pues por ahí vamos mal. —Esboza una sonrisa—. No sé contar chistes.
—¡Señor García! ¿Una cosa que no sabes hacer? —digo sonriendo, y él me sonríe también.
—Los cuento fatal.
Adopta un aire tan digno que me echo a reír.
—Yo también los cuento fatal.
—Me encanta oírte reír —murmura, se inclina y me besa—. ¿Me ocultas algo, Myriam? Voy a tener que torturarte para sonsacártelo.
CONTINUARA......
Ale- STAFF
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
gracias por el capitulo muy bueno
dany- VBB PLATINO
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Gracias por el Cap. Esta mas que genial esta novelita Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Gracias por el capitulo
jai33sire- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 23/05/2008
C
MAÑANA GRAN FINAL ESPERENLO
Y MIL GRACIAS POR SU APOYO Y SU COMPRENSIONBERE Y ALE
Ale- STAFF
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
sniff ya termina
espero el que sigue pronto por fissssssssssssssss
gracias a ustedes por tomarse su tiempo
saludos
rodmina- VBB PLATA
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CAPITULO 26 .::50 Sombras::. GRAN FINAL
DE NUEVA CUENTA LES AGRADECEMOS SU APOYO PARA ESTA HISTORIA Y ESPERAMOS CONTAR CON USTEDES EN LA PROXIMA......
Me despierto sobresaltada. Creo que acabo de rodar por las escaleras en sueños y me incorporo como un resorte, momentáneamente desorientada. Es de noche y estoy sola en la cama de Víctor. Algo me ha despertado, algún pensamiento angustioso. Echo un vistazo al despertador que tiene en la mesita. Son las cinco de la mañana, pero me siento descansada. ¿Por qué? Ah, será por la diferencia horaria; en Georgia serían las ocho. Madre mía, tengo que tomarme la píldora. Salgo de la cama, agradecida de que algo me haya despertado. Oigo a lo lejos el piano. Víctor está tocando. Eso no me lo pierdo. Me encanta verlo tocar. Desnuda, cojo el albornoz de la silla y salgo despacio al pasillo mientras me lo pongo, escuchando el sonido mágico del lamento melodioso que proviene del salón.
En la estancia a oscuras, Víctor toca, sentado en medio de una burbuja de luz que despide destellos negros de su pelo. Parece que va desnudo, pero yo sé que lleva los pantalones del pijama. Está concentrado, tocando maravillosamente, absorto en la melancolía de la música. Indecisa, lo observo entre las sombras; no quiero interrumpirlo. Me gustaría abrazarlo. Parece perdido, incluso abatido, y tremendamente solo… o quizá sea la música, que rezuma tristeza. Termina la pieza, hace una pausa de medio segundo y empieza a tocarla otra vez. Me acerco a él con cautela, como la polilla a la luz… la idea me hace sonreír. Alza la vista hacia mí y frunce el ceño, antes de centrarse de nuevo en sus manos.
Mierda, ¿se habrá enfadado porque lo molesto?
—Deberías estar durmiendo —me reprende suavemente.
Sé que algo lo preocupa.
—Y tú —replico con menos suavidad.
Vuelve a alzar la vista, esbozando una sonrisa.
—¿Me está regañando, señorita Montemayor?
—Sí, señor García.
—No puedo dormir —me contesta ceñudo, y detecto de nuevo en su cara un asomo de irritación o de enfado.
¿Conmigo? Seguramente no.
Ignoro la expresión de su rostro y, armándome de valor, me siento a su lado en la banqueta del piano y apoyo la cabeza en su hombro desnudo para observar cómo sus dedos ágiles y diestros acarician las teclas. Hace una pausa apenas perceptible y prosigue hasta el final de la pieza.
—¿Qué era lo que tocabas?
—Chopin. Op. 28. Preludio n.º 4 en mi menor, por si te interesa —murmura.
—Siempre me interesa lo que tú haces.
Se vuelve y me da un beso en el pelo.
—Siento haberte despertado.
—No has sido tú. Toca la otra.
—¿La otra?
—La pieza de Bach que tocaste la primera noche que me quedé aquí.
—Ah, la de Marcello.
Empieza a tocar lenta, pausadamente. Noto el movimiento de sus manos en el hombro en el que me apoyo, y cierro los ojos. Las notas tristes y conmovedoras nos envuelven poco a poco y resuenan en las paredes. Es una pieza de asombrosa belleza, más triste aún que la de Chopin; me dejo llevar por la hermosura del lamento. En cierta medida, refleja cómo me siento. El hondo y punzante anhelo que siento de conocer mejor a este hombre extraordinario, de intentar comprender su tristeza. La pieza termina demasiado pronto.
—¿Por qué solo tocas música triste?
Me incorporo en el asiento y lo veo encogerse de hombros, receloso, en respuesta a mi pregunta.
—¿Así que solo tenías seis años cuando empezaste a tocar? —inquiero.
Asiente con la cabeza, aún más receloso. Al poco, añade:
—Aprendí a tocar para complacer a mi nueva madre.
—¿Para encajar en la familia perfecta?
—Sí, algo así —contesta evasivo—. ¿Por qué estás despierta? ¿No necesitas recuperarte de los excesos de ayer?
—Para mí son las ocho de la mañana. Además, tengo que tomarme la píldora.
Arquea la ceja, sorprendido.
—Me alegro de que te acuerdes —murmura, y veo que lo he impresionado—. Solo a ti se te ocurre empezar a tomar una píldora de horario específico en una zona horaria distinta. Quizá deberías esperar media hora hoy y otra media hora mañana, hasta que al final terminaras tomándotela a una hora razonable.
—Buena idea —digo—. Vale, ¿y qué hacemos durante esa media hora?
Le guiño el ojo con expresión inocente.
—Se me ocurren unas cuantas cosas.
Sonríe lascivo. Yo lo miro impasible mientras mis entrañas se contraen y se derritan bajo su mirada de complicidad.
—Aunque también podríamos hablar —propongo a media voz.
Frunce el ceño.
—Prefiero lo que tengo en mente.
Me sube a su regazo.
—Tú siempre antepondrías el sexo a la conversación.
Río y me aferro a sus brazos.
—Cierto. Sobre todo contigo. —Inhala mi pelo y empieza a regarme de besos desde debajo de la oreja hasta el cuello—. Quizá encima del piano —susurra.
Madre mía. Se me tensa el cuerpo entero de pensarlo. Encima del piano. Uau.
—Quiero que me aclares una cosa —susurro mientras se me empieza a acelerar el pulso, y la diosa que llevo dentro cierra los ojos y saborea la caricia de sus labios en los míos.
Interrumpe momentáneamente su sensual asalto.
—Siempre tan ávida de información, señorita Montemayor. ¿Qué quieres que te aclare? —me dice soltando su aliento sobre la base del cuello, y sigue besándome con suavidad.
—Lo nuestro —le susurro, y cierro los ojos.
—Mmm… ¿Qué pasa con lo nuestro?
Deja de regarme de besos el hombro.
—El contrato.
Levanta la cabeza para mirarme, con un brillo divertido en los ojos, y suspira. Me acaricia la mejilla con la yema de los dedos.
—Bueno, me parece que el contrato ha quedado obsoleto, ¿no crees? —dice con voz grave y ronca y una expresión tierna en la mirada.
—¿Obsoleto?
—Obsoleto.
Sonríe. Lo miro atónita, sin entender.
—Pero eras tú el interesado en que lo firmara.
—Eso era antes. Pero las normas no. Las normas siguen en pie.
Su gesto se endurece un poco.
—¿Antes? ¿Antes de qué?
—Antes… —Se interrumpe, y la expresión de recelo vuelve a su rostro—. Antes de que hubiera más.
Se encoge de hombros.
—Ah.
—Además, ya hemos estado en el cuarto de juegos dos veces, y no has salido corriendo espantada.
—¿Esperas que lo haga?
—Nada de lo que haces es lo que espero, Myriam —dice con sequedad.
—A ver si lo he entendido: ¿quieres que me atenga a lo que son las normas del contrato en todo momento, pero que ignore el resto de lo estipulado?
—Salvo en el cuarto de juegos. Ahí quiero que te atengas al espíritu general del contrato, y sí, quiero que te atengas a las normas en todo momento. Así me aseguro de que estarás a salvo y podré tenerte siempre que lo desee.
—¿Y si incumplo alguna de las normas?
—Entonces te castigaré.
—Pero ¿no necesitarás mi permiso?
—Sí, claro.
—¿Y si me niego?
Me mira un instante, confundido.
—Si te niegas, te niegas. Tendré que encontrar una forma de convencerte.
Me aparto de él y me pongo de pie. Necesito un poco de distancia. Lo veo fruncir el ceño. Parece perplejo y receloso otra vez.
—Vamos, que lo del castigo se mantiene.
—Sí, pero solo si incumples las normas.
—Tendría que releérmelas —digo, intentando recordar los detalles.
—Voy a por ellas —dice, de pronto muy formal.
Uf. Qué serio se ha puesto esto. Se levanta del piano y se dirige con paso ágil a su despacho. Se me eriza el vello. Dios… necesito un té. Estamos hablando del futuro de nuestra «relación» a las 5.45 de la mañana, cuando además a él le preocupa algo más… ¿es esto sensato? Me dirijo a la cocina, que aún está a oscuras. ¿Dónde está el interruptor? Lo encuentro, enciendo y lleno de agua la tetera. ¡La píldora! Hurgo en el bolso, que dejé sobre la barra del desayuno, y la encuentro enseguida. Me la trago y ya está. Cuando termino, Víctor ha vuelto y está sentado en uno de los taburetes, mirándome fijamente.
—Aquí tienes.
Me pasa un folio mecanografiado y observo que ha tachado algunas cosas.
