Cenicienta
+6
jai33sire
Danniela
Marianita
Dianitha
alma.fra
aitanalorence
10 participantes
Página 1 de 2.
Página 1 de 2. • 1, 2
Cenicienta
espero les guste aunque todos sabemos como acaba esta historia!!!!
Todo el mundo sabía que Myriam Montemayor era hija ilegítima.
Todos los criados lo sabían. Pero todos querían a Myriam; la que¬rían desde el momento en que llegó a Penwood Park a los tres añi¬tos, un pequeño bultito dejado en la grada de la puerta principal una lluviosa noche de julio, envuelto en una chaqueta demasiado grande. Y puesto que la querían, simulaban que era exactamente lo que el sexto conde de Penwood decía que era: la huérfana de un viejo ami¬go. Qué más daba que los ojos verde musgo y los cabellos rubio oscuro de Myriam fueran idénticos a los del conde. Qué más daba que la forma de su cara tuviera un extraordinario parecido con la de la madre del conde, que había muerto recientemente, o que su sonrisa fuera una réplica exacta de la sonrisa de la hermana del conde. Nadie deseaba herir los sentimientos de Myriam, ni arriesgarse a perder el empleo, haciendo notar esos parecidos.
El conde, un tal Ricardo Gunningworth, jamás hablaba de Myriam ni de sus orígenes, pero seguro que tenía que saber que era su hija bastarda. Nadie sabía el contenido de la carta que el ama de lla¬ves sacó del bolsillo de la chaqueta que envolvía a Myriam aquella llu¬viosa noche en que la descubrieron en la puerta; el conde quemó la misiva a los pocos segundos de leerla; observó enroscarse el papel en las llamas, y luego ordenó que le prepararan una habitación a la pequeña, cerca de la sala de los niños. Y desde entonces, ella conti¬nuó en esa habitación. Él la llamaba Myri, y ella lo llamaba «milord», y se veían unas pocas veces al año, cuando él venía de Londres a visitar la propiedad, lo que no hacía muy a menudo.
Pero tal vez lo más importante es que Myriam sabía que era bas¬tarda. No tenía muy claro cómo lo supo, sólo sabía que lo sabía, y que tal vez lo había sabido toda su vida. No recordaba nada de su vida anterior a su llegada a Penwood Park, pero sí recordaba un largo viaje en coche a través de Inglaterra, y recordaba a su abuela, terriblemente delgada, la que tosiendo y resollando le decía que iba a ir a vivir con su padre. Y más que cualquier otra cosa, recordaba el momento cuando estaba de pie ante la puerta bajo la lluvia, sabien¬do que su abuela estaba escondida entre los arbustos, esperando para ver si la llevaban al interior de la casa.
El conde le puso los dedos bajo la barbilla a la pequeña y le levantó la cara hacia la luz, y en ese momento los dos supieron la verdad.
Todos sabían que Myriam era bastarda y nadie hablaba de eso, y todos estaban muy felices con ese arreglo.
Hasta que el conde decidió casarse.
Myriam se sintió muy contenta cuando se enteró de la noticia. El ama de llaves le dijo que el mayordomo había dicho que el secreta¬rio del conde había dicho que el conde pensaba pasar más tiempo en Penwood Park ahora que era un hombre de familia. Y aunque ella no echaba exactamente de menos al conde cuando no estaba, pues era difícil echar de menos a alguien que no le prestaba mucha aten¬ción ni siquiera cuando estaba ahí, se le ocurrió que tal vez podría echarlo de menos si llegaba a conocerlo mejor, y que si llegaba a conocerlo mejor tal vez él no se marcharía con tanta frecuencia. Además, la camarera de la planta superior le dijo que el ama de lla¬ves había dicho que el mayordomo de los vecinos había dicho que la futura esposa del conde ya tenía dos hijas, de edades cercanas a la de ella.
Después de pasar siete años sola en la sala de los niños, a ella le encantó esa noticia. A diferencia de los demás niños del distrito, a ella jamás la invitaban a las fiestas ni a los eventos de la localidad. En realidad nunca nadie la insultaba llamándola bastarda; hacer eso habría equivalido a llamar mentiroso al conde, el que después de declarar que ella era su pupila y estaba bajo su custodia, jamás volvio a tocar el tema. Pero al mismo tiempo, el conde jamás hizo nin¬gún gran esfuerzo por lograr que la aceptaran. Así pues, a sus diez años, sus mejores amigos eran las criadas y los lacayos, y sus padres bien podrían haber sido el ama de llaves y el mayordomo.
Pero por fin iba a tener hermanas.
Ah, sabía muy bien que no podría llamarlas hermanas. Sabía que la presentarían como Myri Maria Montemayor, la pupila del conde, pero ella las «sentiría» como hermanas. Y eso era lo que verdaderamente importaba.
Y así, una tarde de febrero, Myriam se encontró en el gran vestí¬bulo principal junto con todos los criados reunidos allí, esperando, mirando por la ventana para ver llegar por el camino de entrada el coche del conde que traía a la nueva condesa y a sus dos hijas. Y al conde, claro.
_¿Cree que le caeré bien? _preguntó en un susurro a la señora Gibbons, el ama de llaves_. A la esposa del conde, quiero decir.
_Claro que le caerás bien, cariño _le susurró la señora Gib¬bons.
Pero Myriam vio que en sus ojos no había tanta seguridad como en el tono de su voz. Tal vez la nueva condesa no aceptaría de buena gana la presencia de la hija bastarda de su marido.
_¿Y tendré las clases con sus hijas?
_No tiene ningún sentido que te den las clases por separado.
Myriam asintió, pensativa, y entonces vio el coche avanzando por el camino de entrada. Se revolvió inquieta.
_¡Han llegado! _susurró, nerviosa.
La señora Gibbons alargó la mano para darle una palmadita en la cabeza, pero ella ya había corrido hasta la ventana, y estaba con la cara prácticamente pegada al cristal.
El conde bajó primero del coche y se volvió a ayudar a bajar a dos niñas. Éstas vestían abrigos negros iguales. Una llevaba una cin¬ta rosa en el pelo; la otra, una cinta amarilla. Cuando las niñas se hicieron a un lado, el conde alargó la mano hacia el interior del coche para ayudar a bajar a una última persona.
A Myriam se le quedó el aire atrapado en la garganta mientras esperaba la aparición de la condesa. Cruzó los deditos y de sus labios salió una sola súplica: «Por favor. Por favor, que me quiera».
Tal vez si la condesa la amaba, el conde la amaría también, y tal vez, aunque no la llamara hija, la tratara como si lo fuera, y entonces serían una verdadera familia.
Mirando por la ventana, Myriam vio bajar del coche a la con¬desa, y sus movimientos tan elegantes y gráciles le recordaron a la delicada alondra que de vez en cuando chapoteaba en el agua del bebedero del jardín. Incluso su sombrero estaba adornado por una larga pluma color turquesa que brillaba al sol del crudo invierno.
_Qué hermosa es _susurró.
Echó una rápida mirada a la señora Gibbons para calibrar su reacción, pero el ama de llaves estaba muy erguida, en rígida posi¬ción firme, sus ojos fijos al frente, esperando que el conde hiciera entrar a su nueva familia para hacer las presentaciones.
Myriam tragó saliva, sin saber dónde tenía que situarse. Todos los demás parecían tener un lugar asignado. Los criados estaban forma¬dos según categorías, desde el mayordomo a la más humilde de las fregonas. Incluso los perros estaban sentados sumisamente en un rincón, sus correas sujetas firmemente por el encargado de los perros cazadores.
Pero ella era una desarraigada. Si de verdad fuera la hija de la casa, estaría junto a su institutriz esperando a la nueva condesa. Si de verdad fuera la pupila del conde, estaría en ese lugar también. Pero la señorita Timmons había cogido un fuerte catarro y se negó a salir de la sala de estudio de los niños para bajar. Ninguno de los criados creyó ni por un instante que estuviera enferma de verdad. Había estado muy bien la noche anterior, pero todos comprendían su men¬tira. Después de todo, Myriam era la hija ilegítima del conde, y nadie habría querido ser la persona que hiciera un insulto a la condesa pre¬sentándole a la bastarda de su marido.
Y la condesa tendría que ser ciega o tonta, o las dos cosas, para no darse cuenta al instante de que la niña era algo más que la pupila del conde.
Repentinamente abrumada por la timidez, Myriam fue a ponerse en un rincón, encogida, cuando dos lacayos abrieron las puertas con ademán triunfal. Primero entraron las dos niñas, que se hicieron a un lado para que entrara el conde llevando a la condesa. El conde presentó a la condesa y a sus hijas al mayordomo, y el mayordomo les presentó al resto de los criados.
Y Myriam esperó.
El mayordomo presentó a los lacayos, a la cocinera jefe, al ama de llaves, a los mozos de cuadra.
Y Myriam continuó esperando.
Presentó a las cocineras, a las camareras de la planta superior, a las fregonas.
Y Myriam continuó esperando.
Finalmente el mayordomo, que se llamaba Rumsey, presentó a la más humilde de las criadas, una fregona muy joven llamada Dulcinea que había entrado a trabajar ahí sólo hacía una semana. El conde movió la cabeza de arriba abajo, dio las gracias, y Myriam seguía esperando, sin tener la menor idea de qué debía hacer.
Entonces se aclaró la garganta y avanzó un paso, con una ner¬viosa sonrisa en la cara. No pasaba mucho tiempo con el conde, pero siempre que él visitaba Penwood Park la presentaban a él, y él siem¬pre le dedicaba algunos minutos de su tiempo, para preguntarle cómo le iba en las clases y lecciones, y luego la instaba a volver a la sala de los niños.
Seguro que él seguiría queriendo saber cómo le iba en los estu¬dios, aun cuando se hubiera casado. Seguro que querría saber que ya dominaba la ciencia de multiplicar fracciones y que no hacía mucho la señorita Timmons había declarado que su pronunciación del fran¬cés era «perfecta».
Pero él estaba ocupado diciéndoles algo a las hijas de la condesa y no la oyó. Volvió a aclararse la garganta, esta vez más fuerte, y dijo:
_¿Milord? _Notó que la voz le salió más temblorosa que lo que hubiera querido.
El conde se volvió hacia ella.
_ Ah, Myri. No sabía que estabas aquí.
Myriam sonrió de oreja a oreja. No era que él hubiera hecho caso omiso de ella, después de todo.
_¿Y quién es esta niña? _preguntó la condesa, acercándose más para verla mejor.
_ Mi pupila _contestó el conde_. La señorita Myri Montemayor.
La condesa le clavó una mirada evaluadora, y entrecerró los ojos.
Y los entrecerró más.
Y los entrecerró más aún.
_Ya veo _dijo.
Y todos los presentes en el gran vestíbulo comprendieron al ins¬tante que sí lo veía.
_RosaMarie _dijo la condesa girándose hacia sus dos hijas_. Penelope. Venid conmigo.
Las niñas se pusieron inmediatamente al lado de su madre. Myriam se atrevió a sonreírles. La más pequeña le correspondió la son¬risa, pero la mayor, cuyo pelo era del color del oro batido, siguien¬do el ejemplo de su madre, levantó la cara apuntando la nariz hacia arriba y firmemente desvió la vista.
Myriam tragó saliva y volvió a sonreír a la niña amistosa, pero esta vez la niña se mordió el labio inferior, indecisa, y bajó la vista hacia el suelo.
Dando la espalda a Myriam, la condesa dijo al conde:
_Supongo que tienes habitaciones preparadas para RosaMarie y Penelope.
_Sí. Cerca de la sala de los niños. Justo al lado de la de Myri.
Después de un largo silencio, la condesa debió llegar a la con¬clusión de que ciertas batallas no han de lucharse delante de los sir¬vientes, porque se limitó a decir:
_Ahora querría subir a las habitaciones.
Acto seguido se marchó, llevando con ella al conde y a sus hijas. Myriam observó a la familia subir la escalera y, cuando las perdió de vista en el rellano, se giró hacia la señora Gibbons y le preguntó:
_¿Cree que debería subir a ayudarlas? Podría enseñarles la sala de estudio a las niñas.
La señora Gibbons negó con la cabeza.
_Parecían cansadas _mintió_. Seguro que necesitan dormir una siesta.
Myriam frunció el ceño. Le habían dicho que RosaMarie tenía once años y Penelope diez. Era bastante raro que necesitaran una siesta.
La señora Gibbons le dio unas palmaditas en la espalda.
_Será mejor que vengas conmigo. Me irá bien tener compañía, y la cocinera me dijo que acaba de sacar del horno una buena canti¬dad de tortas dulces. Creo que todavía están calientes.
Myriam asintió y la siguió. Esa tarde tendría tiempo de sobra para conocer a las dos niñas. Les enseñaría la sala de los niños, se harían amigas y dentro de poco tiempo serían como hermanas.
Sonrió. Sería maravilloso tener hermanas. O como hermanas…
Ocurrió que Myriam no se encontró con RosaMarie ni con Penelope, ni con el conde ni la condesa, si es por eso, hasta el día siguiente. Cuando entró en la sala de los niños para cenar, vio que la mesa estaba puesta para dos personas, no para cuatro, y la señorita Timmons (que se había recuperado milagrosamente de su dolencia) le dijo que RosaMarie y Penelope estaban tan cansadas por el viaje que no cenarían esa noche.
Pero las niñas tenían que recibir sus clases, de modo que a la mañana siguiente llegaron a la sala arrastrando penosamente los pies detrás de la condesa. Myriam ya llevaba casi una hora trabajando en sus lecciones, y levantó la vista de su deber de aritmética con gran interés. Pero esta vez no sonrió a las niñas; le pareció que era mejor no hacerlo.
_Señorita Timmons _dijo la condesa.
_Milady _respondió la señorita Timmons inclinándose en una venia.
_Ha dicho el conde que usted enseñará a mis hijas.
_Pondré el mayor esmero, milady.
La condesa hizo un gesto hacia la niña mayor, la que tenía el pelo dorado y los ojos color aciano. Myriam pensó que era tan bonita como la muñeca de porcelana que le enviara el conde desde Londres cuando cumplió siete años.
_Ella es RosaMarie _dijo la condesa_. Tiene once años. Y ella es Penelope _añadió, indicando a la otra niña, que no había apartado los ojos de sus zapatos_. Tiene diez.
Myriam miró a Penelope con gran interés; a diferencia de su madre y de su hermana, tenía el pelo y los ojos muy oscuros, y las mejillas un poco rollizas.
_Myriam también tiene diez años _repuso la señorita Timmons.
La condesa frunció los labios.
_Quiero que lleve a las niñas a hacer un recorrido por la casa y el jardín.
La señorita Timmons asintió.
_Muy bien. Myriam, deja la pizarra. Después podremos volver a la aritmética...
_Sólo a mis hijas _interrumpió la condesa, con voz cálida y fría al mismo tiempo_. Quiero hablar con Myriam a solas.
Myriam tragó saliva y trató de levantar la vista hasta los ojos de la condesa, pero no logró pasar más arriba del mentón. Mientras la señorita Timmons hacía salir de la sala a las niñas, se puso de pie, esperando más órdenes de la nueva esposa de su padre.
_Sé quién eres _le dijo la condesa tan pronto como se cerró la puerta.
_¿Mii…milady?
_Eres su bastarda, y no intentes negarlo.
Myriam guardó silencio. Ésa era la verdad, claro, pero nunca nadie lo había dicho jamás en voz alta. Al menos no a su cara.
La condesa le cogió el mentón y se lo apretó y tironeó hasta que ella se vio obligada a mirarla a los ojos.
_Escucha malnacida _le dijo la condesa en tono amenazador_. Puede que vivas en Penwood Park y que compartas las clases con mis hijas, pero no eres otra cosa que una bastarda y eso serás toda tu vida, nunca seras nada mas que eso, basura!!. No cometas jamás, nunca, el error de pensar que vales tanto como el res¬to de nosotras.
Myriam dejó escapar un suave gemido. La condesa le tenía ente¬rradas las uñas bajo la barbilla.
_Mi marido _continuó la condesa_ siente una especie de equivocada obligación hacia ti. Es admirable que se ocupe de repa¬rar sus errores, pero es un insulto para mí que te tenga en mi casa, te alimente, te vista y te eduque como si fueras su verdadera hija.
Pero es que era su verdadera hija, pensó Myriam, y ésa había sido su casa desde mucho más tiempo que de la condesa.
La condesa le soltó bruscamente el mentón.
_No quiero verte _siseó_. No quiero que me hables, y no intentes jamás estar en mi compañía. Tampoco hablarás con RosaMarie ni con Penelope fuera de las horas de clase. Ellas son las hijas de la casa ahora, y no deben asociarse con niñas de tu calaña. ¿Alguna pregunta?
Myriam negó con la cabeza.
_Estupendo, mejor que lo entiendas desde ahora pequeña bastarda!
Dicho eso, la condesa salió rápidamente de la sala, dejando a Myriam con las piernas y los labios temblorosos. Y muchísimas lágrimas.
Con el tiempo Myriam se fue enterando de más cosas acerca de su precaria situación. Los criados siempre lo sabían todo, por lo tanto todo llegaba finalmente a sus oídos.
La condesa, cuyo o nombre era Aislin, había insistido desde el primer día en que la expulsaran de la casa. Pero el conde se negó. No era necesario que amara a Myriam, le dijo tranquilamente, ni siquiera era necesario que le cayera bien; pero tenía que soportarla. Él había reconocido su responsabilidad hacia la niña durante siete años y no estaba dispuesto a dejar de hacerlo.
Siguiendo el ejemplo de Aislin, RosaMarie y Penelope trataban a Myriam con hostilidad y desdén, aunque estaba claro que el corazón de Penelope no era dado a la tortura y la crueldad como lo era el de RosaMarie. No había nada que gustara más a RosaMarie que pelliz¬carle y retorcerle la piel del dorso de la mano cuando la señorita Timmons no estaba mirando. Myriam nunca decía nada; dudaba de que la señorita Timmons tuviera el valor de reprender a RosaMarie (la que sin duda correría a contarle una falsedad a Aislin), y si alguien advertía que sus manos siempre tenían moretones, nadie lo decía jamás.
Penelope le demostraba amabilidad de tanto en tanto, aunque con más frecuencia que menos se limitaba a suspirar y decir:
_Mi mamá dice que no debo ser simpática contigo.
En cuanto al conde, nunca intervenía.
Y así continuó la vida de Myriam durante cuatro años, hasta que el conde sorprendió a todo el mundo una tarde mientras tomaba el té en la rosaleda, cuando, llevándose la mano al pecho y emitiendo una resollante exclamación, cayó de bruces sobre los adoquines.
No recuperó el conocimiento.
Su muerte fue una conmoción para todo el mundo. El conde sólo tenía cuarenta años. ¿Quién podía imaginar que le fallaría el corazón siendo tan jovcn? Y nadie se sorprendió más que Aislin, la que desde su noche de bodas había intentado desesperadamente concebir al importantísimo heredero.
_¡Podría estar encinta! _se apresuró a decir a los abogados del conde_. No pueden darle el título a un primo lejano. Yo podría estar embarazada
Pero no estaba embarazada, y cuando se leyó el testamento del conde un mes después (los abogados decidieron darle el tiempo a la condesa para que comprobara si estaba embarazada), Aislin se vio obligada a sentarse al lado del nuevo conde, un joven bastante disipado que se pasaba la mayor parte del tiempo borracho.
La mayoría de los deseos expresados por el conde en su testa¬mento eran del tipo normal. Dejaba legados a los criados leales. Dejaba fondos para RosaMarie, Penelope e incluso Myriam, asegurando respetables dotes para las tres niñas.
Y entonces el abogado llegó al nombre de Aislin.
A mi esposa Aislin Gunnzngworth, condesa de Pen¬wood, dejo un ingreso anual de dos mil libras...
_¿Sólo eso? _exclamó Aislin.
... a menos que acceda a albergar, proteger y cuidar de mi pupila, la señorita Myriam Maria Montemayor, hasta que cumpla los veinte años, en cuyo caso el ingreso anual se triplicará a seis mil libras.
_No la quiero _susurró Aislin.
_No tiene por qué hacerlo _le recordó el abogado_. Puede...
_¿Vivir con unas míseras dos mil libras al año? _ladró ella_. Creo que no.
El abogado, que vivía con bastante menos de dos mil libras al año, guardó silencio.
El nuevo conde, que había estado bebiendo sin parar durante toda la reunión, se limitó a encogerse de hombros. Aislin se puso de pie.
_¿Cuál es su decisión? _le preguntó el abogado.
_La acepto _contestó ella en voz baja.
_¿Voy a buscar a la niña para decírselo?
Aislin negó con la cabeza.
_Se lo diré yo personalmente.
Pero cuando Aislin encontró a Myriam se calló unas cuantas cosas importantes.
Todo el mundo sabía que Myriam Montemayor era hija ilegítima.
Todos los criados lo sabían. Pero todos querían a Myriam; la que¬rían desde el momento en que llegó a Penwood Park a los tres añi¬tos, un pequeño bultito dejado en la grada de la puerta principal una lluviosa noche de julio, envuelto en una chaqueta demasiado grande. Y puesto que la querían, simulaban que era exactamente lo que el sexto conde de Penwood decía que era: la huérfana de un viejo ami¬go. Qué más daba que los ojos verde musgo y los cabellos rubio oscuro de Myriam fueran idénticos a los del conde. Qué más daba que la forma de su cara tuviera un extraordinario parecido con la de la madre del conde, que había muerto recientemente, o que su sonrisa fuera una réplica exacta de la sonrisa de la hermana del conde. Nadie deseaba herir los sentimientos de Myriam, ni arriesgarse a perder el empleo, haciendo notar esos parecidos.
El conde, un tal Ricardo Gunningworth, jamás hablaba de Myriam ni de sus orígenes, pero seguro que tenía que saber que era su hija bastarda. Nadie sabía el contenido de la carta que el ama de lla¬ves sacó del bolsillo de la chaqueta que envolvía a Myriam aquella llu¬viosa noche en que la descubrieron en la puerta; el conde quemó la misiva a los pocos segundos de leerla; observó enroscarse el papel en las llamas, y luego ordenó que le prepararan una habitación a la pequeña, cerca de la sala de los niños. Y desde entonces, ella conti¬nuó en esa habitación. Él la llamaba Myri, y ella lo llamaba «milord», y se veían unas pocas veces al año, cuando él venía de Londres a visitar la propiedad, lo que no hacía muy a menudo.
Pero tal vez lo más importante es que Myriam sabía que era bas¬tarda. No tenía muy claro cómo lo supo, sólo sabía que lo sabía, y que tal vez lo había sabido toda su vida. No recordaba nada de su vida anterior a su llegada a Penwood Park, pero sí recordaba un largo viaje en coche a través de Inglaterra, y recordaba a su abuela, terriblemente delgada, la que tosiendo y resollando le decía que iba a ir a vivir con su padre. Y más que cualquier otra cosa, recordaba el momento cuando estaba de pie ante la puerta bajo la lluvia, sabien¬do que su abuela estaba escondida entre los arbustos, esperando para ver si la llevaban al interior de la casa.
El conde le puso los dedos bajo la barbilla a la pequeña y le levantó la cara hacia la luz, y en ese momento los dos supieron la verdad.
Todos sabían que Myriam era bastarda y nadie hablaba de eso, y todos estaban muy felices con ese arreglo.
Hasta que el conde decidió casarse.
Myriam se sintió muy contenta cuando se enteró de la noticia. El ama de llaves le dijo que el mayordomo había dicho que el secreta¬rio del conde había dicho que el conde pensaba pasar más tiempo en Penwood Park ahora que era un hombre de familia. Y aunque ella no echaba exactamente de menos al conde cuando no estaba, pues era difícil echar de menos a alguien que no le prestaba mucha aten¬ción ni siquiera cuando estaba ahí, se le ocurrió que tal vez podría echarlo de menos si llegaba a conocerlo mejor, y que si llegaba a conocerlo mejor tal vez él no se marcharía con tanta frecuencia. Además, la camarera de la planta superior le dijo que el ama de lla¬ves había dicho que el mayordomo de los vecinos había dicho que la futura esposa del conde ya tenía dos hijas, de edades cercanas a la de ella.
Después de pasar siete años sola en la sala de los niños, a ella le encantó esa noticia. A diferencia de los demás niños del distrito, a ella jamás la invitaban a las fiestas ni a los eventos de la localidad. En realidad nunca nadie la insultaba llamándola bastarda; hacer eso habría equivalido a llamar mentiroso al conde, el que después de declarar que ella era su pupila y estaba bajo su custodia, jamás volvio a tocar el tema. Pero al mismo tiempo, el conde jamás hizo nin¬gún gran esfuerzo por lograr que la aceptaran. Así pues, a sus diez años, sus mejores amigos eran las criadas y los lacayos, y sus padres bien podrían haber sido el ama de llaves y el mayordomo.
Pero por fin iba a tener hermanas.
Ah, sabía muy bien que no podría llamarlas hermanas. Sabía que la presentarían como Myri Maria Montemayor, la pupila del conde, pero ella las «sentiría» como hermanas. Y eso era lo que verdaderamente importaba.
Y así, una tarde de febrero, Myriam se encontró en el gran vestí¬bulo principal junto con todos los criados reunidos allí, esperando, mirando por la ventana para ver llegar por el camino de entrada el coche del conde que traía a la nueva condesa y a sus dos hijas. Y al conde, claro.
_¿Cree que le caeré bien? _preguntó en un susurro a la señora Gibbons, el ama de llaves_. A la esposa del conde, quiero decir.
_Claro que le caerás bien, cariño _le susurró la señora Gib¬bons.
Pero Myriam vio que en sus ojos no había tanta seguridad como en el tono de su voz. Tal vez la nueva condesa no aceptaría de buena gana la presencia de la hija bastarda de su marido.
_¿Y tendré las clases con sus hijas?
_No tiene ningún sentido que te den las clases por separado.
Myriam asintió, pensativa, y entonces vio el coche avanzando por el camino de entrada. Se revolvió inquieta.
_¡Han llegado! _susurró, nerviosa.
La señora Gibbons alargó la mano para darle una palmadita en la cabeza, pero ella ya había corrido hasta la ventana, y estaba con la cara prácticamente pegada al cristal.
El conde bajó primero del coche y se volvió a ayudar a bajar a dos niñas. Éstas vestían abrigos negros iguales. Una llevaba una cin¬ta rosa en el pelo; la otra, una cinta amarilla. Cuando las niñas se hicieron a un lado, el conde alargó la mano hacia el interior del coche para ayudar a bajar a una última persona.
A Myriam se le quedó el aire atrapado en la garganta mientras esperaba la aparición de la condesa. Cruzó los deditos y de sus labios salió una sola súplica: «Por favor. Por favor, que me quiera».
Tal vez si la condesa la amaba, el conde la amaría también, y tal vez, aunque no la llamara hija, la tratara como si lo fuera, y entonces serían una verdadera familia.
Mirando por la ventana, Myriam vio bajar del coche a la con¬desa, y sus movimientos tan elegantes y gráciles le recordaron a la delicada alondra que de vez en cuando chapoteaba en el agua del bebedero del jardín. Incluso su sombrero estaba adornado por una larga pluma color turquesa que brillaba al sol del crudo invierno.
_Qué hermosa es _susurró.
Echó una rápida mirada a la señora Gibbons para calibrar su reacción, pero el ama de llaves estaba muy erguida, en rígida posi¬ción firme, sus ojos fijos al frente, esperando que el conde hiciera entrar a su nueva familia para hacer las presentaciones.
Myriam tragó saliva, sin saber dónde tenía que situarse. Todos los demás parecían tener un lugar asignado. Los criados estaban forma¬dos según categorías, desde el mayordomo a la más humilde de las fregonas. Incluso los perros estaban sentados sumisamente en un rincón, sus correas sujetas firmemente por el encargado de los perros cazadores.
Pero ella era una desarraigada. Si de verdad fuera la hija de la casa, estaría junto a su institutriz esperando a la nueva condesa. Si de verdad fuera la pupila del conde, estaría en ese lugar también. Pero la señorita Timmons había cogido un fuerte catarro y se negó a salir de la sala de estudio de los niños para bajar. Ninguno de los criados creyó ni por un instante que estuviera enferma de verdad. Había estado muy bien la noche anterior, pero todos comprendían su men¬tira. Después de todo, Myriam era la hija ilegítima del conde, y nadie habría querido ser la persona que hiciera un insulto a la condesa pre¬sentándole a la bastarda de su marido.
Y la condesa tendría que ser ciega o tonta, o las dos cosas, para no darse cuenta al instante de que la niña era algo más que la pupila del conde.
Repentinamente abrumada por la timidez, Myriam fue a ponerse en un rincón, encogida, cuando dos lacayos abrieron las puertas con ademán triunfal. Primero entraron las dos niñas, que se hicieron a un lado para que entrara el conde llevando a la condesa. El conde presentó a la condesa y a sus hijas al mayordomo, y el mayordomo les presentó al resto de los criados.
Y Myriam esperó.
El mayordomo presentó a los lacayos, a la cocinera jefe, al ama de llaves, a los mozos de cuadra.
Y Myriam continuó esperando.
Presentó a las cocineras, a las camareras de la planta superior, a las fregonas.
Y Myriam continuó esperando.
Finalmente el mayordomo, que se llamaba Rumsey, presentó a la más humilde de las criadas, una fregona muy joven llamada Dulcinea que había entrado a trabajar ahí sólo hacía una semana. El conde movió la cabeza de arriba abajo, dio las gracias, y Myriam seguía esperando, sin tener la menor idea de qué debía hacer.
Entonces se aclaró la garganta y avanzó un paso, con una ner¬viosa sonrisa en la cara. No pasaba mucho tiempo con el conde, pero siempre que él visitaba Penwood Park la presentaban a él, y él siem¬pre le dedicaba algunos minutos de su tiempo, para preguntarle cómo le iba en las clases y lecciones, y luego la instaba a volver a la sala de los niños.
Seguro que él seguiría queriendo saber cómo le iba en los estu¬dios, aun cuando se hubiera casado. Seguro que querría saber que ya dominaba la ciencia de multiplicar fracciones y que no hacía mucho la señorita Timmons había declarado que su pronunciación del fran¬cés era «perfecta».
Pero él estaba ocupado diciéndoles algo a las hijas de la condesa y no la oyó. Volvió a aclararse la garganta, esta vez más fuerte, y dijo:
_¿Milord? _Notó que la voz le salió más temblorosa que lo que hubiera querido.
El conde se volvió hacia ella.
_ Ah, Myri. No sabía que estabas aquí.
Myriam sonrió de oreja a oreja. No era que él hubiera hecho caso omiso de ella, después de todo.
_¿Y quién es esta niña? _preguntó la condesa, acercándose más para verla mejor.
_ Mi pupila _contestó el conde_. La señorita Myri Montemayor.
La condesa le clavó una mirada evaluadora, y entrecerró los ojos.
Y los entrecerró más.
Y los entrecerró más aún.
_Ya veo _dijo.
Y todos los presentes en el gran vestíbulo comprendieron al ins¬tante que sí lo veía.
_RosaMarie _dijo la condesa girándose hacia sus dos hijas_. Penelope. Venid conmigo.
Las niñas se pusieron inmediatamente al lado de su madre. Myriam se atrevió a sonreírles. La más pequeña le correspondió la son¬risa, pero la mayor, cuyo pelo era del color del oro batido, siguien¬do el ejemplo de su madre, levantó la cara apuntando la nariz hacia arriba y firmemente desvió la vista.
Myriam tragó saliva y volvió a sonreír a la niña amistosa, pero esta vez la niña se mordió el labio inferior, indecisa, y bajó la vista hacia el suelo.
Dando la espalda a Myriam, la condesa dijo al conde:
_Supongo que tienes habitaciones preparadas para RosaMarie y Penelope.
_Sí. Cerca de la sala de los niños. Justo al lado de la de Myri.
Después de un largo silencio, la condesa debió llegar a la con¬clusión de que ciertas batallas no han de lucharse delante de los sir¬vientes, porque se limitó a decir:
_Ahora querría subir a las habitaciones.
Acto seguido se marchó, llevando con ella al conde y a sus hijas. Myriam observó a la familia subir la escalera y, cuando las perdió de vista en el rellano, se giró hacia la señora Gibbons y le preguntó:
_¿Cree que debería subir a ayudarlas? Podría enseñarles la sala de estudio a las niñas.
La señora Gibbons negó con la cabeza.
_Parecían cansadas _mintió_. Seguro que necesitan dormir una siesta.
Myriam frunció el ceño. Le habían dicho que RosaMarie tenía once años y Penelope diez. Era bastante raro que necesitaran una siesta.
La señora Gibbons le dio unas palmaditas en la espalda.
_Será mejor que vengas conmigo. Me irá bien tener compañía, y la cocinera me dijo que acaba de sacar del horno una buena canti¬dad de tortas dulces. Creo que todavía están calientes.
Myriam asintió y la siguió. Esa tarde tendría tiempo de sobra para conocer a las dos niñas. Les enseñaría la sala de los niños, se harían amigas y dentro de poco tiempo serían como hermanas.
Sonrió. Sería maravilloso tener hermanas. O como hermanas…
Ocurrió que Myriam no se encontró con RosaMarie ni con Penelope, ni con el conde ni la condesa, si es por eso, hasta el día siguiente. Cuando entró en la sala de los niños para cenar, vio que la mesa estaba puesta para dos personas, no para cuatro, y la señorita Timmons (que se había recuperado milagrosamente de su dolencia) le dijo que RosaMarie y Penelope estaban tan cansadas por el viaje que no cenarían esa noche.
Pero las niñas tenían que recibir sus clases, de modo que a la mañana siguiente llegaron a la sala arrastrando penosamente los pies detrás de la condesa. Myriam ya llevaba casi una hora trabajando en sus lecciones, y levantó la vista de su deber de aritmética con gran interés. Pero esta vez no sonrió a las niñas; le pareció que era mejor no hacerlo.
_Señorita Timmons _dijo la condesa.
_Milady _respondió la señorita Timmons inclinándose en una venia.
_Ha dicho el conde que usted enseñará a mis hijas.
_Pondré el mayor esmero, milady.
La condesa hizo un gesto hacia la niña mayor, la que tenía el pelo dorado y los ojos color aciano. Myriam pensó que era tan bonita como la muñeca de porcelana que le enviara el conde desde Londres cuando cumplió siete años.
_Ella es RosaMarie _dijo la condesa_. Tiene once años. Y ella es Penelope _añadió, indicando a la otra niña, que no había apartado los ojos de sus zapatos_. Tiene diez.
Myriam miró a Penelope con gran interés; a diferencia de su madre y de su hermana, tenía el pelo y los ojos muy oscuros, y las mejillas un poco rollizas.
_Myriam también tiene diez años _repuso la señorita Timmons.
La condesa frunció los labios.
_Quiero que lleve a las niñas a hacer un recorrido por la casa y el jardín.
La señorita Timmons asintió.
_Muy bien. Myriam, deja la pizarra. Después podremos volver a la aritmética...
_Sólo a mis hijas _interrumpió la condesa, con voz cálida y fría al mismo tiempo_. Quiero hablar con Myriam a solas.
Myriam tragó saliva y trató de levantar la vista hasta los ojos de la condesa, pero no logró pasar más arriba del mentón. Mientras la señorita Timmons hacía salir de la sala a las niñas, se puso de pie, esperando más órdenes de la nueva esposa de su padre.
_Sé quién eres _le dijo la condesa tan pronto como se cerró la puerta.
_¿Mii…milady?
_Eres su bastarda, y no intentes negarlo.
Myriam guardó silencio. Ésa era la verdad, claro, pero nunca nadie lo había dicho jamás en voz alta. Al menos no a su cara.
La condesa le cogió el mentón y se lo apretó y tironeó hasta que ella se vio obligada a mirarla a los ojos.
_Escucha malnacida _le dijo la condesa en tono amenazador_. Puede que vivas en Penwood Park y que compartas las clases con mis hijas, pero no eres otra cosa que una bastarda y eso serás toda tu vida, nunca seras nada mas que eso, basura!!. No cometas jamás, nunca, el error de pensar que vales tanto como el res¬to de nosotras.
Myriam dejó escapar un suave gemido. La condesa le tenía ente¬rradas las uñas bajo la barbilla.
_Mi marido _continuó la condesa_ siente una especie de equivocada obligación hacia ti. Es admirable que se ocupe de repa¬rar sus errores, pero es un insulto para mí que te tenga en mi casa, te alimente, te vista y te eduque como si fueras su verdadera hija.
Pero es que era su verdadera hija, pensó Myriam, y ésa había sido su casa desde mucho más tiempo que de la condesa.
La condesa le soltó bruscamente el mentón.
_No quiero verte _siseó_. No quiero que me hables, y no intentes jamás estar en mi compañía. Tampoco hablarás con RosaMarie ni con Penelope fuera de las horas de clase. Ellas son las hijas de la casa ahora, y no deben asociarse con niñas de tu calaña. ¿Alguna pregunta?
Myriam negó con la cabeza.
_Estupendo, mejor que lo entiendas desde ahora pequeña bastarda!
Dicho eso, la condesa salió rápidamente de la sala, dejando a Myriam con las piernas y los labios temblorosos. Y muchísimas lágrimas.
Con el tiempo Myriam se fue enterando de más cosas acerca de su precaria situación. Los criados siempre lo sabían todo, por lo tanto todo llegaba finalmente a sus oídos.
La condesa, cuyo o nombre era Aislin, había insistido desde el primer día en que la expulsaran de la casa. Pero el conde se negó. No era necesario que amara a Myriam, le dijo tranquilamente, ni siquiera era necesario que le cayera bien; pero tenía que soportarla. Él había reconocido su responsabilidad hacia la niña durante siete años y no estaba dispuesto a dejar de hacerlo.
Siguiendo el ejemplo de Aislin, RosaMarie y Penelope trataban a Myriam con hostilidad y desdén, aunque estaba claro que el corazón de Penelope no era dado a la tortura y la crueldad como lo era el de RosaMarie. No había nada que gustara más a RosaMarie que pelliz¬carle y retorcerle la piel del dorso de la mano cuando la señorita Timmons no estaba mirando. Myriam nunca decía nada; dudaba de que la señorita Timmons tuviera el valor de reprender a RosaMarie (la que sin duda correría a contarle una falsedad a Aislin), y si alguien advertía que sus manos siempre tenían moretones, nadie lo decía jamás.
Penelope le demostraba amabilidad de tanto en tanto, aunque con más frecuencia que menos se limitaba a suspirar y decir:
_Mi mamá dice que no debo ser simpática contigo.
En cuanto al conde, nunca intervenía.
Y así continuó la vida de Myriam durante cuatro años, hasta que el conde sorprendió a todo el mundo una tarde mientras tomaba el té en la rosaleda, cuando, llevándose la mano al pecho y emitiendo una resollante exclamación, cayó de bruces sobre los adoquines.
No recuperó el conocimiento.
Su muerte fue una conmoción para todo el mundo. El conde sólo tenía cuarenta años. ¿Quién podía imaginar que le fallaría el corazón siendo tan jovcn? Y nadie se sorprendió más que Aislin, la que desde su noche de bodas había intentado desesperadamente concebir al importantísimo heredero.
_¡Podría estar encinta! _se apresuró a decir a los abogados del conde_. No pueden darle el título a un primo lejano. Yo podría estar embarazada
Pero no estaba embarazada, y cuando se leyó el testamento del conde un mes después (los abogados decidieron darle el tiempo a la condesa para que comprobara si estaba embarazada), Aislin se vio obligada a sentarse al lado del nuevo conde, un joven bastante disipado que se pasaba la mayor parte del tiempo borracho.
La mayoría de los deseos expresados por el conde en su testa¬mento eran del tipo normal. Dejaba legados a los criados leales. Dejaba fondos para RosaMarie, Penelope e incluso Myriam, asegurando respetables dotes para las tres niñas.
Y entonces el abogado llegó al nombre de Aislin.
A mi esposa Aislin Gunnzngworth, condesa de Pen¬wood, dejo un ingreso anual de dos mil libras...
_¿Sólo eso? _exclamó Aislin.
... a menos que acceda a albergar, proteger y cuidar de mi pupila, la señorita Myriam Maria Montemayor, hasta que cumpla los veinte años, en cuyo caso el ingreso anual se triplicará a seis mil libras.
_No la quiero _susurró Aislin.
_No tiene por qué hacerlo _le recordó el abogado_. Puede...
_¿Vivir con unas míseras dos mil libras al año? _ladró ella_. Creo que no.
El abogado, que vivía con bastante menos de dos mil libras al año, guardó silencio.
El nuevo conde, que había estado bebiendo sin parar durante toda la reunión, se limitó a encogerse de hombros. Aislin se puso de pie.
_¿Cuál es su decisión? _le preguntó el abogado.
_La acepto _contestó ella en voz baja.
_¿Voy a buscar a la niña para decírselo?
Aislin negó con la cabeza.
_Se lo diré yo personalmente.
Pero cuando Aislin encontró a Myriam se calló unas cuantas cosas importantes.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 1
La invitación más codiciada en la temporada de este año tiene que ser sin duda alguna la del baile de máscaras en la casa Bridgerton, que se celebrará el próximo lunes. En efecto, una no puede dar dos pasos sin verse obligada a escuchar a alguna mamá de la alta socie¬dad haciendo elucubraciones sobre quién asistirá y, tal vez lo más importante, quién se disfrazará de qué.
Sin embargo, ninguno de estos temas son ni de cerca tan intere¬santes como el de los dos hermanos Bridgerton solteros. (Antes que alguien señale que existe un tercer hermano Bridgerton soltero, per¬mitid que esta cronista os asegure que conoce muy bien la existencia de Gregory Bridgerton. Pero sólo tiene catorce años, por lo tanto no corresponde hablar de él en esta determinada columna, la que trata, como suelen tratar las columnas de esta cronista, del más sagrado de los deportes: la caza de marido.)
Si bien los señores Bridgerton no poseen ningún título de nobleza, se los considera dos de los principales partidos de la temporada. Es un hecho bien sabido que ambos son dueños de respetables fortunas, y no hace falta ser muy observador para advertir que también poseen la belleza Bridgerton, como la poseen los ocho miembros de esta prole.
¿Aprovechará alguna damita el misterio de una noche de másca¬ras para cazar a uno de los cotizados solteros?
Esta cronista ni siquiera hará el intento de elucubrar.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 31 de mayo de 1815
¡Myriam! ¡Myriiiiam!
Continuaron los gritos, fuertes como para romper los cristales, o por lo menos un tímpano.
_¡Voy RosaMarie! ¡Voy!
Cogiéndose la falda de lana basta, Myriam subió a toda prisa la escalera, pero en el cuarto peldañ:, se resbaló y alcanzó justo a coger¬se de la baranda para no caer sentada. Tendría que haber recordado que los peldaños estarían resbaladizos; ella misma había ayudado a la criada de la planta baja a encerarlos esa mañana.
Deteniéndose con un patinazo en la puerta del dormitorio de RosaMarie, tratando de recuperar el aliento, dijo:
_¿Sí?
_El té está frío.
«Estaba caliente cuando te lo traje hace una hora, holgazana pesada», deseó decir Myriam, pero dijo:
_Te traeré otra tetera.
RosaMarie sorbió por la nariz.
_Procura hacerlo y rapido Myriam!!
Myriam estiró los labios formando un gesto que los cegatones podrían llamar sonrisa, y cogió la bandeja.
_¿Dejo las galletas?
RosaMarie negó con su hermosa cabeza.
_Quiero de las recién hechas.
Con los hombros ligeramente encorvados por el peso del conte¬nido de la bandeja, Myriam salió de la habitación y tuvo buen cuida¬do de no comenzar a refunfuñar hasta cuando se había alejado bastante por el corredor. RosaMarie vivía pidiendo té y luego no se molestaba en tomárselo hasta pasada una hora. Entonces, lógica¬mente, el té ya se había enfriado, por lo que tenía que pedir que le llevaran otra tetera con té caliente.
Lo cual significaba que ella vivía subiendo y bajando la escalera a toda prisa, arriba y abajo, arriba y abajo. A veces le parecía que eso era lo único que hacía en su vida.
Subir y bajar, subir y bajar.
Y claro, también estaban el arreglar ropa, el planchar, peinar, lirn¬piar y abrillantar los zapatos, zurcir, remendar, hacer las camas, en fin.
_ ¡Myriam!
Se giró y vio a Penelope caminando hacia ella.
_Myriam, quería preguntarte, ¿encuentras que este color me sienta bien?
Con mirada evaluadora contempló el disfraz de sirena que le enseñaba Penelope. El corte no era el adecuado, pues Penelope continuaba conservando la gordura de cuando era niña, pero el color sí hacía resaltar lo mejor de su piel.
_Es un hermoso matiz de verde _contestó, sinceramente_. Te hace ver muy sonrosadas las mejillas.
_Ah, qué bien, me alegra tanto que te guste. Tienes un verda¬dero don para elegir mi ropa. _Sonriendo, alargó la mano y cogió una galleta azucarada de la bandeja_. Madre ha estado absoluta¬mente insoportable conmigo toda la semana por el baile de másca¬ras, y sé que no veré el fin de eso si no me veo bien. 0 _añadió arrugando la cara en un mal gesto_ si ella encuentra que no me veo bien. Está resuelta a que una de nosotras atrape a uno de los herma¬nos Bridgerton que quedan solteros, ¿sabes?
_Lo sé.
_Y para empeorar las cosas, esa mujer Whistledown ha vuelto a escribir sobre ellos. Eso sólo _Penelope guardó silencio para terminar de masticar y tragar_ le abre el apetito.
_¿Era muy buena la columna esta mañana? _preguntó Myriam, apoyándose la bandeja en la cadera_. Aún no he tenido la oportu¬nidad de leerla.
_ Bah, lo de siempre _repuso Penelope agitando la mano_. La ver¬dad es que puede ser muy aburrida, ¿sabes?
Myriam intentó sonreír y no lo consiguió. Nada le gustaría más que vivir un día de la aburrida vida de Penelope. Bueno, tal vez no le gus¬taría tener a Aislin por madre, pero no le molestaría una vida de fiestas, salidas y veladas musicales.
_Veamos _musitó Penelope_. Había una reseña sobre el último baile de lady Worth, un corto comentario sobre el vizconde Guelph, que parece estar bastante enamorado de una muchacha de Escocia, y luego una larga columna sobre el próximo baile de máscaras de los Bridgerton.
Myriam exhaló un suspiro. Llevaba semanas leyendo acerca de ese baile de máscaras, y aunque no era otra cosa que una doncella de la señora (y de tanto en tanto criada también, siempre que Aislin consideraba que no trabajaba bastante) no podía dejar de desear asis¬tir a ese baile.
_Yo por mi parte estaré encantada si ese vizconde Guelph se compromete en matrimonio _comentó Penelope, cogiendo otra galle¬ta_. Eso significará que madre tendrá un soltero menos del que hablar y hablar como posible marido. Y no es que yo haya tenido alguna esperanza de atraer su atención de todos modos. _Tomó un bocado de la galleta, haciéndola crujir fuerte_. Espero que lady Whistledown tenga razón respecto a él.
_Probablemente la tiene _contestó Myriam.
Leía la hoja Ecos de Sociedad de Lady Whistledown desde que empezara a aparecer en 1813, y la columnista de cotilleos casi siempre tenía razón cuando se trataba de asuntos del Mercado Matrimonial.
Lógicamente ella no había tenido jamás la oportunidad de ver ese Mercado en persona, pero si alguien leía la Whistledown con suficiente frecuencia casi podía sentirse parte de la Sociedad londi¬nense sin asistir a ningún baile.
En realidad, leer la Whistledown era para ella un pasatiempo verdaderamente agradable. Ya había leído todas las novelas de la biblioteca, y puesto que ni Aislin, RosaMarie ni Penelope eran par¬ticularmente aficionadas a la lectura, no tenía esperanzas de que entrara algún libro nuevo en la casa.
Pero la hoja Whistledown era divertidísima. Nadie conocía la verdadera identidad de la columnista. Cuando hizo su primera apa¬rición la hoja informativa hacía dos años, las elucubraciones estu¬vieron a la orden del día. Incluso en esos momentos, siempre que lady Whistledown comentaba algún cotilleo particularmente jugo¬so, la dama volvía a ser tema de conversación y de suposiciones; vol¬vía la curiosidad sobre quién demonios podía ser esa persona que informaba con tanta rapidez y exactitud.
En cuanto a Myriam, para ella Whistledown era un seductor atis¬bo del mundo que podría haber sido el de ella si sus padres hubieran legalizado su unión. Habría sido la hija del conde, no la bastarda; su apellido habría sido Gunningworth, no Montemayor.
Aunque sólo fuera una vez, le gustaría ser ella la que subía al coche y asistía al baile.
En lugar de eso, era la que vestía a las demás para sus salidas noc¬turnas, ciñéndole el corsé a Penelope, peinando a RosaMarie o limpian¬do un par de zapatos de Aislin.
Pero no podía, o al menos no debía, quejarse. Tal vez tenía que servir de doncella a Aislin y a sus hijas, pero por lo menos tenía un hogar, lo cual era más de lo que tenían la mayoría de las mucha¬chas en su situación.
Su padre no le dejó nada al morir; bueno, nada aparte de un techo sobre la cabeza. Con su testamento se aseguró de que no la pudieran echar de la casa hasta que tuviera veinte años. De ninguna manera iba a perder Aislin el derecho a cuatro mil libras anuales echándola de casa.
Pero esas cuatro mil libras eran de Aislin, no de ella, y jamás había visto ni un solo penique de ellas. Desaparecieron los hermosos vestidos que se había acostumbrado a usar, siendo reemplazados por los de lana basta de las criadas. Y comía lo que comían las demás criadas, lo que fuera que Aislin, RosaMarie y Penelope decidieran dejar de sobras.
Sin embargo, hacía casi un año que llegó y pasó su vigésimo cumpleaños, y continuaba viviendo en la casa Penwood, seguía des¬viviéndose en el servicio a Aislin. Por algún motivo desconocido, ya fuera porque no quería formar (o pagar) a otra doncella, ésta le había permitido seguir viviendo en la casa.
Y ella continuó, claro. Si Aislin era el demonio que conocía, el resto del mundo era el demonio que no conocía. Y ella no tenía idea de cuál podía ser peor.
_¿No te pesa mucho esa bandeja?
Myriam cerró y abrió los ojos para salir de su ensimismamiento y centró la atención en Penelope, que estaba cogiendo la última galleta de la bandeja.
_Sí, pesa bastante. Y ya debería estar en la cocina con ella.
Penelope sonrió.
_No te detendré más tiempo, pero cuando hayas acabado eso, ¿podrías plancharme el vestido rosa? Me lo voy a poner esta noche. Ah, y supongo que tendrías que limpiar los zapatos a juego también. Quedaron un poco polvorientos la última vez que me los puse y ya sabes cómo es madre con los zapatos. Que más da que no se vean bajo mi falda. Ella se fijará en la más mínima motita de polvo en el instante en que me levante la falda para subir un peldaño.
Myriam asintió, añadiendo mentalmente esas peticiones a su lista de quehaceres diarios.
_ ¡Hasta luego, entonces! _dijo Penelope y, tragándose lo que que¬daba de galleta, desapareció en su dormitorio. Y Myriam bajó a la cocina.
Pasados unos días, Myriam estaba arrodillada con unos cuantos alfi¬leres entre los dientes, haciendo los arreglos de último momento en el disfraz de Aislin para el baile. El traje Reina Isabel había llega¬do perfecto de la modista, pero Aislin insistió en que le quedaba un cuarto de pulgada más ancho en la cintura.
_¿Cómo está ahí? _preguntó, hablando entre dientes para que no se le cayeran los alfileres.
_Demasiado ceñido.
Myriam cambió de sitio unos pocos alfileres.
_¿Y ahora?
_Demasiado suelto.
Myriam sacó un alfiler y lo prendió justo en el punto donde había estado antes.
_¿Y ahora, como está?
Aislin giró el cuerpo hacia un lado y hacia el otro y, final¬mente, declaró.
_Así está bien.
Sonriendo para sus adentros, Myriam se puso de pie para ayudar¬la a quitarse el vestido.
_Lo necesitaré dentro de una hora si queremos llegar a tiempo al baile _dijo Aislin.
_Sí, por supuesto _repuso Myriam.
Había descubierto que en sus conversaciones con Aislin era más sencillo decir muchas veces «por supuesto».
_Este baile es muy importante _declaró Aislin muy seria_. RosaMarie tiene que lograr un matrimonio ventajoso este año. El nuevo conde... _se estremeció disgustada; seguía considerando un intruso al conde heredero, aun cuando era el pariente vivo más cercano del difunto conde_. Bueno, me ha dicho que éste es el último año que podemos usar la casa Penwood de Londres. Qué descaro tiene el hombre. Yo soy la condesa viuda, después de todo, y RosaMarie y Penelope son las hijas del conde.
«Hijastras», corrigió Myriam en silencio.
_Tenemos todo el derecho a usar la casa Penwood para la tem¬porada. Qué planes tiene él para la casa, no lo sabré jamás.
_Tal vez desea asistir a las fiestas de la temporada y buscar espo¬sa _sugirió Myriam_. Deseará un heredero, seguro.
Aislin frunció el ceño.
_Si RosaMarie no se casa con un hombre rico, no sé qué hare¬mos. Es muy difícil encontrar una casa de alquiler adecuada. Y muy caro también.
Myriam se abstuvo de comentar que por lo menos no tenía que pagar a una doncella. De hecho, hasta que ella cumplió los veinte años, Aislin había recibido cuatro mil libras al año simplemente por tener una doncella.
Aislin hizo chasquear los dedos.
_No olvides que RosaMarie necesitará que le empolves el pelo.
RosaMarie iría vestida de María Antonieta. Myriam le había pre¬guntado si pensaba ponerse una cinta color rojo sangre alrededor del cuello. A RosaMarie no le hizo ninguna gracia la broma.
Aislin se puso su vestido y se ciñó el fajín con movimientos rápidos y tensos.
_Y Penelope _arrugó la nariz_. Bueno, Penelope necesitará tu ayuda en una u otra cosa, seguro.
_Siempre estoy feliz de ayudar a Penelope _replicó Myriam.
Aislin entrecerró los ojos, como tratando de determinar si eso había sido una insolencia.
_Procura hacerlo _dijo al fin, pronunciando bien cada sílaba. Acto seguido, salió en dirección al cuarto de baño.
Myriam se cuadró cuando se cerró la puerta.
_Ah, estás aquí, Myriam _dijo RosaMarie irrumpiendo en la sala_. Necesito tu ayuda inmediatamente.
_Creo que eso tendrá que esperar hasta...
_¡He dicho inmediatamente! _ladró RosaMarie.
Myriam cuadró los hombros y le dirigió una mirada acerada.
_Tu madre quiere que le arregle el vestido.
_Quítale los alfileres y dile que ya lo arreglaste. No notará la diferencia.
Myriam, que había estado considerando la posibilidad de hacer justamente eso, emitió un gemido. Si hacía lo que le pedía RosaMarie, ésta iría con el cuento al día siguiente y Aislin despotrica¬ría y rabiaría toda una semana. No tenía más remedio que hacer el arreglo.
_¿Qué necesitas, RosaMarie?
_Hay un descosido en el dobladillo de mi disfraz. No tengo idea de cómo se hizo.
_Tal vez cuando te lo probaste...
_¡No seas impertinente!
Myriam cerró la boca. Le resultaba mucho más difícil aceptar órde¬nes de RosaMarie que de Aislin, tal vez porque en otro tiempo habían sido iguales, y compartían la misma aula y la misma institutriz.
_Tienes que repararlo enseguida _insistió RosaMarie, sor¬biendo afectadamente por la nariz.
Myriam suspiró.
_Tráelo. Lo haré tan pronto como acabe con lo de tu madre. Te prometo que lo tendrás con tiempo de sobra.
_No quiero llegar tarde a este baile _le advirtió RosaMarie_. Si me retraso, querré tu cabeza en una bandeja.
_No llegarás tarde _le prometió Myriam.
RosaMarie emitió una especie de resoplido malhumorado y salió corriendo a buscar el traje.
_ ¡Uuf!
Myriam levantó la vista y vio a RosaMarie chocar con Penelope, que iba entrando precipitadamente por la puerta.
_¡Mira por dónde andas, Penelope! _regañó RosaMarie.
_¡Tú también podrías mirar por dónde andas! _replicó Penelope.
_Yo iba mirando. Es imposible sortearte a ti, gorda.
Con las mejillas teñidas de rojo subido, Penelope se hizo a un lado.
_¿Se te ofrecía algo, Penelope? _le preguntó Myriam, tan pronto como desapareció RosaMarie.
_Sí. ¿Podrías reservarte un tiempo extra para peinarme esta noche? Encontré unas cintas verdes que tienen un cierto parecido a algas.
Myriam hizo una larga espiración. Las cintas verde oscuro no se verían muy bien sobre el pelo oscuro de la muchacha, pero no tuvo valor para hacérselo notar.
_Lo intentaré, Penelope, pero tengo que remendar el vestido de RosaMarie y arreglarle la cintura al de tu madre.
_Ah.
La expresión de Penelope era tan afligida que casi le partió el corazón a Myriam. Aparte de los criados, Penelope era la única persona que era medio amable con ella en la casa de Aislin.
_No te preocupes _la tranquilizó_. Yo me encargaré de que lleves el pelo bonito esta noche, tengamos el tiempo que tengamos.
_¡Ay, gracias, Myriam! Yo...
_¿Aún no has empezado a arreglar mi vestido? _tronó Aislin, volviendo del cuarto de aseo.
Myriam tragó saliva.
_Estuve hablando con RosaMarie y Penelope. RosaMarie se rom¬pió el vestido y...
_¡Ponte a trabajar!
_Sí, al instante. _Se dejó caer en el sofá y dio vuelta del revés el vestido para entrarlo en la cintura_. Más rápido que al instante _masculló_. Más rápido que el aleteo de un colibrí. Más rápido que...
_¿Qué dices? _le preguntó Aislin.
_Nada.
_Bueno, deja de parlotear inmediatamente. Encuentro particu¬larmente irritante el sonido de tu voz.
Myriam apretó los dientes.
_Mamá _dijo Penelope_. Esta noche Myriam me va a peinar como...
_Pues claro que te va a peinar. Deja de perder el tiempo y ve a ponerte compresas en los ojos para que no se vean tan hinchados.
Penelope se puso triste.
_¿Tengo los ojos hinchados?
_Siempre tienes los párpados hinchados _replicó Aislin_. ¿No te parece, RosaMarie?
Penelope y Myriam miraron hacia la puerta. Acababa de entrar RosaMarie, vestida con el traje a lo María Antonieta.
_Siempre _convino_. Pero una compresa le irá bien, seguro.
_Estás preciosa esta noche _dijo Aislin a RosaMarie_. Y esto que aún no has comenzado a prepararte. Ese dorado del vesti¬do hace juego exquisitamente con tu pelo.
Myriam echó una mirada compasiva hacia la morena Penelope, que jamás recibía esos elogios de su madre.
_Vas a cazar a uno de esos hermanos Bridgerton _continuó Aislin_. Estoy segura.
RosaMarie bajó los ojos recatadamente. Era una expresión que había perfeccionado, y Myriam tuvo que reconocer que le sentaba muy bien. Pero claro, todo le sentaba bien a RosaMarie. Su pelo dorado y sus ojos azules hacían furor ese año, y gracias a la gene¬rosa dote dispuesta para ella por el difunto conde, todos suponían que haría un brillante matrimonio antes de que terminara la tem¬porada.
