CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
gracias por el capitulo
Dianitha- VBB PLATINO
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CAPITULO 20 .::50 Sombras::.
HOLA CHICAS LES DEJO ESTE CAPITULO DE FIN DE SEMANA.....BUENO APROVECHANDO BERE Y SU SERVIDORA QUEREMOS SABER SI QUIEREN QUE CONTINUEMOS CON LA PARTE 2 DE ESTE LIBRO QUEREMOS SABER QUE PIENSAN....SALUDOSSSSSS
Víctor cruza como un ciclón la puerta de madera de la casita del embarcadero y se detiene a pulsar unos interruptores. Los fluorescentes hacen un clic y zumban secuencialmente, y una luz blanca y cruda inunda el inmenso edificio de madera. Desde mi posición cabeza abajo, veo una impresionante lancha motora en el muelle, flotando suavemente sobre el agua oscura, pero apenas me da tiempo a fijarme antes de que me lleve por unas escaleras de madera hasta un cuarto en el piso de arriba.
Se detiene en el umbral, pulsa otro interruptor —halógenos esta vez, más suaves, con regulador de intensidad—, y estamos en una buhardilla de techos inclinados. Está decorada en el estilo náutico de Nueva Inglaterra: azul marino y tonos crema, con pinceladas de rojo. El mobiliario es escaso; solo veo un par de sofás.
Víctor me pone de pie sobre el suelo de madera. No me da tiempo a examinar mi entorno: no puedo dejar de mirarlo a él. Me tiene hipnotizada. Lo observo como uno observaría a un depredador raro y peligroso, a la espera de que ataque. Respira con dificultad, aunque, claro, me ha llevado a cuestas por todo el césped y ha subido un tramo de escaleras. En sus ojos profundos arde la rabia, el deseo y una lujuria pura, sin adulterar.
Madre mía. Podría arder por combustión espontánea solo con su mirada.
—No me pegues, por favor —le susurro suplicante.
Frunce el ceño y abre mucho los ojos. Parpadea un par de veces.
—No quiero que me azotes, aquí no, ahora no. Por favor, no lo hagas.
Lo dejo boquiabierto y, echándole valor, alargo la mano tímidamente y le acaricio la mejilla, siguiendo el borde de la patilla hasta la barba de tres días del mentón. Es una mezcla curiosa entre suave e hirsuta. Cerrando despacio los ojos, apoya la cara en mi mano y se le entrecorta la respiración. Levanto la otra mano y le acaricio el pelo. Me encanta su pelo. Su leve gemido apenas es audible y, cuando abre los ojos, me mira receloso, como si no entendiera lo que estoy haciendo.
Me acerco más y, pegada a él, tiro con suavidad de su pelo, acerco su boca a la mía y lo beso, introduciendo la lengua entre sus labios hasta entrar en su boca. Gruñe, y me abraza, me aprieta contra su cuerpo. Me hunde las manos en el pelo y me devuelve el beso, fuerte y posesivo. Su lengua y la mía se enredan, se consumen la una a la otra. Sabe de maravilla.
De pronto se aparta. Los dos respiramos con dificultad y nuestros jadeos se suman. Bajo las manos a sus brazos y él me mira furioso.
—¿Qué me estás haciendo? —susurra confundido.
—Besarte.
—Me has dicho que no.
—¿Qué? ¿No a qué?
—En el comedor, cuando has juntado las piernas.
Ah… así que es eso.
—Estábamos cenando con tus padres.
Lo miro fijamente, atónita.
—Nadie me ha dicho nunca que no. Y eso… me excita.
Abre mucho los ojos de asombro y lujuria. Una mezcla embriagadora. Trago saliva instintivamente. Me baja la mano al trasero. Me atrae con fuerza hacia sí, contra su erección.
Madre mía.
—¿Estás furioso y excitado porque te he dicho que no? —digo alucinada.
—Estoy furioso porque no me habías contado lo de Georgia. Estoy furioso porque saliste de copas con ese tío que intentó seducirte cuando estabas borracha y te dejó con un completo desconocido cuando te pusiste enferma. ¿Qué clase de amigo es ese? Y estoy furioso y excitado porque has juntado las piernas cuando he querido tocarte.
Le brillan los ojos peligrosamente mientras me sube despacio el bajo del vestido.
—Te deseo, y te deseo ahora. Y si no me vas a dejar que te azote, aunque te lo mereces, te voy a follar en el sofá ahora mismo, rápido, para darme placer a mí, no a ti.
El vestido apenas me tapa ya el trasero desnudo. De pronto, me coge el sexo con la mano y me mete un dedo muy despacio. Con la otra mano, me sujeta firmemente por la cintura. Contengo un gemido.
—Esto es mío —me susurra con rotundidad—. Todo mío. ¿Entendido?
Introduce y saca el dedo mientras me mira, evaluando mi reacción, con los ojos encendidos.
—Sí, tuyo —digo, mientras el deseo, ardiente y pesado, recorre mi torrente sanguíneo, trastocándolo todo: mis terminaciones nerviosas, mi respiración, mi corazón, que palpita como si quisiera salírseme del pecho, y la sangre, que me zumba en los oídos.
De pronto se mueve haciendo varias cosas a la vez: saca los dedos dejándome a medias, se baja la cremallera del pantalón, me empuja al sofá y se tumba encima de mí.
—Las manos sobre la cabeza —me ordena apretando los dientes, mientras se arrodilla, me separa más las piernas e introduce la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.
Saca un condón, me mira con deseo, se quita la americana a tirones y la deja caer al suelo. Se pone el condón en la imponente erección.
Me llevo las manos a la cabeza y sé que lo hace para que no lo toque. Estoy excitadísima. Noto que mis caderas lo buscan ya; quiero que esté dentro de mí, así, duro y fuerte. Oh, solo de pensarlo…
—No tenemos mucho tiempo. Esto va a ser rápido, y es para mí, no para ti. ¿Entendido? Como te corras, te doy unos azotes —dice apretando los dientes.
Madre mía… ¿y cómo paro?
De un solo empujón, me penetra hasta el fondo. Gruño alto, un sonido gutural, y saboreo la plenitud de su posesión. Pone las manos encima de las mías, sobre mi cabeza; con los codos me mantiene sujetos los brazos, y con las piernas me inmoviliza por completo. Estoy atrapada. Lo tengo por todas partes, envolviéndome, casi asfixiándome. Pero también es una delicia: este es mi poder, esto es lo que le puedo hacer, y me produce una sensación hedonista, triunfante. Se mueve rápido, con furia, dentro de mí; siento su respiración acelerada en el oído y mi cuerpo entero responde, fundiéndose alrededor de su miembro. No me tengo que correr. No. Pero recibo cada uno de sus embates, en perfecto contrapunto. Bruscamente y de repente, con una embestida final, para y se corre, soltando el aire entre los dientes. Se relaja un instante, de forma que siento el peso delicioso de todo su cuerpo sobre mí. No estoy dispuesta a dejarlo marchar; mi cuerpo busca alivio, pero él pesa demasiado y en ese momento no puedo empujar mis caderas contra él. De repente se retira, dejándome dolorida y queriendo más. Me mira furioso.
—No te masturbes. Quiero que te sientas frustrada. Así es como me siento yo cuando no me cuentas las cosas, cuando me niegas lo que es mío.
Se le encienden de nuevo los ojos, enfadado otra vez.
Asiento con la cabeza, jadeando. Se levanta, se quita el condón, le hace un nudo en el extremo y se lo guarda en el bolsillo de los pantalones. Lo miro, con la respiración aún alterada, e involuntariamente aprieto las piernas, tratando de encontrar algo de alivio. Víctor se sube la bragueta, se peina un poco con la mano y se agacha para coger su americana. Luego se vuelve a mirarme, con una expresión más tierna.
—Más vale que volvamos a la casa.
Me incorporo, algo inestable, aturdida.
—Toma, ponte esto.
Del bolsillo interior de la americana saca mis bragas. Las cojo sin sonreír; en el fondo sé que me he llevado un polvo de castigo, pero he conseguido una pequeña victoria en el asunto de las bragas. La diosa que llevo dentro asiente, de acuerdo conmigo, y en su rostro se dibuja una sonrisa de satisfacción. No has tenido que pedírselas.
—¡Víctor! —grita Lily desde el piso de abajo.
Víctor se vuelve y me mira con una ceja arqueada.
—Justo a tiempo. Dios, qué pesadita es cuando quiere.
Lo miro ceñuda, devuelvo deprisa las braguitas a su legítimo lugar y me levanto con toda la dignidad de la que soy capaz en mi estado. A toda prisa, intento arreglarme el pelo revuelto.
—Estamos aquí arriba, Lily —le grita él—. Bueno, señorita Montemayor, ya me siento mejor, pero sigo queriendo darle unos azotes —me dice en voz baja.
—No creo que lo merezca, señor García, sobre todo después de tolerar su injustificado ataque.
—¿Injustificado? Me has besado.
Se esfuerza por parecer ofendido.
Frunzo los labios.
—Ha sido un ataque en defensa propia.
—Defensa ¿de qué?
—De ti y de ese cosquilleo en la palma de tu mano.
Ladea la cabeza y me sonríe mientras Lily sube ruidosamente las escaleras.
—Pero ¿ha sido tolerable? —me pregunta en voz baja.
Me ruborizo.
—Apenas —susurro, pero no puedo contener la sonrisa de satisfacción.
—Ah, aquí estáis —dice Lily sonriéndonos.
—Le estaba enseñando a Myriam todo esto.
Víctor me tiende la mano; su mirada es intensa.
Acepto su mano y él aprieta suavemente la mía.
—Mane y Raúl están a punto de marcharse. ¿Habéis visto a esos dos? No paran de sobarse. —Lily se finge asqueada, mira a Víctor y luego a mí—. ¿Qué habéis estado haciendo aquí?
Vaya, qué directa. Me pongo como un tomate.
—Le estaba enseñando a Myriam mis trofeos de remo —contesta Víctor sin pensárselo un segundo, con cara de póquer total—. Vamos a despedirnos de Mane y Raúl.
¿Trofeos de remo? Tira suavemente de mí hasta situarme delante de él y, cuando Lily se vuelve para salir, me da un azote en el trasero. Ahogo un grito, sorprendida.
—Lo volveré a hacer, Myriam, y pronto —me amenaza al oído.
Luego me abraza, con mi espalda pegada a su pecho, y me besa el pelo.
De vuelta en la casa, Mane y Raúl se están despidiendo de Johana y el señor García. Mane me da un fuerte abrazo.
—Tengo que hablar contigo de lo antipática que eres con Víctor —le susurro furiosa al oído, y ella me abraza otra vez.
—Le viene bien un poco de hostilidad; así se ve cómo es en realidad. Ten cuidado, Myri… es demasiado controlador —me susurra—. Te veo luego.
YO SÉ CÓMO ES EN REALIDAD, ¡TÚ NO!, le grito mentalmente. Soy consciente de que lo hace con buena intención, pero a veces se pasa de la raya, y esta vez se ha pasado mucho. La miro ceñuda y ella me saca la lengua, haciéndome sonreír sin querer. La Mane traviesa es una novedad; será influencia de Raúl. Los despedimos desde la puerta, y Víctor se vuelve hacia mí.
—Nosotros también deberíamos irnos… Tienes las entrevistas mañana.
Lily me abraza cariñosamente cuando nos despedimos.
—¡Pensábamos que nunca encontraría una chica! —comenta con entusiasmo.
Yo me sonrojo y Víctor vuelve a poner los ojos en blanco. Frunzo los labios. ¿Por qué él sí puede y yo no? Quiero ponerle los ojos en blanco yo también, pero no me atrevo, y menos después de la amenaza en la casita del embarcadero.
—Cuídate, Myri, querida —me dice amablemente Johana.
Víctor, avergonzado o frustrado por la efusiva atención que recibo del resto de los García, me coge de la mano y me acerca a su lado.
—No me la espantéis ni me la miméis demasiado —protesta.
—Víctor, déjate de bromas —lo reprende Johana con indulgencia y una mirada llena de amor por él.
No sé por qué, pero me parece que no bromea. Observo subrepticiamente su interacción. Es obvio que Johana lo adora, que siente por él el amor incondicional de una madre. Él se inclina y la besa con cierta rigidez.
—Mamá —dice, y percibo un matiz extraño en su voz… ¿veneración, quizá?
—Señor García… adiós y gracias por todo.
Le tiendo la mano, pero ¡también me abraza!
—Por favor, llámame Carrick. Confío en que volvamos a verte muy pronto, Myri.
Terminada la despedida, Víctor me lleva hasta el coche, donde nos espera Taylor. ¿Habrá estado esperando ahí todo el tiempo? Taylor me abre la puerta y entro en la parte trasera del Audi.
Noto que los hombros se me relajan un poco. Dios, qué día. Estoy agotada, física y emocionalmente. Tras una breve conversación con Taylor, Víctor se sube al coche a mi lado. Se vuelve para mirarme.
—Bueno, parece que también le has caído bien a mi familia —murmura.
¿También? La deprimente idea de por qué me ha invitado me vuelve de forma espontánea e inoportuna a la cabeza. Taylor arranca el coche y se aleja del círculo de luz del camino de entrada para adentrarse en la oscuridad de la carretera. Me giro hacia Víctor y lo encuentro mirándome fijamente.
—¿Qué? —pregunta en voz baja.
Titubeo un instante. No… Se lo voy a decir. Siempre se queja de que no le cuento las cosas.
—Me parece que te has visto obligado a traerme a conocer a tus padres —le susurro con voz trémula—. Si Raúl no se lo hubiera propuesto a Mane, tú jamás me lo habrías pedido a mí.
No le veo la cara en la oscuridad, pero ladea la cabeza, sobresaltado.
—Myriam, me encanta que hayas conocido a mis padres. ¿Por qué eres tan insegura? No deja de asombrarme. Eres una mujer joven, fuerte, independiente, pero tienes muy mala opinión de ti misma. Si no hubiera querido que los conocieras, no estarías aquí. ¿Así es como te has sentido todo el rato que has estado allí?
¡Vaya! Quería que fuera, y eso es toda una revelación. No parece incomodarlo responderme, como sucedería si me ocultara la verdad. Parece complacido de verdad de que haya ido. Una sensación de bienestar se propaga lentamente por mis venas. Mueve la cabeza y me coge la mano. Yo miro nerviosa a Taylor.
—No te preocupes por Taylor. Contéstame.
Me encojo de hombros.
—Pues sí. Pensaba eso. Y otra cosa, yo solo he comentado lo de Georgia porque Mane estaba hablando de Barbados. Aún no me he decidido.
—¿Quieres ir a ver a tu madre?
—Sí.
Me mira con una expresión extraña, como si librara una especie de lucha interior.
—¿Puedo ir contigo? —pregunta al fin.
¿Qué?
—Eh… no creo que sea buena idea.
—¿Por qué no?
—Confiaba en poder alejarme un poco de toda esta… intensidad para poder reflexionar.
Se me queda mirando.
—¿Soy demasiado intenso?
Me echo a reír.
—¡Eso es quedarse corto!
A la luz de las farolas que vamos pasando, veo que tuerce la boca.
—¿Se está riendo de mí, señorita Montemayor?
—No me atrevería, señor García —le respondo con fingida seriedad.
—Me parece que sí y creo que sí te ríes de mí, a menudo.
—Es que eres muy divertido.
—¿Divertido?
—Oh, sí.
—¿Divertido por peculiar o por gracioso?
—Uf… mucho de una cosa y algo de la otra.
—¿Qué parte de cada una?
—Te dejo que lo adivines tú.
—No estoy seguro de poder averiguar nada contigo, Myriam —dice socarrón, y luego prosigue en voz baja—: ¿Sobre qué tienes que reflexionar en Georgia?
—Sobre lo nuestro —susurro.
Me mira fijamente, impasible.
—Dijiste que lo intentarías —murmura.
—Lo sé.
—¿Tienes dudas?
—Puede.
Se revuelve en el asiento, como si estuviera incómodo.
—¿Por qué?
Madre mía. ¿Cómo se ha vuelto tan seria esta conversación de repente? Se me ha echado encima como un examen para el que no estoy preparada. ¿Qué le digo? Porque creo que te quiero y tú solo me ves como un juguete. Porque no puedo tocarte, porque me aterra demostrarte algo de afecto por si te enfadas, me riñes o, peor aún, me pegas… ¿Qué le digo?
Miro un instante por la ventanilla. El coche vuelve a cruzar el puente. Los dos estamos envueltos en una oscuridad que enmascara nuestros pensamientos y nuestros sentimientos, pero para eso no nos hace falta que sea de noche.
—¿Por qué, Myriam? —me insiste.
Me encojo de hombros, atrapada. No quiero perderlo. A pesar de sus exigencias, de su necesidad de control, de sus aterradores vicios. Nunca me había sentido tan viva como ahora. Me emociona estar sentada a su lado. Es tan imprevisible, sexy, listo, divertido… Pero sus cambios de humor… ah, y además quiere hacerme daño. Dice que tendrá en cuenta mis reservas, pero sigue dándome miedo. Cierro los ojos. ¿Qué le digo? En el fondo, querría más, más afecto, más del Víctor travieso, más… amor.
Me aprieta la mano.
—Háblame, Myriam. No quiero perderte. Esta última semana…
Estamos llegando al final del puente y la carretera vuelve a estar bañada en la luz de neón de las farolas, de forma que su rostro se ve intermitentemente en sombras e iluminado. Y la metáfora resulta tan acertada. Este hombre, al que una vez creí un héroe romántico, un caballero de resplandeciente armadura, o el caballero oscuro, como dijo él mismo, no es un héroe, sino un hombre con graves problemas emocionales, y me está arrastrando a su lado oscuro. ¿No podría yo llevarlo hasta la luz?
—Sigo queriendo más —le susurro.
—Lo sé —dice—. Lo intentaré.
Lo miro extrañada y él me suelta la mano y me coge la barbilla, soltándome el labio que me estaba mordiendo.
—Por ti, Myriam, lo intentaré.
Irradia sinceridad.
Y no hace falta que me diga más. Me desabrocho el cinturón de seguridad, me acerco a él y me subo a su regazo, cogiéndolo completamente por sorpresa. Enrosco los brazos alrededor de su cuello y lo beso con intensidad, con vehemencia y en un nanosegundo él me responde.
—Quédate conmigo esta noche —me dice—. Si te vas, no te veré en toda la semana. Por favor.
—Sí —accedo—. Yo también lo intentaré. Firmaré el contrato.
Lo decido sin pensar.
Me mira fijamente.
—Firma después de Georgia. Piénsatelo. Piénsatelo mucho, nena.
—Lo haré.
Y seguimos así sentados dos o tres kilómetros.
—Deberías ponerte el cinturón de seguridad —susurra reprobadoramente con la boca hundida en mi cabello, pero no hace ningún ademán de retirarme de su regazo.
Me acurruco contra su cuerpo, con los ojos cerrados, con la nariz en su cuello, embebiéndome de esa fragancia sexy a gel de baño almizclado y a Víctor, apoyando la cabeza en su hombro. Dejo volar mi imaginación y fantaseo con que me quiere. Ah… y parece tan real, casi tangible, que una parte pequeñísima de mi desagradable subconsciente se comporta de forma completamente inusual y se atreve a albergar esperanzas. Procuro no tocarle el pecho, pero me refugio en sus brazos mientras me abraza con fuerza.
Y demasiado pronto, me veo arrancada de mi quimera.
—Ya estamos en casa —murmura Víctor, y la frase resulta tentadora, cargada de potencial.
En casa, con Víctor. Salvo que su casa es una galería de arte, no un hogar.
Taylor nos abre la puerta y yo le doy las gracias tímidamente, consciente de que ha podido oír nuestra conversación, pero su amable sonrisa tranquiliza sin revelar nada. Una vez fuera del coche, Víctor me escudriña. Oh, no, ¿qué he hecho ahora?
—¿Por qué no llevas chaqueta?
Se quita la suya, ceñudo, y me la echa por los hombros.
Siento un gran alivio.
—La tengo en mi coche nuevo —contesto adormilada y bostezando.
Me sonríe maliciosamente.
—¿Cansada, señorita Montemayor?
—Sí, señor García. —Me siento turbada ante su provocador escrutinio. Aun así, creo que debo darle una explicación—. Hoy me han convencido de que hiciera cosas que jamás había creído posibles.
—Bueno, si tienes muy mala suerte, a lo mejor consigo convencerte de hacer alguna cosa más —promete mientras me coge de la mano y me lleva dentro del edificio.
Madre mía… ¿Otra vez?
En el ascensor, lo miro. Había dado por supuesto que quería que durmiera con él y ahora recuerdo que él no duerme con nadie, aunque lo haya hecho conmigo unas cuantas veces. Frunzo el ceño y, de pronto, su mirada se oscurece. Levanta la mano y me coge la barbilla, soltándome el labio que me mordía.
—Algún día te follaré en este ascensor, Myriam, pero ahora estás cansada, así que creo que nos conformaremos con la cama.
Inclinándose, me muerde el labio inferior con los dientes y tira suavemente. Me derrito contra su cuerpo y dejo de respirar a la vez que las entrañas se me revuelven de deseo. Le correspondo, clavándole los dientes en el labio superior, provocándole, y él gruñe. Cuando se abren las puertas del ascensor, me lleva de la mano hacia el vestíbulo y cruzamos la puerta de doble hoja hasta el pasillo.
—¿Necesitas una copa o algo?
—No.
—Bien. Vámonos a la cama.
Arqueo las cejas.
—¿Te vas a conformar con una simple y aburrida relación vainilla?
Ladea la cabeza.
—Ni es simple ni aburrida… tiene un sabor fascinante —dice.
—¿Desde cuándo?
—Desde el sábado pasado. ¿Por qué? ¿Esperabas algo más exótico?
La diosa que llevo dentro asoma la cabeza por el borde de la barricada.
—Ay, no. Ya he tenido suficiente exotismo por hoy.
La diosa que llevo dentro me hace pucheros, sin lograr en absoluto ocultar su desilusión.
—¿Seguro? Aquí tenemos para todos los gustos… por lo menos treinta y un sabores.
Me sonríe lascivo.
—Ya lo he observado —replico con sequedad.
Menea la cabeza.
—Venga ya, señorita Montemayor, mañana le espera un gran día. Cuanto antes se acueste, antes la follaré y antes podrá dormirse.
—Es usted todo un romántico, señor García.
—Y usted tiene una lengua viperina, señorita Montemayor. Voy a tener que someterla de alguna forma. Ven.
Me lleva por el pasillo hasta su dormitorio y abre la puerta de una patada.
—Manos arriba —me ordena.
Obedezco y, con un solo movimiento pasmosamente rápido, me quita el vestido como un mago, agarrándolo por el bajo y sacándomelo suavemente por la cabeza.
—¡Tachán! —dice travieso.
Río y aplaudo educadamente. Él hace una elegante reverencia, riendo también. ¿Cómo voy a resistirme a él cuando es así? Deja mi vestido en la silla solitaria que hay junto a la cómoda.
—¿Cuál es el siguiente truco? —inquiero provocadora.
—Ay, mi querida señorita Montemayor. Métete en la cama —gruñe—, que enseguida lo vas a ver.
—¿Crees que por una vez debería hacerme la dura? —pregunto coqueta.
Abre mucho los ojos, asombrado, y veo en ellos un destello de excitación.
—Bueno… la puerta está cerrada; no sé cómo vas a evitarme —dice burlón—. Me parece que el trato ya está hecho.
—Pero soy buena negociadora.
—Y yo. —Me mira, pero, al hacerlo, su expresión cambia; la confusión se apodera de él y la atmósfera de la habitación varía bruscamente, tensándose—. ¿No quieres follar? —pregunta.
—No —digo.
—Ah.
Frunce el ceño.
Vale, allá va… respira hondo.
—Quiero que me hagas el amor.
Se queda inmóvil y me mira alucinado. Su expresión se oscurece. Mierda, esto no pinta bien. ¡Dale un minuto!, me espeta mi subconsciente.
—Myri, yo…
Se pasa las manos por el pelo. Las dos. Está verdaderamente desconcertado.
—Pensé que ya lo habíamos hecho —dice al fin.
—Quiero tocarte.
Se aparta un paso de mí, involuntariamente; por un instante parece asustado, luego se refrena.
—Por favor —le susurro.
Se recupera.
—Ah, no, señorita Montemayor, ya le he hecho demasiadas concesiones esta noche. La respuesta es no.
—¿No?
—No.
Vaya, contra eso no puedo discutir… ¿o sí?
—Mira, estás cansada, y yo también. Vámonos a la cama y ya está —dice, observándome con detenimiento.
—¿Así que el que te toquen es uno de tus límites infranqueables?
—Sí. Ya lo sabes.
—Dime por qué, por favor.
—Ay, Myriam, por favor. Déjalo ya —masculla exasperado.
—Es importante para mí.
Vuelve a pasarse ambas manos por el pelo y maldice por lo bajo. Da media vuelta y se acerca a la cómoda, saca una camiseta y me la tira. La cojo, pensativa.
—Póntela y métete en la cama —me espeta molesto.
Frunzo el ceño, pero decido complacerlo. Volviéndome de espaldas, me quito rápidamente el sujetador y me pongo la camiseta lo más rápido que puedo para cubrir mi desnudez. Me dejo las bragas puestas… he ido sin ellas casi toda la noche.
—Necesito ir al baño —digo con un hilo de voz.
Frunce el ceño, aturdido.
—¿Ahora me pides permiso?
—Eh… no.
—Myriam, ya sabes dónde está el baño. En este extraño momento de nuestro acuerdo, no necesitas permiso para usarlo.
No puede ocultar su enfado. Se quita la camiseta y yo me meto corriendo en el baño.
Me miro en el espejo gigante, asombrada de seguir teniendo el mismo aspecto. Después de todo lo que he hecho hoy, ahí está la misma chica corriente de siempre mirándome pasmada. ¿Qué esperabas, que te salieran cuernos y una colita puntiaguda?, me espeta mi subconsciente. ¿Y qué narices haces? Las caricias son uno de sus límites infranqueables. Demasiado pronto, imbécil. Para poder correr tiene que andar primero. Mi subconsciente está furiosa, su ira es como la de Medusa: el pelo ondeante, las manos aferrándose la cara como en El grito de Edvard Munch. La ignoro, pero se niega a volver a su caja. Estás haciendo que se enfade; piensa en todo lo que ha dicho, hasta dónde ha cedido. Miro ceñuda mi reflejo. Necesito poder ser cariñosa con él, entonces quizá él me corresponda.