NORMAS Obediencia :La Sumisa obedecerá inmediatamente todas las instrucciones del Amo, sin dudar, sin reservas y de forma expeditiva. La Sumisa aceptará toda actividad sexual que el Amo considere oportuna y placentera, excepto las actividades contempladas en los límites infranqueables (Apéndice 2). Lo hará con entusiasmo y sin dudar. Sueño: La Sumisa garantizará que duerme como mínimo ocho siete horas diarias cuando no esté con el Amo. Comida: Para cuidar su salud y su bienestar, la Sumisa comerá frecuentemente los alimentos incluidos en una lista (Apéndice 4). La Sumisa no comerá entre horas, a excepción de fruta. Ropa: Mientras esté con el Amo, la Sumisa solo llevará ropa que este haya aprobado. El Amo ofrecerá a la Sumisa un presupuesto para ropa, que la Sumisa debe utilizar. El Amo acompañará a la Sumisa a comprar ropa cuando sea necesario. Ejercicio: El Amo proporcionará a la Sumisa un entrenador personal cuatro tres veces por semana, en sesiones de una hora, a horas convenidas por el entrenador personal y la Sumisa. El entrenador personal informará al Amo de los avances de la Sumisa. Higiene personal y belleza: La Sumisa estará limpia y depilada en todo momento. La Sumisa irá a un salón de belleza elegido por el Amo cuando este lo decida y se someterá a cualquier tratamiento que el Amo considere oportuno. Seguridad personal: La Sumisa no beberá en exceso, ni fumará, ni tomará sustancias psicotrópicas, ni correrá riesgos innecesarios. Cualidades personales: La Sumisa solo mantendrá relaciones sexuales con el Amo. La Sumisa se comportará en todo momento con respeto y humildad. Debe comprender que su conducta influye directamente en la del Amo. Será responsable de cualquier fechoría, maldad y mala conducta que lleve a cabo cuando el Amo no esté presente.
El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la naturaleza del castigo.
—¿Así que lo de la obediencia sigue en pie?
—Oh, sí.
Sonríe.
Muevo la cabeza divertida y, sin darme cuenta, pongo los ojos en blanco.
—¿Me acabas de poner los ojos en blanco, Myriam? —dice.
Oh, mierda.
—Puede, depende de cómo te lo tomes.
—Como siempre —dice meneando la cabeza, con los ojos encendidos de emoción.
Trago saliva instintivamente y un escalofrío me recorre el cuerpo entero.
—Entonces…
Madre mía, ¿qué voy a hacer?
—¿Sí?
Se humedece el labio inferior.
—Quieres darme unos azotes.
—Sí. Y lo voy a hacer.
—¿Ah, sí, señor García? —lo desafío, devolviéndole la sonrisa.
Yo también sé jugar a esto.
—¿Me lo vas a impedir?
—Vas a tener que pillarme primero.
Me mira un poco asombrado, sonríe y se levanta despacio.
—¿Ah, sí, señorita Montemayor?
La barra del desayuno se interpone entre los dos. Nunca antes había agradecido tanto su existencia como en este momento.
—Además, te estás mordiendo el labio —añade, desplazándose despacio hacia su izquierda mientras yo me desplazo hacia la mía.
—No te atreverás —lo provoco—. A fin de cuentas, tú también pones los ojos en blanco —intento razonar con él.
Continúa desplazándose hacia su izquierda, igual que yo.
—Sí, pero con este jueguecito acabas de subir el nivel de excitación.
Le arden los ojos y emana de él una impaciencia descontrolada.
—Soy bastante rápida, que lo sepas.
Trato de fingir indiferencia.
—Y yo.
Me está persiguiendo en su propia cocina.
—¿Vas a venir sin rechistar? —pregunta.
—¿Lo hago alguna vez?
—¿Qué quieres decir, señorita Montemayor? —Sonríe—. Si tengo que ir a por ti, va a ser peor.
—Eso será si me coges, Víctor. Y ahora mismo no tengo intención de dejarme coger.
—Myriam, te puedes caer y hacerte daño. Y eso sería una infracción directa de la norma siete, ahora la seis.
—Desde que te conocí, señor García, estoy en peligro permanente, con normas o sin ellas.
—Así es.
Hace una pausa y frunce el ceño.
De pronto, se abalanza sobre mí y yo chillo y salgo corriendo hacia la mesa del comedor. Logro escapar e interponer la mesa entre los dos. El corazón me va a mil y la adrenalina me recorre el cuerpo entero. Uau, qué excitante. Vuelvo a ser una niña, aunque eso no esté bien. Lo observo con atención mientras se acerca decidido a mí. Me aparto un poco.
—Desde luego, sabes cómo distraer a un hombre, Myriam.
—Lo que sea por complacer, señor García. ¿De qué te distraigo?
—De la vida. Del universo —señala con un gesto vago.
—Parecías muy preocupado mientras tocabas.
Se detiene y se cruza de brazos, con expresión divertida.
—Podemos pasarnos así el día entero, nena, pero terminaré pillándote y, cuando lo haga, será peor para ti.
—No, ni hablar.
No debo confiarme demasiado, me repito a modo de mantra. Mi subconsciente se ha puesto las Nike y se ha colocado ya en los tacos de salida.
—Cualquiera diría que no quieres que te pille.
—No quiero. De eso se trata. Para mí lo del castigo es como para ti el que te toque.
Su actitud cambia por completo en un nanosegundo. Se acabó el Víctor juguetón; me mira fijamente como si acabara de darle un bofetón. Se ha puesto blanco.
—¿Eso es lo que sientes? —susurra.
Esas cinco palabras y la forma en que las pronuncia me dicen muchísimo. De él y de cómo se siente. De sus temores y sus aversiones. Frunzo el ceño. No, yo no me siento tan mal. Para nada. ¿O sí?
—No. No me afecta tanto; es para que te hagas una idea —murmuro, mirándolo angustiada.
—Ah —dice.
Mierda. Lo veo total y absolutamente perdido, como si hubiera tirado de la alfombra bajo sus pies.
Respiro hondo, rodeo la mesa, me planto delante de él y lo miro a los ojos, ahora inquietos.
—¿Tanto lo odias? —dice, aterrado.
—Bueno… no —lo tranquilizo. Dios… ¿eso es lo que siente cuando lo tocan?—. No. No lo tengo muy claro. No es que me guste, pero tampoco lo odio.
—Pero anoche, en el cuarto de juegos, parecía…
—Lo hago por ti, Víctor, porque tú lo necesitas. Yo no. Anoche no me hiciste daño. El contexto era muy distinto, y eso puedo racionalizarlo a nivel íntimo, porque confío en ti. Sin embargo, cuando quieres castigarme, me preocupa que me hagas daño.
Los ojos se le oscurecen, como presos de una terrible tormenta interior. Pasa un rato antes de que responda a media voz:
—Yo quiero hacerte daño, pero no quiero provocarte un dolor que no seas capaz de soportar.
¡Dios!
—¿Por qué?
Se pasa la mano por el pelo y se encoge de hombros.
—Porque lo necesito. —Hace una pausa y me mira angustiado; luego cierra los ojos y niega con la cabeza—. No te lo puedo decir —susurra.
—¿No puedes o no quieres?
—No quiero.
—Entonces sabes por qué.
—Sí.
—Pero no me lo quieres decir.
—Si te lo digo, saldrás corriendo de aquí y no querrás volver nunca más. —Me mira con cautela—. No puedo correr ese riesgo, Myriam.
—Quieres que me quede.
—Más de lo que puedas imaginar. No podría soportar perderte.
Oh, Dios.
Me mira y, de pronto, me estrecha en sus brazos y me besa apasionadamente. Me pilla completamente por sorpresa, y percibo en ese beso su pánico y su desesperación.
—No me dejes. Me dijiste en sueños que nunca me dejarías y me rogaste que nunca te dejara yo a ti —me susurra a los labios.
Vaya… mis confesiones nocturnas.
—No quiero irme.
Se me encoge el corazón, como si se volviera del revés.
Este hombre me necesita. Su temor es obvio y manifiesto, pero está perdido… en algún lugar en su oscuridad. Su mirada es la de un hombre asustado, triste y torturado. Yo puedo aliviarlo, acompañarlo momentáneamente en su oscuridad y llevarlo hacia la luz.
—Enséñamelo —le susurro.
—¿El qué?
—Enséñame cuánto puede doler.
—¿Qué?
—Castígame. Quiero saber lo malo que puede llegar a ser.
Víctor se aparta de mí, completamente confundido.
—¿Lo intentarías?
—Sí. Te dije que lo haría.
Pero mi motivo es otro. Si hago esto por él, quizá me deje tocarlo.
Me mira extrañado.
—Myri, me confundes.
—Yo también estoy confundida. Intento entender todo esto. Así sabremos los dos, de una vez por todas, si puedo seguir con esto o no. Si yo puedo, quizá tú…
Mis propias palabras me traicionan y él me mira espantado. Sabe que me refiero a lo de tocarlo. Por un instante, parece consternado, pero entonces asoma a su rostro una expresión resuelta, frunce los ojos y me mira especulativo, como sopesando las alternativas.
De repente me agarra con fuerza por el brazo, da media vuelta, me saca del salón y me lleva arriba, al cuarto de juegos. Placer y dolor, premio y castigo… sus palabras de hace ya tanto tiempo resuenan en mi cabeza.
—Te voy a enseñar lo malo que puede llegar a ser y así te decides. —Se detiene junto a la puerta—. ¿Estás preparada para esto?
Asiento, decidida, y me siento algo mareada y débil al tiempo que palidezco.
Abre la puerta y, sin soltarme el brazo, coge lo que parece un cinturón del colgador de al lado de la puerta, antes de llevarme al banco de cuero rojo del fondo de la habitación.
—Inclínate sobre el banco —me susurra.
Vale. Puedo con esto. Me inclino sobre el cuero suave y mullido. Me ha dejado quedarme con el albornoz puesto. En algún rincón silencioso de mi cerebro, estoy vagamente sorprendida de que no me lo haya hecho quitar. Maldita sea, esto me va a doler, lo sé.
—Estamos aquí porque tú has accedido, Myriam. Además, has huido de mí. Te voy a pegar seis veces y tú vas a contarlas conmigo.