Myriam volvió a mirar a Penelope, que estaba contemplando a su madre con expresión triste y pensativa.
_Tú también te ves hermosa, Penelope _le dijo impulsivamente. A Penelope se le iluminaron los ojos.
_¿Te parece?
_Por supuesto. Y tu traje es muy original. Estoy segura de que no habrá ninguna otra sirena.
_¿Cómo puedes saber eso, Myriam? _le preguntó RosaMarie, riendo_. No es que te hayan presentado en sociedad alguna vez.
_Estoy segura de que lo pasarás muy bien, Penelope _dijo Myriam intencionadamente, sin hacer caso de la burla de RosaMarie_. Te tengo una envidia terrible. Ojalá pudiera ir.
Su suave suspiro y su deseo fueron recibidos por un silencio absoluto, que fue seguido por las estridentes carcajadas de Aislin y RosaMarie. Hasta Penelope soltó una risita.
_Ay, eso sí que está bueno _dijo Aislin, casi sin aliento de tanto reír_. La pequeña Myriam en el baile de los Bridgerton. No admiten bastardas en nuestra sociedad, ¿sabes?
_No he dicho que esperaba ir _repuso Myriam, a la defensiva_, sólo dije que ojalá pudiera.
_Bueno, no deberías ni molestarte deseándolo _la regañó RosaMarie_. Si deseas cosas que de ninguna manera puedes esperar, sólo vas a tener decepciones.
Pero Myriam se olvidó de lo que iba a contestar, porque en ese momento ocurrió algo rarísimo. En el momento en que giró la cabeza hacia RosaMarie, vio al ama de llaves en la puerta. Ésta era la señora Gibbons, que había venido de Penwood Park a ocupar el puesto dejado vacante al morir el ama de llaves de la casa de la ciu¬dad. Y cuando Myriam la miró a los ojos, la señora Gibbons le hizo un guiño.
¡Un guiño! No recordaba haber visto jamás hacer un guiño a la señora Gibbons.
_¡Myriam! ¡Myriam! ¿No me has oído?
Myriam volvió su distraída mirada hacia Aislin.
_Perdón. ¿Qué decía?
_Te estaba diciendo _contestó Aislin en tono antipático_, que será mejor que te pongas a trabajar en mi vestido al instante. Si llegamos tarde al baile tú responderás de eso mañana.
_Sí, por supuesto _se apresuró a decir Myriam.
Enterró la aguja en la tela y comenzó a coser, pero su mente seguía puesta en la señora Gibbons.
¿Un guiño?
¿Qué demonios significaba ese guiño?
Tres horas después, Myriam estaba en las gradas de la puerta princi¬pal de la casa Penwood mirando cómo Aislin, RosaMarie y lue¬go Penelope cogían una a una la mano del lacayo y subían al coche. Le hizo un gesto de despedida a Penelope, que se lo correspondió, y luego se quedó observando el coche avanzar por la calle hasta desaparecer en la esquina. La mansión Bridgerton, donde se celebraría el baile de máscaras, estaba a sólo seis manzanas de distancia, pero Aislin habría insistido en hacer el trayecto en coche aunque la casa hubie¬ra estado al lado.
Era importante hacer una grandiosa entrada, después de todo.
Exhalando un suspiro, subió la escalinata para entrar en la casa. Por lo menos, con la emoción del momento, Aislin había olvida¬do dejarle una lista de tareas para hacer durante su ausencia. Una noche libre era un verdadero lujo; tal vez releería una novela. O tal vez podría encontrar la edición de Whistledown de ese día. Le pareció recordar haber visto a RosaMarie entrar con la hoja en su habi¬tación esa tarde.
Pero en el preciso instante en que entró por la puerta, se mate¬ria lizó la señora Gibbons, como salida de ninguna parte, y le cogió el brazo.
_¡No hay tiempo que perder! _le dijo.
Myriam la miró como si hubiera perdido el juicio.
_¿Cómo ha dicho?
La señora Gibbons le tironeó la manga por el codo.
_Ven conmigo.
Myriam se dejó llevar los tres tramos de escalera hasta su habita¬ción, un diminuto cuarto metido bajo el alero. La señora Gibbons actuaba de modo muy peculiar, pero ella le dio en el gusto y la siguió. El ama de llaves siempre la trataba con excepcional amabili¬dad, aun cuando estaba claro que Aislin desaprobaba eso.
_Tienes que desvestirte _le dijo la señora Gibbons al coger el pomo de la puerta.
_¿Qué?
_Tenemos que darnos prisa.
_Pero, señora Gibbons... _se le cortó la voz y se quedó miran¬do boquiabierta la escena que tenía lugar en su dormitorio.
En el centro había una bañera, humeante del vapor de agua caliente, y las tres criadas estaban ocupadísimas alrededor. Una esta¬ba vaciando un cubo de agua caliente en la bañera, otra estaba tra¬tando de abrir la cerradura de un arcón de aspecto misterioso, y la otra sostenía una toalla, diciendo:
_¡Deprisa! ¡Deprisa!
Myriam las miró a todas, desconcertada.
_¿Qué pasa?
La señora Gibbons se giró a mirarla y sonrió de oreja a oreja.
_Tú, señorita Myriam Montemayor, vas a ir al baile de máscaras.
Una hora después, Myriam estaba transformada. El arcón contenía vestidos de la difunta madre del conde. Todos eran anticuados, de cincuenta años atrás, pero eso no importaba. Era un baile de másca¬ras; nadie esperaba que los trajes fueran de la última moda.
Al fondo del arcón habían encontrado un precioso vestido de brillante seda color plata, con un ceñido corpiño con incrustaciones de perla y el tipo de falda acampanada sobre enaguas que fuera tan popular el siglo anterior. Myriam se sintió como una princesa con sólo tocarlo. Tenía un cierto olor rancio por haber estado años en el arcón, y una de las criadas lo sacudió para airearlo y lo roció con un poco de agua de rosas.
La habían bañado, perfumado y peinado, e incluso una de las criadas le aplicó un poco de pintalabios.
_No se lo diga a la señorita RosaMarie _le susurró mientras se lo aplicaba_. Lo cogí de su colección.
_Ooooh, mirad _exclamó la señora Gibbons_. Encontré unos guantes a juego.
Myriam levantó la vista y la vio sosteniendo un par de guantes lar¬gos hasta el codo.
_Mire _dijo, cogiendo uno de los guantes y examinándolo_. El blasón Penwood. Y lleva un monograma, justo en el borde.
La señora Gibbons le dio la vuelta al que tenía en la mano.
_Ese, ele, ge. Sara Louisa Gunningworth. Tu abuela.
Myriam la miró sorprendida. La señora Gibbons nunca se había referido al conde como a su padre. Jamás nadie en Penwood Park había reconocido con palabras sus lazos sanguíneos con la familia Gunningworth.
_Bueno, pues, es tu abuela _afirmó la señora Gibbons_. Todos hemos bailado en torno al tema durante mucho tiempo. Es un cri¬men que a RosaMarie y a Penelope se las trate como a las hijas de la casa y que tú, la verdadera hija del conde, tengas que barrer y servir como una criada.
Las tres criadas asintieron, expresando su acuerdo.
_Por una vez en tu vida Myriam_continuó la señora Gibbons_, por una sola noche, serás tú la reina del baile.
Sonriendo, hizo girar a Myriam hasta dejarla de frente ante el espejo.
Myriam retuvo el aliento.
_¿Esa soy yo?
La señora Gibbons asintió, con los ojos sospechosamente bri¬llantes.
_Estás preciosa, cariño _susurró.
Myriam levantó lentamente una mano para tocarse el pelo.
_¡No lo chafes! _gritó una de las criadas.
_No lo chafaré _prometió Myriam, con los labios temblorosos al sonreír, a la vez que trataba de impedir que le saliera una lágrima. Le habían puesto un toque de brillantes polvos en el pelo, por lo que toda ella brillaba como una princesa de cuento de hadas. Le habían recogi¬do los rizos oscuros en lo alto de la cabeza, en una especie de moño suelto, dejando caer una gruesa guedeja a lo largo del cuello. Su ojos, normalmente color verde musgo, brillaban como esmeraldas.
Aunque ella sospechó que el brillo tenía más que ver con las lágrimas no derramadas que con cualquier otra cosa.
_Ésta es tu máscara _dijo enérgicamente la señora Gibbons. Era un antifaz, del tipo que se ata atrás, por lo que Myriam no tendría que ocupar una mano en sostenerlo_. Ahora sólo nos falta un par de zapatos.
Myriam miró pesarosa sus zapatos de trabajo, prácticos y feos, que estaban en un rincón.
_No tengo nada adecuado para estas elegancias _dijo.
La criada que le había pintado los labios levantó un par de deli¬cados zapatos blancos.
_Del ropero de RosaMarie _declaró.
Myriam metió el pie derecho en el zapato correspondiente y lo sacó con la misma rapidez.
_Demasiado grande _dijo, mirando a la señora Gibbons_. No podría caminar con ellos.
_Ve a buscar un par en el ropero de Penelope _dijo la señora Gib¬bons a la criada.
_Son más grandes aún _repuso Myriam_. Lo sé. He limpiado muchas marcas de rozaduras en ellos.
La señora Gibbons exhaló un largo suspiro.
_No hay nada que hacer ahí, entonces. Tendremos que asaltar la colección de Aislin.
Myriam se estremeció. La idea de caminar a cualquier parte con los pies metidos en zapatos de Aislin le producía repelús. Pero era eso o ir descalza, y no creía que los pies descalzos fueran acepta¬bles en un elegante baile de máscaras de Londres.
A los pocos minutos volvió la criada con un par de zapatos de satén blanco, cosidos con hilo de plata y adornados con unas pre¬ciosas rosetas de diamantes falsos.
Myriam seguía sintiendo aprensión por usar zapatos de Aislin, pero de todos modos se puso uno. Le calzaban a la perfección.
_Y son a juego también __dijo una de las criadas señalando las puntadas en hilo de plata_. Como si estuvieran hechos para el ves¬tido.
_No tenemos tiempo para admirar zapatos _dijo repentina¬mente la señora Gibbons _. Ahora escucha atentamente las instruc¬ciones. El cochero ha vuelto de ir a dejar a la condesa y las niñas, y te llevará a la casa Bridgerton. Pero tiene que estar esperando fuera cuando ellas deseen marcharse, lo cual significa que tienes que salir de ahí a medianoche, y ni un solo segundo más tarde. ¿Entiendes?
Myriam asintió y miró el reloj de la pared. Eran algo pasadas las nueve, lo que significaba que podría permanecer más de dos horas en el baile.
_Gracias _susurró_. Oh, muchísimas gracias.
La señora Gibbons se limpió las lágrimas con un pañuelo.
_Tú pásalo bien, cariño. Eso es el el único agradecimiento que necesito.
Myriam volvió a mirar el reloj. Dos horas.
Dos horas que tendría que hacer durar toda una vida.
La invitación más codiciada en la temporada de este año tiene que ser sin duda alguna la del baile de máscaras en la casa Bridgerton, que se celebrará el próximo lunes. En efecto, una no puede dar dos pasos sin verse obligada a escuchar a alguna mamá de la alta socie¬dad haciendo elucubraciones sobre quién asistirá y, tal vez lo más importante, quién se disfrazará de qué.
Sin embargo, ninguno de estos temas son ni de cerca tan intere¬santes como el de los dos hermanos Bridgerton solteros. (Antes que alguien señale que existe un tercer hermano Bridgerton soltero, per¬mitid que esta cronista os asegure que conoce muy bien la existencia de Gregory Bridgerton. Pero sólo tiene catorce años, por lo tanto no corresponde hablar de él en esta determinada columna, la que trata, como suelen tratar las columnas de esta cronista, del más sagrado de los deportes: la caza de marido.)
Si bien los señores Bridgerton no poseen ningún título de nobleza, se los considera dos de los principales partidos de la temporada. Es un hecho bien sabido que ambos son dueños de respetables fortunas, y no hace falta ser muy observador para advertir que también poseen la belleza Bridgerton, como la poseen los ocho miembros de esta prole.
¿Aprovechará alguna damita el misterio de una noche de másca¬ras para cazar a uno de los cotizados solteros?
Esta cronista ni siquiera hará el intento de elucubrar.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 31 de mayo de 1815
¡Myriam! ¡Myriiiiam!
Continuaron los gritos, fuertes como para romper los cristales, o por lo menos un tímpano.
_¡Voy RosaMarie! ¡Voy!
Cogiéndose la falda de lana basta, Myriam subió a toda prisa la escalera, pero en el cuarto peldañ:, se resbaló y alcanzó justo a coger¬se de la baranda para no caer sentada. Tendría que haber recordado que los peldaños estarían resbaladizos; ella misma había ayudado a la criada de la planta baja a encerarlos esa mañana.
Deteniéndose con un patinazo en la puerta del dormitorio de RosaMarie, tratando de recuperar el aliento, dijo:
_¿Sí?
_El té está frío.
«Estaba caliente cuando te lo traje hace una hora, holgazana pesada», deseó decir Myriam, pero dijo:
_Te traeré otra tetera.
RosaMarie sorbió por la nariz.
_Procura hacerlo y rapido Myriam!!
Myriam estiró los labios formando un gesto que los cegatones podrían llamar sonrisa, y cogió la bandeja.
_¿Dejo las galletas?
RosaMarie negó con su hermosa cabeza.
_Quiero de las recién hechas.
Con los hombros ligeramente encorvados por el peso del conte¬nido de la bandeja, Myriam salió de la habitación y tuvo buen cuida¬do de no comenzar a refunfuñar hasta cuando se había alejado bastante por el corredor. RosaMarie vivía pidiendo té y luego no se molestaba en tomárselo hasta pasada una hora. Entonces, lógica¬mente, el té ya se había enfriado, por lo que tenía que pedir que le llevaran otra tetera con té caliente.
Lo cual significaba que ella vivía subiendo y bajando la escalera a toda prisa, arriba y abajo, arriba y abajo. A veces le parecía que eso era lo único que hacía en su vida.
Subir y bajar, subir y bajar.
Y claro, también estaban el arreglar ropa, el planchar, peinar, lirn¬piar y abrillantar los zapatos, zurcir, remendar, hacer las camas, en fin.
_ ¡Myriam!
Se giró y vio a Penelope caminando hacia ella.
_Myriam, quería preguntarte, ¿encuentras que este color me sienta bien?
Con mirada evaluadora contempló el disfraz de sirena que le enseñaba Penelope. El corte no era el adecuado, pues Penelope continuaba conservando la gordura de cuando era niña, pero el color sí hacía resaltar lo mejor de su piel.
_Es un hermoso matiz de verde _contestó, sinceramente_. Te hace ver muy sonrosadas las mejillas.
_Ah, qué bien, me alegra tanto que te guste. Tienes un verda¬dero don para elegir mi ropa. _Sonriendo, alargó la mano y cogió una galleta azucarada de la bandeja_. Madre ha estado absoluta¬mente insoportable conmigo toda la semana por el baile de másca¬ras, y sé que no veré el fin de eso si no me veo bien. 0 _añadió arrugando la cara en un mal gesto_ si ella encuentra que no me veo bien. Está resuelta a que una de nosotras atrape a uno de los herma¬nos Bridgerton que quedan solteros, ¿sabes?
_Lo sé.
_Y para empeorar las cosas, esa mujer Whistledown ha vuelto a escribir sobre ellos. Eso sólo _Penelope guardó silencio para terminar de masticar y tragar_ le abre el apetito.
_¿Era muy buena la columna esta mañana? _preguntó Myriam, apoyándose la bandeja en la cadera_. Aún no he tenido la oportu¬nidad de leerla.
_ Bah, lo de siempre _repuso Penelope agitando la mano_. La ver¬dad es que puede ser muy aburrida, ¿sabes?
Myriam intentó sonreír y no lo consiguió. Nada le gustaría más que vivir un día de la aburrida vida de Penelope. Bueno, tal vez no le gus¬taría tener a Aislin por madre, pero no le molestaría una vida de fiestas, salidas y veladas musicales.
_Veamos _musitó Penelope_. Había una reseña sobre el último baile de lady Worth, un corto comentario sobre el vizconde Guelph, que parece estar bastante enamorado de una muchacha de Escocia, y luego una larga columna sobre el próximo baile de máscaras de los Bridgerton.
Myriam exhaló un suspiro. Llevaba semanas leyendo acerca de ese baile de máscaras, y aunque no era otra cosa que una doncella de la señora (y de tanto en tanto criada también, siempre que Aislin consideraba que no trabajaba bastante) no podía dejar de desear asis¬tir a ese baile.
_Yo por mi parte estaré encantada si ese vizconde Guelph se compromete en matrimonio _comentó Penelope, cogiendo otra galle¬ta_. Eso significará que madre tendrá un soltero menos del que hablar y hablar como posible marido. Y no es que yo haya tenido alguna esperanza de atraer su atención de todos modos. _Tomó un bocado de la galleta, haciéndola crujir fuerte_. Espero que lady Whistledown tenga razón respecto a él.
_Probablemente la tiene _contestó Myriam.
Leía la hoja Ecos de Sociedad de Lady Whistledown desde que empezara a aparecer en 1813, y la columnista de cotilleos casi siempre tenía razón cuando se trataba de asuntos del Mercado Matrimonial.
Lógicamente ella no había tenido jamás la oportunidad de ver ese Mercado en persona, pero si alguien leía la Whistledown con suficiente frecuencia casi podía sentirse parte de la Sociedad londi¬nense sin asistir a ningún baile.
En realidad, leer la Whistledown era para ella un pasatiempo verdaderamente agradable. Ya había leído todas las novelas de la biblioteca, y puesto que ni Aislin, RosaMarie ni Penelope eran par¬ticularmente aficionadas a la lectura, no tenía esperanzas de que entrara algún libro nuevo en la casa.
Pero la hoja Whistledown era divertidísima. Nadie conocía la verdadera identidad de la columnista. Cuando hizo su primera apa¬rición la hoja informativa hacía dos años, las elucubraciones estu¬vieron a la orden del día. Incluso en esos momentos, siempre que lady Whistledown comentaba algún cotilleo particularmente jugo¬so, la dama volvía a ser tema de conversación y de suposiciones; vol¬vía la curiosidad sobre quién demonios podía ser esa persona que informaba con tanta rapidez y exactitud.
En cuanto a Myriam, para ella Whistledown era un seductor atis¬bo del mundo que podría haber sido el de ella si sus padres hubieran legalizado su unión. Habría sido la hija del conde, no la bastarda; su apellido habría sido Gunningworth, no Montemayor.
Aunque sólo fuera una vez, le gustaría ser ella la que subía al coche y asistía al baile.
En lugar de eso, era la que vestía a las demás para sus salidas noc¬turnas, ciñéndole el corsé a Penelope, peinando a RosaMarie o limpian¬do un par de zapatos de Aislin.
Pero no podía, o al menos no debía, quejarse. Tal vez tenía que servir de doncella a Aislin y a sus hijas, pero por lo menos tenía un hogar, lo cual era más de lo que tenían la mayoría de las mucha¬chas en su situación.
Su padre no le dejó nada al morir; bueno, nada aparte de un techo sobre la cabeza. Con su testamento se aseguró de que no la pudieran echar de la casa hasta que tuviera veinte años. De ninguna manera iba a perder Aislin el derecho a cuatro mil libras anuales echándola de casa.
Pero esas cuatro mil libras eran de Aislin, no de ella, y jamás había visto ni un solo penique de ellas. Desaparecieron los hermosos vestidos que se había acostumbrado a usar, siendo reemplazados por los de lana basta de las criadas. Y comía lo que comían las demás criadas, lo que fuera que Aislin, RosaMarie y Penelope decidieran dejar de sobras.
Sin embargo, hacía casi un año que llegó y pasó su vigésimo cumpleaños, y continuaba viviendo en la casa Penwood, seguía des¬viviéndose en el servicio a Aislin. Por algún motivo desconocido, ya fuera porque no quería formar (o pagar) a otra doncella, ésta le había permitido seguir viviendo en la casa.
Y ella continuó, claro. Si Aislin era el demonio que conocía, el resto del mundo era el demonio que no conocía. Y ella no tenía idea de cuál podía ser peor.
_¿No te pesa mucho esa bandeja?
Myriam cerró y abrió los ojos para salir de su ensimismamiento y centró la atención en Penelope, que estaba cogiendo la última galleta de la bandeja.
_Sí, pesa bastante. Y ya debería estar en la cocina con ella.
Penelope sonrió.
_No te detendré más tiempo, pero cuando hayas acabado eso, ¿podrías plancharme el vestido rosa? Me lo voy a poner esta noche. Ah, y supongo que tendrías que limpiar los zapatos a juego también. Quedaron un poco polvorientos la última vez que me los puse y ya sabes cómo es madre con los zapatos. Que más da que no se vean bajo mi falda. Ella se fijará en la más mínima motita de polvo en el instante en que me levante la falda para subir un peldaño.
Myriam asintió, añadiendo mentalmente esas peticiones a su lista de quehaceres diarios.
_ ¡Hasta luego, entonces! _dijo Penelope y, tragándose lo que que¬daba de galleta, desapareció en su dormitorio. Y Myriam bajó a la cocina.
Pasados unos días, Myriam estaba arrodillada con unos cuantos alfi¬leres entre los dientes, haciendo los arreglos de último momento en el disfraz de Aislin para el baile. El traje Reina Isabel había llega¬do perfecto de la modista, pero Aislin insistió en que le quedaba un cuarto de pulgada más ancho en la cintura.
_¿Cómo está ahí? _preguntó, hablando entre dientes para que no se le cayeran los alfileres.
_Demasiado ceñido.
Myriam cambió de sitio unos pocos alfileres.
_¿Y ahora?
_Demasiado suelto.
Myriam sacó un alfiler y lo prendió justo en el punto donde había estado antes.
_¿Y ahora, como está?
Aislin giró el cuerpo hacia un lado y hacia el otro y, final¬mente, declaró.
_Así está bien.
Sonriendo para sus adentros, Myriam se puso de pie para ayudar¬la a quitarse el vestido.
_Lo necesitaré dentro de una hora si queremos llegar a tiempo al baile _dijo Aislin.
_Sí, por supuesto _repuso Myriam.
Había descubierto que en sus conversaciones con Aislin era más sencillo decir muchas veces «por supuesto».
_Este baile es muy importante _declaró Aislin muy seria_. RosaMarie tiene que lograr un matrimonio ventajoso este año. El nuevo conde... _se estremeció disgustada; seguía considerando un intruso al conde heredero, aun cuando era el pariente vivo más cercano del difunto conde_. Bueno, me ha dicho que éste es el último año que podemos usar la casa Penwood de Londres. Qué descaro tiene el hombre. Yo soy la condesa viuda, después de todo, y RosaMarie y Penelope son las hijas del conde.
«Hijastras», corrigió Myriam en silencio.
_Tenemos todo el derecho a usar la casa Penwood para la tem¬porada. Qué planes tiene él para la casa, no lo sabré jamás.
_Tal vez desea asistir a las fiestas de la temporada y buscar espo¬sa _sugirió Myriam_. Deseará un heredero, seguro.
Aislin frunció el ceño.
_Si RosaMarie no se casa con un hombre rico, no sé qué hare¬mos. Es muy difícil encontrar una casa de alquiler adecuada. Y muy caro también.
Myriam se abstuvo de comentar que por lo menos no tenía que pagar a una doncella. De hecho, hasta que ella cumplió los veinte años, Aislin había recibido cuatro mil libras al año simplemente por tener una doncella.
Aislin hizo chasquear los dedos.
_No olvides que RosaMarie necesitará que le empolves el pelo.
RosaMarie iría vestida de María Antonieta. Myriam le había pre¬guntado si pensaba ponerse una cinta color rojo sangre alrededor del cuello. A RosaMarie no le hizo ninguna gracia la broma.
Aislin se puso su vestido y se ciñó el fajín con movimientos rápidos y tensos.
_Y Penelope _arrugó la nariz_. Bueno, Penelope necesitará tu ayuda en una u otra cosa, seguro.
_Siempre estoy feliz de ayudar a Penelope _replicó Myriam.
Aislin entrecerró los ojos, como tratando de determinar si eso había sido una insolencia.
_Procura hacerlo _dijo al fin, pronunciando bien cada sílaba. Acto seguido, salió en dirección al cuarto de baño.
Myriam se cuadró cuando se cerró la puerta.
_Ah, estás aquí, Myriam _dijo RosaMarie irrumpiendo en la sala_. Necesito tu ayuda inmediatamente.
_Creo que eso tendrá que esperar hasta...
_¡He dicho inmediatamente! _ladró RosaMarie.
Myriam cuadró los hombros y le dirigió una mirada acerada.
_Tu madre quiere que le arregle el vestido.
_Quítale los alfileres y dile que ya lo arreglaste. No notará la diferencia.
Myriam, que había estado considerando la posibilidad de hacer justamente eso, emitió un gemido. Si hacía lo que le pedía RosaMarie, ésta iría con el cuento al día siguiente y Aislin despotrica¬ría y rabiaría toda una semana. No tenía más remedio que hacer el arreglo.
_¿Qué necesitas, RosaMarie?
_Hay un descosido en el dobladillo de mi disfraz. No tengo idea de cómo se hizo.
_Tal vez cuando te lo probaste...
_¡No seas impertinente!
Myriam cerró la boca. Le resultaba mucho más difícil aceptar órde¬nes de RosaMarie que de Aislin, tal vez porque en otro tiempo habían sido iguales, y compartían la misma aula y la misma institutriz.
_Tienes que repararlo enseguida _insistió RosaMarie, sor¬biendo afectadamente por la nariz.
Myriam suspiró.
_Tráelo. Lo haré tan pronto como acabe con lo de tu madre. Te prometo que lo tendrás con tiempo de sobra.
_No quiero llegar tarde a este baile _le advirtió RosaMarie_. Si me retraso, querré tu cabeza en una bandeja.
_No llegarás tarde _le prometió Myriam.
RosaMarie emitió una especie de resoplido malhumorado y salió corriendo a buscar el traje.
_ ¡Uuf!
Myriam levantó la vista y vio a RosaMarie chocar con Penelope, que iba entrando precipitadamente por la puerta.
_¡Mira por dónde andas, Penelope! _regañó RosaMarie.
_¡Tú también podrías mirar por dónde andas! _replicó Penelope.
_Yo iba mirando. Es imposible sortearte a ti, gorda.
Con las mejillas teñidas de rojo subido, Penelope se hizo a un lado.
_¿Se te ofrecía algo, Penelope? _le preguntó Myriam, tan pronto como desapareció RosaMarie.
_Sí. ¿Podrías reservarte un tiempo extra para peinarme esta noche? Encontré unas cintas verdes que tienen un cierto parecido a algas.
Myriam hizo una larga espiración. Las cintas verde oscuro no se verían muy bien sobre el pelo oscuro de la muchacha, pero no tuvo valor para hacérselo notar.
_Lo intentaré, Penelope, pero tengo que remendar el vestido de RosaMarie y arreglarle la cintura al de tu madre.
_Ah.
La expresión de Penelope era tan afligida que casi le partió el corazón a Myriam. Aparte de los criados, Penelope era la única persona que era medio amable con ella en la casa de Aislin.
_No te preocupes _la tranquilizó_. Yo me encargaré de que lleves el pelo bonito esta noche, tengamos el tiempo que tengamos.
_¡Ay, gracias, Myriam! Yo...
_¿Aún no has empezado a arreglar mi vestido? _tronó Aislin, volviendo del cuarto de aseo.
Myriam tragó saliva.
_Estuve hablando con RosaMarie y Penelope. RosaMarie se rom¬pió el vestido y...
_¡Ponte a trabajar!
_Sí, al instante. _Se dejó caer en el sofá y dio vuelta del revés el vestido para entrarlo en la cintura_. Más rápido que al instante _masculló_. Más rápido que el aleteo de un colibrí. Más rápido que...
_¿Qué dices? _le preguntó Aislin.
_Nada.
_Bueno, deja de parlotear inmediatamente. Encuentro particu¬larmente irritante el sonido de tu voz.
Myriam apretó los dientes.
_Mamá _dijo Penelope_. Esta noche Myriam me va a peinar como...
_Pues claro que te va a peinar. Deja de perder el tiempo y ve a ponerte compresas en los ojos para que no se vean tan hinchados.
Penelope se puso triste.
_¿Tengo los ojos hinchados?
_Siempre tienes los párpados hinchados _replicó Aislin_. ¿No te parece, RosaMarie?
Penelope y Myriam miraron hacia la puerta. Acababa de entrar RosaMarie, vestida con el traje a lo María Antonieta.
_Siempre _convino_. Pero una compresa le irá bien, seguro.
_Estás preciosa esta noche _dijo Aislin a RosaMarie_. Y esto que aún no has comenzado a prepararte. Ese dorado del vesti¬do hace juego exquisitamente con tu pelo.
Myriam echó una mirada compasiva hacia la morena Penelope, que jamás recibía esos elogios de su madre.
_Vas a cazar a uno de esos hermanos Bridgerton _continuó Aislin_. Estoy segura.
RosaMarie bajó los ojos recatadamente. Era una expresión que había perfeccionado, y Myriam tuvo que reconocer que le sentaba muy bien. Pero claro, todo le sentaba bien a RosaMarie. Su pelo dorado y sus ojos azules hacían furor ese año, y gracias a la gene¬rosa dote dispuesta para ella por el difunto conde, todos suponían que haría un brillante matrimonio antes de que terminara la tem¬porada.
Myriam volvió a mirar a Penelope, que estaba contemplando a su madre con expresión triste y pensativa.
_Tú también te ves hermosa, Penelope _le dijo impulsivamente. A Penelope se le iluminaron los ojos.
_¿Te parece?
_Por supuesto. Y tu traje es muy original. Estoy segura de que no habrá ninguna otra sirena.
_¿Cómo puedes saber eso, Myriam? _le preguntó RosaMarie, riendo_. No es que te hayan presentado en sociedad alguna vez.
_Estoy segura de que lo pasarás muy bien, Penelope _dijo Myriam intencionadamente, sin hacer caso de la burla de RosaMarie_. Te tengo una envidia terrible. Ojalá pudiera ir.
Su suave suspiro y su deseo fueron recibidos por un silencio absoluto, que fue seguido por las estridentes carcajadas de Aislin y RosaMarie. Hasta Penelope soltó una risita.
_Ay, eso sí que está bueno _dijo Aislin, casi sin aliento de tanto reír_. La pequeña Myriam en el baile de los Bridgerton. No admiten bastardas en nuestra sociedad, ¿sabes?
_No he dicho que esperaba ir _repuso Myriam, a la defensiva_, sólo dije que ojalá pudiera.
_Bueno, no deberías ni molestarte deseándolo _la regañó RosaMarie_. Si deseas cosas que de ninguna manera puedes esperar, sólo vas a tener decepciones.
Pero Myriam se olvidó de lo que iba a contestar, porque en ese momento ocurrió algo rarísimo. En el momento en que giró la cabeza hacia RosaMarie, vio al ama de llaves en la puerta. Ésta era la señora Gibbons, que había venido de Penwood Park a ocupar el puesto dejado vacante al morir el ama de llaves de la casa de la ciu¬dad. Y cuando Myriam la miró a los ojos, la señora Gibbons le hizo un guiño.
¡Un guiño! No recordaba haber visto jamás hacer un guiño a la señora Gibbons.
_¡Myriam! ¡Myriam! ¿No me has oído?
Myriam volvió su distraída mirada hacia Aislin.
_Perdón. ¿Qué decía?
_Te estaba diciendo _contestó Aislin en tono antipático_, que será mejor que te pongas a trabajar en mi vestido al instante. Si llegamos tarde al baile tú responderás de eso mañana.
_Sí, por supuesto _se apresuró a decir Myriam.
Enterró la aguja en la tela y comenzó a coser, pero su mente seguía puesta en la señora Gibbons.
¿Un guiño?
¿Qué demonios significaba ese guiño?
Tres horas después, Myriam estaba en las gradas de la puerta princi¬pal de la casa Penwood mirando cómo Aislin, RosaMarie y lue¬go Penelope cogían una a una la mano del lacayo y subían al coche. Le hizo un gesto de despedida a Penelope, que se lo correspondió, y luego se quedó observando el coche avanzar por la calle hasta desaparecer en la esquina. La mansión Bridgerton, donde se celebraría el baile de máscaras, estaba a sólo seis manzanas de distancia, pero Aislin habría insistido en hacer el trayecto en coche aunque la casa hubie¬ra estado al lado.
Era importante hacer una grandiosa entrada, después de todo.
Exhalando un suspiro, subió la escalinata para entrar en la casa. Por lo menos, con la emoción del momento, Aislin había olvida¬do dejarle una lista de tareas para hacer durante su ausencia. Una noche libre era un verdadero lujo; tal vez releería una novela. O tal vez podría encontrar la edición de Whistledown de ese día. Le pareció recordar haber visto a RosaMarie entrar con la hoja en su habi¬tación esa tarde.
Pero en el preciso instante en que entró por la puerta, se mate¬ria lizó la señora Gibbons, como salida de ninguna parte, y le cogió el brazo.
_¡No hay tiempo que perder! _le dijo.
Myriam la miró como si hubiera perdido el juicio.
_¿Cómo ha dicho?
La señora Gibbons le tironeó la manga por el codo.
_Ven conmigo.
Myriam se dejó llevar los tres tramos de escalera hasta su habita¬ción, un diminuto cuarto metido bajo el alero. La señora Gibbons actuaba de modo muy peculiar, pero ella le dio en el gusto y la siguió. El ama de llaves siempre la trataba con excepcional amabili¬dad, aun cuando estaba claro que Aislin desaprobaba eso.
_Tienes que desvestirte _le dijo la señora Gibbons al coger el pomo de la puerta.
_¿Qué?
_Tenemos que darnos prisa.
_Pero, señora Gibbons... _se le cortó la voz y se quedó miran¬do boquiabierta la escena que tenía lugar en su dormitorio.
En el centro había una bañera, humeante del vapor de agua caliente, y las tres criadas estaban ocupadísimas alrededor. Una esta¬ba vaciando un cubo de agua caliente en la bañera, otra estaba tra¬tando de abrir la cerradura de un arcón de aspecto misterioso, y la otra sostenía una toalla, diciendo:
_¡Deprisa! ¡Deprisa!
Myriam las miró a todas, desconcertada.
_¿Qué pasa?
La señora Gibbons se giró a mirarla y sonrió de oreja a oreja.
_Tú, señorita Myriam Montemayor, vas a ir al baile de máscaras.
Una hora después, Myriam estaba transformada. El arcón contenía vestidos de la difunta madre del conde. Todos eran anticuados, de cincuenta años atrás, pero eso no importaba. Era un baile de másca¬ras; nadie esperaba que los trajes fueran de la última moda.
Al fondo del arcón habían encontrado un precioso vestido de brillante seda color plata, con un ceñido corpiño con incrustaciones de perla y el tipo de falda acampanada sobre enaguas que fuera tan popular el siglo anterior. Myriam se sintió como una princesa con sólo tocarlo. Tenía un cierto olor rancio por haber estado años en el arcón, y una de las criadas lo sacudió para airearlo y lo roció con un poco de agua de rosas.
La habían bañado, perfumado y peinado, e incluso una de las criadas le aplicó un poco de pintalabios.
_No se lo diga a la señorita RosaMarie _le susurró mientras se lo aplicaba_. Lo cogí de su colección.
_Ooooh, mirad _exclamó la señora Gibbons_. Encontré unos guantes a juego.
Myriam levantó la vista y la vio sosteniendo un par de guantes lar¬gos hasta el codo.
_Mire _dijo, cogiendo uno de los guantes y examinándolo_. El blasón Penwood. Y lleva un monograma, justo en el borde.
La señora Gibbons le dio la vuelta al que tenía en la mano.
_Ese, ele, ge. Sara Louisa Gunningworth. Tu abuela.
Myriam la miró sorprendida. La señora Gibbons nunca se había referido al conde como a su padre. Jamás nadie en Penwood Park había reconocido con palabras sus lazos sanguíneos con la familia Gunningworth.
_Bueno, pues, es tu abuela _afirmó la señora Gibbons_. Todos hemos bailado en torno al tema durante mucho tiempo. Es un cri¬men que a RosaMarie y a Penelope se las trate como a las hijas de la casa y que tú, la verdadera hija del conde, tengas que barrer y servir como una criada.
Las tres criadas asintieron, expresando su acuerdo.
_Por una vez en tu vida Myriam_continuó la señora Gibbons_, por una sola noche, serás tú la reina del baile.
Sonriendo, hizo girar a Myriam hasta dejarla de frente ante el espejo.
Myriam retuvo el aliento.
_¿Esa soy yo?
La señora Gibbons asintió, con los ojos sospechosamente bri¬llantes.
_Estás preciosa, cariño _susurró.
Myriam levantó lentamente una mano para tocarse el pelo.
_¡No lo chafes! _gritó una de las criadas.
_No lo chafaré _prometió Myriam, con los labios temblorosos al sonreír, a la vez que trataba de impedir que le saliera una lágrima. Le habían puesto un toque de brillantes polvos en el pelo, por lo que toda ella brillaba como una princesa de cuento de hadas. Le habían recogi¬do los rizos oscuros en lo alto de la cabeza, en una especie de moño suelto, dejando caer una gruesa guedeja a lo largo del cuello. Su ojos, normalmente color verde musgo, brillaban como esmeraldas.
Aunque ella sospechó que el brillo tenía más que ver con las lágrimas no derramadas que con cualquier otra cosa.
_Ésta es tu máscara _dijo enérgicamente la señora Gibbons. Era un antifaz, del tipo que se ata atrás, por lo que Myriam no tendría que ocupar una mano en sostenerlo_. Ahora sólo nos falta un par de zapatos.
Myriam miró pesarosa sus zapatos de trabajo, prácticos y feos, que estaban en un rincón.
_No tengo nada adecuado para estas elegancias _dijo.
La criada que le había pintado los labios levantó un par de deli¬cados zapatos blancos.
_Del ropero de RosaMarie _declaró.
Myriam metió el pie derecho en el zapato correspondiente y lo sacó con la misma rapidez.
_Demasiado grande _dijo, mirando a la señora Gibbons_. No podría caminar con ellos.
_Ve a buscar un par en el ropero de Penelope _dijo la señora Gib¬bons a la criada.
_Son más grandes aún _repuso Myriam_. Lo sé. He limpiado muchas marcas de rozaduras en ellos.
La señora Gibbons exhaló un largo suspiro.
_No hay nada que hacer ahí, entonces. Tendremos que asaltar la colección de Aislin.
Myriam se estremeció. La idea de caminar a cualquier parte con los pies metidos en zapatos de Aislin le producía repelús. Pero era eso o ir descalza, y no creía que los pies descalzos fueran acepta¬bles en un elegante baile de máscaras de Londres.
A los pocos minutos volvió la criada con un par de zapatos de satén blanco, cosidos con hilo de plata y adornados con unas pre¬ciosas rosetas de diamantes falsos.
Myriam seguía sintiendo aprensión por usar zapatos de Aislin, pero de todos modos se puso uno. Le calzaban a la perfección.
_Y son a juego también __dijo una de las criadas señalando las puntadas en hilo de plata_. Como si estuvieran hechos para el ves¬tido.
_No tenemos tiempo para admirar zapatos _dijo repentina¬mente la señora Gibbons _. Ahora escucha atentamente las instruc¬ciones. El cochero ha vuelto de ir a dejar a la condesa y las niñas, y te llevará a la casa Bridgerton. Pero tiene que estar esperando fuera cuando ellas deseen marcharse, lo cual significa que tienes que salir de ahí a medianoche, y ni un solo segundo más tarde. ¿Entiendes?
Myriam asintió y miró el reloj de la pared. Eran algo pasadas las nueve, lo que significaba que podría permanecer más de dos horas en el baile.
_Gracias _susurró_. Oh, muchísimas gracias.
La señora Gibbons se limpió las lágrimas con un pañuelo.
_Tú pásalo bien, cariño. Eso es el el único agradecimiento que necesito.
Myriam volvió a mirar el reloj. Dos horas.
Dos horas que tendría que hacer durar toda una vida.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 2
Los Rridgerton son una familia realmente única. Seguro que no hay nadie en Londres que no sepa que el parecido entre ellos es extraor¬nario: Alexander, Víctor, Roberto, Daphne, Eloisa, Francesca, Gregorio y Hyacinth.
Esto incita a pensar qué nombre habrían puesto el difunto viz¬nde y la vizcondesa viuda (todavía muy viva) a su noveno hijo o hija si lo o la hubieran tenido.
Tal vez haya sido mejor que se detuvieran en ocho.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 2 de junio de 1815.
Víctor Bridgerton era el segundo de ocho hermanos, pero a veces tenía la impresión de que fueran cien.
Ese baile en que tanto había insistido su madre tenía que ser disfraces, por lo tanto se había puesto obedientemente un anti¬z negro, pero todos sabían quién era, o más bien todos casi sabían.
<<¡Un Bridgerton!», exclamarían dando palmadas alegremente. «Tú tienes que ser un Bridgerton!» «¡Un Bridgerton! Soy capaz de conocer a un Bridgerton donde sea.»
Víctor era un Bridgerton, sí, y si bien no había ninguna otra familia a la que deseara pertenecer, a veces deseaba que lo considera¬ran menos un Bridgerton y más él mismo.
Justo cuando estaba pensando eso, pasó por su lado una mujer de edad algo indefinida disfrazada de pastora.
_¡Un Bridgerton! _gorjeó_. Reconocería ese pelo castaño en cualquier parte. ¿Cuál eres? No, no lo digas, déjame adivinar. No eres el vizconde porque acabo de verlo. Tienes que ser el Número Dos o el Número Tres.
Víctor la miró imperturbable.
_¿Cuál eres? ¿El Número Dos o el Número Tres?
_Dos _dijo él entre dientes.
Ella juntó las manos.
_¡Eso fue lo que pensé! Ah, tengo que encontrar a Portia. Le dije que eras el Número Dos...
Víctor estuvo a punto de gruñir.
_... pero ella dijo no, es el menor, pero yo...
Víctor sintió la repentina necesidad de alejarse. O se alejaba o mataba a esa boba gritona, y habiendo tantos testigos, ciertamente no saldría impune.
_Si me disculpa _dijo lisamente_. Veo a una persona con la que debo hablar.
Era mentira, pero qué importaba. Después de hacer una seca inclinación de la cabeza ante la vieja pastora, caminó en línea recta hacia la puerta lateral del salón, ansioso por escapar de la multitud y esconderse en el estudio de su hermano, donde podría encontrar un poco de bendito silencio y tranquilidad y tal vez una copa de buen coñac.
_ ¡Víctor!
Condenación. Había estado a punto de lograr escapar. Levantó la vista y vio a su madre caminando a toda prisa hacia él. Llevaba un traje de estilo isabelino. Suponía que su intención había sido disfra¬zarse de un personaje de Shakespeare, pero por su vida que no tenía idea de cuál.
_¿Qué puedo hacer por ti, madre? Y no me digas «Baila con Hermione Smythe-Smith». La última vez que bailé con ella casi per¬dí tres dedos de los pies.
_No pensaba pedirte nada de ese tipo _contestó Violeta_. Te iba a pedir que bailaras con Prudence Featherington.
_Ten piedad, madre _gimió él_. Es peor aún.
_No te pido que te cases con la muchachita. Sólo que bailes con ella.
Víctor reprimió un gemido. Prudence Featherington, si bien una persona simpática en esencia, tenía el cerebro del tamaño de un guisante, y una risa tan irritante que había visto a hombres adultos huir con las manos en los oídos.
_Te diré qué _propuso en tono halagador_, bailaré con Pene¬lope Featherington si tú mantienes a raya a Prudence.
_Eso me va bien _dijo Violeta, asintiendo con aire satisfecho, causándole la deprimente sensación de que su intención había sido desde el principio hacerlo bailar con Penelope_. Está allí, junto a la mesa de la limonada _añadió_, vestida de duende rolliza, pobrecilla . El color le sienta bien, pero alguien debería acompañar a su madre la próxima vez que se aventuren a visitar a la modista. No logro ima¬ginar un disfraz más desafortunado.
_Está claro que aún no has visto a la sirena _susurró Víctor.
Ella le golpeó ligeramente el brazo.
_No te burles de las invitadas.
_Pero es que lo ponen tan fácil.
_Me voy a buscar a tu hermana _dijo ella después de dirigirle una seria mirada de advertencia.
_¿A cuál?
_A una de las que no están casadas _repuso Violeta descarada¬mente_. Puede que el vizconde Guelph esté interesado en esa muchacha escocesa, pero aún no están comprometidos.
En silencio Víctor le deseó suerte a Guelph. El pobre hombre la necesitaría.
_Y gracias por bailar con Penelope
.
Víctor medio le sonrió irónico. Los dos sabían que esas palabras no eran un agradecimiento sino un recordatorio.
Cruzándose de brazos en una postura un tanto severa, estuvo un momento observando alejarse a su madre; finalmente hizo una larga inspiración y se giró para dirigirse a la mesa de la limonada. Adora¬ba a su madre con locura, pero tratándose de la vida social de sus hijos ella pecaba por el lado de la intromisión.
Y si había algo que la molestaba más aún que la soltería de su hijo, era ver la cara triste de una jovencita cuando nadie la invitaba a bailar. En consecuencia, él se pasaba la mayor parte del tiempo en la pista de baile, a veces con jovencitas con las que ella quería que se casara, pero con más fre¬cuencia con aquellas feas a las que nadie miraba.
De los dos tipos de muchachas, él creía preferir a las feúchas. Las jovencitas populares tendían a ser superficiales y, para ser franco, un pelín aburridas.
Su madre siempre le había tenido una especial simpatía a Pene¬lope Featherington, que estaba en su... frunció el ceño, ¿su tercera temporada? Tenía que ser la tercera, y sin ninguna perspectiva de matrimonio a la vista. Ah, bueno, bien podría cumplir con su deber. Penelope era una joven bastante simpática, con personalidad y una inteligencia decente. Algún día encontraría marido. No sería él, lógi¬camente, y con toda sinceridad, tal vez no sería ninguno de sus conocidos, pero seguro que encontraría a alguien. Tal vez ciego y desesperado.
Suspirando echó a andar hacia la mesa de la limonada. Práctica¬mente sentía en la boca el sabor meloso y maduro de ese coñac, pero un vaso de limonada lo ayudaría a salir del apuro por un rato.
_¡Señorita Featherington! _exclamó, y trató de no estreme¬cerse al ver volverse a las tres señoritas Featherington. Con una son¬risa que sabía era muy, muy débil, añadió_. Esto... Penelope, quise decir.
Desde unos quince palmos de distancia, Penelope le sonrió de oreja a oreja, y él recordó que le caía muy bien Penelope Feathering¬ton.
En realidad, no se la consideraría tan poco atractiva si no estu¬viera siempre acompañada por sus desafortunadas hermanas, las que fácilmente podían hacer desear a un hombre coger un barco rumbo a Australia.
Casi había salvado la distancia que los separaba cuando oyó detrás de él un ronco murmullo de susurros que se iba propagando por el salón de baile. Debía continuar caminando para acabar de una vez con ese baile obligado, pero, misericordia, Señor, su curiosidad pudo más y se giró a mirar.
Y se encontró mirando a una mujer que tenía que ser la más impresionante que había visto en toda su vida.
Ni siquiera sabía si era hermosa. Su cabello era de un oscu¬ro bastante corriente, y con su antifaz bien atado detrás de la cabe¬za, no le veía ni la mitad de la cara.
Pero había algo en ella que más o menos lo hipnotizaba. Era su sonrisa, la forma de sus ojos, su prestancia, su manera de mirar el salón de baile como si jamás hubiera tenido una visión más gloriosa que la de los tontos miembros de la alta sociedad, todos vestidos con ridículos disfraces.
Su belleza irradiaba de dentro.
Brillaba. Resplandecía.
Era una mujer absolutamente radiante, y de pronto Víctor comprendió que eso se debía a que parecía condenadamente feliz. Feliz de estar donde estaba, feliz de ser quien era.
Feliz de una manera que él escasamente recordaba. La suya era una buena vida, cierto, tal vez incluso una vida fabulosa. Tenía siete hermanos maravillosos, una madre amorosa, y veintenas de amigos. Pero esa mujer...
Esa mujer conocía la dicha.
Y él tenía que conocerla a ella.
Olvidado de Penelope, se abrió paso por entre la muchedumbre hasta encontrarse a unos pocos pasos de ella. Otros tres caballeros habían llegado antes a su destino y en ese momento estaban derra¬mando sobre ella elogios y halagos. Él la observó con interés; ella no reaccionaba como habría reaccionado ninguna de las mujeres que conocía.
No actuaba con coquetería; tampoco actuaba como si supusiera que se merecía los elogios. Su actitud no era tímida, afectada, mali¬ciosa ni irónica, ni ninguna de esas cosas que se pueden esperar de una mujer.
Simplemente sonreía. Una ancha sonrisa, en realidad. Él suponía que los cump!idos producirían una cierta cantidad de felicidad a la receptora, pero jamás había visto a una mujer que reaccionara con una alegría tan pura, tan auténtica.
Avanzó otro paso. Deseaba esa alegría para él.
_Disculpadme, señores, pero la dama ya me ha prometido a mí este baile _mintió.
Los agujeros del antifaz de ella eran bastante amplios y él la vio agrandar los ojos y luego entrecerrarlos con unas arruguitas en las cumisuras, como si se sintiera divertida. Le tendió la mano, retán¬dola a contradecirlo.
Pero ella le sonrió, con una ancha y radiante sonrisa que le per¬foró la piel y fue a tocarle directamente el alma. Ella puso la mano en la de él y sólo entonces él cayó en la cuenta de que había estado rete¬niendo el aliento.
_¿Tiene permiso para bailar el vals? _le susurró cuando iban llegando a la pista de baile.
Ella negó con la cabeza.
_No bailo.
_ Bromea.
_Pues no. La verdad es que _acercó un poco la cara a él y con un atisbo de sonrisa, continuó_: no sé bailar.
Él la miró sorprendido. Ella caminaba con un donaire innato; además, ¿qué dama de buena crianza podía llegar a esa edad sin haber aprendido a bailar?
_Entonces sólo hay una cosa que hacer _musitó_. Yo le ense¬ñaré.
Ella agrandó los ojos, abrió la boca y dejó escapar una risa de sorpresa.
_¿Qué es lo que le parece tan divertido? _preguntó él, tratan¬do de hacer serio su tono.
Ella le sonrió, con ese tipo de sonrisa que se esperaría de un com¬pañero de colegio, no de una damita en su primer baile. Sin dejar de sonreír, ella le dijo:
_Incluso yo sé que no se dan clases de baile en un baile.
_ ¿Qué quiere decir, me pregunto, ese «incluso yo»?
Ella guardó silencio.
_Entonces tendré que aprovechar la ventaja y obligarla a obe¬decer.
_¿Obligarme?
Pero eso lo dijo sonriendo, haciéndole comprender que no esta¬ba ofendida.
_Sería muy poco caballeroso de mi parte permitir que continúe esta lamentable situación.
_¿Lamentable, dice?
Él se encogió de hombros.
_Una hermosa dama que no sabe bailar. Me parece un crimen, es antinatural.
_Si le permito enseñarme...
_Cuando me permita enseñarle...
_Si le permito enseñarme, ¿dónde me dará la clase?
Víctor alzó el mentón y paseó la vista por el salón. No le resul¬taba difícil ver por encima de las cabezas de los invitados.
_Nos retiraremos a la terraza _dijo finalmente.
_¿La terraza? _repitió ella_. ¿No estará terriblemente atesta¬da? Es una noche calurosa.
_No, la terraza privada _susurró él acercándosele más.
_¿La terraza privada, dice? ¿Y cómo sabe de la existencia de una terraza privada?
Víctor la miró fijamente, conmocionado. ¿Era posible que ella no supiera quién era él?
Su opinión de sí mismo no era tan elevada como para suponer que todo Londres conociera su identidad. Sen¬cillamente era un Bridgerton, y si una persona conocía a un Brid¬gerton, por lo general eso significaba que era capaz de reconocer a otro. Y puesto que no había nadie en Londres que no se hubiera cru¬zado con uno u otro Bridgerton, a él lo reconocían en todas partes. Aun cuando, pensó pesaroso, ese reconocimiento fuera simplemen¬te como el «Número Dos».
_No ha contestado mi pregunta _le recordó la dama misteriosa.
_¿Sobre la terraza privada? _Levantó su mano hasta sus labios y besó la fina seda del guante_. Limitémonos a decir que tengo mis métodos.
Ella pareció indecisa, de modo que le tironeó la mano, acercán¬dola más, no más de una pulgada, pero en cierto modo tuvo la impresión de que ella estaba a sólo la distancia de un beso.
_Venga _dijo_. Baile conmigo.
Ella avanzó un paso y en ese instante él supo que su vida había cambiado para siempre.
Myriam no lo vio cuando entró en el salón, pero percibió magia en el aire, y cuando él apareció ante ella, como un príncipe encantado de un cuento de niños, sin saber cómo, tuvo la clara sensación de que él era el motivo de que ella se hubiera introducido furtivamente en el baile.
Era alto, y su rostro, lo que dejaba ver el antifaz, era muy her¬moso; unos labios que insinuaban ironía y sonrisas, y una piel tersa, muy ligeramente ensombrecida por una barba de un día. Su cabello era de un exquisito color castaño oscuro, al que la parpadeante luz de las velas daba unos visos rojizos.
La gente parecía saber quién era; observó que cuando él avanza¬ba, los invitados se hacían a un lado para dejarle paso. Y cuando mintió tan descaradamente asegurando que ella le había prometido ese baile, los demás hombres aceptaron y se apartaron.
Era apuesto y fuerte, y por esa única noche, era de ella.
Cuando el reloj diera las doce de la noche, ella volvería a su monótona y penosa vida de trabajo, de remendar, lavar y atender a todos los deseos de Aislin. ¿Tan malo era desear esa embriaga¬dora noche de magia y amor?
Se sentía como una princesa, una princesa temeraria, de modo que cuando él la invitó a bailar, ella colocó su mano en la de él. Y aunque sabía que toda esa noche era una mentira, que ella era la hija bastarda de un noble y la doncella de una condesa, que su vestido era prestado y sus zapatos prácticamente robados, nada de eso pareció importar cuando se entrelazaron sus dedos con los de él.
Por unas pocas horas al menos podía simular que ese caballero era «su» caballero y que a partir de ese momento su vida cambiaría para siempre.
No era otra cosa que un sueño, pero hacía tantísimo tiempo que no se permitía soñar...
Arrojando lejos toda prudencia, le permitió conducirla fuera del salón de baile. Él caminaba rápido, aun cuando tenía que abrirse paso por en medio de la vibrante muchedumbre, y se sorprendió riendo mientras trotaba detrás de él.
_¿Por qué tengo la impresión de que siempre se está riendo de mí? _le preguntó él, deteniéndose un instante al llegar al corredor contiguo al salón.
Ella volvió a reír; no pudo evitarlo.
_Me siento feliz _contestó, y se encogió de hombros, indeci¬sa_. Estoy muy feliz por estar aquí.
_¿Y eso por qué? Un baile como este tiene que ser una rutina para una dama como usted.
Myriam sonrió. Si él la creía miembro de la alta sociedad, una gra¬duada de muchos bailes y fiestas, quería decir que estaba represen¬tando su papel a la perfección.
Él le tocó la comisura de la boca.
_Siempre está sonriendo _musitó.
_Me gusta sonreír.
La mano de él encontró su cintura y la acercó más. La distancia entre sus cuerpos seguía siendo respetable, pero la mayor cercanía le quitó el aliento a ella.
_Me gusta verla sonreír _dijo él.
Esas palabras las dijo en voz baja y seductora, pero ella notó algo extrañamente ronco en su voz y casi se permitió creer que él lo decía en serio, que ella no era simplemente una mera conquista de esa noche.
Pero antes de que pudiera contestar sonó una voz acusadora en la puerta que daba al salón.
_¡Ahí estás!
A Myriam le dio un vuelco el estómago y le subió hasta la gar¬ganta. La habían descubierto. La arrojarían a la calle y al día siguien¬te tal vez la meterían en prisión por haber robado los zapatos de Aislin y...
Y el hombre que había hablado ya estaba a su lado y le estaba diciendo a su misterioso caballero:
_Madre te ha andado buscando por todas partes. Te escabullis¬te de tu baile con Penelope y yo tuve que ocupar tu lugar.
_Lo siento _musitó su caballero.
Eso no pareció bastar como disculpa al recién llegado, porque frunció terriblemente el ceño y añadió:
_Si te escapas de la fiesta y me abandonas a esa manada de jovencitas del demonio, te juro que exigiré venganza hasta el día de mi muerte.
_ Riesgo que estoy dispuesto a correr _dijo su caballero.
_Bueno, yo te reemplacé con Penelope _gruñó el otro_. Tuviste suerte de que yo estuviera cerca. Me pareció que se le rompía el corazón a la pobre moza cuando te alejaste.
El caballero tuvo la elegancia de sonrojarse.
_Algunas cosas son inevitables, creo _dijo.
Myriam miró del uno al otro. Incluso bajo sus antifaces era más que evidente que eran hermanos, y en un relámpago de luz com¬prendió que tenían que ser los hermanos Bridgerton, y que ésa tenía que ser su casa y...
Ay, buen Dios, había hecho un ridículo total al preguntarle cómo sabía de la existencia de una terraza privada.
Pero ¿cuál de los hermanos era? Víctor. Tenía que ser Víctor. Envió unas silenciosas gracias a lady Whistledown, la que una vez escribió una columna dedicada exclusivamente a explicar las diferencias entre los hermanos Bridgerton. A Víctor, recordaba, lo distinguía como al más alto.
El hombre que le hacía latir el corazón tres veces más rápido de lo normal sobrepasaba en sus buenos dos dedos la altura de su hermano.
Y de pronto se dio cuenta de que el susodicho hermano la esta¬ba mirando muy atentamente.
_Comprendo por qué te marchaste _dijo Roberto.
(Porque tenía que ser Roberto; de ninguna manera podía ser Gregorio, que sólo tenía catorce años; y Anthony estaba casado, de modo que no le importaría si Víctor se escapaba de la fiesta deján¬dolo solo para defenderse de las jovencitas recién presentadas en sociedad.)
Roberto miró a Víctor con expresión astuta.
_¿Podría pedir una presentación?
Víctor arqueó una ceja.
_Puedes intentarlo, pero dudo que tengas éxito. Yo aún no me he enterado de su nombre.
_No lo ha preguntado _terció Myriam, sin poder evitarlo.
_¿Y me lo diría si lo preguntara?
_Le diría algo.
_Pero no la verdad.
Ella negó con la cabeza.
_Ésta no es una noche para verdades.
_Mi tipo favorito de noche _dijo Roberto en tono satisfecho.
_¿No tienes ningún lugar para estar? _le preguntó Víctor.
_Seguro que madre preferiría que estuviera en el salón de baile, pero eso no es precisamente una exigencia.
_Yo lo exijo _repuso Víctor.
Myriam sintió burbujear una risita en la garganta.
_Muy bien _suspiró Roberto_. Me iré de aquí.
_Excelente _dijo Víctor.
_Yo solo frente a tantas lobas...