Niego con la cabeza, resignada, y cojo el cepillo de dientes de Víctor. Mi subconsciente tiene razón, claro. Lo estoy agobiando. Él no está preparado y yo tampoco. Hacemos equilibrios sobre el delicado balancín de nuestro extraño acuerdo, cada uno en un extremo, vacilando, y el balancín se inclina y se mece entre los dos. Ambos necesitamos acercarnos más al centro. Solo espero que ninguno de los dos se caiga al intentarlo. Todo esto va muy rápido. Quizá necesite un poco de distancia. Georgia cada vez me atrae más. Cuando estoy empezando a lavarme los dientes, llama a la puerta.
—Pasa —espurreo con la boca llena de pasta.
Víctor aparece en el umbral de la puerta con ese pantalón de pijama que se le desliza por las caderas y que hace que todas las células de mi organismo se pongan en estado de alerta. Lleva el torso descubierto y me embebo como si estuviera muerta de sed y él fuera agua clara de un arroyo de montaña. Me mira impasible, luego sonríe satisfecho y se sitúa a mi lado. Nuestros ojos se encuentran en el espejo, gris y azul. Termino con su cepillo de dientes, lo enjuago y se lo doy, sin dejar de mirarlo. Sin mediar palabra, coge el cepillo y se lo mete en la boca. Le sonrío yo también y, de repente, me mira con un brillo risueño en los ojos.
—Si quieres, puedes usar mi cepillo de dientes —me dice en un dulce tono jocoso.
—Gracias, señor —sonrío con ternura y salgo al dormitorio.
A los pocos minutos viene él.
—Que sepas que no es así como tenía previsto que fuera esta noche —masculla malhumorado.
—Imagina que yo te dijera que no puedes tocarme.
Se mete en la cama y se sienta con las piernas cruzadas.
—Myriam, ya te lo he dicho. De cincuenta mil formas. Tuve un comienzo duro en la vida; no hace falta que te llene la cabeza con toda esa mierda. ¿Para qué?
—Porque quiero conocerte mejor.
—Ya me conoces bastante bien.
—¿Cómo puedes decir eso?
Me pongo de rodillas, mirándolo.
Me pone los ojos en blanco, frustrado.
—Estás poniendo los ojos en blanco. La última vez que yo hice eso terminé tumbada en tus rodillas.
—Huy, no me importaría volver a hacerlo.
Eso me da una idea.
—Si me lo cuentas, te dejo que lo hagas.
—¿Qué?
—Lo que has oído.
—¿Me estás haciendo una oferta? —me pregunta pasmado e incrédulo.
Asiento con la cabeza. Sí… esa es la forma
—Negociando.
—Esto no va así, Myriam.
—Vale. Cuéntamelo y luego te pongo los ojos en blanco.
Ríe y percibo un destello del Víctor despreocupado. Hacía un rato que no lo veía. Se pone serio otra vez.
—Siempre tan ávida de información. —Me mira pensativo. Al poco, se baja con elegancia de la cama—. No te vayas —dice, y sale del dormitorio.
La inquietud me atraviesa como una lanza, y me abrazo a mi propio cuerpo. ¿Qué hace? ¿Tendrá algún plan malvado? Mierda. Supón que vuelve con una vara o algún otro instrumento de perversión? Madre mía, ¿qué voy a hacer entonces? Cuando vuelve, lleva algo pequeño en las manos. No veo lo que es, pero me muero de curiosidad.
—¿A qué hora es tu primera entrevista de mañana? —pregunta en voz baja.
—A las dos.
Lentamente se dibuja en su rostro una sonrisa perversa.
—Bien.
Y ante mis ojos, cambia sutilmente. Se vuelve duro, intratable… sensual. Es el Víctor dominante.
—Sal de la cama. Ponte aquí de pie. —Señala a un lado de la cama y yo me bajo y me coloco en un abrir y cerrar de ojos. Me mira fijamente, y en sus ojos brilla una promesa—. ¿Confías en mí? —me pregunta en voz baja.
Asiento con la cabeza. Me tiende la mano y en la palma lleva dos bolas de plata redondas y brillantes unidas por un grueso hilo negro.
—Son nuevas —dice con énfasis.
Lo miro inquisitiva.
—Te las voy a meter y luego te voy a dar unos azotes, no como castigo, sino para darte placer y dármelo yo.
Se interrumpe y sopesa la reacción de mis ojos muy abiertos.
¡Metérmelas! Ahogo un jadeo y se tensan todos los músculos de mi vientre. La diosa que llevo dentro está haciendo la danza de los siete velos.
—Luego follaremos y, si aún sigues despierta, te contaré algunas cosas sobre mis años de formación. ¿De acuerdo?
¡Me está pidiendo permiso! Con la respiración acelerada, asiento. Soy incapaz de hablar.
—Buena chica. Abre la boca.
¿La boca?
—Más.
Con mucho cuidado, me mete las bolas en la boca.
—Necesitan lubricación. Chúpalas —me ordena con voz dulce.
Las bolas están frías, son lisas y pesan muchísimo, y tienen un sabor metálico. Mi boca seca se llena de saliva cuando explora los objetos extraños. Los ojos de Víctor no se apartan de los míos. Dios mío, me estoy excitando. Me estremezco.
—No te muevas, Myriam —me advierte—. Para.
Me las saca de la boca. Se acerca a la cama, retira el edredón y se sienta al borde
—Ven aquí.
Me sitúo delante de él.
—Date la vuelta, inclínate hacia delante y agárrate los tobillos.
Lo miro extrañada y su expresión se oscurece.
—No titubees —me regaña con fingida serenidad y se mete las bolas en la boca.
Joder, esto es más sexy que la pasta de dientes. Sigo sus órdenes inmediatamente. Uf, ¿me llegaré a los tobillos? Descubro que sí, con facilidad. La camiseta se me escurre por la espalda, dejando al descubierto mi trasero. Menos mal que me he dejado las bragas puestas, aunque supongo que no me van a durar mucho.
Me posa la mano con reverencia en el trasero y me lo acaricia suavemente. Entre mis piernas solo atisbo a ver las suyas, nada más. Cierro los ojos con fuerza cuando me aparta con delicadeza las bragas y me pasea un dedo despacio por el sexo. Mi cuerpo se prepara con una mezcla embriagadora de gran impaciencia y excitación. Me mete un dedo y lo mueve en círculos con deliciosa lentitud. Oh, qué gusto. Gimo.
Se me entrecorta la respiración y lo oigo gemir mientras repite el movimiento. Retira el dedo y muy despacio inserta los objetos, primero una bola, luego la otra. Madre mía. Están a la temperatura del cuerpo, calentadas por nuestras bocas. Es una curiosa sensación: una vez que están dentro, no me las siento, aunque sé que están ahí.
Me recoloca las bragas, se inclina hacia delante y sus labios depositan un beso tierno en mi trasero.
—Ponte derecha —me ordena y, temblorosa, me enderezo.
¡Huy! Ahora sí que las siento… o algo. Me agarra por las caderas para sujetarme mientras recupero el equilibrio.
—¿Estás bien? —me pregunta muy serio.
—Sí.
—Vuélvete.
Me giro hacia él.
Las bolas tiran hacia abajo y, sin querer, mi vientre se contrae alrededor de ellas. La sensación me sobresalta, pero no en el mal sentido de la palabra.
—¿Qué tal? —pregunta.
—Raro.
—¿Raro bueno o raro malo?
—Raro bueno —confieso ruborizándome.
—Bien. —Asoma a sus ojos un vestigio de humor—. Quiero un vaso de agua. Ve a traerme uno, por favor.
Oh.
—Y cuando vuelvas, te tumbaré en mis rodillas. Piensa en eso, Myriam.
¿Agua? Quiere agua ahora? ¿Para qué?
Cuando salgo del dormitorio, me queda clarísimo por qué quiere que me pasee; al hacerlo, las bolas me pesan dentro, me masajean internamente. Es una sensación muy rara y no del todo desagradable. De hecho, se me acelera la respiración cuando me estiro para coger un vaso del armario de la cocina, y ahogo un jadeo. Madre mía. Igual tendría que dejarme esto puesto. Hacen que me sienta deseada.
Cuando vuelvo, me observa detenidamente.
—Gracias —dice, y me coge el vaso de agua.
Despacio, da un sorbo y deja el vaso en la mesita de noche. En ella hay un condón, listo y esperando, como yo. Entonces sé que está haciendo esto para generar expectación. El corazón se me ha acelerado un poco. Centra su mirada de ojos profundos en mí.
—Ven. Ponte a mi lado. Como la otra vez.
Me acerco a él, la sangre me zumba por todo el cuerpo, y esta vez… estoy caliente. Excitada.
—Pídemelo —me dice en voz baja.
Frunzo el ceño. ¿Que le pida el qué?
—Pídemelo —repite, algo más duro.
¿El qué? ¿Un poco de agua? ¿Qué quiere?
—Pídemelo, Myriam. No te lo voy a repetir más.
Hay una amenaza velada en sus palabras, y entonces caigo. Quiere que le pida que me dé unos azotes.
Madre mía. Me mira expectante, con la mirada cada vez más fría. Mierda.
—Azótame, por favor… señor —susurro.
Cierra los ojos un instante, saboreando mis palabras. Alarga el brazo, me agarra la mano izquierda y, tirando de mí, me arrastra a sus rodillas. Me dejo caer sobre su regazo, y me sujeta. Se me sube el corazón a la boca cuando empieza a acariciarme el trasero. Me tiene ladeada otra vez, de forma que mi torso descansa en la cama, a su lado. Esta vez no me echa la pierna por encima, sino que me aparta el pelo de la cara y me lo recoge detrás de la oreja. Acto seguido, me agarra el pelo a la altura de la nuca para sujetarme bien. Tira suavemente y echo la cabeza hacia atrás.
—Quiero verte la cara mientras te doy los azotes, Myriam —murmura sin dejar de frotarme suavemente el trasero.
Desliza la mano entre mis nalgas y me aprieta el sexo, y la sensación global es… Gimo. Oh, la sensación es exquisita.
—Esta vez es para darnos placer, Myriam, a ti y a mí —susurra.
Levanta la mano y la baja con una sonora palmada en la confluencia de los muslos, el trasero y el sexo. Las bolas se impulsan hacia delante, dentro de mí, y me pierdo en un mar de sensaciones: el dolor del trasero, la plenitud de las bolas en mi interior y el hecho de que me esté sujetando. Mi cara se contrae mientras mis sentidos tratan de digerir todas estas sensaciones nuevas. Registro en alguna parte de mi cerebro que no me ha atizado tan fuerte como la otra vez. Me acaricia el trasero otra vez, paseando la mano abierta por mi piel, por encima de la ropa interior.
¿Por qué no me ha quitado las bragas? Entonces su mano desaparece y vuelve a azotarme. Gimo al propagarse la sensación. Inicia un patrón de golpes: izquierda, derecha y luego abajo. Los de abajo son los mejores. Todo se mueve hacia delante en mi interior, y entre palmadas, me acaricia, me manosea, de forma que es como si me masajeara por dentro y por fuera. Es una sensación erótica muy estimulante y, por alguna razón, porque soy yo la que ha impuesto las condiciones, no me preocupa el dolor. No es doloroso en sí… bueno, sí, pero no es insoportable. Resulta bastante manejable y, sí, placentero… incluso. Gruño. Sí, con esto sí que puedo.
Hace una pausa para bajarme despacio las bragas. Me retuerzo en sus piernas, no porque quiera escapar de los golpes sino porque quiero más… liberación, algo. Sus caricias en mi piel sensibilizada se convierten en un cosquilleo de lo más sensual. Resulta abrumador, y empieza de nuevo. Unas cuantas palmadas suaves y luego cada vez más fuertes, izquierda, derecha y abajo. Oh, esos de abajo. Gimo.
—Buena chica, Myriam —gruñe, y se altera su respiración.
Me azota un par de veces más, luego tira del pequeño cordel que sujeta las bolas y me las saca de un tirón. Casi alcanzo el clímax; la sensación que me produce no es de este mundo. Con movimientos rápidos, me da la vuelta suavemente. Oigo, más que ver, cómo rompe el envoltorio del condón y, de pronto, lo tengo tumbado a mi lado. Me coge las manos, me las sube por encima de la cabeza y se desliza sobre mí, dentro de mí, despacio, ocupando el lugar que han dejado vacío las bolas. Gimo con fuerza.
—Oh, nena —me susurra mientras retrocede y avanza a un ritmo lento y sensual, saboreándome, sintiéndome.
Es la manera más suave en que me lo ha hecho nunca, y no tardo nada en caer por el precipicio, presa de una espiral de delicioso, violento y agotador orgasmo. Cuando me contraigo a su alrededor, disparo su propio clímax, y se desliza dentro de mí, sosegándose, pronunciando mi nombre entre jadeos, fruto de un asombro prodigioso y desesperado.
—¡Myri!
Guarda silencio, jadeando encima de mí, con las manos aún trenzadas en las mías por encima de mi cabeza. Por fin se vuelve y me mira.
—Me ha gustado —susurra, y me besa tiernamente.
No se entretiene con más besos dulces, sino que se levanta, me tapa con el edredón y se mete en el baño. Cuando vuelve, trae un frasco de loción blanca. Se sienta en la cama a mi lado.
—Date la vuelta —me ordena y, a regañadientes, me pongo boca abajo.
La verdad, no sé para qué tanto lío. Tengo mucho sueño.
—Tienes el culo de un color espléndido —dice en tono aprobador, y me extiende la loción refrescante por el trasero sonrosado.
—Déjalo ya, García —digo bostezando.
—Señorita Montemayor, es usted única estropeando un momento.
—Teníamos un trato.
—¿Cómo te sientes?
—Estafada.
Suspira, se tiende en la cama a mi lado y me estrecha en sus brazos. Con cuidado de no rozarme el trasero escocido, vuelve a hacerme la cucharita. Me besa muy suavemente detrás de la oreja.
—La mujer que me trajo al mundo era una puta adicta al crack, Myriam. Duérmete.
Dios mío… ¿y eso qué significa?
—¿Era?
—Murió.
—¿Hace mucho?
Suspira.
—Murió cuando yo tenía cuatro años. No la recuerdo. Carrick me ha dado algunos detalles. Solo recuerdo ciertas cosas. Por favor, duérmete.
—Buenas noches, Víctor.
—Buenas noches, Myri.
Y me duermo, aturdida y agotada, y sueño con un niño de cuatro años y ojos profundos en un lugar oscuro, terrible y triste.
CONTINUARA......Y COMO DICE LA CANCION "EL FINAL SE ACERCA YA...."
20
Víctor cruza como un ciclón la puerta de madera de la casita del embarcadero y se detiene a pulsar unos interruptores. Los fluorescentes hacen un clic y zumban secuencialmente, y una luz blanca y cruda inunda el inmenso edificio de madera. Desde mi posición cabeza abajo, veo una impresionante lancha motora en el muelle, flotando suavemente sobre el agua oscura, pero apenas me da tiempo a fijarme antes de que me lleve por unas escaleras de madera hasta un cuarto en el piso de arriba.
Se detiene en el umbral, pulsa otro interruptor —halógenos esta vez, más suaves, con regulador de intensidad—, y estamos en una buhardilla de techos inclinados. Está decorada en el estilo náutico de Nueva Inglaterra: azul marino y tonos crema, con pinceladas de rojo. El mobiliario es escaso; solo veo un par de sofás.
Víctor me pone de pie sobre el suelo de madera. No me da tiempo a examinar mi entorno: no puedo dejar de mirarlo a él. Me tiene hipnotizada. Lo observo como uno observaría a un depredador raro y peligroso, a la espera de que ataque. Respira con dificultad, aunque, claro, me ha llevado a cuestas por todo el césped y ha subido un tramo de escaleras. En sus ojos profundos arde la rabia, el deseo y una lujuria pura, sin adulterar.
Madre mía. Podría arder por combustión espontánea solo con su mirada.
—No me pegues, por favor —le susurro suplicante.
Frunce el ceño y abre mucho los ojos. Parpadea un par de veces.
—No quiero que me azotes, aquí no, ahora no. Por favor, no lo hagas.
Lo dejo boquiabierto y, echándole valor, alargo la mano tímidamente y le acaricio la mejilla, siguiendo el borde de la patilla hasta la barba de tres días del mentón. Es una mezcla curiosa entre suave e hirsuta. Cerrando despacio los ojos, apoya la cara en mi mano y se le entrecorta la respiración. Levanto la otra mano y le acaricio el pelo. Me encanta su pelo. Su leve gemido apenas es audible y, cuando abre los ojos, me mira receloso, como si no entendiera lo que estoy haciendo.
Me acerco más y, pegada a él, tiro con suavidad de su pelo, acerco su boca a la mía y lo beso, introduciendo la lengua entre sus labios hasta entrar en su boca. Gruñe, y me abraza, me aprieta contra su cuerpo. Me hunde las manos en el pelo y me devuelve el beso, fuerte y posesivo. Su lengua y la mía se enredan, se consumen la una a la otra. Sabe de maravilla.
De pronto se aparta. Los dos respiramos con dificultad y nuestros jadeos se suman. Bajo las manos a sus brazos y él me mira furioso.
—¿Qué me estás haciendo? —susurra confundido.
—Besarte.
—Me has dicho que no.
—¿Qué? ¿No a qué?
—En el comedor, cuando has juntado las piernas.
Ah… así que es eso.
—Estábamos cenando con tus padres.
Lo miro fijamente, atónita.
—Nadie me ha dicho nunca que no. Y eso… me excita.
Abre mucho los ojos de asombro y lujuria. Una mezcla embriagadora. Trago saliva instintivamente. Me baja la mano al trasero. Me atrae con fuerza hacia sí, contra su erección.
Madre mía.
—¿Estás furioso y excitado porque te he dicho que no? —digo alucinada.
—Estoy furioso porque no me habías contado lo de Georgia. Estoy furioso porque saliste de copas con ese tío que intentó seducirte cuando estabas borracha y te dejó con un completo desconocido cuando te pusiste enferma. ¿Qué clase de amigo es ese? Y estoy furioso y excitado porque has juntado las piernas cuando he querido tocarte.
Le brillan los ojos peligrosamente mientras me sube despacio el bajo del vestido.
—Te deseo, y te deseo ahora. Y si no me vas a dejar que te azote, aunque te lo mereces, te voy a follar en el sofá ahora mismo, rápido, para darme placer a mí, no a ti.
El vestido apenas me tapa ya el trasero desnudo. De pronto, me coge el sexo con la mano y me mete un dedo muy despacio. Con la otra mano, me sujeta firmemente por la cintura. Contengo un gemido.
—Esto es mío —me susurra con rotundidad—. Todo mío. ¿Entendido?
Introduce y saca el dedo mientras me mira, evaluando mi reacción, con los ojos encendidos.
—Sí, tuyo —digo, mientras el deseo, ardiente y pesado, recorre mi torrente sanguíneo, trastocándolo todo: mis terminaciones nerviosas, mi respiración, mi corazón, que palpita como si quisiera salírseme del pecho, y la sangre, que me zumba en los oídos.
De pronto se mueve haciendo varias cosas a la vez: saca los dedos dejándome a medias, se baja la cremallera del pantalón, me empuja al sofá y se tumba encima de mí.
—Las manos sobre la cabeza —me ordena apretando los dientes, mientras se arrodilla, me separa más las piernas e introduce la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.
Saca un condón, me mira con deseo, se quita la americana a tirones y la deja caer al suelo. Se pone el condón en la imponente erección.
Me llevo las manos a la cabeza y sé que lo hace para que no lo toque. Estoy excitadísima. Noto que mis caderas lo buscan ya; quiero que esté dentro de mí, así, duro y fuerte. Oh, solo de pensarlo…
—No tenemos mucho tiempo. Esto va a ser rápido, y es para mí, no para ti. ¿Entendido? Como te corras, te doy unos azotes —dice apretando los dientes.
Madre mía… ¿y cómo paro?
De un solo empujón, me penetra hasta el fondo. Gruño alto, un sonido gutural, y saboreo la plenitud de su posesión. Pone las manos encima de las mías, sobre mi cabeza; con los codos me mantiene sujetos los brazos, y con las piernas me inmoviliza por completo. Estoy atrapada. Lo tengo por todas partes, envolviéndome, casi asfixiándome. Pero también es una delicia: este es mi poder, esto es lo que le puedo hacer, y me produce una sensación hedonista, triunfante. Se mueve rápido, con furia, dentro de mí; siento su respiración acelerada en el oído y mi cuerpo entero responde, fundiéndose alrededor de su miembro. No me tengo que correr. No. Pero recibo cada uno de sus embates, en perfecto contrapunto. Bruscamente y de repente, con una embestida final, para y se corre, soltando el aire entre los dientes. Se relaja un instante, de forma que siento el peso delicioso de todo su cuerpo sobre mí. No estoy dispuesta a dejarlo marchar; mi cuerpo busca alivio, pero él pesa demasiado y en ese momento no puedo empujar mis caderas contra él. De repente se retira, dejándome dolorida y queriendo más. Me mira furioso.
—No te masturbes. Quiero que te sientas frustrada. Así es como me siento yo cuando no me cuentas las cosas, cuando me niegas lo que es mío.
Se le encienden de nuevo los ojos, enfadado otra vez.
Asiento con la cabeza, jadeando. Se levanta, se quita el condón, le hace un nudo en el extremo y se lo guarda en el bolsillo de los pantalones. Lo miro, con la respiración aún alterada, e involuntariamente aprieto las piernas, tratando de encontrar algo de alivio. Víctor se sube la bragueta, se peina un poco con la mano y se agacha para coger su americana. Luego se vuelve a mirarme, con una expresión más tierna.
—Más vale que volvamos a la casa.
Me incorporo, algo inestable, aturdida.
—Toma, ponte esto.
Del bolsillo interior de la americana saca mis bragas. Las cojo sin sonreír; en el fondo sé que me he llevado un polvo de castigo, pero he conseguido una pequeña victoria en el asunto de las bragas. La diosa que llevo dentro asiente, de acuerdo conmigo, y en su rostro se dibuja una sonrisa de satisfacción. No has tenido que pedírselas.
—¡Víctor! —grita Lily desde el piso de abajo.
Víctor se vuelve y me mira con una ceja arqueada.
—Justo a tiempo. Dios, qué pesadita es cuando quiere.
Lo miro ceñuda, devuelvo deprisa las braguitas a su legítimo lugar y me levanto con toda la dignidad de la que soy capaz en mi estado. A toda prisa, intento arreglarme el pelo revuelto.
—Estamos aquí arriba, Lily —le grita él—. Bueno, señorita Montemayor, ya me siento mejor, pero sigo queriendo darle unos azotes —me dice en voz baja.
—No creo que lo merezca, señor García, sobre todo después de tolerar su injustificado ataque.
—¿Injustificado? Me has besado.
Se esfuerza por parecer ofendido.
Frunzo los labios.
—Ha sido un ataque en defensa propia.
—Defensa ¿de qué?
—De ti y de ese cosquilleo en la palma de tu mano.
Ladea la cabeza y me sonríe mientras Lily sube ruidosamente las escaleras.
—Pero ¿ha sido tolerable? —me pregunta en voz baja.
Me ruborizo.
—Apenas —susurro, pero no puedo contener la sonrisa de satisfacción.
—Ah, aquí estáis —dice Lily sonriéndonos.
—Le estaba enseñando a Myriam todo esto.
Víctor me tiende la mano; su mirada es intensa.
Acepto su mano y él aprieta suavemente la mía.
—Mane y Raúl están a punto de marcharse. ¿Habéis visto a esos dos? No paran de sobarse. —Lily se finge asqueada, mira a Víctor y luego a mí—. ¿Qué habéis estado haciendo aquí?
Vaya, qué directa. Me pongo como un tomate.
—Le estaba enseñando a Myriam mis trofeos de remo —contesta Víctor sin pensárselo un segundo, con cara de póquer total—. Vamos a despedirnos de Mane y Raúl.
¿Trofeos de remo? Tira suavemente de mí hasta situarme delante de él y, cuando Lily se vuelve para salir, me da un azote en el trasero. Ahogo un grito, sorprendida.
—Lo volveré a hacer, Myriam, y pronto —me amenaza al oído.
Luego me abraza, con mi espalda pegada a su pecho, y me besa el pelo.
De vuelta en la casa, Mane y Raúl se están despidiendo de Johana y el señor García. Mane me da un fuerte abrazo.
—Tengo que hablar contigo de lo antipática que eres con Víctor —le susurro furiosa al oído, y ella me abraza otra vez.
—Le viene bien un poco de hostilidad; así se ve cómo es en realidad. Ten cuidado, Myri… es demasiado controlador —me susurra—. Te veo luego.
YO SÉ CÓMO ES EN REALIDAD, ¡TÚ NO!, le grito mentalmente. Soy consciente de que lo hace con buena intención, pero a veces se pasa de la raya, y esta vez se ha pasado mucho. La miro ceñuda y ella me saca la lengua, haciéndome sonreír sin querer. La Mane traviesa es una novedad; será influencia de Raúl. Los despedimos desde la puerta, y Víctor se vuelve hacia mí.
—Nosotros también deberíamos irnos… Tienes las entrevistas mañana.
Lily me abraza cariñosamente cuando nos despedimos.
—¡Pensábamos que nunca encontraría una chica! —comenta con entusiasmo.
Yo me sonrojo y Víctor vuelve a poner los ojos en blanco. Frunzo los labios. ¿Por qué él sí puede y yo no? Quiero ponerle los ojos en blanco yo también, pero no me atrevo, y menos después de la amenaza en la casita del embarcadero.
—Cuídate, Myri, querida —me dice amablemente Johana.
Víctor, avergonzado o frustrado por la efusiva atención que recibo del resto de los García, me coge de la mano y me acerca a su lado.
—No me la espantéis ni me la miméis demasiado —protesta.