¿Por qué no lo hace ya de una vez? Siempre tiene que montar el numerito cuando me castiga. Pongo los ojos en blanco, consciente de que no me ve.
Levanta el bajo del albornoz y, no sé bien por qué, eso me resulta más íntimo que ir desnuda. Me acaricia el trasero suavemente, pasando la mano caliente por ambas nalgas hasta el principio de los muslos.
—Hago esto para que recuerdes que no debes huir de mí, y, por excitante que sea, no quiero que vuelvas a hacerlo nunca más —susurra.
Soy consciente de la paradoja. Yo corría para evitar esto. Si me hubiera abierto los brazos, habría corrido hacia él, no habría huido de él.
—Además, me has puesto los ojos en blanco. Sabes lo que pienso de eso.
De pronto ha desaparecido ese temor nervioso y crispado de su voz. Él ha vuelto de dondequiera que estuviese. Lo noto en su tono, en la forma en que me apoya los dedos en la espalda, sujetándome, y la atmósfera de la habitación cambia por completo.
Cierro los ojos y me preparo para el golpe. Llega con fuerza, en todo el trasero, y la dentellada del cinturón es tan terrible como temía. Grito sin querer y tomo una bocanada enorme de aire.
—¡Cuenta, Myriam! —me ordena.
—¡Uno! —le grito, y suena como un improperio.
Me vuelve a pegar y el dolor me resuena pulsátil por toda la marca del cinturón. Santo Dios… esto duele.
—¡Dos! —chillo.
Me hace bien chillar.
Su respiración es agitada y entrecortada, la mía es casi inexistente; busco desesperadamente en mi psique alguna fuerza interna. El cinturón se me clava de nuevo en la carne.
—¡Tres!
Se me saltan las lágrimas. Dios, esto es peor de lo que pensaba, mucho peor que los azotes. No se está cortando nada.
—¡Cuatro! —grito cuando el cinturón se me vuelve a clavar en las nalgas. Las lágrimas ya me corren por la cara. No quiero llorar. Me enfurece estar llorando. Víctor me vuelve a pegar.
—¡Cinco! —Mi voz es un sollozo ahogado, estrangulado, y en este momento creo que lo odio. Uno más, puedo aguantar uno más. Siento que el trasero me arde.
—¡Seis! —susurro cuando vuelvo a sentir ese dolor espantoso, y lo oigo soltar el cinturón a mi espalda, y me estrecha en sus brazos, sin aliento, todo compasión… y yo no quiero saber nada de él—. Suéltame… no…
Intento zafarme de su abrazo, apartarme de él. Me revuelvo.
—¡No me toques! —le digo con furia contenida.
Me enderezo y lo miro fijamente, y él me observa espantado, aturdido, como si yo fuera a echar a correr. Me limpio rabiosa las lágrimas de los ojos con el dorso de las manos y le lanzo una mirada feroz.
—¿Esto es lo que te gusta de verdad? ¿Verme así?
Me restriego la nariz con la manga del albornoz.
Me observa desconcertado.
—Eres un maldito hijo de puta.
—Myri —me suplica, conmocionado.
—¡No hay «Myri» que valga! ¡Tienes que solucionar tus mierdas, García!
Dicho esto, doy media vuelta, salgo del cuarto de juegos y cierro la puerta despacio.
Agarrada al pomo, sin volverme, me recuesto un instante en la puerta. ¿Adónde voy? ¿Salgo corriendo? ¿Me quedo? Estoy furiosa, las lágrimas me corren por las mejillas y me las limpio con rabia. Solo quiero acurrucarme en algún sitio. Acurrucarme y recuperarme de algún modo. Sanar mi fe destrozada y hecha añicos. ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Pues claro que duele.
Tímidamente, me toco el trasero. ¡Aaah! Duele. ¿Adónde voy? A su cuarto, no. A mi cuarto, o el que será mi cuarto… no, es mío… era mío. Por eso quería que tuviera uno. Sabía que iba a querer distanciarme de él.
Me encamino con paso rígido en esa dirección, consciente de que puede que Víctor me siga. El dormitorio aún está a oscuras; el amanecer no es más que un susurro en el horizonte. Me meto torpemente en la cama, procurando no apoyarme en el trasero sensible y dolorido. Me dejo el albornoz puesto, envolviéndome con fuerza en él, me acurruco y entonces me dejo ir… sollozando con fuerza contra la almohada.
¿En qué estaba pensando? ¿Por qué he dejado que me hiciera eso? Quería entrar en el lado oscuro para saber lo malo que podía llegar a ser, pero es demasiado oscuro para mí. Yo no puedo con esto. Pero es lo que él quiere; esto es lo que le excita de verdad.
Esto sí que es despertar a la realidad, y de qué manera… Lo cierto es que él me lo ha advertido una y otra vez. Víctor no es normal. Tiene necesidades que yo no puedo satisfacer. Me doy cuenta ahora. No quiero que vuelva a pegarme así nunca más. Pienso en el par de veces en que me ha golpeado y en lo suave que ha sido conmigo en comparación. ¿Le bastará con eso? Lloro aún más fuerte contra la almohada. Lo voy a perder. No querrá estar conmigo si no puedo darle esto. ¿Por qué, por qué, por qué he tenido que enamorarme de Cincuenta Sombras? ¿Por qué? ¿Por qué no puedo amar a Carlos, o a Adrian Carvajal, o a alguien como yo?
Ay, lo alterado que estaba cuando me he ido. He sido muy cruel, la saña con que me ha pegado me ha dejado conmocionada… ¿me perdonará? ¿Lo perdonaré yo? Mi cabeza es un auténtico caos confuso; los pensamientos resuenan y retumban en su interior. Mi subconsciente menea la cabeza con tristeza y la diosa que llevo dentro ha desaparecido por completo. Qué día tan terrrible y aciago para mi alma. Me siento tan sola. Necesito a mi madre. Recuerdo sus palabras de despedida en el aeropuerto: «Haz caso a tu corazón, cariño, y, por favor, procura no darle demasiadas vueltas a las cosas. Relájate y disfruta. Eres muy joven, cielo. Aún te queda mucha vida por delante, vívela. Te mereces lo mejor».
He hecho caso a mi corazón y ahora tengo el culo dolorido y el ánimo destrozado. Tengo que irme. Eso es… tengo que irme. Él no me conviene y yo no le convengo a él. ¿Cómo vamos a conseguir que esto funcione? La idea de no volver a verlo casi me ahoga… mi Cincuenta Sombras.
Oigo abrirse la puerta. Oh, no… ya está aquí. Deja algo en la mesita y el colchón se hunde bajo su peso al meterse en la cama a mi espalda.
—Tranquila —me dice, y yo quiero apartarme de él, irme a la otra punta de la cama, pero estoy paralizada. No puedo moverme y me quedo quieta, rígida, sin ceder en absoluto—. No me rechaces, Myri, por favor —me susurra.
Me abraza con ternura y, hundiendo la nariz en mi pelo, me besa el cuello.
—No me odies —me susurra, inmensamente triste.
Se me encoge el corazón otra vez y sucumbo a una nueva oleada de sollozos silenciosos. Él sigue besándome suavemente, con ternura, pero yo me mantengo distante y recelosa.
Pasamos una eternidad así tumbados, sin decir nada ni el uno ni el otro. Él se limita a abrazarme y yo, poco a poco, me relajo y dejo de llorar. Amanece y la luz suave del alba se hace más intensa a medida que avanza el día, y nosotros seguimos tumbados, en silencio.
—Te he traído ibuprofeno y una pomada de árnica —dice al cabo de un buen rato.
Me vuelvo muy despacio en sus brazos para poder mirarlo. Tengo la cabeza apoyada en su brazo. Su mirada es dura y cautelosa.
Contemplo su hermoso rostro. No dice nada, pero me mira fijamente, sin pestañear apenas. Ay, es tan arrebatadoramente guapo. En tan poco tiempo, he llegado a quererlo tanto. Alargo el brazo, le acaricio la mejilla y paseo la yema de los dedos por su barba de pocos días. Él cierra los ojos y suspira.
—Lo siento —le susurro.
Él abre los ojos y me mira atónito.
—¿El qué?
—Lo que he dicho.
—No me has dicho nada que no supiera ya. —Y el alivio suaviza su mirada—. Siento haberte hecho daño.
Me encojo de hombros.
—Te lo he pedido yo. —Y ahora lo sé. Trago saliva. Ahí va… Tengo que soltar mi parte—. No creo que pueda ser todo lo que quieres que sea —susurro.
Abre mucho los ojos, parpadea y vuelve a su rostro esa expresión de miedo.
—Ya eres todo lo que quiero que seas.
¿Qué?
—No lo entiendo. No soy obediente, y puedes estar seguro de que jamás volveré a dejarte hacerme eso. Y eso es lo que necesitas; me lo has dicho tú.
Cierra otra vez los ojos y veo que una miríada de emociones le cruza el rostro. Cuando los vuelve a abrir, su expresión es triste. Oh, no…
—Tienes razón. Debería dejarte ir. No te convengo.
Se me eriza el vello y todos los folículos pilosos de mi cuerpo entran en estado de alerta; el mundo se derrumba bajo mis pies y deja ante mí un inmenso abismo al que precipitarme. Oh, no…
—No quiero irme —susurro.
Mierda… eso es. Dejarlo seguir.
Se me vuelven a llenar los ojos de lágrimas.
—Yo tampoco quiero que te vayas —me dice con voz áspera. Alarga la mano y me limpia una lágrima de la mejilla con el pulgar—. Desde que te conozco, me siento más vivo.
Recorre con el pulgar el contorno de mi labio inferior.
—Yo también —digo—. Me he enamorado de ti, Víctor.
De nuevo abre mucho los ojos, pero esta vez es de puro e indecible miedo.
—No —susurra como si lo hubiera dejado de un golpe sin aliento.
Oh, no…
—No puedes quererme, Myri. No… es un error —dice horrorizado.
—¿Un error? ¿Qué error?
—Mírate. No puedo hacerte feliz.
Parece angustiado.
—Pero tú me haces feliz —contesto frunciendo el ceño.