_¿Lobas? _repitió Myriam.
_Damitas muy cotizadas para esposas _aclaró Roberto_. Una manada de lobas hambrientas, todas ellas. A excepción de la presente, lógicamente.
Myriam creyó mejor no explicar que ella no era de ningún modo una «damita cotizada».
_Nada le gustaría más a mi madre... _empezó Roberto. Víctor lo interrumpió con un gemido.
_... que ver casado a mi querido hermano mayor _terminó Roberto. Guardó silencio un instante como para sopesar sus pala¬bras_: Con la excepción tal vez de verme casado a mí.
_Aunque sólo sea para que dejes la casa _añadió Víctor, sar¬ástico.
Esta vez Myriam sí emitió una risita.
_Pero claro, él es considerablemente más viejo _continuó Roberto_, así que tal vez deberíamos enviarlo a él primero a la horca, h... es decir, al altar.
_¿Tienes algún buen argumento? _gruñó Víctor.
_No, ninguno _reconoció Roberto_. Pero claro, nunca lo tengo.
_Dice la verdad _afirmó Víctor mirando a Myriam.
_Así pues _dijo Roberto a Myriam haciendo un grandioso gesto con el brazo_. ¿Tendrá piedad de mi pobre y sufriente madre y lle¬vará a mi querido hermano por el pasillo?
_Bueno, no me lo ha pedido _contestó ella, tratando de entrar en cl humor del momento.
_¿Cuánto has bebido? _gruñó Víctor.
_¿Yo? _preguntó Myriam.
_Él.
_Nada en absoluto _repuso Roberto alegremente_, pero estoy pensando seriamente en remediar eso. En realidad, eso podría ser lo único que me haga soportable esta velada.
_Si la búsqueda de bebida te aleja de mi presencia, ciertamente eso será lo único que me haga soportable esta noche a mí _dijo Víctor.
Roberto sonrió de oreja a oreja, les hizo un saludo cuadrándose, y se alejó.
_Es agradable ver a dos hermanos que se quieren tanto _co¬mentó Myriam.
Víctor, que estaba mirando con expresión amenazadora hacia la puerta por donde acababa de desaparecer su hermano, volvió bruscamente la atención hacia ella.
_¿A eso le llama quererse?
Myriam pensó en RosaMarie y Penelope, que vivían insultándose, y no en broma.
_Sí _afirmó_. Es evidente que usted daría su vida por él. Y él por usted.
_Supongo que tiene razón _dijo él, con un suspiro de hastío, y luego estropeó el efecto sonriendo_. Por mucho que me duela reconocerlo. _Apoyó la espalda en la pared y se cruzó de brazos, adoptando un aspecto terriblemente sofisticado y educado_. Díga¬me, entonces, ¿tiene hermanos?
Myriam reflexionó un momento y luego contestó decidida:
_ No.
Él alzó una ceja en un arco extrañamente arrogante, y ladeó lige¬ramente la cabeza.
_Encuentro bastante curioso que haya tardado tanto en decidir la respuesta a esa pregunta. Yo diría que tendría que ser muy fácil encontrar la respuesta.
Myriam desvió la mirada un momento. No quería que él viera la pena que sin duda se reflejaría en sus ojos. Siempre había deseado tener una familia. En realidad no había nada en la vida que hubiera deseado más. Su padre jamás la reconoció como a su hija, ni siquie¬ra en la intimidad, y su madre murió al nacer ella. Aislin la trata¬ba como a la peste, y ciertamente RosaMarie y Penelope jamás habían sido hermanas para ella. De tanto en tanto Penelope se portaba como una amiga, pero incluso ella se pasaba la mayor parte del día pidién¬dole que le remendara un vestido, le arreglara el pelo o le limpiara unos zapatos.
Y dicha sea la verdad, aun cuando Penelope le pedía las cosas, no se las ordenaba, como hacían su hermana y su madre, ella no tenía pre¬cisamente la opción de negarse.
_Soy hija única _dijo finalmente.
_Y eso es todo lo que va a decir sobre el tema _musitó Bene¬dicc.
_Y eso es todo lo que voy a decir sobre el tema _convino ella.
_Muy bien _dijo él sonriendo, con esa perezosa sonrisa mas¬culina_. ¿Qué me está permitido preguntar, entonces?
_La verdad, nada.
_¿Nada de nada?
_Supongo que podría sentirme inducida a decirle que mi color preferido es el verde, pero aparte de eso no le daré ninguna pista sobre mi identidad.
_¿Por qué tantos secretos?
_Si contestara a eso _repuso ella con una sonrisa enigmática, realmente entusiasmada con su papel de misteriosa desconocida_, eso sería el fin de mis secretos, ¿verdad?
Él se le acercó muy, muy ligeramente.
_Siempre podría crearse más secretos.
Myriam retrocedió un paso. La mirada de él se había tornado ardiente, y ella había oído bastantes conversaciones en el cuarto de los criados para saber lo que significaba eso. Por emocionante que fuera eso, no era tan osada como simulaba ser.
_Toda esta velada ya es suficiente secreto _dijo.
_Entonces pregúnteme algo. Yo no tengo ningún secreto.
Ella agrandó los ojos.
_¿Ninguno? ¿De veras? ¿No tiene secretos todo el mundo?
_Yo no. Mi vida es absolutamente vulgar.
_Eso sí que me cuesta creerlo.
_Es cierto _dijo él, encogiéndose de hombros_. Jamás he seducido a una inocente, y ni siquiera a una mujer casada. No ten¬go deudas de juego, y mis padres eran absolutamente fieles entre ellos.
Lo cual quería decir que no era un hijo bastardo, pensó ella. Al pensar eso se le formó un nudo en la garganta. Y no porque él fuera legitímo, no, sino porque comprendió que él jamás la buscaría a ella, al menos no de la manera honorable, si llegaba a enterarse de que ella no lo era.
_No me ha hecho ninguna pregunta _le recordó él.
Ella pestañeó sorprendida. No se le había ocurrido que hablara en serio.
_M-muy bien _medio tartamudeó, cogida con la guardia baja_. ¿Cuál es su color preferido?
_¿Y va a despercidiar su pregunta con eso? _sonrió él. _¿Sólo puedo hacer una pregunta?
_Más que justo, puesto que usted no me concede ninguna. _Acercó más la cara, con sus ojos brillantes_. Y la respuesta es el azul.
_¿Por qué?
_¿Porqué? _repitió él.
_Sí, ¿por qué? ¿Por el mar? ¿ Por el cielo? ¿O tal vez porque sen¬cillamente le gusta?
Víctor la miró con curiosidad. Sí que era una pregunta muy rara ésa, por qué su color preferido era el azul. Cualquier otra per¬sona habría aceptado la respuesta azul y ya está. Pero esa mujer, cuyo nombre todavía ignoraba, quería ahondar más, pasar de los cuáles a los por qués.
_¿Es pintora? _le preguntó.
Ella negó con la cabeza.
_Sólo curiosa.
_¿Por qué su color preferido es el verde?
Ella suspiró y en sus ojos brilló la nostalgia.
_La hierba, supongo, y tal vez las hojas de los árboles. Pero principalmente la hierba. La sensación que produce cuando uno corre descalzo en verano. El olor que despide después de que los jar¬dineros la han recortado dejándola pareja con sus guadañas.
_¿Qué tiene que ver el olor y la sensación que produce la hier¬ba con el color?
_Nada, supongo. Y tal vez todo. Verá, yo vivía en el campo...
Se interrumpió bruscamente. No había sido su intención decirle ni siquiera eso, pero bueno, qué mal podía haber en que él supiera ese detalle inocente.
_¿Y era más feliz ahí? _preguntó él dulcemente.
Ella asintió, sintiendo un tímido revuelo de rubor en la piel, pro¬ducido por un nuevo conocimiento. Seguro que lady Whistledown nunca había tenido una conversación con Víctor Bridgerton acer¬ca de cosas más profundas, porque jamás había escrito que él era el hombre más perspicaz de Londres. Cuando él la miraba a los ojos, tenía la curiosa sensación de que le veía hasta el alma.
_Entonces debe de gustarle pasear por el parque _dijo él.
_Sí _mintió ella.
Jamás tenía tiempo para ir al parque. Aislin ni siquiera le daba un día libre, como a los demás criados.
_Tendremos que hacer un paseo juntos _dijo él.
Myriam evadió la respuesta, recordándole:
_Aún no me ha dicho por qué el azul es su color preferido.
Él ladeó ligeramente la cabeza y entrecerró los ojos, justo lo sufi¬ciente para darle a entender que había notado su evasiva. Pero dijo:
_No lo sé. Tal vez, como a usted, me recuerda algo que echo de menos. Hay un lago en Aubrey Hall, donde me crié, en Kent. Pero el agua siempre está más gris que azul.
_Probablemente refleja el cielo _comentó ella.
_Que la mayor parte del tiempo está más gris que azul _obser¬vó él, riendo_. Tal vez eso es lo que echo en falta: cielos azules y luz del sol.
_Si no lloviera, esto no sería Inglaterra _repuso ella sonriendo.
_Una vez fui a Italia. Allí siempre había sol.
_Un verdadero cielo.
_Eso diría uno, pero me sorprendí echando de menos la lluvia.
_No me lo puedo creer _exclamó ella, riendo_. Y a mí que me parece que me he pasado la mitad de mi vida mirando por la ven¬tana y gruñéndole a la lluvia.
_Si no hubiera lluvia, la echaría de menos.
Myriam se puso pensativa. ¿Había cosas en su vida que echaría de menos si desaparecieran? No echaría de menos a Aislin, eso seguro, y tampoco a RosaMarie. Tal vez echaría de menos a Penelope, y ciertamente echaría de menos el sol que entraba por la ventana de su cuarto del ático por las mañanas. Echaría de menos las risas y bro¬mas de los criados y que de tanto en tanto la incluyeran en la diver¬sión, aun sabiendo que era la hija bastarda del difunto conde.
Pero no iba a echar en falta esas cosas, ni siquiera tendría la opor¬tunidad de echarlas de menos, porque no iba a irse a ninguna parte. Después de esa noche, de esa increíble, maravillosa y mágica noche, volvería a su vida de siempre.
Pensaba que si fuera más fuerte, más valiente, se habría marcha¬do de la casa Penwood hacía años. Pero ¿eso le habría cambiado en algo la vida? Bien que no le gustaba vivir con Aislin, pero mar¬charse no mejoraría su vida. Tal vez le habría gustado ser una insti¬tutriz, y sin duda estaba bien cualificada para ese trabajo, pero esos empleos eran escasos para mujeres sin recomendaciones, y estaba clarísimo que Aislin no le daría ninguna.
_Está muy callada _dijo Víctor dulcemente.
_Estaba pensando.
_¿En qué?
_En lo que echaría de menos y no echaría de menos si mi vida cambiara drásticamente.
La mirada de él se intensificó.
_¿Y supone que va a cambiar drásticamente?
Ella negó con la cabeza y trató de eliminar la tristeza de su voz al contestar:
_ No.
_¿Y desea que cambie? _dijo él en voz muy baja, casi en un susurro.
_Sí _suspiró ella, y añadió, sin poder contenerse_: Oh, sí.
Él le cogió las manos, las llevó hasta sus labios y le besó suave¬mente cada una.
_Entonces comenzaremos inmediatamente _prometió_. Y mañana estará transformada.
_Esta noche estoy transformada _susurró ella_. Mañana ya habré desaparecido.
Víctor la atrajo hacia él y depositó el más suavísimo y fugaz beso en su frente.
_Entonces tenemos que envolver toda una vida en esta noche.
Los Rridgerton son una familia realmente única. Seguro que no hay nadie en Londres que no sepa que el parecido entre ellos es extraor¬nario: Alexander, Víctor, Roberto, Daphne, Eloisa, Francesca, Gregorio y Hyacinth.
Esto incita a pensar qué nombre habrían puesto el difunto viz¬nde y la vizcondesa viuda (todavía muy viva) a su noveno hijo o hija si lo o la hubieran tenido.
Tal vez haya sido mejor que se detuvieran en ocho.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 2 de junio de 1815.
Víctor Bridgerton era el segundo de ocho hermanos, pero a veces tenía la impresión de que fueran cien.
Ese baile en que tanto había insistido su madre tenía que ser disfraces, por lo tanto se había puesto obedientemente un anti¬z negro, pero todos sabían quién era, o más bien todos casi sabían.
<<¡Un Bridgerton!», exclamarían dando palmadas alegremente. «Tú tienes que ser un Bridgerton!» «¡Un Bridgerton! Soy capaz de conocer a un Bridgerton donde sea.»
Víctor era un Bridgerton, sí, y si bien no había ninguna otra familia a la que deseara pertenecer, a veces deseaba que lo considera¬ran menos un Bridgerton y más él mismo.
Justo cuando estaba pensando eso, pasó por su lado una mujer de edad algo indefinida disfrazada de pastora.
_¡Un Bridgerton! _gorjeó_. Reconocería ese pelo castaño en cualquier parte. ¿Cuál eres? No, no lo digas, déjame adivinar. No eres el vizconde porque acabo de verlo. Tienes que ser el Número Dos o el Número Tres.
Víctor la miró imperturbable.
_¿Cuál eres? ¿El Número Dos o el Número Tres?
_Dos _dijo él entre dientes.
Ella juntó las manos.
_¡Eso fue lo que pensé! Ah, tengo que encontrar a Portia. Le dije que eras el Número Dos...
Víctor estuvo a punto de gruñir.
_... pero ella dijo no, es el menor, pero yo...
Víctor sintió la repentina necesidad de alejarse. O se alejaba o mataba a esa boba gritona, y habiendo tantos testigos, ciertamente no saldría impune.
_Si me disculpa _dijo lisamente_. Veo a una persona con la que debo hablar.
Era mentira, pero qué importaba. Después de hacer una seca inclinación de la cabeza ante la vieja pastora, caminó en línea recta hacia la puerta lateral del salón, ansioso por escapar de la multitud y esconderse en el estudio de su hermano, donde podría encontrar un poco de bendito silencio y tranquilidad y tal vez una copa de buen coñac.
_ ¡Víctor!
Condenación. Había estado a punto de lograr escapar. Levantó la vista y vio a su madre caminando a toda prisa hacia él. Llevaba un traje de estilo isabelino. Suponía que su intención había sido disfra¬zarse de un personaje de Shakespeare, pero por su vida que no tenía idea de cuál.
_¿Qué puedo hacer por ti, madre? Y no me digas «Baila con Hermione Smythe-Smith». La última vez que bailé con ella casi per¬dí tres dedos de los pies.
_No pensaba pedirte nada de ese tipo _contestó Violeta_. Te iba a pedir que bailaras con Prudence Featherington.
_Ten piedad, madre _gimió él_. Es peor aún.
_No te pido que te cases con la muchachita. Sólo que bailes con ella.
Víctor reprimió un gemido. Prudence Featherington, si bien una persona simpática en esencia, tenía el cerebro del tamaño de un guisante, y una risa tan irritante que había visto a hombres adultos huir con las manos en los oídos.
_Te diré qué _propuso en tono halagador_, bailaré con Pene¬lope Featherington si tú mantienes a raya a Prudence.
_Eso me va bien _dijo Violeta, asintiendo con aire satisfecho, causándole la deprimente sensación de que su intención había sido desde el principio hacerlo bailar con Penelope_. Está allí, junto a la mesa de la limonada _añadió_, vestida de duende rolliza, pobrecilla . El color le sienta bien, pero alguien debería acompañar a su madre la próxima vez que se aventuren a visitar a la modista. No logro ima¬ginar un disfraz más desafortunado.
_Está claro que aún no has visto a la sirena _susurró Víctor.
Ella le golpeó ligeramente el brazo.
_No te burles de las invitadas.
_Pero es que lo ponen tan fácil.
_Me voy a buscar a tu hermana _dijo ella después de dirigirle una seria mirada de advertencia.
_¿A cuál?
_A una de las que no están casadas _repuso Violeta descarada¬mente_. Puede que el vizconde Guelph esté interesado en esa muchacha escocesa, pero aún no están comprometidos.
En silencio Víctor le deseó suerte a Guelph. El pobre hombre la necesitaría.
_Y gracias por bailar con Penelope
.
Víctor medio le sonrió irónico. Los dos sabían que esas palabras no eran un agradecimiento sino un recordatorio.
Cruzándose de brazos en una postura un tanto severa, estuvo un momento observando alejarse a su madre; finalmente hizo una larga inspiración y se giró para dirigirse a la mesa de la limonada. Adora¬ba a su madre con locura, pero tratándose de la vida social de sus hijos ella pecaba por el lado de la intromisión.
Y si había algo que la molestaba más aún que la soltería de su hijo, era ver la cara triste de una jovencita cuando nadie la invitaba a bailar. En consecuencia, él se pasaba la mayor parte del tiempo en la pista de baile, a veces con jovencitas con las que ella quería que se casara, pero con más fre¬cuencia con aquellas feas a las que nadie miraba.
De los dos tipos de muchachas, él creía preferir a las feúchas. Las jovencitas populares tendían a ser superficiales y, para ser franco, un pelín aburridas.
Su madre siempre le había tenido una especial simpatía a Pene¬lope Featherington, que estaba en su... frunció el ceño, ¿su tercera temporada? Tenía que ser la tercera, y sin ninguna perspectiva de matrimonio a la vista. Ah, bueno, bien podría cumplir con su deber. Penelope era una joven bastante simpática, con personalidad y una inteligencia decente. Algún día encontraría marido. No sería él, lógi¬camente, y con toda sinceridad, tal vez no sería ninguno de sus conocidos, pero seguro que encontraría a alguien. Tal vez ciego y desesperado.
Suspirando echó a andar hacia la mesa de la limonada. Práctica¬mente sentía en la boca el sabor meloso y maduro de ese coñac, pero un vaso de limonada lo ayudaría a salir del apuro por un rato.
_¡Señorita Featherington! _exclamó, y trató de no estreme¬cerse al ver volverse a las tres señoritas Featherington. Con una son¬risa que sabía era muy, muy débil, añadió_. Esto... Penelope, quise decir.
Desde unos quince palmos de distancia, Penelope le sonrió de oreja a oreja, y él recordó que le caía muy bien Penelope Feathering¬ton.
En realidad, no se la consideraría tan poco atractiva si no estu¬viera siempre acompañada por sus desafortunadas hermanas, las que fácilmente podían hacer desear a un hombre coger un barco rumbo a Australia.
Casi había salvado la distancia que los separaba cuando oyó detrás de él un ronco murmullo de susurros que se iba propagando por el salón de baile. Debía continuar caminando para acabar de una vez con ese baile obligado, pero, misericordia, Señor, su curiosidad pudo más y se giró a mirar.
Y se encontró mirando a una mujer que tenía que ser la más impresionante que había visto en toda su vida.
Ni siquiera sabía si era hermosa. Su cabello era de un oscu¬ro bastante corriente, y con su antifaz bien atado detrás de la cabe¬za, no le veía ni la mitad de la cara.
Pero había algo en ella que más o menos lo hipnotizaba. Era su sonrisa, la forma de sus ojos, su prestancia, su manera de mirar el salón de baile como si jamás hubiera tenido una visión más gloriosa que la de los tontos miembros de la alta sociedad, todos vestidos con ridículos disfraces.
Su belleza irradiaba de dentro.
Brillaba. Resplandecía.
Era una mujer absolutamente radiante, y de pronto Víctor comprendió que eso se debía a que parecía condenadamente feliz. Feliz de estar donde estaba, feliz de ser quien era.
Feliz de una manera que él escasamente recordaba. La suya era una buena vida, cierto, tal vez incluso una vida fabulosa. Tenía siete hermanos maravillosos, una madre amorosa, y veintenas de amigos. Pero esa mujer...
Esa mujer conocía la dicha.
Y él tenía que conocerla a ella.
Olvidado de Penelope, se abrió paso por entre la muchedumbre hasta encontrarse a unos pocos pasos de ella. Otros tres caballeros habían llegado antes a su destino y en ese momento estaban derra¬mando sobre ella elogios y halagos. Él la observó con interés; ella no reaccionaba como habría reaccionado ninguna de las mujeres que conocía.
No actuaba con coquetería; tampoco actuaba como si supusiera que se merecía los elogios. Su actitud no era tímida, afectada, mali¬ciosa ni irónica, ni ninguna de esas cosas que se pueden esperar de una mujer.
Simplemente sonreía. Una ancha sonrisa, en realidad. Él suponía que los cump!idos producirían una cierta cantidad de felicidad a la receptora, pero jamás había visto a una mujer que reaccionara con una alegría tan pura, tan auténtica.
Avanzó otro paso. Deseaba esa alegría para él.
_Disculpadme, señores, pero la dama ya me ha prometido a mí este baile _mintió.
Los agujeros del antifaz de ella eran bastante amplios y él la vio agrandar los ojos y luego entrecerrarlos con unas arruguitas en las cumisuras, como si se sintiera divertida. Le tendió la mano, retán¬dola a contradecirlo.
Pero ella le sonrió, con una ancha y radiante sonrisa que le per¬foró la piel y fue a tocarle directamente el alma. Ella puso la mano en la de él y sólo entonces él cayó en la cuenta de que había estado rete¬niendo el aliento.
_¿Tiene permiso para bailar el vals? _le susurró cuando iban llegando a la pista de baile.
Ella negó con la cabeza.
_No bailo.
_ Bromea.
_Pues no. La verdad es que _acercó un poco la cara a él y con un atisbo de sonrisa, continuó_: no sé bailar.
Él la miró sorprendido. Ella caminaba con un donaire innato; además, ¿qué dama de buena crianza podía llegar a esa edad sin haber aprendido a bailar?
_Entonces sólo hay una cosa que hacer _musitó_. Yo le ense¬ñaré.
Ella agrandó los ojos, abrió la boca y dejó escapar una risa de sorpresa.
_¿Qué es lo que le parece tan divertido? _preguntó él, tratan¬do de hacer serio su tono.
Ella le sonrió, con ese tipo de sonrisa que se esperaría de un com¬pañero de colegio, no de una damita en su primer baile. Sin dejar de sonreír, ella le dijo:
_Incluso yo sé que no se dan clases de baile en un baile.
_ ¿Qué quiere decir, me pregunto, ese «incluso yo»?
Ella guardó silencio.
_Entonces tendré que aprovechar la ventaja y obligarla a obe¬decer.
_¿Obligarme?
Pero eso lo dijo sonriendo, haciéndole comprender que no esta¬ba ofendida.
_Sería muy poco caballeroso de mi parte permitir que continúe esta lamentable situación.
_¿Lamentable, dice?
Él se encogió de hombros.
_Una hermosa dama que no sabe bailar. Me parece un crimen, es antinatural.
_Si le permito enseñarme...
_Cuando me permita enseñarle...
_Si le permito enseñarme, ¿dónde me dará la clase?
Víctor alzó el mentón y paseó la vista por el salón. No le resul¬taba difícil ver por encima de las cabezas de los invitados.
_Nos retiraremos a la terraza _dijo finalmente.
_¿La terraza? _repitió ella_. ¿No estará terriblemente atesta¬da? Es una noche calurosa.
_No, la terraza privada _susurró él acercándosele más.
_¿La terraza privada, dice? ¿Y cómo sabe de la existencia de una terraza privada?
Víctor la miró fijamente, conmocionado. ¿Era posible que ella no supiera quién era él?
Su opinión de sí mismo no era tan elevada como para suponer que todo Londres conociera su identidad. Sen¬cillamente era un Bridgerton, y si una persona conocía a un Brid¬gerton, por lo general eso significaba que era capaz de reconocer a otro. Y puesto que no había nadie en Londres que no se hubiera cru¬zado con uno u otro Bridgerton, a él lo reconocían en todas partes. Aun cuando, pensó pesaroso, ese reconocimiento fuera simplemen¬te como el «Número Dos».
_No ha contestado mi pregunta _le recordó la dama misteriosa.
_¿Sobre la terraza privada? _Levantó su mano hasta sus labios y besó la fina seda del guante_. Limitémonos a decir que tengo mis métodos.
Ella pareció indecisa, de modo que le tironeó la mano, acercán¬dola más, no más de una pulgada, pero en cierto modo tuvo la impresión de que ella estaba a sólo la distancia de un beso.
_Venga _dijo_. Baile conmigo.
Ella avanzó un paso y en ese instante él supo que su vida había cambiado para siempre.
Myriam no lo vio cuando entró en el salón, pero percibió magia en el aire, y cuando él apareció ante ella, como un príncipe encantado de un cuento de niños, sin saber cómo, tuvo la clara sensación de que él era el motivo de que ella se hubiera introducido furtivamente en el baile.
Era alto, y su rostro, lo que dejaba ver el antifaz, era muy her¬moso; unos labios que insinuaban ironía y sonrisas, y una piel tersa, muy ligeramente ensombrecida por una barba de un día. Su cabello era de un exquisito color castaño oscuro, al que la parpadeante luz de las velas daba unos visos rojizos.
La gente parecía saber quién era; observó que cuando él avanza¬ba, los invitados se hacían a un lado para dejarle paso. Y cuando mintió tan descaradamente asegurando que ella le había prometido ese baile, los demás hombres aceptaron y se apartaron.
Era apuesto y fuerte, y por esa única noche, era de ella.
Cuando el reloj diera las doce de la noche, ella volvería a su monótona y penosa vida de trabajo, de remendar, lavar y atender a todos los deseos de Aislin. ¿Tan malo era desear esa embriaga¬dora noche de magia y amor?
Se sentía como una princesa, una princesa temeraria, de modo que cuando él la invitó a bailar, ella colocó su mano en la de él. Y aunque sabía que toda esa noche era una mentira, que ella era la hija bastarda de un noble y la doncella de una condesa, que su vestido era prestado y sus zapatos prácticamente robados, nada de eso pareció importar cuando se entrelazaron sus dedos con los de él.
Por unas pocas horas al menos podía simular que ese caballero era «su» caballero y que a partir de ese momento su vida cambiaría para siempre.
No era otra cosa que un sueño, pero hacía tantísimo tiempo que no se permitía soñar...
Arrojando lejos toda prudencia, le permitió conducirla fuera del salón de baile. Él caminaba rápido, aun cuando tenía que abrirse paso por en medio de la vibrante muchedumbre, y se sorprendió riendo mientras trotaba detrás de él.
_¿Por qué tengo la impresión de que siempre se está riendo de mí? _le preguntó él, deteniéndose un instante al llegar al corredor contiguo al salón.
Ella volvió a reír; no pudo evitarlo.
_Me siento feliz _contestó, y se encogió de hombros, indeci¬sa_. Estoy muy feliz por estar aquí.
_¿Y eso por qué? Un baile como este tiene que ser una rutina para una dama como usted.
Myriam sonrió. Si él la creía miembro de la alta sociedad, una gra¬duada de muchos bailes y fiestas, quería decir que estaba represen¬tando su papel a la perfección.
Él le tocó la comisura de la boca.
_Siempre está sonriendo _musitó.
_Me gusta sonreír.
La mano de él encontró su cintura y la acercó más. La distancia entre sus cuerpos seguía siendo respetable, pero la mayor cercanía le quitó el aliento a ella.
_Me gusta verla sonreír _dijo él.
Esas palabras las dijo en voz baja y seductora, pero ella notó algo extrañamente ronco en su voz y casi se permitió creer que él lo decía en serio, que ella no era simplemente una mera conquista de esa noche.
Pero antes de que pudiera contestar sonó una voz acusadora en la puerta que daba al salón.
_¡Ahí estás!
A Myriam le dio un vuelco el estómago y le subió hasta la gar¬ganta. La habían descubierto. La arrojarían a la calle y al día siguien¬te tal vez la meterían en prisión por haber robado los zapatos de Aislin y...
Y el hombre que había hablado ya estaba a su lado y le estaba diciendo a su misterioso caballero:
_Madre te ha andado buscando por todas partes. Te escabullis¬te de tu baile con Penelope y yo tuve que ocupar tu lugar.
_Lo siento _musitó su caballero.
Eso no pareció bastar como disculpa al recién llegado, porque frunció terriblemente el ceño y añadió:
_Si te escapas de la fiesta y me abandonas a esa manada de jovencitas del demonio, te juro que exigiré venganza hasta el día de mi muerte.
_ Riesgo que estoy dispuesto a correr _dijo su caballero.
_Bueno, yo te reemplacé con Penelope _gruñó el otro_. Tuviste suerte de que yo estuviera cerca. Me pareció que se le rompía el corazón a la pobre moza cuando te alejaste.
El caballero tuvo la elegancia de sonrojarse.
_Algunas cosas son inevitables, creo _dijo.
Myriam miró del uno al otro. Incluso bajo sus antifaces era más que evidente que eran hermanos, y en un relámpago de luz com¬prendió que tenían que ser los hermanos Bridgerton, y que ésa tenía que ser su casa y...
Ay, buen Dios, había hecho un ridículo total al preguntarle cómo sabía de la existencia de una terraza privada.
Pero ¿cuál de los hermanos era? Víctor. Tenía que ser Víctor. Envió unas silenciosas gracias a lady Whistledown, la que una vez escribió una columna dedicada exclusivamente a explicar las diferencias entre los hermanos Bridgerton. A Víctor, recordaba, lo distinguía como al más alto.
El hombre que le hacía latir el corazón tres veces más rápido de lo normal sobrepasaba en sus buenos dos dedos la altura de su hermano.
Y de pronto se dio cuenta de que el susodicho hermano la esta¬ba mirando muy atentamente.
_Comprendo por qué te marchaste _dijo Roberto.
(Porque tenía que ser Roberto; de ninguna manera podía ser Gregorio, que sólo tenía catorce años; y Anthony estaba casado, de modo que no le importaría si Víctor se escapaba de la fiesta deján¬dolo solo para defenderse de las jovencitas recién presentadas en sociedad.)
Roberto miró a Víctor con expresión astuta.
_¿Podría pedir una presentación?
Víctor arqueó una ceja.
_Puedes intentarlo, pero dudo que tengas éxito. Yo aún no me he enterado de su nombre.
_No lo ha preguntado _terció Myriam, sin poder evitarlo.
_¿Y me lo diría si lo preguntara?
_Le diría algo.
_Pero no la verdad.
Ella negó con la cabeza.
_Ésta no es una noche para verdades.
_Mi tipo favorito de noche _dijo Roberto en tono satisfecho.
_¿No tienes ningún lugar para estar? _le preguntó Víctor.
_Seguro que madre preferiría que estuviera en el salón de baile, pero eso no es precisamente una exigencia.
_Yo lo exijo _repuso Víctor.
Myriam sintió burbujear una risita en la garganta.
_Muy bien _suspiró Roberto_. Me iré de aquí.
_Excelente _dijo Víctor.
_Yo solo frente a tantas lobas...
_¿Lobas? _repitió Myriam.
_Damitas muy cotizadas para esposas _aclaró Roberto_. Una manada de lobas hambrientas, todas ellas. A excepción de la presente, lógicamente.
Myriam creyó mejor no explicar que ella no era de ningún modo una «damita cotizada».
_Nada le gustaría más a mi madre... _empezó Roberto. Víctor lo interrumpió con un gemido.
_... que ver casado a mi querido hermano mayor _terminó Roberto. Guardó silencio un instante como para sopesar sus pala¬bras_: Con la excepción tal vez de verme casado a mí.
_Aunque sólo sea para que dejes la casa _añadió Víctor, sar¬ástico.
Esta vez Myriam sí emitió una risita.
_Pero claro, él es considerablemente más viejo _continuó Roberto_, así que tal vez deberíamos enviarlo a él primero a la horca, h... es decir, al altar.
_¿Tienes algún buen argumento? _gruñó Víctor.
_No, ninguno _reconoció Roberto_. Pero claro, nunca lo tengo.
_Dice la verdad _afirmó Víctor mirando a Myriam.
_Así pues _dijo Roberto a Myriam haciendo un grandioso gesto con el brazo_. ¿Tendrá piedad de mi pobre y sufriente madre y lle¬vará a mi querido hermano por el pasillo?
_Bueno, no me lo ha pedido _contestó ella, tratando de entrar en cl humor del momento.
_¿Cuánto has bebido? _gruñó Víctor.
_¿Yo? _preguntó Myriam.
_Él.
_Nada en absoluto _repuso Roberto alegremente_, pero estoy pensando seriamente en remediar eso. En realidad, eso podría ser lo único que me haga soportable esta velada.
_Si la búsqueda de bebida te aleja de mi presencia, ciertamente eso será lo único que me haga soportable esta noche a mí _dijo Víctor.
Roberto sonrió de oreja a oreja, les hizo un saludo cuadrándose, y se alejó.
_Es agradable ver a dos hermanos que se quieren tanto _co¬mentó Myriam.
Víctor, que estaba mirando con expresión amenazadora hacia la puerta por donde acababa de desaparecer su hermano, volvió bruscamente la atención hacia ella.
_¿A eso le llama quererse?
Myriam pensó en RosaMarie y Penelope, que vivían insultándose, y no en broma.
_Sí _afirmó_. Es evidente que usted daría su vida por él. Y él por usted.
_Supongo que tiene razón _dijo él, con un suspiro de hastío, y luego estropeó el efecto sonriendo_. Por mucho que me duela reconocerlo. _Apoyó la espalda en la pared y se cruzó de brazos, adoptando un aspecto terriblemente sofisticado y educado_. Díga¬me, entonces, ¿tiene hermanos?
Myriam reflexionó un momento y luego contestó decidida:
_ No.
Él alzó una ceja en un arco extrañamente arrogante, y ladeó lige¬ramente la cabeza.
_Encuentro bastante curioso que haya tardado tanto en decidir la respuesta a esa pregunta. Yo diría que tendría que ser muy fácil encontrar la respuesta.
Myriam desvió la mirada un momento. No quería que él viera la pena que sin duda se reflejaría en sus ojos. Siempre había deseado tener una familia. En realidad no había nada en la vida que hubiera deseado más. Su padre jamás la reconoció como a su hija, ni siquie¬ra en la intimidad, y su madre murió al nacer ella. Aislin la trata¬ba como a la peste, y ciertamente RosaMarie y Penelope jamás habían sido hermanas para ella. De tanto en tanto Penelope se portaba como una amiga, pero incluso ella se pasaba la mayor parte del día pidién¬dole que le remendara un vestido, le arreglara el pelo o le limpiara unos zapatos.
Y dicha sea la verdad, aun cuando Penelope le pedía las cosas, no se las ordenaba, como hacían su hermana y su madre, ella no tenía pre¬cisamente la opción de negarse.
_Soy hija única _dijo finalmente.
_Y eso es todo lo que va a decir sobre el tema _musitó Bene¬dicc.
_Y eso es todo lo que voy a decir sobre el tema _convino ella.
_Muy bien _dijo él sonriendo, con esa perezosa sonrisa mas¬culina_. ¿Qué me está permitido preguntar, entonces?
_La verdad, nada.
_¿Nada de nada?
_Supongo que podría sentirme inducida a decirle que mi color preferido es el verde, pero aparte de eso no le daré ninguna pista sobre mi identidad.
_¿Por qué tantos secretos?
_Si contestara a eso _repuso ella con una sonrisa enigmática, realmente entusiasmada con su papel de misteriosa desconocida_, eso sería el fin de mis secretos, ¿verdad?
Él se le acercó muy, muy ligeramente.
_Siempre podría crearse más secretos.
Myriam retrocedió un paso. La mirada de él se había tornado ardiente, y ella había oído bastantes conversaciones en el cuarto de los criados para saber lo que significaba eso. Por emocionante que fuera eso, no era tan osada como simulaba ser.
_Toda esta velada ya es suficiente secreto _dijo.
_Entonces pregúnteme algo. Yo no tengo ningún secreto.
Ella agrandó los ojos.
_¿Ninguno? ¿De veras? ¿No tiene secretos todo el mundo?
_Yo no. Mi vida es absolutamente vulgar.
_Eso sí que me cuesta creerlo.
_Es cierto _dijo él, encogiéndose de hombros_. Jamás he seducido a una inocente, y ni siquiera a una mujer casada. No ten¬go deudas de juego, y mis padres eran absolutamente fieles entre ellos.
Lo cual quería decir que no era un hijo bastardo, pensó ella. Al pensar eso se le formó un nudo en la garganta. Y no porque él fuera legitímo, no, sino porque comprendió que él jamás la buscaría a ella, al menos no de la manera honorable, si llegaba a enterarse de que ella no lo era.
_No me ha hecho ninguna pregunta _le recordó él.
Ella pestañeó sorprendida. No se le había ocurrido que hablara en serio.
_M-muy bien _medio tartamudeó, cogida con la guardia baja_. ¿Cuál es su color preferido?
_¿Y va a despercidiar su pregunta con eso? _sonrió él. _¿Sólo puedo hacer una pregunta?
_Más que justo, puesto que usted no me concede ninguna. _Acercó más la cara, con sus ojos brillantes_. Y la respuesta es el azul.
_¿Por qué?
_¿Porqué? _repitió él.
_Sí, ¿por qué? ¿Por el mar? ¿ Por el cielo? ¿O tal vez porque sen¬cillamente le gusta?
Víctor la miró con curiosidad. Sí que era una pregunta muy rara ésa, por qué su color preferido era el azul. Cualquier otra per¬sona habría aceptado la respuesta azul y ya está. Pero esa mujer, cuyo nombre todavía ignoraba, quería ahondar más, pasar de los cuáles a los por qués.
_¿Es pintora? _le preguntó.
Ella negó con la cabeza.
_Sólo curiosa.
_¿Por qué su color preferido es el verde?
Ella suspiró y en sus ojos brilló la nostalgia.
_La hierba, supongo, y tal vez las hojas de los árboles. Pero principalmente la hierba. La sensación que produce cuando uno corre descalzo en verano. El olor que despide después de que los jar¬dineros la han recortado dejándola pareja con sus guadañas.
_¿Qué tiene que ver el olor y la sensación que produce la hier¬ba con el color?
_Nada, supongo. Y tal vez todo. Verá, yo vivía en el campo...
Se interrumpió bruscamente. No había sido su intención decirle ni siquiera eso, pero bueno, qué mal podía haber en que él supiera ese detalle inocente.
_¿Y era más feliz ahí? _preguntó él dulcemente.
Ella asintió, sintiendo un tímido revuelo de rubor en la piel, pro¬ducido por un nuevo conocimiento. Seguro que lady Whistledown nunca había tenido una conversación con Víctor Bridgerton acer¬ca de cosas más profundas, porque jamás había escrito que él era el hombre más perspicaz de Londres. Cuando él la miraba a los ojos, tenía la curiosa sensación de que le veía hasta el alma.
_Entonces debe de gustarle pasear por el parque _dijo él.
_Sí _mintió ella.
Jamás tenía tiempo para ir al parque. Aislin ni siquiera le daba un día libre, como a los demás criados.
_Tendremos que hacer un paseo juntos _dijo él.
Myriam evadió la respuesta, recordándole:
_Aún no me ha dicho por qué el azul es su color preferido.
Él ladeó ligeramente la cabeza y entrecerró los ojos, justo lo sufi¬ciente para darle a entender que había notado su evasiva. Pero dijo:
_No lo sé. Tal vez, como a usted, me recuerda algo que echo de menos. Hay un lago en Aubrey Hall, donde me crié, en Kent. Pero el agua siempre está más gris que azul.
_Probablemente refleja el cielo _comentó ella.
_Que la mayor parte del tiempo está más gris que azul _obser¬vó él, riendo_. Tal vez eso es lo que echo en falta: cielos azules y luz del sol.
_Si no lloviera, esto no sería Inglaterra _repuso ella sonriendo.
_Una vez fui a Italia. Allí siempre había sol.
_Un verdadero cielo.
_Eso diría uno, pero me sorprendí echando de menos la lluvia.
_No me lo puedo creer _exclamó ella, riendo_. Y a mí que me parece que me he pasado la mitad de mi vida mirando por la ven¬tana y gruñéndole a la lluvia.
_Si no hubiera lluvia, la echaría de menos.
Myriam se puso pensativa. ¿Había cosas en su vida que echaría de menos si desaparecieran? No echaría de menos a Aislin, eso seguro, y tampoco a RosaMarie. Tal vez echaría de menos a Penelope, y ciertamente echaría de menos el sol que entraba por la ventana de su cuarto del ático por las mañanas. Echaría de menos las risas y bro¬mas de los criados y que de tanto en tanto la incluyeran en la diver¬sión, aun sabiendo que era la hija bastarda del difunto conde.
Pero no iba a echar en falta esas cosas, ni siquiera tendría la opor¬tunidad de echarlas de menos, porque no iba a irse a ninguna parte. Después de esa noche, de esa increíble, maravillosa y mágica noche, volvería a su vida de siempre.
Pensaba que si fuera más fuerte, más valiente, se habría marcha¬do de la casa Penwood hacía años. Pero ¿eso le habría cambiado en algo la vida? Bien que no le gustaba vivir con Aislin, pero mar¬charse no mejoraría su vida. Tal vez le habría gustado ser una insti¬tutriz, y sin duda estaba bien cualificada para ese trabajo, pero esos empleos eran escasos para mujeres sin recomendaciones, y estaba clarísimo que Aislin no le daría ninguna.
_Está muy callada _dijo Víctor dulcemente.
_Estaba pensando.
_¿En qué?
_En lo que echaría de menos y no echaría de menos si mi vida cambiara drásticamente.
La mirada de él se intensificó.
_¿Y supone que va a cambiar drásticamente?
Ella negó con la cabeza y trató de eliminar la tristeza de su voz al contestar:
_ No.
_¿Y desea que cambie? _dijo él en voz muy baja, casi en un susurro.
_Sí _suspiró ella, y añadió, sin poder contenerse_: Oh, sí.
Él le cogió las manos, las llevó hasta sus labios y le besó suave¬mente cada una.
_Entonces comenzaremos inmediatamente _prometió_. Y mañana estará transformada.
_Esta noche estoy transformada _susurró ella_. Mañana ya habré desaparecido.
Víctor la atrajo hacia él y depositó el más suavísimo y fugaz beso en su frente.
_Entonces tenemos que envolver toda una vida en esta noche.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capitulo 3
Esta cronista espera con la respiración agitada ver qué disfraces elegi¬rá la alta sociedad para el baile de máscaras de los Bridgerton. Se rumorea que Eloisa Bridgerton tiene planeado vestirse de Juana de Arco y Penelope Featherington, que se presenta en su tercera tempo¬rada y acaba de regresar de una visita a sus primos irlandeses, se dis-frazará de duende. La señorita Penelope Reiling, hijastra del difunto conde de Penwood, piensa ponerse un disfraz de sirena, el cual esta cronista no ve las horas de contemplar; en cambio su hermana mayor, la señorita RosaMarie Reiling, ha tenido muy en secreto su disfraz.
En cuanto a los hombres, si podemos guiarnos por bailes de más¬caras anteriores, los gordos se vestirán de Enrique VIII, los más esbel¬tos de Alejandro Magno o tal vez de demonios, y los hastiados (seguro que los cotizados hermanos Bridgerton entran en esta categoría) lle¬varán el traje negro de noche normal con sólo un antifaz para hacer honor a la ocasión.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 5 de junio de 1815.
_Baile conmigo _dijo Myriam impulsivamente.
Él sonrió, divertido, pero entrelazó firmemente los dedos con los de ella.
_Creí que no sabía bailar.
_Pero usted dijo que me enseñaría.
Él la miró fijamente durante un largo rato, perforándole los ojos con los suyos. Después le tironeó la mano.
_Venga conmigo.
Llevándola él cogida de la mano, avanzaron por el corredor, subieron un tramo de escalera, continuaron por otro corredor, dobla¬ron una esquina y llegaron a un par de puertas ventanas. Víctor giró las manillas de hierro forjado y abrió las puertas, que daban a una pequeña terraza adornada con plantas en macetas y dos divanes.
_¿Dónde estamos? _preguntó ella, mirando alrededor.
_Justo encima de la terraza del salón _contestó él, cerrando las puertas_. ¿Oye la música?
Lo que oía ella principalmente era el murmullo de conversacio¬nes, pero aguzando los oídos logró oír débilmente la melodía que estaba tocando la orquesta.
_Haendel _exclamó, sonriendo encantada_. Mi institutriz tenía una caja de música con esa melodía.
_Amaba mucho a su institutriz _dijo él en voz baja.
Ella había cerrado los ojos siguiendo la música, pero al oír esas palabras, los abrió sorprendida.
_¿Cómo lo sabe?
_Tal como supe que era más feliz en el campo. _Le tocó la me¬jilla y deslizó lentamente un dedo enguantado por su piel hasta lle¬gar al contorno de la mandíbula_. Lo veo en su cara.
Myriam guardó silencio un momento y luego se apartó.
_Sí, bueno, pasaba más tiempo con ella que con cualquier otra persona de la casa.
_Da la impresión de que se crió muy solitaria _comentó él, dulcemente.
_A veces me lo parecía. _Caminó hasta la orilla del balcón, apoyó las manos en la baranda y contempló la negra noche_. A veces no.
Repentinamente se giró hacia él con una alegre sonrisa, y él com¬prendió que no le revelaría nada más acerca de su infancia.
_Su educación debió de ser todo lo contrario de solitaria _co¬mentó ella_, con tantos hermanos y hermanas.
_Sabe quién soy.
Myriam asintió.
_No desde el principio.
Él caminó hasta la baranda, apoyó una cadera en ella y se cruzó de brazos.
_¿Qué me delató?
_Su hermano. Se parecen tanto que...
_¿Incluso con nuestros antifaces?
_Incluso con los antifaces _repuso ella, sonriendo complaci¬da_. Lady Whistledown escribe con mucha frecuencia acerca de ustedes, y jamás deja pasar la oportunidad de comentar lo mucho que se parecen todos.
_¿Y sabe qué hermano soy?
_Víctor. Eso si lady Whistledown no se equivoca al decir que usted es el más alto entre sus hermanos.
_Toda una detective, ¿eh?
Myriam pareció ligeramente azorada.
_Simplemente leo una hoja de cotilleos. Eso no me hace dife¬rente del resto de las personas que están aquí.
Víctor la observó un momento, pensando si ella se habría dado cuenta de que acababa de revelarle otro dato para resolver el rompecabezas de su identidad. Si sólo lo había reconocido por lo que había leído en Whistledown, quería decir que no hacía mucho que la habían presentado en sociedad, o tal vez ni siquiera la habían presentado. En todo caso, no era una de las muchas damitas que le había presentado su madre.
_¿Qué más sabe de mí por Whistledown? _le preguntó, con su media sonrisa perezosa.
_¿Busca algún cumplido? _preguntó ella, correspondiéndole la media sonrisa con un ligerísimo sesgo en sus labios_. Porque tie¬ne que saber que los Bridgerton casi siempre se libran de las estoca¬das de su pluma. Lady Whistledown casi siempre es elogiosa cuando escribe sobre su familia.
_Eso lleva a muchas elucubraciones respecto a su identidad _reconoció él_. Hay quienes piensan que tiene que ser una Brid¬gerton.
_¿Lo es?
_No, que yo sepa _repuso él, encogiéndose de hombros_. Y no ha contestado mi pregunta.
_¿Qué pregunta era?
_Qué sabe de mí por Whistledown.
_¿De veras le interesa? _preguntó ella, sorprendida.
_Si no puedo saber nada de usted, al menos podría saber qué sabe de mí.
Ella sonrió y se tocó el labio inferior con el índice, en un encan¬tador gesto de distracción.
_Bueno, veamos. El mes pasado usted ganó una tonta carrera de caballos en Hyde Park.
_No fue nada una carrera tonta _dijo él sonriendo_, y soy cien libras más rico gracias a ella.
Ella le dirigió una mirada traviesa.
_Casi siempre son tontas las carreras de caballos.
_Dicho como lo diría cualquier mujer _masculló él.
_Bueno...
_No explique lo obvio _interrumpió él.
Eso la hizo sonreír.
_¿Qué más sabe?
_¿Por Whistledown? _Se dio unos golpecitos en la mejilla con el dedo_. Una vez le cortó la cabeza a la muñeca de su her¬mana.
_Y todavía estoy tratando de descubrir cómo supo eso _mas¬culló Víctor.
_Quizá lady Whistledown es una Bridgerton, después de todo.
_Imposible. Y no que no seamos lo bastante inteligentes para serlo _añadió con cierta energía_. Lo que pasa es que el resto de la familia es demasiado inteligente para no descubrirlo.
Myriam se echó a reír y él la observó atentamente, pensando si se daría cuenta de que acababa de darle otra pista respecto a su identi¬dad. Ya hacía dos años que lady Whistledown escribiera sobre ese desafortunado encuentro de la muñeca con una guillotina; fue en una de sus primerísimas columnas. En la actualidad muchas perso¬nas de todo el país recibían la hoja de cotilleos, pero al comienzo, Whistledown era exclusivamente para londinenses.
Eso significaba que la misteriosa dama vivía en Londres hacía dos años. Y sin embargo sólo supo quién era él cuando conoció a Colín.
Había estado en Londres, pero no había sido presentada en sociedad. Tal vez era la menor de la familia y leía Whistledown mien¬tras sus hermanas mayores disfrutaban de las temporadas.
Eso no era dato suficiente para descubrir quién era, pero era un comienzo.
_¿Qué más sabe? _le preguntó, impaciente por ver si ella le revelaba algo más sin darse cuenta.
Ella se echó a reír; lo estaba pasando en grande, eso estaba claro.
_Su nombre no ha estado ligado a ninguna damita, y su madre desespera por verlo casado.
_La presión ha disminuido un poco ahora que mi hermano consiguió esposa.
_¿El vizconde?
Víctor asintió.
_Lady Whistledown también escribió sobre eso.
_Con gran detalle. Aunque _se le acercó más y bajó la voz_, no tenía todos los hechos.
_¿No? _preguntó ella, muy interesada_. ¿Qué se le escapó?
Él emitió un tss_tss y negó con la cabeza.
_No le voy a revelar los secretos del cortejo de mi hermano si usted no me quiere revelar ni siquiera su nombre.
Ella emitió un bufido.
_Cortejo podría ser una palabra muy fuerte. Vamos, lady Whistledown escribió...
_Lady Whistledown _interrumpió él, con una sonrisa va¬gamente burlona_, no está enterada de todo lo que ocurre en Lon¬dres.
_Ciertamente parece estar enterada de la mayoría de las cosas.
_¿Usted cree? Yo tiendo a disentir. Por ejemplo, sospecho que si lady Whistledown estuviera aquí en la terraza, no sabría su iden¬tidad.
Por el agujero del antifaz vio que ella agrandaba los ojos, y eso le produjo cierta satisfacción. Se cruzó de brazos.
_¿Es cierto eso?
Myriam asintió.
_ Pero es que estoy tan bien disfrazada que nadie me reconoce¬ría en estos momentos.
Él arqueó una ceja.
_¿Y si se quitara el antifaz? ¿La reconocería entonces?
Ella se apartó de la baranda y avanzó unos pasos hacia el centro de la terraza.
_Eso no lo contestaré.
Él la siguió.
_Ya me lo parecía. Pero quise preguntarlo de todos modos.
Myriam se giró y se quedó sin aliento al ver que él estaba a menos de un palmo de ella. Lo había oído seguirla, pero no se imaginó que estuviera tan cerca. Abrió los labios para hablar, pero con inmensa sorpresa, no supo qué decir. Al parecer, lo único que sabía hacer era mirarlo, mirar esos ojos oscuros, oscuros, que la perforaban desde detrás del antifaz.
Hablar era imposible. Incluso respirar era difícil.
_Aún no ha bailado conmigo _dijo él.
Myriam no se movió. Se quedó donde estaba cuando él le puso su enorme mano en la espalda, a la altura de la cintura. Le hormigueó la piel en el lugar del contacto, y sintió el aire denso, caliente.
Eso era deseo, comprendió. Eso era lo que había oído a las cria¬das cuando hablaban en susurros. Eso era lo que ninguna dama de buena crianza debía ni siquiera saber.
Pero ella no era una dama de buena crianza, pensó desafiante. Era una hija ilegítima, la bastarda de un noble. No era miembro de la alta sociedad ni lo sería jamás. ¿Tenía que atenerse a sus reglas?
Siempre había jurado que jamás sería la amante de un hombre, que jamás traería un hijo al mundo a sufrir el destino de un bastar¬do. Pero tampoco había planeado nada tan atrevido. Eso sólo era un baile, una velada, tal vez un beso.
Eso bastaba para arruinar una reputación, pero ¿qué tipo de reputación tenía ella, para empezar? Estaba excluida de la sociedad, era una inaceptable. Y deseaba una noche de fantasía.
Levantó la cara.
_O sea que no va a huir _musitó él, sus ojos oscuros deste¬llando algo ardiente y excitante.
Myriam negó con la cabeza, comprendiendo otra vez que él le había leído los pensamientos. Debería asustarla que él le leyera la mente con tanta facilidad, pero en la oscura seducción de la noche, mientras el aire le movía las guedejas sueltas, y la música subía desde el salón, eso era algo emocionante.
_¿Dónde pongo la mano? _preguntó_. Quiero bailar.
_Sobre mi hombro _explicó él_. No, un pelín más abajo. Ahí.
_Seguro que me cree la más tonta de las tontas. No saber bailar...
_En realidad creo que es muy valiente por reconocerlo. _Con la mano libre buscó la mano libre de ella, se la cogió y la levantó len¬tamente_. La mayoría de las mujeres que conozco habrían fingido desinterés o una lesión.
Myriam lo miró a los ojos, aun sabiendo que eso la dejaría sin aliento.
_No tengo la habilidad de una actriz para fingir desinterés.
La mano en la espalda la apretó un poco más.
_Escuche la música _le dijo él, con la voz extrañamente ron¬ca_. ¿Nota cómo sube y baja?
Ella negó con la cabeza.
_Ponga más atención _le susurró él, acercándole los labios al oído_. Un, dos, tres; un, dos, tres _continuó acentuando el «un».
Myriam cerró los ojos y trató de desentenderse del interminable murmullo de conversaciones en el salón hasta que por fin lo único que oía era el crescendo de la música. Empezó a respirar más lento y de pronto se encontró meciéndose al ritmo de la música, moviendo la cabeza atrás y adelante, mientras Víctor le daba sus instrucciones numéricas.
_Un, dos, tres; un, dos, tres.
_La siento _susurró ella.
Víctor sonrió. No supo cómo sabía eso; seguía con los ojos cerrados. Pero percibió su sonrisa, la oyó en su respiración.
_Muy bien _dijo él_. Ahora míreme los pies y permítame que la guíe.
Myriam abrió los ojos y le miró los pies.
_Un, dos, tres; un, dos, tres.
Vacilante, hizo los pasos con él, y justo le pisó el pie.
_¡Uy! ¡Perdón!
_Mis hermanas lo han hecho mucho peor _le aseguró él_. No renuncie.
Myriam volvió a intentarlo y de pronto sus pies sabían qué hacer.
_Oohh _suspiró, sorprendida_. Esto es maravilloso.
_Levante la vista _le ordenó él, suavemente.
_Pero me tropezaré.
_No. Yo lo evitaré _le prometió él_. Míreme a los ojos.
Myriam obedeció y en el instante en que sus ojos se encontraron con los de él, algo pareció caer en su lugar en su interior, y no pudo des¬viar la vista. Él la hizo girar en círculos y espirales por toda la terra¬za, al principio lento, después más y más rápido, hasta que ella estaba sin aliento y algo mareada.
Y durante todo eso, sus ojos estaban clavados en los de él.
_¿Qué siente? _le preguntó Víctor.
_¡Todo! _contestó ella, riendo.
_¿Qué oye?
_La música. _Agrandó los ojos, entusiasmada_. Oigo la música como no la había oído nunca antes.
Él aumentó la presión de la mano en la espalda y el espacio entre ellos disminuyó en varias pulgadas.
_¿Qué ve? _le preguntó él.
Ella tropezó, pero no apartó los ojos de los de él.
_Mi alma _susurró_. Veo mi alma.
_¿Qué ha dicho? _susurró él, dejando de bailar.
Myriam guardó silencio. El momento le parecía muy intenso, muy importante, y tenía miedo de estropearlo.
No, eso no era cierto. Tenía miedo de mejorarlo, y de que ello la hiciera sufrir más aún cuando volviera a la realidad a medianoche.
¿Cómo demonios iba a volver a limpiar los zapatos de Aislin después de eso?
_Sé lo que dijo _dijo Víctor con voz ronca_. La oí, y...
_No diga nada _lo interrumpió ella.
No quería que él le dijera que sentía lo mismo, no quería oír nada que la hiciera suspirar por ese hombre eternamente.
Pero tal vez ya era demasiado tarde para eso.
Él la miró fijo durante un momento terriblemente largo, y luego dijo.
_No hablaré. No diré ni una sílaba.
Y entonces, antes de que ella tuviera un segundo para respirar, los labios de él estaban sobre los suyos, exquisitamente suaves, seductoramente tiernos.
Con intencionada lentitud, él deslizó los labios por los de ella, y ese delicado roce le produjo a ella espirales de estremecimientos y hormigueos por todo el cuerpo.
Víctor le tocaba los labios y ella lo sentía hasta en los dedos de los pies. Era una sensación singularmente extraña, singularmente mara¬villosa.
Entonces la mano que él tenía apoyada en su espalda, la que la había guiado con tanta facilidad durante el vals, comenzó a acercar¬la más hacia él. La presión era lenta pero inexorable, y ella fue sin¬tiendo más y más calor a medida que sus cuerpos estaban más cerca, y prácticamente se sintió arder cuando repentinamente sintió todo el largo de su cuerpo apretado contra el de ella.
Víctor parecía muy grande y muy potente, y en sus brazos se sentía como si fuera la mujer más hermosa del mundo.
De pronto todo le pareció posible, tal vez incluso una vida libre de servidumbre y estigma.
La boca de él se hizo más apremiante, y con la lengua le hizo cos¬quillas en la comisura de la boca. La mano con que él todavía soste¬nía la de ella en la postura para el vals, se deslizó por su brazo y luego subió por su espalda hasta posarse en la nuca, donde le acari¬ció las guedejas sueltas de su peinado.
_Tu pelo es como la seda _susurró él.
Myriam se echó a reír, porque él llevaba guantes.
Víctor se apartó y la miró con expresión divertida.
_¿De qué te ríes?
_¿Cómo puedes saber cómo es mi pelo? Llevas guantes.
Víctor sonrió, una sonrisa sesgada, de niño, que le produjo revolo¬teos en el estómago y le derritió el corazón.
_No sé cómo lo sé, pero lo sé _dijo. Con la sonrisa más sesga¬da aún, añadió_: Pero para estar seguro, tal vez sea mejor tocarlo con la mano sin guante. _Puso la mano delante de ella_. ¿Me harás el honor?
Myriam le miró la mano unos segundos y de pronto comprendió lo que quería decir. Haciendo una inspiración temblorosa y nerviosa, retrocedió un paso y acercó las dos manos a la de él. Lentamente fue cogiendo las puntas de cada dedo, dándoles un tironcito, y así fue sol¬tando la fina tela hasta que al fin pudo sacar todo el guante de su mano.
Con el guante colgando de sus dedos, le miró la cara. Él tenía una expresión de lo más rara en sus ojos. Hambre... y algo más; algo casi espiritual.
_Deseo acariciarte _susurró él.