—Víctor, déjate de bromas —lo reprende Johana con indulgencia y una mirada llena de amor por él.
No sé por qué, pero me parece que no bromea. Observo subrepticiamente su interacción. Es obvio que Johana lo adora, que siente por él el amor incondicional de una madre. Él se inclina y la besa con cierta rigidez.
—Mamá —dice, y percibo un matiz extraño en su voz… ¿veneración, quizá?
—Señor García… adiós y gracias por todo.
Le tiendo la mano, pero ¡también me abraza!
—Por favor, llámame Carrick. Confío en que volvamos a verte muy pronto, Myri.
Terminada la despedida, Víctor me lleva hasta el coche, donde nos espera Taylor. ¿Habrá estado esperando ahí todo el tiempo? Taylor me abre la puerta y entro en la parte trasera del Audi.
Noto que los hombros se me relajan un poco. Dios, qué día. Estoy agotada, física y emocionalmente. Tras una breve conversación con Taylor, Víctor se sube al coche a mi lado. Se vuelve para mirarme.
—Bueno, parece que también le has caído bien a mi familia —murmura.
¿También? La deprimente idea de por qué me ha invitado me vuelve de forma espontánea e inoportuna a la cabeza. Taylor arranca el coche y se aleja del círculo de luz del camino de entrada para adentrarse en la oscuridad de la carretera. Me giro hacia Víctor y lo encuentro mirándome fijamente.
—¿Qué? —pregunta en voz baja.
Titubeo un instante. No… Se lo voy a decir. Siempre se queja de que no le cuento las cosas.
—Me parece que te has visto obligado a traerme a conocer a tus padres —le susurro con voz trémula—. Si Raúl no se lo hubiera propuesto a Mane, tú jamás me lo habrías pedido a mí.
No le veo la cara en la oscuridad, pero ladea la cabeza, sobresaltado.
—Myriam, me encanta que hayas conocido a mis padres. ¿Por qué eres tan insegura? No deja de asombrarme. Eres una mujer joven, fuerte, independiente, pero tienes muy mala opinión de ti misma. Si no hubiera querido que los conocieras, no estarías aquí. ¿Así es como te has sentido todo el rato que has estado allí?
¡Vaya! Quería que fuera, y eso es toda una revelación. No parece incomodarlo responderme, como sucedería si me ocultara la verdad. Parece complacido de verdad de que haya ido. Una sensación de bienestar se propaga lentamente por mis venas. Mueve la cabeza y me coge la mano. Yo miro nerviosa a Taylor.
—No te preocupes por Taylor. Contéstame.
Me encojo de hombros.
—Pues sí. Pensaba eso. Y otra cosa, yo solo he comentado lo de Georgia porque Mane estaba hablando de Barbados. Aún no me he decidido.
—¿Quieres ir a ver a tu madre?
—Sí.
Me mira con una expresión extraña, como si librara una especie de lucha interior.
—¿Puedo ir contigo? —pregunta al fin.
¿Qué?
—Eh… no creo que sea buena idea.
—¿Por qué no?
—Confiaba en poder alejarme un poco de toda esta… intensidad para poder reflexionar.
Se me queda mirando.
—¿Soy demasiado intenso?
Me echo a reír.
—¡Eso es quedarse corto!
A la luz de las farolas que vamos pasando, veo que tuerce la boca.
—¿Se está riendo de mí, señorita Montemayor?
—No me atrevería, señor García —le respondo con fingida seriedad.
—Me parece que sí y creo que sí te ríes de mí, a menudo.
—Es que eres muy divertido.
—¿Divertido?
—Oh, sí.
—¿Divertido por peculiar o por gracioso?
—Uf… mucho de una cosa y algo de la otra.
—¿Qué parte de cada una?
—Te dejo que lo adivines tú.
—No estoy seguro de poder averiguar nada contigo, Myriam —dice socarrón, y luego prosigue en voz baja—: ¿Sobre qué tienes que reflexionar en Georgia?
—Sobre lo nuestro —susurro.
Me mira fijamente, impasible.
—Dijiste que lo intentarías —murmura.
—Lo sé.
—¿Tienes dudas?
—Puede.
Se revuelve en el asiento, como si estuviera incómodo.
—¿Por qué?
Madre mía. ¿Cómo se ha vuelto tan seria esta conversación de repente? Se me ha echado encima como un examen para el que no estoy preparada. ¿Qué le digo? Porque creo que te quiero y tú solo me ves como un juguete. Porque no puedo tocarte, porque me aterra demostrarte algo de afecto por si te enfadas, me riñes o, peor aún, me pegas… ¿Qué le digo?
Miro un instante por la ventanilla. El coche vuelve a cruzar el puente. Los dos estamos envueltos en una oscuridad que enmascara nuestros pensamientos y nuestros sentimientos, pero para eso no nos hace falta que sea de noche.
—¿Por qué, Myriam? —me insiste.
Me encojo de hombros, atrapada. No quiero perderlo. A pesar de sus exigencias, de su necesidad de control, de sus aterradores vicios. Nunca me había sentido tan viva como ahora. Me emociona estar sentada a su lado. Es tan imprevisible, sexy, listo, divertido… Pero sus cambios de humor… ah, y además quiere hacerme daño. Dice que tendrá en cuenta mis reservas, pero sigue dándome miedo. Cierro los ojos. ¿Qué le digo? En el fondo, querría más, más afecto, más del Víctor travieso, más… amor.
Me aprieta la mano.
—Háblame, Myriam. No quiero perderte. Esta última semana…
Estamos llegando al final del puente y la carretera vuelve a estar bañada en la luz de neón de las farolas, de forma que su rostro se ve intermitentemente en sombras e iluminado. Y la metáfora resulta tan acertada. Este hombre, al que una vez creí un héroe romántico, un caballero de resplandeciente armadura, o el caballero oscuro, como dijo él mismo, no es un héroe, sino un hombre con graves problemas emocionales, y me está arrastrando a su lado oscuro. ¿No podría yo llevarlo hasta la luz?
—Sigo queriendo más —le susurro.
—Lo sé —dice—. Lo intentaré.
Lo miro extrañada y él me suelta la mano y me coge la barbilla, soltándome el labio que me estaba mordiendo.
—Por ti, Myriam, lo intentaré.
Irradia sinceridad.
Y no hace falta que me diga más. Me desabrocho el cinturón de seguridad, me acerco a él y me subo a su regazo, cogiéndolo completamente por sorpresa. Enrosco los brazos alrededor de su cuello y lo beso con intensidad, con vehemencia y en un nanosegundo él me responde.
—Quédate conmigo esta noche —me dice—. Si te vas, no te veré en toda la semana. Por favor.
—Sí —accedo—. Yo también lo intentaré. Firmaré el contrato.
Lo decido sin pensar.
Me mira fijamente.
—Firma después de Georgia. Piénsatelo. Piénsatelo mucho, nena.
—Lo haré.
Y seguimos así sentados dos o tres kilómetros.
—Deberías ponerte el cinturón de seguridad —susurra reprobadoramente con la boca hundida en mi cabello, pero no hace ningún ademán de retirarme de su regazo.
Me acurruco contra su cuerpo, con los ojos cerrados, con la nariz en su cuello, embebiéndome de esa fragancia sexy a gel de baño almizclado y a Víctor, apoyando la cabeza en su hombro. Dejo volar mi imaginación y fantaseo con que me quiere. Ah… y parece tan real, casi tangible, que una parte pequeñísima de mi desagradable subconsciente se comporta de forma completamente inusual y se atreve a albergar esperanzas. Procuro no tocarle el pecho, pero me refugio en sus brazos mientras me abraza con fuerza.
Y demasiado pronto, me veo arrancada de mi quimera.
—Ya estamos en casa —murmura Víctor, y la frase resulta tentadora, cargada de potencial.
En casa, con Víctor. Salvo que su casa es una galería de arte, no un hogar.
Taylor nos abre la puerta y yo le doy las gracias tímidamente, consciente de que ha podido oír nuestra conversación, pero su amable sonrisa tranquiliza sin revelar nada. Una vez fuera del coche, Víctor me escudriña. Oh, no, ¿qué he hecho ahora?
—¿Por qué no llevas chaqueta?
Se quita la suya, ceñudo, y me la echa por los hombros.
Siento un gran alivio.
—La tengo en mi coche nuevo —contesto adormilada y bostezando.
Me sonríe maliciosamente.
—¿Cansada, señorita Montemayor?
—Sí, señor García. —Me siento turbada ante su provocador escrutinio. Aun así, creo que debo darle una explicación—. Hoy me han convencido de que hiciera cosas que jamás había creído posibles.
—Bueno, si tienes muy mala suerte, a lo mejor consigo convencerte de hacer alguna cosa más —promete mientras me coge de la mano y me lleva dentro del edificio.
Madre mía… ¿Otra vez?
En el ascensor, lo miro. Había dado por supuesto que quería que durmiera con él y ahora recuerdo que él no duerme con nadie, aunque lo haya hecho conmigo unas cuantas veces. Frunzo el ceño y, de pronto, su mirada se oscurece. Levanta la mano y me coge la barbilla, soltándome el labio que me mordía.
—Algún día te follaré en este ascensor, Myriam, pero ahora estás cansada, así que creo que nos conformaremos con la cama.
Inclinándose, me muerde el labio inferior con los dientes y tira suavemente. Me derrito contra su cuerpo y dejo de respirar a la vez que las entrañas se me revuelven de deseo. Le correspondo, clavándole los dientes en el labio superior, provocándole, y él gruñe. Cuando se abren las puertas del ascensor, me lleva de la mano hacia el vestíbulo y cruzamos la puerta de doble hoja hasta el pasillo.
—¿Necesitas una copa o algo?
—No.
—Bien. Vámonos a la cama.
Arqueo las cejas.
—¿Te vas a conformar con una simple y aburrida relación vainilla?
Ladea la cabeza.
—Ni es simple ni aburrida… tiene un sabor fascinante —dice.
—¿Desde cuándo?
—Desde el sábado pasado. ¿Por qué? ¿Esperabas algo más exótico?
La diosa que llevo dentro asoma la cabeza por el borde de la barricada.
—Ay, no. Ya he tenido suficiente exotismo por hoy.
La diosa que llevo dentro me hace pucheros, sin lograr en absoluto ocultar su desilusión.
—¿Seguro? Aquí tenemos para todos los gustos… por lo menos treinta y un sabores.
Me sonríe lascivo.
—Ya lo he observado —replico con sequedad.
Menea la cabeza.
—Venga ya, señorita Montemayor, mañana le espera un gran día. Cuanto antes se acueste, antes la follaré y antes podrá dormirse.
—Es usted todo un romántico, señor García.
—Y usted tiene una lengua viperina, señorita Montemayor. Voy a tener que someterla de alguna forma. Ven.
Me lleva por el pasillo hasta su dormitorio y abre la puerta de una patada.
—Manos arriba —me ordena.
Obedezco y, con un solo movimiento pasmosamente rápido, me quita el vestido como un mago, agarrándolo por el bajo y sacándomelo suavemente por la cabeza.
—¡Tachán! —dice travieso.
Río y aplaudo educadamente. Él hace una elegante reverencia, riendo también. ¿Cómo voy a resistirme a él cuando es así? Deja mi vestido en la silla solitaria que hay junto a la cómoda.
—¿Cuál es el siguiente truco? —inquiero provocadora.
—Ay, mi querida señorita Montemayor. Métete en la cama —gruñe—, que enseguida lo vas a ver.
—¿Crees que por una vez debería hacerme la dura? —pregunto coqueta.
Abre mucho los ojos, asombrado, y veo en ellos un destello de excitación.
—Bueno… la puerta está cerrada; no sé cómo vas a evitarme —dice burlón—. Me parece que el trato ya está hecho.
—Pero soy buena negociadora.
—Y yo. —Me mira, pero, al hacerlo, su expresión cambia; la confusión se apodera de él y la atmósfera de la habitación varía bruscamente, tensándose—. ¿No quieres follar? —pregunta.
—No —digo.
—Ah.
Frunce el ceño.
Vale, allá va… respira hondo.
—Quiero que me hagas el amor.
Se queda inmóvil y me mira alucinado. Su expresión se oscurece. Mierda, esto no pinta bien. ¡Dale un minuto!, me espeta mi subconsciente.
—Myri, yo…
Se pasa las manos por el pelo. Las dos. Está verdaderamente desconcertado.
—Pensé que ya lo habíamos hecho —dice al fin.
—Quiero tocarte.
Se aparta un paso de mí, involuntariamente; por un instante parece asustado, luego se refrena.
—Por favor —le susurro.
Se recupera.
—Ah, no, señorita Montemayor, ya le he hecho demasiadas concesiones esta noche. La respuesta es no.
—¿No?
—No.
Vaya, contra eso no puedo discutir… ¿o sí?
—Mira, estás cansada, y yo también. Vámonos a la cama y ya está —dice, observándome con detenimiento.
—¿Así que el que te toquen es uno de tus límites infranqueables?
—Sí. Ya lo sabes.
—Dime por qué, por favor.
—Ay, Myriam, por favor. Déjalo ya —masculla exasperado.
—Es importante para mí.
Vuelve a pasarse ambas manos por el pelo y maldice por lo bajo. Da media vuelta y se acerca a la cómoda, saca una camiseta y me la tira. La cojo, pensativa.
—Póntela y métete en la cama —me espeta molesto.
Frunzo el ceño, pero decido complacerlo. Volviéndome de espaldas, me quito rápidamente el sujetador y me pongo la camiseta lo más rápido que puedo para cubrir mi desnudez. Me dejo las bragas puestas… he ido sin ellas casi toda la noche.
—Necesito ir al baño —digo con un hilo de voz.
Frunce el ceño, aturdido.
—¿Ahora me pides permiso?
—Eh… no.
—Myriam, ya sabes dónde está el baño. En este extraño momento de nuestro acuerdo, no necesitas permiso para usarlo.
No puede ocultar su enfado. Se quita la camiseta y yo me meto corriendo en el baño.
Me miro en el espejo gigante, asombrada de seguir teniendo el mismo aspecto. Después de todo lo que he hecho hoy, ahí está la misma chica corriente de siempre mirándome pasmada. ¿Qué esperabas, que te salieran cuernos y una colita puntiaguda?, me espeta mi subconsciente. ¿Y qué narices haces? Las caricias son uno de sus límites infranqueables. Demasiado pronto, imbécil. Para poder correr tiene que andar primero. Mi subconsciente está furiosa, su ira es como la de Medusa: el pelo ondeante, las manos aferrándose la cara como en El grito de Edvard Munch. La ignoro, pero se niega a volver a su caja. Estás haciendo que se enfade; piensa en todo lo que ha dicho, hasta dónde ha cedido. Miro ceñuda mi reflejo. Necesito poder ser cariñosa con él, entonces quizá él me corresponda.
Niego con la cabeza, resignada, y cojo el cepillo de dientes de Víctor. Mi subconsciente tiene razón, claro. Lo estoy agobiando. Él no está preparado y yo tampoco. Hacemos equilibrios sobre el delicado balancín de nuestro extraño acuerdo, cada uno en un extremo, vacilando, y el balancín se inclina y se mece entre los dos. Ambos necesitamos acercarnos más al centro. Solo espero que ninguno de los dos se caiga al intentarlo. Todo esto va muy rápido. Quizá necesite un poco de distancia. Georgia cada vez me atrae más. Cuando estoy empezando a lavarme los dientes, llama a la puerta.
—Pasa —espurreo con la boca llena de pasta.
Víctor aparece en el umbral de la puerta con ese pantalón de pijama que se le desliza por las caderas y que hace que todas las células de mi organismo se pongan en estado de alerta. Lleva el torso descubierto y me embebo como si estuviera muerta de sed y él fuera agua clara de un arroyo de montaña. Me mira impasible, luego sonríe satisfecho y se sitúa a mi lado. Nuestros ojos se encuentran en el espejo, gris y azul. Termino con su cepillo de dientes, lo enjuago y se lo doy, sin dejar de mirarlo. Sin mediar palabra, coge el cepillo y se lo mete en la boca. Le sonrío yo también y, de repente, me mira con un brillo risueño en los ojos.
—Si quieres, puedes usar mi cepillo de dientes —me dice en un dulce tono jocoso.
—Gracias, señor —sonrío con ternura y salgo al dormitorio.
A los pocos minutos viene él.
—Que sepas que no es así como tenía previsto que fuera esta noche —masculla malhumorado.
—Imagina que yo te dijera que no puedes tocarme.
Se mete en la cama y se sienta con las piernas cruzadas.
—Myriam, ya te lo he dicho. De cincuenta mil formas. Tuve un comienzo duro en la vida; no hace falta que te llene la cabeza con toda esa mierda. ¿Para qué?
—Porque quiero conocerte mejor.
—Ya me conoces bastante bien.
—¿Cómo puedes decir eso?
Me pongo de rodillas, mirándolo.
Me pone los ojos en blanco, frustrado.
—Estás poniendo los ojos en blanco. La última vez que yo hice eso terminé tumbada en tus rodillas.
—Huy, no me importaría volver a hacerlo.
Eso me da una idea.
—Si me lo cuentas, te dejo que lo hagas.
—¿Qué?
—Lo que has oído.
—¿Me estás haciendo una oferta? —me pregunta pasmado e incrédulo.
Asiento con la cabeza. Sí… esa es la forma
—Negociando.
—Esto no va así, Myriam.
—Vale. Cuéntamelo y luego te pongo los ojos en blanco.
Ríe y percibo un destello del Víctor despreocupado. Hacía un rato que no lo veía. Se pone serio otra vez.
—Siempre tan ávida de información. —Me mira pensativo. Al poco, se baja con elegancia de la cama—. No te vayas —dice, y sale del dormitorio.
La inquietud me atraviesa como una lanza, y me abrazo a mi propio cuerpo. ¿Qué hace? ¿Tendrá algún plan malvado? Mierda. Supón que vuelve con una vara o algún otro instrumento de perversión? Madre mía, ¿qué voy a hacer entonces? Cuando vuelve, lleva algo pequeño en las manos. No veo lo que es, pero me muero de curiosidad.
—¿A qué hora es tu primera entrevista de mañana? —pregunta en voz baja.
—A las dos.
Lentamente se dibuja en su rostro una sonrisa perversa.
—Bien.
Y ante mis ojos, cambia sutilmente. Se vuelve duro, intratable… sensual. Es el Víctor dominante.
—Sal de la cama. Ponte aquí de pie. —Señala a un lado de la cama y yo me bajo y me coloco en un abrir y cerrar de ojos. Me mira fijamente, y en sus ojos brilla una promesa—. ¿Confías en mí? —me pregunta en voz baja.
Asiento con la cabeza. Me tiende la mano y en la palma lleva dos bolas de plata redondas y brillantes unidas por un grueso hilo negro.
—Son nuevas —dice con énfasis.
Lo miro inquisitiva.
—Te las voy a meter y luego te voy a dar unos azotes, no como castigo, sino para darte placer y dármelo yo.
Se interrumpe y sopesa la reacción de mis ojos muy abiertos.
¡Metérmelas! Ahogo un jadeo y se tensan todos los músculos de mi vientre. La diosa que llevo dentro está haciendo la danza de los siete velos.
—Luego follaremos y, si aún sigues despierta, te contaré algunas cosas sobre mis años de formación. ¿De acuerdo?
¡Me está pidiendo permiso! Con la respiración acelerada, asiento. Soy incapaz de hablar.
—Buena chica. Abre la boca.
¿La boca?
—Más.
Con mucho cuidado, me mete las bolas en la boca.
—Necesitan lubricación. Chúpalas —me ordena con voz dulce.
Las bolas están frías, son lisas y pesan muchísimo, y tienen un sabor metálico. Mi boca seca se llena de saliva cuando explora los objetos extraños. Los ojos de Víctor no se apartan de los míos. Dios mío, me estoy excitando. Me estremezco.
—No te muevas, Myriam —me advierte—. Para.
Me las saca de la boca. Se acerca a la cama, retira el edredón y se sienta al borde
—Ven aquí.
Me sitúo delante de él.
—Date la vuelta, inclínate hacia delante y agárrate los tobillos.
Lo miro extrañada y su expresión se oscurece.
—No titubees —me regaña con fingida serenidad y se mete las bolas en la boca.
Joder, esto es más sexy que la pasta de dientes. Sigo sus órdenes inmediatamente. Uf, ¿me llegaré a los tobillos? Descubro que sí, con facilidad. La camiseta se me escurre por la espalda, dejando al descubierto mi trasero. Menos mal que me he dejado las bragas puestas, aunque supongo que no me van a durar mucho.
Me posa la mano con reverencia en el trasero y me lo acaricia suavemente. Entre mis piernas solo atisbo a ver las suyas, nada más. Cierro los ojos con fuerza cuando me aparta con delicadeza las bragas y me pasea un dedo despacio por el sexo. Mi cuerpo se prepara con una mezcla embriagadora de gran impaciencia y excitación. Me mete un dedo y lo mueve en círculos con deliciosa lentitud. Oh, qué gusto. Gimo.
Se me entrecorta la respiración y lo oigo gemir mientras repite el movimiento. Retira el dedo y muy despacio inserta los objetos, primero una bola, luego la otra. Madre mía. Están a la temperatura del cuerpo, calentadas por nuestras bocas. Es una curiosa sensación: una vez que están dentro, no me las siento, aunque sé que están ahí.
Me recoloca las bragas, se inclina hacia delante y sus labios depositan un beso tierno en mi trasero.
—Ponte derecha —me ordena y, temblorosa, me enderezo.
¡Huy! Ahora sí que las siento… o algo. Me agarra por las caderas para sujetarme mientras recupero el equilibrio.
—¿Estás bien? —me pregunta muy serio.
—Sí.
—Vuélvete.
Me giro hacia él.
Las bolas tiran hacia abajo y, sin querer, mi vientre se contrae alrededor de ellas. La sensación me sobresalta, pero no en el mal sentido de la palabra.
—¿Qué tal? —pregunta.
—Raro.
—¿Raro bueno o raro malo?
—Raro bueno —confieso ruborizándome.
—Bien. —Asoma a sus ojos un vestigio de humor—. Quiero un vaso de agua. Ve a traerme uno, por favor.
Oh.
—Y cuando vuelvas, te tumbaré en mis rodillas. Piensa en eso, Myriam.
¿Agua? Quiere agua ahora? ¿Para qué?
Cuando salgo del dormitorio, me queda clarísimo por qué quiere que me pasee; al hacerlo, las bolas me pesan dentro, me masajean internamente. Es una sensación muy rara y no del todo desagradable. De hecho, se me acelera la respiración cuando me estiro para coger un vaso del armario de la cocina, y ahogo un jadeo. Madre mía. Igual tendría que dejarme esto puesto. Hacen que me sienta deseada.
Cuando vuelvo, me observa detenidamente.
—Gracias —dice, y me coge el vaso de agua.
Despacio, da un sorbo y deja el vaso en la mesita de noche. En ella hay un condón, listo y esperando, como yo. Entonces sé que está haciendo esto para generar expectación. El corazón se me ha acelerado un poco. Centra su mirada de ojos profundos en mí.
—Ven. Ponte a mi lado. Como la otra vez.
Me acerco a él, la sangre me zumba por todo el cuerpo, y esta vez… estoy caliente. Excitada.
—Pídemelo —me dice en voz baja.
Frunzo el ceño. ¿Que le pida el qué?
—Pídemelo —repite, algo más duro.
¿El qué? ¿Un poco de agua? ¿Qué quiere?
—Pídemelo, Myriam. No te lo voy a repetir más.
Hay una amenaza velada en sus palabras, y entonces caigo. Quiere que le pida que me dé unos azotes.
Madre mía. Me mira expectante, con la mirada cada vez más fría. Mierda.
—Azótame, por favor… señor —susurro.
Cierra los ojos un instante, saboreando mis palabras. Alarga el brazo, me agarra la mano izquierda y, tirando de mí, me arrastra a sus rodillas. Me dejo caer sobre su regazo, y me sujeta. Se me sube el corazón a la boca cuando empieza a acariciarme el trasero. Me tiene ladeada otra vez, de forma que mi torso descansa en la cama, a su lado. Esta vez no me echa la pierna por encima, sino que me aparta el pelo de la cara y me lo recoge detrás de la oreja. Acto seguido, me agarra el pelo a la altura de la nuca para sujetarme bien. Tira suavemente y echo la cabeza hacia atrás.
—Quiero verte la cara mientras te doy los azotes, Myriam —murmura sin dejar de frotarme suavemente el trasero.
Desliza la mano entre mis nalgas y me aprieta el sexo, y la sensación global es… Gimo. Oh, la sensación es exquisita.
—Esta vez es para darnos placer, Myriam, a ti y a mí —susurra.
Levanta la mano y la baja con una sonora palmada en la confluencia de los muslos, el trasero y el sexo. Las bolas se impulsan hacia delante, dentro de mí, y me pierdo en un mar de sensaciones: el dolor del trasero, la plenitud de las bolas en mi interior y el hecho de que me esté sujetando. Mi cara se contrae mientras mis sentidos tratan de digerir todas estas sensaciones nuevas. Registro en alguna parte de mi cerebro que no me ha atizado tan fuerte como la otra vez. Me acaricia el trasero otra vez, paseando la mano abierta por mi piel, por encima de la ropa interior.
¿Por qué no me ha quitado las bragas? Entonces su mano desaparece y vuelve a azotarme. Gimo al propagarse la sensación. Inicia un patrón de golpes: izquierda, derecha y luego abajo. Los de abajo son los mejores. Todo se mueve hacia delante en mi interior, y entre palmadas, me acaricia, me manosea, de forma que es como si me masajeara por dentro y por fuera. Es una sensación erótica muy estimulante y, por alguna razón, porque soy yo la que ha impuesto las condiciones, no me preocupa el dolor. No es doloroso en sí… bueno, sí, pero no es insoportable. Resulta bastante manejable y, sí, placentero… incluso. Gruño. Sí, con esto sí que puedo.
Hace una pausa para bajarme despacio las bragas. Me retuerzo en sus piernas, no porque quiera escapar de los golpes sino porque quiero más… liberación, algo. Sus caricias en mi piel sensibilizada se convierten en un cosquilleo de lo más sensual. Resulta abrumador, y empieza de nuevo. Unas cuantas palmadas suaves y luego cada vez más fuertes, izquierda, derecha y abajo. Oh, esos de abajo. Gimo.