—En este momento, no. No cuando haces lo que yo quiero que hagas.
Oh, Dios… Esto se acaba. A esto se reduce todo: incompatibilidad… y de pronto todas esas pobres sumisas me vienen a la cabeza.
—Nunca conseguiremos superar esto, ¿verdad? —le susurro, estremecida de miedo.
Menea la cabeza con tristeza. Cierro los ojos. No soporto mirarlo.
—Bueno, entonces más vale que me vaya —murmuro, haciendo una mueca de dolor al incorporarme.
—No, no te vayas —me pide aterrado.
—No tiene sentido que me quede.
De pronto me siento cansadísima, y quiero irme ya. Salgo de la cama y Víctor me sigue.
—Voy a vestirme. Quisiera un poco de intimidad —digo con voz apagada y hueca mientras me marcho y lo dejo solo en el dormitorio.
Al bajar, echo un vistazo al salón y pienso que hace solo unas horas descansaba la cabeza en su hombro mientras tocaba el piano. Han pasado muchas cosas desde entonces. He tenido los ojos bien abiertos y he podido vislumbrar la magnitud de su depravación, y ahora sé que no es capaz de amar, no es capaz de dar ni recibir amor. El mayor de mis temores se ha hecho realidad. Y, por extraño que parezca, lo encuentro liberador.
El dolor es tan intenso que me niego a reconocerlo. Me siento entumecida. De algún modo he escapado de mi cuerpo y soy de pronto una observadora accidental de la tragedia que se está desencadenando. Me ducho rápida y metódicamente, pensando solo en el instante que viene a continuación. Ahora aprieta el frasco de gel. Vuelve a dejar el frasco de gel en el estante. Frótate la cara, los hombros… y así sucesivamente, todo acciones mecánicas simples que requieren pensamientos mecánicos simples.
Termino de ducharme y, como no me he lavado el pelo, me seco enseguida. Me visto en el baño, y saco los vaqueros y la camiseta de mi maleta pequeña. Los vaqueros me rozan el trasero, pero, la verdad, es un dolor que agradezco, porque me distrae de lo que le está pasando a mi corazón astillado y roto en mil pedazos.
Me agacho para cerrar la maleta y veo la bolsa con el regalo para Víctor: una maqueta del planeador Blanik L23, para que la construya él. Me voy a echar a llorar otra vez. Ay, no… eran tiempos más felices, cuando aún cabía la esperanza de tener algo más. Saco el regalo de la maleta, consciente de que tengo que dárselo. Arranco una hoja de mi cuaderno, le escribo una nota rápida y se la dejo encima de la caja:
Esto me recordó un tiempo feliz.
Gracias.
Myri
Me miro en el espejo. Veo un fantasma pálido y angustiado. Me recojo el pelo en un moño sin hacer caso de lo hinchados que tengo los ojos de tanto llorar. Mi subconsciente asiente con la cabeza en señal de aprobación. Hasta ella sabe que no es el momento de ponerse criticona. Me cuesta creer que mi mundo se esté derrumbando a mi alrededor, convertido en un montón de cenizas estériles, y que todas mis esperanzas hayan fracasado cruelmente. No, no, no lo pienses. Ahora no, aún no. Inspiro hondo, cojo la maleta y, después de dejar la maqueta del planeador con mi nota encima de su almohada, me dirijo al salón.
Víctor está hablando por teléfono. Viste vaqueros negros y una camiseta. Va descalzo.
—¿Que ha dicho qué? —grita, sobresaltándome—. Pues nos podía haber dicho la puta verdad. Dame su número de teléfono; necesito llamarlo… Welch, esto es una cagada monumental. —Alza la vista y no aparta su mirada obscura y pensativa de mí—. Encontradla —espeta, y cuelga.
Me acerco al sofá y cojo mi mochila, esforzándome por ignorarlo. Saco el Mac, vuelvo a la cocina y lo dejo con cuidado encima de la barra de desayuno, junto con la BlackBerry y las llaves del coche. Cuando me vuelvo me mira fijamente, con expresión atónita y horrorizada.
—Necesito el dinero que le dieron a Taylor por el Escarabajo —digo con voz clara y serena, desprovista de emoción… extraordinaria.
—Myri, yo no quiero esas cosas, son tuyas —dice en tono de incredulidad—. Llévatelas.
—No, Víctor. Las acepté a regañadientes, y ya no las quiero.
—Myri, sé razonable —me reprende, incluso ahora.
—No quiero nada que me recuerde a ti. Solo necesito el dinero que le dieron a Taylor por mi coche —repito con voz monótona.
Se me queda mirando.
—¿Intentas hacerme daño de verdad?
—No. —Lo miro ceñuda. Claro que no.…Yo te quiero—. No. Solo intento protegerme —susurro.
Porque tú no me quieres como te quiero yo.
—Myri, quédate esas cosas, por favor.
—Víctor, no quiero discutir. Solo necesito el dinero.
Entorna los ojos, pero ya no me intimida. Bueno, solo un poco. Lo miro impasible, sin pestañear ni acobardarme.
—¿Te vale un cheque? —dice mordaz.
—Sí. Creo que podré fiarme.
Víctor no sonríe, se limita a dar media vuelta y meterse en su estudio. Echo un último vistazo detenido al piso, a los cuadros de las paredes, todos abstractos, serenos, modernos… fríos incluso. Muy propio, pienso distraída. Mis ojos se dirigen hacia el piano. Mierda… si hubiera cerrado la boca, habríamos hecho el amor encima del piano. No, habríamos follado encima del piano. Bueno, yo habría hecho el amor. La idea se impone con tristeza en mi pensamiento y en lo que queda de mi corazón. Él nunca me ha hecho el amor, ¿no? Para él siempre ha sido follar.
Vuelve y me entrega un sobre.
—Taylor consiguió un buen precio. Es un clásico. Se lo puedes preguntar a él. Te llevará a casa.
Señala con la cabeza por encima de mi hombro. Me vuelvo y veo a Taylor en el umbral de la puerta, trajeado e impecable como siempre.
—No hace falta. Puedo irme sola a casa, gracias.
Me vuelvo para mirar a Víctor y veo en sus ojos la furia apenas contenida.
—¿Me vas a desafiar en todo?
—¿Por qué voy a cambiar mi manera de ser?
Me encojo levemente de hombros, como disculpándome.
Él cierra los ojos, frustrado, y se pasa la mano por el pelo.
—Por favor, Myri, deja que Taylor te lleve a casa.
—Iré a buscar el coche, señorita Montemayor —anuncia Taylor en tono autoritario.
Víctor le hace un gesto con la cabeza, y cuando me giro hacia él, ya ha desaparecido.
Me vuelvo a mirar a Víctor. Estamos a menos de metro y medio de distancia. Avanza e, instintivamente, yo retrocedo. Se detiene y la angustia de su expresión es palpable; los ojos le arden.
—No quiero que te vayas —murmura con voz anhelante.
—No puedo quedarme. Sé lo que quiero y tú no puedes dármelo, y yo tampoco puedo darte lo que tú quieres.
Da otro paso hacia delante y yo levanto las manos.
—No, por favor. —Me aparto de él. No pienso permitirle que me toque ahora, eso me mataría—. No puedo seguir con esto.
Cojo la maleta y la mochila y me dirijo al vestíbulo. Me sigue, manteniendo una distancia prudencial. Pulsa el botón de llamada del ascensor y se abre la puerta. Entro.
—Adiós, Víctor —murmuro.
—Adiós, Myri —dice a media voz, y su aspecto es el de un hombre completamente destrozado, un hombre inmensamente dolido, algo que refleja cómo me siento por dentro.
Aparto la mirada de él antes de que pueda cambiar de opinión e intente consolarlo.
Se cierran las puertas del ascensor, que me lleva hasta las entrañas del sótano y de mi propio infierno personal.
Taylor me sostiene la puerta y entro en la parte de atrás del coche. Evito el contacto visual. El bochorno y la vergüenza se apoderan de mí. Soy un fracaso total. Confiaba en arrastrar a mi Cincuenta Sombras a la luz, pero la tarea ha resultado estar más allá de mis escasas habilidades. Intento con todas mis fuerzas mantener a raya mis emociones. Mientras salimos a Fourth Avenue, miro sin ver por la ventanilla, y la enormidad de lo que acabo de hacer se abate poco a poco sobre mí. Mierda… lo he dejado. Al único hombre al que he amado en mi vida. El único hombre con el que me he acostado. Un dolor desgarrador me parte en dos, gimo y revientan las compuertas. Las lágrimas empiezan a rodar inoportuna e involuntariamente por mis mejillas; me las seco precipitadamente con los dedos, mientras hurgo en el bolso en busca de las gafas de sol. Cuando nos detenemos en un semáforo, Taylor me tiende un pañuelo de tela. No dice nada, ni me mira, y yo lo acepto agradecida.
—Gracias —musito, y ese pequeño acto de bondad es mi perdición.
Me recuesto en el lujoso asiento de cuero y lloro.
El apartamento está tristemente vacío y resulta poco acogedor. No he vivido en él lo suficiente para sentirme en casa. Voy directa a mi cuarto y allí, colgando flácidamente del extremo de la cama, está el triste y desinflado globo con forma de helicóptero: Charlie Tango, con el mismo aspecto, por dentro y por fuera, que yo. Lo arranco furiosa de la barra de la cama, tirando del cordel, y me abrazo a él. Ay… ¿qué he hecho?
Me dejo caer sobre la cama, con zapatos y todo, y lloro desconsoladamente. El dolor es indescriptible… físico y mental… metafísico… lo siento por todo mi ser y me cala hasta la médula. Sufrimiento. Esto es sufrimiento. Y me lo he provocado yo misma. Desde lo más profundo me llega un pensamiento desagradable e inesperado de la diosa que llevo dentro, que tuerce la boca con gesto despectivo: el dolor físico de las dentelladas del cinturón no es nada, nada, comparado con esta devastación. Me acurruco, abrazándome con desesperación al globo casi desinflado y al pañuelo de Taylor, y me abandono al sufrimiento.