Ahuecando la mano sin guante en su mejilla, le acarició suave¬mente la piel con las yemas de los dedos, deslizándolos hasta tocar¬le el pelo cerca de la oreja. Tironeó con suma suavidad hasta soltarle una guedeja. Liberada de las horquillas, la guedeja se enroscó en un amplio rizo, y Myriam no pudo apartar los ojos de su mechón de cabello enrollado en el índice de él.
_Estaba equivocado _musitó Víctor_. Es más suave que la seda.
De pronto Myriam sintió un feroz deseo de acariciarlo de la misma manera. Levantó la mano.
_Ahora me toca a mí _dijo en voz baja.
Con los ojos relampagueantes, él se puso a trabajar en el guante, soltándoselo en las puntas de los dedos, tal como había hecho ella. Pero luego, en lugar de quitárselo, puso los labios en el borde del lar¬go guante y desde allí los deslizó hasta más arriba del codo, besán¬dole la sensible piel del interior del brazo.
_También es más suave que la seda _susurró.
Con la mano libre, Myriam le cogió el hombro, ya nada segura de su capacidad de mantenerse firme sobre sus pies.
Víctor fue sacándole el guante, deslizándolo con terrible lentitud por el brazo, siguiendo su avance con los labios hasta llegar al interior del codo. Casi sin interrumpir el beso, la miró y le dijo:
_¿No te importa si me quedo aquí un momento?
Myriam negó con la cabeza, impotente.
Víctor deslizó la lengua por la curva del codo.
_Ooh _gimió ella.
_Pensé que podría gustarte eso _dijo él, quemándole la piel con sus palabras.
Ella asintió. O mejor dicho, tuvo la intención de asentir. No sabía si lo había conseguido.
Los labios de él continuaron su ruta, deslizándose seductora¬mente por el antebrazo hasta llegar al interior de la muñeca. Allí se detuvieron un momento y luego fueron a posarse en el centro mis¬mo de la palma.
_¿Quién eres? _le preguntó, levantando la cabeza, pero sin soltarle la mano.
Myriam negó con la cabeza.
_Tengo que saberlo.
_No puedo decirlo. _Al ver que él no aceptaría una negativa, añadió la mentira_: Todavía.
Víctor le cogió un dedo y lo frotó suavemente con los labios.
_Quiero verte mañana _le dijo dulcemente_. Deseo ir a visi¬tarte y ver dónde vives.
Myriam no contestó, simplemente se mantuvo firme, tratando de no llorar.
_Deseo conocer a tus padres y darle unas palmaditas a tu con¬denado perro _continuó él, con la voz algo trémula_. ¿Compren¬des lo que quiero decir?
De abajo seguían llegando los sonidos de la música y la conver¬sación, pero lo único que ellos oían en la terraza era el sonido áspe¬ro de sus respiraciones.
_Deseo... _su voz ya era un murmullo, y en sus ojos apareció una vaga expresión de sorpresa, como si no pudiera creer la verdad de sus palabras_. Deseo tu futuro. Deseo todos los trocitos de ti.
_No digas nada más _le suplicó Myriam_. Por favor, no digas ni una palabra más.
_Entonces dime tu nombre. Dime cómo encontrarte mañana.
_Eh... _En ese instante oyó un extraño sonido, exótico y vibrante_. ¿Qué es eso?
_Un gong _respondió él_. Para señalar que es la hora de qui¬társe las máscaras.
_¿Qué? _preguntó ella, aterrada.
_Debe de ser la medianoche.
_¿Medianoche? _exclamó Myriam.
_ La hora para que te quites la máscara.
Sin darse cuenta, Myriam se llevó la mano a la sien y la apretó sobre el antifaz, como si pudiera pegárselo a la cara por pura fuerza de voluntad.
_¿Te sientes mal? _le preguntó Víctor.
_Tengo que irme _exclamó ella y, sin añadir palabra, se cogió la falda y salió corriendo de la terraza.
_¡Espera! _lo oyó gritar
Sintió la ráfaga de aire que produjo él al mover el brazo en un vano intento de cogerle el vestido.
Pero ella era rápida y, tal vez más importante aún, se encontraba en un estado de terror absoluto, y bajó la escalera como si el fuego del infierno fuera mordiéndole los talones.
Irrumpió en el salón de baile.
Sabiendo que Víctor resultaría un resuelto perseguidor, tenía más posibilidades de que él le perdie¬ra la pista en medio de una gran muchedumbre. Sólo tenía que atra¬vesar el salón, para poder salir por la puerta lateral y dar la vuelta a la casa por fuera hasta donde la esperaba el coche.
Los invitados se estaban quitando las máscaras y era enorme el bullicio con las fuertes risas. Se fue abriendo camino, sorteando y empujando lo que fuera para llegar al otro lado del salón.
Desespe¬rada miró atrás por encima del hombro. Víctor ya había entrado en el salón y estaba escrutando la muchedumbre con su intensa mirada. Al parecer no la había visto todavía, pero ella sabía que la vería; su vestido plateado la convertía en objetivo fácil.
Continuó apartando a personas de su camino. La mitad de ellas casi ni se fijaban; tal vez estaban demasiado borrachas.
_Perdón _ musitó, al enterrarle el codo en las costillas a un Julio César.
Oyó otro «Perdón», que más parecía un gruñido; eso fue cuan¬do Cleopatra le pisó un dedo del pie.
_Perdón _exclamó, y prácticamente se quedó sin aliento, por¬que se encontró cara a cara con Aislin.
O, mejor dicho, cara a máscara, porque ella seguía con el antifaz puesto. Pero si alguien podía reconocerla, ésa era Aislin. Y en¬tonces...
_Mira por donde pisas _dijo Aislin altivamente.
Y mientras ella la miraba boquiabierta, paralizada, Aislin se recogió la falda de reina Isabel y se alejó.
Bueno, Aislin no la había reconocido.
Si no hubiera estado tan desesperada por salir de la casa Bridgerton antes de que Víctor le diera alcance, se habría detenido a reírse encantada.
Nuevamente miró hacia atrás.
Víctor la había visto y estaba abriéndose paso por entre la muchedumbre con mucha más eficien¬cia que ella. Tragando saliva sonoramente y con renovada energía, continuó y casi tiró al suelo a dos diosas griegas antes de llegar por fin a la puerta lateral.
Volvió la cabeza el tiempo suficiente para ver a Víctor deteni¬do por una anciana con un bastón; salió corriendo por la puerta, corriendo dio la vuelta a la casa hasta la fachada, donde la esperaba el coche de la casa Penwood, tal como le dijera la señora Gibbons.
_¡Vamos, vamos! _gritó desesperada al cochero.
Y el coche emprendió la marcha.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 4
Más de un invitado al baile de máscaras ha informado a esta cronis¬ta que a Víctor Bridgerton se le vio en compañía de una dama des¬conocida que vestía un traje plateado.
Por mucho que lo ha intentado, esta cronista ha sido absoluta¬mente incapaz de descubrir la identidad de la misteriosa dama. Y si esta cronista no ha podido descubrir la verdad, podéis estar seguros de que su identidad es un secreto muy bien guardado.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 7 de junio de 1815
Ella había desaparecido.
De pie delante de la casa Bridgerton, en la acera, Víctor escu¬driñó la calle.
Era una locura. Toda Grosvenor Square estaba atibo¬rrada de coches.
Ella podía estar en cualquiera de ellos, o simplemente sentada en algún lugar sobre los adoquines, protegiéndose del tráfico. También podía estar en uno de los tres coches que acababan de salir del enredo y desaparecido en la esquina.
Fuera como fuera, ya no estaba.
Estaba medio dispuesto a estrangular a lady Danbury, que le enterró cl bastón en el pie e insistió en darle la opinión de la mayo¬ría de los disfraces de los invitados. Cuando logró librarse de ella, su dama misteriosa había desaparecido por la puerta lateral del salón de baile.
Y él sabía que ella no tenía la menor intención de permitir que la volviera a ver.
Soltó una maldición con bastante rabia. De todas las damas que le había presentado su madre, y eran muchísimas, con ninguna de ellas había sentido la misma conexión espiritual que ardiera entre él y la dama vestida de plata. Desde el momento en que la vio, no, des¬de un momento antes de verla, cuando sólo sentía su presencia, había notado el aire vivo, crujiente de tensión y excitación. Y él tam¬bién se había sentido vivo, vivo de una manera que hacía años que no sentía, como si de pronto todo fuera nuevo, resplandeciente, lle¬no de pasión y sueños.
Y sin embargo...
Volvió a maldecir, esta vez con un punto de pesar.
Y sin embargo, ni siquiera sabía de qué color tenía los ojos.
Ciertamente no eran castaño oscuros. De eso estaba seguro. Pero con la tenue iluminación de las velas esa noche, no había logrado dis¬cernir si eran azules o verdes, o castaño claro o grises. Eso lo roía, le producía una quemante sensación de hambre en la boca del estómago.
Decían que los ojos son las ventanas del alma. Si de verdad había encontrado a la mujer de sus sueños, aquella con la que podía por fin imaginarse una familia y un futuro, por Dios que tenía que saber de qué color tenía los ojos.
No le resultaría fácil encontrarla. No podía ser fácil encontrar a una persona que no quiere que la encuentren, y ella le había dejado muy claro que su identidad era un secreto.
Los datos de que disponía eran insignificantes, mirados en su mejor aspecto. Unos pocos comentarios respecto a la columna de lady Whistledown y...
Miró el guante que todavía tenía cogido en la mano derecha. Había olvidado que lo tenía mientras se abría paso por el salón. Se lo acercó a la cara para aspirar su aroma, y muy sorprendido compro¬bó que no olía a agua de rosas ni a jabón, como olía su misteriosa dama.
Tenía un olor más bien rancio, como si hubiera estado guar¬dado muchos años en un arcón en un ático.
Eso era extraño. ¿Por qué llevaría unos guantes antiguos?
Lo dio vueltas en la mano, como si ese movimiento la fuera a traer de vuelta, y entonces fue cuando vio un diminuto bordado cii el borde.
SLG. Ésas eran las iniciales del nombre de alguien.
¿De ella tal vez?
Y un blasón de familia. Uno que no reconocía.
Pero su madre lo sabría. Su madre siempre sabía ese tipo de cosas. Era posible que si conocía el blasón también supiera de quién eran las iniciales.
Sintió su primer asomo de esperanza. La encontraría. La encontraría y la haría suya. Era así de sencillo.
A Myriam le llevó una escasa media hora volver a su monótono esta¬do normal. Desaparecidos estaban el vestido, los brillantes pendien¬tes y el elegante peinado. Los zapatos enjoyados estaban muy bien ordenaditos en el ropero de Aislin, el pintalabios que usara la criada para pintarle los labios había retornado a su lugar en el toca¬dor de RosaMarie.
Incluso había dedicado cinco minutos a masa¬jearse la cara para hacer desaparecer las marcas dejadas por el antifaz.
Estaba como siempre antes de acostarse: sencilla, ordinaria, sin pretensiones, el pelo recogido en una trenza suelta, los pies metidos en medias de abrigo para protegerse del frío aire nocturno.
Volvía a parecer lo que era en realidad, nada más que una criada. Había desaparecido todo rastro de la princesa de cuento de hadas que había sido durante una corta velada.
Y lo más triste de todo, había desparecido su príncipe de cuento de hadas.
Víctor Bridgerton era todo lo que había leído sobre él en Whistledown. Apuesto, fuerte, gallardo. Era el tema de los sueños de una joven, pero no, pensó tristemente, de sus sueños. Un hombre como ese no se casa con la bastarda de un conde. Y ciertamente no se casa con una criada.
Pero por una noche había sido de ella, y eso tendría que bas¬tarle.
Cogió un perro de peluche que tenía desde que era pequeña. Lo había conservado todos esos años como recordatorio de tiempos más felices. Normalmente lo tenía sobre la cómoda, pero por algún motivo, esa noche deseaba tenerlo más cerca. Se metió en la cama con el perrito bajo el brazo y se acurrucó bajo las mantas.
Después cerró los ojos, mordiéndose el labio mientras unas lágrimas silenciosas caían sobre la almohada. Era una noche larga, muy larga.
_¿Reconoces esto?
Sentado junto a su madre en su muy femenina sala de estar deco¬rada en rosa y crema, Víctor Bridgerton le enseñó su único víncu¬lo con la mujer vestida de plata. Violeta Bridgerton cogió el guante y miró detenidamente el blasón. No tardó más de un segundo en declarar:
_ Penwood.
_¿Como en conde de...?
Ella asintió.
_Y la G podría ser de Gunningworth. Si no recuerdo mal, hace poco el título recayó fuera de la familia. El conde murió sin dejar descendencia. Ah, debe de hacer unos seis o siete años de esto. El título pasó a un primo lejano. Y _añadió, moviendo la cabeza desa¬probadora_, anoche olvidaste bailar con Penelope Featherington. Por suerte tu hermano estaba allí para bailar con ella en tu lugar.
Víctor reprimió un gemido y trató de pasar por alto la regañina.
_¿De quién son entonces las iniciales S, L, G?
Violeta entrecerró sus ojos
_¿Por qué te interesa?
_Supongo que no contestarás a mi pregunta haciéndome tú otra _dijo Víctor en tono quejumbroso.
Ella emitió un muy educado bufido.
_Me conoces bien.
Víctor estuvo a punto de mirar al cielo y poner los ojos en blanco, pero se contuvo.
_¿A quién pertenece este guante, Víctor? _preguntó ella. Al ver que no contestaba con la rapidez que ella quería, añadió_: ¿Podrías contármelo todo? Sabes que lo descubriré muy pronto y será menos vergonzoso para ti si no tengo que hacerte preguntas.
Víctor exhaló un suspiro. Iba a tener que decírselo todo. O al menos, casi todo. No le gustaba nada explicarle ese tipo de detalles a su madre; ella tendía a aferrarse a la más mínima esperanza de que él pudiera casarse, y se aferraba con la tenacidad de un percebe. Pero no tenía otra opción, si quería encontrarla.
_Anoche en el baile de máscaras conocí a alguien _dijo al fin. Violeta se cogió las manos, encantada.
_¿Sí?
_Ella fue el motivo de que olvidara bailar con Penelope.
Violeta parecía a punto de morir de arrobamiento.
_¿Quién es? ¿Una de las hijas de Penwood? _Frunció el ceño_. No, eso es imposible. No tuvo hijas. Pero sí tenía hijastras. _Volvió a fruncir el ceño_. Aunque he de decir, habiendo conoci¬do a esas dos muchachas... bueno...
_¿Bueno qué?
Violeta arrugó la frente, buscando palabras educadas.
_Bueno, simplemente no me habría imaginado que te interesa¬ría una de ellas, eso es todo. Pero si te interesa _añadió con la cara considerablemente más alegre_, invitaré a la condesa viuda a tomar el té. Es lo menos que puedo hacer.
Víctor abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla al ver que su madre volvía a fruncir el ceño.
_¿Qué pasa ahora?
_Ah, nada. Sólo que... bueno...
_Suéltalo, madre.
Ella sonrió, una sonrisa débil.
_Lo que pasa es que no me cae particularmente bien la condesa viuda. Siempre la he encontrado algo fría y ambiciosa.
_Hay quienes dirían que tú eres ambiciosa también, madre_observó él.
Violeta arrugó la nariz.
_Claro que tengo la gran ambición de que mis hijos hagan un buen y feliz matrimonio, pero no soy del tipo que casaría a una hija con un viejo de setenta años, simplemente porque es duque.
Víctor no logró recordar a ningún duque de setenta años haciendo un viaje al altar.
_¿Ha hecho eso la condesa?
_No, pero lo haría. Mientras que yo... _Víctor tuvo que reprimir una sonrisa al ver a su madre seña¬lar_. Permitiría que mis hijas se casaran con personas pobres si eso las hacía felices.
Víctor arqueó una ceja.
_Tendrían que ser pobres de buenos principios y muy trabaja¬dores, eso sí _continuó ella_. Ningún jugador necesita hacer pro¬posiciones.
No queriendo reírse de su madre, Víctor tosió discretamente en su pañuelo.
_Pero tú no deberías preocuparte por mí _dijo Violeta, mirán¬dolo de reojo y luego pellizcándole suavemente el brazo.
_Pues sí que debo _se apresuró a decir él.
Ella sonrió, muy serena.
_Dejaré de lado mis sentimientos por la condesa viuda si quie¬res a una de sus hijas. _Lo miró esperanzada_. ¿Quieres a una de sus hijas?
_No tengo idea _reconoció Víctor_. No logré saber su nombre. Sólo tengo su guante.
Violeta lo miró severa.
_No te voy a preguntar cómo obtuviste su guante.
_Fue todo muy inocente, te lo aseguro.
La expresión de Violeta era de enorme desconfianza.
_Tengo demasiados hijos varones para creerme eso _masculló.
_¿Y las iniciales? _le recordó él.
Violeta volvió a mirar detenidamente el guante.
_Es bastante viejo _dijo.
_Yo también pensé eso _asintió él_. Huele un poco a rancio, como si hubiera estado guardado mucho tiempo.
_Y el bordado también está desgastado _comentó ella_. No sé qué podría significar la L, pero la S podría ser de Sarah, la madre del difunto conde, que también murió. Lo cual tendría senti¬do, dada la antigüedad del guante.
Víctor estuvo un rato mirando el guante en las manos de su madre. Al fin dijo:
_Estoy bastante seguro de que no conversé con un fantasma anoche. ¿A quién crees que podría pertenecer el guante?
_No tengo idea. A alguien de la familia Gunningworth, me imagino.
_¿Sabes dónde viven?
_Pues, en la casa Penwood. El nuevo conde no las ha echado todavía. No sé por qué. Tal vez teme que deseen vivir con él cuando tome residencia. Creo que ni siquiera ha venido a la ciudad para la temporada. No lo conozco.
_¿Sabes por casualidad...?
_¿Dónde está la casa Penwood? _terminó ella_. Claro que sí. No está lejos, sólo a unas cuantas manzanas de aquí.
Le dio la dirección y Víctor, en su prisa por ponerse en mar¬cha, ya estaba a medio camino de la puerta cuando ella terminó.
_¡Ah, Víctor! _lo llamó ella, sonriendo muy divertida.
_¿Sí? _dijo él, volviéndose.
_Las hijas de la condesa se llaman RosaMarie y Penelope, por si te interesa.
RosaMarie y Penelope. Ninguno de los dos nombres le pareció ade¬cuado, pero ¿qué sabía él? Era posible que su nombre Víctor no les pareciera adecuado a las personas que conocía. Giró sobre sus talones y nuevamente trató de salir, pero su madre lo detuvo con otro:
_¡Ah, Víctor!
Volvió a girarse.
_¿Sí, madre? _preguntó, en tono intencionadamente molesto.
_Me dirás lo que ocurre, ¿verdad?
_Por supuesto, madre.
_Mientes _dijo ella, sonriendo_. Pero te perdono. Es muy agradable verte enamorado.
_No estoy...
_Lo que tu digas, cariño _dijo ella, haciéndole un gesto de des¬pedida.
Víctor decidió que no tenía ningún sentido contestar, así que sin nada más que una mirada al cielo con los ojos en blanco, salió de la sala y se apresuró a salir de la casa.
_ ¡Myriiiiiaaaam!
Myriam levantó bruscamente la cabeza. La voz de Aislin sona¬ba más airada que de costumbre, si era posible eso. Aislin siempre estaba molesta con ella.
Señalándose a sí misma con un grandioso gesto.
_¡Myriam! Maldición, ¿dónde se ha metido esa muchacha infer¬nal?
_Aquí está la muchacha infernal _masculló Myriam, dejando sobre la mesa la cuchara de plata que había estado puliendo. En su calidad de doncella de Aislin, RosaMarie y Penelope, no debería tener que añadir esa tarea a su lista de quehaceres, pero Aislin realmente se deleitaba en hacerla trabajar como una esclava.
Se levantó y salió al corredor. Sólo Dios sabía por qué estaba fas¬tidiada Aislin esta vez.
_Estoy aquí _gritó. Miró a uno y otro lado_. ¿Milady? Apareció
Aislin en la esquina del corredor, pisando fuerte.
_¿Qué significa esto? _chilló, levantando algo que tenía en la mano derecha.
Myriam le miró la mano y logró arreglárselas para reprimir una exclamación ahogada. Aislin tenía los zapatos que ella se había puesto la noche anterior.
_N-no sé q-qué quiere decir _tartamudeó.
_Estos zapatos son nuevos. ¡Nuevos!
Myriam guardó silencio hasta que cayó en la cuenta de que Aislin exigía una respuesta.
_Mmm, ¿cuál es el problema?
_ ¡Mira esto! _chilló Aislin, pasando el dedo por uno de los tacones_. Está rayado. ¡Rayado! ¿Cómo puede haber ocurrido esto?
_No lo sé, milady. Tal vez...
_No hay tal vez que valga. Alguien se ha puesto mis zapatos.
_Le aseguro que nadie se ha puesto sus zapatos _replicó Myriam, sorprendida de que la voz le saliera tan tranquila_. Todos sabemos lo delicada que es usted con su calzado.
Aislin entrecerró los ojos y la miró con desconfianza.
_¿Es un sarcasmo eso?
Myriam pensó que si Aislin tenía que preguntar quería decir que le había salido muy bien el sarcasmo.
_¡No, claro que no! _mintió_. Simplemente quise decir que usted cuida muy bien de sus zapatos. Duran más así. _Puesto que Aislin no decía nada, añadió_: Y eso significa que no tiene nece¬sidad de comprar muchos pares.
Decir lo cual era una absoluta ridiculez, pues Aislin ya tenía más pares de zapatos que los que podría usar una persona en toda su vida.
_Esto es culpa tuya _gruñó la mujer.
Según Aislin, todo era siempre culpa de ella, pero esta vez tenía la razón, de modo que Myriam simplemente tragó saliva y dijo:
_¿Que quiere que haga al respecto, milady?
_Quiero saber quién usó mis zapatos.
_Tal vez se rayaron en el armario _sugirió Myriam_. Tal vez usted los rozó por casualidad con el pie al pasar.
_Nunca hago nada «por casualidad» _ladró Aislin.
Eso era cierto, pensó Myriam. Todo lo que hacía Aislin, lo hacía con intención.
_Puedo preguntarlo a las criadas. Tal vez alguna de ellas sepa algo.
_Las criadas son una manada de idiotas. Lo que saben cabe en la uña de mi dedo meñique.
Myriam esperó por si Aislin añadía «A excepción de ti», pero lógicamente no lo dijo.
_Puedo tratar de limpiarlo. Seguro que podré hacer algo para borrar la marca de rozadura.
_Los tacones están revestidos en satén _dijo Aislin, burlo¬na_. Si logras encontrar una manera de pulir eso, tendríamos que admitirte en el Colegio Real de Científicos de Tejidos.
A Myriam le habría gustado preguntar si existía un Colegio Real de Científicos de Tejidos, pero Aislin no tenía mucho sentido del humor, ni siquiera cuando no estaba irritada. Hacer una broma en ese momento sería una clara invitación al desastre.
_Podría frotarlo _sugirió_. O cepillarlo.
_Haz eso. Por cierto, mientras estás en ello...
Maldición. Todo lo malo comenzaba cuando Aislin decía
«Mientras estás en ello...».
_... podrías limpiar todos mis zapatos.
Myriam tragó saliva. La colección de zapatos de Aislin estaba formada por al menos ochenta pares.
_¿Todos?
_Todos. Y mientras estás en ello...
Bueno, ¿más aún?
_¿Lady Penwood?
Afortunadamente Aislin se interrumpió a mitad de la orden para volverse a ver qué quería el mayordomo.
_Un caballero desea verla, milady _dijo él, pasándole una tar¬jeta de visita blanca.
Aislin la cogió y leyó el nombre. Agrandó los ojos.
_¡Oh! _Volviéndose al instante al mayordomo, ladró_: ¡Té! ¡Galletas! El mejor servicio de plata. ¡Inmediatamente!
El mayordomo se alejó a toda prisa, y Myriam se quedó mirando a Aislin con curiosidad no disimulada.
_¿Tal vez yo podría ayudar en algo? _preguntó.
Aislin pestañeó dos veces y la miró como si se hubiera olvi¬dado de su presencia.
_No _espetó_. Estoy muy ocupada para molestarme conti¬go. Sube inmediatamente. _La miró otro momento, y añadió_: ¿Y qué estabas haciendo aquí, por cierto?
Myriam hizo un gesto hacia el comedor, de donde acababa de salir.
_Usted me pidió que puliera...
_Te pedí que te ocuparas de mis zapatos _chilló Aislin.
_Muy bien _dijo Myriam al fin. En su opinión, ésa era una mane¬ra muy rara de actuar, incluso para Aislin_. Primero voy a guar¬dar las...
_ ¡Sube ahora mismo!
Myriam corrió hacia la escalera.
_ ¡Espera!
_¿Sí? _preguntó, vacilante.
Aislin frunció los labios en un gesto nada atractivo.
_Asegúrate de que RosaMarie y Penelope estén bien peinadas.
_Por supuesto.
_Después puedes ordenarle a RosaMarie que te encierre en mi ropero.
Myriam la miró fijamente. ¿Quería que ella diera la orden de que la encerraran en un ropero?
_¿Me has entendido?
Myriam ni siquiera logró hacer un gesto de asentimiento. Algu¬nas cosas eran sencillamente demasiado humillantes.
Aislin se le acercó hasta poner la cara casi tocándole la de ella.
_No me has contestado. ¿Has entendido?
Myriam asintió, pero apenas. Al parecer, cada día que pasaba le proporcionaba más pruebas de la intensidad del odio que Aislin sentía por ella.
_¿Por qué me tiene aquí? _preguntó, antes de pensarlo mejor.
_Porque te encuentro útil _fue la respuesta.
Myriam se quedó un momento observándola alejarse y luego subió corriendo la escalera. Después de ver que los peinados de RosaMarie y Penelope estaban bastante aceptables, con un suspiro se acercó a Penelope y le dijo:
_Enciérrame en ese ropero, por favor.
Penelope la miró sorprendida.
_¿Qué has dicho?
_Me ordenaron que se lo pidiera a RosaMarie, pero no me sien¬to capaz de hacerlo.
Penelope asomó la cabeza en el inmenso armario empotrado con gran interés.
_¿Puedo preguntar para qué?
_Tengo que limpiar los zapatos de tu madre.
Penelope tragó saliva, incómoda.
_Lo siento.
_Yo también _dijo Myriam, suspirando_. Yo también.
Más de un invitado al baile de máscaras ha informado a esta cronis¬ta que a Víctor Bridgerton se le vio en compañía de una dama des¬conocida que vestía un traje plateado.
Por mucho que lo ha intentado, esta cronista ha sido absoluta¬mente incapaz de descubrir la identidad de la misteriosa dama. Y si esta cronista no ha podido descubrir la verdad, podéis estar seguros de que su identidad es un secreto muy bien guardado.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 7 de junio de 1815
Ella había desaparecido.
De pie delante de la casa Bridgerton, en la acera, Víctor escu¬driñó la calle.
Era una locura. Toda Grosvenor Square estaba atibo¬rrada de coches.
Ella podía estar en cualquiera de ellos, o simplemente sentada en algún lugar sobre los adoquines, protegiéndose del tráfico. También podía estar en uno de los tres coches que acababan de salir del enredo y desaparecido en la esquina.
Fuera como fuera, ya no estaba.
Estaba medio dispuesto a estrangular a lady Danbury, que le enterró cl bastón en el pie e insistió en darle la opinión de la mayo¬ría de los disfraces de los invitados. Cuando logró librarse de ella, su dama misteriosa había desaparecido por la puerta lateral del salón de baile.
Y él sabía que ella no tenía la menor intención de permitir que la volviera a ver.
Soltó una maldición con bastante rabia. De todas las damas que le había presentado su madre, y eran muchísimas, con ninguna de ellas había sentido la misma conexión espiritual que ardiera entre él y la dama vestida de plata. Desde el momento en que la vio, no, des¬de un momento antes de verla, cuando sólo sentía su presencia, había notado el aire vivo, crujiente de tensión y excitación. Y él tam¬bién se había sentido vivo, vivo de una manera que hacía años que no sentía, como si de pronto todo fuera nuevo, resplandeciente, lle¬no de pasión y sueños.
Y sin embargo...
Volvió a maldecir, esta vez con un punto de pesar.
Y sin embargo, ni siquiera sabía de qué color tenía los ojos.
Ciertamente no eran castaño oscuros. De eso estaba seguro. Pero con la tenue iluminación de las velas esa noche, no había logrado dis¬cernir si eran azules o verdes, o castaño claro o grises. Eso lo roía, le producía una quemante sensación de hambre en la boca del estómago.
Decían que los ojos son las ventanas del alma. Si de verdad había encontrado a la mujer de sus sueños, aquella con la que podía por fin imaginarse una familia y un futuro, por Dios que tenía que saber de qué color tenía los ojos.
No le resultaría fácil encontrarla. No podía ser fácil encontrar a una persona que no quiere que la encuentren, y ella le había dejado muy claro que su identidad era un secreto.
Los datos de que disponía eran insignificantes, mirados en su mejor aspecto. Unos pocos comentarios respecto a la columna de lady Whistledown y...
Miró el guante que todavía tenía cogido en la mano derecha. Había olvidado que lo tenía mientras se abría paso por el salón. Se lo acercó a la cara para aspirar su aroma, y muy sorprendido compro¬bó que no olía a agua de rosas ni a jabón, como olía su misteriosa dama.
Tenía un olor más bien rancio, como si hubiera estado guar¬dado muchos años en un arcón en un ático.
Eso era extraño. ¿Por qué llevaría unos guantes antiguos?
Lo dio vueltas en la mano, como si ese movimiento la fuera a traer de vuelta, y entonces fue cuando vio un diminuto bordado cii el borde.
SLG. Ésas eran las iniciales del nombre de alguien.
¿De ella tal vez?
Y un blasón de familia. Uno que no reconocía.
Pero su madre lo sabría. Su madre siempre sabía ese tipo de cosas. Era posible que si conocía el blasón también supiera de quién eran las iniciales.
Sintió su primer asomo de esperanza. La encontraría. La encontraría y la haría suya. Era así de sencillo.
A Myriam le llevó una escasa media hora volver a su monótono esta¬do normal. Desaparecidos estaban el vestido, los brillantes pendien¬tes y el elegante peinado. Los zapatos enjoyados estaban muy bien ordenaditos en el ropero de Aislin, el pintalabios que usara la criada para pintarle los labios había retornado a su lugar en el toca¬dor de RosaMarie.
Incluso había dedicado cinco minutos a masa¬jearse la cara para hacer desaparecer las marcas dejadas por el antifaz.
Estaba como siempre antes de acostarse: sencilla, ordinaria, sin pretensiones, el pelo recogido en una trenza suelta, los pies metidos en medias de abrigo para protegerse del frío aire nocturno.
Volvía a parecer lo que era en realidad, nada más que una criada. Había desaparecido todo rastro de la princesa de cuento de hadas que había sido durante una corta velada.
Y lo más triste de todo, había desparecido su príncipe de cuento de hadas.
Víctor Bridgerton era todo lo que había leído sobre él en Whistledown. Apuesto, fuerte, gallardo. Era el tema de los sueños de una joven, pero no, pensó tristemente, de sus sueños. Un hombre como ese no se casa con la bastarda de un conde. Y ciertamente no se casa con una criada.
Pero por una noche había sido de ella, y eso tendría que bas¬tarle.
Cogió un perro de peluche que tenía desde que era pequeña. Lo había conservado todos esos años como recordatorio de tiempos más felices. Normalmente lo tenía sobre la cómoda, pero por algún motivo, esa noche deseaba tenerlo más cerca. Se metió en la cama con el perrito bajo el brazo y se acurrucó bajo las mantas.
Después cerró los ojos, mordiéndose el labio mientras unas lágrimas silenciosas caían sobre la almohada. Era una noche larga, muy larga.
_¿Reconoces esto?
Sentado junto a su madre en su muy femenina sala de estar deco¬rada en rosa y crema, Víctor Bridgerton le enseñó su único víncu¬lo con la mujer vestida de plata. Violeta Bridgerton cogió el guante y miró detenidamente el blasón. No tardó más de un segundo en declarar:
_ Penwood.
_¿Como en conde de...?
Ella asintió.
_Y la G podría ser de Gunningworth. Si no recuerdo mal, hace poco el título recayó fuera de la familia. El conde murió sin dejar descendencia. Ah, debe de hacer unos seis o siete años de esto. El título pasó a un primo lejano. Y _añadió, moviendo la cabeza desa¬probadora_, anoche olvidaste bailar con Penelope Featherington. Por suerte tu hermano estaba allí para bailar con ella en tu lugar.
Víctor reprimió un gemido y trató de pasar por alto la regañina.
_¿De quién son entonces las iniciales S, L, G?
Violeta entrecerró sus ojos
_¿Por qué te interesa?
_Supongo que no contestarás a mi pregunta haciéndome tú otra _dijo Víctor en tono quejumbroso.
Ella emitió un muy educado bufido.
_Me conoces bien.
Víctor estuvo a punto de mirar al cielo y poner los ojos en blanco, pero se contuvo.
_¿A quién pertenece este guante, Víctor? _preguntó ella. Al ver que no contestaba con la rapidez que ella quería, añadió_: ¿Podrías contármelo todo? Sabes que lo descubriré muy pronto y será menos vergonzoso para ti si no tengo que hacerte preguntas.
Víctor exhaló un suspiro. Iba a tener que decírselo todo. O al menos, casi todo. No le gustaba nada explicarle ese tipo de detalles a su madre; ella tendía a aferrarse a la más mínima esperanza de que él pudiera casarse, y se aferraba con la tenacidad de un percebe. Pero no tenía otra opción, si quería encontrarla.
_Anoche en el baile de máscaras conocí a alguien _dijo al fin. Violeta se cogió las manos, encantada.
_¿Sí?
_Ella fue el motivo de que olvidara bailar con Penelope.
Violeta parecía a punto de morir de arrobamiento.
_¿Quién es? ¿Una de las hijas de Penwood? _Frunció el ceño_. No, eso es imposible. No tuvo hijas. Pero sí tenía hijastras. _Volvió a fruncir el ceño_. Aunque he de decir, habiendo conoci¬do a esas dos muchachas... bueno...
_¿Bueno qué?
Violeta arrugó la frente, buscando palabras educadas.
_Bueno, simplemente no me habría imaginado que te interesa¬ría una de ellas, eso es todo. Pero si te interesa _añadió con la cara considerablemente más alegre_, invitaré a la condesa viuda a tomar el té. Es lo menos que puedo hacer.
Víctor abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla al ver que su madre volvía a fruncir el ceño.
_¿Qué pasa ahora?
_Ah, nada. Sólo que... bueno...
_Suéltalo, madre.
Ella sonrió, una sonrisa débil.
_Lo que pasa es que no me cae particularmente bien la condesa viuda. Siempre la he encontrado algo fría y ambiciosa.
_Hay quienes dirían que tú eres ambiciosa también, madre_observó él.
Violeta arrugó la nariz.
_Claro que tengo la gran ambición de que mis hijos hagan un buen y feliz matrimonio, pero no soy del tipo que casaría a una hija con un viejo de setenta años, simplemente porque es duque.
Víctor no logró recordar a ningún duque de setenta años haciendo un viaje al altar.
_¿Ha hecho eso la condesa?
_No, pero lo haría. Mientras que yo... _Víctor tuvo que reprimir una sonrisa al ver a su madre seña¬lar_. Permitiría que mis hijas se casaran con personas pobres si eso las hacía felices.
Víctor arqueó una ceja.
_Tendrían que ser pobres de buenos principios y muy trabaja¬dores, eso sí _continuó ella_. Ningún jugador necesita hacer pro¬posiciones.
No queriendo reírse de su madre, Víctor tosió discretamente en su pañuelo.
_Pero tú no deberías preocuparte por mí _dijo Violeta, mirán¬dolo de reojo y luego pellizcándole suavemente el brazo.
_Pues sí que debo _se apresuró a decir él.
Ella sonrió, muy serena.
_Dejaré de lado mis sentimientos por la condesa viuda si quie¬res a una de sus hijas. _Lo miró esperanzada_. ¿Quieres a una de sus hijas?
_No tengo idea _reconoció Víctor_. No logré saber su nombre. Sólo tengo su guante.
Violeta lo miró severa.
_No te voy a preguntar cómo obtuviste su guante.
_Fue todo muy inocente, te lo aseguro.
La expresión de Violeta era de enorme desconfianza.
_Tengo demasiados hijos varones para creerme eso _masculló.
_¿Y las iniciales? _le recordó él.
Violeta volvió a mirar detenidamente el guante.
_Es bastante viejo _dijo.
_Yo también pensé eso _asintió él_. Huele un poco a rancio, como si hubiera estado guardado mucho tiempo.
_Y el bordado también está desgastado _comentó ella_. No sé qué podría significar la L, pero la S podría ser de Sarah, la madre del difunto conde, que también murió. Lo cual tendría senti¬do, dada la antigüedad del guante.
Víctor estuvo un rato mirando el guante en las manos de su madre. Al fin dijo:
_Estoy bastante seguro de que no conversé con un fantasma anoche. ¿A quién crees que podría pertenecer el guante?
_No tengo idea. A alguien de la familia Gunningworth, me imagino.
_¿Sabes dónde viven?
_Pues, en la casa Penwood. El nuevo conde no las ha echado todavía. No sé por qué. Tal vez teme que deseen vivir con él cuando tome residencia. Creo que ni siquiera ha venido a la ciudad para la temporada. No lo conozco.
_¿Sabes por casualidad...?
_¿Dónde está la casa Penwood? _terminó ella_. Claro que sí. No está lejos, sólo a unas cuantas manzanas de aquí.
Le dio la dirección y Víctor, en su prisa por ponerse en mar¬cha, ya estaba a medio camino de la puerta cuando ella terminó.
_¡Ah, Víctor! _lo llamó ella, sonriendo muy divertida.
_¿Sí? _dijo él, volviéndose.
_Las hijas de la condesa se llaman RosaMarie y Penelope, por si te interesa.
RosaMarie y Penelope. Ninguno de los dos nombres le pareció ade¬cuado, pero ¿qué sabía él? Era posible que su nombre Víctor no les pareciera adecuado a las personas que conocía. Giró sobre sus talones y nuevamente trató de salir, pero su madre lo detuvo con otro:
_¡Ah, Víctor!
Volvió a girarse.
_¿Sí, madre? _preguntó, en tono intencionadamente molesto.
_Me dirás lo que ocurre, ¿verdad?
_Por supuesto, madre.
_Mientes _dijo ella, sonriendo_. Pero te perdono. Es muy agradable verte enamorado.
_No estoy...
_Lo que tu digas, cariño _dijo ella, haciéndole un gesto de des¬pedida.
Víctor decidió que no tenía ningún sentido contestar, así que sin nada más que una mirada al cielo con los ojos en blanco, salió de la sala y se apresuró a salir de la casa.
_ ¡Myriiiiiaaaam!
Myriam levantó bruscamente la cabeza. La voz de Aislin sona¬ba más airada que de costumbre, si era posible eso. Aislin siempre estaba molesta con ella.
Señalándose a sí misma con un grandioso gesto.
_¡Myriam! Maldición, ¿dónde se ha metido esa muchacha infer¬nal?
_Aquí está la muchacha infernal _masculló Myriam, dejando sobre la mesa la cuchara de plata que había estado puliendo. En su calidad de doncella de Aislin, RosaMarie y Penelope, no debería tener que añadir esa tarea a su lista de quehaceres, pero Aislin realmente se deleitaba en hacerla trabajar como una esclava.
Se levantó y salió al corredor. Sólo Dios sabía por qué estaba fas¬tidiada Aislin esta vez.
_Estoy aquí _gritó. Miró a uno y otro lado_. ¿Milady? Apareció
Aislin en la esquina del corredor, pisando fuerte.
_¿Qué significa esto? _chilló, levantando algo que tenía en la mano derecha.
Myriam le miró la mano y logró arreglárselas para reprimir una exclamación ahogada. Aislin tenía los zapatos que ella se había puesto la noche anterior.
_N-no sé q-qué quiere decir _tartamudeó.
_Estos zapatos son nuevos. ¡Nuevos!
Myriam guardó silencio hasta que cayó en la cuenta de que Aislin exigía una respuesta.
_Mmm, ¿cuál es el problema?
_ ¡Mira esto! _chilló Aislin, pasando el dedo por uno de los tacones_. Está rayado. ¡Rayado! ¿Cómo puede haber ocurrido esto?
_No lo sé, milady. Tal vez...
_No hay tal vez que valga. Alguien se ha puesto mis zapatos.
_Le aseguro que nadie se ha puesto sus zapatos _replicó Myriam, sorprendida de que la voz le saliera tan tranquila_. Todos sabemos lo delicada que es usted con su calzado.
Aislin entrecerró los ojos y la miró con desconfianza.
_¿Es un sarcasmo eso?
Myriam pensó que si Aislin tenía que preguntar quería decir que le había salido muy bien el sarcasmo.
_¡No, claro que no! _mintió_. Simplemente quise decir que usted cuida muy bien de sus zapatos. Duran más así. _Puesto que Aislin no decía nada, añadió_: Y eso significa que no tiene nece¬sidad de comprar muchos pares.
Decir lo cual era una absoluta ridiculez, pues Aislin ya tenía más pares de zapatos que los que podría usar una persona en toda su vida.
_Esto es culpa tuya _gruñó la mujer.
Según Aislin, todo era siempre culpa de ella, pero esta vez tenía la razón, de modo que Myriam simplemente tragó saliva y dijo:
_¿Que quiere que haga al respecto, milady?
_Quiero saber quién usó mis zapatos.
_Tal vez se rayaron en el armario _sugirió Myriam_. Tal vez usted los rozó por casualidad con el pie al pasar.
_Nunca hago nada «por casualidad» _ladró Aislin.
Eso era cierto, pensó Myriam. Todo lo que hacía Aislin, lo hacía con intención.
_Puedo preguntarlo a las criadas. Tal vez alguna de ellas sepa algo.
_Las criadas son una manada de idiotas. Lo que saben cabe en la uña de mi dedo meñique.
Myriam esperó por si Aislin añadía «A excepción de ti», pero lógicamente no lo dijo.
_Puedo tratar de limpiarlo. Seguro que podré hacer algo para borrar la marca de rozadura.
_Los tacones están revestidos en satén _dijo Aislin, burlo¬na_. Si logras encontrar una manera de pulir eso, tendríamos que admitirte en el Colegio Real de Científicos de Tejidos.
A Myriam le habría gustado preguntar si existía un Colegio Real de Científicos de Tejidos, pero Aislin no tenía mucho sentido del humor, ni siquiera cuando no estaba irritada. Hacer una broma en ese momento sería una clara invitación al desastre.
_Podría frotarlo _sugirió_. O cepillarlo.
_Haz eso. Por cierto, mientras estás en ello...
Maldición. Todo lo malo comenzaba cuando Aislin decía
«Mientras estás en ello...».
_... podrías limpiar todos mis zapatos.
Myriam tragó saliva. La colección de zapatos de Aislin estaba formada por al menos ochenta pares.
_¿Todos?
_Todos. Y mientras estás en ello...
Bueno, ¿más aún?
_¿Lady Penwood?
Afortunadamente Aislin se interrumpió a mitad de la orden para volverse a ver qué quería el mayordomo.
_Un caballero desea verla, milady _dijo él, pasándole una tar¬jeta de visita blanca.
Aislin la cogió y leyó el nombre. Agrandó los ojos.
_¡Oh! _Volviéndose al instante al mayordomo, ladró_: ¡Té! ¡Galletas! El mejor servicio de plata. ¡Inmediatamente!
El mayordomo se alejó a toda prisa, y Myriam se quedó mirando a Aislin con curiosidad no disimulada.
_¿Tal vez yo podría ayudar en algo? _preguntó.
Aislin pestañeó dos veces y la miró como si se hubiera olvi¬dado de su presencia.
_No _espetó_. Estoy muy ocupada para molestarme conti¬go. Sube inmediatamente. _La miró otro momento, y añadió_: ¿Y qué estabas haciendo aquí, por cierto?
Myriam hizo un gesto hacia el comedor, de donde acababa de salir.
_Usted me pidió que puliera...
_Te pedí que te ocuparas de mis zapatos _chilló Aislin.
_Muy bien _dijo Myriam al fin. En su opinión, ésa era una mane¬ra muy rara de actuar, incluso para Aislin_. Primero voy a guar¬dar las...
_ ¡Sube ahora mismo!
Myriam corrió hacia la escalera.
_ ¡Espera!
_¿Sí? _preguntó, vacilante.
Aislin frunció los labios en un gesto nada atractivo.
_Asegúrate de que RosaMarie y Penelope estén bien peinadas.
_Por supuesto.
_Después puedes ordenarle a RosaMarie que te encierre en mi ropero.
Myriam la miró fijamente. ¿Quería que ella diera la orden de que la encerraran en un ropero?
_¿Me has entendido?
Myriam ni siquiera logró hacer un gesto de asentimiento. Algu¬nas cosas eran sencillamente demasiado humillantes.
Aislin se le acercó hasta poner la cara casi tocándole la de ella.
_No me has contestado. ¿Has entendido?
Myriam asintió, pero apenas. Al parecer, cada día que pasaba le proporcionaba más pruebas de la intensidad del odio que Aislin sentía por ella.
_¿Por qué me tiene aquí? _preguntó, antes de pensarlo mejor.
_Porque te encuentro útil _fue la respuesta.
Myriam se quedó un momento observándola alejarse y luego subió corriendo la escalera. Después de ver que los peinados de RosaMarie y Penelope estaban bastante aceptables, con un suspiro se acercó a Penelope y le dijo:
_Enciérrame en ese ropero, por favor.
Penelope la miró sorprendida.
_¿Qué has dicho?
_Me ordenaron que se lo pidiera a RosaMarie, pero no me sien¬to capaz de hacerlo.
Penelope asomó la cabeza en el inmenso armario empotrado con gran interés.
_¿Puedo preguntar para qué?
_Tengo que limpiar los zapatos de tu madre.
Penelope tragó saliva, incómoda.
_Lo siento.
_Yo también _dijo Myriam, suspirando_. Yo también.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 5
Y para añadir otro comentario acerca del baile de máscaras, el dis¬fraz de sirena de la señorita Penelope Reiling fue algo desafortunado, pero no tan horroroso, en opinión de esta cronista, como los de la señora Featherington y sus dos hijas mayores, que iban disfrazadas de frutero: Philippa de naranja, Prudence de manzana, y la señora Featherington de racimo de uvas.
Lamentablemente, ninguna de las tres se veía ni un poquitín ape¬titosa.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 7 de junio de 1815.
En qué se había convertido su vida que estaba obsesionado por un guante?, pensó Víctor.
Desde el momento en que tomó asiento en la sala de estar de lady Penwood se había palpado unas diez veces el bolsillo de la chaqueta para cerciorarse de que el guante seguía ahí. Tan nervioso estaba, cosa rarísima en él, que no sabía bien qué le diría a la condesa viuda cuando llegara. Pero normalmente tenía bastante facilidad de palabra; ya se le ocurriría algo llegado el mo¬mento.
Golpeteando el suelo con el pie, miró el reloj de la repisa del hogar. Hacía unos quince minutos que le entregó su tarjeta al mayordomo, lo cual significaba que lady Penwood no tardaría mucho en aparecer. Parecía ser una regla no escrita que todas las damas de la alta sociedad hicieran esperar a sus visitas por lo menos quince minutos; veinte si se sentían especialmente malhumoradas.
Qué regla más estúpida, pensó, irritado. Por qué el resto del mundo no valoraba la puntualidad, como él, era algo que no sabría jamás, pero...
_¡Señor Bridgerton!
Alzó la vista y vio entrar a una mujer rubia, bastante atractiva y vestida a la última moda. Le pareció vagamente conocida, pero eso era de esperar. Seguro que en muchas ocasiones habrían asisti¬do a los mismos eventos sociales, aun cuando no los hubieran pre-sentado.
_Usted debe de ser lady Penwood _dijo, levantándose y ha¬ciendo una cortés venia.
_Pues sí _repuso ella con una graciosa inclinación de la cabe¬za_. Estoy encantada de que haya decidido honrarnos con una visi¬ta. Ciertamente ya he informado a mis hijas de su presencia. No tardarán en bajar.
Víctor sonrió.
Eso era exactamente lo que había esperado.
Lo habría sorprendido si ella se hubiera comportado de otra manera.
Ninguna madre de hijas casaderas desatendía jamás a un hermano Bridgerton.
_Me hace ilusión conocerlas _dijo.
Ella frunció ligeramente el ceño.
_¿Quiere decir que aún no las conoce?
Maldición. La señora quería saber por qué había ido a visitarlas.
_He oído decir cosas muy encantadoras de ellas _improvisó, tratando de no gruñir.
Si lady Whistledown llegaba a enterarse de esa visita, y al pare¬cer se enteraba de todo, muy pronto se propagarían por toda la ciu¬dad los rumores de que él andaba buscando esposa, y había puesto su interés en las hijas de la condesa. ¿Por qué, si no, iba a visitar a dos mujeres a las que ni siquiera había sido presentado?
Lady Penwood sonrió de oreja a oreja.
_Mi RosaMarie está considerada una de las jóvenes más her¬mosas de la temporada.
_¿Y su Penelope? _preguntó él con algo de perversidad. A ella se le tensaron las comisuras de la boca.
_Penelope es... eh... encantadora.
Él sonrió, benigno:
_No veo la hora de conocer a Penelope.
Lady Penwood pestañeó y luego trató de disimular su sorpresa con una sonrisa un tanto dura.
_No me cabe duda de que a Penelope le encantará conocerle.
En ese momento entró una criada con un servicio de té de plata, muy elegante, y a un gesto de lady Penwood, lo dejó sobre una mesa. Pero antes de que pudiera salir la criada, la condesa le pregun¬tó (en tono algo brusco, en opinión de Víctor):
_ ¿Dónde están las cucharas Penwood?
La criada se inclinó en una venia bastante aterrada y contestó:
_Myriam las estaba puliendo en el comedor, milady, pero tuvo que subir cuando usted...
_¡Silencio! _interrumpió lady Penwood, aun cuando había sido ella la que preguntó por las cucharas_. Me imagino que el señor Bridgerton no será tan quisquilloso que necesite tomar el té con cucharillas con monograma.
_Claro que no _musitó Víctor, pensando que lady Penwood sí tenía que ser muy quisquillosa, si había sacado a relucir el tema.
_¡Vete! _ordenó la condesa a la criada agitando enérgicamen¬te la mano_. ¡Fuera de aquí!
La criada se apresuró a salir y la condesa se volvió hacia él y le explicó:
_Nuestra mejor cubertería de plata lleva grabado el blasón Pen¬wood.
_¿Ah, sí? _exclamó él, inclinándose un poco, con evidente interés. Ésa habría sido una excelente manera de verificar que el bla¬són bordado en el guante era el de los Penwood_. No tenemos nada así en la casa Bridgerton _añadió, con la esperanza de que no fuera mentira; jamás se había fijado en la forma de los cubiertos_. Me encantaría verlo.
_¿Sí? _preguntó ella, con los ojos brillantes de admiración_. Sabía que era usted un hombre de buen gusto y refinamiento.
Víctor sonrió, principalmente para no gruñir.
_Tendré que enviar a alguien al comedor a buscar un cubierto. Suponiendo que esa muchacha infernal haya hecho su trabajo.
Al decir eso la boca le formó un rictus con las comisuras hacia abajo, de un modo nada atractivo, y Víctor observó que las arru¬gas de su entrecejo eran muy pronunciadas.
_¿Hay algún problema? _preguntó, cortésmente.
Ella negó con la cabeza y agitó una mano como para restarle importancia.
_Simplemente que es muy difícil encontrar buen personal de servicio. Seguro que su madre dice lo mismo todo el tiempo.
Su madre jamás decía eso, pensó Víctor, pero tal vez se debía a que en su casa trataban muy bien a todos los criados, por lo que éstos eran muy fieles a la familia. Pero asintió de todos modos.
_Uno de estos días tendré que despedir a Myriam _continuó la condesa, sorbiendo por la nariz_. No es capaz de hacer nada bien.
Víctor sintió una vaga punzada de compasión por la pobre y desconocida Myriam. Pero lo último que deseaba era entrar en una conversación sobre la servidumbre con lady Penwood, de modo que cambió el tema haciendo un gesto hacia la tetera.
_Me imagino que el té ya está bien remojado.
_Ah, sí, por supuesto _dijo ella, mirando también la tetera y sonriendo_. ¿Cómo le gusta?
_Con leche y sin azúcar.
Mientras ella le servía la taza oyó el ruido de pies bajando la esca¬lera, y se le aceleró el corazón.
En cualquier momento aparecerían las hijas de la condesa en la puerta, y seguro que una de ellas sería la mujer que había conocido la noche anterior.
Cierto que no le había visto gran parte de la cara, pero tenía bastante buena idea de su talla y altura. Y estaba bastante seguro de que tenía los cabellos largos y castaño claro.
Sí que la reconocería si la veía.
¿Cómo no iba a reconocerla?
Pero cuando entraron las dos damitas en la sala, supo al instante que ninguna de las dos era la mujer que ocupaba todos sus pensa¬mientos.
Una de ellas era demasiado rubia, y tenía un aire remilga¬do, muy afectado, toda una señorita melindres. No había alegría en su expresión, ni travesura en su sonrisa.
La otra se veía bastante amistosa, pero era demasiado rolliza, y su pelo era muy oscuro.
Procuró ocultar su decepción.
Sonrió durante las presentaciones y besó galantemente las manos de las dos, diciendo una o dos tonterías sobre lo encantado que estaba de conocerlas.
Se empeñó decidi¬damente en halagar a la regordeta, simplemente porque se veía a las claras que su madre prefería a la otra.
Ese tipo de madres no mere¬cían ser madres, pensó.
_¿Y tiene más hijos? _preguntó a la condesa cuando acabaron las presentaciones.
Ella lo miró extrañada.
_No, claro que no. Si los tuviera los habría hecho venir a cono¬cerle.
_Pensé que tal vez podría tener hijos pequeños en la sala de estudios. Tal vez de su unión con el conde.
Ella negó con la cabeza.
_Mi matrimonio con lord Penwood no fue bendecido con hijos. Es una lástima que el título haya salido de la familia Gunning¬worth.
Víctor no pudo dejar de notar que la condesa parecía más irri¬tada que entristecida por su falta de prole Penwood.
_¿Tenía hermanos o hermanas su marido? _preguntó, pensan¬do si tal vez su dama misteriosa era una prima Gunningworth.
La condesa le dirigió una mirada suspicaz, la que él tuvo que reconocer que se merecía, tomando en cuenta que sus preguntas no eran las normales para una visita de tarde.
_Es evidente que mi marido no tenía ningún hermano _repli¬có la condesa_, puesto que el título salió de la familia.
Víctor comprendió que debía mantener cerrada la boca, pero había algo en esa mujer que lo irritaba tanto que no pudo resistirse a decir:
_Podría haber tenido un hermano que murió antes que él.
_Bueno, pues no.
RosaMarie y Penelope seguían con sumo interés la conversación, girando las cabezas de un lado a otro como si estuvieran viendo un partido de tenis.
_¿Y hermanas? _preguntó él_. En realidad, lo único que me mueve a hacer estas preguntas es que pertenezco a una familia muy numerosa. No me imagino con un solo hermano o una sola herma¬na _añadió, haciendo un gesto hacia RosaMarie y Penelope_. Pensé que tal vez sus hijas disfrutarían de la compañía de primos y primas.
Una explicación bastante débil, pensó, pero tendría que servir.
_Tenía una hermana _contestó la condesa, arrugando la nariz, desdeñosa_. Pero vivió y murió soltera. Era una mujer de inmensa fe, que eligió dedicar su vida a las obras de caridad.
Bueno, fin de la teoría de la prima.
_Disfruté muchísimo en su baile de máscaras anoche _dijo RosaMarie repentinamente.
Víctor la miró sorprendido. Las dos muchachas habían estado tan calladas que él había olvidado que sabían hablar.
_En realidad fue el baile de mi madre. Yo no participé en la pre¬paración. Pero le transmitiré su elogio.
_Por favor _dijo RosaMarie_. ¿Disfrutó del baile, señor Brid¬gerton?
Víctor estuvo un momento mirándola antes de contestar. La joven tenía una expresión dura en los ojos, como si deseara una información concreta.
_Sí, mucho _contestó.
_Observé que pasó gran parte del tiempo con una dama en par¬ticular _insistió RosaMarie.
Lady Penwood giró bruscamente la cabeza para mirarlo, pero no dijo nada.
_¿Sí? _musitó Víctor.
_Llevaba un traje plateado _continuó RosaMarie_. ¿Quién era?
_Una mujer misteriosa _dijo él con una sonrisa enigmática. No había ninguna necesidad de que ellas supieran que para él tam¬bién era un misterio.
_Supongo que a nosotras puede decirnos su nombre _terció lady Penwood.
Víctor se limitó a sonreír, y se levantó. No iba a obtener más información ahí.
_Me temo que debo marcharme, señoras _dijo afablemente, haciéndoles una cortés venia.
_Y al final no vio las cucharas _le recordó lady Penwood. _Eso tendré que reservarlo para otra ocasión _dijo él.
Era improbable que su madre se hubiera equivocado respecto al blasón Penwood.
Además, si pasaba otro rato más en compañía de la dura y rígida condesa de Penwood, igual podría vomitar.
_Ha sido agradable _mintió.
_Pues sí _convino lady Penwood, acompañándolo a la puer¬ta_. Breve, pero agradable.
Víctor no se tomó la molestia de sonreír.
_¿Qué te parece que ha sido esto? _dijo Aislin cuando oyó cerrarse la puerta de calle, después de salir Víctor Bridgerton.
_Bueno _dijo Penelope_, tal vez...
_No te lo he preguntado a ti _gruñó Aislin.
_Bueno, ¿a quién se lo preguntaste, entonces? _replicó Penelope, con más sentido común del que la caracterizaba.
_Tal vez me vio de lejos _dijo RosaMarie_ y...
_No te vio de lejos _ladró Aislin, atravesando la sala a lar¬gos pasos.
RosaMarie retrocedió, sorprendida. Su madre rara vez le habla¬ba en tono tan impaciente.
_Tú misma dijiste que estaba enamorado de una mujer con ves¬tido plateado.
_No dije «enamorado» exactamente.
_No me discutas por esas tonterías. Estuviera enamorado o no, no vino aquí en busca de ninguna de vosotras _dijo Aislin, recalcando el «vosotras», con su buena dosis de desdén_. No sé qué pretendía. Parecía... _Se interrumpió para caminar hasta la ventana. Haciendo a un lado la cortina, vio al señor Bridgerton en la acera sacando algo del bolsillo_. ¿Qué hace? _susurró.
_Creo que tiene un guante en la mano _dijo Penelope, servicial.
_No es un guante _replicó Aislin, acostumbrada como estaba a contradecir lo que fuera que dijera Penelope_. Vaya, pues sí que es un guante.
_Me parece que sé conocer un guante cuando veo uno _mas¬culló Penelope.
_¿Qué está mirando? _preguntó RosaMarie, dando un coda¬ro a su hermana para que se apartara.
_Hay algo en el guante _dijo Penelope_. Tal vez un bordado. Tenemos algunos guantes con el blasón Penwood bordado en el borde. Tal vez ése tiene el mismo.
Aislin palideció.
_¿Te sientes mal, madre? _le preguntó Penelope_. Estás muy pálida.