—Buena chica, Myriam —gruñe, y se altera su respiración.
Me azota un par de veces más, luego tira del pequeño cordel que sujeta las bolas y me las saca de un tirón. Casi alcanzo el clímax; la sensación que me produce no es de este mundo. Con movimientos rápidos, me da la vuelta suavemente. Oigo, más que ver, cómo rompe el envoltorio del condón y, de pronto, lo tengo tumbado a mi lado. Me coge las manos, me las sube por encima de la cabeza y se desliza sobre mí, dentro de mí, despacio, ocupando el lugar que han dejado vacío las bolas. Gimo con fuerza.
—Oh, nena —me susurra mientras retrocede y avanza a un ritmo lento y sensual, saboreándome, sintiéndome.
Es la manera más suave en que me lo ha hecho nunca, y no tardo nada en caer por el precipicio, presa de una espiral de delicioso, violento y agotador orgasmo. Cuando me contraigo a su alrededor, disparo su propio clímax, y se desliza dentro de mí, sosegándose, pronunciando mi nombre entre jadeos, fruto de un asombro prodigioso y desesperado.
—¡Myri!
Guarda silencio, jadeando encima de mí, con las manos aún trenzadas en las mías por encima de mi cabeza. Por fin se vuelve y me mira.
—Me ha gustado —susurra, y me besa tiernamente.
No se entretiene con más besos dulces, sino que se levanta, me tapa con el edredón y se mete en el baño. Cuando vuelve, trae un frasco de loción blanca. Se sienta en la cama a mi lado.
—Date la vuelta —me ordena y, a regañadientes, me pongo boca abajo.
La verdad, no sé para qué tanto lío. Tengo mucho sueño.
—Tienes el culo de un color espléndido —dice en tono aprobador, y me extiende la loción refrescante por el trasero sonrosado.
—Déjalo ya, García —digo bostezando.
—Señorita Montemayor, es usted única estropeando un momento.
—Teníamos un trato.
—¿Cómo te sientes?
—Estafada.
Suspira, se tiende en la cama a mi lado y me estrecha en sus brazos. Con cuidado de no rozarme el trasero escocido, vuelve a hacerme la cucharita. Me besa muy suavemente detrás de la oreja.
—La mujer que me trajo al mundo era una puta adicta al crack, Myriam. Duérmete.
Dios mío… ¿y eso qué significa?
—¿Era?
—Murió.
—¿Hace mucho?
Suspira.
—Murió cuando yo tenía cuatro años. No la recuerdo. Carrick me ha dado algunos detalles. Solo recuerdo ciertas cosas. Por favor, duérmete.
—Buenas noches, Víctor.
—Buenas noches, Myri.
Y me duermo, aturdida y agotada, y sueño con un niño de cuatro años y ojos profundos en un lugar oscuro, terrible y triste.
CONTINUARA......Y COMO DICE LA CANCION "EL FINAL SE ACERCA YA...."
Ale- STAFF
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Gracias por el capitulo y a mi si me gastaria que continuaras con el segundo libro de esta historia esta muy emocion
ante
ante
Eva Robles- VBB BRONCE
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Edad : 51
Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
GRACIAS POR EL CAPITULO Y OJALA CONTINUARAS CON EL SEGUNDO Y TERCER LIBRO POR FAVOR....
dany- VBB PLATINO
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
gracias por el capitulo
a mi me encantaría que continuaran la historia
saludos
rodmina- VBB PLATA
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Fecha de inscripción : 28/05/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
gracias por el cap niña y si que continue la historia
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Ya urge!!!!!!!! Cap. Por favors Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 09/11/2008
CAPITULO 21 .::50 Sombras::.
21
Hay luz por todas partes. Una luz intensa, cálida, penetrante, y me esfuerzo por mantenerla a raya unos cuantos minutos más. Quiero esconderme, solo unos minutos más, pero el resplandor es demasiado fuerte y, al final, sucumbo al despertar. Una gloriosa mañana de Seattle me saluda: el sol entra por el ventanal e inunda la habitación de una luz demasiado intensa. ¿Por qué no bajamos las persianas anoche? Estoy en la enorme cama de Víctor García, pero él no está.
Me quedo tumbada un rato, contemplando por el ventanal desde mi encumbrada y privilegiada posición el perfil urbano de Seattle. La vida en las nubes produce desde luego una sensación de irrealidad. Una fantasía —un castillo en el aire, alejado del suelo, a salvo de la cruda realidad— lejos del abandono, del hambre, de madres que se prostituyen por crack. Me estremezco al pensar lo que debió de pasar de niño, y entiendo por qué vive aquí, aislado, rodeado de belleza, de valiosas obras de arte, tan alejado de sus comienzos… toda una declaración de intenciones. Frunzo el ceño, porque eso sigue sin explicar por qué no puedo tocarlo.
Curiosamente, yo me siento igual aquí arriba, en su torre de marfil. Lejos de la realidad. Estoy en este piso de fantasía, teniendo un sexo de fantasía con mi novio de fantasía, cuando la cruda realidad es que él quiere un contrato especial, aunque diga que intentará darme más. ¿Qué significa eso? Eso es lo que tengo que aclarar entre nosotros, para ver si aún estamos en extremos opuestos del balancín o nos vamos acercando.
Salgo de la cama sintiéndome agarrotada y, a falta de una expresión mejor, bien machacada. Sí, debe de ser de tanto sexo. Mi subconsciente frunce los labios en señal de desaprobación. Yo le pongo los ojos en blanco, alegrándome de que cierto obseso del control de mano muy suelta no esté en la habitación, y decido preguntarle por el entrenador personal. Eso, si firmo. La diosa que llevo dentro me mira desesperada. Pues claro que vas a firmar. Las ignoro a las dos y, tras una visita rápida al baño, salgo en busca de Víctor.
No está en la galería de arte, pero una mujer elegante de mediana edad está limpiando en la zona de la cocina. Al verla, me paro en seco. Es rubia, lleva el pelo corto y tiene los ojos azules; viste una impecable blusa blanca y lisa y una falda de tubo azul marino. Esboza una ampia sonrisa al verme.
—Buenos días, señorita Montemayor. ¿Le apetece desayunar? —me pregunta en un tono agradable pero profesional, y yo alucino.
¿Qué hace esta atractiva rubia en la cocina de Víctor? No llevo puesta más que la camiseta que me dejó. Me siento cohibida por mi desnudez.
—Me temo que juega usted con ventaja —digo en voz baja, incapaz de ocultar la angustia que me produce.
—Ah, lo siento muchísimo… Soy la señora Jones, el ama de llaves del señor García.
Ah.
—¿Qué tal? —consigo decir.
—¿Le apetece desayunar, señora?
¡Señora!
—Me gustaría tomar un poco de té, gracias. ¿Sabe dónde está el señor García?
—En su estudio.
—Gracias.
Salgo disparada hacia el estudio, muerta de vergüenza. ¿Por qué Víctor solo contrata a rubias atractivas? Y una idea desagradable me viene a la cabeza: ¿serán todas ex sumisas? Me niego a acariciar una idea tan espantosa. Asomo la cabeza tímidamente por la puerta. Está al teléfono, de cara al ventanal, vestido con pantalones negros y camisa blanca. Aún tiene el pelo mojado de la ducha y eso me distrae por completo de mis pensamientos negativos.
—Salvo que mejore el balance de pérdidas y ganancias de la compañía, no me interesa, Ros. No vamos a cargar con un peso muerto. No me pongas más excusas tontas. Que me llame Marco, es todo o nada. Sí, dile a Barney que el prototipo pinta bien, aunque la interfaz no me convence. No, le falta algo. Quiero verlo esta tarde para discutirlo. A él y a su equipo; podemos hacer una tormenta de ideas. Vale. Pásame con Andrea otra vez. —Espera, mirando por el ventanal, amo y señor del universo contemplando a la pobre gente bajo su castillo en el cielo—. Andrea…
Al levantar la vista, me ve en la puerta. Una sensual sonrisa se extiende lentamente por su hermoso rostro, y me quedo sin habla al tiempo que se me derriten las entrañas. Es sin lugar a dudas el hombre más hermoso del planeta, demasiado hermoso para los seres vulgares de allá abajo, demasiado hermoso para mí. No, la diosa que llevo dentro me mira ceñuda, demasiado hermoso para mí, no. En cierto modo, es mío… de momento. La idea me produce un escalofrío y disipa mi irracional inseguridad.
Sigue hablando, sin dejar de mirarme.
—Cancela toda mi agenda de esta mañana, pero que me llame Bill. Estaré allí a las dos. Tengo que hablar con Marco esta tarde, eso me llevará al menos media hora. Ponme a Barney y a su equipo después de Marco, o quizá mañana, y búscame un hueco para quedar con Claude todos los días de esta semana. Dile que espere. Ah. No, no quiero publicidad para Darfur. Dile a Sam que se encargue él de eso. No. ¿Qué evento? ¿El sábado que viene? Espera.
»¿Cuándo vuelves de Georgia? —me pregunta.
—El viernes.
Retoma la conversación telefónica.
—Necesitaré una entrada más, porque voy acompañado. Sí, Andrea, eso es lo que he dicho, acompañado, la señorita Myriam Montemayor vendrá conmigo. Eso es todo. —Cuelga—. Buenos días, señorita Montemayor.
—Señor García —sonrío tímidamente.
Rodea el escritorio con su habitual elegancia y se sitúa delante de mí. Me acaricia suavemente la mejilla con el dorso de los dedos.
—No quería despertarte, se te veía tan serena. ¿Has dormido bien?
—He descansado, gracias. Solo he venido a saludar antes de darme una ducha.
Lo miro, me embebo de él. Se inclina y me besa con suavidad, y no puedo controlarme. Me cuelgo de su cuello y mis dedos se enredan en su pelo aún húmedo. Con el cuerpo pegado al suyo, le devuelvo el beso. Lo deseo. Mi ataque lo toma por sorpresa, pero, tras un instante, responde con un grave gruñido gutural. Desliza las manos por mi pelo y desciende por la espalda para agarrarme el trasero desnudo, explorándome la boca con la lengua. Se aparta, con los ojos entrecerrados.
—Vaya, parece que el descanso te ha sentado bien —murmura—. Te sugiero que vayas a ducharte, ¿o te echo un polvo ahora mismo encima de mi escritorio?
—Prefiero lo del escritorio —le susurro temeraria mientras el deseo invade mi organismo como la adrenalina, despertándolo todo a su paso.
Me mira perplejo un milisegundo.
—Esto le gusta de verdad, ¿no, señorita Montemayor? Te estás volviendo insaciable —masculla.
—Lo que me gusta eres tú —le digo.
Sus ojos se agrandan y se oscurecen mientras me masajea el trasero desnudo.
—Desde luego, solo yo —gruñe, y de pronto, con un movimiento rápido, aparta todos los planos y documentos del escritorio, que se esparcen por el suelo, y luego me coge en brazos y me tumba en el lado corto de la mesa, de forma que la cabeza casi me cuelga por el borde—. Tú lo has querido, nena —masculla, sacándose un preservativo del bolsillo del pantalón al tiempo que se baja la cremallera.
Vaya con el boyscout. Desliza el condón por su miembro erecto y me mira.
—Espero que estés lista —dice con una sonrisa lasciva.
Y en un instante está dentro de mí y, sujetándome con fuerza las muñecas a los costados, me penetra hasta el fondo.
Gimo… oh, sí.
—Dios, Myri. Sí que estás lista —susurra con veneración.
Enroscándole las piernas en la cintura, lo abrazo de la única forma que puedo mientras él, de pie, me mira, con un brillo intenso en esos ojos profundos, apasionado y posesivo. Empieza a moverse, a moverse de verdad. Esto no es hacer el amor, esto es follar, y me encanta. Gimo. Es tan crudo, tan carnal, me excita tanto. Gozo de su penetración, su pasión sacia la mía. Se mueve con facilidad, gozándome, disfrutando de mí, con la boca algo abierta a medida que se le acelera la respiración. Gira las caderas de un lado a otro y me produce una sensación deliciosa.
Cierro los ojos, notando que se aproxima el clímax, esa deliciosa avalancha lenta y creciente, que me eleva más y más hasta el castillo en el aire. Oh, sí… su empuje aumenta un poco. Gimo fuerte. Soy toda sensación, toda él; disfruto de cada embate, de cada vez que me llega hasta el fondo. Coge ritmo, empuja más rápido, más fuerte, y todo mi cuerpo se mueve a su compás, y noto que se me agarrotan las piernas, y mis entrañas se estremecen y se aceleran.
—Vamos, nena, dámelo todo —me incita entre dientes, y el deseo ardiente de su voz, la tensión, me abocan al precipicio.
Lanzo una súplica silenciosa y apasionada cuando toco el sol y me quemo, y me desplomo a su alrededor, caigo, de vuelta a una cima intensa y luminosa en la Tierra. Embiste y para en seco al llegar al clímax y, tirándome de las muñecas, se desploma con elegancia, calladamente, sobre mí.
Uau… esto no me lo esperaba. Poco a poco, vuelvo a materializarme en la Tierra.
—¿Qué diablos me estás haciendo? —dice besuqueándome el cuello—. Me tienes completamente hechizado, Myri. Ejerces alguna magia poderosa.
Me suelta las muñecas y le paso los dedos por el pelo, descendiendo de las alturas. Aprieto las piernas alrededor de su cintura.
—Soy yo la hechizada —susurro.
Me mira, me contempla, con expresión desconcertada, alarmada incluso. Poniéndome las manos a ambos lados de la cara, me sujeta la cabeza.
—Tú… eres… mía —dice, marcando bien cada palabra—. ¿Entendido?
Lo dice tan serio, tan exaltado… con tal fanatismo. La fuerza de su súplica me resulta tan inesperada, tan apabullante. Me pregunto por qué se siente así.
—Sí, tuya —le susurro, completamente desconcertada por su fervor.
—¿Seguro que tienes que irte a Georgia?
Asiento despacio. Y, en ese breve instante, veo alterarse su expresión y noto cómo cambia su actitud. Se retira bruscamente y yo hago una mueca de dolor.
—¿Te duele? —pregunta inclinándose sobre mí.
—Un poco —confieso.
—Me gusta que te duela. —Sus ojos abrasan—. Te recordará que he estado ahí, solo yo.
Me coge por la barbilla y me besa con violencia, luego se endereza y me tiende la mano para ayudarme a levantarme. Miro el envoltorio del condón que tengo al lado.
—Siempre preparado —murmuro.
Me mira confundido mientras se sube la bragueta. Sostengo en alto el envoltorio vacío.
—Un hombre siempre puede tener esperanzas, Myriam, incluso sueña, y a veces los sueños se hacen realidad.
Suena tan raro, con esa mirada encendida. No lo entiendo. Mi dicha poscoital se esfuma rápidamente. ¿Qué problema tiene?
—Así que hacerlo en tu escritorio… ¿era un sueño? —le pregunto con sequedad, probando a bromear para aliviar la tensión que hay entre nosotros.
Me dedica una sonrisa enigmática que no le llega a los ojos y sé inmediatamente que no es la primera vez que lo ha hecho en su escritorio. La idea me desagrada. Me retuerzo incómoda al tiempo que mi dicha poscoital se esfuma del todo.
—Más vale que vaya a darme una ducha.
Me levanto y me dispongo a marcharme.
Frunce el ceño y se pasa una mano por el pelo.
—Tengo un par de llamadas más que hacer. Desayunaré contigo cuando salgas de la ducha. Creo que la señora Jones te ha lavado la ropa de ayer. Está en el armario.
¿Qué? ¿Cuándo lo ha hecho? Por Dios, ¿nos habrá oído? Me ruborizo.
—Gracias —murmuro.
—No se merecen —dice automáticamente, pero noto cierto tonillo en su voz.
No te estoy dando las gracias por follarme. Aunque ha sido muy…
—¿Qué? —me suelta, y entonces me doy cuenta de que estoy frunciendo el ceño.
—¿Qué pasa? —le pregunto en voz baja.
—¿A qué te refieres?
—Pues a que estás siendo aún más raro de lo habitual.
—¿Te parezco raro?
Trata de reprimir una sonrisa.
—A veces.
Me estudia un instante, pensativo.
—Como de costumbre, me sorprende, señorita Montemayor.
—¿En qué le sorprendo?
—Digamos que esto ha sido un regalito inesperado.
—La idea es complacernos, señor García.
Ladeo la cabeza como hace él a menudo, devolviéndole sus palabras.
—Y me complaces, desde luego —dice, pero lo noto inquieto—. Pensaba que ibas a darte una ducha.
Vaya, me está echando.
—Sí… eh… luego te veo.
Salgo de su despacho completamente anonadada.
Víctor parecía confundido. ¿Por qué? Debo decir que, como experiencia física, ha sido muy satisfactoria. En cambio, emocionalmente… bueno, me desconcierta su reacción, y eso es tan enriquecedor emocionalmente como nutritivo el algodón de azúcar.
La señora Jones sigue en la cocina.
—¿Le apetece el té ahora, señorita Montemayor?
—Me voy a duchar primero, gracias —murmuro, y me apresuro a salir de allí con el rostro aún encendido.
En la ducha, trato de averiguar qué le pasa a Víctor. Es la persona más complicada que conozco y no alcanzo a comprender sus estados de ánimo cambiantes. Parecía estar bien cuando he entrado en su estudio. Lo hemos hecho… y luego ya no estaba bien. No, no lo entiendo. Recurro a mi subconsciente. Me la encuentro silbando con las manos a la espalda, mirando a cualquier parte menos a mí. No tiene ni idea, y la diosa que llevo dentro sigue disfrutando de los restos de la dicha poscoital. No… ninguna de nosotras tiene ni idea.
Me seco el pelo con la toalla, me lo cepillo con el único peine que tiene Víctor y me lo recojo en un moño. El vestido ciruela de Mane está colgado, lavado y planchado, en el armario, junto con mi sujetador y mis bragas también limpios. La señora Jones es una maravilla. Me calzo los zapatos de Mane, me arreglo un poco el vestido, respiro hondo y vuelvo a salir del enorme dormitorio.
Víctor sigue sin aparecer, y la señora Jones está revisando lo que hay en la despensa.
—¿Quiere ya el té, señorita Montemayor? —pregunta.
—Por favor.
Le sonrío. Me siento algo más a gusto ahora que voy vestida.
—¿Le apetece comer algo?
—No, gracias.
—Pues claro que vas a comer algo —espeta Víctor, resplandeciente—. Le gustan las tortitas con huevos y beicon, señora Jones.
—Sí, señor García. ¿Qué va a tomar usted, señor?
—Tortilla, por favor, y algo de fruta. —No me quita los ojos de encima, su expresión es indescifrable—. Siéntate —me ordena, señalando uno de los taburetes de la barra.
Obedezco, y él se sienta a mi lado mientras la señora Jones prepara el desayuno. Uf, me pone nerviosa que alguien más oiga lo que hablamos.
—¿Ya has comprado el billete de avión?
—No, lo compraré cuando llegue a casa, por internet.
Se apoya en mi hombro y se frota la barbilla en él.
—¿Tienes dinero?
Oh, no.
—Sí —digo poniendo un tono de resignada paciencia, como si hablara con un niño pequeño.
Me arquea una ceja reprobatoria. Mierda.
—Sí tengo, gracias —rectifico enseguida.
—Tengo un jet. No se va a usar hasta dentro de tres días; está a tu disposición.
Lo miro boquiabierta. Pues claro que tiene un jet, y yo tengo que resistir la inclinación natural de mi cuerpo a poner los ojos en blanco. Me entran ganas de reír. Pero no lo hago, porque no sé de qué humor está.
—Ya hemos abusado bastante de la flota aérea de tu empresa. No me gustaría volver a hacerlo.
—La empresa es mía, el jet también.
Parece ofendido. ¡Ah, los chicos y sus juguetitos!
—Gracias por el ofrecimiento, pero prefiero coger un vuelo regular.
Me da la impresión de que quiere seguir discutiéndolo, pero al final no lo hace.
—Como quieras. —Suspira—. ¿Tienes que prepararte mucho para las entrevistas?
—No.
—Bien. No vas a decirme de qué editoriales se trata, ¿verdad?
—No.
Se dibuja en sus labios una sonrisa reticente.
—Soy un hombre de recursos, señorita Montemayor.
—Soy perfectamente consciente de eso, señor García. ¿Me vas a rastrear el móvil? —pregunto inocentemente.
—La verdad es que esta tarde voy a estar muy liado, así que tendré que pedirle a alguien que lo haga por mí.
Sonríe con picardía.
Lo dirá en broma, ¿no?
—Si puedes poner a alguien a hacer eso, es que te sobra personal, desde luego.
—Le mandaré un correo a la jefa de recursos humanos y le pediré que revise el recuento de personal.
Tuerce la boca para ocultar la sonrisa.
Ay, menos mal que ha recobrado el sentido del humor.
La señora Jones nos sirve el desayuno y comemos en silencio durante unos minutos. Tras recoger los cacharros, la mujer se retira discretamente de la zona del salón. Lo miro.
—¿Qué pasa, Myriam?
—¿Sabes?, al final no me has dicho por qué no te gusta que te toquen.
Palidece y su reacción me hace sentirme culpable por preguntar.
—Te he contado más de lo que le he contado nunca a nadie —dice en voz baja mientras me mira impasible.
Y tengo claro que nunca le ha hecho confidencias a nadie. ¿No tiene amigos íntimos? Quizá se lo contara a la señora Robinson. Quiero preguntárselo, pero no puedo… no puedo meterme así en su vida. Niego con la cabeza al darme cuenta. Está solo, pero de verdad.
—¿Pensarás en nuestro contrato mientras estás fuera? —pregunta.
—Sí.
—¿Me vas a echar de menos?
Lo miro, sorprendida por la pregunta.
—Sí —respondo con sinceridad.
¿Cómo puede haber llegado a significar tanto para mí en tan poco tiempo? Se me ha metido bajo la piel, literalmente. Sonríe y se le ilumina la mirada.
—Yo también te voy a echar de menos. Más de lo que imaginas —me dice.
Se me alegra el corazón al oír sus palabras. Lo está intentando, de verdad. Me acaricia suavemente la mejilla, se inclina y me besa con ternura.
A última hora de la tarde espero sentada y nerviosa al señor J. De la O en el vestíbulo de Seattle Independent Publishing. Es mi segunda entrevista de hoy y la que más me interesa. La primera ha ido bien, pero era para un grupo mayor, con oficinas en todo el país, y yo no sería más que una de las muchas ayudantes editoriales. Imagino que semejante máquina corporativa me engulliría y me escupiría bastante rápido. En SIP es donde quiero estar. Es pequeña y poco convencional, aboga por los autores locales y tiene una interesante y peculiar lista de clientes.
El lugar resulta un tanto austero, pero creo que es una declaración de intenciones más que un indicio de frugalidad. Estoy sentada en uno de los dos sillones Chesterfield de piel verde oscuro, muy similares al sofá que tiene Víctor en su cuarto de juegos. Acaricio la piel, apreciativa, y me pregunto distraída qué hará Víctor en ese sofá. Divago pensando en las posibilidades… no, más vale que no piense en eso ahora. Me sonrojan mis pensamientos descarriados e inoportunos. La recepcionista es una joven afroamericana con grandes pendientes de plata y el pelo largo y liso. Tiene cierto aire bohemio; es de esa clase de mujeres con las que podría llevarme bien. La idea me reconforta. De vez en cuando me mira, apartando la vista del ordenador, y me sonríe tranquilizadora. Yo le devuelvo la sonrisa tímidamente.
Ya tengo el vuelo reservado, mi madre está encantada de que vaya a verla, he hecho la maleta y Mane ha accedido a acompañarme al aeropuerto. Víctor me ha ordenado que me lleve la BlackBerry y el Mac. Pongo los ojos en blanco al recordar su despotismo, pero ahora me doy cuenta de que él es así. Le gusta controlarlo todo, incluida yo. Sin embargo, también puede ser tan impredecible y desconcertantemente agradable… Puede ser tierno, alegre, e incluso dulce. Y, cuando lo es, resulta tan imprevisible e inesperado… Ha insistido en acompañarme hasta el coche, que estaba aparcado en el garaje. Por Dios, que solo me voy unos días; se comporta como si me marchara durante varias semanas. Me tiene siempre desconcertada.
—¿Myri Montemayor?
Una mujer de melena negra prerrafaelita, de pie junto al mostrador de recepción, me saca de mi ensimismamiento. Tiene el mismo aire bohemio y etéreo que la recepcionista. Tendrá unos treinta y muchos, quizá cuarenta y pocos; resulta muy difícil de saber con mujeres de cierta edad.
—Sí —respondo, y me levanto desmañadamente.
Me dedica una sonrisa educada, sus fríos ojos castaños me escudriñan. Visto uno de los conjuntos de Mane, un pichi negro con una blusa blanca y mis zapatos negros de tacón. Muy de entrevista, creo yo. Llevo el pelo recogido en un moño prieto y, por una vez, los mechones se están comportando. Me tiende la mano.
—Hola, Myri, me llamo Estrella Veloz. Soy la jefa de recursos humanos de SIP.
—¿Cómo está?
Le estrecho la mano. La veo muy informal para ser jefa de recursos humanos.
—Sígueme, por favor.
Pasamos la puerta de doble hoja que hay detrás de la zona de recepción y entramos en una oficina grande y diáfana de decoración luminosa, y de ahí a una pequeña sala de reuniones. Las paredes son de color verde claro y están llenas de fotos de cubiertas de libros. A la cabecera de la mesa de conferencias de madera de arce está sentado un hombre joven, pelirrojo, con la melena recogida en una coleta. En ambas orejas le brillan unos pequeños aros de plata. Viste camisa azul claro, sin corbata, y pantalones de algodón gris oscuro. Cuando me acerco a él, se levanta y me mira con unos ojos azul oscuro insondables.
—Myri Montemayor, soy Jose Antonio de la O, director de adquisiciones de SIP. Encantado de conocerte.
Nos damos la mano. Su mirada obscura me resulta impenetrable, aunque suficientemente afable, creo.