FINAL
26
26
Me despierto sobresaltada. Creo que acabo de rodar por las escaleras en sueños y me incorporo como un resorte, momentáneamente desorientada. Es de noche y estoy sola en la cama de Víctor. Algo me ha despertado, algún pensamiento angustioso. Echo un vistazo al despertador que tiene en la mesita. Son las cinco de la mañana, pero me siento descansada. ¿Por qué? Ah, será por la diferencia horaria; en Georgia serían las ocho. Madre mía, tengo que tomarme la píldora. Salgo de la cama, agradecida de que algo me haya despertado. Oigo a lo lejos el piano. Víctor está tocando. Eso no me lo pierdo. Me encanta verlo tocar. Desnuda, cojo el albornoz de la silla y salgo despacio al pasillo mientras me lo pongo, escuchando el sonido mágico del lamento melodioso que proviene del salón.
En la estancia a oscuras, Víctor toca, sentado en medio de una burbuja de luz que despide destellos negros de su pelo. Parece que va desnudo, pero yo sé que lleva los pantalones del pijama. Está concentrado, tocando maravillosamente, absorto en la melancolía de la música. Indecisa, lo observo entre las sombras; no quiero interrumpirlo. Me gustaría abrazarlo. Parece perdido, incluso abatido, y tremendamente solo… o quizá sea la música, que rezuma tristeza. Termina la pieza, hace una pausa de medio segundo y empieza a tocarla otra vez. Me acerco a él con cautela, como la polilla a la luz… la idea me hace sonreír. Alza la vista hacia mí y frunce el ceño, antes de centrarse de nuevo en sus manos.
Mierda, ¿se habrá enfadado porque lo molesto?
—Deberías estar durmiendo —me reprende suavemente.
Sé que algo lo preocupa.
—Y tú —replico con menos suavidad.
Vuelve a alzar la vista, esbozando una sonrisa.
—¿Me está regañando, señorita Montemayor?
—Sí, señor García.
—No puedo dormir —me contesta ceñudo, y detecto de nuevo en su cara un asomo de irritación o de enfado.
¿Conmigo? Seguramente no.
Ignoro la expresión de su rostro y, armándome de valor, me siento a su lado en la banqueta del piano y apoyo la cabeza en su hombro desnudo para observar cómo sus dedos ágiles y diestros acarician las teclas. Hace una pausa apenas perceptible y prosigue hasta el final de la pieza.
—¿Qué era lo que tocabas?
—Chopin. Op. 28. Preludio n.º 4 en mi menor, por si te interesa —murmura.
—Siempre me interesa lo que tú haces.
Se vuelve y me da un beso en el pelo.
—Siento haberte despertado.
—No has sido tú. Toca la otra.
—¿La otra?
—La pieza de Bach que tocaste la primera noche que me quedé aquí.
—Ah, la de Marcello.
Empieza a tocar lenta, pausadamente. Noto el movimiento de sus manos en el hombro en el que me apoyo, y cierro los ojos. Las notas tristes y conmovedoras nos envuelven poco a poco y resuenan en las paredes. Es una pieza de asombrosa belleza, más triste aún que la de Chopin; me dejo llevar por la hermosura del lamento. En cierta medida, refleja cómo me siento. El hondo y punzante anhelo que siento de conocer mejor a este hombre extraordinario, de intentar comprender su tristeza. La pieza termina demasiado pronto.
—¿Por qué solo tocas música triste?
Me incorporo en el asiento y lo veo encogerse de hombros, receloso, en respuesta a mi pregunta.
—¿Así que solo tenías seis años cuando empezaste a tocar? —inquiero.
Asiente con la cabeza, aún más receloso. Al poco, añade:
—Aprendí a tocar para complacer a mi nueva madre.
—¿Para encajar en la familia perfecta?
—Sí, algo así —contesta evasivo—. ¿Por qué estás despierta? ¿No necesitas recuperarte de los excesos de ayer?
—Para mí son las ocho de la mañana. Además, tengo que tomarme la píldora.
Arquea la ceja, sorprendido.
—Me alegro de que te acuerdes —murmura, y veo que lo he impresionado—. Solo a ti se te ocurre empezar a tomar una píldora de horario específico en una zona horaria distinta. Quizá deberías esperar media hora hoy y otra media hora mañana, hasta que al final terminaras tomándotela a una hora razonable.
—Buena idea —digo—. Vale, ¿y qué hacemos durante esa media hora?
Le guiño el ojo con expresión inocente.
—Se me ocurren unas cuantas cosas.
Sonríe lascivo. Yo lo miro impasible mientras mis entrañas se contraen y se derritan bajo su mirada de complicidad.
—Aunque también podríamos hablar —propongo a media voz.
Frunce el ceño.
—Prefiero lo que tengo en mente.
Me sube a su regazo.
—Tú siempre antepondrías el sexo a la conversación.
Río y me aferro a sus brazos.
—Cierto. Sobre todo contigo. —Inhala mi pelo y empieza a regarme de besos desde debajo de la oreja hasta el cuello—. Quizá encima del piano —susurra.
Madre mía. Se me tensa el cuerpo entero de pensarlo. Encima del piano. Uau.
—Quiero que me aclares una cosa —susurro mientras se me empieza a acelerar el pulso, y la diosa que llevo dentro cierra los ojos y saborea la caricia de sus labios en los míos.
Interrumpe momentáneamente su sensual asalto.
—Siempre tan ávida de información, señorita Montemayor. ¿Qué quieres que te aclare? —me dice soltando su aliento sobre la base del cuello, y sigue besándome con suavidad.
—Lo nuestro —le susurro, y cierro los ojos.
—Mmm… ¿Qué pasa con lo nuestro?
Deja de regarme de besos el hombro.
—El contrato.
Levanta la cabeza para mirarme, con un brillo divertido en los ojos, y suspira. Me acaricia la mejilla con la yema de los dedos.
—Bueno, me parece que el contrato ha quedado obsoleto, ¿no crees? —dice con voz grave y ronca y una expresión tierna en la mirada.
—¿Obsoleto?
—Obsoleto.
Sonríe. Lo miro atónita, sin entender.
—Pero eras tú el interesado en que lo firmara.
—Eso era antes. Pero las normas no. Las normas siguen en pie.
Su gesto se endurece un poco.
—¿Antes? ¿Antes de qué?
—Antes… —Se interrumpe, y la expresión de recelo vuelve a su rostro—. Antes de que hubiera más.
Se encoge de hombros.
—Ah.
—Además, ya hemos estado en el cuarto de juegos dos veces, y no has salido corriendo espantada.
—¿Esperas que lo haga?
—Nada de lo que haces es lo que espero, Myriam —dice con sequedad.
—A ver si lo he entendido: ¿quieres que me atenga a lo que son las normas del contrato en todo momento, pero que ignore el resto de lo estipulado?
—Salvo en el cuarto de juegos. Ahí quiero que te atengas al espíritu general del contrato, y sí, quiero que te atengas a las normas en todo momento. Así me aseguro de que estarás a salvo y podré tenerte siempre que lo desee.
—¿Y si incumplo alguna de las normas?
—Entonces te castigaré.
—Pero ¿no necesitarás mi permiso?
—Sí, claro.
—¿Y si me niego?
Me mira un instante, confundido.
—Si te niegas, te niegas. Tendré que encontrar una forma de convencerte.
Me aparto de él y me pongo de pie. Necesito un poco de distancia. Lo veo fruncir el ceño. Parece perplejo y receloso otra vez.
—Vamos, que lo del castigo se mantiene.
—Sí, pero solo si incumples las normas.
—Tendría que releérmelas —digo, intentando recordar los detalles.
—Voy a por ellas —dice, de pronto muy formal.
Uf. Qué serio se ha puesto esto. Se levanta del piano y se dirige con paso ágil a su despacho. Se me eriza el vello. Dios… necesito un té. Estamos hablando del futuro de nuestra «relación» a las 5.45 de la mañana, cuando además a él le preocupa algo más… ¿es esto sensato? Me dirijo a la cocina, que aún está a oscuras. ¿Dónde está el interruptor? Lo encuentro, enciendo y lleno de agua la tetera. ¡La píldora! Hurgo en el bolso, que dejé sobre la barra del desayuno, y la encuentro enseguida. Me la trago y ya está. Cuando termino, Víctor ha vuelto y está sentado en uno de los taburetes, mirándome fijamente.
—Aquí tienes.
Me pasa un folio mecanografiado y observo que ha tachado algunas cosas.
NORMAS Obediencia :La Sumisa obedecerá inmediatamente todas las instrucciones del Amo, sin dudar, sin reservas y de forma expeditiva. La Sumisa aceptará toda actividad sexual que el Amo considere oportuna y placentera, excepto las actividades contempladas en los límites infranqueables (Apéndice 2). Lo hará con entusiasmo y sin dudar. Sueño: La Sumisa garantizará que duerme como mínimo ocho siete horas diarias cuando no esté con el Amo. Comida: Para cuidar su salud y su bienestar, la Sumisa comerá frecuentemente los alimentos incluidos en una lista (Apéndice 4). La Sumisa no comerá entre horas, a excepción de fruta. Ropa: Mientras esté con el Amo, la Sumisa solo llevará ropa que este haya aprobado. El Amo ofrecerá a la Sumisa un presupuesto para ropa, que la Sumisa debe utilizar. El Amo acompañará a la Sumisa a comprar ropa cuando sea necesario. Ejercicio: El Amo proporcionará a la Sumisa un entrenador personal cuatro tres veces por semana, en sesiones de una hora, a horas convenidas por el entrenador personal y la Sumisa. El entrenador personal informará al Amo de los avances de la Sumisa. Higiene personal y belleza: La Sumisa estará limpia y depilada en todo momento. La Sumisa irá a un salón de belleza elegido por el Amo cuando este lo decida y se someterá a cualquier tratamiento que el Amo considere oportuno. Seguridad personal: La Sumisa no beberá en exceso, ni fumará, ni tomará sustancias psicotrópicas, ni correrá riesgos innecesarios. Cualidades personales: La Sumisa solo mantendrá relaciones sexuales con el Amo. La Sumisa se comportará en todo momento con respeto y humildad. Debe comprender que su conducta influye directamente en la del Amo. Será responsable de cualquier fechoría, maldad y mala conducta que lleve a cabo cuando el Amo no esté presente.