_Vino aquí en busca de ella _susurró Aislin.
_¿De quién? _preguntó RosaMarie.
_La mujer del vestido plateado.
_Bueno, no la va a encontrar aquí _terció Penelope_, puesto que yo fui de sirena y RosaMarie de María Antonieta. Y tú de reina Isa¬bel, claro.
_Los zapatos _exclamó Aislin_. Los zapatos.
_¿Qué zapatos? _preguntó RosaMarie, irritada.
_Estaban rayados. Alguien usó mis zapatos. _La cara ya terri¬blemente pálida se le puso más blanca aún_. Era «ella». ¿Cómo lo hizo? Tuvo que ser ella.
_¿Quién? _inquirió RosaMarie.
_Madre, ¿de verdad no te sientes mal? _volvió a preguntar Penelope_. Estás muy rara.
Pero Aislin ya había salido corriendo de la sala.
_Zapato estúpido _farfulló Myriam, frotando con un trapo el talón de uno de los zapatos más viejos de Aislin_. Éstos no se los ha puesto desde hace años.
Acabó de sacar brillo a la punta y colocó el zapato en su lugar en la muy ordenada hilera. Pero aún no cogía otro par cuando se abrió bruscamente la puerta del armario y fue a chocar con la pared, con tanta fuerza que ella casi lanzó un chillido de sorpresa.
_Ay, Dios, qué susto me ha dado _dijo a Aislin_. No la sentí venir y...
_Recoge tus cosas y lárgate _le dijo Aislin en voz baja y cruel_. Te quiero fuera de esta casa a la salida del sol.
A Myriam se le cayó de la mano el trapo con que estaba dando lustre a los zapatos.
_¿Qué? ¿Por qué?
_¿He de tener un motivo? Las dos sabemos que hace un año dejé de recibir los fondos por tu cuidado. Baste decir que ya no te quiero aquí.
_Pero ¿adónde iré?
Aislin entrecerró los ojos hasta dejarlos convertidos en dos feas rajitas.
_Ése no es problema mío, ¿verdad?
_Pero...
_Tienes veinte años. Edad más que suficiente para hacerte tu camino en el mundo. No habrá más mimos de mi parte.
_Jamás me ha mimado _repuso Myriam en voz baja.
_No te atrevas a contestarme.
_¿Por qué no? _replicó Myriam, con voz más aguda_. ¿Qué puedo perder? Me va a echar de la casa de todas maneras.
_Podrías tratarme con un poco de respeto _siseó Aislin, plantándole el pie sobre la falda, para clavarla en la posición de rodi¬llas_, tomando en cuenta que todo este año te he vestido y alojado sólo por la bondad de mi corazón.
_Usted no hace nada por la bondad de su corazón. _Tironeó la falda, pero ésta estaba firmemente cogida bajo el tacón de Aislin_. ¿Por qué me ha mantenido aquí?
_Eres más barata que una criada normal _cacareó Aislin_, y disfruto dándote órdenes.
Myriam detestaba ser prácticamente la esclava de Aislin, pero la casa Penwood era un hogar después de todo. La señora Gibbons era su amiga y Penelope normalmente era amistosa; el resto del mundo, en cambio, era... bueno... bastante temible. ¿Adónde podía ir? ¿Quépodía hacer? ¿Cómo se mantendría?
_¿Porqué ahora? _preguntó.
_Ya no me eres útil _repuso Aislin, encogiéndose de hombros. Myriam miró la larga hilera de zapatos que acababa de limpiar.
_¿No?
Aislin presionó el puntiagudo tacón de su zapato sobre la fal¬da, haciéndolo girar hasta romper la tela.
_Anoche fuiste al baile, ¿verdad?
Myriam sintió que la sangre le abandonaba la cara y comprendió que Aislin veía la verdad en sus ojos.
_N-no _mintió_. ¿Cómo iba a...?
_No sé cómo lo hiciste, pero sé que estuviste ahí. _Con el pie tiro un par de zapatos en su dirección_. Ponte estos zapatos.
Myriam miró los zapatos. Consternada vio que eran los de satén blanco cosidos con hilo de plata, los que se había puesto la noche anterior.
_¡Póntelos! _chilló Aislin_. Los pies de RosaMarie y de Penelope son demasiado grandes para estos zapatos. Tú eres la única que podrías haberlos usado anoche.
_¿Y por eso cree que fui al baile? _preguntó Myriam, con la voz trémula de terror.
_Ponte los zapatos, Myriam.
Se puso de pie y obedeció. Lógicamente, los zapatos le quedaban perfectos.
_Has sobrepasado tus límites _dijo Aislin en voz baja_. Hace muchos años te advertí que no olvidaras tu lugar en este mun¬do. Eres hija ilegítima, una bastarda, el fruto de...
_ ¡Sé qué significa bastarda!
Aislin arqueó una ceja, burlándose altivamente de ese esta¬llido.
_Eres indigna de alternar con la sociedad educada _conti¬nuó_, y sin embargo te atreviste a simular que vales tanto como el resto de nosotros asistiendo al baile de máscaras.
_¡Sí, me atreví! _exclamó Myriam, ya sin importarle que Aislin hubiera descubierto su secreto_. Me atreví y volvería a atre¬verme. Mi sangre es tan azul como la suya, y mi corazón mucho más bondadoso, y...
Un instante estaba de pie chillándole a Aislin y el siguiente estaba en el suelo con la mano en la mejilla, roja por la bofetada.
_No te compares jamás conmigo _le advirtió Aislin.
Myriam continuó en el suelo. ¿Cómo pudo haberle hecho eso su padre, dejarla al cuidado de una mujer que la odiaba tanto? ¿Tan poco la quería? ¿O simplemente había estado ciego?
_Mañana por la mañana ya estarás fuera de aquí _continuó Aislin en voz baja_. No quiero volver a verte la cara.
Myriam se levantó y fue hasta la puerta. Aislin le puso violen¬tamente la mano sobre el hombro.
_Pero no antes de acabar el trabajo que te he asignado.
_Me llevará hasta la mañana terminarlo _protestó ella.
_Ése es problema tuyo, no mío.
Dicho eso, Aislin cerró la puerta de un golpe y dio vuelta a la llave en la cerradura, con un clic muy fuerte.
Myriam miró la parpadeante llama de la vela que había llevado ahí para iluminar el largo y oscuro ropero. La mecha no duraría de nin¬guna manera hasta la mañana siguiente.
Y de ninguna manera ella iba a limpiar el resto de los zapatos de Aislin; ciertamente de ninguna manera.
Se sentó en el suelo, con las piernas y los brazos cruzados y estu¬vo mirando la llama hasta que se le pusieron los ojos turbios. Cuan¬do saliera el sol a la mañana siguiente, su vida cambiaría para siempre. La casa Penwood podría no haber sido un lugar precisa¬mente acogedor, pero por lo menos era un lugar seguro.
No tenía casi nada de dinero. No había recibido ni un cuarto de penique de Aislin en los siete años pasados. Por suerte, todavía tenía un poco del dinero para gastos menores que recibía cuando su padre estaba vivo y la trataban como a su pupila, no como a la escla¬va de su mujer. Y aunque tuvo muchas oportunidades de gastarlo, siempre había sabido que podía llegar ese día, por lo que le pareció prudente guardar los pocos fondos que tenía.
Pero esas pocas libras no la llevarían muy lejos. Necesitaba un pasaje para marcharse de Londres, y eso era caro; tal vez más de la mitad de sus ahorros. Tal vez podría quedarse un tiempo en la ciu¬dad, pero los barrios pobres de Londres eran sucios y peligrosos, y ciertamente los ahorros que tenía no le permitirían vivir en ninguno de los barrios mejores. Además, si iba a estar sola, bien que podía volver al campo, que tanto le gustaba.
Y eso sin tomar en cuenta que Víctor Bridgerton estaba en Londres. La ciudad era grande y no le cabía la menor duda de que podría evitar encontrarse con él durante años, pero su miedo terrible era que no desearía evitarlo; seguro que iría a mirar su casa con la esperanza de ver un atisbo de él cuando saliera por la puerta principal.
Y si él la veía... bueno, no sabía qué podría ocurrir. Era posible que él estuviera furioso por su engaño. Podría desear hacerla su amante. Podría no reconocerla.
Lo único que sabía con certeza era que él no se arrojaría a sus pies declarándole su amor eterno ni le pediría la mano en matri¬nionio.
Los hijos de vizconde no se casan con muchachas de humilde cuna.
Ni siquiera en las novelas.
No, tenía que marcharse de Londres; mantenerse alejada de la tentación. Pero necesitaría dinero, el suficiente para vivir hasta que encontrara un empleo. El suficiente para...
Sus ojos se posaron en algo brillante: un par de zapatos metidos en el rincón. Pero no hacía una hora ella había limpiado esos zapa¬tos y sabía que el brillo no provenía de los zapatos sino de unas pin¬zas enjoyadas que llevaban prendidas, las que eran fáciles de quitar y lo bastante pequeñas para guardarlas en el bolsillo.
¿Se atrevería?
Pensó en todo el dinero que había recibido Aislin por cuidar de ella, dinero que a la mujer jamás se le ocurrió compartir con ella.
Pensó en todos los años que había trabajado como doncella y criada sin recibir la más mínima paga.
Pensó en su conciencia y se apresuró a aplastarla. En momentos como ese no tenía espacio para una conciencia. Cogió las pinzas de los zapatos.
Y varias horas después, cuando subió Penelope (contra los deseos de su madre) a abrirle la puerta para que saliera, empaquetó todas sus pertenencias y se marchó.
Ante su propia sorpresa, no miró atrás.
continuara....mañana
Y para añadir otro comentario acerca del baile de máscaras, el dis¬fraz de sirena de la señorita Penelope Reiling fue algo desafortunado, pero no tan horroroso, en opinión de esta cronista, como los de la señora Featherington y sus dos hijas mayores, que iban disfrazadas de frutero: Philippa de naranja, Prudence de manzana, y la señora Featherington de racimo de uvas.
Lamentablemente, ninguna de las tres se veía ni un poquitín ape¬titosa.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 7 de junio de 1815.
En qué se había convertido su vida que estaba obsesionado por un guante?, pensó Víctor.
Desde el momento en que tomó asiento en la sala de estar de lady Penwood se había palpado unas diez veces el bolsillo de la chaqueta para cerciorarse de que el guante seguía ahí. Tan nervioso estaba, cosa rarísima en él, que no sabía bien qué le diría a la condesa viuda cuando llegara. Pero normalmente tenía bastante facilidad de palabra; ya se le ocurriría algo llegado el mo¬mento.
Golpeteando el suelo con el pie, miró el reloj de la repisa del hogar. Hacía unos quince minutos que le entregó su tarjeta al mayordomo, lo cual significaba que lady Penwood no tardaría mucho en aparecer. Parecía ser una regla no escrita que todas las damas de la alta sociedad hicieran esperar a sus visitas por lo menos quince minutos; veinte si se sentían especialmente malhumoradas.
Qué regla más estúpida, pensó, irritado. Por qué el resto del mundo no valoraba la puntualidad, como él, era algo que no sabría jamás, pero...
_¡Señor Bridgerton!
Alzó la vista y vio entrar a una mujer rubia, bastante atractiva y vestida a la última moda. Le pareció vagamente conocida, pero eso era de esperar. Seguro que en muchas ocasiones habrían asisti¬do a los mismos eventos sociales, aun cuando no los hubieran pre-sentado.
_Usted debe de ser lady Penwood _dijo, levantándose y ha¬ciendo una cortés venia.
_Pues sí _repuso ella con una graciosa inclinación de la cabe¬za_. Estoy encantada de que haya decidido honrarnos con una visi¬ta. Ciertamente ya he informado a mis hijas de su presencia. No tardarán en bajar.
Víctor sonrió.
Eso era exactamente lo que había esperado.
Lo habría sorprendido si ella se hubiera comportado de otra manera.
Ninguna madre de hijas casaderas desatendía jamás a un hermano Bridgerton.
_Me hace ilusión conocerlas _dijo.
Ella frunció ligeramente el ceño.
_¿Quiere decir que aún no las conoce?
Maldición. La señora quería saber por qué había ido a visitarlas.
_He oído decir cosas muy encantadoras de ellas _improvisó, tratando de no gruñir.
Si lady Whistledown llegaba a enterarse de esa visita, y al pare¬cer se enteraba de todo, muy pronto se propagarían por toda la ciu¬dad los rumores de que él andaba buscando esposa, y había puesto su interés en las hijas de la condesa. ¿Por qué, si no, iba a visitar a dos mujeres a las que ni siquiera había sido presentado?
Lady Penwood sonrió de oreja a oreja.
_Mi RosaMarie está considerada una de las jóvenes más her¬mosas de la temporada.
_¿Y su Penelope? _preguntó él con algo de perversidad. A ella se le tensaron las comisuras de la boca.
_Penelope es... eh... encantadora.
Él sonrió, benigno:
_No veo la hora de conocer a Penelope.
Lady Penwood pestañeó y luego trató de disimular su sorpresa con una sonrisa un tanto dura.
_No me cabe duda de que a Penelope le encantará conocerle.
En ese momento entró una criada con un servicio de té de plata, muy elegante, y a un gesto de lady Penwood, lo dejó sobre una mesa. Pero antes de que pudiera salir la criada, la condesa le pregun¬tó (en tono algo brusco, en opinión de Víctor):
_ ¿Dónde están las cucharas Penwood?
La criada se inclinó en una venia bastante aterrada y contestó:
_Myriam las estaba puliendo en el comedor, milady, pero tuvo que subir cuando usted...
_¡Silencio! _interrumpió lady Penwood, aun cuando había sido ella la que preguntó por las cucharas_. Me imagino que el señor Bridgerton no será tan quisquilloso que necesite tomar el té con cucharillas con monograma.
_Claro que no _musitó Víctor, pensando que lady Penwood sí tenía que ser muy quisquillosa, si había sacado a relucir el tema.
_¡Vete! _ordenó la condesa a la criada agitando enérgicamen¬te la mano_. ¡Fuera de aquí!
La criada se apresuró a salir y la condesa se volvió hacia él y le explicó:
_Nuestra mejor cubertería de plata lleva grabado el blasón Pen¬wood.
_¿Ah, sí? _exclamó él, inclinándose un poco, con evidente interés. Ésa habría sido una excelente manera de verificar que el bla¬són bordado en el guante era el de los Penwood_. No tenemos nada así en la casa Bridgerton _añadió, con la esperanza de que no fuera mentira; jamás se había fijado en la forma de los cubiertos_. Me encantaría verlo.
_¿Sí? _preguntó ella, con los ojos brillantes de admiración_. Sabía que era usted un hombre de buen gusto y refinamiento.
Víctor sonrió, principalmente para no gruñir.
_Tendré que enviar a alguien al comedor a buscar un cubierto. Suponiendo que esa muchacha infernal haya hecho su trabajo.
Al decir eso la boca le formó un rictus con las comisuras hacia abajo, de un modo nada atractivo, y Víctor observó que las arru¬gas de su entrecejo eran muy pronunciadas.
_¿Hay algún problema? _preguntó, cortésmente.
Ella negó con la cabeza y agitó una mano como para restarle importancia.
_Simplemente que es muy difícil encontrar buen personal de servicio. Seguro que su madre dice lo mismo todo el tiempo.
Su madre jamás decía eso, pensó Víctor, pero tal vez se debía a que en su casa trataban muy bien a todos los criados, por lo que éstos eran muy fieles a la familia. Pero asintió de todos modos.
_Uno de estos días tendré que despedir a Myriam _continuó la condesa, sorbiendo por la nariz_. No es capaz de hacer nada bien.
Víctor sintió una vaga punzada de compasión por la pobre y desconocida Myriam. Pero lo último que deseaba era entrar en una conversación sobre la servidumbre con lady Penwood, de modo que cambió el tema haciendo un gesto hacia la tetera.
_Me imagino que el té ya está bien remojado.
_Ah, sí, por supuesto _dijo ella, mirando también la tetera y sonriendo_. ¿Cómo le gusta?
_Con leche y sin azúcar.
Mientras ella le servía la taza oyó el ruido de pies bajando la esca¬lera, y se le aceleró el corazón.
En cualquier momento aparecerían las hijas de la condesa en la puerta, y seguro que una de ellas sería la mujer que había conocido la noche anterior.
Cierto que no le había visto gran parte de la cara, pero tenía bastante buena idea de su talla y altura. Y estaba bastante seguro de que tenía los cabellos largos y castaño claro.
Sí que la reconocería si la veía.
¿Cómo no iba a reconocerla?
Pero cuando entraron las dos damitas en la sala, supo al instante que ninguna de las dos era la mujer que ocupaba todos sus pensa¬mientos.
Una de ellas era demasiado rubia, y tenía un aire remilga¬do, muy afectado, toda una señorita melindres. No había alegría en su expresión, ni travesura en su sonrisa.
La otra se veía bastante amistosa, pero era demasiado rolliza, y su pelo era muy oscuro.
Procuró ocultar su decepción.
Sonrió durante las presentaciones y besó galantemente las manos de las dos, diciendo una o dos tonterías sobre lo encantado que estaba de conocerlas.
Se empeñó decidi¬damente en halagar a la regordeta, simplemente porque se veía a las claras que su madre prefería a la otra.
Ese tipo de madres no mere¬cían ser madres, pensó.
_¿Y tiene más hijos? _preguntó a la condesa cuando acabaron las presentaciones.
Ella lo miró extrañada.
_No, claro que no. Si los tuviera los habría hecho venir a cono¬cerle.
_Pensé que tal vez podría tener hijos pequeños en la sala de estudios. Tal vez de su unión con el conde.
Ella negó con la cabeza.
_Mi matrimonio con lord Penwood no fue bendecido con hijos. Es una lástima que el título haya salido de la familia Gunning¬worth.
Víctor no pudo dejar de notar que la condesa parecía más irri¬tada que entristecida por su falta de prole Penwood.
_¿Tenía hermanos o hermanas su marido? _preguntó, pensan¬do si tal vez su dama misteriosa era una prima Gunningworth.
La condesa le dirigió una mirada suspicaz, la que él tuvo que reconocer que se merecía, tomando en cuenta que sus preguntas no eran las normales para una visita de tarde.
_Es evidente que mi marido no tenía ningún hermano _repli¬có la condesa_, puesto que el título salió de la familia.
Víctor comprendió que debía mantener cerrada la boca, pero había algo en esa mujer que lo irritaba tanto que no pudo resistirse a decir:
_Podría haber tenido un hermano que murió antes que él.
_Bueno, pues no.
RosaMarie y Penelope seguían con sumo interés la conversación, girando las cabezas de un lado a otro como si estuvieran viendo un partido de tenis.
_¿Y hermanas? _preguntó él_. En realidad, lo único que me mueve a hacer estas preguntas es que pertenezco a una familia muy numerosa. No me imagino con un solo hermano o una sola herma¬na _añadió, haciendo un gesto hacia RosaMarie y Penelope_. Pensé que tal vez sus hijas disfrutarían de la compañía de primos y primas.
Una explicación bastante débil, pensó, pero tendría que servir.
_Tenía una hermana _contestó la condesa, arrugando la nariz, desdeñosa_. Pero vivió y murió soltera. Era una mujer de inmensa fe, que eligió dedicar su vida a las obras de caridad.
Bueno, fin de la teoría de la prima.
_Disfruté muchísimo en su baile de máscaras anoche _dijo RosaMarie repentinamente.
Víctor la miró sorprendido. Las dos muchachas habían estado tan calladas que él había olvidado que sabían hablar.
_En realidad fue el baile de mi madre. Yo no participé en la pre¬paración. Pero le transmitiré su elogio.
_Por favor _dijo RosaMarie_. ¿Disfrutó del baile, señor Brid¬gerton?
Víctor estuvo un momento mirándola antes de contestar. La joven tenía una expresión dura en los ojos, como si deseara una información concreta.
_Sí, mucho _contestó.
_Observé que pasó gran parte del tiempo con una dama en par¬ticular _insistió RosaMarie.
Lady Penwood giró bruscamente la cabeza para mirarlo, pero no dijo nada.
_¿Sí? _musitó Víctor.
_Llevaba un traje plateado _continuó RosaMarie_. ¿Quién era?
_Una mujer misteriosa _dijo él con una sonrisa enigmática. No había ninguna necesidad de que ellas supieran que para él tam¬bién era un misterio.
_Supongo que a nosotras puede decirnos su nombre _terció lady Penwood.
Víctor se limitó a sonreír, y se levantó. No iba a obtener más información ahí.
_Me temo que debo marcharme, señoras _dijo afablemente, haciéndoles una cortés venia.
_Y al final no vio las cucharas _le recordó lady Penwood. _Eso tendré que reservarlo para otra ocasión _dijo él.
Era improbable que su madre se hubiera equivocado respecto al blasón Penwood.
Además, si pasaba otro rato más en compañía de la dura y rígida condesa de Penwood, igual podría vomitar.
_Ha sido agradable _mintió.
_Pues sí _convino lady Penwood, acompañándolo a la puer¬ta_. Breve, pero agradable.
Víctor no se tomó la molestia de sonreír.
_¿Qué te parece que ha sido esto? _dijo Aislin cuando oyó cerrarse la puerta de calle, después de salir Víctor Bridgerton.
_Bueno _dijo Penelope_, tal vez...
_No te lo he preguntado a ti _gruñó Aislin.
_Bueno, ¿a quién se lo preguntaste, entonces? _replicó Penelope, con más sentido común del que la caracterizaba.
_Tal vez me vio de lejos _dijo RosaMarie_ y...
_No te vio de lejos _ladró Aislin, atravesando la sala a lar¬gos pasos.
RosaMarie retrocedió, sorprendida. Su madre rara vez le habla¬ba en tono tan impaciente.
_Tú misma dijiste que estaba enamorado de una mujer con ves¬tido plateado.
_No dije «enamorado» exactamente.
_No me discutas por esas tonterías. Estuviera enamorado o no, no vino aquí en busca de ninguna de vosotras _dijo Aislin, recalcando el «vosotras», con su buena dosis de desdén_. No sé qué pretendía. Parecía... _Se interrumpió para caminar hasta la ventana. Haciendo a un lado la cortina, vio al señor Bridgerton en la acera sacando algo del bolsillo_. ¿Qué hace? _susurró.
_Creo que tiene un guante en la mano _dijo Penelope, servicial.
_No es un guante _replicó Aislin, acostumbrada como estaba a contradecir lo que fuera que dijera Penelope_. Vaya, pues sí que es un guante.
_Me parece que sé conocer un guante cuando veo uno _mas¬culló Penelope.
_¿Qué está mirando? _preguntó RosaMarie, dando un coda¬ro a su hermana para que se apartara.
_Hay algo en el guante _dijo Penelope_. Tal vez un bordado. Tenemos algunos guantes con el blasón Penwood bordado en el borde. Tal vez ése tiene el mismo.
Aislin palideció.
_¿Te sientes mal, madre? _le preguntó Penelope_. Estás muy pálida.
_Vino aquí en busca de ella _susurró Aislin.
_¿De quién? _preguntó RosaMarie.
_La mujer del vestido plateado.
_Bueno, no la va a encontrar aquí _terció Penelope_, puesto que yo fui de sirena y RosaMarie de María Antonieta. Y tú de reina Isa¬bel, claro.
_Los zapatos _exclamó Aislin_. Los zapatos.
_¿Qué zapatos? _preguntó RosaMarie, irritada.
_Estaban rayados. Alguien usó mis zapatos. _La cara ya terri¬blemente pálida se le puso más blanca aún_. Era «ella». ¿Cómo lo hizo? Tuvo que ser ella.
_¿Quién? _inquirió RosaMarie.
_Madre, ¿de verdad no te sientes mal? _volvió a preguntar Penelope_. Estás muy rara.
Pero Aislin ya había salido corriendo de la sala.
_Zapato estúpido _farfulló Myriam, frotando con un trapo el talón de uno de los zapatos más viejos de Aislin_. Éstos no se los ha puesto desde hace años.
Acabó de sacar brillo a la punta y colocó el zapato en su lugar en la muy ordenada hilera. Pero aún no cogía otro par cuando se abrió bruscamente la puerta del armario y fue a chocar con la pared, con tanta fuerza que ella casi lanzó un chillido de sorpresa.
_Ay, Dios, qué susto me ha dado _dijo a Aislin_. No la sentí venir y...
_Recoge tus cosas y lárgate _le dijo Aislin en voz baja y cruel_. Te quiero fuera de esta casa a la salida del sol.
A Myriam se le cayó de la mano el trapo con que estaba dando lustre a los zapatos.
_¿Qué? ¿Por qué?
_¿He de tener un motivo? Las dos sabemos que hace un año dejé de recibir los fondos por tu cuidado. Baste decir que ya no te quiero aquí.
_Pero ¿adónde iré?
Aislin entrecerró los ojos hasta dejarlos convertidos en dos feas rajitas.
_Ése no es problema mío, ¿verdad?
_Pero...
_Tienes veinte años. Edad más que suficiente para hacerte tu camino en el mundo. No habrá más mimos de mi parte.
_Jamás me ha mimado _repuso Myriam en voz baja.
_No te atrevas a contestarme.
_¿Por qué no? _replicó Myriam, con voz más aguda_. ¿Qué puedo perder? Me va a echar de la casa de todas maneras.
_Podrías tratarme con un poco de respeto _siseó Aislin, plantándole el pie sobre la falda, para clavarla en la posición de rodi¬llas_, tomando en cuenta que todo este año te he vestido y alojado sólo por la bondad de mi corazón.
_Usted no hace nada por la bondad de su corazón. _Tironeó la falda, pero ésta estaba firmemente cogida bajo el tacón de Aislin_. ¿Por qué me ha mantenido aquí?
_Eres más barata que una criada normal _cacareó Aislin_, y disfruto dándote órdenes.
Myriam detestaba ser prácticamente la esclava de Aislin, pero la casa Penwood era un hogar después de todo. La señora Gibbons era su amiga y Penelope normalmente era amistosa; el resto del mundo, en cambio, era... bueno... bastante temible. ¿Adónde podía ir? ¿Quépodía hacer? ¿Cómo se mantendría?
_¿Porqué ahora? _preguntó.
_Ya no me eres útil _repuso Aislin, encogiéndose de hombros. Myriam miró la larga hilera de zapatos que acababa de limpiar.
_¿No?
Aislin presionó el puntiagudo tacón de su zapato sobre la fal¬da, haciéndolo girar hasta romper la tela.
_Anoche fuiste al baile, ¿verdad?
Myriam sintió que la sangre le abandonaba la cara y comprendió que Aislin veía la verdad en sus ojos.
_N-no _mintió_. ¿Cómo iba a...?
_No sé cómo lo hiciste, pero sé que estuviste ahí. _Con el pie tiro un par de zapatos en su dirección_. Ponte estos zapatos.
Myriam miró los zapatos. Consternada vio que eran los de satén blanco cosidos con hilo de plata, los que se había puesto la noche anterior.
_¡Póntelos! _chilló Aislin_. Los pies de RosaMarie y de Penelope son demasiado grandes para estos zapatos. Tú eres la única que podrías haberlos usado anoche.
_¿Y por eso cree que fui al baile? _preguntó Myriam, con la voz trémula de terror.
_Ponte los zapatos, Myriam.
Se puso de pie y obedeció. Lógicamente, los zapatos le quedaban perfectos.
_Has sobrepasado tus límites _dijo Aislin en voz baja_. Hace muchos años te advertí que no olvidaras tu lugar en este mun¬do. Eres hija ilegítima, una bastarda, el fruto de...
_ ¡Sé qué significa bastarda!
Aislin arqueó una ceja, burlándose altivamente de ese esta¬llido.
_Eres indigna de alternar con la sociedad educada _conti¬nuó_, y sin embargo te atreviste a simular que vales tanto como el resto de nosotros asistiendo al baile de máscaras.
_¡Sí, me atreví! _exclamó Myriam, ya sin importarle que Aislin hubiera descubierto su secreto_. Me atreví y volvería a atre¬verme. Mi sangre es tan azul como la suya, y mi corazón mucho más bondadoso, y...
Un instante estaba de pie chillándole a Aislin y el siguiente estaba en el suelo con la mano en la mejilla, roja por la bofetada.
_No te compares jamás conmigo _le advirtió Aislin.
Myriam continuó en el suelo. ¿Cómo pudo haberle hecho eso su padre, dejarla al cuidado de una mujer que la odiaba tanto? ¿Tan poco la quería? ¿O simplemente había estado ciego?
_Mañana por la mañana ya estarás fuera de aquí _continuó Aislin en voz baja_. No quiero volver a verte la cara.
Myriam se levantó y fue hasta la puerta. Aislin le puso violen¬tamente la mano sobre el hombro.
_Pero no antes de acabar el trabajo que te he asignado.
_Me llevará hasta la mañana terminarlo _protestó ella.
_Ése es problema tuyo, no mío.
Dicho eso, Aislin cerró la puerta de un golpe y dio vuelta a la llave en la cerradura, con un clic muy fuerte.
Myriam miró la parpadeante llama de la vela que había llevado ahí para iluminar el largo y oscuro ropero. La mecha no duraría de nin¬guna manera hasta la mañana siguiente.
Y de ninguna manera ella iba a limpiar el resto de los zapatos de Aislin; ciertamente de ninguna manera.
Se sentó en el suelo, con las piernas y los brazos cruzados y estu¬vo mirando la llama hasta que se le pusieron los ojos turbios. Cuan¬do saliera el sol a la mañana siguiente, su vida cambiaría para siempre. La casa Penwood podría no haber sido un lugar precisa¬mente acogedor, pero por lo menos era un lugar seguro.
No tenía casi nada de dinero. No había recibido ni un cuarto de penique de Aislin en los siete años pasados. Por suerte, todavía tenía un poco del dinero para gastos menores que recibía cuando su padre estaba vivo y la trataban como a su pupila, no como a la escla¬va de su mujer. Y aunque tuvo muchas oportunidades de gastarlo, siempre había sabido que podía llegar ese día, por lo que le pareció prudente guardar los pocos fondos que tenía.
Pero esas pocas libras no la llevarían muy lejos. Necesitaba un pasaje para marcharse de Londres, y eso era caro; tal vez más de la mitad de sus ahorros. Tal vez podría quedarse un tiempo en la ciu¬dad, pero los barrios pobres de Londres eran sucios y peligrosos, y ciertamente los ahorros que tenía no le permitirían vivir en ninguno de los barrios mejores. Además, si iba a estar sola, bien que podía volver al campo, que tanto le gustaba.
Y eso sin tomar en cuenta que Víctor Bridgerton estaba en Londres. La ciudad era grande y no le cabía la menor duda de que podría evitar encontrarse con él durante años, pero su miedo terrible era que no desearía evitarlo; seguro que iría a mirar su casa con la esperanza de ver un atisbo de él cuando saliera por la puerta principal.
Y si él la veía... bueno, no sabía qué podría ocurrir. Era posible que él estuviera furioso por su engaño. Podría desear hacerla su amante. Podría no reconocerla.
Lo único que sabía con certeza era que él no se arrojaría a sus pies declarándole su amor eterno ni le pediría la mano en matri¬nionio.
Los hijos de vizconde no se casan con muchachas de humilde cuna.
Ni siquiera en las novelas.
No, tenía que marcharse de Londres; mantenerse alejada de la tentación. Pero necesitaría dinero, el suficiente para vivir hasta que encontrara un empleo. El suficiente para...
Sus ojos se posaron en algo brillante: un par de zapatos metidos en el rincón. Pero no hacía una hora ella había limpiado esos zapa¬tos y sabía que el brillo no provenía de los zapatos sino de unas pin¬zas enjoyadas que llevaban prendidas, las que eran fáciles de quitar y lo bastante pequeñas para guardarlas en el bolsillo.
¿Se atrevería?
Pensó en todo el dinero que había recibido Aislin por cuidar de ella, dinero que a la mujer jamás se le ocurrió compartir con ella.
Pensó en todos los años que había trabajado como doncella y criada sin recibir la más mínima paga.
Pensó en su conciencia y se apresuró a aplastarla. En momentos como ese no tenía espacio para una conciencia. Cogió las pinzas de los zapatos.
Y varias horas después, cuando subió Penelope (contra los deseos de su madre) a abrirle la puerta para que saliera, empaquetó todas sus pertenencias y se marchó.
Ante su propia sorpresa, no miró atrás.
continuara....mañana
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 6
Hace ya tres años que no hay ninguna boda en la familia Bridger¬ton, y en varias ocasiones se ha oído declarar a lady Bridgerton que está casi desquiciada. Víctor no ha buscado novia (y es la opinión de esta cronista que a sus treinta años ya debería hacerlo); tampoco tiene novia Roberto, aunque tal vez se le puede perdonar su tardanza porque, al fin y al cabo, sólo tiene veintiséis años.
La vizcondesa viuda tiene también dos hijas por las que preocu¬parse. Eloisa está muy cerca de los veintiún años, y aunque le han hecho varias proposiciones, ha demostrado no tener ninguna inclina¬ción a casarse. Francesca va a cumplir los veinte (por coincidencia, las dos jovenes están de cumpleaños el mismo día), y también parece más interesada en la temporada que en el matrimonio.
Esta cronista opina que lady Bridgerton no tiene por qué preocu¬parse en realidad. Es inconcebible que cualquiera de los hermanos Bridgerton no haga finalmente un matrimonio aceptable; además, sus dos hijos casados ya le han dado un total de cinco nietos, y supon¬go que ése es el deseo de su corazón.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 30 de abril de 1817.
Alcohol y cigarros; partidas de cartas y muchas mujeres de alqui¬ler. Justo el tipo de fiesta de la que Víctor Bridgerton habría dis¬frutado inmensamente cuando acababa de salir de la universidad.
Pero en esos momentos estaba aburrido, hastiado.
Ni siquiera sabía por qué se le ocurrió asistir. Por puro aburri¬miento, suponía.
Hasta el momento la temporada de 1817 en Lon¬dres había sido una repetición de la del año anterior, y no había encontrado particularmente interesante la de 1816. Hacer lo mismo y lo mismo otra vez ya era peor que vulgar.
Tampoco conocía al anfitrión, un tal Phillip Cavender.
Era una de esas situaciones del amigo de un amigo de un amigo, y en esos momentos deseaba fervientemente haberse quedado en Londres. Acababa de salir de un molesto catarro, y debería haber aprovecha¬do ese pretexto para rechazar la invitación, pero su amigo, al que, por cierto, no veía desde hacía varias horas, había insistido, tentán-dolo, engatusándolo, hasta que él cedió.
Y cuánto lo lamentaba.
Avanzó por el corredor que salía del vestíbulo principal de la casa de los padres de Cavender. Por la puerta izquierda vio a un gru¬po jugando a las cartas; uno de los jugadores estaba sudando copio¬samente.
_Idiota _masculló. El pobre hombre igual estaba a punto de perder su casa ancestral.
La puerta de la derecha estaba cerrada, pero oyó risitas femeni¬nas y luego la risa de un hombre, seguidos por unos gruñidos y chi¬llidos bastante desagradables.
Eso era una locura, una estupidez. No deseaba estar ahí. Detes¬taba jugar a las cartas cuando las apuestas eran sumas superiores a lo que podían permitirse los participantes y jamás había tenido el menor interés en copular de una manera tan pública. No sabía qué le había ocurrido al amigo que lo llevó allí, y no le caían muy bien los demás invitados.
_Me marcho _anunció, aunque no había nadie que lo escu¬chara.
Tenía una pequeña propiedad no muy lejos de allí, a una hora de trayecto en realidad. Aunque no era mucho más que una rústica casita de campo, en esos momentos se le antojó que era el mismí¬simo cielo.
Pero los buenos modales le ordenaban que buscara a su anfitrión para informarlo de su partida, aun cuando el señor Cavender estu¬viera tan borracho que al día siguiente no recordara nada de la con¬versación.
Pero al cabo de diez minutos de infructuosa búsqueda, Víctor ya comenzaba a desear que su madre no hubiera sido tan firme en su empeño de inculcar buenos modales a todos sus hijos. Entonces le habría resultado mucho más fácil marcharse simplemente y ya está.
_Tres minutos más _gruñó_. Si dentro de tres minutos no encuentro al puñetero idiota, me marcho.
Justo en ese momento pasaron por su lado dos jóvenes tamba¬leantes que al enredarse en sus propios pies soltaron una ruidosa car¬cajada. El aire se impregnó de efluvios alcohólicos, y Víctor retro¬cedió discretamente un paso, no fuera a ser que uno de ellos se viera obligado a echarle encima el contenido de su estómago.
Le tenía muchísimo cariño a sus botas.
_¡Bridgerton! _exclamó uno de ellos.
Víctor los saludó con una seca inclinación de la cabeza. Los dos eran unos cinco años menores que él y no los conocía bien.
_Ése no es un Bridgerton _dijo el otro con la voz estropajo¬sa_. Ése es... vaya, pues sí que es un Bridgerton. Tiene el pelo y la nariz. _Entrecerró los ojos_. ¿Pero cuál de los Bridgerton?
_¿Habéis visto a nuestro anfitrión? _les preguntó Víctor, pasando por alto la pregunta.
_¿Tenemos un anfitrión?
_Pues, claro _dijo el primero_. Cavender. Un tipo condena¬damente amable, dejarnos usar su casa...
_La casa de sus padres _enmendó el otro_. No la ha hereda¬do todavía, el pobre.
_¡Eso! La casa de sus padres. Muy agradable el muchacho de todos modos.
_¿Alguno de vosotros lo ha visto? _gruñó Víctor.
_Está fuera _contestó el que al principio no recordaba que tenían un anfitrión_. Justo delante de la casa.
_ Gracias.
Sin más, pasó junto a ellos en dirección a la puerta. Bajaría la cscalinata, presentaría sus respetos a Cavender y se dirigiría al esta¬blo a recoger su faetón. Tal vez ni siquiera tendría que aminorar el paso.
Era hora de buscarse otro empleo, pensó Myriam Montemayor.
Habían transcurrido casi dos años desde que se marchara de Londres, dos años desde que por fin dejara de ser la esclava de Aislin, dos años desde que se quedara totalmente sola.
Después de salir de la casa Penwood empeñó las pinzas de los zapatos de Aislin, pero los diamantes de que tanto alardeara Aislin resultaron no ser diamantes sino simples imitaciones, y no le dieron mucho dinero por ellos. Intentó encontrar trabajo como ins-titutriz, pero en ninguna de las agencias a las que se presentó estu¬vieron dispuestos a aceptarla. Sí que tenía buena educación, pero no tenía ninguna recomendación; además, la mayoría de las mujeres no querían contratar a una persona tan joven y bonita.
Finalmente compró un billete en un coche de línea hasta Wilt¬shire, puesto que eso era lo más lejos que podía ir si quería reser¬varse la mayor parte de su dinero para emergencias.
Afortunada¬mente, no tardó mucho en encontrar empleo, como camarera de la planta superior en la casa del señor y señora Cavender.
Éstos eran una pareja normal, que esperaban buen trabajo de sus criados pero no exigían lo imposible. Después de trabajar tantos años para Aislin, el trabajo en casa de los Cavender le pareció casi como hacer vacaciones.
Pero entonces regresó el hijo de su viaje por Europa y todo cam¬bió. Phillip vivía tratando de arrinconarla en los corredores, y al rechazar ella una y otra vez sus insinuaciones y requerimientos, él se se fue poniendo más y más agresivo.
Justo estaba empezando a pensar que debía buscar un empleo en otra parte, cuando los señores Cavender se fueron a Brighton, a hacer una visita de una semana a la hermana de la señora Cavender. Y entonces Phillip dedidió organizar una fiesta para unos veinte de sus mejores amigos.
Ya le había resultado difícil evitar los encuentros con Phillip antes, pero por lo menos se sentía algo protegida; Phillip no se atre¬vería a atacarla estando su madre en casa. Pero estando ausentes los señores Cavender, el joven parecía creer que podía hacer y tomar lo que fuera que se le antojara; y sus amigos no eran mejores.
Sabía que debería haberse marchado inmediatamente, pero la seño¬ra Cavender la había tratado bien y no le pareció correcto marcharse sin dar el aviso con dos semanas de antelación. Sin embargo, después de sufrir una persecución de dos horas por toda la casa, decidió que los buenos modales no valían su virtud, de modo que después de decirle al ama de llaves (compasiva, por suerte) que no podía continuar allí, metió sus pocas pertenencias en una pequeña bolsa, bajó sigilosamen¬te por la escalera lateral de servicio y salió. La esperaba una caminata de dos millas hasta la ciudad, pero sin duda estaría infinitamente más segura en el camino, incluso en la oscuridad de esa negra noche, que quedándose en la casa Cavender. Además, sabía de una pequeña posa¬da donde podría comer algo caliente y conseguir una habitación a un precio módico.
Acababa de dar la vuelta a la casa y tomar el camino de entrada cuando oyó un estridente grito.
Miró. Maldición. Era Phillip Cavender, que parecía estar más borracho y desagradable que de costumbre.
Echó a correr, rogando que el alcohol le hubiera estropeado la coordinación, porque sabía que no podría igualarlo en velocidad.
Pero al parecer su huida sólo sirvió para excitarlo, porque lo oyó gritar alegremente y luego oyó sus pasos, atronadores, acercándose, acercándose, hasta que sintió cerrarse su mano en la parte de atrás del cuello de su chaqueta, obligándola a detenerse.
Phillip rió triunfante, y ella se sintió más aterrada que nunca en toda su vida.
_Mira lo que tengo aquí _cacareó_. La señorita Myriam. Ten¬dré que presentarte a mis amigos.
Myriam sintió la boca reseca y no supo si el corazón se le había parado o estaba latiendo al doble de velocidad.
_Suélteme, señor Cavender _dijo con la voz más severa que logró sacar. Sabía que a él le gustaba verla impotente y suplicante, y no estaba dispuesta a darle el gusto.
_Creo que no _dijo él.
La hizo darse media vuelta, por lo que se vio obligada a ver esti¬rarse sus labios en una sonrisa babosa. Entonces él giró la cabeza ¡lacia un lado y gritó:
_¡Heasley! ¡Flctcher! ¡Mirad lo que tengo aquí!
Horrorizada vio salir a dos hombres de las sombras, los que, a juzgar por su aspecto, estaban tan borrachos, o más, que Phillip.
_Siempre das las mejores fiestas _dijo uno de ellos en tono zalamero.
Phillip se hinchó de orgullo.
_¡Suélteme! _repitió Myriam.
Phillip sonrió de oreja a oreja.
_¿Qué os parece muchachos? ¿Obedezco a la dama?
_ ¡Demonios, no! _contestó el más joven de los dos hombres. _Parecería que «dama» es una denominación algo incorrecta, ¿no crees? _dijo el otro, el que acababa de decir que Phillip daba las mejores fiestas.
_¡Muy cierto! _exclamó Phillip_. Ésta es una criada, y, como todos sabemos, esta gentuza ha nacido para servir. _Dio un fuerte empujón a Myriam en la dirección de uno de sus amigos_. Ahí tie¬nes. Échale una mirada a la mercancía.
Myriam lanzó un grito al sentirse así catapultada y aferró fuerte¬mente su bolsa. La iban a violar, eso estaba claro. Pero su mente ate¬rrada quería aferrarse a una hilacha de dignidad, y no permitiría que esos hombres desparramaran hasta la última de sus pertenencias sobre el frío suelo.
El hombre que la cogió la manoseó groseramente y luego la empujó hacia el tercero. Éste acababa de pasarle el brazo por la cin¬tura cuando alguien gritó:
_ ¡Cavender!
Myriam cerró los ojos, desesperada. Otro hombre más. Cuatro.
Dios santo, ¿es que tres no eran suficientes?
_¡Bridgerton! _gritó Phillip_. Únete a nosotros.
Myriam abrió los ojos. ¿Bridgerton?
De la oscuridad salió un hombre alto, de potente musculatura, avanzando con confiada soltura.
_¿Qué tenemos aquí?
Dios santo, habría reconocido esa voz en cualquier parte. La había oído con mucha frecuencia en sus sueños. Era Víctor Bridgerton. Su Príncipe Encantado.
El aire nocturno estaba frío, pero Víctor lo encontró refrescante, después de haberse visto obligado a inspirar los efluvios del alcohol y tabaco en el interior de la casa. La luna brillaba bien redondeada, casi llena, y una suave brisa agitaba las hojas de los árboles. Total, que era una excelente noche para abandonar una fiesta aburrida y regresar a casa.
Pero lo primero es lo primero. Tenía que encontrar a su anfitrión y pasar por el proceso de agradecerle su hospitalidad e informarlo de su partida. Cuando llegó al peldaño inferior gritó:
_ ¡Cavender!
_¡Aquí! _llegó la respuesta.
Miró a la derecha. Cavender estaba junto a un majestuoso olmo con otros dos caballeros. Al parecer estaban divirtiéndose con una criada, empujándola de uno a otro.
Soltó un gemido. Estaba demasiado lejos para determinar si la criada estaba disfrutando de sus atenciones, y si no lo estaba, tendría que salvarla, y no era eso lo que tenía planeado hacer esa noche. Nunca le había gustado particularmente hacer el héroe, pero tenía muchas hermanas menores, cuatro exactamente, como para hacer caso omiso de una mujer en apuros.
_¡Eh, ahí! _gritó caminando sin prisa, tratando de mantener una postura despreocupada.
Siempre era mejor caminar lentamente para evaluar la situación, que no abalanzarse a ciegas.
_¡Bridgerton! _gritó Cavender_. ¡Unete a nosotros!
Víctor llegó al lugar justo en el momento en que uno de los hombres le pasaba un brazo por la cintura a la joven, desde atrás, y con la otra mano empezaba a pellizcarle y manosearle el tra¬sero.
Miró a la criada a los ojos. Esos ojos estaban agrandados, aterra¬dos, y lo miraban a él como si acabara de caer entero del cielo.
_¿Qué tenemos aquí? _preguntó.
_Un poco de diversión _rió Cavender_. Mis padres tuvieron la amabilidad de contratar a este buen bocado como camarera de la planta superior.
_No parece estar disfrutando de vuestras atenciones _dijo Víctor tranquilamente.
_Sí que le gusta _contestó Cavender sonriendo_. Le gusta lo suficiente para mí, en todo caso.
_Pero no para mí _dijo Víctor avanzando.
_Puedes tener tu turno con ella _dijo Cavender Jovialmente_. Tan pronto como nosotros hayamos terminado.
_Has entendido mal.
Ante el filo acerado de su voz los tres hombres se quedaron inmóviles, mirándolo con recelosa curiosidad.
_Suelta a la muchacha.
Todavía pasmado por el repentino cambio de atmósfera y tal vez con los reflejos adormecidos por el alcohol, el hombre que sostenía a la muchacha no la soltó.
_No deseo luchar con vosotros _dijo Víctor, cruzándose de brazos_, pero lo haré. Y os aseguro que las posibilidades de tres contra uno no me asustan.
_Oye, tú _dijo Cavender enfadado_. No puedes venir aquí a darme órdenes en mi propiedad.
_La propiedad es de tus padres _enmendó Víctor, recor¬dándoles a todos que Cavender todavía estaba con la leche en los labios.
_Es mi casa _replicó Cavender_, y ella es mi criada. Y hará lo que yo quiera.
_No sabía que la esclavitud era legal en este país.
_Tiene que hacer lo que yo diga.
_¿Sí?
_Si no, la despediré.
_Muy bien _dijo Víctor con un asomo de sonrisa burlona_. Pregúntaselo, entonces. Pregúntale si desea copular con vosotros tres. Porque eso es lo que teníais pensado, ¿verdad?
Cavender farfulló algo sin saber qué decir.
_Pregúntaselo _repitió Víctor, sonriendo, principalmente porque sabía que su sonrisa enfurecería al hombre menor_. Y si dice no, puedes despedirla ahora mismo.
_No se lo preguntaré _gimió Cavender.
_Bueno, entonces no puedes esperar que lo haga, ¿verdad? _Miró a la muchacha. Era muy atractiva, con una melena corta de rizos castaño claro y unos ojos que se veían casi demasiado gran¬des en su cara_. Muy bien _dijo_ mirando nuevamente a Cavender_. Yo se lo preguntaré.
La muchacha entreabrió los labios, y Víctor tuvo la extrañísi¬ma impresión de que se habían visto antes. Pero eso era imposible, a no ser que hubiera trabajado para alguna otra familia aristocrática. E incluso en ese caso, sólo la habría visto de paso. Su gusto en muje¬res no iba jamás hacia las criadas, y la verdad, tendía a no fijarse en ellas.
_Señorita... _Frunció el ceño_. Oiga, ¿cómo se llama?
_Myriam Montemayor _repuso ella, con la voz sofocada, como si tuviera un inmenso sapo atrapado en la garganta.
_Señorita Montemayor _continuó él_, ¿tendría la amabilidad de contestar la siguiente pregunta?
_¡No! _explotó ella.
_¿No va a contestar? _le preguntó él, con una expresión de diversión en los ojos.
_No, no quiero copular con esos tres hombres.
Las palabras le salieron casi a borbotones de la boca.
_Bueno, parece que eso resuelve el asunto _dijo Víctor. Miró al hombre que todavía la tenía cogida_. Te sugiero que la suel¬tes para que Cavender pueda despedirla de su empleo.
_¿Y adónde irá? _se burló Cavender_. Puedo asegurarte que no volverá a trabajar en este distrito.
Myriam miró a Víctor, pensando lo mismo.
Víctor se encogió de hombros despreocupadamente.
_Le encontraré un puesto en la casa de mi madre. _La miró a ella y arqueó una ceja_. Supongo que eso es aceptable, ¿no?
Myriam estaba boquiabierta, con horrorizada sorpresa. ¿Víctor quería llevarla a su casa?
_Ésa no es exactamente la reacción que yo esperaba _comen¬tó él, sarcástico_. Ciertamente será más agradable que su empleo aquí. Como mínimo, puedo asegurarle que no la violarán. ¿Qué dice?
Desesperada, Myriam miró a los tres hombres que habían inten¬tado violarla.
En realidad no tenía otra opción; Víctor Bridgerton cra su único medio para salir de la propiedad Cavender. Eso sí, de ninguna manera podría trabajar para su madre; sería absolutamente insoportable estar tan cerca de él y seguir siendo una criada. Pero encontraría la manera de evitar eso después; en ese momento lo que necesitaba era librarse de Phillip.
Miró a Víctor y asintió, sin atreverse a hablar. Se sentía como si se estuviera ahogando, aunque no sabía si eso se debía a miedo o a alivio.
_Muy bien _dijo él_. ¿Nos vamos entonces?
Ella miró intencionadamente el brazo que la seguía reteniendo.
_Vamos, por el amor de Dios _gruñó Víctor_. ¿La vas a soltar o tendré que destrozarte la maldita mano con un disparo?
Víctor ni siquiera tenía una pistola en la mano, pero su tono fue tal que el hombre la soltó al instante.
_Estupendo _dijo Víctor ofreciendo el brazo a la criada. Ella dio unos pasos y colocó la temblorosa mano sobre su codo.
_¡No puedes llevártela! _chilló Phillip.
_Ya lo he hecho _repuso Víctor mirándolo desdeñoso.
_Lamentarás haber hecho esto _dijo Phillip.
_Lo dudo. Y ahora, ¡fuera de mi vista!
Después de emitir unos cuantos resoplidos, Phillip se volvió hacia sus amigos.
_Vámonos de aquí _les dijo. Luego miró a Víctor_. Y tú no creas que vas a recibir otra invitación a alguna de mis fiestas.
_Se me parte el corazón _contestó Víctor, con voz burlona. Phillip farfulló otro poco, indignado, y luego él y sus dos amigos echaron a andar hacia la casa.
Durante un momento Myriam los observó alejarse y luego volvió lentamente la mirada hacia Víctor. Cuando estaba atrapada por Phillip y sus lascivos amigos sabía lo que deseaban hacerle y casi deseó morir.
Y de pronto, ahí estaba Víctor Bridgerton, ante ella, como un héroe de sus sueños, y llegó a creer que había muerto, ¿porque cómo podía estar él ahí con ella si no estaba en el cielo?
Estaba tan absolutamente pasmada que casi olvidó que el amigo de Phillip la tenía apretada contra él y le tenía cogido el trasero de la manera más humillante. Por un breve instante el mundo pareció des¬vanecerse y lo único que era capaz de ver, lo único que percibía, era a Víctor Bridgerton.
Fue un momento perfecto.
Pero entonces reapareció el mundo, aplastante, como con un estallido, y lo primero que se le ocurrió pensar fue ¿qué hacía él ahí? Ésa era una fiesta asquerosa, toda de borrachos y rameras. Cuando lo conoció dos años atrás, él no le dio la impresión de ser un hom¬bre que frecuentara ese tipo de reuniones. Pero sólo estuvo con él unas pocas horas; tal vez se formó un juicio equivocado de él. Cerró los ojos, angustiada. Durante esos dos años pasados, Víctor Brid¬gerton había sido la luz más brillante en su monótona y penosa exis¬tencia. Si se había formado una opinión equivocada de él, si él era poco mejor que Phillip y sus amigos, se quedaría sin nada.
Ni siquiera con un recuerdo de amor.
Pero él acababa de salvarla; eso era irrefutable. Tal vez lo impor¬tante no era el motivo de que él hubiera ido a la fiesta de Phillip sino sólo que había ido y la había salvado.
_¿Se siente mal? _le preguntó él.
Ella negó con la cabeza, mirándolo a los ojos, esperando que él la reconociera.
_¿Está segura?
Ella asintió, y siguió esperando. No tardaría en reconocerla.
_Estupendo. La estaban zarandeando brutalmente.
_Lo superaré.
Myriam se mordió el labio inferior. No sabía cómo reaccionaría él cuando se diera cuenta de quién era ella. ¿Estaría encantado? ¿Se pondría furioso? El suspenso la mataría.
_¿Cuánto le llevará empaquetar sus cosas?
Ella pestañeó, algo aturdida, y entonces cayó en la cuenta de que seguía aferrando fuertemente su bolsa.
_Lo tengo todo aquí. Ya había salido de la casa para marcharme cuando me cogieron.
_Inteligente muchacha _comentó él, aprobador.
Ella se limitó a mirarlo, sin poder creer que no la hubiera reco¬nocido.
_Vámonos, entonces _dijo él_. El sólo estar en la propiedad de Cavender me enferma.
Ella guardó silencio, pero adelantó ligeramente el mentón y ladeo la cabeza, observándole la cara.
_¿Seguro que se encuentra bien? _ le preguntó él.
Y entonces Myriam empezó a pensar. Dos años atrás, cuando lo conoció, ella tenía cubierta la mitad de la cara por un antifaz. Lleva¬ba ligeramente empolvado el pelo, lo que la hacía parecer más rubia de lo que era en realidad. Además, después se lo había cortado y vendido la melena a un fabricante de pelucas. Sus cabellos en otro tiempo largos y ondeados eran ahora rizos cortos.
Sin tener a la señora Uibbons para alimentarla, había adelgazado muchísimo.
Y, si lo pensaba bien, sólo habían estado en mutua compañía escasamente una hora y media.
Lo miró fijamente a los ojos. Y entonces comprendió. Él no la reconocería. No tenía la menor idea de quién era ella. No supo si echarse a reír o a llorar.
Capítulo 7
A todos los invitados al baile de los Mottram el jueves pasado les que¬dó claro que la señorita RosaMarie Reiling se ha propuesto conquis¬tar al señor Phillip Cavender.
Es la opinión de esta cronista que los dos hacen muy buena pare¬ja.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 30 de abril de 1817.
Diez minutos después, Myriam estaba sentada al lado de Víctor Bridgerton en su faetón.
_¿Le ha entrado algo en el ojo? _le preguntó él.
Eso la sacó de su ensimismamiento.
_¿Qué?
_No para de pestañear _explicó él_. Pensé que podría haber¬le entrado algo en el ojo.
Ella tragó saliva, tratando de reprimir un ataque de risa ner¬viosa.
¿Qué debía decirle? ¿La verdad? ¿Que pestañeaba y pestañeaba porque suponía que en cualquier momento despertaría de lo que podría ser sólo un sueño? ¿O tal vez una pesadilla?
_¿Está bien, de verdad?
Ella asintió.
_Son los efectos de la conmoción, me imagino _dijo él.
Ella volvió a asentir; era mejor que él creyera que era eso lo que la afectaba.
¿Cómo era posible que no la hubiera reconocido? Llevaba dos años soñando con ese momento. Su Príncipe Encantado había acu¬dido por fin a rescatarla, y ni siquiera sabía quién era ella.
_¿Me dice su nombre otra vez? Lo siento muchísimo. Siempre tengo que oír dos veces un nombre para recordarlo.
_Señorita Myriam Montemayor.
No había motivo para mentir; ella no le había dicho su nombre en el baile de máscaras.
_Es un placer conocerla, señorita Montemayor _dijo él, sin apartar la vista del oscuro camino_. Yo soy el señor Víctor Bridgerton.
Myriam respondió a su presentación con una inclinación de la cabeza, aun cuando él no la estaba mirando. Guardó silencio un momento, principalmente porque no sabía qué decir en esa situación tan increíble. Ésa era la presentación que no tuvo lugar cuando se conocieron.
Finalmente se limitó a decir:
_Lo que hizo fue muy valiente.
Él se encogió de hombros.
_Ellos eran tres y usted sólo uno. La mayoría de los hombres no habrían intervenido.
_Detesto a los matones _dijo él simplemente.
_Me habrían violado _continuó ella, asintiendo otra vez.
_Lo sé _dijo él. Y añadió_: Tengo cuatro hermanas.
Ella estuvo a punto de decir «Lo sé», pero se contuvo justo a tiempo.
¿Cómo podía saber eso una criada de Wiltshire?
_Supongo que por eso fue tan sensible a mi apurada situación.
_Me agrada pensar que otro hombre acudiría a ayudarlas si alguna vez se encontraran en una situación similar.
_Espero de corazón que nunca tenga que comprobarlo.
_Yo también _asintió él tristemente.
Continuaron el trayecto, envueltos en el silencio de la noche. Myriam se acordó del baile, cuando no habían parado de conversar ni siquiera un momento. La situación era diferente ahora. Ella era una cria¬da, no una gloriosa mujer de la alta sociedad. No tenían nada en común.
De todos modos, seguía esperando que él la reconociera, que parara el coche, la estrechara contra su pecho y le dijera que llevaba dos años buscándola. Pero muy pronto comprendió que eso no ocu¬rriría. Él no podía reconocer a la dama en la criada y, dicha sea la ver¬dad, ¿por qué habría de hacerlo?
Las personas ven lo que esperan ver. Y ciertamente Víctor Bridgerton no esperaba ver a una elegante dama de la sociedad bajo el disfraz de una humilde criada.
No había pasado ni un solo día en que no hubiera pensado en él, que no hubiera recordado sus labios sobre los suyos o la embriagado¬ra magia de esa noche de disfraces. Él se había convertido en el centro de sus fantasías, en las que ella era otra persona, con otros padres.
En sus sueños, lo conocía en un baile, tal vez su propio baile, ofrecido por sus amantísimos madre y padre. Él la cortejaba dulcemente, llevándo¬le fragantes flores y robándole besos a hurtadillas. Y entonces, un apa¬cible día de primavera, en medio de los trinos de los pájaros y una suave brisa, él hincaba una rodilla en el suelo y le pedía que se casara con él, haciéndole profesión de un amor y adoración eternos.