—¿Vienes de muy lejos? —me pregunta amablemente.
—No, acabo de mudarme a la zona de Pike Street Market.
—Ah, entonces vives muy cerca. Siéntate, por favor.
Me siento, y Estrella toma asiento a mi lado.
—Dinos, ¿por qué quieres trabajar como becaria en SIP, Myri? —pregunta.
Pronuncia mi nombre con suavidad y ladea la cabeza, como alguien que yo me sé; resulta inquietante. Esforzándome por ignorar el recelo irracional que me inspira, me lanzo a soltarle mi discurso cuidadosamente preparado, consciente de que un rubor sonrosado se extiende por mis mejillas. Los miro a los dos, recordando la charla de María Inés Guerra sobre cómo salir airoso de una entrevista: «¡Mantén el contacto visual, Myri!». Dios, qué mandona puede ser ella también, a veces. Jose Antonio y Estrella me escuchan con atención.
—Tienes una nota media impresionante. ¿De qué actividades extracurriculares has disfrutado en tu universidad?
¿Disfrutar? Lo miro extrañada. Qué extraña elección léxica. Entro en detalles sobre mi puesto de bibliotecaria en la biblioteca central del campus y mi experiencia entrevistando a un déspota indecentemente rico para la revista de la universidad. Paso por alto el hecho de que, en realidad, no fui yo quien escribió el artículo. Menciono las dos sociedades literarias a las que pertenecía y concluyo con mi trabajo en Carvajal’s y todos los conocimientos inútiles que ahora poseo sobre ferretería y bricolaje. Los dos se ríen, que es lo que esperaba. Poco a poco, me relajo y empiezo a sentirme a gusto.
Jose Antonio de la O me hace preguntas agudas e inteligentes, pero no me amilano; mantengo el tipo y, cuando hablamos de mis preferencias literarias y mis libros favoritos, creo que me defiendo bastante bien. A Jose Antonio, en cambio, solo parece gustarle la literatura estadounidense posterior a 1950. Nada más. Ningún clásico, ni siquiera Henry James, ni Upton Sinclair, ni F. Scott Fitzgerald. Estrella no dice nada, solo asiente de vez en cuando y toma notas. Jose Antonio, pese a su afán por la controversia, es agradable a su manera, y mi recelo inicial se disipa a medida que hablamos.
—¿Y dónde te ves dentro de cinco años? —pregunta.
Con Víctor García, me viene sin querer la idea a la cabeza. La divagación me hace fruncir el ceño.
—De editora, quizá. Tal vez de agente literario, no estoy segura. Estoy abierta a todas las posibilidades.
Jose Antonio sonríe.
—Muy bien, Myri. No tengo más preguntas. ¿Y tú? —me plantea directamente.
—¿Cuándo habría que empezar? —inquiero.
—Lo antes posible —interviene Estrella—. ¿Cuándo podrías tú?
—Estoy disponible a partir de la semana que viene.
—Está bien saberlo —dice Jose Antonio.
—Si nadie tiene nada más que decir —Estrella nos mira a los dos—, creo que damos por terminada la entrevista.
Sonríe amablemente.
—Ha sido un placer conocerte, Myri —dice Jose Antonio en voz baja cogiéndome la mano.
Me la aprieta con suavidad, así que lo miro con cierta extrañeza cuando me despido.
Camino del coche, me noto intranquila, pero no sé por qué. Creo que la entrevista ha ido bien, pero es difícil saberlo. Las entrevistas me parecen algo tan artificial; todo el mundo comportándose de la mejor forma posible e intentando desesperadamente esconderse tras una fachada profesional. ¿Encajo en el perfil? Habrá que esperar para saberlo.
Me subo a mi Audi A3 y me dirijo a casa, pero con tranquilidad. He reservado un vuelo nocturno con escala en Atlanta, pero no sale hasta las 22.25 h, así que tengo tiempo de sobra.
Cuando llego, Mane está desempaquetando cajas en la cocina.
—¿Qué tal te ha ido? —me pregunta emocionada.
Solo Mane puede estar guapísima con una camiseta gigante, unos vaqueros gastados y un pañuelo azul marino en la cabeza.
—Bien, gracias, Mane. No sé si este conjunto era lo bastante apropiado para la segunda entrevista.
—¿Y eso?
—Me habría venido mejor algo bohemio y elegante.
Mane arquea una ceja.
—Tú y tus bohemios elegantes. —Ladea la cabeza, ¡agh! ¿Por qué todo el mundo me recuerda a mi Cincuenta favorito?—. En realidad, Myri, tú eres una de las pocas personas que puede conseguir ese look.
Sonrío.
—Me ha gustado mucho el segundo sitio. Creo que podría encajar allí. Eso sí, el tipo que me ha entrevistado era un tanto inquietante.
Me interrumpo. Mierda, que estás hablando con Parabólica Guerra. ¡Cállate, Myri!
—¿Y eso?
El radar de María Inés Guerra, detector de datos interesantes, entra en acción de inmediato en busca de ese dato que solo resurgirá en algún momento inoportuno y comprometedor, lo cual me recuerda algo.
—Por cierto, ¿podrías dejar de provocar a Víctor? Tu comentario sobre Carlos en la cena de anoche no venía a cuento. Es un tipo celoso. Lo que haces no está bien, ¿sabes?
—Mira, si no fuera el hermano de Raúl, le habría dicho cosas peores. Es un controlador obsesivo. No entiendo cómo lo aguantas. Pretendía ponerlo celoso, ayudarlo un poco a decidirse. —Levanta las manos con aire defensivo—. Pero si no quieres que me meta, no lo haré —añade enseguida al verme fruncir el ceño.
—Muy bien. La vida con Víctor ya es bastante complicada de por sí, créeme.
Dios, sueno como él.
—Myri. —Hace una pausa, mirándome fijamente—. Estás bien, ¿no? ¿No irás a casa de tu madre para escapar?
Me ruborizo.
—No, Mane. Fuiste tú la que dijo que necesitaba un descanso.
Se acerca y me coge de las manos, un gesto impropio de Mane. Oh, no… Me voy a echar a llorar.
—Te veo… no sé… distinta. Espero que estés bien y que, sean cuales sean los problemas que tengas con el señor Millonetis, puedas hablarlo conmigo. Y que sepas que yo no pretendo provocarlo, aunque, la verdad, con él es como pescar en una pecera. Mira, Myri, si algo va mal, cuéntamelo. No te voy a juzgar. Procuraré entenderlo.
Contengo las lágrimas.
—Ay, Mane… —La abrazo—. Creo que me he enamorado de él de verdad.
—Myri, eso lo ve cualquiera. Y él se ha enamorado de ti. Está loco por ti. No te quita los ojos de encima.
Río tímidamente.
—¿Tú crees?
—¿No te lo ha dicho?
—No con tantas palabras.
—¿Se lo has dicho tú?
—No con tantas palabras.
Me encojo de hombros, como disculpándome.
—¡Myri! Uno de los dos tiene que dar el primer paso, si no nunca llegaréis a ninguna parte.
¿Qué, que le diga lo que siento?
—Me da miedo espantarlo.
—¿Y cómo sabes que él no siente lo mismo?
—¿Víctor, miedo? No me lo imagino asustado de nada.
Pero, mientras lo digo, me lo imagino de niño. Quizá el miedo fuera lo único que conocía entonces. Solo de pensarlo, se me encoge el corazón de pena.
Mane me observa con los labios y los ojos fruncidos, como mi subconsciente… solo le faltan las gafas de media luna.
—Os hace falta sentaros a charlar.
—No hemos hablado mucho últimamente.
Me sonrojo. Otras cosas sí. Comunicación no verbal, y no ha estado nada mal. Bueno, ha estado más que bien.
Sonríe.
—¡Por el sexo! Si eso va bien, tienes media batalla ganada, Myri. Voy a buscar algo de comida china. ¿Lo tienes ya todo listo para el viaje?
—Casi. Aún nos quedan un par de horas o así.
—No… vuelvo dentro de veinte minutos.
Coge la cazadora y se va; se olvida de cerrar la puerta. La cierro y me voy a mi cuarto, rumiando sus palabras.
¿Tiene miedo Víctor de lo que siente por mí? ¿Siente algo por mí? Parece muy entusiasmado, dice que soy suya… pero eso forma parte de su yo dominante y obsesivo que debe tenerlo y poseerlo todo, seguro. Me doy cuenta de que, mientras esté fuera, tendré que repasar todas nuestras conversaciones y ver si puedo detectar algún indicio claro.
«Yo también te voy a echar de menos. Más de lo que imaginas.» «Me tienes completamente hechizado.»
Niego con la cabeza. No quiero pensar en eso ahora. La BlackBerry se está cargando, así que no la he mirado en toda la tarde. Me acerco con cautela y me desilusiona ver que no hay mensajes. Enciendo el cacharro infernal y tampoco hay mensajes. Es la misma dirección de e-mail, Myri, me dice mi subconsciente poniéndome los ojos en blanco y, por primera vez, entiendo por qué Víctor quiere darme unos azotes cada vez que lo hago.
Vale. Bueno, pues le escribo un correo yo.
De: Myriam Montemayor Fecha: 30 de mayo de 2011 18:49
Para: Víctor García
Asunto: Entrevistas
Querido señor: Las entrevistas de hoy han ido bien. He pensado que igual te interesaba. ¿Qué tal tu día?
Myri
Me siento y miro furiosa la pantalla. Las respuestas de Víctor suelen ser instantáneas. Espero y espero, y por fin oigo el tono de mensaje entrante.
De: Víctor García Fecha: 30 de mayo de 2011 19:03
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Mi día
Querida señorita Montemayor: Todo lo que hace me interesa. Es la mujer más fascinante que conozco. Me alegro de que sus entrevistas hayan ido bien. Mi mañana ha superado todas mis expectativas. Mi tarde, en comparación, ha sido de lo más aburrida.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 30 de mayo de 2011 19:05
Para: Víctor García
Asunto: Mañana maravillosa
Querido señor: También la mañana ha sido extraordinaria para mí, aunque te hayas mostrado raro después del impecable polvo sobre el escritorio. No creas que no me he dado cuenta. Gracias por el desayuno. O gracias a la señora Jones. Me gustaría hacerte algunas preguntas sobre ella (sin que vuelvas a ponerte raro conmigo).
Myri
Titubeo antes de pulsar la tecla de envío y me tranquiliza pensar que mañana a estas horas estaré en la otra punta del continente.
De: Víctor García Fecha: 30 de mayo de 2011 19:10
Para: Myriam Montemayor
Asunto: ¿Tú en una editorial?
Myriam:«Ponerse raro» no es una forma verbal aceptable y no debería usarla alguien que quiere entrar en el mundo editorial. ¿Impecable? ¿Comparado con qué, dime, por favor? ¿Y qué es lo que quieres preguntarme de la señora Jones? Me tienes intrigado.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 30 de mayo de 2011 19:17
Para: Víctor García
Asunto: Tú y la señora Jones
Querido señor: La lengua evoluciona y avanza. Es algo vivo. No está encerrada en una torre de marfil, rodeada de carísimas obras de arte, con vistas a casi todo Seattle y con un helipuerto en la azotea. Impecable en comparación con las otras veces que hemos… ¿cómo lo llamas tú…?, ah, sí, follado. De hecho, los polvos han sido todos impecables, punto, en mi modesta opinión,… pero, claro, como bien sabes, tengo una experiencia muy limitada. ¿La señora Jones es una ex sumisa tuya?
Myri
Titubeo una vez más antes de darle a la tecla de envío, pero al final le doy.
De: Víctor García Fecha: 30 de mayo de 2011 19:22
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Lenguaje. ¡Esa boquita…!
Myriam: La señora Jones es una empleada muy valiosa. Nunca he mantenido con ella más relación que la profesional. No contrato a nadie con quien haya mantenido relaciones sexuales. Me sorprende que se te haya ocurrido algo así. La única persona con la que haría una excepción a esta norma eres tú, porque eres una joven brillante con notables aptitudes para la negociación. No obstante, como sigas utilizando semejante lenguaje, voy a tener que reconsiderar la posibilidad de incorporarte a mi plantilla. Me alegra que tengas una experiencia limitada. Tu experiencia seguirá estando limitada… solo a mí. Tomaré «impecable» como un cumplido… aunque contigo nunca sé si es eso lo que quieres decir o si el sarcasmo está hablando por ti, como de costumbre.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc., desde su torre de marfil
De: Myriam Montemayor Fecha: 30 de mayo de 2011 19:27
Para: Víctor García
Asunto: Ni por todo el té de China
Querido señor García: Creo que ya le he manifestado mis reservas respecto a trabajar en su empresa. Mi opinión no ha cambiado, ni va a cambiar, ni cambiará, jamás. Ahora te tengo que dejar porque Mane ya ha vuelto con la cena. Mi sarcasmo y yo te deseamos buenas noches. Me pondré en contacto contigo cuando esté en Georgia.
Myri
De: Víctor García Fecha: 30 de mayo de 2011 19:29
Para: Myriam Montemayor
Asunto: ¿Ni por el té Twinings English Breakfast?
Buenas noches, Myriam. Espero que tu sarcasmo y tú tengáis un buen vuelo.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
Mane y yo paramos en la zona de estacionamiento frente a la terminal de salidas del Sea-Tac. Se inclina desde su asiento para abrazarme.
—Pásatelo bien en Barbados, Mane. Que tengas unas vacaciones maravillosas.
—Te veo a la vuelta. No dejes que Millonetis te amargue la existencia.
—No lo haré.
Nos abrazamos una vez más, y me quedo sola. Me dirijo a facturación y me pongo en la cola, esperando con mi equipaje de cabina. No me he molestado en coger una maleta, solo una elegrante mochila que Ray me regaló por mi último cumpleaños.
—Billete, por favor.
El joven aburrido del otro lado del mostrador me tiende la mano sin mirarme siquiera.
Con idéntica desgana le entrego mi billete y el carnet de conducir como documento de identidad. Espero que me toque ventanilla, si es posible.
—Muy bien, señorita Montemayor. La han pasado a primera clase.
—¿Qué?
—Señora, si es tan amable, pase a la sala VIP y espere allí a que salga su vuelo.
Parece haber despertado y me sonríe como si yo fuera Santa Claus y el conejo de Pascua todo en uno.
—Tiene que haber algún error.
—No, no. —Vuelve a mirar la pantalla del ordenador—. Myriam Montemayor: a primera clase —lee, y me dirige una sonrisa afectada.
Aghhh… Entorno los ojos. Me da mi tarjeta de embarque y me dirijo a la sala VIP, rezongando por lo bajo. Maldito Víctor García, metomentodo controlador. ¿Es que no me puede dejar en paz?
CONTINUARA....
Ale- STAFF
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
GRACIAS POR EL CAPITULO
dany- VBB PLATINO
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
gracias por el capitulo
que Myriam disfrute el vuelo en primera clase jijiji
saludos
rodmina- VBB PLATA
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Gracias por el Cap. Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Gracias por el capi esta muy buena y emocionante pero por favor no nos castiges mucho sin capitulos
Eva Robles- VBB BRONCE
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CAPITULO 22 .::50 Sombras::.
22
Me han hecho la manicura, me han dado un masaje y me he tomado dos copas de champán. La sala VIP tiene muchas ventajas. Con cada sorbo de Moët, me siento un poco más inclinada a perdonar a Víctor por su intervención. Abro el MacBook con la confianza de poner a prueba la teoría de que funciona en cualquier parte del planeta.
De: Myriam Montemayor Fecha: 30 de mayo de 2011 21:53
Para: Víctor García
Asunto: Detalles super extravagantes
Querido señor García: Lo que verdaderamente me alarma es cómo has sabido qué vuelo iba a coger. Tu tendencia al acoso no conoce límites. Espero que el doctor Flynn haya vuelto de vacaciones. Me han hecho la manicura, me han dado un masaje en la espalda y me he tomado dos copas de champán, una forma agradabilísima de empezar mis vacaciones. Gracias.
Myri
De: Víctor García Fecha: 30 de mayo de 2011 21:59
Para: Myriam Montemayor
Asunto: No se merecen
Querida señorita Montemayor: El doctor Flynn ha vuelto y tengo cita con él esta semana. ¿Quién le ha dado un masaje en la espalda?
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc., con amigos en los sitios adecuados
¡Ajá! Hora de vengarse. Ya han llamado a nuestro vuelo, así que ahora podré contestarle desde el avión. Será más seguro. Estoy a punto de abrazarme de perversa alegría.
Hay muchísimo sitio en primera. Con un cóctel de champán en la mano, me instalo en el suntuoso asiento de cuero junto a la ventanilla mientras la cabina empieza a llenarse poco a poco. Llamo a Ray para decirle dónde estoy; una llamada compasivamente breve, porque es muy tarde para él.
—Te quiero, papá —susurro.
—Y yo a ti, Myri. Saluda a tu madre. Buenas noches.
—Buenas noches.
Cuelgo.
Ray está en buena forma. Miro mi Mac y, con el mismo regocijo infantil creciente, lo abro y entro en el programa de correo.
De: Myriam Montemayor Fecha: 30 de mayo de 2011 22:22
Para: Víctor García
Asunto: Manos fuertes y capaces
Querido señor: Me ha dado un masaje en la espalda un joven muy agradable. Verdaderamente agradable. No me habría topado con Jean-Adrian en la sala de embarque normal, así que te agradezco de nuevo el detalle .No sé si me van a dejar mandar correos cuando hayamos despegado; además, necesito dormir para estar guapa, porque últimamente no he dormido mucho. Dulces sueños, señor García… pienso en ti.
Myri
Uf, cómo se va a enfadar… y estaré en el aire, lejos de su alcance. Le está bien empleado. Si hubiera estado en la sala de embarque normal, Jean-Adrian no me habría puesto las manos encima. Era un joven muy agradable, de esos rubios y permanentemente bronceados; en serio, ¿quién puede estar bronceado en Seattle? Qué absurdo. Creo que era gay, pero eso me lo guardo para mí. Me quedo mirando el correo. Mane tiene razón. Con él, es como pescar en una pecera. Mi subconsciente me mira con la boca espantosamente torcida: ¿en serio quieres provocarlo? ¡Lo que ha hecho es un detallazo, lo sabes! Le importas y quiere que viajes por todo lo alto. Sí, pero me lo podía haber preguntado, o habérmelo dicho, y no hacerme quedar como una auténtica lela en el mostrador de facturación. Pulso la tecla de envío y espero, sintiéndome una niña muy mala.
—Señorita Montemayor, tiene que apagar el portátil durante el despegue —me dice amablemente una azafata super maquillada.
Me da un susto de muerte. Mi conciencia culpable me castiga.
—Ah, lo siento.
Mierda. Ahora me va a tocar esperar para saber si me ha contestado. La azafata me da una manta suave y una almohada, mostrándome su dentadura perfecta. Me echo la manta por las rodillas. Es agradable que te mimen de vez en cuando.
La primera clase se ha llenado, salvo el asiento de al lado del mío, que sigue sin ocupar. Ay, no. Se me pasa una idea perturbadora por la cabeza. Igual ese sitio es el de Víctor. Mierda, no, no será capaz. ¿O sí? Le dije que no quería que viniera conmigo. Miro impaciente el reloj y entonces la voz mecánica del personal de pista anuncia: «Tripulación: armar rampas y cross check».
¿Qué significa eso? ¿Van a cerrar las puertas? Siento que se me eriza el vello mientras espero sentada con palpitante inquietud. El asiento de al lado del mío es el único desocupado de los dieciséis de la cabina de primera. El avión arranca con una sacudida y yo suspiro de alivio, pero también siento una leve punzada de desilusión: no habrá Víctor en cuatro días. Miro de reojo la BlackBerry.
De: Víctor García Fecha: 30 de mayo de 2011 22:25
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Disfruta mientras puedas
Querida señorita Montemayor: Sé lo que se propone y, créame, lo ha conseguido. La próxima vez irá en la bodega de carga, atada y amordazada y metida en un cajón. Le aseguro que encargarme de que viaje en esas condiciones me producirá muchísimo más placer que cambiarle el billete por uno de primera clase. Espero ansioso su regreso.
Víctor García Presidente de mano suelta de García Enterprises Holdings, Inc.
Dios mío. Ese es el problema del humor de Víctor, que nunca estoy segura de si bromea o si está enfadadísimo. Sospecho que, en esta ocasión, está enfadadísimo. Subrepticiamente, para que no me vea la azafata, tecleo una respuesta bajo la manta.
De: Myriam Montemayor Fecha: 30 de mayo de 2011 22:30
Para: Víctor García
Asunto: ¿Bromeas?
¿Ves?, no tengo ni idea de si estás bromeando o no. Si no bromeas, mejor me quedo en Georgia. Los cajones están en mi lista de límites infranqueables. Siento haberte enfadado. Dime que me perdonas.
De: Víctor García Fecha: 30 de mayo de 2011 22:31
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Bromeo
¿Cómo es que estás mandando correos? ¿Estás poniendo en peligro la vida de todos los pasajeros, incluida la tuya, usando la BlackBerry? Creo que eso contraviene una de las normas.
Víctor García Presidente de manos sueltas (ambas) de García Enterprises Holdings, Inc.
¡Ambas! Guardo la BlackBerry, me recuesto en el asiento mientras el avión entra en pista y saco mi ejemplar de Tess… una lectura ligera para el viaje. Una vez en el aire, echo mi asiento para atrás y no tardo en quedarme dormida.
La azafata me despierta cuando iniciamos el descenso en Atlanta. Son las 5.45 h, hora local, pero solo he dormido unas cuatro horas o así. Estoy grogui, pero agradezco el zumo de naranja que me ofrece la azafata. Miro nerviosa la BlackBerry. No hay más correos de Víctor. Bueno, son casi las tres de la mañana en Seattle, y seguramente quiere evitar que me cargue los sistemas de navegación o lo que sea que impide que vuelen los aviones cuando hay móviles encendidos.
La espera en Atlanta es de solo una hora. Y de nuevo disfruto del refugio de la sala VIP. Me siento tentada de dormirme acurrucada en uno de esos sofás tan blanditos que se hunden suavemente bajo mi peso, pero no voy a estar aquí tanto rato. Para mantenerme despierta, inicio en el portátil un interminable monólogo interior dirigido a Víctor.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 06:52 EST
Para: Víctor García
Asunto: ¿Te gusta asustarme?
Sabes cuánto me desagrada que te gastes dinero en mí. Sí, eres muy rico, pero aun así me incomoda; es como si me pagaras por el sexo. No obstante, me gusta viajar en primera —mucho más civilizado que el autocar—, así que gracias. Lo digo en serio, y he disfrutado del masaje de Jean-Adrian, que era gay. He omitido ese detalle en mi correo anterior para provocarte, porque estaba molesta contigo, y lo siento. Pero, como de costumbre, tu reacción es desmedida. No me puedes decir esas cosas (atada y amordazada en un cajón; ¿lo decías en serio o era una broma?), porque me asustan, me asustas. Me tienes completamente cautivada, considerando la posibilidad de llevar contigo un estilo de vida que no sabía ni que existía hasta la semana pasada, y vas y me escribes algo así, y me dan ganas de salir corriendo espantada. No lo haré, desde luego, porque te echaría de menos. Te echaría mucho de menos. Quiero que lo nuestro funcione, pero me aterra la intensidad de lo que siento por ti y el camino tan oscuro por el que me llevas. Lo que me ofreces es erótico y sensual, y siento curiosidad, pero también tengo miedo de que me hagas daño, física y emocionalmente. A los tres meses, podrías pasar de mí y ¿cómo me quedaría yo? Claro que supongo que ese es un riesgo que se corre en cualquier relación. Esta no es precisamente la clase de relación que yo imaginaba que tendría, menos aún siendo la primera. Me supone un acto de fe inmenso. Tenías razón cuando dijiste que no hay una pizca de sumisión en mí, y ahora coincido contigo. Dicho esto, quiero estar contigo, y si eso es lo que tengo que hacer para conseguirlo, me gustaría intentarlo, aunque me parece que lo haré de pena y terminaré llena de moratones… y la idea no me atrae en absoluto. Estoy muy contenta de que hayas accedido a intentar darme más. Solo me falta decidir lo que entiendo por «más», y esa es una de las razones por las que quería distanciarme un poco. Me deslumbras de tal modo que me cuesta pensar con claridad cuando estamos juntos. Nos llaman para embarcar. Tengo que irme. Luego más.
Tu Myri
Le doy a la tecla de envío y me dirijo medio adormilada a la puerta de embarque para subirme a otro avión. Este solo tiene seis asientos en primera y, en cuanto despegamos, me acurruco bajo mi suave manta y me quedo dormida.
Tras un sueño demasiado corto me despierta la azafata con más zumo de naranja, ya que iniciamos la aproximación al Savannah International. Sorbo despacio, exhausta, y me permito sentir un poco de emoción. Voy a ver a mi madre después de seis meses. Mirando de reojo la BlackBerry, recuerdo que le he enviado un largo y farragoso correo a Víctor, pero no hay respuesta. Son las cinco de la madrugada en Seattle; con un poco de suerte, aún estará dormido y no interpretando alguna pieza lúgubre al piano.
Lo bueno de las mochilas de cabina es que una puede salir volando del aeropuerto sin tener que esperar una eternidad junto a las cintas de equipaje. Lo bueno de viajar en primera es que te dejan bajar del avión antes que a nadie.
Mi madre me espera con Bob, y estoy encantada de verlos. No sé si es por el agotamiento, por el largo viaje o por toda la situación con Víctor, pero en cuanto estoy en los brazos de mi madre me echo a llorar.
—Ay, Myri, cielo. Debes de estar muy cansada.
Mira inquieta a Bob.
—No, mamá, es que… me alegro mucho de verte.
La abrazo con fuerza.
Me hace sentir tan bien, tan protegida, como en casa. La suelto a regañadientes y Bob me da un incómodo abrazo con un solo brazo. No parece tenerse bien en pie, y entonces recuerdo que se ha hecho daño en una pierna.
—Bienvenida a casa, Myri. ¿Por qué lloras? —pregunta.
—Oh, Bob, también me alegro de verte a ti.
Contemplo su apuesto rostro de mandíbula cuadrada y sus chispeantes ojos azules que me miran con cariño. Me gusta este marido, mamá. Te lo puedes quedar. Me coge la mochila.