El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la naturaleza del castigo.
—¿Así que lo de la obediencia sigue en pie?
—Oh, sí.
Sonríe.
Muevo la cabeza divertida y, sin darme cuenta, pongo los ojos en blanco.
—¿Me acabas de poner los ojos en blanco, Myriam? —dice.
Oh, mierda.
—Puede, depende de cómo te lo tomes.
—Como siempre —dice meneando la cabeza, con los ojos encendidos de emoción.
Trago saliva instintivamente y un escalofrío me recorre el cuerpo entero.
—Entonces…
Madre mía, ¿qué voy a hacer?
—¿Sí?
Se humedece el labio inferior.
—Quieres darme unos azotes.
—Sí. Y lo voy a hacer.
—¿Ah, sí, señor García? —lo desafío, devolviéndole la sonrisa.
Yo también sé jugar a esto.
—¿Me lo vas a impedir?
—Vas a tener que pillarme primero.
Me mira un poco asombrado, sonríe y se levanta despacio.
—¿Ah, sí, señorita Montemayor?
La barra del desayuno se interpone entre los dos. Nunca antes había agradecido tanto su existencia como en este momento.
—Además, te estás mordiendo el labio —añade, desplazándose despacio hacia su izquierda mientras yo me desplazo hacia la mía.
—No te atreverás —lo provoco—. A fin de cuentas, tú también pones los ojos en blanco —intento razonar con él.
Continúa desplazándose hacia su izquierda, igual que yo.
—Sí, pero con este jueguecito acabas de subir el nivel de excitación.
Le arden los ojos y emana de él una impaciencia descontrolada.
—Soy bastante rápida, que lo sepas.
Trato de fingir indiferencia.
—Y yo.
Me está persiguiendo en su propia cocina.
—¿Vas a venir sin rechistar? —pregunta.
—¿Lo hago alguna vez?
—¿Qué quieres decir, señorita Montemayor? —Sonríe—. Si tengo que ir a por ti, va a ser peor.
—Eso será si me coges, Víctor. Y ahora mismo no tengo intención de dejarme coger.
—Myriam, te puedes caer y hacerte daño. Y eso sería una infracción directa de la norma siete, ahora la seis.
—Desde que te conocí, señor García, estoy en peligro permanente, con normas o sin ellas.
—Así es.
Hace una pausa y frunce el ceño.
De pronto, se abalanza sobre mí y yo chillo y salgo corriendo hacia la mesa del comedor. Logro escapar e interponer la mesa entre los dos. El corazón me va a mil y la adrenalina me recorre el cuerpo entero. Uau, qué excitante. Vuelvo a ser una niña, aunque eso no esté bien. Lo observo con atención mientras se acerca decidido a mí. Me aparto un poco.
—Desde luego, sabes cómo distraer a un hombre, Myriam.
—Lo que sea por complacer, señor García. ¿De qué te distraigo?
—De la vida. Del universo —señala con un gesto vago.
—Parecías muy preocupado mientras tocabas.
Se detiene y se cruza de brazos, con expresión divertida.
—Podemos pasarnos así el día entero, nena, pero terminaré pillándote y, cuando lo haga, será peor para ti.
—No, ni hablar.
No debo confiarme demasiado, me repito a modo de mantra. Mi subconsciente se ha puesto las Nike y se ha colocado ya en los tacos de salida.
—Cualquiera diría que no quieres que te pille.
—No quiero. De eso se trata. Para mí lo del castigo es como para ti el que te toque.
Su actitud cambia por completo en un nanosegundo. Se acabó el Víctor juguetón; me mira fijamente como si acabara de darle un bofetón. Se ha puesto blanco.
—¿Eso es lo que sientes? —susurra.
Esas cinco palabras y la forma en que las pronuncia me dicen muchísimo. De él y de cómo se siente. De sus temores y sus aversiones. Frunzo el ceño. No, yo no me siento tan mal. Para nada. ¿O sí?
—No. No me afecta tanto; es para que te hagas una idea —murmuro, mirándolo angustiada.
—Ah —dice.
Mierda. Lo veo total y absolutamente perdido, como si hubiera tirado de la alfombra bajo sus pies.
Respiro hondo, rodeo la mesa, me planto delante de él y lo miro a los ojos, ahora inquietos.
—¿Tanto lo odias? —dice, aterrado.
—Bueno… no —lo tranquilizo. Dios… ¿eso es lo que siente cuando lo tocan?—. No. No lo tengo muy claro. No es que me guste, pero tampoco lo odio.
—Pero anoche, en el cuarto de juegos, parecía…
—Lo hago por ti, Víctor, porque tú lo necesitas. Yo no. Anoche no me hiciste daño. El contexto era muy distinto, y eso puedo racionalizarlo a nivel íntimo, porque confío en ti. Sin embargo, cuando quieres castigarme, me preocupa que me hagas daño.
Los ojos se le oscurecen, como presos de una terrible tormenta interior. Pasa un rato antes de que responda a media voz:
—Yo quiero hacerte daño, pero no quiero provocarte un dolor que no seas capaz de soportar.
¡Dios!
—¿Por qué?
Se pasa la mano por el pelo y se encoge de hombros.
—Porque lo necesito. —Hace una pausa y me mira angustiado; luego cierra los ojos y niega con la cabeza—. No te lo puedo decir —susurra.
—¿No puedes o no quieres?
—No quiero.
—Entonces sabes por qué.
—Sí.
—Pero no me lo quieres decir.
—Si te lo digo, saldrás corriendo de aquí y no querrás volver nunca más. —Me mira con cautela—. No puedo correr ese riesgo, Myriam.
—Quieres que me quede.
—Más de lo que puedas imaginar. No podría soportar perderte.
Oh, Dios.
Me mira y, de pronto, me estrecha en sus brazos y me besa apasionadamente. Me pilla completamente por sorpresa, y percibo en ese beso su pánico y su desesperación.
—No me dejes. Me dijiste en sueños que nunca me dejarías y me rogaste que nunca te dejara yo a ti —me susurra a los labios.
Vaya… mis confesiones nocturnas.
—No quiero irme.
Se me encoge el corazón, como si se volviera del revés.
Este hombre me necesita. Su temor es obvio y manifiesto, pero está perdido… en algún lugar en su oscuridad. Su mirada es la de un hombre asustado, triste y torturado. Yo puedo aliviarlo, acompañarlo momentáneamente en su oscuridad y llevarlo hacia la luz.
—Enséñamelo —le susurro.
—¿El qué?
—Enséñame cuánto puede doler.
—¿Qué?
—Castígame. Quiero saber lo malo que puede llegar a ser.
Víctor se aparta de mí, completamente confundido.
—¿Lo intentarías?
—Sí. Te dije que lo haría.
Pero mi motivo es otro. Si hago esto por él, quizá me deje tocarlo.
Me mira extrañado.
—Myri, me confundes.
—Yo también estoy confundida. Intento entender todo esto. Así sabremos los dos, de una vez por todas, si puedo seguir con esto o no. Si yo puedo, quizá tú…
Mis propias palabras me traicionan y él me mira espantado. Sabe que me refiero a lo de tocarlo. Por un instante, parece consternado, pero entonces asoma a su rostro una expresión resuelta, frunce los ojos y me mira especulativo, como sopesando las alternativas.
De repente me agarra con fuerza por el brazo, da media vuelta, me saca del salón y me lleva arriba, al cuarto de juegos. Placer y dolor, premio y castigo… sus palabras de hace ya tanto tiempo resuenan en mi cabeza.
—Te voy a enseñar lo malo que puede llegar a ser y así te decides. —Se detiene junto a la puerta—. ¿Estás preparada para esto?
Asiento, decidida, y me siento algo mareada y débil al tiempo que palidezco.
Abre la puerta y, sin soltarme el brazo, coge lo que parece un cinturón del colgador de al lado de la puerta, antes de llevarme al banco de cuero rojo del fondo de la habitación.
—Inclínate sobre el banco —me susurra.
Vale. Puedo con esto. Me inclino sobre el cuero suave y mullido. Me ha dejado quedarme con el albornoz puesto. En algún rincón silencioso de mi cerebro, estoy vagamente sorprendida de que no me lo haya hecho quitar. Maldita sea, esto me va a doler, lo sé.
—Estamos aquí porque tú has accedido, Myriam. Además, has huido de mí. Te voy a pegar seis veces y tú vas a contarlas conmigo.
¿Por qué no lo hace ya de una vez? Siempre tiene que montar el numerito cuando me castiga. Pongo los ojos en blanco, consciente de que no me ve.
Levanta el bajo del albornoz y, no sé bien por qué, eso me resulta más íntimo que ir desnuda. Me acaricia el trasero suavemente, pasando la mano caliente por ambas nalgas hasta el principio de los muslos.
—Hago esto para que recuerdes que no debes huir de mí, y, por excitante que sea, no quiero que vuelvas a hacerlo nunca más —susurra.
Soy consciente de la paradoja. Yo corría para evitar esto. Si me hubiera abierto los brazos, habría corrido hacia él, no habría huido de él.
—Además, me has puesto los ojos en blanco. Sabes lo que pienso de eso.
De pronto ha desaparecido ese temor nervioso y crispado de su voz. Él ha vuelto de dondequiera que estuviese. Lo noto en su tono, en la forma en que me apoya los dedos en la espalda, sujetándome, y la atmósfera de la habitación cambia por completo.
Cierro los ojos y me preparo para el golpe. Llega con fuerza, en todo el trasero, y la dentellada del cinturón es tan terrible como temía. Grito sin querer y tomo una bocanada enorme de aire.
—¡Cuenta, Myriam! —me ordena.
—¡Uno! —le grito, y suena como un improperio.