Era un hermoso sueño despierta, superado solamente por aquél en que vivían felices para siempre, con tres o cuatro espléndidos hijos, todos nacidos dentro del sacramento del matrimonio.
Pero aún con todas esas fantasías, jamás se imaginó que volvería a verlo en la realidad, y mucho menos que él la rescataría de un trío de atacantes licenciosos.
Le habría encantado saber si él alguna vez pensaba en la miste¬riosa mujer de traje plateado con la que compartiera un apasionado beso. Le gustaba creer que sí pensaba, pero dudaba de que para él hubiera significado tanto como para ella. Él era un hombre, al fin y al cabo, y lo más probable era que hubiera besado a muchas mujeres.
Y para él, esa noche única habría sido muy parecida a cualquier otra. Ella seguía leyendo la hoja Whistledown siempre que logra¬ba ponerle las manos encima a una. Sabía que él asistía a veintenas de bailes. ¿Por qué, pues, iba a destacar en sus recuerdos un baile de máscaras?
Suspirando se miró las manos, en las que todavía aferraba el cor¬dón de su pequeña bolsa. Le habría gustado tener guantes, pero a comienzos de ese año había tenido que tirar su único par por inser¬vibles y no había podido comprarse otro. Tenía las manos ásperas y agrietadas, y ya se le estaban enfriando los dedos.
_¿Es eso todo lo que posee? _le preguntó Víctor, haciendo un gesto hacia la bolsa.
Ella asintió.
_No tengo mucho. Sólo una muda de ropa y unos pocos efec¬tos personales.
Pasado un momento él comentó:
_Tiene una dicción muy refinada para ser una criada.
No era él la primera persona que le hacía esa observación, por lo que ya tenía una respuesta preparada:
_Mi madre era el ama de llaves de una familia muy buena y generosa. Me permitían que asistiera a algunas clases con sus hijas.
Habían llegado a una encrucijada y con un diestro movimien¬to de las muñecas él hizo entrar a los caballos por el camino de la izquierda.
_¿ Por qué no trabaja ahí? _le preguntó_. Supongo que no se refiere a los Cavender.
_No _contestó ella, tratando de inventar una respuesta ade¬cuada. Nunca nadie se había molestado en hacerle más preguntas sobre esa explicación; a nadie le había interesado ella tanto como para que le importara saber más_. Mi madre murió _dijo al fin_, y yo no me llevaba bien con la nueva ama de llaves.
Él pareció aceptar eso y continuaron en silencio unos minutos.
El silencio de la noche sólo era interrumpido por esporádicas ráfa¬gas de viento y el rítmico clap clap de los cascos de los caballos. Finalmente, ya incapaz de contener su curiosidad, ella preguntó:
_¿Adónde vamos?
_Tengo una casita de campo no muy lejos _repuso él_. Pasa¬remos allí una o dos noches y después la llevaré a la casa de mi madre. Estoy seguro de que ella le encontrará un puesto entre su personal.
A ella empezó a retumbarle el corazón.
_Esa casita suya...
_Estará bien acompañada _dijo él con un asomo de sonrisa_. Están allí los cuidadores, y le aseguro que no hay ninguna posibili¬dad de que el señor y la señora Crabtree permitan que ocurra algo incorrecto en su casa.
_Creí que la casa era suya.
Él ensanchó la sonrisa.
_Llevo años tratando de que la consideren mía, pero nunca he tenido éxito.
Myriam no pudo evitar que se le curvaran las comisuras de la boca.
_Me parece que son personas que me van a gustar muchísimo.
_Eso espero.
Nuevamente se hizo el silencio. Myriam mantenía los ojos escru¬pulosamente fijos al frente. Tenía un miedo de lo más ridículo de que si sus ojos se encontraban con los de él, él la reconocería.
Pero eso era pura fantasía. Él ya la había mirado a los ojos, y más de una vez, y seguía pensando que ella no era otra cosa que una criada.
Pero pasados unos minutos sintió un extrañísimo hormigueo en la mejilla, y al girar la cara hacia él comprobó que él la miraba una y otra vez con expresión rara.
_¿Nos hemos conocido? _preguntó él de pronto.
_No _repuso ella, con la voz más ahogada de lo que habría querido_. Creo que no.
_Tiene razón, sin duda _musitó él_, pero de todos modos, tengo la impresión de que la he visto antes.
_Todas las criadas somos iguales _dijo ella, con sonrisa iró¬nica.
_Eso solía pensar yo _dijo él entre dientes.
Ella giró la cara hacia delante, sorprendida.
¿Por qué le había dicho eso?
¿Es que no quería que él la reconociera?
¿Es que no se había pasado la última media hora esperando, deseando, soñando y...?
Y ése era el problema.
Estaba soñando.
En sus sueños, él la ama¬ba; en sus sueños, él le pedía que se casara con él.
En la realidad, era posible que él le pidiera que fuera su querida, y eso era algo que había jurado no hacer jamás; en la realidad, era posible que él se sin¬tiera obligado por el honor a devolverla a Aislin, la cual, con toda probabilidad la llevaría directamente ante el magistrado por haberle robado las pinzas de los zapatos, puesto que no había creído ni por un momento que Aislin no hubiera notado su desaparición.
No, era mejor que él no la reconociera.
Eso sólo le complicaría la vida, Y considerando que no tenía ninguna fuente de ingresos, que en realidad tenía muy poco aparte de la ropa que llevaba puesta, a su vida no le hacía falta ninguna complicación en esos momentos.
Sin embargo, se sentía inexplicablemente desilusionada de que él no hubiera sabido al instante quién era.
_¿Eso ha sido una gota de lluvia? _preguntó, ansiosa por lle¬var la conversación a temas menos espinosos.
Víctor miró hacia arriba.
En ese momento la luna estaba oscu¬recida por nubes.
_No parecía que iba a llover cuando nos marchamos _musitó. Le cayó un goterón en el muslo_. Pero creo que tiene razón.
Ella contempló el cielo.
_El viento ha arreciado bastante. Espero que no sea una tor¬menta.
_Seguro que habrá tormenta _dijo él, irónico_, ya que esta¬mos en un coche abierto. Si hubiera cogido mi berlina, no habría ni una sola nube en el cielo.
_¿Cuánto falta para llegar a su casa?
_Más o menos una media hora, diría yo. _Frunció el ceño_. Eso si no nos refrena la lluvia.
_Bueno, no me importa un poco de lluvia _dijo ella, valiente¬mente_. Hay cosas mucho peores que mojarse.
Los dos sabían exactamente a qué se refería.
_Creo que olvidé darle las gracias _añadió ella, su tono dulce, sereno.
Al instante Víctor giró la cabeza para mirarla.
Por todo lo más sagrado, había algo condenadamente conocido en esa voz. Pero cuando sus ojos le escrutaron la cara, lo que vio fue a una simple criada. Una criada muy atractiva, cierto, pero criada de todos modos. No una persona con la que pudiera haberse cruzado.
_No fue nada _dijo finalmente.
_Para usted, tal vez. Para mí lo fue todo.
Incómodo por ese agradecimiento, él se limitó a hacer un gesto de asentimiento e hizo uno de esos gruñidos que tienden a emitir los hombres cuando no saben qué decir.
_Fue un acto muy valeroso _continuó ella. Él volvió a gruñir.
Y en ese momento los cielos se abrieron en serio.
Al cabo de más o menos un minuto, la ropa de Víctor estaba totalmente empapada.
_¡Llegaré allí lo más rápido que pueda! _gritó a voz en cuello para hacerse oír por encima del ruido del viento.
_¡No se preocupe por mí! _gritó ella.
Pero cuando él la miró vio que estaba muy acurrucada, rodeán¬dose fuertemente con los brazos, para conservar lo mejor posible el calor del cuerpo.
_Permítame que le preste mi chaqueta.
Ella negó con la cabeza y se echó a reír.
_Lo más probable es que me moje más, con lo empapada que está.
Él azuzó a los caballos para que apretaran el paso, pero el cami¬no estaba cada vez más lodoso y el viento azotaba a la lluvia a uno y otro lado, formando una cortina que disminuía la ya mediocre visi¬bilidad.
Maldición, eso era justo lo que necesitaba, pensó Víctor.
Había estado acatarrado toda la semana anterior, y era posible que no estuviera recuperado del todo. Un trayecto bajo la helada lluvia sin duda le produciría una recaída, y se pasaría todo el mes con moqueo y los ojos acuosos, todos esos molestos y nada atractivos síntomas.
Claro que...
No pudo contener una sonrisa. Claro que si volvía a enfermar, su madre no intentaría engatusarlo para que asistiera a todas las fies¬tas de la ciudad, con la esperanza de que encontrara por fin una dama adecuada para establecerse en un tranquilo y feliz matrimonio.
Dicho sea en su honor, él siempre tenía bien abiertos los ojos, estaba siempre atento por si encontraba una novia adecuada. No era en absoluto contrario al matrimonio. Su hermano Anthony y su hermana Daphne estaban espléndida y felizmente casados. Pero sus matrimonios eran espléndidos y felices porque tuvieron la sensatez de casarse con las personas correctas, y él estaba muy seguro de que aún no había encontrado a la persona correcta para él.
No, pensó, retrocediendo la mente a unos años atrás, eso no era del todo cierto. Una vez conoció a alguien...
A la dama de traje plateado.
Cuando la tenía en sus brazos haciéndola girar por la pequeña terraza en su primer vals, sintió algo distinto en su interior, una sen¬sación de hormigueo, de revoloteo. Eso tendría que haberlo asusta¬do de muerte.
Pero no lo asustó. Lo dejó sin aliento, excitado... y resuelto a tenerla.
Pero entonces ella desapareció. Fue como si el mundo hubiera sido plano y ella hubiera caído por el borde. No se había enterado de nada en esa irritante entrevista con lady Penwood. Y cuando inte¬rrogó a sus amigos y familiares, ninguno sabía absolutamente nada de una joven vestida con un traje plateado.
Había llegado sola y se había marchado sola, eso estaba claro. A todos los efectos, era como si ni siquiera existiera.
La había buscado en todos los bailes, fiestas y conciertos. Demo¬nios, había asistido al doble de funciones sociales, con la sola espe¬ranza de verla.
Pero siempre había vuelto a casa decepcionado.
Y llegó el momento en que decidió dejar de buscarla. Él era un hombre práctico y ya suponía que algún día sencillamente renuncia¬ría. Y en cierto modo renunció. Al cabo de unos meses volvió a la costumbre de rechazar más invitaciones de las que aceptaba. Y otros pocos meses después descubrió que nuevamente era capaz de cono¬cer a mujeres y no compararlas automáticamente con ella.
Pero no podía dejar de estar atento por si la veía. Tal vez no sen¬tía la misma urgencia, pero siempre que asistía a un baile o tomaba asiento en una velada musical, se sorprendía paseando la mirada por la muchedumbre y aguzando los oídos por si escuchaba el timbre de su risa.
Ella estaba en alguna parte.
Hacía tiempo que se había resignado al hecho de que no era probable que la encontrara, y llevaba más de un año sin buscarla activamente, pero...
Sonrió con tristeza. Simplemente no podría dejar de buscarla.
De un modo extraño, eso se había convertido en parte de su ser. Su nombre era Víctor Bridgerton, tenía siete hermanos, era bas¬tante hábil con una espada y en el dibujo, y siempre tenía los ojos bien abiertos por si veía a la única mujer que le había tocado el alma.
Seguía esperando, deseando, observando. Y aunque se decía que tal vez ya era hora de casarse, no lograba armarse del entusiasmo para hacerlo.
Porque, ¿y si ponía el anillo en el dedo de una mujer y al día siguiente la veía?
Eso le rompería el corazón.
No, sería algo más que eso: le destrozaría el alma.
Exhaló un suspiro de alivio cuando divisó el pueblo de Roseme¬ade. Eso significaba que estaba a cinco minutos de su casa y, bueno, no veía las horas de zambullirse en una bañera con agua caliente.
Miró a la señorita Montemayor. Ella también estaba tiritando, pero, pensó bastante admirado, no había emitido ni la más mínima queja.
Trató de buscar entre las mujeres que conocía a alguna que hubiera hecho frente a los elementos con tanta fortaleza, y no encontró nin¬guna. Incluso su hermana Daphne, que era valiente como nadie, ya habría estado aullando por el frío.
_Ya casi hemos llegado _le aseguró.
_Yo estoy... ¡Uy! Usted no está nada bien.
A él le había venido un acceso de tos, una tos ronca, profunda, de esa que ruge dentro del pecho. Se sentía como si le estuvieran ardien¬do los pulmones, y como si alguien le hubiera pasado una navaja por la garganta.
_Estoy bien _logró decir, dando un ligero tirón a las rien¬das, para compensar la falta de dirección a los caballos mientras tosía.
_A mí no me parece que esté bien.
_Tuve un catarro de nariz la semana pasada _explicó él, haciendo un gesto de dolor. Condenación, sí que le dolían los pul¬mones.
_Eso no parece ser de la nariz _dijo ella, haciéndole una son¬risa que esperaba fuera traviesa.
Pero en realidad no le salió traviesa. La verdad, se veía tremen¬damente preocupada.
_Debe de haberse trasladado _musitó él.
_No quiero que se enferme por mi culpa.
Él trató de sonreír, pero le dolían demasiado los pómulos.
_Me habría cogido la lluvia igualmente, la trajera a usted o no.
_De todos modos...
Lo que fuera que iba a decir fue interrumpido por otro fuerte acceso de tos, ronca, profunda, de pecho.
_Lo siento _dijo él.
_Deje que conduzca yo _dijo ella alargando las manos para coger las riendas.
Él la miró incrédulo.
_Éste es un faetón, no una simple carreta para un caballo.
Ella venció el deseo de estrangularlo. Tenía la nariz moqueante, los ojos enrojecidos, no podía dejar de toser, y sin embargo encon¬traba la energía para actuar como un arrogante pavo real.
_Le aseguro que sé conducir un coche tirado por varios caba¬llos.
_¿Y dónde adquirió esa habilidad?
_En la misma familia que me permitía asistir a las clases de sus hijas _mintió Myriam_. Aprendí a conducir un coche cuando aprendieron las niñas.
_La señora de la casa debía tenerle mucho cariño _comentó él.
_Sí, bastante _repuso ella, reprimiendo la risa.
Aislin era la señora de la casa, y peleaba con uñas y dientes cada vez que su padre insistía en que ella debía recibir la misma edu¬cación que RosaMarie y Penelope. Las tres aprendieron a conducir caba¬llos de tiro el año anterior a la muerte del conde.
_Yo conduciré, gracias _dijo Víctor, abruptamente.
Y estropeó todo el efecto encogiéndose con otro ataque de tos.
Myriam alargó las manos hacia las riendas.
_Por el amor de Dios...
_Tenga. Cójalas entonces. Pero yo la vigilaré.
_No esperaba menos _repuso ella, irritada.
La lluvia no hacía el camino ideal para llevar un coche, y ya hacía años que no tenía unas riendas en las manos, pero le parecía que le estaba saliendo bastante bien. Hay cosas que no se olvidan nunca, pensó.
En realidad, le resultaba bastante agradable hacer algo que no hacía desde su vida anterior, cuando era la pupila del conde, al menos oficialmente. En ese tiempo tenía ropa bonita, buena comida, estu¬dios interesantes y...
Suspiró. No había sido perfecto, pero sí mucho mejor que cual¬quiera de las cosas que vinieron después.
_¿Qué pasa? _preguntó él.
_Nada. ¿Por qué cree que pasa algo?
_Ha suspirado.
_¿Y me oyó suspirar con este viento? _preguntó ella, incré¬dula.
_He estado muy atento. Ya estoy bastante mal _tos, tos, tos_, sin que usted nos haga aterrizar en un pozo.
Myriam decidió no honrarlo con una respuesta.
_Más allá tome el primer camino a la derecha _instruyó él_. Y llegaremos directamente a mi casa.
Ella siguió las instrucciones.
_¿Tiene nombre su casa?
_Sí. Mi Cabaña.
_Podría habérmelo imaginado.
Él sonrió. Toda una hazaña, pensó ella, puesto que tenía una tos de perros.
_No es broma _dijo él.
Y tal cual, al cabo de un minuto detuvieron el coche delante de una elegante casa de campo en cuya fachada había un discreto letre¬ro que decía: «Mi Cabaña».
_El propietario anterior le puso ese nombre _explicó Víctor, mientras le señalaba el camino al establo_, pero a mí me gusta también.
Myriam miró la casa, que si bien no era muy grande, de ninguna manera era una vivienda modesta.
_¿Y a esto le llama cabaña?
_Yo no, el dueño anterior. Debería haber visto su otra casa. Un momento después estaban resguardados de la lluvia, habían bajado del coche y Víctor estaba desenganchando los caballos.
Llevaba guantes pero estaban tan empapados y resbaladizos, que él se los quitó y los arrojó lejos. Myriam lo observó trabajar; tenía los dedos arrugados como pasas y le temblaban de frío.
_Deje que le ayude _dijo, avanzando.
_Puedo hacerlo yo.
_ Ya sé que puede, pero lo haría más rápido con mi ayuda.
Él se giró a mirarla, seguro que para rechazar la ayuda nueva¬mente, pero le vino un acceso de tos que lo hizo doblarse. Myriam se apresuró a llevarlo hasta un banco.
_Siéntese, por favor _le rogó_. Yo acabaré el trabajo.
Pensó que no iba a aceptar, pero él cedió.
_Lo lamento _dijo él con la voz ahogada.
_No hay nada que lamentar _dijo ella, dándose prisa en el tra¬bajo; al menos la mayor prisa posible; todavía tenía adormecidos los dedos, y partes de la piel estaban blancas por haberla tenido tanto tiempo mojada.
_Esto no es muy caballeroso... _le vino otro acceso de tos, una tos más ronca y profunda_ de mi parte.
_Ah, creo que esta vez puedo perdonarlo, tomando en cuenta la manera como me salvó esta noche.
Lo miró, tratando de hacerle una airosa sonrisa, pero le tembla¬ron los labios y de pronto, inexplicablemente, se le llenaron de lágri¬mas los ojos y estuvo a punto de echarse a llorar. Se apresuró a girarse para que él no le viera la cara.
Pero él debió ver algo, o tal vez simplemente presintió que le pasaba algo, porque le preguntó:
_¿Se siente mal?
_ ¡Estoy muy bien! _repuso ella, pero la voz le salió forzada y ahogada, y antes de que se diera cuenta, él estaba a su lado, y ella estaba en sus brazos.
_Todo irá bien _la consoló él_. Ahora está a salvo.
Y le brotaron las lágrimas a torrentes. Lloró por lo que podría haber sido su destino esa noche; lloró por lo que había sido su des¬tino los nueve años pasados; lloró por el recuerdo de cuando él la tenía en sus brazos en el baile de máscaras y lloró porque en ese momento estaba en sus brazos.
Lloró porque él era tan condenadamente bueno y aún estando claramente enfermo, y aún cuando ella no era, a sus ojos, nada más que una criada, seguía deseando cuidar de ella y protegerla.
Lloró porque no se había permitido llorar más tiempo del que tenía memoria, y lloró porque se sentía terriblemente sola.
Y lloró porque llevaba tanto tiempo soñando con él y él no la había reconocido.
Tal vez era mejor que él no la reconociera, pero su corazón seguía deseando que la reconociera.
Finalmente se acabaron las lágrimas. Él retrocedió un paso y, tocándole la barbilla, le preguntó:
_¿Se siente mejor ahora?
Ella asintió, sorprendida de que fuera cierto.
_Estupendo. Se llevó un tremendo susto y... _Se apartó de un salto y se dobló con otro acceso de tos.
_Es absolutamente necesario que esté dentro _dijo ella, lim¬piándose las últimas lágrimas de las mejillas_. Dentro de la casa, quiero decir.
Él asintió.
_¿Echamos una carrera hasta la puerta?
Ella agrandó los ojos, sorprendida.
No podía creer que él tuvie¬ra el ánimo para hacer una broma de eso, cuando era evidente que se sentía muy mal.
Pero se enrolló el cordón de la bolsa en las manos, se cogió la fal¬da y echó a correr hacia la puerta de la casa. Cuando llegó a la esca¬linata, estaba riendo por el ejercicio, riendo de la ridiculez de correr como una loca para escapar de la lluvia cuando ya estaba empapada hasta los huesos.
Ciertamente Víctor le había ganado en llegar al pequeño pór¬tico. Podía estar enfermo, pero tenía las piernas considerablemente más largas y fuertes.
Cuando ella se detuvo con un patinazo a su lado, él estaba gol¬peando la puerta.
_¿No tiene llave? _gritó ella para hacerse oír por encima del rugiente viento.
Él negó con la cabeza.
_No tenía planeado venir aquí.
_¿Cree que sus cuidadores le oirán?
_Pues, espero que sí, maldita sea _masculló él.
Ella se pasó la mano por los ojos para quitarse el agua y fue a mirar por la ventana más cercana.
_Está muy oscuro. ¿Cree que podrían no estar en casa?
_No sé en qué otra parte podrían estar.
_¿No , tendría que haber al menos una criada o un lacayo?
_Vengo tan rara vez que me pareció tonto contratar toda una plantilla de personal. Hay criadas que sólo vienen por el día cuando es necesario.
Myriam hizo un gesto de preocupación.
_Yo sugeriría que buscáramos alguna ventana abierta, pero cla¬ro, con la lluvia, eso es improbab6e.
_Eso no es necesario –dijo él sombriamente _. Sé dónde está la otra llave.
Ella lo miró sorprendida.
_¿Y por qué lo dice tan triste?
A él le vino otro acceso de tos.
_Porque significa que tengo que volver a meterme bajo esta maldita lluvia _contestó después.
Myriam comprendió que él estaba llegando al límite de su pacien¬cia; ya había dicho palabrotas dos veces delante de ella, y no parecía ser el tipo de hombre que maldice delante de una mujer, aunque sea una criada.
_Espere aquí _ordenó él, y antes de que ella pudiera respon¬der, ya había bajado del pórtico y echado a correr.
A los pocos minutos, oyó girar una llave en la cerradura, se abrió la puerta y apareció Víctor con una vela encendida y chorreando agua por el suelo.
_No sé dónde estan el señor y la señora Crabtree _dijo, con la voz rasposa por la tos_, pero ciertamente no están aquí.
Myriam tragó saliva.
_¿Estamos solos?
_Completamente _asintió él.
Ella echó a andar hacia la escalera.
_Será mejor que vaya a buscar un cuarto para criados.
_Ah, pues no _gruñó él, cogiéndole el brazo.
_¿Que no?
_Usted, querida muchacha, no irá a ninguna parte _dijo él, negando con la cabeza.
Hace ya tres años que no hay ninguna boda en la familia Bridger¬ton, y en varias ocasiones se ha oído declarar a lady Bridgerton que está casi desquiciada. Víctor no ha buscado novia (y es la opinión de esta cronista que a sus treinta años ya debería hacerlo); tampoco tiene novia Roberto, aunque tal vez se le puede perdonar su tardanza porque, al fin y al cabo, sólo tiene veintiséis años.
La vizcondesa viuda tiene también dos hijas por las que preocu¬parse. Eloisa está muy cerca de los veintiún años, y aunque le han hecho varias proposiciones, ha demostrado no tener ninguna inclina¬ción a casarse. Francesca va a cumplir los veinte (por coincidencia, las dos jovenes están de cumpleaños el mismo día), y también parece más interesada en la temporada que en el matrimonio.
Esta cronista opina que lady Bridgerton no tiene por qué preocu¬parse en realidad. Es inconcebible que cualquiera de los hermanos Bridgerton no haga finalmente un matrimonio aceptable; además, sus dos hijos casados ya le han dado un total de cinco nietos, y supon¬go que ése es el deseo de su corazón.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 30 de abril de 1817.
Alcohol y cigarros; partidas de cartas y muchas mujeres de alqui¬ler. Justo el tipo de fiesta de la que Víctor Bridgerton habría dis¬frutado inmensamente cuando acababa de salir de la universidad.
Pero en esos momentos estaba aburrido, hastiado.
Ni siquiera sabía por qué se le ocurrió asistir. Por puro aburri¬miento, suponía.
Hasta el momento la temporada de 1817 en Lon¬dres había sido una repetición de la del año anterior, y no había encontrado particularmente interesante la de 1816. Hacer lo mismo y lo mismo otra vez ya era peor que vulgar.
Tampoco conocía al anfitrión, un tal Phillip Cavender.
Era una de esas situaciones del amigo de un amigo de un amigo, y en esos momentos deseaba fervientemente haberse quedado en Londres. Acababa de salir de un molesto catarro, y debería haber aprovecha¬do ese pretexto para rechazar la invitación, pero su amigo, al que, por cierto, no veía desde hacía varias horas, había insistido, tentán-dolo, engatusándolo, hasta que él cedió.
Y cuánto lo lamentaba.
Avanzó por el corredor que salía del vestíbulo principal de la casa de los padres de Cavender. Por la puerta izquierda vio a un gru¬po jugando a las cartas; uno de los jugadores estaba sudando copio¬samente.
_Idiota _masculló. El pobre hombre igual estaba a punto de perder su casa ancestral.
La puerta de la derecha estaba cerrada, pero oyó risitas femeni¬nas y luego la risa de un hombre, seguidos por unos gruñidos y chi¬llidos bastante desagradables.
Eso era una locura, una estupidez. No deseaba estar ahí. Detes¬taba jugar a las cartas cuando las apuestas eran sumas superiores a lo que podían permitirse los participantes y jamás había tenido el menor interés en copular de una manera tan pública. No sabía qué le había ocurrido al amigo que lo llevó allí, y no le caían muy bien los demás invitados.
_Me marcho _anunció, aunque no había nadie que lo escu¬chara.
Tenía una pequeña propiedad no muy lejos de allí, a una hora de trayecto en realidad. Aunque no era mucho más que una rústica casita de campo, en esos momentos se le antojó que era el mismí¬simo cielo.
Pero los buenos modales le ordenaban que buscara a su anfitrión para informarlo de su partida, aun cuando el señor Cavender estu¬viera tan borracho que al día siguiente no recordara nada de la con¬versación.
Pero al cabo de diez minutos de infructuosa búsqueda, Víctor ya comenzaba a desear que su madre no hubiera sido tan firme en su empeño de inculcar buenos modales a todos sus hijos. Entonces le habría resultado mucho más fácil marcharse simplemente y ya está.
_Tres minutos más _gruñó_. Si dentro de tres minutos no encuentro al puñetero idiota, me marcho.
Justo en ese momento pasaron por su lado dos jóvenes tamba¬leantes que al enredarse en sus propios pies soltaron una ruidosa car¬cajada. El aire se impregnó de efluvios alcohólicos, y Víctor retro¬cedió discretamente un paso, no fuera a ser que uno de ellos se viera obligado a echarle encima el contenido de su estómago.
Le tenía muchísimo cariño a sus botas.
_¡Bridgerton! _exclamó uno de ellos.
Víctor los saludó con una seca inclinación de la cabeza. Los dos eran unos cinco años menores que él y no los conocía bien.
_Ése no es un Bridgerton _dijo el otro con la voz estropajo¬sa_. Ése es... vaya, pues sí que es un Bridgerton. Tiene el pelo y la nariz. _Entrecerró los ojos_. ¿Pero cuál de los Bridgerton?
_¿Habéis visto a nuestro anfitrión? _les preguntó Víctor, pasando por alto la pregunta.
_¿Tenemos un anfitrión?
_Pues, claro _dijo el primero_. Cavender. Un tipo condena¬damente amable, dejarnos usar su casa...
_La casa de sus padres _enmendó el otro_. No la ha hereda¬do todavía, el pobre.
_¡Eso! La casa de sus padres. Muy agradable el muchacho de todos modos.
_¿Alguno de vosotros lo ha visto? _gruñó Víctor.
_Está fuera _contestó el que al principio no recordaba que tenían un anfitrión_. Justo delante de la casa.
_ Gracias.
Sin más, pasó junto a ellos en dirección a la puerta. Bajaría la cscalinata, presentaría sus respetos a Cavender y se dirigiría al esta¬blo a recoger su faetón. Tal vez ni siquiera tendría que aminorar el paso.
Era hora de buscarse otro empleo, pensó Myriam Montemayor.
Habían transcurrido casi dos años desde que se marchara de Londres, dos años desde que por fin dejara de ser la esclava de Aislin, dos años desde que se quedara totalmente sola.
Después de salir de la casa Penwood empeñó las pinzas de los zapatos de Aislin, pero los diamantes de que tanto alardeara Aislin resultaron no ser diamantes sino simples imitaciones, y no le dieron mucho dinero por ellos. Intentó encontrar trabajo como ins-titutriz, pero en ninguna de las agencias a las que se presentó estu¬vieron dispuestos a aceptarla. Sí que tenía buena educación, pero no tenía ninguna recomendación; además, la mayoría de las mujeres no querían contratar a una persona tan joven y bonita.
Finalmente compró un billete en un coche de línea hasta Wilt¬shire, puesto que eso era lo más lejos que podía ir si quería reser¬varse la mayor parte de su dinero para emergencias.
Afortunada¬mente, no tardó mucho en encontrar empleo, como camarera de la planta superior en la casa del señor y señora Cavender.
Éstos eran una pareja normal, que esperaban buen trabajo de sus criados pero no exigían lo imposible. Después de trabajar tantos años para Aislin, el trabajo en casa de los Cavender le pareció casi como hacer vacaciones.
Pero entonces regresó el hijo de su viaje por Europa y todo cam¬bió. Phillip vivía tratando de arrinconarla en los corredores, y al rechazar ella una y otra vez sus insinuaciones y requerimientos, él se se fue poniendo más y más agresivo.
Justo estaba empezando a pensar que debía buscar un empleo en otra parte, cuando los señores Cavender se fueron a Brighton, a hacer una visita de una semana a la hermana de la señora Cavender. Y entonces Phillip dedidió organizar una fiesta para unos veinte de sus mejores amigos.
Ya le había resultado difícil evitar los encuentros con Phillip antes, pero por lo menos se sentía algo protegida; Phillip no se atre¬vería a atacarla estando su madre en casa. Pero estando ausentes los señores Cavender, el joven parecía creer que podía hacer y tomar lo que fuera que se le antojara; y sus amigos no eran mejores.
Sabía que debería haberse marchado inmediatamente, pero la seño¬ra Cavender la había tratado bien y no le pareció correcto marcharse sin dar el aviso con dos semanas de antelación. Sin embargo, después de sufrir una persecución de dos horas por toda la casa, decidió que los buenos modales no valían su virtud, de modo que después de decirle al ama de llaves (compasiva, por suerte) que no podía continuar allí, metió sus pocas pertenencias en una pequeña bolsa, bajó sigilosamen¬te por la escalera lateral de servicio y salió. La esperaba una caminata de dos millas hasta la ciudad, pero sin duda estaría infinitamente más segura en el camino, incluso en la oscuridad de esa negra noche, que quedándose en la casa Cavender. Además, sabía de una pequeña posa¬da donde podría comer algo caliente y conseguir una habitación a un precio módico.
Acababa de dar la vuelta a la casa y tomar el camino de entrada cuando oyó un estridente grito.
Miró. Maldición. Era Phillip Cavender, que parecía estar más borracho y desagradable que de costumbre.
Echó a correr, rogando que el alcohol le hubiera estropeado la coordinación, porque sabía que no podría igualarlo en velocidad.
Pero al parecer su huida sólo sirvió para excitarlo, porque lo oyó gritar alegremente y luego oyó sus pasos, atronadores, acercándose, acercándose, hasta que sintió cerrarse su mano en la parte de atrás del cuello de su chaqueta, obligándola a detenerse.
Phillip rió triunfante, y ella se sintió más aterrada que nunca en toda su vida.
_Mira lo que tengo aquí _cacareó_. La señorita Myriam. Ten¬dré que presentarte a mis amigos.
Myriam sintió la boca reseca y no supo si el corazón se le había parado o estaba latiendo al doble de velocidad.
_Suélteme, señor Cavender _dijo con la voz más severa que logró sacar. Sabía que a él le gustaba verla impotente y suplicante, y no estaba dispuesta a darle el gusto.
_Creo que no _dijo él.
La hizo darse media vuelta, por lo que se vio obligada a ver esti¬rarse sus labios en una sonrisa babosa. Entonces él giró la cabeza ¡lacia un lado y gritó:
_¡Heasley! ¡Flctcher! ¡Mirad lo que tengo aquí!
Horrorizada vio salir a dos hombres de las sombras, los que, a juzgar por su aspecto, estaban tan borrachos, o más, que Phillip.
_Siempre das las mejores fiestas _dijo uno de ellos en tono zalamero.
Phillip se hinchó de orgullo.
_¡Suélteme! _repitió Myriam.
Phillip sonrió de oreja a oreja.
_¿Qué os parece muchachos? ¿Obedezco a la dama?
_ ¡Demonios, no! _contestó el más joven de los dos hombres. _Parecería que «dama» es una denominación algo incorrecta, ¿no crees? _dijo el otro, el que acababa de decir que Phillip daba las mejores fiestas.
_¡Muy cierto! _exclamó Phillip_. Ésta es una criada, y, como todos sabemos, esta gentuza ha nacido para servir. _Dio un fuerte empujón a Myriam en la dirección de uno de sus amigos_. Ahí tie¬nes. Échale una mirada a la mercancía.
Myriam lanzó un grito al sentirse así catapultada y aferró fuerte¬mente su bolsa. La iban a violar, eso estaba claro. Pero su mente ate¬rrada quería aferrarse a una hilacha de dignidad, y no permitiría que esos hombres desparramaran hasta la última de sus pertenencias sobre el frío suelo.
El hombre que la cogió la manoseó groseramente y luego la empujó hacia el tercero. Éste acababa de pasarle el brazo por la cin¬tura cuando alguien gritó:
_ ¡Cavender!
Myriam cerró los ojos, desesperada. Otro hombre más. Cuatro.
Dios santo, ¿es que tres no eran suficientes?
_¡Bridgerton! _gritó Phillip_. Únete a nosotros.
Myriam abrió los ojos. ¿Bridgerton?
De la oscuridad salió un hombre alto, de potente musculatura, avanzando con confiada soltura.
_¿Qué tenemos aquí?
Dios santo, habría reconocido esa voz en cualquier parte. La había oído con mucha frecuencia en sus sueños. Era Víctor Bridgerton. Su Príncipe Encantado.
El aire nocturno estaba frío, pero Víctor lo encontró refrescante, después de haberse visto obligado a inspirar los efluvios del alcohol y tabaco en el interior de la casa. La luna brillaba bien redondeada, casi llena, y una suave brisa agitaba las hojas de los árboles. Total, que era una excelente noche para abandonar una fiesta aburrida y regresar a casa.
Pero lo primero es lo primero. Tenía que encontrar a su anfitrión y pasar por el proceso de agradecerle su hospitalidad e informarlo de su partida. Cuando llegó al peldaño inferior gritó:
_ ¡Cavender!
_¡Aquí! _llegó la respuesta.
Miró a la derecha. Cavender estaba junto a un majestuoso olmo con otros dos caballeros. Al parecer estaban divirtiéndose con una criada, empujándola de uno a otro.
Soltó un gemido. Estaba demasiado lejos para determinar si la criada estaba disfrutando de sus atenciones, y si no lo estaba, tendría que salvarla, y no era eso lo que tenía planeado hacer esa noche. Nunca le había gustado particularmente hacer el héroe, pero tenía muchas hermanas menores, cuatro exactamente, como para hacer caso omiso de una mujer en apuros.
_¡Eh, ahí! _gritó caminando sin prisa, tratando de mantener una postura despreocupada.
Siempre era mejor caminar lentamente para evaluar la situación, que no abalanzarse a ciegas.
_¡Bridgerton! _gritó Cavender_. ¡Unete a nosotros!
Víctor llegó al lugar justo en el momento en que uno de los hombres le pasaba un brazo por la cintura a la joven, desde atrás, y con la otra mano empezaba a pellizcarle y manosearle el tra¬sero.
Miró a la criada a los ojos. Esos ojos estaban agrandados, aterra¬dos, y lo miraban a él como si acabara de caer entero del cielo.
_¿Qué tenemos aquí? _preguntó.
_Un poco de diversión _rió Cavender_. Mis padres tuvieron la amabilidad de contratar a este buen bocado como camarera de la planta superior.
_No parece estar disfrutando de vuestras atenciones _dijo Víctor tranquilamente.
_Sí que le gusta _contestó Cavender sonriendo_. Le gusta lo suficiente para mí, en todo caso.
_Pero no para mí _dijo Víctor avanzando.
_Puedes tener tu turno con ella _dijo Cavender Jovialmente_. Tan pronto como nosotros hayamos terminado.
_Has entendido mal.
Ante el filo acerado de su voz los tres hombres se quedaron inmóviles, mirándolo con recelosa curiosidad.
_Suelta a la muchacha.
Todavía pasmado por el repentino cambio de atmósfera y tal vez con los reflejos adormecidos por el alcohol, el hombre que sostenía a la muchacha no la soltó.
_No deseo luchar con vosotros _dijo Víctor, cruzándose de brazos_, pero lo haré. Y os aseguro que las posibilidades de tres contra uno no me asustan.
_Oye, tú _dijo Cavender enfadado_. No puedes venir aquí a darme órdenes en mi propiedad.
_La propiedad es de tus padres _enmendó Víctor, recor¬dándoles a todos que Cavender todavía estaba con la leche en los labios.
_Es mi casa _replicó Cavender_, y ella es mi criada. Y hará lo que yo quiera.
_No sabía que la esclavitud era legal en este país.
_Tiene que hacer lo que yo diga.
_¿Sí?
_Si no, la despediré.
_Muy bien _dijo Víctor con un asomo de sonrisa burlona_. Pregúntaselo, entonces. Pregúntale si desea copular con vosotros tres. Porque eso es lo que teníais pensado, ¿verdad?
Cavender farfulló algo sin saber qué decir.
_Pregúntaselo _repitió Víctor, sonriendo, principalmente porque sabía que su sonrisa enfurecería al hombre menor_. Y si dice no, puedes despedirla ahora mismo.
_No se lo preguntaré _gimió Cavender.
_Bueno, entonces no puedes esperar que lo haga, ¿verdad? _Miró a la muchacha. Era muy atractiva, con una melena corta de rizos castaño claro y unos ojos que se veían casi demasiado gran¬des en su cara_. Muy bien _dijo_ mirando nuevamente a Cavender_. Yo se lo preguntaré.
La muchacha entreabrió los labios, y Víctor tuvo la extrañísi¬ma impresión de que se habían visto antes. Pero eso era imposible, a no ser que hubiera trabajado para alguna otra familia aristocrática. E incluso en ese caso, sólo la habría visto de paso. Su gusto en muje¬res no iba jamás hacia las criadas, y la verdad, tendía a no fijarse en ellas.
_Señorita... _Frunció el ceño_. Oiga, ¿cómo se llama?
_Myriam Montemayor _repuso ella, con la voz sofocada, como si tuviera un inmenso sapo atrapado en la garganta.
_Señorita Montemayor _continuó él_, ¿tendría la amabilidad de contestar la siguiente pregunta?
_¡No! _explotó ella.
_¿No va a contestar? _le preguntó él, con una expresión de diversión en los ojos.
_No, no quiero copular con esos tres hombres.
Las palabras le salieron casi a borbotones de la boca.
_Bueno, parece que eso resuelve el asunto _dijo Víctor. Miró al hombre que todavía la tenía cogida_. Te sugiero que la suel¬tes para que Cavender pueda despedirla de su empleo.
_¿Y adónde irá? _se burló Cavender_. Puedo asegurarte que no volverá a trabajar en este distrito.
Myriam miró a Víctor, pensando lo mismo.
Víctor se encogió de hombros despreocupadamente.
_Le encontraré un puesto en la casa de mi madre. _La miró a ella y arqueó una ceja_. Supongo que eso es aceptable, ¿no?
Myriam estaba boquiabierta, con horrorizada sorpresa. ¿Víctor quería llevarla a su casa?
_Ésa no es exactamente la reacción que yo esperaba _comen¬tó él, sarcástico_. Ciertamente será más agradable que su empleo aquí. Como mínimo, puedo asegurarle que no la violarán. ¿Qué dice?
Desesperada, Myriam miró a los tres hombres que habían inten¬tado violarla.
En realidad no tenía otra opción; Víctor Bridgerton cra su único medio para salir de la propiedad Cavender. Eso sí, de ninguna manera podría trabajar para su madre; sería absolutamente insoportable estar tan cerca de él y seguir siendo una criada. Pero encontraría la manera de evitar eso después; en ese momento lo que necesitaba era librarse de Phillip.
Miró a Víctor y asintió, sin atreverse a hablar. Se sentía como si se estuviera ahogando, aunque no sabía si eso se debía a miedo o a alivio.
_Muy bien _dijo él_. ¿Nos vamos entonces?
Ella miró intencionadamente el brazo que la seguía reteniendo.
_Vamos, por el amor de Dios _gruñó Víctor_. ¿La vas a soltar o tendré que destrozarte la maldita mano con un disparo?
Víctor ni siquiera tenía una pistola en la mano, pero su tono fue tal que el hombre la soltó al instante.
_Estupendo _dijo Víctor ofreciendo el brazo a la criada. Ella dio unos pasos y colocó la temblorosa mano sobre su codo.
_¡No puedes llevártela! _chilló Phillip.
_Ya lo he hecho _repuso Víctor mirándolo desdeñoso.
_Lamentarás haber hecho esto _dijo Phillip.
_Lo dudo. Y ahora, ¡fuera de mi vista!
Después de emitir unos cuantos resoplidos, Phillip se volvió hacia sus amigos.
_Vámonos de aquí _les dijo. Luego miró a Víctor_. Y tú no creas que vas a recibir otra invitación a alguna de mis fiestas.
_Se me parte el corazón _contestó Víctor, con voz burlona. Phillip farfulló otro poco, indignado, y luego él y sus dos amigos echaron a andar hacia la casa.
Durante un momento Myriam los observó alejarse y luego volvió lentamente la mirada hacia Víctor. Cuando estaba atrapada por Phillip y sus lascivos amigos sabía lo que deseaban hacerle y casi deseó morir.
Y de pronto, ahí estaba Víctor Bridgerton, ante ella, como un héroe de sus sueños, y llegó a creer que había muerto, ¿porque cómo podía estar él ahí con ella si no estaba en el cielo?
Estaba tan absolutamente pasmada que casi olvidó que el amigo de Phillip la tenía apretada contra él y le tenía cogido el trasero de la manera más humillante. Por un breve instante el mundo pareció des¬vanecerse y lo único que era capaz de ver, lo único que percibía, era a Víctor Bridgerton.
Fue un momento perfecto.
Pero entonces reapareció el mundo, aplastante, como con un estallido, y lo primero que se le ocurrió pensar fue ¿qué hacía él ahí? Ésa era una fiesta asquerosa, toda de borrachos y rameras. Cuando lo conoció dos años atrás, él no le dio la impresión de ser un hom¬bre que frecuentara ese tipo de reuniones. Pero sólo estuvo con él unas pocas horas; tal vez se formó un juicio equivocado de él. Cerró los ojos, angustiada. Durante esos dos años pasados, Víctor Brid¬gerton había sido la luz más brillante en su monótona y penosa exis¬tencia. Si se había formado una opinión equivocada de él, si él era poco mejor que Phillip y sus amigos, se quedaría sin nada.
Ni siquiera con un recuerdo de amor.
Pero él acababa de salvarla; eso era irrefutable. Tal vez lo impor¬tante no era el motivo de que él hubiera ido a la fiesta de Phillip sino sólo que había ido y la había salvado.
_¿Se siente mal? _le preguntó él.
Ella negó con la cabeza, mirándolo a los ojos, esperando que él la reconociera.
_¿Está segura?
Ella asintió, y siguió esperando. No tardaría en reconocerla.
_Estupendo. La estaban zarandeando brutalmente.
_Lo superaré.
Myriam se mordió el labio inferior. No sabía cómo reaccionaría él cuando se diera cuenta de quién era ella. ¿Estaría encantado? ¿Se pondría furioso? El suspenso la mataría.
_¿Cuánto le llevará empaquetar sus cosas?
Ella pestañeó, algo aturdida, y entonces cayó en la cuenta de que seguía aferrando fuertemente su bolsa.
_Lo tengo todo aquí. Ya había salido de la casa para marcharme cuando me cogieron.
_Inteligente muchacha _comentó él, aprobador.
Ella se limitó a mirarlo, sin poder creer que no la hubiera reco¬nocido.
_Vámonos, entonces _dijo él_. El sólo estar en la propiedad de Cavender me enferma.
Ella guardó silencio, pero adelantó ligeramente el mentón y ladeo la cabeza, observándole la cara.
_¿Seguro que se encuentra bien? _ le preguntó él.
Y entonces Myriam empezó a pensar. Dos años atrás, cuando lo conoció, ella tenía cubierta la mitad de la cara por un antifaz. Lleva¬ba ligeramente empolvado el pelo, lo que la hacía parecer más rubia de lo que era en realidad. Además, después se lo había cortado y vendido la melena a un fabricante de pelucas. Sus cabellos en otro tiempo largos y ondeados eran ahora rizos cortos.
Sin tener a la señora Uibbons para alimentarla, había adelgazado muchísimo.
Y, si lo pensaba bien, sólo habían estado en mutua compañía escasamente una hora y media.
Lo miró fijamente a los ojos. Y entonces comprendió. Él no la reconocería. No tenía la menor idea de quién era ella. No supo si echarse a reír o a llorar.
Capítulo 7
A todos los invitados al baile de los Mottram el jueves pasado les que¬dó claro que la señorita RosaMarie Reiling se ha propuesto conquis¬tar al señor Phillip Cavender.
Es la opinión de esta cronista que los dos hacen muy buena pare¬ja.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 30 de abril de 1817.
Diez minutos después, Myriam estaba sentada al lado de Víctor Bridgerton en su faetón.
_¿Le ha entrado algo en el ojo? _le preguntó él.
Eso la sacó de su ensimismamiento.
_¿Qué?
_No para de pestañear _explicó él_. Pensé que podría haber¬le entrado algo en el ojo.
Ella tragó saliva, tratando de reprimir un ataque de risa ner¬viosa.
¿Qué debía decirle? ¿La verdad? ¿Que pestañeaba y pestañeaba porque suponía que en cualquier momento despertaría de lo que podría ser sólo un sueño? ¿O tal vez una pesadilla?
_¿Está bien, de verdad?
Ella asintió.
_Son los efectos de la conmoción, me imagino _dijo él.
Ella volvió a asentir; era mejor que él creyera que era eso lo que la afectaba.
¿Cómo era posible que no la hubiera reconocido? Llevaba dos años soñando con ese momento. Su Príncipe Encantado había acu¬dido por fin a rescatarla, y ni siquiera sabía quién era ella.
_¿Me dice su nombre otra vez? Lo siento muchísimo. Siempre tengo que oír dos veces un nombre para recordarlo.
_Señorita Myriam Montemayor.
No había motivo para mentir; ella no le había dicho su nombre en el baile de máscaras.
_Es un placer conocerla, señorita Montemayor _dijo él, sin apartar la vista del oscuro camino_. Yo soy el señor Víctor Bridgerton.
Myriam respondió a su presentación con una inclinación de la cabeza, aun cuando él no la estaba mirando. Guardó silencio un momento, principalmente porque no sabía qué decir en esa situación tan increíble. Ésa era la presentación que no tuvo lugar cuando se conocieron.
Finalmente se limitó a decir:
_Lo que hizo fue muy valiente.
Él se encogió de hombros.
_Ellos eran tres y usted sólo uno. La mayoría de los hombres no habrían intervenido.
_Detesto a los matones _dijo él simplemente.
_Me habrían violado _continuó ella, asintiendo otra vez.
_Lo sé _dijo él. Y añadió_: Tengo cuatro hermanas.
Ella estuvo a punto de decir «Lo sé», pero se contuvo justo a tiempo.
¿Cómo podía saber eso una criada de Wiltshire?
_Supongo que por eso fue tan sensible a mi apurada situación.
_Me agrada pensar que otro hombre acudiría a ayudarlas si alguna vez se encontraran en una situación similar.
_Espero de corazón que nunca tenga que comprobarlo.
_Yo también _asintió él tristemente.
Continuaron el trayecto, envueltos en el silencio de la noche. Myriam se acordó del baile, cuando no habían parado de conversar ni siquiera un momento. La situación era diferente ahora. Ella era una cria¬da, no una gloriosa mujer de la alta sociedad. No tenían nada en común.
De todos modos, seguía esperando que él la reconociera, que parara el coche, la estrechara contra su pecho y le dijera que llevaba dos años buscándola. Pero muy pronto comprendió que eso no ocu¬rriría. Él no podía reconocer a la dama en la criada y, dicha sea la ver¬dad, ¿por qué habría de hacerlo?
Las personas ven lo que esperan ver. Y ciertamente Víctor Bridgerton no esperaba ver a una elegante dama de la sociedad bajo el disfraz de una humilde criada.
No había pasado ni un solo día en que no hubiera pensado en él, que no hubiera recordado sus labios sobre los suyos o la embriagado¬ra magia de esa noche de disfraces. Él se había convertido en el centro de sus fantasías, en las que ella era otra persona, con otros padres.
En sus sueños, lo conocía en un baile, tal vez su propio baile, ofrecido por sus amantísimos madre y padre. Él la cortejaba dulcemente, llevándo¬le fragantes flores y robándole besos a hurtadillas. Y entonces, un apa¬cible día de primavera, en medio de los trinos de los pájaros y una suave brisa, él hincaba una rodilla en el suelo y le pedía que se casara con él, haciéndole profesión de un amor y adoración eternos.
Era un hermoso sueño despierta, superado solamente por aquél en que vivían felices para siempre, con tres o cuatro espléndidos hijos, todos nacidos dentro del sacramento del matrimonio.
Pero aún con todas esas fantasías, jamás se imaginó que volvería a verlo en la realidad, y mucho menos que él la rescataría de un trío de atacantes licenciosos.
Le habría encantado saber si él alguna vez pensaba en la miste¬riosa mujer de traje plateado con la que compartiera un apasionado beso. Le gustaba creer que sí pensaba, pero dudaba de que para él hubiera significado tanto como para ella. Él era un hombre, al fin y al cabo, y lo más probable era que hubiera besado a muchas mujeres.
Y para él, esa noche única habría sido muy parecida a cualquier otra. Ella seguía leyendo la hoja Whistledown siempre que logra¬ba ponerle las manos encima a una. Sabía que él asistía a veintenas de bailes. ¿Por qué, pues, iba a destacar en sus recuerdos un baile de máscaras?
Suspirando se miró las manos, en las que todavía aferraba el cor¬dón de su pequeña bolsa. Le habría gustado tener guantes, pero a comienzos de ese año había tenido que tirar su único par por inser¬vibles y no había podido comprarse otro. Tenía las manos ásperas y agrietadas, y ya se le estaban enfriando los dedos.
_¿Es eso todo lo que posee? _le preguntó Víctor, haciendo un gesto hacia la bolsa.
Ella asintió.
_No tengo mucho. Sólo una muda de ropa y unos pocos efec¬tos personales.
Pasado un momento él comentó:
_Tiene una dicción muy refinada para ser una criada.
No era él la primera persona que le hacía esa observación, por lo que ya tenía una respuesta preparada:
_Mi madre era el ama de llaves de una familia muy buena y generosa. Me permitían que asistiera a algunas clases con sus hijas.
Habían llegado a una encrucijada y con un diestro movimien¬to de las muñecas él hizo entrar a los caballos por el camino de la izquierda.
_¿ Por qué no trabaja ahí? _le preguntó_. Supongo que no se refiere a los Cavender.
_No _contestó ella, tratando de inventar una respuesta ade¬cuada. Nunca nadie se había molestado en hacerle más preguntas sobre esa explicación; a nadie le había interesado ella tanto como para que le importara saber más_. Mi madre murió _dijo al fin_, y yo no me llevaba bien con la nueva ama de llaves.
Él pareció aceptar eso y continuaron en silencio unos minutos.
El silencio de la noche sólo era interrumpido por esporádicas ráfa¬gas de viento y el rítmico clap clap de los cascos de los caballos. Finalmente, ya incapaz de contener su curiosidad, ella preguntó:
_¿Adónde vamos?
_Tengo una casita de campo no muy lejos _repuso él_. Pasa¬remos allí una o dos noches y después la llevaré a la casa de mi madre. Estoy seguro de que ella le encontrará un puesto entre su personal.
A ella empezó a retumbarle el corazón.
_Esa casita suya...
_Estará bien acompañada _dijo él con un asomo de sonrisa_. Están allí los cuidadores, y le aseguro que no hay ninguna posibili¬dad de que el señor y la señora Crabtree permitan que ocurra algo incorrecto en su casa.
_Creí que la casa era suya.
Él ensanchó la sonrisa.
_Llevo años tratando de que la consideren mía, pero nunca he tenido éxito.
Myriam no pudo evitar que se le curvaran las comisuras de la boca.
_Me parece que son personas que me van a gustar muchísimo.
_Eso espero.
Nuevamente se hizo el silencio. Myriam mantenía los ojos escru¬pulosamente fijos al frente. Tenía un miedo de lo más ridículo de que si sus ojos se encontraban con los de él, él la reconocería.
Pero eso era pura fantasía. Él ya la había mirado a los ojos, y más de una vez, y seguía pensando que ella no era otra cosa que una criada.
Pero pasados unos minutos sintió un extrañísimo hormigueo en la mejilla, y al girar la cara hacia él comprobó que él la miraba una y otra vez con expresión rara.
_¿Nos hemos conocido? _preguntó él de pronto.
_No _repuso ella, con la voz más ahogada de lo que habría querido_. Creo que no.
_Tiene razón, sin duda _musitó él_, pero de todos modos, tengo la impresión de que la he visto antes.
_Todas las criadas somos iguales _dijo ella, con sonrisa iró¬nica.
_Eso solía pensar yo _dijo él entre dientes.
Ella giró la cara hacia delante, sorprendida.
¿Por qué le había dicho eso?
¿Es que no quería que él la reconociera?
¿Es que no se había pasado la última media hora esperando, deseando, soñando y...?
Y ése era el problema.
Estaba soñando.
En sus sueños, él la ama¬ba; en sus sueños, él le pedía que se casara con él.
En la realidad, era posible que él le pidiera que fuera su querida, y eso era algo que había jurado no hacer jamás; en la realidad, era posible que él se sin¬tiera obligado por el honor a devolverla a Aislin, la cual, con toda probabilidad la llevaría directamente ante el magistrado por haberle robado las pinzas de los zapatos, puesto que no había creído ni por un momento que Aislin no hubiera notado su desaparición.
No, era mejor que él no la reconociera.
Eso sólo le complicaría la vida, Y considerando que no tenía ninguna fuente de ingresos, que en realidad tenía muy poco aparte de la ropa que llevaba puesta, a su vida no le hacía falta ninguna complicación en esos momentos.
Sin embargo, se sentía inexplicablemente desilusionada de que él no hubiera sabido al instante quién era.
_¿Eso ha sido una gota de lluvia? _preguntó, ansiosa por lle¬var la conversación a temas menos espinosos.
Víctor miró hacia arriba.
En ese momento la luna estaba oscu¬recida por nubes.
_No parecía que iba a llover cuando nos marchamos _musitó. Le cayó un goterón en el muslo_. Pero creo que tiene razón.
Ella contempló el cielo.
_El viento ha arreciado bastante. Espero que no sea una tor¬menta.
_Seguro que habrá tormenta _dijo él, irónico_, ya que esta¬mos en un coche abierto. Si hubiera cogido mi berlina, no habría ni una sola nube en el cielo.
_¿Cuánto falta para llegar a su casa?
_Más o menos una media hora, diría yo. _Frunció el ceño_. Eso si no nos refrena la lluvia.
_Bueno, no me importa un poco de lluvia _dijo ella, valiente¬mente_. Hay cosas mucho peores que mojarse.
Los dos sabían exactamente a qué se refería.
_Creo que olvidé darle las gracias _añadió ella, su tono dulce, sereno.
Al instante Víctor giró la cabeza para mirarla.
Por todo lo más sagrado, había algo condenadamente conocido en esa voz. Pero cuando sus ojos le escrutaron la cara, lo que vio fue a una simple criada. Una criada muy atractiva, cierto, pero criada de todos modos. No una persona con la que pudiera haberse cruzado.
_No fue nada _dijo finalmente.
_Para usted, tal vez. Para mí lo fue todo.
Incómodo por ese agradecimiento, él se limitó a hacer un gesto de asentimiento e hizo uno de esos gruñidos que tienden a emitir los hombres cuando no saben qué decir.
_Fue un acto muy valeroso _continuó ella. Él volvió a gruñir.
Y en ese momento los cielos se abrieron en serio.
Al cabo de más o menos un minuto, la ropa de Víctor estaba totalmente empapada.
_¡Llegaré allí lo más rápido que pueda! _gritó a voz en cuello para hacerse oír por encima del ruido del viento.
_¡No se preocupe por mí! _gritó ella.
Pero cuando él la miró vio que estaba muy acurrucada, rodeán¬dose fuertemente con los brazos, para conservar lo mejor posible el calor del cuerpo.
_Permítame que le preste mi chaqueta.
Ella negó con la cabeza y se echó a reír.
_Lo más probable es que me moje más, con lo empapada que está.
Él azuzó a los caballos para que apretaran el paso, pero el cami¬no estaba cada vez más lodoso y el viento azotaba a la lluvia a uno y otro lado, formando una cortina que disminuía la ya mediocre visi¬bilidad.
Maldición, eso era justo lo que necesitaba, pensó Víctor.
Había estado acatarrado toda la semana anterior, y era posible que no estuviera recuperado del todo. Un trayecto bajo la helada lluvia sin duda le produciría una recaída, y se pasaría todo el mes con moqueo y los ojos acuosos, todos esos molestos y nada atractivos síntomas.
Claro que...
No pudo contener una sonrisa. Claro que si volvía a enfermar, su madre no intentaría engatusarlo para que asistiera a todas las fies¬tas de la ciudad, con la esperanza de que encontrara por fin una dama adecuada para establecerse en un tranquilo y feliz matrimonio.
Dicho sea en su honor, él siempre tenía bien abiertos los ojos, estaba siempre atento por si encontraba una novia adecuada. No era en absoluto contrario al matrimonio. Su hermano Anthony y su hermana Daphne estaban espléndida y felizmente casados. Pero sus matrimonios eran espléndidos y felices porque tuvieron la sensatez de casarse con las personas correctas, y él estaba muy seguro de que aún no había encontrado a la persona correcta para él.
No, pensó, retrocediendo la mente a unos años atrás, eso no era del todo cierto. Una vez conoció a alguien...
A la dama de traje plateado.
Cuando la tenía en sus brazos haciéndola girar por la pequeña terraza en su primer vals, sintió algo distinto en su interior, una sen¬sación de hormigueo, de revoloteo. Eso tendría que haberlo asusta¬do de muerte.
Pero no lo asustó. Lo dejó sin aliento, excitado... y resuelto a tenerla.
Pero entonces ella desapareció. Fue como si el mundo hubiera sido plano y ella hubiera caído por el borde. No se había enterado de nada en esa irritante entrevista con lady Penwood. Y cuando inte¬rrogó a sus amigos y familiares, ninguno sabía absolutamente nada de una joven vestida con un traje plateado.