—Por Dios, Myri, ¿qué llevas aquí?
Será el Mac. Los dos me agarran por la cintura mientras nos dirigimos al aparcamiento.
Siempre olvido el calor insoportable que hace en Savannah. Al salir de los confines refrigerados de la terminal de llegadas, nos cae encima la manta de calor de Georgia. Buf… Es agotador. Tengo que zafarme de los brazos de mamá y de Bob para quitarme la sudadera con capucha. Menos mal que me he traído pantalones cortos. A veces echo de menos el calor seco de Las Vegas, donde viví con mamá y Bob cuando tenía diecisiete años, pero a este calor húmedo, incluso a las ocho y media de la mañana, cuesta acostumbrarse. Cuando me encuentro al fin en el asiento de atrás del Tahoe de Bob, maravillosamente refrigerado, me quedo sin fuerzas, y el pelo se me empieza a encrespar a causa del calor. Desde el monovolumen, les envío un mensaje rápido a Ray, a Mane y a Víctor:
*He llegado sana y salva a Savannah. A *
De pronto pienso en Carlos mientras pulso la tecla de envío y, en medio de la neblina de mi fatiga, recuerdo que su exposición es la semana que viene. ¿Debería invitar a Víctor, sabiendo que no le cae bien Carlos? ¿Aún querrá verme Víctor después del e-mail que le he mandado? Me estremezco de pensarlo, y me lo quito de la cabeza. Ya me ocuparé de eso luego. Ahora voy a disfrutar de la compañía de mi madre.
—Cielo, debes de estar cansada. ¿Quieres dormir un rato cuando lleguemos a casa?
—No, mamá. Me apetece ir a la playa.
Llevo mi bikini azul de top atado al cuello, mientras sorbo una Coca-Cola light tumbada en una hamaca mirando el océano Atlántico. Y pensar que ayer, sin ir más lejos, contemplaba el Sound abriéndose al Pacífico. Mi madre gandulea a mi lado, protegiéndose del sol con un sombrero flexible desmesuradamente grande y unas gafas de sol enormes, tipo Jose Antonio de la O, sorbiendo su propia Coca-Cola. Estamos en la playa de Tybee Island, a tres manzanas de casa. Me tiene cogida de la mano. Mi fatiga ha disminuido y, mientras me empapo de sol, me siento a gusto, segura y animada. Por primera vez en una eternidad, empiezo a relajarme.
—Bueno, Myri… háblame de ese hombre que te tiene tan loca.
¡Loca! ¿Cómo lo sabe? ¿Qué le digo? No puedo hablar de Víctor con mucho detalle por el acuerdo de confidencialidad, pero, en cualquier caso, ¿le hablaría a mi madre de él? Palidezco de pensarlo.
—¿Y bien? —insiste, y me aprieta la mano.
—Se llama Víctor. Es guapísimo. Es rico… demasiado rico. Es muy complicado y temperamental.
Sí, me siento tremendamente orgullosa de mi definición escueta y precisa. Me vuelvo de lado para mirarla, justo cuando ella hace lo mismo. Me mira con sus ojos de un azul transparente.
—Centrémonos en lo de complicado y temperamental.
Oh, no…
—Sus cambios de humor me confunden, mamá. Tuvo una infancia difícil y es muy cerrado, es muy difícil entenderle.
—¿Te gusta?
—Más que eso.
—¿En serio? —me dice, mirándome boquiabierta.
—Sí, mamá.
—En realidad, cielo, los hombres no son complicados. Son criaturas muy simples y cuadriculadas. Por lo general dicen lo que quieren decir. Y nosotras nos pasamos horas intentando analizar lo que han dicho, cuando lo cierto es que resulta obvio. Yo, en tu lugar, me lo tomaría al pie de la letra. Igual te ayuda.
La miro alucinada. Parece un buen consejo. Tomarme a Víctor al pie de la letra. Enseguida me vienen a la cabeza algunas de las cosas que me ha dicho.
«No quiero perderte…»
«Me tienes embrujado…»
«Me tienes completamente hechizado…»
«Yo también te voy a echar de menos, más de lo que te imaginas…»
Miro a mi madre. Ella se ha casado cuatro veces. A lo mejor sí sabe algo de los hombres, después de todo.
—Casi todos los hombres son volubles, cariño, algunos más que otros. Mira a tu padre, por ejemplo…
Se le ablanda y entristece la mirada siempre que piensa en mi padre. En mi verdadero padre, ese hombre mítico al que no llegué a conocer y al que nos arrebataron de forma tan cruel, siendo marine, en unas maniobras de combate. En parte, creo que mamá ha estado buscando a alguien como él todo este tiempo; puede que ya haya encontrado en Bob lo que buscaba. Lástima que no lo encontrara en Ray.
—Yo solía pensar que tu padre era voluble, pero ahora, cuando vuelvo la vista atrás, pienso que solamente estaba demasiado agobiado con su trabajo e intentando ganarse la vida para mantenernos. —Suspira—. Era tan joven… los dos lo éramos. Igual ese fue el problema.
Mmm… Víctor no es precisamente viejo. Sonrío cariñosa a mi madre. Se pone muy sentimental cuando habla de mi padre, pero estoy segura de que los cambios de humor del marine no tenían nada que ver con los de Víctor.
—Bob quiere llevarnos a cenar esta noche. A su club de golf.
—¡No me digas! ¿Bob ha empezado a jugar al golf? —pregunto en tono burlón e incrédulo.
—Dímelo a mí —gruñe mi madre, poniendo los ojos en blanco.
Tras un almuerzo ligero de vuelta en casa, empiezo a deshacer la mochila. Me voy a obsequiar con una siesta. Mamá se ha ido a moldear velas o lo que sea que haga con ellas, y Bob está en el trabajo, así que tengo un rato para recuperar horas de sueño. Abro el Mac y lo enciendo. Son las dos de la tarde en Georgia, las once de la mañana en Seattle. Me pregunto si Víctor me habrá contestado. Nerviosa, abro el correo.
De: Víctor García Fecha: 31 de mayo de 2011 07:30
Para: Myriam Montemayor
Asunto: ¡Por fin!
Myriam: Me fastidia que, en cuanto pones distancia entre nosotros, te comuniques abierta y sinceramente conmigo. ¿Por qué no lo haces cuando estamos juntos? Sí, soy rico. Acostúmbrate. ¿Por qué no voy a gastar dinero en ti? Le hemos dicho a tu padre que soy tu novio. ¿No es eso lo que hacen los novios? Como amo tuyo, espero que aceptes lo que me gaste en ti sin rechistar. Por cierto, díselo también a tu madre. No sé cómo responder a lo que me dices de que te sientes como una puta. Ya sé que no me lo has dicho con esas palabras, pero es lo mismo. Ignoro qué puedo decir o hacer para que dejes de sentirte así. Me gustaría que tuvieras lo mejor en todo. Trabajo muchísimo, y me gusta gastarme el dinero en lo que me apetezca. Podría comprarte la ilusión de tu vida, Myriam, y quiero hacerlo. Llámalo redistribución de la riqueza, si lo prefieres. O simplemente ten presente que jamás pensaría en ti de la forma que dices y me fastidia que te veas así. Para ser una joven tan guapa, ingeniosa e inteligente, tienes verdaderos problemas de autoestima y me estoy pensando muy seriamente concertarte una cita con el doctor Flynn. Siento haberte asustado. La idea de haberte inspirado miedo me resulta horrenda. ¿De verdad crees que te dejaría viajar como una presa? Te he ofrecido mi jet privado, por el amor de Dios. Sí, era una broma, y muy mala, por lo visto. No obstante, la verdad es que imaginarte atada y amordazada me pone (esto no es broma: es cierto). Puedo prescindir del cajón; los cajones no me atraen. Sé que no te agrada la idea de que te amordace; ya lo hemos hablado: cuando lo haga —si lo hago—, ya lo hablaremos. Lo que parece que no te queda claro es que, en una relación amo/sumiso, es el sumiso el que tiene todo el poder. Tú, en este caso. Te lo voy a repetir: eres tú la que tiene todo el poder. No yo. En la casita del embarcadero te negaste. Yo no puedo tocarte si tú te niegas; por eso debemos tener un contrato, para que decidas qué quieres hacer y qué no. Si probamos algo y no te gusta, podemos revisar el contrato. Depende de ti, no de mí. Y si no quieres que te ate, te amordace y te meta en un cajón, jamás sucederá. Yo quiero compartir mi estilo de vida contigo. Nunca he deseado nada tanto. Francamente, me admira que una joven tan inocente como tú esté dispuesta a probar. Eso me dice más de ti de lo que te puedas imaginar. No acabas de entender, pese a que te lo he dicho en innumerables ocasiones, que tú también me tienes hechizado. No quiero perderte. Me angustia que hayas cogido un avión y vayas a estar a casi cinco mil kilómetros de mí varios días porque no puedes pensar con claridad cuando me tienes cerca. A mí me pasa lo mismo, Myriam. Pierdo la razón cuando estamos juntos; así de intenso es lo que siento por ti. Entiendo tu inquietud. He intentado mantenerme alejado de ti; sabía que no tenías experiencia —aunque jamás te habría perseguido de haber sabido lo inocente que eras—, y aun así me desarmas por completo como nadie lo ha hecho antes. Tu correo, por ejemplo: lo he leído y releído un montón de veces, intentando comprender tu punto de vista. Tres meses me parece una cantidad arbitraria de tiempo. ¿Qué te parece seis meses, un año? ¿Cuánto tiempo quieres? ¿Cuánto necesitas para sentirte cómoda? Dime. Comprendo que esto es un acto de fe inmenso para ti. Debo ganarme tu confianza, pero, por la misma razón, tú debes comunicarte conmigo si no lo hago. Pareces fuerte e independiente, pero luego leo lo que has escrito y veo otro lado tuyo. Debemos orientarnos el uno al otro, Myriam, y solo tú puedes darme pistas. Tienes que ser sincera conmigo y los dos debemos encontrar un modo de que nuestro acuerdo funcione. Te preocupa no ser dócil. Bueno, quizá sea cierto. Dicho esto, debo reconocer que solo adoptas la conducta propia de una sumisa en el cuarto de juegos. Parece que ese es el único sitio en el que me dejas ejercer verdadero control sobre ti y el único en el que haces lo que te digo. «Ejemplar» es el calificativo que se me ocurre. Y yo jamás te llenaría de moratones. Me va más el rosa. Fuera del cuarto de juegos, me gusta que me desafíes. Es una experiencia nueva y refrescante, y no me gustaría que eso cambiara. Así que sí, dime a qué te refieres cuando me pides más. Me esforzaré por ser abierto y procuraré darte el espacio que necesitas y mantenerme alejado de ti mientras estés en Georgia. Espero con ilusión tu próximo correo. Entretanto, diviértete. Pero no demasiado.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
Madre mía. Ha escrito una redacción como las del colegio, y casi todo lo que dice es bueno. Con el corazón en la boca, releo su epístola y me acurruco en la cama del cuarto de invitados prácticamente abrazada a mi Mac. ¿Que prorroguemos nuestro contrato a un año? ¡Que soy yo la que tiene el poder! Voy a tener que meditar sobre eso. Que me lo tome al pie de la letra, eso es lo que me ha dicho mamá. No quiere perderme. ¡Ya me lo ha dicho dos veces! También, que quiere que esto funcione. ¡Ay, Víctor, y yo! ¡Que va a procurar mantenerse alejado! ¿Significa eso que a lo mejor no lo consigue? De pronto, deseo que así sea. Quiero verlo. No llevamos separados ni veinticuatro horas, y al pensar que voy a estar cuatro días sin él me doy cuenta de lo mucho que lo echo de menos. De lo mucho que lo quiero.
—Myri, cielo —me dice una voz suave y cálida, llena de amor y de dulces recuerdos de tiempos pasados.
Una mano suave me acaricia la cara. Mi madre me despierta y yo estoy abrazada al portátil, cogida a él como una lapa.
—Myri, cariño —sigue con su voz suave y cantarina mientras resurjo del sueño, parpadeando a la pálida luz rosada del atardecer.
—Hola, mamá.
Me desperezo y sonrío.
—Nos vamos a cenar en media hora. ¿Aún quieres venir? —pregunta amable.
—Sí, claro, desde luego.
Me esfuerzo en vano por contener un bostezo.
—Vaya, un artilugio impresionante —dice, señalando el portátil.
Mierda.
—Ah, ¿esto? —digo haciéndome un poco la tonta.
¿Se lo olerá mamá? Parece que se ha vuelto más perspicaz desde que tengo «novio».
—Me lo ha prestado Víctor. Pensé que podría pilotar una nave espacial con él, pero solo lo uso para enviar correos y navegar por internet.
En serio, no es nada. Mirándome con recelo, se sienta en la cama y me coloca un mechón de pelo suelto detrás de la oreja.
—¿Te ha escrito?
Mierda, mierda.
—Sí.
Esta vez no sé hacerme la tonta, y me sonrojo.
—A lo mejor te echa de menos, ¿no?
—Eso espero, mamá.
—¿Qué te dice?
Mierda, mierda, mierda. Busco desesperadamente algo de ese correo que pueda contarle a mi madre. No creo que le apetezca oír hablar de amos, ni de bondage y mordazas, claro que el acuerdo de confidencialidad tampoco me permite contárselo.
—Me ha dicho que me divierta, pero no demasiado.
—Parece razonable. Te dejo para que te arregles, cielo. —Se inclina y me besa en la frente—. Me alegro mucho de que hayas venido, Myri. Me encanta tenerte aquí.
Y, después de tan afectuosa declaración, se va.
Uf, Víctor y razonable… dos conceptos que siempre había creído incompatibles; aunque, después del último correo, igual todo es posible. Meneo la cabeza. Necesito tiempo para digerir sus palabras. Hasta después de la cena… tal vez entonces le pueda responder. Salgo de la cama, me quito rápidamente la camiseta y los pantalones cortos y me dirijo a la ducha.
Me he traído el vestido gris de Mane con la espalda descubierta que llevé en la graduación. Es la única prenda de vestir que metí en la mochila. Lo bueno de la humedad es que las arrugas han desaparecido, así que creo que me lo pondré para ir al club de golf. Mientras me visto, abro el portátil. No hay nada nuevo de Víctor y siento una punzada de desilusión. Muy rápido, le escribo un correo.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 19:08 EST
Para: Víctor García
Asunto: ¿Elocuente?
Señor, eres un escritor elocuente. Tengo que ir a cenar al club de golf de Bob y, para que lo sepas, estoy poniendo los ojos en blanco solo de pensarlo. Pero, de momento, tú y tu mano suelta estáis muy lejos de mí. Me ha encantado tu correo. Te contesto en cuanto pueda. Ya te echo de menos. Disfruta de tu tarde.
Tu Myri
De: Víctor García Fecha: 31 de mayo de 2011 16:10
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Su trasero
Querida señorita Montemayor: Me tiene distraído el asunto de este correo. Huelga decir que, de momento, está a salvo. Disfrute de la cena. Yo también la echo de menos, sobre todo su trasero y esa lengua viperina suya. Mi tarde será aburrida y solo me la alegrará pensar en usted y en sus ojos en blanco. Creo que fue usted quien juiciosamente me hizo ver que también yo tengo esa horrenda costumbre.
Víctor García Presidente que acostumbra a poner los ojos en blanco, de García Enterprises Holdings, Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 19:14 EST
Para: Víctor García
Asunto: Ojos en blanco
Querido señor García: Deja de mandarme correos. Intento arreglarme para la cena. Me distraes mucho, hasta cuando estás en la otra punta del país. Y sí, ¿quién te da unos azotes a ti cuando eres tú el que pone los ojos en blanco?
Tu Myri
Le doy a la tecla de envío e inmediatamente me viene a la cabeza la imagen de esa bruja malvada de la señora Robinson. No quiero ni imaginarlo. A Víctor golpeado por alguien de la edad de mi madre; qué barbaridad. Una vez más me pregunto cuánto daño le habrá hecho esa mujer. Aprieto los labios de rabia. Necesito un muñeco al que clavarle alfileres; igual así logro descargar parte de la ira que siento por esa desconocida.
De: Víctor García Fecha: 31 de mayo de 2011 16:18
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Su trasero
Querida señorita Montemayor: Me gusta más mi asunto que el tuyo, en muchos sentidos. Por suerte, soy el dueño de mi propio destino y nadie me castiga. Salvo mi madre, de vez en cuando, y el doctor Flynn, claro. Y tú.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 19:22 EST
Para: Víctor García
Asunto: ¿Castigarte yo?
Querido señor:¿Cuándo he tenido yo valor de castigarle, señor García? Me parece que me confunde con otra, lo cual resulta preocupante. En serio, tengo que arreglarme.
Tu Myri
De: Víctor García Fecha: 31 de mayo de 2011 16:25
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Tu trasero
Querida señorita Montemayor: Lo hace constantemente por escrito. ¿Me deja que le suba la cremallera del vestido?
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
Por alguna extraña razón, sus palabras saltan de la pantalla y me hacen jadear. Oh… está juguetón.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 19:28 EST
Para: Víctor García
Asunto: Para mayores de 18 años
Preferiría que me la bajaras.
De: Víctor García Fecha: 31 de mayo de 2011 16:31
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Cuidado con lo que deseas…
YO TAMBIÉN.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 19:33 EST
Para: Víctor García
Asunto: Jadeando
Muy despacio…
De: Víctor García Fecha: 31 de mayo de 2011 16:35
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Gruñendo
Ojalá estuviera allí.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 19:37 EST
Para: Víctor García
Asunto: Gimiendo
OJALÁ.
—¡Myri!
Mi madre me llama y doy un respingo. Mierda. ¿Por qué me siento tan culpable?
—Ya voy, mamá.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 19:39 EST
Para: Víctor García
Asunto: Gimiendo
Tengo que irme .Hasta luego, nene.
Salgo corriendo al pasillo, donde me esperan Bob y mi madre. Esta frunce el ceño.
—Cariño… ¿te encuentras bien? Te veo un poco acalorada.
—Estoy bien, mamá.
—Estás preciosa, cariño.
—Ah, este vestido es de Mane. ¿Te gusta?
Frunce el ceño aún más.
—¿Por qué llevas un vestido de Mane?
Oh… no.
—Pues porque a ella este no le gusta y a mí sí —improviso.
Me escudriña mientras Bob rezuma impaciencia con su mirada de perrillo faldero hambriento.
—Mañana te llevo de compras —dice.
—Ay, mamá, no hace falta. Tengo mucha ropa.
—¿Es que no puedo hacer algo por mi hija? Venga, que Bob está muerto de hambre.
—Cierto —gimotea Bob, frotándose el estómago y poniendo carita de pena.
Río como una boba cuando él pone los ojos en blanco, y luego salimos por la puerta.
Más tarde, mientras estoy en la ducha refrescándome bajo el agua tibia, pienso en lo mucho que ha cambiado mi madre. En la cena ha estado en su elemento: divertida y coqueta, rodeada de montones de amigos del club de golf. Bob se ha mostrado cariñoso y atento. Parece que se llevan bien. Me alegro mucho por mi madre. Significa que puedo dejar de preocuparme por ella y de cuestionar sus decisiones, y olvidar los días oscuros del marido número tres. Bob le va a durar. Además, ahora me da buenos consejos. ¿Cuándo ha empezado a suceder eso? Desde que conocí a Víctor. ¿Y eso por qué?
Cuando termino, me seco rápidamente, ansiosa por volver con Víctor. Hay un correo esperándome, enviado justo después de que me fuera a cenar, hace un par de horas.
De: Víctor García Fecha: 31 de mayo de 2011 16:41
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Plagio
Me has robado la frase. Y me has dejado colgado. Disfruta de la cena.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 22:18 EST
Para: Víctor García
Asunto: Mira quién habla
Señor, si no recuerdo mal, la frase era de Raúl. ¿Sigues colgado?
Tu Myri
De: Víctor García Fecha: 31 de mayo de 2011 19:22
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Pendiente
Señorita Montemayor: Ha vuelto. Se ha ido tan de repente… justo cuando la cosa empezaba a ponerse interesante. Raúl no es muy original. Le habrá robado esa frase a alguien. ¿Qué tal la cena?
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 22:26 EST
Para: Víctor García
Asunto: ¿Pendiente?
La cena me ha llenado; te gustará saber que he comido hasta hartarme. ¿Se estaba poniendo interesante? ¿En serio?
De: Víctor García Fecha: 31 de mayo de 2011 19:30
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Pendiente, sin duda
¿Te estás haciendo la tonta? Me parece que acababas de pedirme que te bajara la cremallera del vestido. Y yo estaba deseando hacerlo. Me alegra saber que estás comiendo bien.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 22:36 EST
Para: Víctor García Asunto: Bueno, siempre nos queda el fin de semana
Pues claro que como… Solo la incertidumbre que siento cuando estoy contigo me quita el apetito .Y yo jamás me haría la tonta, señor García. Seguramente ya te habrás dado cuenta.
De: Víctor García Fecha: 31 de mayo de 2011 19:40
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Estoy impaciente
Lo tendré presente, señorita Montemayor, y, por supuesto, utilizaré esa información en mi beneficio. Lamento saber que le quito el apetito. Pensaba que tenía un efecto más concupiscente en usted. Eso me ha pasado a mí también, y bien placentero que ha sido .Espero impaciente la próxima ocasión.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 22:36 EST
Para: Víctor García
Asunto: Flexibilidad léxica
¿Has estado echando mano otra vez al diccionario de sinónimos?
De: Víctor García Fecha: 31 de mayo de 2011 19:40
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Me ha pillado Qué bien me conoce, señorita Montemayor.
Voy a cenar con una vieja amistad, así que estaré conduciendo.
Hasta luego, nena.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
¿Qué vieja amistad? No sabía que Víctor tuviera viejas amistades, salvo… ella. Miro ceñuda la pantalla. ¿Por qué tiene que seguir viéndola? Sufro un repentino y agudo ataque de celos. Quiero atizarle a algo, preferiblemente a la señora Robinson. Furiosa, apago el portátil y me meto en la cama.
Debería contestar su largo correo de esta mañana, pero de pronto estoy demasiado enfadada. ¿Por qué no la ve como lo que es: una pederasta? Apago la luz, furibunda, y me quedo mirando a la oscuridad. ¿Cómo se atrevió esa mujer? ¿Cómo osó aprovecharse de un adolescente vulnerable? ¿Seguirá haciéndolo? ¿Por qué lo dejaron? Se me pasan por la cabeza varios escenarios posibles: si fue él quien se hartó de ella, entonces ¿por qué continúan siendo amigos?; o bien fue ella la que se hartó. ¿Estará casada? ¿Divorciada? Dios. ¿Tendrá hijos? ¿Tendrá algún hijo de Víctor? Mi subconsciente asoma su feo rostro, me sonríe lasciva, y yo me quedo pasmada y asqueada solo de pensarlo. ¿Sabrá de ella el doctor Flynn?
Me obligo a salir de la cama y vuelvo a encender el cacharro infernal. Tengo una misión que cumplir. Tamborileo los dedos impaciente mientras espero a que aparezca la pantalla azul. Entro en la sección de imágenes de Google y tecleo «Víctor García» en el recuadro de búsqueda. La pantalla se llena de pronto de imágenes de Víctor: con corbata negra, trajeado, Dios… las fotos que tomó Carlos en el Heathman, con su camisa blanca y sus pantalones de franela. ¿Cómo han llegado esas imágenes a internet? Vaya, está fenomenal.
Voy bajando deprisa: algunas con socios comerciales, y una foto tras otra del hombre más fotogénico que conozco íntimamente. ¿Íntimamente? ¿Conozco a Víctor íntimamente? Lo conozco sexualmente, y deduzco que aún me queda mucho por descubrir en ese aspecto. Sé que es voluble, difícil, divertido, frío, cariñoso… el pobre es un amasijo ambulante de contradicciones. Paso a la siguiente página y recuerdo que Mane mencionó que no había podido encontrar ninguna foto suya con acompañante, de ahí que planteara la pregunta de si era gay. Entonces, en la tercera página, veo una foto mía, con él, en mi graduación. Su única foto con una mujer, y soy yo.
¡Madre mía! ¡Estoy en Google! Nos miro. Parezco sorprendida por la cámara, nerviosa, descolocada. Eso fue justo antes de que accediera a probar. Víctor, en cambio, está guapísimo, sereno, y lleva esa corbata… Lo contemplo, ese rostro hermoso, un rostro hermoso que podría estar mirando ahora mismo a la maldita señora Robinson. Guardo la foto en mi carpeta de descargas y sigo repasando las dieciocho páginas… nada. No voy a encontrar a la señora Robinson en Google. Pero necesito saber si está con ella. Le escribo un correo rápido a Víctor.
De: Myriam Montemayor Fecha: 31 de mayo de 2011 23:58 EST
Para: Víctor García
Asunto: Compañeros de cena apropiados
Espero que esa amistad tuya y tú hayáis pasado una velada agradable.
Myri
P.D.: ¿Era la señora Robinson?
Le doy a la tecla de envío y vuelvo a la cama desanimada, decidida a preguntarle a Víctor por su relación con esa mujer. Por un lado, estoy desesperada por saber más; por otro, quiero olvidar que me lo ha contado. Y encima me ha venido la regla, así que tengo que acordarme de tomarme la píldora por la mañana. Programo rápidamente una alarma en el calendario de la BlackBerry. La dejo en la mesita, me tumbo y, por fin, termino sumiéndome en un sueño inquieto, deseando que estuviéramos en la misma ciudad, no a casi cinco mil kilómetros de distancia.
Después de una mañana de compras y otra tarde de playa, mi madre ha decidido que deberíamos salir de copas esta noche. Así que dejamos a Bob delante del televisor, y al rato ya estamos en el lujoso bar del hotel más exclusivo de Savannah. Yo voy por el segundo Cosmopolitan; mi madre, por el tercero. Continúa desvelándome su percepción del frágil ego masculino. Resulta desconcertante.
—Verás, Myri, los hombres piensan que todo lo que sale de la boca de una mujer es un problema que hay que resolver. No se enteran de que lo que nos gusta es darles vueltas a las cosas, hablar un poco y luego olvidar. A ellos les va más la acción.