Me vuelve a pegar y el dolor me resuena pulsátil por toda la marca del cinturón. Santo Dios… esto duele.
—¡Dos! —chillo.
Me hace bien chillar.
Su respiración es agitada y entrecortada, la mía es casi inexistente; busco desesperadamente en mi psique alguna fuerza interna. El cinturón se me clava de nuevo en la carne.
—¡Tres!
Se me saltan las lágrimas. Dios, esto es peor de lo que pensaba, mucho peor que los azotes. No se está cortando nada.
—¡Cuatro! —grito cuando el cinturón se me vuelve a clavar en las nalgas. Las lágrimas ya me corren por la cara. No quiero llorar. Me enfurece estar llorando. Víctor me vuelve a pegar.
—¡Cinco! —Mi voz es un sollozo ahogado, estrangulado, y en este momento creo que lo odio. Uno más, puedo aguantar uno más. Siento que el trasero me arde.
—¡Seis! —susurro cuando vuelvo a sentir ese dolor espantoso, y lo oigo soltar el cinturón a mi espalda, y me estrecha en sus brazos, sin aliento, todo compasión… y yo no quiero saber nada de él—. Suéltame… no…
Intento zafarme de su abrazo, apartarme de él. Me revuelvo.
—¡No me toques! —le digo con furia contenida.
Me enderezo y lo miro fijamente, y él me observa espantado, aturdido, como si yo fuera a echar a correr. Me limpio rabiosa las lágrimas de los ojos con el dorso de las manos y le lanzo una mirada feroz.
—¿Esto es lo que te gusta de verdad? ¿Verme así?
Me restriego la nariz con la manga del albornoz.
Me observa desconcertado.
—Eres un maldito hijo de puta.
—Myri —me suplica, conmocionado.
—¡No hay «Myri» que valga! ¡Tienes que solucionar tus mierdas, García!
Dicho esto, doy media vuelta, salgo del cuarto de juegos y cierro la puerta despacio.
Agarrada al pomo, sin volverme, me recuesto un instante en la puerta. ¿Adónde voy? ¿Salgo corriendo? ¿Me quedo? Estoy furiosa, las lágrimas me corren por las mejillas y me las limpio con rabia. Solo quiero acurrucarme en algún sitio. Acurrucarme y recuperarme de algún modo. Sanar mi fe destrozada y hecha añicos. ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Pues claro que duele.
Tímidamente, me toco el trasero. ¡Aaah! Duele. ¿Adónde voy? A su cuarto, no. A mi cuarto, o el que será mi cuarto… no, es mío… era mío. Por eso quería que tuviera uno. Sabía que iba a querer distanciarme de él.
Me encamino con paso rígido en esa dirección, consciente de que puede que Víctor me siga. El dormitorio aún está a oscuras; el amanecer no es más que un susurro en el horizonte. Me meto torpemente en la cama, procurando no apoyarme en el trasero sensible y dolorido. Me dejo el albornoz puesto, envolviéndome con fuerza en él, me acurruco y entonces me dejo ir… sollozando con fuerza contra la almohada.
¿En qué estaba pensando? ¿Por qué he dejado que me hiciera eso? Quería entrar en el lado oscuro para saber lo malo que podía llegar a ser, pero es demasiado oscuro para mí. Yo no puedo con esto. Pero es lo que él quiere; esto es lo que le excita de verdad.
Esto sí que es despertar a la realidad, y de qué manera… Lo cierto es que él me lo ha advertido una y otra vez. Víctor no es normal. Tiene necesidades que yo no puedo satisfacer. Me doy cuenta ahora. No quiero que vuelva a pegarme así nunca más. Pienso en el par de veces en que me ha golpeado y en lo suave que ha sido conmigo en comparación. ¿Le bastará con eso? Lloro aún más fuerte contra la almohada. Lo voy a perder. No querrá estar conmigo si no puedo darle esto. ¿Por qué, por qué, por qué he tenido que enamorarme de Cincuenta Sombras? ¿Por qué? ¿Por qué no puedo amar a Carlos, o a Adrian Carvajal, o a alguien como yo?
Ay, lo alterado que estaba cuando me he ido. He sido muy cruel, la saña con que me ha pegado me ha dejado conmocionada… ¿me perdonará? ¿Lo perdonaré yo? Mi cabeza es un auténtico caos confuso; los pensamientos resuenan y retumban en su interior. Mi subconsciente menea la cabeza con tristeza y la diosa que llevo dentro ha desaparecido por completo. Qué día tan terrrible y aciago para mi alma. Me siento tan sola. Necesito a mi madre. Recuerdo sus palabras de despedida en el aeropuerto: «Haz caso a tu corazón, cariño, y, por favor, procura no darle demasiadas vueltas a las cosas. Relájate y disfruta. Eres muy joven, cielo. Aún te queda mucha vida por delante, vívela. Te mereces lo mejor».
He hecho caso a mi corazón y ahora tengo el culo dolorido y el ánimo destrozado. Tengo que irme. Eso es… tengo que irme. Él no me conviene y yo no le convengo a él. ¿Cómo vamos a conseguir que esto funcione? La idea de no volver a verlo casi me ahoga… mi Cincuenta Sombras.
Oigo abrirse la puerta. Oh, no… ya está aquí. Deja algo en la mesita y el colchón se hunde bajo su peso al meterse en la cama a mi espalda.
—Tranquila —me dice, y yo quiero apartarme de él, irme a la otra punta de la cama, pero estoy paralizada. No puedo moverme y me quedo quieta, rígida, sin ceder en absoluto—. No me rechaces, Myri, por favor —me susurra.
Me abraza con ternura y, hundiendo la nariz en mi pelo, me besa el cuello.
—No me odies —me susurra, inmensamente triste.
Se me encoge el corazón otra vez y sucumbo a una nueva oleada de sollozos silenciosos. Él sigue besándome suavemente, con ternura, pero yo me mantengo distante y recelosa.
Pasamos una eternidad así tumbados, sin decir nada ni el uno ni el otro. Él se limita a abrazarme y yo, poco a poco, me relajo y dejo de llorar. Amanece y la luz suave del alba se hace más intensa a medida que avanza el día, y nosotros seguimos tumbados, en silencio.
—Te he traído ibuprofeno y una pomada de árnica —dice al cabo de un buen rato.
Me vuelvo muy despacio en sus brazos para poder mirarlo. Tengo la cabeza apoyada en su brazo. Su mirada es dura y cautelosa.
Contemplo su hermoso rostro. No dice nada, pero me mira fijamente, sin pestañear apenas. Ay, es tan arrebatadoramente guapo. En tan poco tiempo, he llegado a quererlo tanto. Alargo el brazo, le acaricio la mejilla y paseo la yema de los dedos por su barba de pocos días. Él cierra los ojos y suspira.
—Lo siento —le susurro.
Él abre los ojos y me mira atónito.
—¿El qué?
—Lo que he dicho.
—No me has dicho nada que no supiera ya. —Y el alivio suaviza su mirada—. Siento haberte hecho daño.
Me encojo de hombros.
—Te lo he pedido yo. —Y ahora lo sé. Trago saliva. Ahí va… Tengo que soltar mi parte—. No creo que pueda ser todo lo que quieres que sea —susurro.
Abre mucho los ojos, parpadea y vuelve a su rostro esa expresión de miedo.
—Ya eres todo lo que quiero que seas.
¿Qué?
—No lo entiendo. No soy obediente, y puedes estar seguro de que jamás volveré a dejarte hacerme eso. Y eso es lo que necesitas; me lo has dicho tú.
Cierra otra vez los ojos y veo que una miríada de emociones le cruza el rostro. Cuando los vuelve a abrir, su expresión es triste. Oh, no…
—Tienes razón. Debería dejarte ir. No te convengo.
Se me eriza el vello y todos los folículos pilosos de mi cuerpo entran en estado de alerta; el mundo se derrumba bajo mis pies y deja ante mí un inmenso abismo al que precipitarme. Oh, no…
—No quiero irme —susurro.
Mierda… eso es. Dejarlo seguir.
Se me vuelven a llenar los ojos de lágrimas.
—Yo tampoco quiero que te vayas —me dice con voz áspera. Alarga la mano y me limpia una lágrima de la mejilla con el pulgar—. Desde que te conozco, me siento más vivo.
Recorre con el pulgar el contorno de mi labio inferior.
—Yo también —digo—. Me he enamorado de ti, Víctor.
De nuevo abre mucho los ojos, pero esta vez es de puro e indecible miedo.
—No —susurra como si lo hubiera dejado de un golpe sin aliento.
Oh, no…
—No puedes quererme, Myri. No… es un error —dice horrorizado.
—¿Un error? ¿Qué error?
—Mírate. No puedo hacerte feliz.
Parece angustiado.
—Pero tú me haces feliz —contesto frunciendo el ceño.
—En este momento, no. No cuando haces lo que yo quiero que hagas.
Oh, Dios… Esto se acaba. A esto se reduce todo: incompatibilidad… y de pronto todas esas pobres sumisas me vienen a la cabeza.
—Nunca conseguiremos superar esto, ¿verdad? —le susurro, estremecida de miedo.
Menea la cabeza con tristeza. Cierro los ojos. No soporto mirarlo.
—Bueno, entonces más vale que me vaya —murmuro, haciendo una mueca de dolor al incorporarme.
—No, no te vayas —me pide aterrado.
—No tiene sentido que me quede.
De pronto me siento cansadísima, y quiero irme ya. Salgo de la cama y Víctor me sigue.
—Voy a vestirme. Quisiera un poco de intimidad —digo con voz apagada y hueca mientras me marcho y lo dejo solo en el dormitorio.
Al bajar, echo un vistazo al salón y pienso que hace solo unas horas descansaba la cabeza en su hombro mientras tocaba el piano. Han pasado muchas cosas desde entonces. He tenido los ojos bien abiertos y he podido vislumbrar la magnitud de su depravación, y ahora sé que no es capaz de amar, no es capaz de dar ni recibir amor. El mayor de mis temores se ha hecho realidad. Y, por extraño que parezca, lo encuentro liberador.