Había llegado sola y se había marchado sola, eso estaba claro. A todos los efectos, era como si ni siquiera existiera.
La había buscado en todos los bailes, fiestas y conciertos. Demo¬nios, había asistido al doble de funciones sociales, con la sola espe¬ranza de verla.
Pero siempre había vuelto a casa decepcionado.
Y llegó el momento en que decidió dejar de buscarla. Él era un hombre práctico y ya suponía que algún día sencillamente renuncia¬ría. Y en cierto modo renunció. Al cabo de unos meses volvió a la costumbre de rechazar más invitaciones de las que aceptaba. Y otros pocos meses después descubrió que nuevamente era capaz de cono¬cer a mujeres y no compararlas automáticamente con ella.
Pero no podía dejar de estar atento por si la veía. Tal vez no sen¬tía la misma urgencia, pero siempre que asistía a un baile o tomaba asiento en una velada musical, se sorprendía paseando la mirada por la muchedumbre y aguzando los oídos por si escuchaba el timbre de su risa.
Ella estaba en alguna parte.
Hacía tiempo que se había resignado al hecho de que no era probable que la encontrara, y llevaba más de un año sin buscarla activamente, pero...
Sonrió con tristeza. Simplemente no podría dejar de buscarla.
De un modo extraño, eso se había convertido en parte de su ser. Su nombre era Víctor Bridgerton, tenía siete hermanos, era bas¬tante hábil con una espada y en el dibujo, y siempre tenía los ojos bien abiertos por si veía a la única mujer que le había tocado el alma.
Seguía esperando, deseando, observando. Y aunque se decía que tal vez ya era hora de casarse, no lograba armarse del entusiasmo para hacerlo.
Porque, ¿y si ponía el anillo en el dedo de una mujer y al día siguiente la veía?
Eso le rompería el corazón.
No, sería algo más que eso: le destrozaría el alma.
Exhaló un suspiro de alivio cuando divisó el pueblo de Roseme¬ade. Eso significaba que estaba a cinco minutos de su casa y, bueno, no veía las horas de zambullirse en una bañera con agua caliente.
Miró a la señorita Montemayor. Ella también estaba tiritando, pero, pensó bastante admirado, no había emitido ni la más mínima queja.
Trató de buscar entre las mujeres que conocía a alguna que hubiera hecho frente a los elementos con tanta fortaleza, y no encontró nin¬guna. Incluso su hermana Daphne, que era valiente como nadie, ya habría estado aullando por el frío.
_Ya casi hemos llegado _le aseguró.
_Yo estoy... ¡Uy! Usted no está nada bien.
A él le había venido un acceso de tos, una tos ronca, profunda, de esa que ruge dentro del pecho. Se sentía como si le estuvieran ardien¬do los pulmones, y como si alguien le hubiera pasado una navaja por la garganta.
_Estoy bien _logró decir, dando un ligero tirón a las rien¬das, para compensar la falta de dirección a los caballos mientras tosía.
_A mí no me parece que esté bien.
_Tuve un catarro de nariz la semana pasada _explicó él, haciendo un gesto de dolor. Condenación, sí que le dolían los pul¬mones.
_Eso no parece ser de la nariz _dijo ella, haciéndole una son¬risa que esperaba fuera traviesa.
Pero en realidad no le salió traviesa. La verdad, se veía tremen¬damente preocupada.
_Debe de haberse trasladado _musitó él.
_No quiero que se enferme por mi culpa.
Él trató de sonreír, pero le dolían demasiado los pómulos.
_Me habría cogido la lluvia igualmente, la trajera a usted o no.
_De todos modos...
Lo que fuera que iba a decir fue interrumpido por otro fuerte acceso de tos, ronca, profunda, de pecho.
_Lo siento _dijo él.
_Deje que conduzca yo _dijo ella alargando las manos para coger las riendas.
Él la miró incrédulo.
_Éste es un faetón, no una simple carreta para un caballo.
Ella venció el deseo de estrangularlo. Tenía la nariz moqueante, los ojos enrojecidos, no podía dejar de toser, y sin embargo encon¬traba la energía para actuar como un arrogante pavo real.
_Le aseguro que sé conducir un coche tirado por varios caba¬llos.
_¿Y dónde adquirió esa habilidad?
_En la misma familia que me permitía asistir a las clases de sus hijas _mintió Myriam_. Aprendí a conducir un coche cuando aprendieron las niñas.
_La señora de la casa debía tenerle mucho cariño _comentó él.
_Sí, bastante _repuso ella, reprimiendo la risa.
Aislin era la señora de la casa, y peleaba con uñas y dientes cada vez que su padre insistía en que ella debía recibir la misma edu¬cación que RosaMarie y Penelope. Las tres aprendieron a conducir caba¬llos de tiro el año anterior a la muerte del conde.
_Yo conduciré, gracias _dijo Víctor, abruptamente.
Y estropeó todo el efecto encogiéndose con otro ataque de tos.
Myriam alargó las manos hacia las riendas.
_Por el amor de Dios...
_Tenga. Cójalas entonces. Pero yo la vigilaré.
_No esperaba menos _repuso ella, irritada.
La lluvia no hacía el camino ideal para llevar un coche, y ya hacía años que no tenía unas riendas en las manos, pero le parecía que le estaba saliendo bastante bien. Hay cosas que no se olvidan nunca, pensó.
En realidad, le resultaba bastante agradable hacer algo que no hacía desde su vida anterior, cuando era la pupila del conde, al menos oficialmente. En ese tiempo tenía ropa bonita, buena comida, estu¬dios interesantes y...
Suspiró. No había sido perfecto, pero sí mucho mejor que cual¬quiera de las cosas que vinieron después.
_¿Qué pasa? _preguntó él.
_Nada. ¿Por qué cree que pasa algo?
_Ha suspirado.
_¿Y me oyó suspirar con este viento? _preguntó ella, incré¬dula.
_He estado muy atento. Ya estoy bastante mal _tos, tos, tos_, sin que usted nos haga aterrizar en un pozo.
Myriam decidió no honrarlo con una respuesta.
_Más allá tome el primer camino a la derecha _instruyó él_. Y llegaremos directamente a mi casa.
Ella siguió las instrucciones.
_¿Tiene nombre su casa?
_Sí. Mi Cabaña.
_Podría habérmelo imaginado.
Él sonrió. Toda una hazaña, pensó ella, puesto que tenía una tos de perros.
_No es broma _dijo él.
Y tal cual, al cabo de un minuto detuvieron el coche delante de una elegante casa de campo en cuya fachada había un discreto letre¬ro que decía: «Mi Cabaña».
_El propietario anterior le puso ese nombre _explicó Víctor, mientras le señalaba el camino al establo_, pero a mí me gusta también.
Myriam miró la casa, que si bien no era muy grande, de ninguna manera era una vivienda modesta.
_¿Y a esto le llama cabaña?
_Yo no, el dueño anterior. Debería haber visto su otra casa. Un momento después estaban resguardados de la lluvia, habían bajado del coche y Víctor estaba desenganchando los caballos.
Llevaba guantes pero estaban tan empapados y resbaladizos, que él se los quitó y los arrojó lejos. Myriam lo observó trabajar; tenía los dedos arrugados como pasas y le temblaban de frío.
_Deje que le ayude _dijo, avanzando.
_Puedo hacerlo yo.
_ Ya sé que puede, pero lo haría más rápido con mi ayuda.
Él se giró a mirarla, seguro que para rechazar la ayuda nueva¬mente, pero le vino un acceso de tos que lo hizo doblarse. Myriam se apresuró a llevarlo hasta un banco.
_Siéntese, por favor _le rogó_. Yo acabaré el trabajo.
Pensó que no iba a aceptar, pero él cedió.
_Lo lamento _dijo él con la voz ahogada.
_No hay nada que lamentar _dijo ella, dándose prisa en el tra¬bajo; al menos la mayor prisa posible; todavía tenía adormecidos los dedos, y partes de la piel estaban blancas por haberla tenido tanto tiempo mojada.
_Esto no es muy caballeroso... _le vino otro acceso de tos, una tos más ronca y profunda_ de mi parte.
_Ah, creo que esta vez puedo perdonarlo, tomando en cuenta la manera como me salvó esta noche.
Lo miró, tratando de hacerle una airosa sonrisa, pero le tembla¬ron los labios y de pronto, inexplicablemente, se le llenaron de lágri¬mas los ojos y estuvo a punto de echarse a llorar. Se apresuró a girarse para que él no le viera la cara.
Pero él debió ver algo, o tal vez simplemente presintió que le pasaba algo, porque le preguntó:
_¿Se siente mal?
_ ¡Estoy muy bien! _repuso ella, pero la voz le salió forzada y ahogada, y antes de que se diera cuenta, él estaba a su lado, y ella estaba en sus brazos.
_Todo irá bien _la consoló él_. Ahora está a salvo.
Y le brotaron las lágrimas a torrentes. Lloró por lo que podría haber sido su destino esa noche; lloró por lo que había sido su des¬tino los nueve años pasados; lloró por el recuerdo de cuando él la tenía en sus brazos en el baile de máscaras y lloró porque en ese momento estaba en sus brazos.
Lloró porque él era tan condenadamente bueno y aún estando claramente enfermo, y aún cuando ella no era, a sus ojos, nada más que una criada, seguía deseando cuidar de ella y protegerla.
Lloró porque no se había permitido llorar más tiempo del que tenía memoria, y lloró porque se sentía terriblemente sola.
Y lloró porque llevaba tanto tiempo soñando con él y él no la había reconocido.
Tal vez era mejor que él no la reconociera, pero su corazón seguía deseando que la reconociera.
Finalmente se acabaron las lágrimas. Él retrocedió un paso y, tocándole la barbilla, le preguntó:
_¿Se siente mejor ahora?
Ella asintió, sorprendida de que fuera cierto.
_Estupendo. Se llevó un tremendo susto y... _Se apartó de un salto y se dobló con otro acceso de tos.
_Es absolutamente necesario que esté dentro _dijo ella, lim¬piándose las últimas lágrimas de las mejillas_. Dentro de la casa, quiero decir.
Él asintió.
_¿Echamos una carrera hasta la puerta?
Ella agrandó los ojos, sorprendida.
No podía creer que él tuvie¬ra el ánimo para hacer una broma de eso, cuando era evidente que se sentía muy mal.
Pero se enrolló el cordón de la bolsa en las manos, se cogió la fal¬da y echó a correr hacia la puerta de la casa. Cuando llegó a la esca¬linata, estaba riendo por el ejercicio, riendo de la ridiculez de correr como una loca para escapar de la lluvia cuando ya estaba empapada hasta los huesos.
Ciertamente Víctor le había ganado en llegar al pequeño pór¬tico. Podía estar enfermo, pero tenía las piernas considerablemente más largas y fuertes.
Cuando ella se detuvo con un patinazo a su lado, él estaba gol¬peando la puerta.
_¿No tiene llave? _gritó ella para hacerse oír por encima del rugiente viento.
Él negó con la cabeza.
_No tenía planeado venir aquí.
_¿Cree que sus cuidadores le oirán?
_Pues, espero que sí, maldita sea _masculló él.
Ella se pasó la mano por los ojos para quitarse el agua y fue a mirar por la ventana más cercana.
_Está muy oscuro. ¿Cree que podrían no estar en casa?
_No sé en qué otra parte podrían estar.
_¿No , tendría que haber al menos una criada o un lacayo?
_Vengo tan rara vez que me pareció tonto contratar toda una plantilla de personal. Hay criadas que sólo vienen por el día cuando es necesario.
Myriam hizo un gesto de preocupación.
_Yo sugeriría que buscáramos alguna ventana abierta, pero cla¬ro, con la lluvia, eso es improbab6e.
_Eso no es necesario –dijo él sombriamente _. Sé dónde está la otra llave.
Ella lo miró sorprendida.
_¿Y por qué lo dice tan triste?
A él le vino otro acceso de tos.
_Porque significa que tengo que volver a meterme bajo esta maldita lluvia _contestó después.
Myriam comprendió que él estaba llegando al límite de su pacien¬cia; ya había dicho palabrotas dos veces delante de ella, y no parecía ser el tipo de hombre que maldice delante de una mujer, aunque sea una criada.
_Espere aquí _ordenó él, y antes de que ella pudiera respon¬der, ya había bajado del pórtico y echado a correr.
A los pocos minutos, oyó girar una llave en la cerradura, se abrió la puerta y apareció Víctor con una vela encendida y chorreando agua por el suelo.
_No sé dónde estan el señor y la señora Crabtree _dijo, con la voz rasposa por la tos_, pero ciertamente no están aquí.
Myriam tragó saliva.
_¿Estamos solos?
_Completamente _asintió él.
Ella echó a andar hacia la escalera.
_Será mejor que vaya a buscar un cuarto para criados.
_Ah, pues no _gruñó él, cogiéndole el brazo.
_¿Que no?
_Usted, querida muchacha, no irá a ninguna parte _dijo él, negando con la cabeza.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 8
Tengo la impresión de que hoy en día no se pueden dar dos pasos en un baile de Londres sin tropezarse con una señora de la sociedad lamentándose de las dificultades de encontrar buen servicio. Efecti¬vamente, esta cronista llegó a creer que la señora Featherington y lady Penwood se iban a enzarzar en una pelea a puñetazos en la velada musical de los Smythe-Smith de la semana pasada. Parece ser que hace un mes lady Penwood le birló la doncella a la señora Fea¬therington en sus mismas narices, prometiéndole que le pagaría mejor y le regalaría ropa desechada. (Es preciso hacer notar que la señora Featherington también le daba ropa desechada a la pobre muchacha, pero cualquiera que haya visto los atuendos de las señori¬tas Featherington comprenderá por qué la doncella no consideraba esto un beneficio.)
Pero la trama se complicó cuando la susodicha doncella volvió a toda prisa donde la señora Featherington a suplicarle que la volviera a emplear. Parece que la idea que tiene lady Penwood sobre el tra¬bajo de una doncella incluye deberes que corresponderían más exac¬tamente a la fregona, camarera de la planta superior «y» cocinera.
Alguien debería decirle a esta señora que una sola criada no pue¬de hacer el trabajo de tres.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 2 de mayo de 1817.
_Antes de que cualquiera de los dos vaya a buscar una cama, vamos a encender el hogar y calentarnos. No la salvé de Cavender sólo para que se muera de gripe.
Myriam lo observó agitarse con otro acceso de tos, tan fuerte que lo obligó a doblarse por la cintura. No pudo dejar de comen¬tar:
_Con su perdón, señor Bridgerton, pero yo diría que de los dos es usted el que está en más peligro de contraer la gripe.
_Cierto _resolló él_, y puedo asegurarle que no tengo el menor deseo de contraerla. Así pues... _nuevamente se dobló, ata¬cado por la tos.
_¿Señor Bridgerton? _dijo ella, preocupada.
Él tragó saliva y escasamente logró decir:
_Ayúdeme a encender el fuego _tos, tos_ antes de que la tos me deje inconsciente.
Myriam frunció el ceño, preocupada. Los accesos de tos eran cada vez más seguidos, y cada vez la tos sonaba más ronca, como si le saliera del fondo del pecho.
No le llevó mucho tiempo encender el fuego; ya tenía bastan¬te experiencia en encenderlo como criada, y muy pronto los dos estaban con las manos lo más cerca posible de las llamas sin que¬marse.
_Me imagino que su muda de ropa no estará seca _dijo él, haciendo un gesto hacia la empapada bolsa.
_Lo dudo _repuso ella, pesarosa_. Pero no importa. Si estoy bastante rato aquí, se me secará la ropa.
_No sea tonta _se mofó él, girándose para que el fuego le calentara la espalda_. Seguro que le encontraré algo para que pue¬da cambiarse.
_¿Tiene ropa de mujer aquí? _preguntó ella, dudosa.
_No será tan quisquillosa que no pueda ponerse unas calzas y una camisa por una noche, ¿verdad?
Hasta ese momento ella había sido tal vez así de quisquillosa, pero dicho de esa manera, le pareció bastante tonto.
_Supongo que no _dijo. Sí que parecía atractiva cualquier ropa seca.
_Estupendo _dijo él enérgicamente_. Entonces usted podría ir a encender los hornillos en dos dormitorios mientras yo busco ropa para los dos.
_Yo puedo dormir en un cuarto para la servidumbre _se apre¬suró a decir Myriam.
_Eso no es necesario _dijo él saliendo de la sala e indicándole que lo siguiera_. Tengo habitaciones para invitados, y usted no es una criada aquí.
_Pero soy una criada _repuso ella, corriendo detrás.
_Haga lo que quiera, entonces. _Empezó a subir la escalera, pero tuvo que detenerse a la mitad, con otro ataque de tos_. Puede subir al ático, donde encontrará algún cuarto diminuto para el servi¬cio, con un pequeño jergón duro, o puede elegir una habitación con colchón de pluma y edredón de plumón.
Myriam pensó que debía recordar su lugar en el mundo y subir el siguiente tramo de escalera hasta el ático, pero, ay, Dios, un colchón de plumas y un edredón de plumón se le antojaba el cielo en la tie¬rra.
Hacía años que no dormía con esas comodidades.
_Buscaré una pequeña habitación para invitados _accedió_. Eh... la más pequeña que tenga.
La boca de Víctor medio se curvó en una sonrisa que insinua¬ba un «se lo dije».
_Elija la que quiera, pero no ésa _dijo, señalando la segunda puerta de la izquierda_. Ésa es la mía.
_Encenderé el hornillo allí inmediatamente, entonces.
Él necesitaba el calor más que ella; además, sentía una extraordi¬naria curiosidad por ver cómo era el interior de su dormitorio. Se pueden saber muchas cosas de una persona por la decoración de su dormitorio. Aunque claro, se dijo, haciendo un gesto displicente, eso si la persona tenía los fondos suficientes para decorar su habita¬ción de la manera preferida. Sinceramente dudaba de que alguien pudiera haberse hecho una idea sobre ella por la decoración del pequeño torreón que había ocupado en la casa de los Cavender; eso sin contar que no tenía ni un penique a su nombre.
Dejando su bolsa en el corredor, entró en el dormitorio de Víctor. Era una habitación hermosa, acogedora y masculina, y muy cómoda. Pese a que Víctor había dicho que rara vez iba allí, había todo tipo de efectos personales en el escritorio y las mesillas: retra¬tos en miniatura de los que debían de ser sus hermanos y hermanas, libros encuadernados en piel, e incluso un pequeño jarrón de cristal lleno de...
¿Piedras?
_Qué extraño _musitó, acercándose, aun sabiendo que eso era una tremenda intrusión.
_Cada una tiene su significado para mí _dijo una voz ronca detrás de ella_. Las he coleccionado desde... _se interrumpió para toser_, desde que era niño.
Myriam sintió subir el rubor hasta la raíz de los cabellos, al verse así sorprendida fisgoneando descaradamente, pero seguía picada su curiosidad, de modo que sacó una. Era una piedra de color rosado con una accidentada vena gris que la atravesaba por el medio.
_¿Y ésta?
_Ésa la recogí en una excursión _explicó con voz tierna_. Dio la casualidad de que ese día murió mi padre.
_¡Oh! Lo siento _dijo ella dejando caer la piedra sobre las demás, como si la hubiera quemado.
_Hace mucho tiempo.
_De todos modos lo siento.
_Yo también _dijo él, sonriendo tristemente.
Y entonces le vino un acceso de tos tan fuerte que tuvo que apo¬yarse en la pared.
_Tiene que calentarse _dijo ella_. Deje que encienda el fuego.
Víctor dejó un atado de ropa sobre la cama.
_Para usted.
_Gracias _repuso ella, sin desviar la atención de su trabajo en el pequeño hornillo de hierro.
Era peligroso seguir en la misma habitación con él, pensó. No creía que él fuera a hacerle ninguna insinuación indebida; era dema¬siado caballero para hacer requerimientos a una mujer que apenas conocía. No, el peligro estaba rotundamente en el interior de ella. La aterraba pensar que si pasaba mucho tiempo en compañía de él podría enamorarse perdidamente.
¿Y qué ganaría con eso?
Nada, aparte de un corazón roto.
Continuó varios minutos más inclinada sobre el hornillo, ati¬zando la llama hasta estar segura de que no se apagaría.
_Ya está _anunció cuando quedó satisfecha. Se incorporó y arqueó ligeramente la espalda para estirarse, y se giró a mirarlo_. Eso tendría que... ¡Dios mío!
La cara de Víctor Bridgerton estaba francamente verde.
_¿Se siente mal? _preguntó, corriendo a su lado.
_No me siento muy bien _contestó él, con la voz estropajosa, apoyándose pesadamente en el poste de la cama.
Daba la impresión de que estuviera algo borracho, pero ella había estado con él al menos dos horas y sabía que no había bebido nada.
_Tiene que meterse en la cama _dijo, y casi se cayó al suelo cuando él decidió dejar el poste y apoyar en ella su peso.
_¿Viene? _le preguntó él, sonriendo.
Ella se apartó de un salto.
_Ahora sí que sé que está afiebrado.
Él levantó la mano para tocarse la frente, pero se golpeó la nariz.
_¡Ay! _aulló.
Ella hizo un gesto de compasión. Él subió la mano hasta la frente.
_Mmm, podría tener un poco de fiebre.
Podía ser un gesto de familiaridad horroroso, pensó ella, pero estaba en juego la salud de un hombre, de modo que le tocó la fren¬te. No estaba ardiendo, pero tampoco estaba fresca.
_Tiene que quitarse esa ropa mojada.
Inmediatamente. Víctor se miró y pestañeó, como si ver su ropa empapada fue¬ra una sorpresa.
_Sí _musitó, pensativo_. Creo que sí. _Llevó las manos a los botones, pero los dedos pegagosos y adormecidos se le resbalaban. Finalmente se encogió de hombros y la miró, impotente_. No puedo.
_Ay, Dios. Déjeme... _Empezó a desabotonarle el primer botón, retiró las manos, nerviosa, y al cabo de un instante, apretó los dientes y volvió a intentarlo. Los fue desabotonando rápidamente, tratando de desviar la vista a medida que se iba abriendo la camisa dejando al descubierto otro trocito más de piel_. Ya casi está, sólo un momento más.
Él no contestó nada, así que alzó la vista y lo miró. Estaba con los ojos cerrados y el cuerpo se le mecía ligeramente. Si no hubiera estado de pie, ella habría jurado que estaba dormido.
_¿Señor Bridgerton? _le dijo suavemente_. ¿Señor Bridgerton?
Él levantó bruscamente la cabeza.
_¿Que? ¿Qué?
_Se ha quedado dormido.
Él cerró y abrió los ojos, confuso.
_¿Qué tiene de malo eso?
_No se puede quedar dormido con la ropa puesta.
Él se miró.
_¿Cómo se me desabotonó la camisa?
Sin hacer caso de la pregunta, ella lo empujó hasta dejarlo con la parte de atrás de las piernas apoyadas en la cama.
_Siéntese _le ordenó.
Debió decirlo en el tono autoritario necesario, porque él obedeció.
_¿Tiene algo seco para ponerse? _le preguntó.
Él se quitó la camisa y la dejó caer al suelo en un bulto informe.
_Nunca duermo vestido.
A Myriam le dio un vuelco el estómago.
_Bueno, creo que esta noche debería ponerse algo y... ¿Que hace?
Él la miró como si le hubiera hecho la pregunta más estúpida del mundo.
_Me estoy quitando las calzas.
_¿No podría esperar a que yo le diera la espalda?
Víctor la miró sin expresión.
Myriam también lo miró.
Víctor continuó mirándola.
Finalmente dijo:
_¿Y bien?
_¿Y bien qué?
_¿No se va a poner de espaldas?
_¡Ah! _gritó ella, girándose de un salto, como si alguien le hubiera encendido fuego bajo los pies.
Moviendo cansinamente la cabeza de uno a otro lado, Víctor se movió hasta el borde de la cama y se quitó las medias.
Que Dios lo protegiera de las señoritas remilgadas. Era una criada, por el amor de Dios.
Aun en el caso de que fuera virgen, y dado su comporta¬miento, sospechaba que lo era, sin duda habría visto un cuerpo masculino. Las criadas se pasaban la vida entrando y saliendo de las habitaciones sin golpear a la puerta, llevando sábanas, toallas y lo que fuera. Era inconcebible que ella no se hubiera encontrado nun¬ca ante un hombre desnudo.
Se quitó las calzas, tarea nada fácil, puesto que la tela estaba más que mojada y tuvo que desprendérsela de la piel. Cuando estaba totalmente desnudo, arqueó una ceja mirando la espalda de Myriam. Ella estaba muy rígida, con las manos fuertemente apretadas en puños a los costados.
Sorprendido, cayó en la cuenta de que verla lo hacía sonreír.
Comenzaba a sentirse un poco débil, y le llevó dos intentos lograr levantar la pierna lo suficiente para meterse en la cama. Con considerable esfuerzo se inclinó y levantó el borde del edredón, se arrastró un poco debajo y se cubrió el cuerpo. Por fin, absoluta¬mente extenuado, apoyó la cabeza en la almohada y emitió un gemido.
_¿Cómo se siente? _preguntó Myriam.
_Bien _trató decir con un enorme esfuerzo, pero lo que le salió fue una especie de «bomm».
La oyó moverse, y cuando logró reunir algo de energía, medio abrió un párpado. Ella estaba junto a la cama. Parecía preocupada.
Sin saber por qué, encontró agradable eso. Hacía mucho tiempo que una mujer que no fuera pariente estuviera preocupada por su bienestar.
_ Estoy bien _dijo entre dientes, tratando de sonreírle tranqui¬lizador.
Pero la voz le sonó como si viniera de un largo y angosto túnel. levantó una mano y se tiró la oreja. Le parecía que su boca hablaba tenue; el problema tenía que ser del oído.
_¿Señor Bridgerton? ¿Señor Bridgerton?
Volvió a abrir un párpado.
_Vaya a acostarse _gruñó_. Séquese.
_¿Está seguro?
Él asintió. Ya le resultaba muy difícil hablar.
_Muy bien. Pero voy a dejar abierta su puerta. Si necesita algo, llámeme.
Él volvió a asentir, o al menos lo intentó. Y al instante se quedó dormido.
Myriam tardó escasamente un cuarto de hora en los preparativos para acostarse.
Estimulada por una sobreabundancia de energía nerviosa, se quitó la ropa mojada, se puso la seca y encendió el hornillo de su habitación, pero tan pronto como su cabeza tocó la almohada cayó rendida por un agotamiento total y absoluto, que parecía proceder de sus mismos huesos.
Había sido un día muy, muy largo, pensó adormilada. Un día realmente larguísimo, entre atender a sus quehaceres de la mañana, correr por toda la casa para escapar del asedio de Cavender y sus amigos...
Se le cerraron los párpados. Sí, el día había sido extraordi¬nariamente largo y...
De repente se sentó en la cama sobresaltada.
El fuego del horni¬llo ardía suave, lo que significaba que debió quedarse dormida.
Pero estaba agotadísima cuando se durmió, por lo tanto algo tuvo que despertarla. ¿Sería el señor Bridgerton? ¿La habría llamado?
Cuan¬do lo dejó para venir a acostarse no tenía muy buen aspecto, pero tampoco estaba a las puertas de la muerte.
Bajó de la cama de un salto, cogió una vela y corrió hacia la puer¬ta de la habitación. Allí tuvo que cogerse la cinturilla de las calzas prestadas por Víctor, porque le iban bajando por las caderas.
Cuando salió al corredor oyó el sonido que debió despertarla.
Era un gemido ronco, al que siguió un ruido de movimiento agi¬tado y luego algo que sólo podía interpretarse como un quejido.
A toda prisa entró en la habitación de Víctor y se detuvo jun¬to al hornillo a encender la vela. Él yacía en su cama con una inmo¬vilidad casi antinatural. Se le acercó un poco, con los ojos fijos en su pecho. Sabía que no podía estar muerto, pero se sintió muchísimo mejor al ver que el pecho le subía y le bajaba con la respiración.
_¿Señor Bridgerton? _susurró_. ¿Señor Bridgerton?
No hubo respuesta.
Se acercó otro poco y se inclinó sobre la cama.
_¿Señor Bridgerton?
Él sacó bruscamente la mano y le cogió el hombro haciéndola perder el equilibrio y caer encima de la cama.
_¡Señor Bridgerton! ¡Suélteme! _chilló.
Pero él comenzó a moverse, agitado, gimiendo y girándose a un lado y otro de la cama. Su cuerpo despedía tanto calor que ella com¬prendió que estaba muy afiebrado.
Cuando logró liberarse y bajar de la cama, él continuaba agitado, dándose vueltas y vueltas, y hablando dormido, encadenando pala¬bras que formaban frases sin ningún sentido.
Después de observarlo un momento en silencio le puso la mano en la frente. La tenía ardiendo.
Se mordió el labio inferior, pensando qué podía hacer. No tenía ninguna experiencia en atender enfermos con fiebre, pero le parecía que lo lógico sería enfriarlo.
Por otro lado, siempre había visto que las habitaciones de enfermos las mantenían calientes, bien cerradas para que no entrara aire, o sea que quizá...
En ese momento Víctor se dio otra vuelta y musitó:
_Bésame.
Myriam soltó la cinturilla de las calzas y éstas cayeron al suelo. Se le escapó un gritito y se apresuró a agacharse y cogerlas. Sujetando firmemente la cinturilla con la mano derecha, alargó la izquierda para darle unas palmaditas en la mano, pero lo pensó mejor y la re¬tiro.
_Está soñando, señor Bridgerton _dijo.
_Bésame _repitió él.
A la tenue luz de la solitaria vela vio que a él se le movían rápi¬damente los ojos bajo los párpados. Qué increíble ver soñar a otra persona, pensó.
_¡Bésame, caramba! _gritó él de pronto.
Myriam dio un salto atrás, sorprendida y se apresuró a afirmar la vela en la mesilla.
_Señor Bridgerton... _comenzó, con toda la intención de explicarle por qué no podía ni siquiera ocurrírsele besarlo, pero entonces pensó ¿por qué no?
Con el corazón desbocado, se inclinó y depositó unos suavísi¬mos, ligerísimos besos en sus labios.
_Te amo _susurró_. Siempre te he amado.
Con un inmenso alivio, vio que él no se movía. Ése no era pre¬cisamente un momento que deseara que él recordara por la maña¬na.
Y justo cuando acababa de convencerse de que él había vuelto a dormirse profundamente, él comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, dejando profundas depresiones en la almohada de plu¬mas.
_¿Dónde estás? _gruñó él, con voz ronca_. ¿Dónde te has metido?
_Estoy aquí _contestó ella.
Él abrió los ojos y por un instante pareció estar totalmente lú¬cido.
_No tú _dijo y volviendo a cerrar los ojos continuó movien¬do la cabeza de lado a lado.
_Bueno, yo soy lo único que tiene _masculló Myriam_. No se mueva _añadió con una risita nerviosa_. Vuelvo enseguida.
Y con el corazón acelerado por el miedo y los nervios, salió corriendo de la habitación.
Si algo había aprendido Myriam en sus tiempos de criada era que la mayoría de las casas se organizaban esencialmente de la misma manera. Y por ese motivo no tuvo ningún problema para encontrar sábanas limpias para cambiarle las mojadas a Víctor; también encontró un jarro, que llenó de agua fría, y unas cuantas toallitas para humedecerle la frente.
Cuando entró en el dormitorio, él yacía inmóvil otra vez, pero su respiración era superficial y rápida. Volvió a tocarle la frente; no podía estar segura, pero le pareció que estaba más caliente.
Dios santo; ésa no era buena señal, y ella no estaba en absoluto cualificada para atender a un paciente con fiebre.
Ni Aislin, ni RosaMarie ni Penelope habían estado enfermas ni un solo día, jamás, y los Cavender eran personas extraordinariamente sanas también. Lo más cercano a cuidar de un enfermo que había hecho en toda su vida era atender a la madre de la señora Cavender, que no podía caminar. Pero jamás había cuidado de alguien con fiebre.
Metió una toallita en la jarra y la estrujó para que no chorreara.
_Esto tendría que hacerle sentir mejor _susurró, aplicándose¬la cuidadosamente sobre la frente_. Al menos eso espero _añadió, en tono muy poco seguro.
Él no hizo el menor intento de retirar la cabeza al contacto con la mojada y fría toalla. Eso ella lo interpretó como excelente señal, de modo que mojó y estrujó otra. Pero no tenía idea de dónde podía ponerla. El pecho no le pareció un lugar adecuado, y de ninguna manera iba a bajarle la manta hasta más abajo de la cintura, a no ser que el pobre hombre estuviera en las puertas de la muerte, y aún en ese caso, no sabía qué demonios podría hacer por ahí abajo que lo resucitara. Así que finalmente le pasó la toalla mojada por detrás de las orejas y por los costados del cuello.
_¿Se siente mejor con esto? _le preguntó, sin esperar respues¬ta, lógicamente, sino pensando que debía continuar con su conversa¬ción unilateral_. La verdad es que no sé mucho de cuidar enfermos, pero me parece que le iría bien algo fresco en la frente. Si yo estuvie¬ra enferma, seguro que me gustaría.
Él se movió inquieto, musitando palabras incoherentes.
_¿Ah, sí? _contestó ella, tratando de sonreír pero sin conse¬guirlo_. Me alegra que piense eso.
Él masculló otra cosa.
_No _dijo ella, pasándole la toalla fresca por la oreja_. Me parece mejor lo que dijo primero.
Él se quedó inmóvil.
_Será un placer para mí reconsiderarlo _dijo ella, preocupa¬da_. No se ofenda, por favor.
Él no se movió.
Myriam suspiró. No se podía conversar mucho rato con un hom¬bre inconsciente sin empezar a sentirse absolutamente idiota. Le quitó la toalla de la frente y puso la mano. La sintió pegajosa; pega¬josa y todavía caliente, combinación que no habría creído posible.
Dedidió no volver a ponerle la toalla, así que la dejó encima de la jarra. Era muy poco lo que podía hacer por él en ese preciso momen¬to, de modo que se incorporó, y para estirar las piernas dio una len¬ta vuelta por la habitación, deteniéndose a coger y examinar desvergonzadamente todo lo que podía cogerse y también exami¬nando algunas de las cosas fijas.
La colección de retratos en miniaturas fue su primera parada. Había nueve sobre el escritorio; coligió que eran de los padres y her¬manos de Víctor. Comenzó a poner las de los hermanos por orden de edad, pero luego se le ocurrió que lo más probable era que los retratos no se hubieran pintado todos al mismo tiempo, por lo que igual podía estar mirando el retrato de su hermano mayor a los quince años y el del hermano menor a los veinte.
La sorprendió lo mucho que se parecían todos: el mismo color de pelo, castaño oscuro, las bocas anchas, y la elegante estructura ósea.
Junto a las miniaturas estaba el jarrón con la colección de pie¬dras. Cogió unas cuantas y, una a una, las hizo rodar un poco en la mano. «¿Por qué son tan especiales para ti?», pensó en un susurro, devolviéndolas con sumo cuidado a su lugar. A ella le parecían sim¬ples piedras, pero tal vez él las encontraba más interesantes y únicas porque representaban recuerdos especiales. Encontró un pequeño cofre de madera que le fue absolutamente imposible abrir; tenía que ser una de esas cajas con truco de que había oído hablar, que venían de Oriente. Y lo más curioso, a un lado del escritorio había un gran cuaderno de dibujo; estaba lleno de dibujos a lápiz, principalmente paisajes, pero también algunos retratos. ¿Los había dibujado Víctor? Miró de cerca el margen inferior de cada dibujo; las pequeñas iniciales parecían ser dos bes.
Se le escapó una exclamación ahogada y una sonrisa no invitada le iluminó la cara. Jamás se habría imaginado que Víctor era un artista. Jamás había leído nada acerca de eso en Whistledown, y cier¬tamente eso era algo que la columnista de cotilleo podría haber des¬cubierto a lo largo de los años.
Llevó el cuaderno cerca de la mesilla para examinarlo a la luz de la vela y fue pasando las páginas. Deseó sentarse a mirarlo y dedi¬car diez minutos a contemplar cada dibujo, pero consideró intro¬misión examinar sus dibujos con tanto detalle; tal vez sólo quería justificar su fisgoneo.
Los paisajes eran variados. Algunos eran de Mi Cabaña (¿o debía llamarla Su Cabaña?) y otros eran de una casa más grande; supuso que ésa era la casa de campo de la familia Bridgerton. En la mayoría de los paisajes no había ninguna estructura arquitectónica, sólo un arroyo burbujeante, un árbol agitado por el viento, una pradera bajo la lluvia. Y lo pasmoso era que los dibujos captaban el momento, verdadero y completo. Habría jurado que el agua del arroyo burbu¬jeaba y que el viento agitaba las hojas de ese árbol.
El número de retratos era menor, pero ella los encontró infinita¬mente más interesantes. Había varios de una niña que tenía que ser su hermana menor, y unos cuantos de una mujer que supuso era su madre. Uno de los que más le gustó representaba un juego al aire libre. Al menos cinco hermanos Bridgerton sostenían unas largas mazas, y una de las niñas, dibujada en primer plano, estaba a punto de golpear una bola para hacerla pasar por un aro; tenía la cara arru¬gada por la concentración.
El dibujo le provocó deseos de reírse fuerte. Sintió la alegría de ese día, y eso la hizo sentir ansias de tener una familia.
Miró a Víctor, que seguía durmiendo apaciblemente. ¿Com¬prendería él la suerte que tenía por haber nacido en ese numeroso y amoroso clan?
Exhalando un largo suspiro, continuó pasando las páginas has¬ta que llegó al final. El último dibujo era diferente de los demás porque parecía ser una escena nocturna, y la mujer que llevaba recogida la falda hasta más arriba de los tobillos e iba corriendo por...
¡Buen Dios! Ahogó una exclamación, pasmada. ¡Era ella!
Se acercó el dibujo a la cara. Él había captado a la perfección los detalles del vestido, ese vestido maravilloso, mágico, que fuera suyo por una sola noche. Había recordado incluso sus guantes largos has¬ta los codos, y los detalles de su peinado. Su cara era menos recono¬cible, pero eso había que disculparlo, puesto que nunca se la había visto entera.
Bueno, nunca hasta esa noche.
En ese momento Víctor emitió un gemido y cuando ella lo miró vio que se estaba moviendo inquieto. Cerró el cuaderno y fue a dejarlo en su lugar. Después se acercó a la cama.
_ ¿Señor Bridgerton? _susurró.
Cómo deseaba llamarlo Víctor, tutearlo. Así era como pensa¬ba en él; así lo había llamado siempre en sus sueños esos dos largos años. Pero eso sería una familiaridad inexcusable, y ciertamente no iba bien con su posición como criada.
_¿Señor Bridgerton? _repitió_. ¿Se siente mal?
Él abrió los ojos.
_¿Se le ofrece algo?
Él cerró y abrió los ojos varias veces, y ella no pudo saber si la había oído o no. Parecía tener los ojos desenfocados, y ni siquiera podía saber si la veía.
_ ¿Señor Bridgerton?
_Myriam _dijo él, con voz rasposa. Seguro que tenía la gargan¬ta seca e irritada_. La criada.
_Estoy aquí _dijo ella, asintiendo_. ¿Qué se le ofrece?
_Agua.
_Enseguida.
Había metido las toallitas en el agua de la jarra, pero decidió que ése no era el momento para ser delicada, de modo que cogió el vaso que había subido de la cocina y lo llenó.
_Tenga.
Él tenía las manos temblorosas, de modo que ella continuó suje¬tando el vaso mientras él se lo llevaba a la boca. Bebió dos sorbos y volvió a poner la cabeza en la almohada.
_Gracias _susurró.
Myriam le tocó la frente. Seguía caliente, pero él parecía estar lúci¬do otra vez, por lo que decidió interpretar eso como señal de que había empezado a bajarle la fiebre.
_Creo que se sentirá mejor por la mañana.
Él se rió. No fuerte ni con nada parecido a vigor, pero se rió.
_No lo creo _graznó.
_Bueno, no totalmente recuperado _concedió ella_, pero creo que se sentirá mejor que ahora.
_Bueno, sería difícil que me sintiera peor.
Myriam le sonrió.
_¿Se siente capaz de moverse hacia un lado de la cama para que pueda cambiarle las sábanas?
Él asintió e hizo lo que le pedía. Después cerró los ojos cansa¬dos, mientras ella iba de uno a otro lado de la cama.
_Ése es un buen truco _comentó cuando ella terminó.
_La madre de la señora Cavender solía ir de visita con frecuen¬cia _explicó ella_. Estaba postrada en cama, así que tuve que aprender a cambiarle las sábanas sin que ella se levantara. No es demasiado difícil.
Él asintió.
_Ahora me volveré a dormir.
Myriam le dio una palmadita tranquilizadora en el hombro, no pudo evitarlo.
_Se sentirá mejor por la mañana _susurró_. Se lo prometo.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 9
Dicen que los médicos son los peores pacientes, pero es la opinión de esta cronista que cualquier hombre es un paciente terrible. Podría¬mos decir que ser un paciente exige paciencia, y Dios sabe que la mitad masculina de nuestra especie no goza precisamente de dema¬siada paciencia.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 2 de mayo de 1817
Lo primero que hizo Myriam a la mañana siguiente fue chillar.
Se había quedado dormida sentada en el sillón de respaldo recto junto a la cama de Víctor, con los brazos y piernas en posición muy poco elegante y la cabeza ladeada en una postura bastante incó¬moda. Al principio su sueño fue ligero, con los oídos aguzados por si le llegaba alguna señal de malestar de la cama del enfermo. Pero después de una hora o algo así de un total y bendito silencio, el ago¬tamiento pudo con ella y cayó en un sueño profundo, ese tipo de sueño del que uno debería despertar en paz, con una llana y descan¬sada sonrisa en la cara.
Y posiblemente a eso se debió que cuando abrió los ojos y vio a dos personas desconocidas mirándola fijamente, se llevó un susto tan grande que a su corazón le llevó cinco minutos completos volver a latir con normalidad.
_¿Quiénes son ustedes?
Las palabras ya le habían salido por la boca cuando comprendió quiénes tenían que ser, necesariamente: el señor y la señora Crabtree, los cuidadores de Mi Cabaña.
_¿Quién es usted? _preguntó el hombre, en un tono no menos belicoso.
_Myriam Montemayor _respondió ella, atragantándose_. Eh... yo... _apuntó a Víctor, desesperada_. Él...
_¡Dígalo, muchacha!
_ ¡No la torturen! _graznó el enfermo.
Las tres cabezas se giraron hacia Víctor.
_ ¡Está despierto! _exclamó Myriam.
_Quisiera Dios que no lo estuviera _masculló él_. Me arde la garganta como si tuviera fuego ahí.
_¿Quiere que le vaya a buscar otro poco de agua? _le ofreció Myriam, solícita.
_Té, por favor.
Ella se levantó de un salto.
_Iré a prepararlo.
_Iré yo _dijo firmemente la señora Crabtree.
_¿Quiere que la ayude? _preguntó Myriam, tímidamente. Algo en ese par la hacía sentirse diez años mayor. Los dos eran bajos y rechonchos, pero irradiaban autoridad.
La señora Crabtree negó con la cabeza.
_Buena ama de llaves sería yo si no supiera preparar un té.
Myriam tragó saliva; no sabía si la señora Crabtree estaba enfada¬da o hablaba en broma.
_No fue mi intención dar a entender que...
La señora Crabtree interrumpió la disculpa agitando la mano.
_¿Le traigo una taza?
_A mí no debe traerme nada. Soy una c...
_Tráigale una taza _ordenó Víctor.
_Pero...
_Silencio _gruñó él apuntándola con el dedo. Después miró a la señora Crabtree con una sonrisa que podría haber derretido una cumbre de hielo_: ¿Tendría la amabilidad de añadir una taza para la señorita Montemayor en la bandeja?
_Desde luego, señor Bridgerton, pero ¿podría decirle ...?
_Puede decirme lo que quiera cuando vuelva con el té _le pro¬metió él.
Ella lo miró severa.
_Tengo mucho que decir.
_De eso no me cabe la menor duda.
Víctor, Myriam y el señor Crabtree guardaron silencio mien¬tras la señora Crabtree salía de la habitación, y cuando ya se había alejado bastante y no podía oír, el señor Crabtree se echó reír.
_ ¡Le espera una buena, señor Bridgerton!
Víctor sonrió débilmente. El señor Crabtree se volvió hacia Myriam y le explicó:
_Cuando la señora Crabtree dice que tiene mucho que decir, es que tiene mucho que decir.
_Ah _dijo Myriam.
Le habría gustado decir algo más inteligente, pero con tan poco tiempo de aviso, lo único que se le ocurrió fue «ah».
_Y cuando tiene mucho que decir _continuó el señor Crab¬tree, con la sonrisa más ancha y astuta_, le gusta decirlo con inmen¬so vigor.
_Por suerte _terció Víctor, sarcástico_ tendremos nuestro té para mantenernos ocupados.
El estómago de Myriam gruñó audiblemente.
Víctor la miró brevemente, con expresión divertida.
_Y un buen poco de desayuno, también _añadió_, si conoz¬co a la señora Crabtree.
_Ya está preparado, señor Bridgerton _asintió el señor Crab¬tree_. Vimos sus caballos en el establo esta mañana, al volver de la casa de nuestra hija, y la señora Crabtree se puso a trabajar en el desayuno inmediatamente. Sabe cuánto le gustan los huevos.
Víctor miró a Myriam y le sonrió con expresión de complicidad:
_Me encantan los huevos.
A ella volvió a gruñirle el estómago.
_Pero no sabíamos que estaba acompañado _dijo el señor Crabtree.
Víctor se echó a reír, y al instante hizo un gesto de dolor.
_No me imagino que la señora Crabtree no haya preparado comida suficiente para un pequeño ejército.
_Bueno, no tuvo tiempo para preparar un desayuno adecuado, con pastel de carne y pescado _explicó el señor Crabtree_, pero creo que tiene tocino, jamón, huevos y tostadas.
Esta vez el estómago de Myriam lanzó un rugido. Ella se puso la mano en el estómago, resistiendo apenas el deseo de sisearle « ¡Cállate!».
_Debería habernos dicho que venía _continuó el señor Crab¬tree_. No habríamos ido de visita si lo hubiéramos sabido.
_Fue una decisión de último momento _explicó Víctor, esti¬rando el cuello a uno y otro lado_. Fui a una fiesta desagradable y decidí marcharme.
_¿De dónde viene ella? _preguntó el señor Crabtree haciendo un gesto hacia Myriam.
_Estaba en la fiesta.
_Yo no estaba en la fiesta _enmendó Myriam_. Simplemente estaba allí.
El señor Crabtree la miró con desconfianza.
_¿Cuál es la diferencia?
_No estaba en la fiesta. Era criada en la casa.
_¿Usted es una criada?
_Eso es lo que he estado tratando de decirle.
_Usted no parece criada. _Miró a Víctor_. ¿A usted le parece criada?
Víctor se encogió de hombros, indeciso.
_No sé qué parece.
Myriam lo miró enfurruñada. Tal vez eso no era un insulto, pero no era un cumplido tampoco.
_Si es la criada de otros, ¿qué hace aquí? _insistió el señor Crabtree.
_¿Podría reservar la explicación para cuando vuelva la señora Crabtree? Porque estoy seguro de que ella repetirá todas sus pre¬guntas.
El señor Crabtree lo miró un momento, pestañeó, asintió y se volvió hacia Myriam.
_¿Por qué va vestida así?
Myriam se miró y comprobó, horrorizada, que se había olvidado que vestía ropas de hombre, ropas tan grandes que apenas lograba que las calzas no le cayeran a los pies.
_Mi ropa estaba empapada _explicó_, por la lluvia.
Él asintió, comprensivo.
_Vaya tormenta la de anoche. Por eso nos alojamos con nues¬tra hija. Teníamos pensado volver a casa, ¿sabe?
Víctor y Myriam se limitaron a asentir.
_No vive muy lejos _continuó el señor Crabtree_, sólo al otro lado del pueblo. _Miró a Víctor, que se apresuró a hacer un gesto de asentimiento_. Ha tenido otro bebé, una niña.
_Felicitaciones _dijo Víctor.
Por su cara, Myriam comprendió que no decía eso por simple educación. Lo decía en serio.
Se oyeron fuertes pisadas procedentes de la escalera; sin duda era la señora Crabtree que volvía con el desayuno.
_Tendría que ir a ayudarle _dijo Myriam, poniéndose de pie de un salto y corriendo hacia la puerta.
_Una vez criada, siempre criada _comentó sabiamente el señor Crabtree.
Víctor no habría podido asegurarlo, pero creyó ver a Myriam hacer un mal gesto.
Pasado un minuto, entró la señora Crabtree llevando un esplén¬dido servicio de té de plata.
_¿Dónde está Myriam? _preguntó Víctor.
_La envié a buscar el resto _contestó la señora Crabtree_. Notardará nada. Simpática muchacha _añadió con toda naturalidad_, pero necesita un cinturón para esas calzas que le prestó.
Víctor sintió una sospechosa opresión en el pecho al pensar en Myriam, la criada, con sus calzas en los tobillos. Tragó saliva, incó¬modo, al comprender que esa opresiva sensación bien podía ser deseo.
Y a continuación gimió y se llevó la mano al cuello, porque la saliva tragada para aliviar la incomodidad le producía más incomo¬didad después de una noche tosiendo.
_Necesita uno de mis tónicos _dijo la señora Crabtree.
Él negó enérgicamente con la cabeza. Ya había probado uno de esos tónicos, y estuvo vomitando durante tres horas.
_No aceptaré una negativa _le advirtió ella.
_Jamás acepta una negativa _añadió el señor Crabtree.
_El té hará maravillas _se apresuró a decir Víctor_. No me cabe duda.
Pero la atención de la señora Crabtree ya se había desviado a otra cosa.
_¿Dónde está esa muchacha? _masculló, y fue a asomarse a la puerta.
_¡Myriam! ¡Myriam!
_Si consigue impedirle que me traiga un tónico _le susurró Víctor al señor Crabtree rápidamente_ cuente con cinco libras en el bolsillo.
El señor Crabtree sonrió de oreja a oreja.
_¡Considérelo hecho!
_Ahí está _anunció la señora Crabtree_. Ay, Dios de los cielos.
_¿Qué pasa, querida? preguntó el señor Crabtree caminando lentamente hacia la puerta.
_La pobre criatura no puede llevar una bandeja y sujetarse las calzas al mismo tiempo _contestó ella, riendo compasiva.
_¿No la va a ayudar? _preguntó Víctor.
_Sí, claro que sí _contestó ella y echó a andar.
_Vuelvo enseguida _dijo el señor Crabtree a Víctor, por encima del hombro_. No quiero perderme esto.
_¡Que alguien le busque un maldito cinturón a la muchacha!_gritó Víctor, malhumorado.
No encontraba nada justo que todos salieran al corredor a ver el espectáculo mientras él estaba clavado en la cama.
Y ciertamente estaba clavado. La sola idea de levantarse lo ma¬reaba.
Esa noche debió haber estado más grave que lo que pensó. Ya no sentía la necesidad de toser cada pocos segundos, pero sentía el cuer¬po agotado, exhausto. Le dolían los músculos y le ardía la garganta de irritación. Hasta las muelas le dolían un poco.
Tenía vagos recuerdos de Myriam atendiéndolo. Le había puesto compresas frías en la frente, había estado velando al lado de la cama, incluso le había cantado una canción de cuna. Pero nunca logró ver¬le la cara. La mayor parte del tiempo no había tenido la energía para abrir los ojos, y cuando lograba abrirlos, la habitación estaba oscu¬ra, y ella siempre estaba en las sombras, recordándole a...
Contuvo el aliento, y el corazón se le desbocó en el pecho, porque en un repentino relámpago de claridad, recordó su sueño.
Había soñado con «ella».
No era un sueño nuevo, aunque hacía meses que no lo tenía. No era una fantasía para inocentes tampoco. Él no era ningún santo, y cuando soñaba con la mujer del baile de máscaras, ella no llevaba su vestido plateado.
No llevaba nada encima, pensó sonriendo pícaramente.
Pero lo que lo asombraba era que ese sueño le hubiera vuelto después de tantos meses dormido. ¿Era algo que tenía Myriam lo que se lo hizo volver? Había supuesto, había deseado, que la desapari¬ción de ese sueño significara que había acabado su obsesión por ella.
Era evidente que no.
Ciertamente Myriam no se parecía a la mujer con la que bailó hacía dos años. Su pelo no era del mismo color, y era demasiado del¬gada. Recordaba claramente las exuberantes curvas de la mujer enmascarada en sus brazos; comparada con ella, bien se podía decir que Myriam era escuálida. Sí, tal vez su voz se parecía un poco, pero tenía que reconocer que con el paso del tiempo sus recuerdos habían ido perdiendo nitidez y ya no recordaba con toda claridad la voz de su mujer misteriosa. Además, la pronunciación de Myriam, si bien excepcionalmente refinada para ser una criada, no era de tan buen tono como la de «ella».
Soltó un bufido de frustración. Como detestaba llamarla «ella». Ése le parecía el más cruel de los secretos de «ella»: se había negado a decirle su nombre. Una parte de él deseaba que le hubiera menti¬do, diciéndole un nombre falso. Así por lo menos habría tenido cómo llamarla cuando pensaba en ella.
Un nombre para susurrar por la noche, cuando miraba por la ventana pensando dónde demonios estaría.
Sonidos de pasos, tropiezos y choques procedentes del corredor, le impidieron seguir reflexionando. El señor Crabtree fue el prime¬ro en volver, tambaleante bajo el peso de la bandeja con la comida para el desayuno.
_¿Qué les ocurrió a ellas? _preguntó Víctor, mirando la puerta con expresión desconfiada.
_La señora Crabtree fue a buscarle ropa adecuada a Myriam _repuso el señor Crabtree dejando la bandeja en el escritorio_. ¿Jamón o tocino?
_Las dos cosas. Estoy muerto de hambre. ¿Y qué demonios quiso decir ella con «ropa adecuada»?
_Un vestido, señor Bridgerton. Eso es lo que usan las mujeres.
Víctor consideró seriamente la posibilidad de arrojarle el cabo de la vela.
_Quise decir _explicó, con una paciencia que él habría califi¬cado de santa_, ¿dónde va a encontrar un vestido?
El señor Crabtree se acercó tranquilamente y le instaló en el regazo una bandeja con patas con el plato de comida.
_La señora Crabtree tiene varios vestidos extras, y siempre tie¬ne mucho gusto en prestarlos.
Víctor se atragantó con el bocado de huevo que acababa de echarse en la boca.
_La señora Crabtree no tiene la misma talla de Myriam.
_Tampoco usted _observó el señor Crabtree_, y bien que ella llevaba sus ropas.
_Creí oírle decir que las calzas se le cayeron en la escalera.
_Bueno, ya no tenemos que preocuparnos de eso con el vestido. No creo que le pasen los hombros por el agujero del cuello.
Víctor decidió que su cordura estaría más segura si se ocupa¬ba de sus asuntos, y dedicó toda su atención al desayuno.
Ya iba en su tercer plato cuando apareció la señora Crabtree en la puerta.
_Aquí estamos _anunció.
Entonces apareció Myriam, prácticamente sumergida en el volu¬minoso vestido de la señora Crabtree. Aparte de los tobillos, claro. La señora Crabtree era su buen medio palmo más baja.
_¿No está monísima? _dijo la señora señora Crabtree, son¬riendo de oreja a oreja.
_Ah, sí, sí _repuso Víctor, curvando los labios.
Myriam lo miró indignada.
_Tendrá abundante espacio para el desayuno _dijo él, brava¬mente.
_Sólo lo llevará hasta que yo le haga limpiar su ropa _explicó la señora Crabtree_. Pero por lo menos es decente. _Se acercó a la cama_. ¿Cómo está su desayuno, señor Bridgerton?
_Delicioso. No había comido tan bien desde hace meses.
La señora Crabtree se inclinó a susurrarle:
_Me gusta su Myriam. ¿Nos la podríamos quedar?
Víctor volvió a atragantarse. Con qué, no lo sabía, pero se atragantó de todos modos.
_¿Qué?
_Ya no somos tan jóvenes el señor Crabtree y yo. No nos iría mal otro par de manos aquí.
_Eh... esto... yo... bueno... _se aclaró la garganta_. Lo pensaré.
_Excelente. _La señora Crabtree volvió hasta la puerta y cogió a Myriam por el brazo_. Usted viene conmigo. El estómago le ha estado gruñendo toda la mañana. ¿Cuándo comió por última vez?
_Ehh... en algún momento ayer, diría yo.
_¿Ayer a qué hora? _insistió la señora Crabtree.
Víctor tuvo que ponerse la servilleta en la boca para ocultar su sonrisa. Myriam parecía estar totalmente arrollada. La señora Crab¬tree tendía a hacerle eso a las personas.
_Eh... bueno, en realidad...
La señora Crabtree se plantó las manos en las caderas. Víctor sonrió. Una buena le esperaba a Myriam.
_¿Me va a decir que ayer no comió en todo el día? _bramó la señora Crabtree.
Myriam miró desesperada a Víctor.
Él contestó con un encogimiento de hombros que le decía «no busques ayuda en mí». Además, disfrutaba viendo el cariño con que la trataba la señora Crabtree. Estaba dispuesto a apostar que esa pobre muchacha no había sido tratada con cariño desde hacía años.
_Ayer estuve muy ocupada _dijo Myriam, evadiendo la res¬puesta.
Víctor frunció el ceño. Lo más probable era que estuviera ocu¬pada huyendo de Phillip Cavender y de la manada de idiotas que lla¬maba amigos.
La señora Crabtree hizo sentar a Myriam en el asiento del escri¬torio.
_Coma _le ordenó.
Víctor la observó comer. Era evidente que ella intentaba hacer uso de sus mejores modales, pero el hambre debió ganar la batalla, porque pasado un minuto estaba prácticamente zampándose la comida.
Sólo cuando cayó en la cuenta de que tenía las mandíbulas fuer¬temente apretadas comprendió que estaba absolutamente furioso. Con quién, no lo sabía exactamente, pero no le gustaba ver a Myriam tan hambrienta.
Había un extraño vínculo entre él y la criada. Él la había salvado a ella y ella lo había salvado a él. Ah, dudaba de que la fiebre de esa noche lo hubiera matado; si hubiera sido realmente grave, estaría batallando con ella en esos momentos. Pero ella lo había cuidado, lo había puesto cómodo y tal vez lo hizo avanzar en el camino a la recuperación.
_¿Me hará el favor de vigilar que coma por lo menos otro pla¬to? _le pidió la señora Crabtree_. Voy a ir a prepararle una habi¬tación.
_Uno de los cuartos para los criados _dijo Myriam.
_No sea tonta. Mientras no la contratemos, no es una criada aquí.
_Pero...
_No se hable más _interrumpió la señora Crabtree.
_¿Quieres que te ayude, querida? _le preguntó el señor Crab¬tree.
Ella asintió y al instante siguiente la pareja ya se había marchado.
Myriam detuvo el proceso de comer tanta comida como era humanamente posible para mirar la puerta por donde acababan de desaparecer. Sin duda la consideraban una de ellos, porque si no hubiera sido una criada de ninguna manera la habrían dejado a solas con Víctor. Las reputaciones se podían arruinar con mucho menos.
_Ayer no comió nada en todo el día, ¿verdad? _le preguntó Víctor en voz baja.
Ella negó con la cabeza.