—Mamá, ¿por qué me cuentas todo eso? —pregunto sin poder ocultar mi exasperación.
Lleva así todo el día.
—Cariño, te veo tan perdida. Nunca has traído a un chico a casa. Ni siquiera tuviste novio cuando vivíamos en Las Vegas. Pensé que habría algo con ese chico que conociste en la universidad, Carlos.
—Mamá, Carlos no es más que un amigo.
—Ya lo sé, cielo, pero pasa algo, y tengo la impresión de que no me lo estás contando todo.
Me mira, con el rostro fruncido de preocupación maternal.
—Necesitaba distanciarme un poco de Víctor para aclararme, nada más. A veces me agobia un poco.
—¿Te agobia?
—Sí. Pero lo echo de menos.
Frunzo el ceño. No he sabido nada de Víctor en todo el día. Ni un correo, nada. Estoy tentada de llamarlo para ver si está bien. Mi mayor temor es que haya tenido un accidente; el segundo mayor temor es que la señora Robinson haya vuelto a clavarle sus garras. Sé que no es racional, pero, en lo que a ella respecta, parece que he perdido la perspectiva.
—Cariño, tengo que ir al lavabo.
La breve ausencia de mi madre me proporciona otra ocasión para echar un vistazo a la BlackBerry. Llevo todo el día mirando a escondidas el correo. Por fin… ¡Víctor me ha contestado!
De: Víctor García Fecha: 1 de junio de 2011 21:40 EST
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Compañeros de cena
Sí, he cenado con la señora Robinson. No es más que una vieja amiga, Myriam. Estoy deseando volver a verte. Te echo de menos.
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
En efecto, estaba cenando con ella. Confirmados mis peores temores, noto que la adrenalina y la rabia se apoderan de mi cuerpo y se me eriza el vello. ¿Será posible? Estoy fuera dos días y ya se larga con esa zorra malvada.
De: Myriam Montemayor Fecha: 1 de junio de 2011 21:42 EST
Para: Víctor García
Asunto: VIEJOS compañeros de cena
Esa no es solo una vieja amiga. ¿Ha encontrado ya otro adolescente al que hincarle el diente?¿Te has hecho demasiado mayor para ella?¿Por eso terminó vuestra relación?
Pulso la tecla de envío justo cuando vuelve mi madre.
—Myri, qué pálida estás. ¿Qué ha pasado?
Niego con la cabeza.
—Nada. Vamos a tomarnos otra copa —mascullo malhumorada.
Frunce el ceño, pero alza la vista, llama a uno de los camareros y le señala nuestras copas. Él asiente con la cabeza. Entiende la seña universal de «otra ronda de lo mismo, por favor». Mientras ella hace esto, vuelvo a mirar rápidamente la BlackBerry.
De: Víctor García Fecha: 1 de junio de 2011 21:45 EST
Para: Myriam Montemayor
Asunto: Cuidado…
No me apetece hablar de esto por e-mail .¿Cuántos Cosmopolitan te vas a beber?
Víctor García Presidente de García Enterprises Holdings, Inc.
Dios mío, está aquí.
CONTINUARA.....
Ale- STAFF
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
gracias por el capitulo
que emoción fue a verla
saludos
rodmina- VBB PLATA
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Fecha de inscripción : 28/05/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Gracias por el Cap. otro por favorsssssssss no la dejes asi nooooooooo
Saludos Atte: Iliana
Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Localización : Monterrey, Nuevo Leon
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Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Mil gracias por el capi por favor no tardes con el siguiente que lo dejaste muy emovionante
Eva Robles- VBB BRONCE
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Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Ufffff después e no dejarme entrar al foro x varios dias ya me puse al dia en la novela WORALE que intensa y emocionante esta muchas graxias x subirla y si seria genial q pudieran subir el 2do libro graxiasss
mariateressina- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
gracias por el cap niña
Dianitha- VBB PLATINO
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Localización : chihuahua
Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Por fin me puse al corriente siguele por fa pronto.
jai33sire- VBB PLATINO
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Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
CAPITULO 23 .::50 Sombras::.
23
Miro nerviosa por todo el bar, pero no lo veo.
—Myri, ¿qué pasa? Parece que has visto un fantasma.
—Es Víctor; está aquí.
—¿Qué? ¿En serio?
Mira también por todo el bar.
No le he hablado a mi madre de la tendencia al acoso de Víctor.
Lo veo. El corazón me da un brinco y empieza a agitarse violentamente en mi pecho cuando se acerca a nosotras. Ha venido… por mí. La diosa que llevo dentro se levanta como una loca de su chaise longue. Víctor se desliza entre la multitud; los halógenos empotrados reflejan en su pelo destellos de cobre bruñido y rojo. En sus luminosos ojos profundos veo brillar… ¿rabia? ¿Tensión? Aprieta la boca, la mandíbula tensa. Oh, mierda… no. Ahora mismo estoy tan furiosa con él, y encima está aquí. ¿Cómo me voy a enfadar con él delante de mi madre?
Llega a nuestra mesa, mirándome con recelo. Viste, como de costumbre, camisa de lino blanco y vaqueros.
—Hola —chillo, incapaz de ocultar mi asombro por verlo aquí en carne y hueso.
—Hola —responde, e inclinándose me besa en la mejilla, pillándome por sorpresa.
—Víctor, esta es mi madre, Carla.
Mis arraigados modales toman el mando.
Se gira para saludar a mi madre.
—Encantado de conocerla, señora Adams.
¿Cómo sabe el apellido de mi madre? Le dedica esa sonrisa de infarto, cosecha Víctor García, destinada a la rendición total sin rehenes. Mi madre no tiene escapatoria. La mandíbula se le descuelga hasta la mesa. Por Dios, controla un poco, mamá. Ella acepta la mano que le tiende y se la estrecha. No le contesta. Vaya, lo de quedarse mudo de asombro es genético; no tenía ni idea.
—Víctor —consigue decir por fin, sin aliento.
Él le dedica una sonrisa de complicidad, sus ojos profundos centelleantes. Los miro con el gesto fruncido.
—¿Qué haces aquí?
La pregunta suena más frágil de lo que pretendía, y su sonrisa desaparece, y su expresión se vuelve cautelosa. Estoy emocionada de verlo, pero completamente descolocada, y la rabia por lo de la señora Robinson aún me hierve en las venas. No sé si quiero ponerme a gritarle o arrojarme a sus brazos (aunque no creo que le gustara ninguna de las dos opciones), y quiero saber cuánto tiempo lleva vigilándonos. Además, estoy algo nerviosa por el e-mail que acabo de enviarle.
—He venido a verte, claro. —Me mira impasible. Huy, ¿qué estará pensando?—. Me alojo en este hotel.
—¿Te alojas aquí?
Sueno como una universitaria de segundo año colocada de anfetas, demasiado estridente hasta para mis oídos.
—Bueno, ayer me dijiste que ojalá estuviera aquí. —Hace una pausa para evaluar mi reacción—. Nos proponemos complacer, señorita Montemayor —dice en voz baja sin rastro alguno de humor.
Mierda, ¿está furioso? ¿Será por los comentarios sobre la señora Robinson? ¿O tal vez porque estoy a punto de tomarme el cuarto Cosmo? Mi madre nos mira nerviosa.
—¿Por qué no te tomas una copa con nosotras, Víctor?
Le hace una seña al camarero, que se planta a nuestro lado en un nanosegundo.
—Tomaré un gin-tonic —dice Víctor—. Hendricks si tienen, o Bombay Sapphire. Pepino con el Hendricks, lima con el Bombay.
Madre mía… Solo Víctor podría pedir una copa como si fuera un plato elaborado.
—Y otros dos Cosmos, por favor —añado, mirando nerviosa a Víctor.
He salido de copas con mi madre; no se puede enfadar por eso.
—Acércate una silla, Víctor.
—Gracias, señora Adams.
Víctor coge una silla y se sienta con elegancia a mi lado.
—¿Así que casualmente te alojas en el hotel donde estamos tomando unas copas? —digo, esforzándome por sonar desenfadada.
—O casualmente estáis tomando unas copas en el hotel donde yo me alojo —me contesta él—. Acabo de cenar, he venido aquí y te he visto. Andaba distraído pensando en tu último correo, levanto la vista y ahí estabas. Menuda coincidencia, ¿verdad?
Ladea la cabeza y detecto un amago de sonrisa. Gracias a Dios… puede que al final hasta salvemos la noche.
—Mi madre y yo hemos ido de compras esta mañana y a la playa por la tarde. Luego hemos decidido salir de copas esta noche —murmuro, porque tengo la sensación de que le debo una explicación.
—¿Ese top es nuevo? —Señala mi blusón de seda verde recién estrenado—. Te sienta bien ese color. Y te ha dado un poco el sol. Estás preciosa.
Me ruborizo. El cumplido me deja sin habla.
—Bueno, pensaba hacerte una visita mañana, pero mira por dónde…
Alarga el brazo y me coge la mano, me la aprieta con suavidad, me acaricia los nudillos con el pulgar… y siento de nuevo el tirón. Esa descarga eléctrica que corre bajo mi piel bajo la suave presión de su pulgar se dispara a mi torrente sanguíneo y me recorre el cuerpo entero, calentándolo todo a su paso. Hacía más de dos días que no lo veía. Madre mía… cómo lo deseo. Se me entrecorta la respiración. Lo miro pestañeando, sonrío tímidamente, y veo dibujarse una sonrisa en sus labios.
—Quería darte una sorpresa. Pero, como siempre, me la has dado tú a mí, Myriam, cuando te he visto aquí.
Miro de reojo a mi madre, que tiene los ojos clavados en Víctor… ¡sí, clavados! Vale ya, mamá. Ni que fuera una criatura exótica nunca vista. A ver, ya sé que hasta ahora no había tenido novio y que a Víctor solo lo llamo así por llamarlo de alguna manera, pero ¿tan increíble es que yo haya podido atraer a un hombre? ¿A este hombre? Pues sí, francamente… tú míralo bien, me suelta mi subconsciente. ¡Oh, cállate! ¿Quién te ha dado vela en este entierro? Miro ceñuda a mi madre, pero ella no parece darse por enterada.
—No quiero robarte tiempo con tu madre. Me tomaré una copa y me retiraré. Tengo trabajo pendiente —declara muy serio.
—Víctor, me alegro mucho de conocerte —interviene mi madre, recuperando al fin el habla—. Myri me ha hablado muy bien de ti.
Él le sonríe.
—¿En serio?
Víctor arquea una ceja, con una expresión risueña en el rostro, y yo vuelvo a ruborizarme.
Llega el camarero con nuestras copas.
—Hendricks, señor —declara con una floritura triunfante.
—Gracias —murmura Víctor en reconocimiento.
Sorbo nerviosa mi nuevo Cosmo.
—¿Cuánto tiempo vas a estar en Georgia, Víctor? —pregunta mamá.
—Hasta el viernes, señora Adams.
—¿Cenarás con nosotros mañana? Y, por favor, llámame Carla.
—Me encantaría, Carla.
—Estupendo. Si me disculpáis un momento, tengo que ir al lavabo.
Pero si acabas de ir, mamá. La miro desesperada cuando se levanta y se marcha, dejándonos solos.
—Así que te has enfadado conmigo por cenar con una vieja amiga.
Víctor vuelve su mirada ardiente y recelosa hacia mí y, llevándose mi mano a los labios, me besa suavemente los nudillos uno por uno.
Dios… ¿tiene que hacer esto ahora?
—Sí —mascullo mientras la sangre me recorre ardiente el cuerpo entero.
—Nuestra relación sexual terminó hace tiempo, Myriam —me susurra—. Yo solo te deseo a ti. ¿Aún no te has dado cuenta?
Lo miro extrañada.
—Para mí es una pederasta, Víctor.
Contengo el aliento a la espera de su reacción.
Víctor palidece.
—Eso es muy crítico por tu parte. No fue así —susurra conmocionado, soltándome la mano.
¿Crítico?
—Ah, ¿cómo fue entonces? —pregunto.
Los Cosmos me envalentonan.
Me mira ceñudo, desconcertado. Prosigo:
—Se aprovechó de un chico vulnerable de quince años. Si hubieras sido una chiquilla de quince años y la señora Robinson un señor Robinson que la hubiera arrastrado al sadomasoquismo, ¿te parecería bien? ¿Si hubiera sido Lily, por ejemplo?
Da un respingo y me mira ceñudo.
—Myri, no fue así.
Le lanzo una mirada feroz.
—Vale, yo no lo sentí así —prosigue en voz baja—. Ella fue una fuerza positiva. Lo que necesitaba.
—No lo entiendo.
Ahora me toca a mí mostrarme desconcertada.
—Myriam, tu madre no tardará en volver. No me apetece hablar de esto ahora. Más adelante, quizá. Si no quieres que esté aquí, tengo un avión esperándome en Hilton Head. Me puedo ir.
Se ha enfadado conmigo… no.
—No, no te vayas. Por favor. Me encanta que hayas venido. Solo quiero que entiendas que me enfurece que, en cuanto me voy, quedes con ella para cenar. Piensa en cómo te pones tú cuando me acerco a Carlos. Carlos es un buen amigo. Nunca he tenido una relación sexual con él. Mientras que tú y ella…
Me interrumpo, no queriendo concederle más espacio a ese pensamiento.
—¿Estás celosa?
Me mira atónito, y sus ojos se ablandan un poco, se enternecen.
—Sí, y furiosa por lo que te hizo.
—Myriam, ella me ayudó. Y eso es todo lo que voy a decir al respecto. En cuanto a tus celos, ponte en mi lugar. No he tenido que justificar mis actos delante de nadie en los últimos siete años. De nadie en absoluto. Hago lo que me place, Myriam. Me gusta mi independencia. No he ido a ver a la señora Robinson para fastidiarte. He ido porque, de vez en cuando, salimos a cenar. Es amiga y socia.
¿Socia? Dios mío. Esto es nuevo.
Me mira y analiza mi expresión.
—Sí, somos socios. Ya no hay sexo entre nosotros. Desde hace años.
—¿Por qué terminó vuestra relación?
Frunce la boca y le brillan los ojos.
—Su marido se enteró.
¡Madre mía!
—¿Te importa que hablemos de esto en otro momento, en un sitio más discreto? —gruñe.
—Dudo que consigas convencerme de que no es una especie de pedófila.
—Yo no la veo así. Nunca lo he hecho. ¡Y basta ya! —espeta.
—¿La querías?
—¿Cómo vais?
Mi madre reaparece sin que ninguno de los dos nos hayamos percatado.
Me planto una falsa sonrisa en los labios mientras Víctor y yo nos enderezamos precipitadamente en el asiento, como si estuviéramos haciendo algo malo. Mi madre me mira.
—Bien, mamá.
Víctor sorbe su copa, observándome detenidamente con expresión cautelosa. ¿Qué estará pensando? ¿La quiso? Me parece que, como diga que sí, me voy a enfadar, y mucho.
—Bueno, señoras, os dejo disfrutar de vuestra velada.
No, no, no me puede dejar así, con la duda.
—Por favor, que carguen estas copas en mi cuenta, habitación 612. Te llamo por la mañana, Myriam. Hasta mañana, Carla.
—Oh, me encanta que alguien te llame por tu nombre completo, hija.
—Un nombre precioso para una chica preciosa —murmura Víctor, estrechando la mano que mi madre le tiende, y ella sonríe con afectación.
Ay, mamá… ¿tú también, traidora? Me levanto y lo miro, implorándole que responda a mi pregunta, y él me da un casto beso en la mejilla.
—Hasta luego, nena —me susurra al oído.
Y se va.
Maldito capullo controlador. La rabia retorna con plena fuerza. Me dejo caer en la silla y me vuelvo hacia mi madre.
—Vaya, me has dejado anonadada, Myri. Menudo partidazo. Eso sí, no sé qué os traéis entre manos. Me parece que tenéis que hablar. Uf, la tensión subyacente… es insoportable.
Se abanica exageradamente.
—¡MAMÁ!
—Ve a hablar con él.
—No puedo. He venido aquí a verte a ti.
—Myri, has venido aquí porque estás hecha un lío con ese chico. Es evidente que estáis locos el uno por el otro. Tienes que hablar con él. Ha volado cinco mil kilómetros para verte, por el amor de Dios. Y ya sabes lo horroroso que es volar.
Me ruborizo. No le he dicho que tiene un avión privado.
—¿Qué? —me suelta.
—Tiene su propio avión —mascullo, avergonzada—, y son menos de cinco mil kilómetros, mamá.
¿Por qué me avergüenzo? Mi madre arquea ambas cejas.
—Uau —exclama—. Myri, os pasa algo. Llevo intentando averiguar lo que es desde que llegaste. Pero el único modo de solucionar el problema, sea cual sea, es hablarlo con él. Piensa todo lo que quieras, pero hasta que no hables con él no vas a conseguir nada.
La miro ceñuda.
—Myri, cielo, siempre le has dado muchas vueltas a todo. Fíate de tu instinto. ¿Qué te dice, cariño?
Me miro los dedos.
—Creo que estoy enamorada de él —murmuro.
—Lo sé, cariño. Y él de ti.
—¡No!
—Sí, Myri. Dios… ¿qué más necesitas? ¿Un rótulo luminoso en su frente?
La miro aturdida y se me llenan los ojos de lágrimas.
—No llores, cielo.
—Yo no creo que me quiera.
—Independientemente de lo rico que sea, uno no lo deja todo, se sube en su avión privado y cruza el país para tomar el té de la tarde. ¡Ve con él! Este sitio es muy bonito, muy romántico. Además, es territorio neutral.
Me revuelvo incómoda bajo su mirada. Quiero y no quiero ir.
—Cariño, no te preocupes por tener que volver conmigo. Quiero que seas feliz, y ahora mismo creo que la clave de tu felicidad está arriba, en la habitación 612. Si quieres venir a casa luego, la llave está debajo de la yuca del porche principal. Si te quedas… bueno, ya eres mayorcita. Pero toma precauciones.
Me pongo roja como un tomate. Por Dios, mamá.
—Vamos a terminarnos los Cosmos primero.
—Esa es mi chica.
Y sonríe.
Llamo tímidamente a la puerta de la habitación 612 y espero. Víctor abre la puerta. Está hablando por el móvil. Me mira extrañado, completamente sorprendido, sostiene la puerta abierta y me invita a entrar en su habitación.
—¿Están listas todas las indemnizaciones? ¿Y el coste? —Silba entre dientes—. Uf, nos ha salido caro el error. ¿Y Lucas?
Echo un vistazo a la habitación. Es una suite, como la del Heathman. La decoración de esta es ultramoderna, muy actual. Todo púrpuras y dorados mate con motivos en bronce en las paredes. Víctor se acerca a un mueble de madera noble, tira y abre una puerta tras la que se oculta el minibar. Me hace una señal para que me sirva, luego entra en el dormitorio. Supongo que para que no pueda oír la conversación. Me encojo de hombros. No dejó de hablar cuando entré en su estudio el otro día. Oigo correr el agua; está llenando la bañera. Me sirvo un zumo de naranja. Vuelve al salón.
—Que Andrea me mande las gráficas. Barney me dijo que había resuelto el problema. —Víctor ríe—. No, el viernes. Estoy interesado en un terreno de por aquí. Sí, que me llame Bill. No, mañana. Quiero ver lo que podría ofrecernos Georgia si nos instalamos aquí.
Víctor no me quita los ojos de encima. Me da un vaso y me indica dónde hay una cubitera.
—Si los incentivos son lo bastante atractivos, creo que deberíamos considerarlo, aunque aquí hace un calor de mil demonios. Detroit tiene sus ventajas, sí, y es más fresco. —Su rostro se oscurece un instante—. ¿Por qué? Que me llame Bill. Mañana. No demasiado temprano.
Cuelga y se me queda mirando con una expresión indescifrable, y se hace el silencio entre nosotros.
Muy bien… me toca hablar.
—No has respondido a mi pregunta —murmuro.
—No —dice en voz baja, y me mira con una mezcla de asombro y recelo.
—¿No has respondido a mi pregunta o no, no la querías?
Se cruza de brazos y se apoya en la pared; una leve sonrisa se dibuja en sus labios.
—¿A qué has venido, Myriam?
—Ya te lo he dicho.
Suspira hondo.
—No, no la quería.
Me mira ceñudo, divertido pero perplejo.
Acabo de darme cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Al soltar el aire, me desinflo como un saco viejo. Uf, gracias a Dios… ¿Cómo me habría sentido si me hubiera dicho que quería a esa bruja?
—Tú eres mi diosa de ojos verdes, Myriam. ¿Quién lo habría dicho?
—¿Se burla de mí, señor García?
—No me atrevería.
Niega con la cabeza, solemne, pero veo un destello de picardía en sus ojos.
—Huy, claro que sí, y de hecho lo haces, a menudo.
Sonríe satisfecho al ver que le devuelvo las palabras que me ha dicho él antes. Su mirada se oscurece.
—Por favor, deja de morderte el labio. Estás en mi habitación, hace casi tres días que no te veo y he hecho un largo viaje en avión para verte.
Su tono pasa de suave a sensual.
Le suena la BlackBerry, distrayéndonos a los dos, y la apaga sin mirar siquiera quién es. Se me entrecorta la respiración. Sé cómo va a terminar esto… pero se supone que íbamos a hablar. Se acerca a mí con su mirada sexy de depredador.
—Quiero hacerlo, Myriam. Ahora. Y tú también. Por eso has venido.
—Quería saber la respuesta, de verdad —alego en mi defensa.
—Bueno, ahora que lo sabes, ¿te quedas o te vas?
Me ruborizo cuando se planta delante de mí.
—Me quedo —murmuro, mirándolo nerviosa.
—Me alegro. —Me mira fijamente—. Con lo enfadada que estabas conmigo… —dice.
—Sí.
—No recuerdo que nadie se haya enfadado nunca conmigo, salvo mi familia. Me gusta.
Me acaricia la mejilla con las yemas de los dedos. Madre mía, esa proximidad, ese aroma a Víctor. Se supone que íbamos a hablar, pero tengo el corazón desbocado y la sangre me corre como loca por todo el cuerpo; el deseo crece, se expande… por todo mi ser. Víctor se inclina y me pasea la nariz por el hombro hasta la base de la oreja, hundiendo despacio los dedos en mi pelo.
—Deberíamos hablar —susurro.
—Luego.
—Quiero decirte tantas cosas.
—Yo también.
Me planta un suave beso debajo del lóbulo de la oreja mientras aprieta el puño enredado en mi pelo. Me echa la cabeza hacia atrás para tener acceso a mi cuello. Me araña la barbilla con los dientes y me besa el cuello.
—Te deseo —dice.
Gimo, subo las manos y me aferro a sus brazos.
—¿Estás con la regla?
Sigue besándome.
Maldita sea. ¿No se le escapa nada?
—Sí —susurro, cortada.
—¿Tienes dolor menstrual?
—No.
Me sonrojo. Dios…
Para y me mira.
—¿Te has tomado la píldora?
—Sí.
Qué vergüenza, por favor.
—Vamos a darnos un baño.
¿Eh?
Me coge de la mano y me lleva al dormitorio. Dominan la estancia la cama inmensa y unas cortinas de lo más recargado. Pero no nos detenemos ahí. Me lleva al baño que tiene dos zonas, todo de color verde mar y crudo. Es enorme. En la segunda zona, una bañera encastrada lo bastante grande para cuatro personas, con escalones de piedra al interior, se está llenando de agua. El vapor se eleva suavemente por encima de la espuma y veo que hay un asiento de piedra por todo su perímetro. En los bordes titilan unas velas. Uau… ha hecho todo esto mientras hablaba por teléfono.
—¿Llevas una goma para el pelo?
Lo miro extrañada, me busco en el bolsillo de los vaqueros y saco una.
—Recógetelo —me ordena con delicadeza.
Hago lo que me pide.
Hace un calor sofocante junto a la bañera y el blusón se me empieza a pegar. Se agacha y cierra el grifo. Me lleva a la primera zona del baño, se coloca detrás de mí y los dos nos miramos en el espejo mural que hay sobre los dos lavabos de vidrio.
—Quítate las sandalias —murmura, y yo lo complazco enseguida y las dejo en el suelo de arenisca—. Levanta los brazos —me dice.
Obedezco y me saca el blusón por la cabeza de forma que me quedo desnuda de cintura para arriba ante él. Sin quitarme los ojos de encima, alarga la mano por delante, me desabrocha el botón de los vaqueros y me baja la cremallera.
—Te lo voy a hacer en el baño, Myriam.
Se inclina y me besa el cuello. Ladeo la cabeza y le facilito el acceso. Engancha los pulgares en mis vaqueros y me los baja poco a poco, agachándose detrás de mí al tiempo que me los baja, junto con las bragas, hasta el suelo.
—Saca los pies de los vaqueros.
Agarrándome al borde del lavabo, hago lo que me dice. Ahora estoy desnuda, mirándome, y él está arrodillado a mi espalda. Me besa y luego me mordisquea el trasero, haciéndome gemir. Se levanta y vuelve a mirarme fijamente en el espejo. Procuro estarme quieta, ignorando mi natural inclinación a taparme. Me planta las manos en el vientre; son tan grandes que casi me llegan de cadera a cadera.
—Mírate. Eres preciosa —murmura—. Siéntete. —Me coge ambas manos con las suyas, las palmas pegadas al dorso de las mías, los dedos trenzados con los míos para mantenerlos estirados. Me las posa en el vientre—. Siente lo suave que es tu piel —me dice en voz baja y grave. Me mueve las manos lentamente, en círculos, luego asciende hasta mis pechos—. Siente lo turgentes que son tus pechos.
Me pone las manos de forma que me coja los pechos. Me acaricia suavemente los pezones con los pulgares, una y otra vez.
Gimo con la boca entreabierta y arqueo la espalda de forma que los pechos me llenan las manos. Me pellizca los pezones con sus pulgares y los míos, tirando con delicadeza, para que se alarguen más. Observo fascinada a la criatura lasciva que se retuerce delante de mí. Oh, qué sensación tan deliciosa… Gruño y cierro los ojos, porque no quiero seguir viendo cómo se excita esa mujer libidinosa del espejo con sus propias manos, con las manos de él, acariciándome como lo haría él, sintiendo lo excitante que es. Solo siento sus manos y sus órdenes suaves y serenas.