El dolor es tan intenso que me niego a reconocerlo. Me siento entumecida. De algún modo he escapado de mi cuerpo y soy de pronto una observadora accidental de la tragedia que se está desencadenando. Me ducho rápida y metódicamente, pensando solo en el instante que viene a continuación. Ahora aprieta el frasco de gel. Vuelve a dejar el frasco de gel en el estante. Frótate la cara, los hombros… y así sucesivamente, todo acciones mecánicas simples que requieren pensamientos mecánicos simples.
Termino de ducharme y, como no me he lavado el pelo, me seco enseguida. Me visto en el baño, y saco los vaqueros y la camiseta de mi maleta pequeña. Los vaqueros me rozan el trasero, pero, la verdad, es un dolor que agradezco, porque me distrae de lo que le está pasando a mi corazón astillado y roto en mil pedazos.
Me agacho para cerrar la maleta y veo la bolsa con el regalo para Víctor: una maqueta del planeador Blanik L23, para que la construya él. Me voy a echar a llorar otra vez. Ay, no… eran tiempos más felices, cuando aún cabía la esperanza de tener algo más. Saco el regalo de la maleta, consciente de que tengo que dárselo. Arranco una hoja de mi cuaderno, le escribo una nota rápida y se la dejo encima de la caja:
Esto me recordó un tiempo feliz.
Gracias.
Myri
Me miro en el espejo. Veo un fantasma pálido y angustiado. Me recojo el pelo en un moño sin hacer caso de lo hinchados que tengo los ojos de tanto llorar. Mi subconsciente asiente con la cabeza en señal de aprobación. Hasta ella sabe que no es el momento de ponerse criticona. Me cuesta creer que mi mundo se esté derrumbando a mi alrededor, convertido en un montón de cenizas estériles, y que todas mis esperanzas hayan fracasado cruelmente. No, no, no lo pienses. Ahora no, aún no. Inspiro hondo, cojo la maleta y, después de dejar la maqueta del planeador con mi nota encima de su almohada, me dirijo al salón.
Víctor está hablando por teléfono. Viste vaqueros negros y una camiseta. Va descalzo.
—¿Que ha dicho qué? —grita, sobresaltándome—. Pues nos podía haber dicho la puta verdad. Dame su número de teléfono; necesito llamarlo… Welch, esto es una cagada monumental. —Alza la vista y no aparta su mirada obscura y pensativa de mí—. Encontradla —espeta, y cuelga.
Me acerco al sofá y cojo mi mochila, esforzándome por ignorarlo. Saco el Mac, vuelvo a la cocina y lo dejo con cuidado encima de la barra de desayuno, junto con la BlackBerry y las llaves del coche. Cuando me vuelvo me mira fijamente, con expresión atónita y horrorizada.
—Necesito el dinero que le dieron a Taylor por el Escarabajo —digo con voz clara y serena, desprovista de emoción… extraordinaria.
—Myri, yo no quiero esas cosas, son tuyas —dice en tono de incredulidad—. Llévatelas.
—No, Víctor. Las acepté a regañadientes, y ya no las quiero.
—Myri, sé razonable —me reprende, incluso ahora.
—No quiero nada que me recuerde a ti. Solo necesito el dinero que le dieron a Taylor por mi coche —repito con voz monótona.
Se me queda mirando.
—¿Intentas hacerme daño de verdad?
—No. —Lo miro ceñuda. Claro que no.…Yo te quiero—. No. Solo intento protegerme —susurro.
Porque tú no me quieres como te quiero yo.
—Myri, quédate esas cosas, por favor.
—Víctor, no quiero discutir. Solo necesito el dinero.
Entorna los ojos, pero ya no me intimida. Bueno, solo un poco. Lo miro impasible, sin pestañear ni acobardarme.
—¿Te vale un cheque? —dice mordaz.
—Sí. Creo que podré fiarme.
Víctor no sonríe, se limita a dar media vuelta y meterse en su estudio. Echo un último vistazo detenido al piso, a los cuadros de las paredes, todos abstractos, serenos, modernos… fríos incluso. Muy propio, pienso distraída. Mis ojos se dirigen hacia el piano. Mierda… si hubiera cerrado la boca, habríamos hecho el amor encima del piano. No, habríamos follado encima del piano. Bueno, yo habría hecho el amor. La idea se impone con tristeza en mi pensamiento y en lo que queda de mi corazón. Él nunca me ha hecho el amor, ¿no? Para él siempre ha sido follar.
Vuelve y me entrega un sobre.
—Taylor consiguió un buen precio. Es un clásico. Se lo puedes preguntar a él. Te llevará a casa.
Señala con la cabeza por encima de mi hombro. Me vuelvo y veo a Taylor en el umbral de la puerta, trajeado e impecable como siempre.
—No hace falta. Puedo irme sola a casa, gracias.
Me vuelvo para mirar a Víctor y veo en sus ojos la furia apenas contenida.
—¿Me vas a desafiar en todo?
—¿Por qué voy a cambiar mi manera de ser?
Me encojo levemente de hombros, como disculpándome.
Él cierra los ojos, frustrado, y se pasa la mano por el pelo.
—Por favor, Myri, deja que Taylor te lleve a casa.
—Iré a buscar el coche, señorita Montemayor —anuncia Taylor en tono autoritario.
Víctor le hace un gesto con la cabeza, y cuando me giro hacia él, ya ha desaparecido.
Me vuelvo a mirar a Víctor. Estamos a menos de metro y medio de distancia. Avanza e, instintivamente, yo retrocedo. Se detiene y la angustia de su expresión es palpable; los ojos le arden.
—No quiero que te vayas —murmura con voz anhelante.
—No puedo quedarme. Sé lo que quiero y tú no puedes dármelo, y yo tampoco puedo darte lo que tú quieres.
Da otro paso hacia delante y yo levanto las manos.
—No, por favor. —Me aparto de él. No pienso permitirle que me toque ahora, eso me mataría—. No puedo seguir con esto.
Cojo la maleta y la mochila y me dirijo al vestíbulo. Me sigue, manteniendo una distancia prudencial. Pulsa el botón de llamada del ascensor y se abre la puerta. Entro.
—Adiós, Víctor —murmuro.
—Adiós, Myri —dice a media voz, y su aspecto es el de un hombre completamente destrozado, un hombre inmensamente dolido, algo que refleja cómo me siento por dentro.
Aparto la mirada de él antes de que pueda cambiar de opinión e intente consolarlo.
Se cierran las puertas del ascensor, que me lleva hasta las entrañas del sótano y de mi propio infierno personal.
Taylor me sostiene la puerta y entro en la parte de atrás del coche. Evito el contacto visual. El bochorno y la vergüenza se apoderan de mí. Soy un fracaso total. Confiaba en arrastrar a mi Cincuenta Sombras a la luz, pero la tarea ha resultado estar más allá de mis escasas habilidades. Intento con todas mis fuerzas mantener a raya mis emociones. Mientras salimos a Fourth Avenue, miro sin ver por la ventanilla, y la enormidad de lo que acabo de hacer se abate poco a poco sobre mí. Mierda… lo he dejado. Al único hombre al que he amado en mi vida. El único hombre con el que me he acostado. Un dolor desgarrador me parte en dos, gimo y revientan las compuertas. Las lágrimas empiezan a rodar inoportuna e involuntariamente por mis mejillas; me las seco precipitadamente con los dedos, mientras hurgo en el bolso en busca de las gafas de sol. Cuando nos detenemos en un semáforo, Taylor me tiende un pañuelo de tela. No dice nada, ni me mira, y yo lo acepto agradecida.
—Gracias —musito, y ese pequeño acto de bondad es mi perdición.
Me recuesto en el lujoso asiento de cuero y lloro.
El apartamento está tristemente vacío y resulta poco acogedor. No he vivido en él lo suficiente para sentirme en casa. Voy directa a mi cuarto y allí, colgando flácidamente del extremo de la cama, está el triste y desinflado globo con forma de helicóptero: Charlie Tango, con el mismo aspecto, por dentro y por fuera, que yo. Lo arranco furiosa de la barra de la cama, tirando del cordel, y me abrazo a él. Ay… ¿qué he hecho?
Me dejo caer sobre la cama, con zapatos y todo, y lloro desconsoladamente. El dolor es indescriptible… físico y mental… metafísico… lo siento por todo mi ser y me cala hasta la médula. Sufrimiento. Esto es sufrimiento. Y me lo he provocado yo misma. Desde lo más profundo me llega un pensamiento desagradable e inesperado de la diosa que llevo dentro, que tuerce la boca con gesto despectivo: el dolor físico de las dentelladas del cinturón no es nada, nada, comparado con esta devastación. Me acurruco, abrazándome con desesperación al globo casi desinflado y al pañuelo de Taylor, y me abandono al sufrimiento.
FIN......FIN?
Ale- STAFF
- Cantidad de envíos : 158
Fecha de inscripción : 05/03/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Gracias por la novelita estuvo genial, y espero que quieras postear 50 sombras más oscuras
jai33sire- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1207
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Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Gracias por la novela Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
gracias por la novelita neta leerla con los nombre de M y V es genial
espero que suban el segundo
saludos
gracias nuevamente a las dos
rodmina- VBB PLATA
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Fecha de inscripción : 28/05/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
GRACIAS POR EL FINAL DE LA NOVELA
dany- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Esperamos la continuación con ansias, muy buena novela!!.
Felicidades, gracias por compartirla.
Saludos
Felicidades, gracias por compartirla.
Saludos
charlotito- Nuevo Usuario
- Cantidad de envíos : 2
Fecha de inscripción : 23/06/2009
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
mil gracias por la super novelita niña me encanto de principio a fin espero la continuacion esto no puede terminar asi
Dianitha- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1477
Localización : chihuahua
Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
WORALE EXCELENTE NOVELA UMM EN ESPERA DE LA 2DA PARTE MUCHAS GRAXIAS X COMPARTIRLA
mariateressina- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 897
Localización : Campeche, Camp.
Fecha de inscripción : 28/11/2009
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