—Muy bien, nena —murmura.
Me lleva las manos por los costados, desde la cintura hasta las caderas, por el vello púbico. Desliza una pierna entre las mías, separándome los pies, abriéndome, y me pasa mis manos por mi sexo, primero una mano y luego la otra, marcando un ritmo. Es tan erótico… Soy una auténtica marioneta y él es el maestro titiritero.
—Mira cómo resplandeces, Myriam —me susurra mientras me riega de besos y mordisquitos el hombro.
Gimo. De pronto me suelta.
—Sigue tú —me ordena, y se aparta para observarme.
Me acaricio. No… Quiero que lo haga él. No es lo mismo. Estoy perdida sin él. Se saca la camisa por la cabeza y se quita rápidamente los vaqueros.
—¿Prefieres que lo haga yo?
Sus ojos profundos abrasan los míos en el espejo.
—Sí, por favor —digo.
Vuelve a rodearme con los brazos, me coge las manos otra vez y continúa acariciándome el sexo, el clítoris. El vello de su pecho me raspa, su erección presiona contra mí. Hazlo ya, por favor. Me mordisquea la nuca y cierro los ojos, disfrutando de las múltiples sensaciones: el cuello, la entrepierna, su cuerpo pegado a mí. Para de pronto y me da la vuelta, me apresa con una mano ambas muñecas a la espalda y me tira de la coleta con la otra. Me acaloro al contacto con su cuerpo; él me besa apasionadamente, devorando mi boca con la suya, inmovilizándome.
Su respiración es entrecortada, como la mía.
—¿Cuándo te ha venido la regla, Myriam? —me pregunta de repente, mirándome.
—Eh… ayer —mascullo, excitadísima.
—Bien.
Me suelta y me da la vuelta.
—Agárrate al lavabo —me ordena y vuelve a echarme hacia atrás las caderas, como hizo en el cuarto de juegos, de forma que estoy doblada.
Me pasa la mano entre las piernas y tira del cordón azul. ¿Qué? Me quita el tampón con cuidado y lo tira al váter, que tiene cerca. Dios mío. La madre del… Y de golpe me penetra… ¡ah! Piel con piel, moviéndose despacio al principio, suavemente, probándome, empujando… madre mía. Me agarro con fuerza al lavabo, jadeando, pegándome a él, sintiéndolo dentro de mí. Oh, esa dulce agonía… sus manos ancladas a mis caderas. Imprime un ritmo castigador, dentro, fuera, luego me pasa la mano por delante, al clítoris, y me lo masajea… oh, Dios. Noto que me acelero.
—Muy bien, nena —dice con voz ronca mientras empuja con vehemencia, ladeando las caderas, y eso basta para catapultarme a lo más alto.
Uau… y me corro escandalosamente, aferrada al lavabo mientras me dejo arrastrar por el orgasmo, y todo se revuelve y se tensa a la vez. Él me sigue, agarrándome con fuerza, pegándose a mi cuerpo cuando llega al clímax, pronunciando mi nombre como si fuera un ensalmo o una invocación.
—¡Oh, Myri! —me jadea al oído, su respiración entrecortada en perfecta sinergia con la mía—. Oh, nena, ¿alguna vez me saciaré de ti? —susurra.
Nos dejamos caer despacio al suelo y él me envuelve con sus brazos, apresándome. ¿Será siempre así? Tan incontenible, devorador, desconcertante, seductor. Yo quería hablar, pero hacer el amor con él me agota y me aturde, y también yo me pregunto si algún día llegaré a saciarme de él.
Me acurruco en su regazo, con la cabeza pegada a su pecho, mientras nos serenamos. Con disimulo, inhalo su aroma a Víctor, dulce y embriagador. No debo acariciarlo. No debo acariciarlo. Repito mentalmente el mantra, aunque me siento tentada de hacerlo. Quiero alzar la mano y trazar figuras en su pecho con las yemas de los dedos, pero me contengo, porque sé que le fastidiaría que lo hiciera. Guardamos silencio los dos, absortos en nuestros pensamientos. Yo estoy absorta en él, entregada a él.
De repente, me acuerdo de que tengo la regla.
—Estoy manchando —murmuro.
—A mí no me molesta —me dice.
—Ya lo he notado —digo sin poder controlar el tono seco de mi voz.
Se tensa.
—¿Te molesta a ti? —me pregunta en voz baja.
¿Que si me molesta? Quizá debería… ¿o no? No, no me molesta. Me echo hacia atrás y levanto la vista, y él me mira desde arriba, con esos ojos profundos algo nebulosos.
—No, en absoluto.
Sonríe satisfecho.
—Bien. Vamos a darnos un baño.
Me libera y me deja en el suelo a fin de ponerse de pie. Mientras se mueve a mi lado, vuelvo a reparar en esas pequeñas cicatrices redondas y blancas de su pecho. No son de varicela, me digo distraída. Johana dijo que a él casi no le había afectado. Por Dios… tienen que ser quemaduras. ¿Quemaduras de qué? Palidezco al caer en la cuenta, presa de la conmoción y la repugnancia que me produce. A lo mejor existe una explicación razonable y yo estoy exagerando. Brota feroz en mi pecho una esperanza: la esperanza de estar equivocada.
—¿Qué pasa? —me pregunta Víctor alarmado.
—Tus cicatrices —le susurro—. No son de varicela.
Lo veo cerrarse como una ostra en milésimas de segundo; su actitud, antes relajada, serena y tranquila, se vuelve defensiva, furiosa incluso. Frunce el ceño, su rostro se oscurece y su boca se convierte en una fina línea prieta.
—No, no lo son —espeta, pero no me da más explicaciones.
Se pone en pie, me tiende la mano y me ayuda a levantarme.
—No me mires así —me dice con frialdad, como reprendiéndome, y me suelta la mano.
Me sonrojo, arrepentida, y me miro los dedos, y entonces sé, tengo claro, que alguien le apagaba cigarrillos sobre la piel. Siento náuseas.
—¿Te lo hizo ella? —susurro sin apenas darme cuenta.
No dice nada, así que me obligo a mirarlo. Él me clava los ojos, furibundo.
—¿Ella? ¿La señora Robinson? No es una salvaje, Myriam. Claro que no fue ella. No entiendo por qué te empeñas en demonizarla.
Ahí lo tengo, desnudo, espléndidamente desnudo, manchado de mi sangre… y por fin vamos a tener esa conversación. Yo también estoy desnuda, ninguno de los dos tiene donde esconderse, salvo quizá en la bañera. Respiro hondo, paso por delante de él y me meto en el agua. La encuentro deliciosamente templada, relajante y profunda. Me disuelvo en la espuma fragante y lo miro, oculta entre las pompas.
—Solo me pregunto cómo serías si no la hubieras conocido, si ella no te hubiera introducido en ese… estilo de vida.
Suspira y se mete en la bañera, enfrente de mí, con la mandíbula apretada por la tensión, los ojos vidriosos. Cuando sumerge con elegancia su cuerpo en el agua, procura no rozarme siquiera. Dios… ¿tanto lo he enojado?
Me mira impasible, con expresión insondable, sin decir nada. De nuevo se hace el silencio entre nosotros, pero yo no voy a romperlo. Te toca ti, García… esta vez no voy a ceder. Mi subconsciente está nerviosa, se muerde las uñas con desesperación. A ver quién puede más. Víctor y yo nos miramos; no pienso claudicar. Al final, tras lo que parece una eternidad, mueve la cabeza y sonríe.
—De no haber sido por la señora Robinson, probablemente habría seguido los pasos de mi madre biológica.
¡Uf…! Lo miro extrañada. ¿En la adicción al crack o en la prostitución? ¿En ambas, quizá?
—Ella me quería de una forma que yo encontraba… aceptable —añade encogiéndose de hombros.
¿Qué coño significa eso?
—¿Aceptable? —susurro.
—Sí. —Me mira fijamente—. Me apartó del camino de autodestrucción que yo había empezado a seguir sin darme cuenta. Resulta muy difícil crecer en una familia perfecta cuando tú no eres perfecto.
Oh, no. Se me seca la boca mientras digiero esas palabras. Me mira con una expresión indescifrable. No me va a contar más. Qué frustrante. Mi mente no para de dar vueltas… lo veo tan lleno de desprecio por sí mismo. Y la señora Robinson lo quería. Maldita sea… ¿lo seguirá queriendo? Me siento como si me hubieran dado una patada en el estómago.
—¿Aún te quiere?
—No lo creo, no de ese modo. —Frunce el ceño como si nunca se le hubiera ocurrido—. Ya te digo que fue hace mucho. Es algo del pasado. No podría cambiarlo aunque quisiera, que no quiero. Ella me salvó de mí mismo. —Está exasperado y se pasa una mano mojada por el pelo—. Nunca he hablado de esto con nadie. —Hace una pausa—. Salvo con el doctor Flynn, claro. Y la única razón por la que te lo cuento a ti ahora es que quiero que confíes en mí.
—Yo ya confío en ti, pero quiero conocerte mejor, y siempre que intento hablar contigo, me distraes. Hay muchísimas cosas que quiero saber.
—Oh, por el amor de Dios, Myriam. ¿Qué quieres saber? ¿Qué tengo que hacer?
Le arden los ojos y, aunque no alza la voz, sé que está haciendo un esfuerzo por controlar su genio.
Me miro las manos, perfectamente visibles debajo del agua ahora que la espuma ha empezado a dispersarse.
—Solo pretendo entenderlo; eres todo un enigma. No te pareces a nadie que haya conocido. Me alegro de que me cuentes lo que quiero saber.
Uf… quizá sean los Cosmopolitan que me envalentonan, pero de repente no soporto la distancia que nos separa. Me muevo por el agua hasta su lado y me pego a él, de forma que estamos piel con piel. Se tensa y me mira con recelo, como si fuera a morderle. Vaya, qué cambio tan inesperado… La diosa que llevo dentro lo escudriña en silencio, asombrada.
—No te enfades conmigo, anda —le susurro.
—No estoy enfadado contigo, Myriam. Es que no estoy acostumbrado a este tipo de conversación, a este interrogatorio. Esto solo lo hago con el doctor Flynn y con…
Se calla y frunce el ceño.
—Con ella. Con la señora Robinson. ¿Hablas con ella? —inquiero, procurando controlar mi genio yo también.
—Sí, hablo con ella.
—¿De qué?
Se recoloca para poder mirarme, haciendo que el agua se derrame por los bordes hasta el suelo. Me pasa el brazo por los hombros y lo apoya en el borde de la bañera.
—Eres insistente, ¿eh? —murmura algo irritado—. De la vida, del universo… de negocios. La señora Robinson y yo hace tiempo que nos conocemos, Myriam. Hablamos de todo.
—¿De mí? —susurro.
—Sí.
Sus ojos profundos me observan con atención.
Me muerdo el labio inferior en un intento de contener el súbito ataque de rabia que se apodera de mí.
—¿Por qué habláis de mí?
Me esfuerzo por no sonar consternada ni malhumorada, pero no lo consigo. Sé que debería parar. Lo estoy presionando demasiado. Mi subconsciente está poniendo otra vez la cara de El grito de Munch.
—Nunca he conocido a nadie como tú, Myriam.
—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a que nunca has conocido a nadie que no firmara automáticamente todo tu papeleo sin preguntar primero?
Menea la cabeza.
—Necesito consejo.
—¿Y te lo da doña Pedófila? —espeto.
El control de mi genio es menos fuerte de lo que pensaba.
—Myriam… basta ya —me suelta muy serio, frunciendo los ojos.
Piso terreno cenagoso; me estoy metiendo en la boca del lobo.
—O te voy a tener que tumbar en mis rodillas. No tengo ningún interés romántico o sexual en ella. Ninguno. Es una amiga querida y apreciada, y socia mía. Nada más. Tenemos un pasado en común, hubo algo entre nosotros que a mí me benefició muchísimo, aunque a ella le destrozara el matrimonio, pero esa parte de nuestra relación ya terminó.
Dios, otra cosa que no entiendo. Ella encima estaba casada. ¿Cómo pudieron mantener lo suyo tanto tiempo?
—¿Y tus padres nunca se enteraron?
—No —gruñe—. Ya te lo he dicho.
Y sé que he llegado al límite. No puedo preguntarle nada más de ella porque va a perder los nervios conmigo.
—¿Has terminado? —espeta.
—De momento.
Respira hondo y se relaja visiblemente delante de mí, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
—Vale, ahora me toca a mí —murmura, y su mirada feroz se vuelve gélida, especulativa—. No has contestado a mi e-mail.
Me ruborizo. Ay, odio cuando el foco se dirige contra mí, y tengo la sensación de que se va a enfadar cada vez que hablemos de algo. Meneo la cabeza. Igual es así como le hacen sentirse mis preguntas; no está acostumbrado a que lo desafíen. La idea resulta reveladora, perturbadora e inquietante.
—Iba a contestar. Pero has venido.
—¿Habrías preferido que no viniera? —dice, de nuevo impasible.
—No, me encanta que hayas venido —murmuro.
—Bien. —Me dedica una sincera sonrisa de alivio—. A mí me encanta haber venido, a pesar de tu interrogatorio. Aunque acepte que me acribilles a preguntas, no creas que disfrutas de algún tipo de inmunidad diplomática solo porque haya venido hasta aquí para verte. Para nada, señorita Montemayor. Quiero saber lo que sientes.
Oh, no…
—Ya te lo he dicho. Me gusta que estés conmigo. Gracias por venir hasta aquí —digo, poco convincente.
—Ha sido un placer.
Le brillan los ojos cuando se inclina y me besa suavemente. Noto que reacciono enseguida. El agua aún está tibia y en el baño sigue habiendo vapor. Para, se aparta y me mira.
—No. Me parece que necesito algunas respuestas antes de que hagamos más.
¿Más? Ya estamos otra vez con la palabrita. Y quiere respuestas… ¿a qué? Yo no tengo un pasado plagado de secretos, ni una infancia terrible. ¿Qué podría querer saber de mí que no sepa ya?
Suspiro, resignada.
—¿Qué quieres saber?
—Bueno, para empezar, qué piensas de nuestro contrato.
Lo miro extrañada. Hora de decir verdades. Mi subconsciente y la diosa que llevo dentro se miran nerviosas. Venga, vamos a decir la verdad.
—No creo que pueda firmar por un periodo mayor de tiempo. Un fin de semana entero siendo alguien que no soy.
Me ruborizo y me miro las manos.
Me levanta la barbilla y veo que me sonríe, divertido.
—No, yo tampoco creo que pudieras.
En cierta medida, me siento ofendida y desafiada.
—¿Te estás riendo de mí?
—Sí, pero sin mala intención —dice, sonriendo apenas.
Se inclina y me besa suave, brevemente.
—No eres muy buena sumisa —susurra sosteniéndome la barbilla, con un brillo jocoso en los ojos.
Me lo quedo mirando, asombrada, y empiezo a reír… y él ríe también.
—A lo mejor no tengo un buen maestro.
Suelta un bufido.
—A lo mejor. Igual debería ser más estricto contigo.
Ladea la cabeza y me sonríe ladino.
Trago saliva. Dios, no. Pero, al mismo tiempo, los músculos del vientre se me contraen de forma deliciosa. Esa es su forma de demostrarme que le importo. Quizá, comprendo de pronto, su única forma de demostrar que le importo. Me mira fijamente, estudiando mi reacción.
—¿Tan mal lo pasaste cuando te di los primeros azotes?
Lo miro extrañada. ¿Lo pasé mal? Recuerdo que mi reacción me confundió. Me dolió, pero, pensándolo bien, no fue para tanto. Él no paraba de decirme que estaba todo en mi cabeza. Y la segunda vez… Uf, esa estuvo bien… fue muy excitante.
—No, la verdad es que no —susurro.
—¿Es más por lo que implica? —inquiere.
—Supongo. Lo de sentir placer cuando uno no debería.
—Recuerdo que a mí me pasaba lo mismo. Lleva un tiempo procesarlo.
Dios mío. Eso fue cuando él era un chaval.
—Siempre puedes usar las palabras de seguridad, Myriam. No lo olvides. Y si sigues las normas, que satisfacen mi íntima necesidad de controlarte y protegerte, quizá logremos avanzar.
—¿Por qué necesitas controlarme?
—Porque satisface una necesidad íntima mía que no fue satisfecha en mis años de formación.
—Entonces, ¿es una especie de terapia?
—No me lo había planteado así, pero sí, supongo que sí.
Eso sí puedo entenderlo. Me será de ayuda.
—Pero el caso es que en un momento me dices «No me desafíes», y al siguiente me dices que te gusta que te desafíe. Resulta difícil traspasar con éxito esa línea tan fina.
Me mira un instante, luego frunce el ceño.
—Lo entiendo. Pero, hasta la fecha, lo has hecho estupendamente.
—Pero ¿a qué coste personal? Estoy hecha un auténtico lío, me veo atada de pies y manos.
—Me gusta eso de atarte de pies y manos.
Sonríe maliciosamente.
—¡No lo decía en sentido literal!
Y le salpico agua, exasperada.
Me mira, arqueando una ceja.
—¿Me has salpicado?
—Sí.
Oh, no… esa mirada.
—Ay, señorita Montemayor. —Me agarra y me sube a su regazo, derramando agua por todo el suelo—. Creo que ya hemos hablado bastante por hoy.
Me planta una mano a cada lado de la cabeza y me besa. Apasionadamente. Se apodera de mi boca. Girándome la cabeza, controlándome. Gimo en sus labios. Esto es lo que le gusta. Lo que se le da bien. Me enciendo por dentro y hundo los dedos en su pelo, amarrándolo a mí, y le devuelvo el beso y le digo que yo también lo deseo de la única forma que sé. Gruñe, me coge y me sube a horcajadas, arrodillada sobre él, con su erección debajo de mí. Se echa hacia atrás y me mira, con los ojos entrecerrados, brillantes y lascivos. Bajo las manos para agarrarme al borde de la bañera, pero él me coge por las muñecas y me las sujeta a la espalda con una sola mano.
—Te la voy a meter —me susurra, y me levanta de forma que quedo suspendida encima de él—. ¿Lista?
—Sí —le susurro y me monta en su miembro, despacio, deliciosamente despacio… entrando hasta el fondo… observándome mientras me toma.
Gruño, cerrando los ojos, y saboreo la sensación, la absoluta penetración. Él mueve las caderas y yo gimo, inclinándome hacia delante y descansando la frente en la suya.
—Suéltame las manos, por favor —le susurro.
—No me toques —me suplica y, soltándome las manos, me agarra las caderas.
Me aferro al borde de la bañera, subo y luego bajo despacio, abriendo los ojos para verlo. Me observa, con la boca entreabierta, la respiración entrecortada, contenida, la lengua entre los dientes. Resulta tan… excitante. Estamos mojados y resbaladizos, frotándonos el uno contra el otro. Me inclino y lo beso. Él cierra los ojos. Tímidamente, subo las manos a su cabeza y le acaricio el pelo, sin apartar mi boca de la suya. Eso sí está permitido. Le gusta. Y a mí también. Nos movemos al unísono. Tirándole del pelo, le echo la cabeza hacia atrás y lo beso más apasionadamente, montándolo, cada vez más rápido, siguiendo su ritmo. Gimo en su boca. Él empieza a subirme más y más deprisa, agarrándome por las caderas. Me devuelve el beso. Somos todo bocas y lenguas húmedas, pelos revueltos y balanceo de caderas. Todo sensación… devorándolo todo una vez más. Estoy a punto… Empiezo a reconocer esa deliciosa contracción… acelerándose. Y el agua gira a nuestro alrededor, formando nuestro propio remolino, un torbellino de emoción, a medida que nuestros movimientos se vuelven más frenéticos… salpicando agua por todas partes, reflejando lo que sucede en mi interior… pero me da igual.
Amo a este hombre. Amo su pasión, el efecto que tengo en él. Adoro que haya volado hasta aquí para verme. Adoro que se preocupe por mí… que le importe. Es algo tan inesperado, tan satisfactorio. Él es mío y yo soy suya.
—Eso es, nena —jadea.
Y me corro; el orgasmo me arrasa, un clímax turbulento y apasionado que me devora entera. De pronto, me estrecha contra su cuerpo, enrosca los brazos a mi cintura y se corre él también.
—¡Myri, nena! —grita, y la suya es una invocación feroz, que me llega a lo más hondo del alma.
Estamos tumbados, mirándonos, de ojos profundos a azules, cara a cara, en la inmensa cama, los dos abrazados a nuestras almohadas. Desnudos. Sin tocarnos. Solo mirándonos y admirándonos, tapados con la sábana.
—¿Quieres dormir? —pregunta Víctor con voz tierna y llena de preocupación.
—No. No estoy cansada.
Me siento extrañamente revigorizada. Me ha venido tan bien hablar que no quiero parar.
—¿Qué quieres hacer? —pregunta.
—Hablar.
Sonríe.
—¿De qué?
—De cosas.
—¿De qué cosas?
—De ti.
—De mí ¿qué?
—¿Cuál es tu película favorita?
Sonríe.
—Actualmente, El piano.
Su sonrisa es contagiosa.
—Por supuesto. Qué boba soy. ¿Por esa banda sonora triste y emotiva que sin duda sabes interpretar? Cuántos logros, señor García.
—Y el mayor eres tú, señorita Montemayor.
—Entonces soy la número diecisiete.
Me mira ceñudo, sin comprender.
—¿Diecisiete?
—El número de mujeres con las que… has tenido sexo.
Esboza una sonrisa y los ojos le brillan de incredulidad.
—No exactamente.
—Tú me dijiste que habían sido quince.
Mi confusión es obvia.
—Me refería al número de mujeres que habían estado en mi cuarto de juegos. Pensé que era eso lo que querías saber. No me preguntaste con cuántas mujeres había tenido sexo.
—Ah. —Madre mía. Hay más… ¿Cuántas? Lo miro intrigada—. ¿Vainilla?
—No. Tú eres mi única relación vainilla —dice negando con la cabeza y sin dejar de sonreírme.
¿Por qué lo encuentra tan divertido? ¿Y por qué le sonrío yo también como una idiota?
—No puedo darte una cifra. No he ido haciendo muescas en el poste de la cama ni nada parecido.
—¿De cuántas hablamos: decenas, cientos… miles?
Voy abriendo los ojos a mediada que la cifra aumenta.
—Decenas. Nos quedamos en las decenas, por desgracia.
—¿Todas sumisas?
—Sí.
—Deja de sonreírme —finjo reprenderlo, tratando en vano de mantenerme seria.
—No puedo. Eres divertida.
—¿Divertida por peculiar o por graciosa?
—Un poco de ambas, creo —contesta, como le contesté yo a él.
—Eso es bastante insolente, viniendo de ti.
Se acerca y me besa la punta de la nariz.
—Esto te va a sorprender, Myriam. ¿Preparada?
Asiento, con los ojos como platos y sin poder quitarme la sonrisa bobalicona de la cara.
—Todas eran sumisas en prácticas, cuando yo estaba haciendo mis prácticas. Hay sitios en Seattle y alrededores a los que se puede ir a practicar. A aprender a hacer lo que yo hago —dice.
¿Qué?
—Ah.
Lo miro extrañada.
—Pues sí, yo he pagado por sexo, Myriam.
—Eso no es algo de lo que estar orgulloso —murmuro con cierta arrogancia—. Y tienes razón, me has dejado pasmada. Y enfadada por no poder dejarte pasmada yo.
—Te pusiste mis calzoncillos.
—¿Eso te sorprendió?
—Sí.
La diosa que llevo dentro hace un salto con pértiga de cinco metros.
—Y fuiste sin bragas a conocer a mis padres.
—¿Eso te sorprendió?
—Sí.
Uf, acaba de batir la marca de los cinco metros.
—Parece que solo puedo sorprenderte en el ámbito de la ropa interior.
—Me dijiste que eras virgen. Esa es la mayor sorpresa que me han dado nunca.
—Sí, tu cara era un poema. De foto —digo riendo como una boba.
—Me dejaste que te excitara con una fusta.
—¿Eso te sorprendió?
—Pues sí.
—Bueno, igual te dejo que lo vuelvas a hacer.
—Huy, eso espero, señorita Montemayor. ¿Este fin de semana?
—Vale —accedo tímidamente.
—¿Vale?
—Sí. Volveré al cuarto rojo del dolor.
—Me llamas por mi nombre.
—¿Eso te sorprende?
—Me sorprende lo mucho que me gusta.
—Víctor.
Sonríe.
—Mañana quiero hacer una cosa —dice con los ojos brillantes de emoción.
—¿El qué?
—Una sorpresa. Para ti —añade en voz baja y suave.
Arqueo una ceja y contengo un bostezo, todo a la vez.
—¿La aburro, señorita Montemayor? —me pregunta socarrón.
—Nunca.
Se acerca y me besa suavemente los labios.
—Duerme —me ordena, y luego apaga la luz.
Y en ese momento tranquilo en que cierro los ojos, agotada y satisfecha, pienso que estoy en el ojo del huracán. Y, pese a todo lo que me ha dicho, y lo que no me ha dicho, dudo que alguna vez haya sido tan feliz.
CONTINUARA.......
Ale- STAFF
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Fecha de inscripción : 05/03/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
WORALE Q CAPITULO TAN INTENSO JJJAJAJAJ PERO ESTA BUENISIMA ESTA HISTORIA GRAXIAS X EL CAPITULO
mariateressina- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 897
Localización : Campeche, Camp.
Fecha de inscripción : 28/11/2009
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Gracias por el Cap. Saludos Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Edad : 42
Localización : Monterrey, Nuevo Leon
Fecha de inscripción : 09/11/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
Gracias por el capitulo
aaaa estos dos
me encanta el nuevo vestido del foro
Saludos
rodmina- VBB PLATA
- Cantidad de envíos : 433
Edad : 37
Fecha de inscripción : 28/05/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
gracias por el capitulo
jai33sire- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1207
Edad : 48
Localización : Mexico Distrito Federal
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: CAPITULO 26 .::50 Sombras::GRAN FINAL
GRACIAS POR LOS CAPITULOS
dany- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 883
Fecha de inscripción : 23/05/2008
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