_La próxima vez que vea a Cavender lo voy a dejar convertido en una pulpa sanguinolenta _gruñó él.
Si ella fuera una persona mejor se habría sentido horrorizada, pensó Myriam, pero no pudo evitar una sonrisa al imaginarse a Víctor defendiendo más su honor. O a Phillip Cavender con la nariz recolocada en la frente.
_Vuelva a llenarse el plato _le dijo él_. Aunque sólo sea por mi bien. Le aseguro que antes de marcharse la señora Crabtree con¬tó los huevos y las lonjas de jamón que había en la fuente, y querrá mi cabeza si no ha disminuido el número cuando vuelva.
_Es una señora muy buena _dijo ella, poniéndose huevos en el plato. El primero le había aplacado apenas el hambre; no necesitaba que la instaran a comer.
_La mejor.
Con suma pericia, ella equilibró una loncha de jamón entre el tenedor y la cuchara de servir y la trasladó a su plato.
_¿Cómo se siente esta mañana, señor Bridgerton?
_Muy bien, gracias. O si no bien, por lo menos condenada¬mente mejor que anoche.
_Estuve muy preocupada por usted _dijo ella, quitando el borde de grasa del jamón con el tenedor y luego cortando un trozo con el cuchillo.
_Ha sido muy amable al cuidar de mí.
Ella masticó y tragó. Luego dijo:
_No fue nada en realidad. Cualquiera lo habría hecho.
_Tal vez, pero no con tanta gracia y buen humor.
El tenedor de ella quedó inmóvil a medio camino.
_Gracias _dijo_. Ése es un hermoso cumplido.
_Yo no... mmm...
Víctor se interrumpió y se aclaró la garganta. Ella lo miró con curiosidad, esperando que acabara lo que fuera que iba a decir.
_No, nada _musitó él.
Decepcionada, ella se metió el trozo de jamón en la boca.
_¿No hice nada de lo que tenga que pedir disculpas? _soltó él de pronto, a toda prisa.
Myriam tosió y escupió el trozo de jamón en la servilleta.
_Eso lo interpretaré como un sí _dijo él.
_ ¡No! Simplemente me sorprendió.
_No me mentiría acerca de esto, ¿verdad? _insistió él, mirán¬dola con los ojos entrecerrados.
Ella negó con la cabeza, recordando el beso perfecto que le había dado. Él no había hecho nada que exigiera una disculpa, pero eso no significaba que no lo hubiera hecho ella.
_Se ha ruborizado _la acusó él.
_No, no estoy ruborizada.
_Sí que lo está.
_Si me he ruborizado _contestó ella descaradamente_, es porque me extraña que a usted se le ocurra pensar que pudiera haber motivo para pedir disculpas.
_Se le ocurren muy buenas respuestas para ser una criada _comentó él.
_Perdone _se apresuró a decir ella.
Tenía que recordar su lugar; pero eso le resultaba difícil con ese hombre, el único miembro de la alta sociedad que la había tratado como a una igual, aunque sólo fuera por unas horas.
_Lo dije como cumplido. No se reprima por mi causa.
Ella guardó silencio.
_La encuentro muy... _se interrumpió, obviamente para bus¬car la palabra correcta_. Estimulante.
_Ah. _Dejó el tenedor en la mesa_. Gracias.
_¿Tiene algún plan para el resto del día?
Ella se miró el voluminoso vestido e hizo una mueca.
_Pensaba esperar a que estuviera lista mi ropa y entonces, supongo que iré a ver si en alguna de las casas vecinas necesitan una criada.
_Le dije que le encontraría un puesto en la casa de mi madre _dijo él, ceñudo.
_Y eso se lo agradezco mucho _se apresuró a decir ella_. Pero preferiría continuar en el campo.
Él se encogió de hombros, con la actitud de aquel al que jamás la vida le ha puesto ningún escollo por delante.
_Entonces puede trabajar en Aubrey Hall, en Kent.
Myriam se mordió el labio. Ciertamente no podía decirle que no quería trabajar en la casa de su madre porque tendría que verlo a él. No podía imaginarse una tortura más exquisitamente dolorosa.
_No debe considerarme una responsabilidad suya _le dijo finalmente.
Él la miró con cierto aire de superioridad.
_Le dije que le encontraría otro puesto.
_Pero...
_¿Qué puede haber en eso para discutir?
_Nada _masculló ella_. Nada en absoluto.
No serviría de nada discutir con él en ese momento.
_Estupendo _dijo él, reclinándose satisfecho en sus almoha¬dones_. Me alegro que lo vea a mi manera.
_Debo irme _dijo ella, empezando a levantarse.
_¿A hacer qué?
_No lo sé _repuso ella, sintiéndose estúpida. Él sonrió de oreja a oreja.
_Que lo disfrute, entonces.
Ella cerró la mano en el mango de la cuchara de servir.
_No lo haga _le advirtió él.
_¿Que no haga qué?
_Arrojarme la cuchara.
_Eso ni lo soñaría _contestó ella entre dientes. Él se echó a reír.
_Pues sí que lo soñaría. Lo está soñando en este momento. Sólo que no lo «haría».
Myriam tenía aferrada la cuchara con tanta fuerza que le tembla¬ba la mano.
Víctor se reía tan fuerte que le temblaba la cama. Myriam continuó de pie, con la cuchara bien cogida.
_¿Piensa llevarse la cuchara? _le preguntó él sonriendo. «Recuerda tu lugar», se gritó ella, «recuerda tu lugar».
_¿Qué podría estar pensando para verse tan adorablemente feroz? _musitó él_. No, no me lo diga _añadió_. Seguro que tie¬ne que ver con mi prematura y dolorosa muerte.
Muy lentamente ella se volvió de espaldas a él y colocó con cuidado la cuchara en la mesa. No debía arriesgarse a hacer ningún movimiento brusco; un movimiento en falso y le arrojaría la cuchara a la cabeza.
_Eso ha sido muy maduro de su parte _comentó él, arquean¬do las cejas, aprobador.
Ella se giró lentamente hacia él.
_¿Es así de encantador con todo el mundo o sólo conmigo?
_Ah, sólo con usted _contestó él. Sonrió_. Tendré que procurar que acepte mi ofrecimiento de encontrarle empleo en casa de mi madre. Usted hace surgir lo mejor de mí, señorita Myriam Montemayor.
_¿Eso es lo mejor? _preguntó ella, con visible incredulidad.
_Me temo que sí.
Myriam se dirigió a la puerta limitándose a mover la cabeza. Sí que eran agotadoras las conversaciones con Víctor Bridgerton.
_¡Ah, Myriam! _exclamó él.
Ella se volvió a mirarlo. Él sonrió guasón.
_Sabía que no me arrojaría la cuchara.
Lo que ocurrió entonces no fue responsabilidad de Myriam. Ella quedó convencida de que por un fugaz instante, se apoderó de ella un demonio, porque de verdad no reconoció la mano que se alargó hasta la mesilla y cogió el cabo de una vela. Cierto que la mano pare¬cía estar unida firmemente a su brazo, pero no le pareció conocida cuando esta mano se movió hacia atrás y arrojó el cabo de vela a tra¬vés de la habitación.
Dirigida a la cabeza de Víctor Bridgerton.
No esperó para ver si su puntería había sido acertada. Pero cuan¬do salía a toda prisa del dormitorio, oyó la carcajada de Víctor. Y luego lo oyó gritar:
_ ¡Bien hecho, señorita Montemayor!
Y entonces cayó en la cuenta de que por primera vez en años la sonrisa que curvó sus labios era de alegría pura y auténtica.
Dicen que los médicos son los peores pacientes, pero es la opinión de esta cronista que cualquier hombre es un paciente terrible. Podría¬mos decir que ser un paciente exige paciencia, y Dios sabe que la mitad masculina de nuestra especie no goza precisamente de dema¬siada paciencia.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 2 de mayo de 1817
Lo primero que hizo Myriam a la mañana siguiente fue chillar.
Se había quedado dormida sentada en el sillón de respaldo recto junto a la cama de Víctor, con los brazos y piernas en posición muy poco elegante y la cabeza ladeada en una postura bastante incó¬moda. Al principio su sueño fue ligero, con los oídos aguzados por si le llegaba alguna señal de malestar de la cama del enfermo. Pero después de una hora o algo así de un total y bendito silencio, el ago¬tamiento pudo con ella y cayó en un sueño profundo, ese tipo de sueño del que uno debería despertar en paz, con una llana y descan¬sada sonrisa en la cara.
Y posiblemente a eso se debió que cuando abrió los ojos y vio a dos personas desconocidas mirándola fijamente, se llevó un susto tan grande que a su corazón le llevó cinco minutos completos volver a latir con normalidad.
_¿Quiénes son ustedes?
Las palabras ya le habían salido por la boca cuando comprendió quiénes tenían que ser, necesariamente: el señor y la señora Crabtree, los cuidadores de Mi Cabaña.
_¿Quién es usted? _preguntó el hombre, en un tono no menos belicoso.
_Myriam Montemayor _respondió ella, atragantándose_. Eh... yo... _apuntó a Víctor, desesperada_. Él...
_¡Dígalo, muchacha!
_ ¡No la torturen! _graznó el enfermo.
Las tres cabezas se giraron hacia Víctor.
_ ¡Está despierto! _exclamó Myriam.
_Quisiera Dios que no lo estuviera _masculló él_. Me arde la garganta como si tuviera fuego ahí.
_¿Quiere que le vaya a buscar otro poco de agua? _le ofreció Myriam, solícita.
_Té, por favor.
Ella se levantó de un salto.
_Iré a prepararlo.
_Iré yo _dijo firmemente la señora Crabtree.
_¿Quiere que la ayude? _preguntó Myriam, tímidamente. Algo en ese par la hacía sentirse diez años mayor. Los dos eran bajos y rechonchos, pero irradiaban autoridad.
La señora Crabtree negó con la cabeza.
_Buena ama de llaves sería yo si no supiera preparar un té.
Myriam tragó saliva; no sabía si la señora Crabtree estaba enfada¬da o hablaba en broma.
_No fue mi intención dar a entender que...
La señora Crabtree interrumpió la disculpa agitando la mano.
_¿Le traigo una taza?
_A mí no debe traerme nada. Soy una c...
_Tráigale una taza _ordenó Víctor.
_Pero...
_Silencio _gruñó él apuntándola con el dedo. Después miró a la señora Crabtree con una sonrisa que podría haber derretido una cumbre de hielo_: ¿Tendría la amabilidad de añadir una taza para la señorita Montemayor en la bandeja?
_Desde luego, señor Bridgerton, pero ¿podría decirle ...?
_Puede decirme lo que quiera cuando vuelva con el té _le pro¬metió él.
Ella lo miró severa.
_Tengo mucho que decir.
_De eso no me cabe la menor duda.
Víctor, Myriam y el señor Crabtree guardaron silencio mien¬tras la señora Crabtree salía de la habitación, y cuando ya se había alejado bastante y no podía oír, el señor Crabtree se echó reír.
_ ¡Le espera una buena, señor Bridgerton!
Víctor sonrió débilmente. El señor Crabtree se volvió hacia Myriam y le explicó:
_Cuando la señora Crabtree dice que tiene mucho que decir, es que tiene mucho que decir.
_Ah _dijo Myriam.
Le habría gustado decir algo más inteligente, pero con tan poco tiempo de aviso, lo único que se le ocurrió fue «ah».
_Y cuando tiene mucho que decir _continuó el señor Crab¬tree, con la sonrisa más ancha y astuta_, le gusta decirlo con inmen¬so vigor.
_Por suerte _terció Víctor, sarcástico_ tendremos nuestro té para mantenernos ocupados.
El estómago de Myriam gruñó audiblemente.
Víctor la miró brevemente, con expresión divertida.
_Y un buen poco de desayuno, también _añadió_, si conoz¬co a la señora Crabtree.
_Ya está preparado, señor Bridgerton _asintió el señor Crab¬tree_. Vimos sus caballos en el establo esta mañana, al volver de la casa de nuestra hija, y la señora Crabtree se puso a trabajar en el desayuno inmediatamente. Sabe cuánto le gustan los huevos.
Víctor miró a Myriam y le sonrió con expresión de complicidad:
_Me encantan los huevos.
A ella volvió a gruñirle el estómago.
_Pero no sabíamos que estaba acompañado _dijo el señor Crabtree.
Víctor se echó a reír, y al instante hizo un gesto de dolor.
_No me imagino que la señora Crabtree no haya preparado comida suficiente para un pequeño ejército.
_Bueno, no tuvo tiempo para preparar un desayuno adecuado, con pastel de carne y pescado _explicó el señor Crabtree_, pero creo que tiene tocino, jamón, huevos y tostadas.
Esta vez el estómago de Myriam lanzó un rugido. Ella se puso la mano en el estómago, resistiendo apenas el deseo de sisearle « ¡Cállate!».
_Debería habernos dicho que venía _continuó el señor Crab¬tree_. No habríamos ido de visita si lo hubiéramos sabido.
_Fue una decisión de último momento _explicó Víctor, esti¬rando el cuello a uno y otro lado_. Fui a una fiesta desagradable y decidí marcharme.
_¿De dónde viene ella? _preguntó el señor Crabtree haciendo un gesto hacia Myriam.
_Estaba en la fiesta.
_Yo no estaba en la fiesta _enmendó Myriam_. Simplemente estaba allí.
El señor Crabtree la miró con desconfianza.
_¿Cuál es la diferencia?
_No estaba en la fiesta. Era criada en la casa.
_¿Usted es una criada?
_Eso es lo que he estado tratando de decirle.
_Usted no parece criada. _Miró a Víctor_. ¿A usted le parece criada?
Víctor se encogió de hombros, indeciso.
_No sé qué parece.
Myriam lo miró enfurruñada. Tal vez eso no era un insulto, pero no era un cumplido tampoco.
_Si es la criada de otros, ¿qué hace aquí? _insistió el señor Crabtree.
_¿Podría reservar la explicación para cuando vuelva la señora Crabtree? Porque estoy seguro de que ella repetirá todas sus pre¬guntas.
El señor Crabtree lo miró un momento, pestañeó, asintió y se volvió hacia Myriam.
_¿Por qué va vestida así?
Myriam se miró y comprobó, horrorizada, que se había olvidado que vestía ropas de hombre, ropas tan grandes que apenas lograba que las calzas no le cayeran a los pies.
_Mi ropa estaba empapada _explicó_, por la lluvia.
Él asintió, comprensivo.
_Vaya tormenta la de anoche. Por eso nos alojamos con nues¬tra hija. Teníamos pensado volver a casa, ¿sabe?
Víctor y Myriam se limitaron a asentir.
_No vive muy lejos _continuó el señor Crabtree_, sólo al otro lado del pueblo. _Miró a Víctor, que se apresuró a hacer un gesto de asentimiento_. Ha tenido otro bebé, una niña.
_Felicitaciones _dijo Víctor.
Por su cara, Myriam comprendió que no decía eso por simple educación. Lo decía en serio.
Se oyeron fuertes pisadas procedentes de la escalera; sin duda era la señora Crabtree que volvía con el desayuno.
_Tendría que ir a ayudarle _dijo Myriam, poniéndose de pie de un salto y corriendo hacia la puerta.
_Una vez criada, siempre criada _comentó sabiamente el señor Crabtree.
Víctor no habría podido asegurarlo, pero creyó ver a Myriam hacer un mal gesto.
Pasado un minuto, entró la señora Crabtree llevando un esplén¬dido servicio de té de plata.
_¿Dónde está Myriam? _preguntó Víctor.
_La envié a buscar el resto _contestó la señora Crabtree_. Notardará nada. Simpática muchacha _añadió con toda naturalidad_, pero necesita un cinturón para esas calzas que le prestó.
Víctor sintió una sospechosa opresión en el pecho al pensar en Myriam, la criada, con sus calzas en los tobillos. Tragó saliva, incó¬modo, al comprender que esa opresiva sensación bien podía ser deseo.
Y a continuación gimió y se llevó la mano al cuello, porque la saliva tragada para aliviar la incomodidad le producía más incomo¬didad después de una noche tosiendo.
_Necesita uno de mis tónicos _dijo la señora Crabtree.
Él negó enérgicamente con la cabeza. Ya había probado uno de esos tónicos, y estuvo vomitando durante tres horas.
_No aceptaré una negativa _le advirtió ella.
_Jamás acepta una negativa _añadió el señor Crabtree.
_El té hará maravillas _se apresuró a decir Víctor_. No me cabe duda.
Pero la atención de la señora Crabtree ya se había desviado a otra cosa.
_¿Dónde está esa muchacha? _masculló, y fue a asomarse a la puerta.
_¡Myriam! ¡Myriam!
_Si consigue impedirle que me traiga un tónico _le susurró Víctor al señor Crabtree rápidamente_ cuente con cinco libras en el bolsillo.
El señor Crabtree sonrió de oreja a oreja.
_¡Considérelo hecho!
_Ahí está _anunció la señora Crabtree_. Ay, Dios de los cielos.
_¿Qué pasa, querida? preguntó el señor Crabtree caminando lentamente hacia la puerta.
_La pobre criatura no puede llevar una bandeja y sujetarse las calzas al mismo tiempo _contestó ella, riendo compasiva.
_¿No la va a ayudar? _preguntó Víctor.
_Sí, claro que sí _contestó ella y echó a andar.
_Vuelvo enseguida _dijo el señor Crabtree a Víctor, por encima del hombro_. No quiero perderme esto.
_¡Que alguien le busque un maldito cinturón a la muchacha!_gritó Víctor, malhumorado.
No encontraba nada justo que todos salieran al corredor a ver el espectáculo mientras él estaba clavado en la cama.
Y ciertamente estaba clavado. La sola idea de levantarse lo ma¬reaba.
Esa noche debió haber estado más grave que lo que pensó. Ya no sentía la necesidad de toser cada pocos segundos, pero sentía el cuer¬po agotado, exhausto. Le dolían los músculos y le ardía la garganta de irritación. Hasta las muelas le dolían un poco.
Tenía vagos recuerdos de Myriam atendiéndolo. Le había puesto compresas frías en la frente, había estado velando al lado de la cama, incluso le había cantado una canción de cuna. Pero nunca logró ver¬le la cara. La mayor parte del tiempo no había tenido la energía para abrir los ojos, y cuando lograba abrirlos, la habitación estaba oscu¬ra, y ella siempre estaba en las sombras, recordándole a...
Contuvo el aliento, y el corazón se le desbocó en el pecho, porque en un repentino relámpago de claridad, recordó su sueño.
Había soñado con «ella».
No era un sueño nuevo, aunque hacía meses que no lo tenía. No era una fantasía para inocentes tampoco. Él no era ningún santo, y cuando soñaba con la mujer del baile de máscaras, ella no llevaba su vestido plateado.
No llevaba nada encima, pensó sonriendo pícaramente.
Pero lo que lo asombraba era que ese sueño le hubiera vuelto después de tantos meses dormido. ¿Era algo que tenía Myriam lo que se lo hizo volver? Había supuesto, había deseado, que la desapari¬ción de ese sueño significara que había acabado su obsesión por ella.
Era evidente que no.
Ciertamente Myriam no se parecía a la mujer con la que bailó hacía dos años. Su pelo no era del mismo color, y era demasiado del¬gada. Recordaba claramente las exuberantes curvas de la mujer enmascarada en sus brazos; comparada con ella, bien se podía decir que Myriam era escuálida. Sí, tal vez su voz se parecía un poco, pero tenía que reconocer que con el paso del tiempo sus recuerdos habían ido perdiendo nitidez y ya no recordaba con toda claridad la voz de su mujer misteriosa. Además, la pronunciación de Myriam, si bien excepcionalmente refinada para ser una criada, no era de tan buen tono como la de «ella».
Soltó un bufido de frustración. Como detestaba llamarla «ella». Ése le parecía el más cruel de los secretos de «ella»: se había negado a decirle su nombre. Una parte de él deseaba que le hubiera menti¬do, diciéndole un nombre falso. Así por lo menos habría tenido cómo llamarla cuando pensaba en ella.
Un nombre para susurrar por la noche, cuando miraba por la ventana pensando dónde demonios estaría.
Sonidos de pasos, tropiezos y choques procedentes del corredor, le impidieron seguir reflexionando. El señor Crabtree fue el prime¬ro en volver, tambaleante bajo el peso de la bandeja con la comida para el desayuno.
_¿Qué les ocurrió a ellas? _preguntó Víctor, mirando la puerta con expresión desconfiada.
_La señora Crabtree fue a buscarle ropa adecuada a Myriam _repuso el señor Crabtree dejando la bandeja en el escritorio_. ¿Jamón o tocino?
_Las dos cosas. Estoy muerto de hambre. ¿Y qué demonios quiso decir ella con «ropa adecuada»?
_Un vestido, señor Bridgerton. Eso es lo que usan las mujeres.
Víctor consideró seriamente la posibilidad de arrojarle el cabo de la vela.
_Quise decir _explicó, con una paciencia que él habría califi¬cado de santa_, ¿dónde va a encontrar un vestido?
El señor Crabtree se acercó tranquilamente y le instaló en el regazo una bandeja con patas con el plato de comida.
_La señora Crabtree tiene varios vestidos extras, y siempre tie¬ne mucho gusto en prestarlos.
Víctor se atragantó con el bocado de huevo que acababa de echarse en la boca.
_La señora Crabtree no tiene la misma talla de Myriam.
_Tampoco usted _observó el señor Crabtree_, y bien que ella llevaba sus ropas.
_Creí oírle decir que las calzas se le cayeron en la escalera.
_Bueno, ya no tenemos que preocuparnos de eso con el vestido. No creo que le pasen los hombros por el agujero del cuello.
Víctor decidió que su cordura estaría más segura si se ocupa¬ba de sus asuntos, y dedicó toda su atención al desayuno.
Ya iba en su tercer plato cuando apareció la señora Crabtree en la puerta.
_Aquí estamos _anunció.
Entonces apareció Myriam, prácticamente sumergida en el volu¬minoso vestido de la señora Crabtree. Aparte de los tobillos, claro. La señora Crabtree era su buen medio palmo más baja.
_¿No está monísima? _dijo la señora señora Crabtree, son¬riendo de oreja a oreja.
_Ah, sí, sí _repuso Víctor, curvando los labios.
Myriam lo miró indignada.
_Tendrá abundante espacio para el desayuno _dijo él, brava¬mente.
_Sólo lo llevará hasta que yo le haga limpiar su ropa _explicó la señora Crabtree_. Pero por lo menos es decente. _Se acercó a la cama_. ¿Cómo está su desayuno, señor Bridgerton?
_Delicioso. No había comido tan bien desde hace meses.
La señora Crabtree se inclinó a susurrarle:
_Me gusta su Myriam. ¿Nos la podríamos quedar?
Víctor volvió a atragantarse. Con qué, no lo sabía, pero se atragantó de todos modos.
_¿Qué?
_Ya no somos tan jóvenes el señor Crabtree y yo. No nos iría mal otro par de manos aquí.
_Eh... esto... yo... bueno... _se aclaró la garganta_. Lo pensaré.
_Excelente. _La señora Crabtree volvió hasta la puerta y cogió a Myriam por el brazo_. Usted viene conmigo. El estómago le ha estado gruñendo toda la mañana. ¿Cuándo comió por última vez?
_Ehh... en algún momento ayer, diría yo.
_¿Ayer a qué hora? _insistió la señora Crabtree.
Víctor tuvo que ponerse la servilleta en la boca para ocultar su sonrisa. Myriam parecía estar totalmente arrollada. La señora Crab¬tree tendía a hacerle eso a las personas.
_Eh... bueno, en realidad...
La señora Crabtree se plantó las manos en las caderas. Víctor sonrió. Una buena le esperaba a Myriam.
_¿Me va a decir que ayer no comió en todo el día? _bramó la señora Crabtree.
Myriam miró desesperada a Víctor.
Él contestó con un encogimiento de hombros que le decía «no busques ayuda en mí». Además, disfrutaba viendo el cariño con que la trataba la señora Crabtree. Estaba dispuesto a apostar que esa pobre muchacha no había sido tratada con cariño desde hacía años.
_Ayer estuve muy ocupada _dijo Myriam, evadiendo la res¬puesta.
Víctor frunció el ceño. Lo más probable era que estuviera ocu¬pada huyendo de Phillip Cavender y de la manada de idiotas que lla¬maba amigos.
La señora Crabtree hizo sentar a Myriam en el asiento del escri¬torio.
_Coma _le ordenó.
Víctor la observó comer. Era evidente que ella intentaba hacer uso de sus mejores modales, pero el hambre debió ganar la batalla, porque pasado un minuto estaba prácticamente zampándose la comida.
Sólo cuando cayó en la cuenta de que tenía las mandíbulas fuer¬temente apretadas comprendió que estaba absolutamente furioso. Con quién, no lo sabía exactamente, pero no le gustaba ver a Myriam tan hambrienta.
Había un extraño vínculo entre él y la criada. Él la había salvado a ella y ella lo había salvado a él. Ah, dudaba de que la fiebre de esa noche lo hubiera matado; si hubiera sido realmente grave, estaría batallando con ella en esos momentos. Pero ella lo había cuidado, lo había puesto cómodo y tal vez lo hizo avanzar en el camino a la recuperación.
_¿Me hará el favor de vigilar que coma por lo menos otro pla¬to? _le pidió la señora Crabtree_. Voy a ir a prepararle una habi¬tación.
_Uno de los cuartos para los criados _dijo Myriam.
_No sea tonta. Mientras no la contratemos, no es una criada aquí.
_Pero...
_No se hable más _interrumpió la señora Crabtree.
_¿Quieres que te ayude, querida? _le preguntó el señor Crab¬tree.
Ella asintió y al instante siguiente la pareja ya se había marchado.
Myriam detuvo el proceso de comer tanta comida como era humanamente posible para mirar la puerta por donde acababan de desaparecer. Sin duda la consideraban una de ellos, porque si no hubiera sido una criada de ninguna manera la habrían dejado a solas con Víctor. Las reputaciones se podían arruinar con mucho menos.
_Ayer no comió nada en todo el día, ¿verdad? _le preguntó Víctor en voz baja.
Ella negó con la cabeza.
_La próxima vez que vea a Cavender lo voy a dejar convertido en una pulpa sanguinolenta _gruñó él.
Si ella fuera una persona mejor se habría sentido horrorizada, pensó Myriam, pero no pudo evitar una sonrisa al imaginarse a Víctor defendiendo más su honor. O a Phillip Cavender con la nariz recolocada en la frente.
_Vuelva a llenarse el plato _le dijo él_. Aunque sólo sea por mi bien. Le aseguro que antes de marcharse la señora Crabtree con¬tó los huevos y las lonjas de jamón que había en la fuente, y querrá mi cabeza si no ha disminuido el número cuando vuelva.
_Es una señora muy buena _dijo ella, poniéndose huevos en el plato. El primero le había aplacado apenas el hambre; no necesitaba que la instaran a comer.
_La mejor.
Con suma pericia, ella equilibró una loncha de jamón entre el tenedor y la cuchara de servir y la trasladó a su plato.
_¿Cómo se siente esta mañana, señor Bridgerton?
_Muy bien, gracias. O si no bien, por lo menos condenada¬mente mejor que anoche.
_Estuve muy preocupada por usted _dijo ella, quitando el borde de grasa del jamón con el tenedor y luego cortando un trozo con el cuchillo.
_Ha sido muy amable al cuidar de mí.
Ella masticó y tragó. Luego dijo:
_No fue nada en realidad. Cualquiera lo habría hecho.
_Tal vez, pero no con tanta gracia y buen humor.
El tenedor de ella quedó inmóvil a medio camino.
_Gracias _dijo_. Ése es un hermoso cumplido.
_Yo no... mmm...
Víctor se interrumpió y se aclaró la garganta. Ella lo miró con curiosidad, esperando que acabara lo que fuera que iba a decir.
_No, nada _musitó él.
Decepcionada, ella se metió el trozo de jamón en la boca.
_¿No hice nada de lo que tenga que pedir disculpas? _soltó él de pronto, a toda prisa.
Myriam tosió y escupió el trozo de jamón en la servilleta.
_Eso lo interpretaré como un sí _dijo él.
_ ¡No! Simplemente me sorprendió.
_No me mentiría acerca de esto, ¿verdad? _insistió él, mirán¬dola con los ojos entrecerrados.
Ella negó con la cabeza, recordando el beso perfecto que le había dado. Él no había hecho nada que exigiera una disculpa, pero eso no significaba que no lo hubiera hecho ella.
_Se ha ruborizado _la acusó él.
_No, no estoy ruborizada.
_Sí que lo está.
_Si me he ruborizado _contestó ella descaradamente_, es porque me extraña que a usted se le ocurra pensar que pudiera haber motivo para pedir disculpas.
_Se le ocurren muy buenas respuestas para ser una criada _comentó él.
_Perdone _se apresuró a decir ella.
Tenía que recordar su lugar; pero eso le resultaba difícil con ese hombre, el único miembro de la alta sociedad que la había tratado como a una igual, aunque sólo fuera por unas horas.
_Lo dije como cumplido. No se reprima por mi causa.
Ella guardó silencio.
_La encuentro muy... _se interrumpió, obviamente para bus¬car la palabra correcta_. Estimulante.
_Ah. _Dejó el tenedor en la mesa_. Gracias.
_¿Tiene algún plan para el resto del día?
Ella se miró el voluminoso vestido e hizo una mueca.
_Pensaba esperar a que estuviera lista mi ropa y entonces, supongo que iré a ver si en alguna de las casas vecinas necesitan una criada.
_Le dije que le encontraría un puesto en la casa de mi madre _dijo él, ceñudo.
_Y eso se lo agradezco mucho _se apresuró a decir ella_. Pero preferiría continuar en el campo.
Él se encogió de hombros, con la actitud de aquel al que jamás la vida le ha puesto ningún escollo por delante.
_Entonces puede trabajar en Aubrey Hall, en Kent.
Myriam se mordió el labio. Ciertamente no podía decirle que no quería trabajar en la casa de su madre porque tendría que verlo a él. No podía imaginarse una tortura más exquisitamente dolorosa.
_No debe considerarme una responsabilidad suya _le dijo finalmente.
Él la miró con cierto aire de superioridad.
_Le dije que le encontraría otro puesto.
_Pero...
_¿Qué puede haber en eso para discutir?
_Nada _masculló ella_. Nada en absoluto.
No serviría de nada discutir con él en ese momento.
_Estupendo _dijo él, reclinándose satisfecho en sus almoha¬dones_. Me alegro que lo vea a mi manera.
_Debo irme _dijo ella, empezando a levantarse.
_¿A hacer qué?
_No lo sé _repuso ella, sintiéndose estúpida. Él sonrió de oreja a oreja.
_Que lo disfrute, entonces.
Ella cerró la mano en el mango de la cuchara de servir.
_No lo haga _le advirtió él.
_¿Que no haga qué?
_Arrojarme la cuchara.
_Eso ni lo soñaría _contestó ella entre dientes. Él se echó a reír.
_Pues sí que lo soñaría. Lo está soñando en este momento. Sólo que no lo «haría».
Myriam tenía aferrada la cuchara con tanta fuerza que le tembla¬ba la mano.
Víctor se reía tan fuerte que le temblaba la cama. Myriam continuó de pie, con la cuchara bien cogida.
_¿Piensa llevarse la cuchara? _le preguntó él sonriendo. «Recuerda tu lugar», se gritó ella, «recuerda tu lugar».
_¿Qué podría estar pensando para verse tan adorablemente feroz? _musitó él_. No, no me lo diga _añadió_. Seguro que tie¬ne que ver con mi prematura y dolorosa muerte.
Muy lentamente ella se volvió de espaldas a él y colocó con cuidado la cuchara en la mesa. No debía arriesgarse a hacer ningún movimiento brusco; un movimiento en falso y le arrojaría la cuchara a la cabeza.
_Eso ha sido muy maduro de su parte _comentó él, arquean¬do las cejas, aprobador.
Ella se giró lentamente hacia él.
_¿Es así de encantador con todo el mundo o sólo conmigo?
_Ah, sólo con usted _contestó él. Sonrió_. Tendré que procurar que acepte mi ofrecimiento de encontrarle empleo en casa de mi madre. Usted hace surgir lo mejor de mí, señorita Myriam Montemayor.
_¿Eso es lo mejor? _preguntó ella, con visible incredulidad.
_Me temo que sí.
Myriam se dirigió a la puerta limitándose a mover la cabeza. Sí que eran agotadoras las conversaciones con Víctor Bridgerton.
_¡Ah, Myriam! _exclamó él.
Ella se volvió a mirarlo. Él sonrió guasón.
_Sabía que no me arrojaría la cuchara.
Lo que ocurrió entonces no fue responsabilidad de Myriam. Ella quedó convencida de que por un fugaz instante, se apoderó de ella un demonio, porque de verdad no reconoció la mano que se alargó hasta la mesilla y cogió el cabo de una vela. Cierto que la mano pare¬cía estar unida firmemente a su brazo, pero no le pareció conocida cuando esta mano se movió hacia atrás y arrojó el cabo de vela a tra¬vés de la habitación.
Dirigida a la cabeza de Víctor Bridgerton.
No esperó para ver si su puntería había sido acertada. Pero cuan¬do salía a toda prisa del dormitorio, oyó la carcajada de Víctor. Y luego lo oyó gritar:
_ ¡Bien hecho, señorita Montemayor!
Y entonces cayó en la cuenta de que por primera vez en años la sonrisa que curvó sus labios era de alegría pura y auténtica.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 10
Aunque respondió afirmativamente a la invitación (o eso dice lady Covington), Víctor Bridgerton no hizo acto de presencia en el bai¬le anual de los Covington. Se oyeron quejas de jovencitas (y de sus madres) en el salón.
Según ha dicho lady Bridgerton (la madre, no la cuñada), el señor Bridgerton se marchó al campo la semana pasada y desde entonces no se han tenido noticias de él. No os inquietéis, aquellas que podríais temer por la salud y bienestar del señor Bridgerton; lady Bridgerton parecía más molesta que preocupada. El año pasa¬do, fueron nada menos que cuatro las parejas que fijaron su com¬promiso después del baile de los Covington, y el año anterior fueron tres.
Para gran consternación de lady Bridgerton, si el baile de los Covington de este año estimula compromisos matrimoniales, su hijo Víctor no se contará entre los novios.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 5 de mayo de 1817 2 de mayo de 1817.
Víctor descubrió muy pronto que una convalecencia larga, y alargada, tenía sus buenas ventajas.
La más evidente era la cantidad y variedad de la muy excelente comida que salía de la cocina de la señora Crabtree. Siempre lo hahían alimentado bien en Mi Cabaña, pero la señora Crabtree se ponía realmente a la altura de las circunstancias cuando alguien esta-ba confinado en su lecho de enfermo.
Y mejor aún, el señor Crabtree se las había arreglado para inter¬ceptar los tónicos de la señora Crabtree y reemplazarlos por una dosis del mejor coñac suyo. Él se bebía obedientemente hasta la últi¬ma gota, pero la última vez que miró por la ventana le pareció ver que tres de sus rosales habían muerto, y que presumiblemente era allí donde el señor Crabtree tiraba el tónico.
Ése era un triste sacrificio, pero uno que él estaba más que bien dispuesto a hacer después de su última experiencia con el tónico de la señora Crabtree.
Otro beneficio de su prolongada permanencia en la cama era el sencillo hecho de poder, por primera vez en muchos años, disfrutar de quietud y tranquilidad. Leía, dibujaba, e incluso cerraba los ojos y simplemente soñaba despierto, y todo eso sin sentirse culpable por desatender otros deberes y quehaceres.
Muy pronto llegó a la conclusión de que sería perfectamente feliz llevando una vida de perezoso.
Pero la mejor parte de su tiempo de recuperación, con mucho, era Myriam. Ella iba a verle varias veces al día, a veces para ahuecarle los almohadones, a veces a llevarle comida, y a veces sólo para leer¬le. Él tenía la impresión de que su solicitud se debía a que deseaba sentirse útil y agradecerle con obras el haberla salvado de Phillip Cavender.
Pero en realidad no le importaba mucho el motivo de que fuera a verle; simplemente le agradaba que lo hiciera.
Al principio ella se mostraba callada y reservada, evidentemente para atenerse al criterio general de que a los sirvientes no se los debe ver ni oír. Pero él no aceptaba nada de eso y con toda intención le entablaba conversación, aunque sólo fuera para que no se marchara. O la provocaba y pinchaba, simplemente para irritarla, porque le gustaba muchísimo más cuando escupía fuego que cuando se mos¬traba mansa y sumisa.
Lo principal era que le agradaba estar en la misma habitación con ella, ya fuera que estuvieran conversando o ella estuviera pasando las páginas de un libro mientras él miraba por la ventana. Había un algo en ella que hacía que su sola presencia le produjera paz.
Un golpe en la puerta lo sacó de sus reflexiones; ilusionado levantó la vista y gritó:
_ ¡Adelante!
Myriam asomó la cabeza y su melena rizada hasta los hombros se agitó ligeramente al rozarse con el marco de la puerta.
_La señora Crabtree pensó que le gustaría tomar un té de mediodía.
_¿Té? ¿O té con galletas?
_Ah, con galletas, cómo no.
_Excelente. ¿Y me acompañará en tomarlo?
Ella titubeó, como hacía siempre, pero enseguida asintió, tam¬bién como hacía siempre. Ya hacía tiempo que había comprendido que no servía de nada discutir con Víctor cuando él estaba resuel¬to a conseguir algo.
Y a Víctor le agradaba eso.
_Le ha vuelto el color a las mejillas _comentó ella, dejando la bandeja en una mesa cercana_. Y ya no se le ve tan cansado. Yo diría que muy pronto podrá levantarse.
_Ah, sí, pronto _repuso él, evasivo.
_Cada día está más sano _continuó ella.
_¿Le parece? _dijo él sonriendo bravamente.
Ella detuvo el movimiento de coger la tetera para servir, y son¬rió irónica.
_Sí. Si no, no se lo habría dicho.
Víctor le observó las manos mientras ella servía el té en la taza para él. Sus movimientos tenían una elegancia innata, y servía el té como si estuviese acostumbrada desde la cuna. Estaba claro que el té de la tarde era otra de las habilidades aprendidas gracias a la gene¬rosidad de los empleadores de su madre. O tal vez sólo se debía a que había observado atentamente a las damas cuando servían el té.
Él había notado que era una mujer muy observadora.
Habían realizado ese rito con tanta frecuencia que ella no nece¬sitaba preguntarle cómo prefería el té.
Ella le pasó la taza, con leche y sin azúcar, y luego un plato con galletas y panecillos escogidos.
_Sírvase una taza _le dijo él, mordisqueando una galleta_, y venga a sentarse a mi lado.
Myriam volvió a titubear.
Él ya sabía que lo haría, aun cuando había accedido a acompañarlo. Pero él era un hombre paciente, y su paciencia fue recompensada con un suave suspiro cuando ella cogió otra taza de la bandeja.
Myriam se sirvió la taza, con dos terrones de azúcar y apenas un cho¬rrito de leche, fue a sentarse junto a la cama en el sillón de respaldo alto tapizado en terciopelo, y lo miró por encima del borde de la taza mientras bebía un sorbo.
_¿No se va a servir galletas? _le preguntó él. Ella negó con la cabeza.
_Acabo de comer unas recién salidas del horno.
_Suerte la suya. Siempre son mejores cuando están calientes. _Se pulió otra galleta, se sacudió unas pocas migas de la manga y cogió otra_. ¿Y cómo ha pasado el día?
_¿Desde la última vez que le vi, hace dos horas?
Víctor la miró con una expresión que decía que había captado el sarcasmo, pero decidió no contestar.
_Estuve ayudando a la señora Crabtree en la cocina _explicó ella_. Está preparando un estofado de carne para la cena y la ayudé pelando las patatas. Después cogí un libro de su biblioteca y me fui al jardín a leerlo.
_¿Sí? ¿Qué leyó?
_Una novela.
_¿Y era buena?
_Tonta pero romántica. Me gustó.
_¿Y anhela vivir un romance?
El rubor de myriam fue instantáneo.
_Ésa es una pregunta muy personal, ¿no cree?
Victor abrió la boca para contestar algo trivial, como «Valía la pena intentarlo», pero al mirarle la cara, sus mejillas deliciosamente son¬rojadas, los ojos bajos, mirándose la falda, le ocurrió algo de lo más extraño.
Comprendió que la deseaba.
La deseaba, de verdad.
No habría sabido decir por qué eso lo sorprendía.
Claro que la deseaba. Era un hombre de sangre tan roja y caliente como cual-quiera, y un hombre no puede pasar un tiempo prolongado con una mujer tan traviesa y adorable como Myriam sin desearla. Demonios, deseaba a la mitad de las mujeres que conocía, puramente de un modo que podría calificarse de baja intensidad, no urgente.
Pero en ese momento, con esa mujer, el deseo se le hizo urgente.
Cambió de posición y arregló los pliegues del edredón. Al cabo de un instante, tuvo que volver a cambiar de posición.
_¿Siente incómoda la cama? _le preguntó Myriam_. ¿Necesi¬ta que le ahueque los almohadones?
El primer impulso de él fue contestar que sí, agarrarla cuando se inclinara sobre él, y entonces seducirla, puesto que estarían, muy convenientemente, en la cama. Pero lo asaltó la sospecha de que ese determinado plan no le resultaría bien con Myriam, de modo que contestó:
_Estoy bien.
No pudo evitar hacer una mueca al notar que la voz le salió extrañamente temblorosa.
Ella estaba mirando sonriente las galletas del plato.
_Tal vez una más _dijo.
Él apartó el brazo para que ella pudiera acceder fácilmente al pla¬to, el cual estaba apoyado, recordó tardíamente, en su regazo. Verla alargar la mano hacia sus ingles, aunque en realidad era hacia el pla¬to con galletas, le produjo cosas raras, en las ingles, para ser exactos.
Tuvo una repentina visión de algo... cambiando de sitio ahí deba¬jo, y se apresuró a coger el plato, no fuera que perdiera el equilibrio.
_¿Le importa si cojo la última...?
_¡Estupendo! _graznó él.
Myriam cogió una galleta de jengibre del plato y frunció el ceño.
_Se ve mejor _comentó acercándola a su nariz para aspirar su olor_, pero su voz no suena mejor. ¿Le duele la garganta?
Víctor se apresuró a beber un poco de té.
_No, nada. Debí tragar un poco de polvo.
_Ah, beba más té, entonces. Eso no le molestará mucho rato. _Dejó su taza en la bandeja_. ¿Quiere que le lea?
_¡Sí! _exclamó él, arrebujándose el edredón alrededor de la cintura.
Igual a ella se le ocurría retirar el plato, tan estratégicamente situado, Y ¿cómo quedaría él entonces?
_¿De veras está bien? _le preguntó ella, mirándolo con más extrañeza que preocupación.
Él consiguió hacer una sonrisa tensa.
_Estoy muy bien.
_De acuerdo, entonces _dijo ella, levantándose_. ¿Qué le gustaría que le leyera?
_Ah, cualquier cosa _repuso él, con un alegre movimiento de la mano.
_¿Poesía?
_ Espléndido.
Habría dicho «Espléndido» aunque ella le hubiera ofrecido leer¬le una disertación sobre la flora de la tundra ártica.
Myriam se dirigió a una estantería acondicionada en una hornaci¬na en la pared y estuvo un momento mirando su contenido.
_¿Byron? ¿Blake?
_Blake _contestó él con firmeza.
Una hora de las tonterías románticas de Byron lo haría caer por el borde, de seguro.
Ella sacó un delgado libro de poemas y volvió a sentarse en el sillón, agitando su nada atractiva falda con el movimiento.
Víctor frunció el ceño. Hasta ese momento no se había fijado en lo feo que era su vestido.
No tan feo como el que le prestara la señora Crabtree, pero cier¬tamente no estaba diseñado para hacer resaltar lo mejor de una mujer.
Debería comprarle un vestido nuevo.
Myriam no lo aceptaría jamás, lógicamente, pero ¿y si por una casualidad se le quemara la ropa que llevaba puesta?
_ ¿Señor Bridgerton?
Pero ¿cómo arreglárselas para quemarle el vestido? Ella no ten¬dría que llevarlo puesto, y eso ya de suyo implicaría una cierta difi¬cultad...
_¿Está escuchando? _le preguntó Myriam.
_¿Mmm?
_No me está escuchando.
_Lo siento. Perdone. Se me había escapado la mente. Continúe, por favor.
Myriam empezó de nuevo, y él, con el fin de demostrarle con qué atención la estaba escuchando, fijó la vista en sus labios. Y eso resul¬tó ser un tremendo error.
Porque de pronto lo único que veía eran esos labios, y no logra¬ba dejar de pensar en besarla. Entonces comprendió, con la más absoluta certeza, que si uno de ellos no salía de la habitación en los próximos treinta segundos, él iba a hacer algo por lo que le debería mil disculpas.
Y no era que no planeara seducirla, no, sólo que prefería hacer¬lo con algo más de sutileza.
_Ay, Dios _se le escapó.
Myriam lo miró extrañada. Y él la comprendió, porque el «ay, Dios» le salió como a un completo idiota. Haría años que no decía esa expresión, si es que la había dicho alguna vez.
Demonios, estaba hablando igual que su madre.
_¿Pasa algo? _le preguntó ella.
_No, sólo que recordé algo _repuso él, muy estúpidamente, en su opinión.
Ella alzó las cejas, interrogante.
_Algo que había olvidado _explicó él.
_Las cosas que uno recuerda _dijo ella, como si estuviera muy divertida_ suelen ser cosas que había olvidado.
Él la miró ceñudo.
_Necesito estar solo un momento _dijo.
Ella se levantó al instante.
_Faltaría más.
Víctor reprimió un gemido. Condenación; ella parecía dolida.
No había sido su intención herir sus sentimientos. Sólo necesitaba que ella saliera de la habitación para no agarrarla y meterla en la cama.
_Es un asunto personal _le explicó, con el fin de que ella se sintiera mejor, pero sospechando que lo único que hacía era hacer el tonto.
_Ahhh _exclamó ella, como si de pronto entendiera_. ¿Quie¬re que le traiga el orinal?
_Yo puedo caminar hasta el orinal _replicó él, olvidando que no necesitaba el orinal.
Ella asintió y fue a dejar el libro en una mesa.
_Le dejaré para que se ocupe de sus asuntos. Sólo tiene que tirar del cordón cuando me necesite.
_No la voy a llamar como a una criada _gruñó él.
_Pero es que soy una...
_No. Para mí no lo es.
Las palabras le salieron con más dureza de la necesaria, pero él siempre había detestado a los hombres que acosaban a criadas impo¬tentes. La sola idea de que él pudiera convertirse en uno de esos seres repelentes le producía bascas.
_Muy bien _dijo ella, en el tono sumiso de una criada, y luego de hacerle una venia, como una criada, se marchó.
Victor estaba bastante seguro de que eso lo hacía sólo para fasti¬diarlo.
En el instante en que Myriam cerró la puerta, bajó de la cama de un salto y corrió a asomarse a la ventana. Estupendo, nadie a la vista. Se quitó la bata y se puso un par de calzas, una camisa y una chaqueta. Volvió a mirar por la ventana. Estupendo. Nadie.
_Botas, botas _masculló.
Paseó la vista por la habitación. ¿Dónde diablos estaban sus botas? No sus botas buenas, el par para ensuciar en el barro. Ah, ahí. Cogió las botas y se las puso.
Volvió a la ventana. No había aparecido nadie. Excelente. Pasó una pierna por el alféizar, luego la otra, y se cogió a una rama larga y fuerte de un olmo cercano. El resto fue un fácil número de balan¬cearse avanzando por la rama, llegar al tronco, deslizarse y saltar al suelo.
Y de allí, directo al lago. Al muy frío lago. A darse un baño muy frío.
_Si necesitaba el orinal podría haberlo dicho _iba mascullando Myriam_. Como si yo nunca hubiera tenido que llevar y traer ori¬nales.
Bajó el último peldaño de la escalera, sin saber a qué iba a la planta baja. No tenía nada concreto que hacer ahí; había bajado sim¬plemente porque no se le ocurrió otra cosa.
No entendía por qué él tenía tanta dificultad para tratarla como a lo que ella era: una criada. No paraba de insistir en que ella no tra¬bajaba para él y que no tenía que hacer nada para ganarse la manun¬tención en Mi Cabaña, y luego en la misma parrafada le aseguraba que le encontraría un puesto en la casa de su madre.
Si él la tratara como a una criada, ella no tendría ninguna dificul¬tad para recordar que era una nadie ilegítima y que él era un miem¬bro de una de las familias más ricas e influyentes de la alta sociedad.
Cada vez que él la trataba como a una persona real (y sabía por expe¬riencia que la mayoría de los aristócratas no tratan a sus criados como a nada parecido ni remotamente a una persona real) la hacía recordar el baile de máscaras, cuando por una noche perfecta ella fue una dama elegante, el tipo de mujer que tenía el derecho a soñar con un futuro con Víctor Bridgerton.
Victor actuaba como si ella realmente le cayera bien y disfrutara de su compañía. Y tal vez era así. Pero eso tenía el efecto más cruel de todos, porque la estaba haciendo amarlo, haciendo creer a una pequeña parte de ella que tenía el derecho a soñar con él.
Y luego, inevitablemente, tenía que recordar la verdad de la situación y eso le dolía muchísimo.
_¡Ah, está ahí, señorita Myriam!
Levantó la vista del suelo, donde había estado siguiendo distraí¬damente las figuras del parquet, para mirar a la señora Crabtree que venía bajando la escalera.
_Buen día, señora Crabtree. ¿Cómo va ese estofado?
_Bien, muy bien _repuso la señora Crabtree, distraída_. Nos escasearon un poco las zanahorias, pero creo que va a estar muy sabroso de todos modos. ¿Ha visto al señor Bridgerton?
Myriam la miró sorprendida.
_En su habitación, hace sólo un minuto.
_Pues, ahora no está ahí.
_Creo que quería usar el orinal.
La señora Crabtree ni siquiera se sonrojó; ése era el tipo de cosas que solían hablar los criados acerca de sus empleadores.
_Bueno, si lo usó, no lo usó, si sabe lo que quiero decir. La habitación olía fresca como un día de primavera.
_¿Y no estaba allí? _preguntó Myriam, ceñuda.
_Ni el pelo.
_No me imagino adónde podría haber ido.
La señora Crabtree se plantó las manos en sus anchas caderas.
_Yo lo buscaré abajo y usted arriba. Seguro que una de las dos lo encuentra.
_No me parece buena idea, señora Crabtree. Si salió de su habi¬tación debía tener una buena razón. Lo más probable es que no desee que lo encuentren.
_Pero es que está enfermo _alegó la señora Crabtree.
Myriam reflexionó sobre eso, trayendo su imagen a la mente. Su piel tenía un color saludable, y no se veía cansado en lo más mínimo.
_De eso no estoy muy segura, señora Crabtree _dijo al fin_. A mí me parece que se finge enfermo a propósito.
_No sea tonta _bufó la señora Crabtree_. El señor Bridger¬ton jamás haría una cosa así.
_Yo tampoco lo habría creído _repuso Myriam, encogiéndose de hombros_, pero de verdad, ya no parece estar ni un poquito enfermo.
_Eso es mi tónico _aseguró la señora Crabtree, asintiendo satisfecha_. Ya le dije cómo aceleraría su recuperación.
Myriam había visto al señor Crabtree vaciar las dosis de tónico en los rosales, y también había visto las consecuencias; no era una vista agradable. Cómo se las arregló para sonreír y asentir, jamás lo sabría.
_Bueno, a mí me gustaría saber adónde fue _dijo la señora Crabtree_. No debería estar levantado, y lo sabe.
_Seguro que no tardará en volver _le aseguró Myriam en tono tranquilizador_. Mientras tanto, ¿necesita ayuda en la cocina?
_No, no _contestó la señora Crabtree negando con la cabe¬za_. Lo único que necesita ese estofado es cocerse. Usted es una invitada aquí y no debería tener que mover ni un dedo.
_No soy una invitada _protestó Myriam.
_Bueno, ¿qué es, entonces?
Eso hizo pensar a Myriam.
_No tengo idea _repuso finalmente_, pero ciertamente no soy una invitada. Una invitada sería... una invitada sería... _intentó de encontrarles algún sentido a sus pensamientos y sentimientos .
Supongo que una invitada sería una persona que fuera de la misma clase social, o por lo menos aproximada. Una invitada sería una per¬sona que nunca hubiera tenido que servir a otra, ni fregar suelos, ni vaciar orinales. Una invitada sería...
_Cualquier persona a la que el dueño de la casa decida invitar como huésped _replicó la señora Crabtree_. Eso es lo bueno de ser el dueño de la casa. Usted puede hacer lo que desee. Y debería dejar de menospreciarse. Si el señor Bridgerton ha decidido consi-derarla huésped de su casa, usted debería aceptar su juicio y pasarlo bien. ¿Cuándo fue la última vez que pudo vivir cómodamente sin tener que romperse los dedos trabajando a cambio?
_No creo que él me considere una huésped en su casa _musi¬tó Myriam_. Si fuera así, habría instalado a una persona que me acompañara, para proteger mi reputación.
_Como si yo fuera a permitir algo incorrecto en mi casa _pro¬testó la señora Crabtree, erizada.
_No, claro que usted no lo permitiría. Pero tratándose de la reputación, la apariencia es tan importante como la realidad. Y a los ojos de la sociedad, un ama de llaves no cuenta como acompañante, por muy estricta y pura que sea su moralidad.
_Si eso es cierto, entonces necesita una acompañante, señorita Myriam.
_No sea tonta. No necesito acompañante porque no soy de la clase de él. A nadie le importa que una criada viva y trabaje en la casa de un hombre soltero. Nadie piensa mal de ella, y ciertamente nin¬gún hombre que la considerara para casarse con ella la consideraría deshonrada. Así son las cosas en el mundo _añadió, encogiéndose de hombros_. Y es evidente que el señor Bridgerton piensa así, lo reconozca o no, porque ni una sola vez ha dicho que es indecoroso que yo esté aquí.
_Bueno, pues, a mí no me gusta _declaró la señora Crabtree_. No me gusta nada, nada.
Myriam no pudo dejar de sonreír, porque encontraba muy con¬solador que al ama de llaves le importara.
_Creo que voy a salir a caminar. Siempre que esté usted segura de que no necesita ayuda en la cocina. Y aprovechando _añadió con una sonrisa irónica_ que me encuentro en esta rara y nebulosa posición. Puede que no sea una huésped, pero es la primera vez en muchos años que no soy una criada, y voy a disfrutar de mi tiempo libre mientras pueda.
_Eso, señorita Myriam, haga eso _dijo la señora Crabtree, dán¬dole una cordial palmadita en el hombro_. Y coja alguna flor para mí mientras pasea.
Myriam se dirigió a la puerta sonriendo de oreja a oreja. El día estaba precioso, más cálido y soleado de lo que correspondía a la estación, y el aire estaba impregnado con la dulce fragancia de las flores de primavera. Ya no recordaba la última vez que dio un paseo por el simple placer de disfrutar del aire fresco.
Víctor le había hablado de una laguna que había en las cerca¬nías; tal vez podría caminar hacia allá, e incluso meter los pies en el agua si se sentía particularmente osada.
Miró hacia el cielo y le sonrió al sol. El aire estaba cálido, pero seguro que el agua todavía estaría helada; sólo era comienzos de mayo. De todos modos, sería agradable. Cualquier cosa que repre¬sentara tiempo de ocio y momentos apacibles y solitarios sería agra¬dable.
Con el ceño fruncido se detuvo un momento a observar el hori¬zonte, pensativa. Víctor había dicho que el lago estaba situado al sur de Mi Cabaña. Si seguía una ruta hacia el sur se internaría en un trozo de bosque muy denso. Pero bueno, un poco de ejercicio no la mataría.
Se adentró en el bosque, y fue abriéndose paso, saltando por encima de las enormes raíces, apartando las ramas bajas y sintiéndo¬las golpearle la espalda con despreocupada relajación. Arriba se fil¬traban débiles rayitos de sol por entre el follaje de la bóveda formada por las copas de los árboles, y cerca del suelo más parecía anochecer que mediodía.
Más adelante divisó un claro, el que supuso debía ser la laguna. Cuando ya estaba cerca, vio el brillo del sol en el agua, y exhaló un largo suspiro de satisfacción, feliz por no haber errado el camino.
Pero al acercarse más oyó ruido de chapoteos, y con igual canti¬dad de terror y curiosidad, comprendió que no estaba sola.
Sólo estaba a unos cinco o seis palmos de la orilla del lago, don¬de la vería fácilmente cualquiera que estuviera en el agua, de modo que se aplastó detrás del tronco de un enorme roble; si tuviera un solo hueso sensato en el cuerpo, se daría media vuelta y volvería a la casa, pero no pudo evitar asomar la cabeza para ver quién podía ser la persona tan loca que se metía a bañarse en el lago cuando aún no había empezado la estación de calor.
Lenta y sigilosamente salió de detrás del árbol y avanzó un poco, procurando mantenerse lo más oculta posible.
Y vio a un hombre.
Un hombre «desnudo».
Un hombre desn... ¿Víctor?
Aunque respondió afirmativamente a la invitación (o eso dice lady Covington), Víctor Bridgerton no hizo acto de presencia en el bai¬le anual de los Covington. Se oyeron quejas de jovencitas (y de sus madres) en el salón.
Según ha dicho lady Bridgerton (la madre, no la cuñada), el señor Bridgerton se marchó al campo la semana pasada y desde entonces no se han tenido noticias de él. No os inquietéis, aquellas que podríais temer por la salud y bienestar del señor Bridgerton; lady Bridgerton parecía más molesta que preocupada. El año pasa¬do, fueron nada menos que cuatro las parejas que fijaron su com¬promiso después del baile de los Covington, y el año anterior fueron tres.
Para gran consternación de lady Bridgerton, si el baile de los Covington de este año estimula compromisos matrimoniales, su hijo Víctor no se contará entre los novios.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 5 de mayo de 1817 2 de mayo de 1817.
Víctor descubrió muy pronto que una convalecencia larga, y alargada, tenía sus buenas ventajas.
La más evidente era la cantidad y variedad de la muy excelente comida que salía de la cocina de la señora Crabtree. Siempre lo hahían alimentado bien en Mi Cabaña, pero la señora Crabtree se ponía realmente a la altura de las circunstancias cuando alguien esta-ba confinado en su lecho de enfermo.
Y mejor aún, el señor Crabtree se las había arreglado para inter¬ceptar los tónicos de la señora Crabtree y reemplazarlos por una dosis del mejor coñac suyo. Él se bebía obedientemente hasta la últi¬ma gota, pero la última vez que miró por la ventana le pareció ver que tres de sus rosales habían muerto, y que presumiblemente era allí donde el señor Crabtree tiraba el tónico.
Ése era un triste sacrificio, pero uno que él estaba más que bien dispuesto a hacer después de su última experiencia con el tónico de la señora Crabtree.
Otro beneficio de su prolongada permanencia en la cama era el sencillo hecho de poder, por primera vez en muchos años, disfrutar de quietud y tranquilidad. Leía, dibujaba, e incluso cerraba los ojos y simplemente soñaba despierto, y todo eso sin sentirse culpable por desatender otros deberes y quehaceres.
Muy pronto llegó a la conclusión de que sería perfectamente feliz llevando una vida de perezoso.
Pero la mejor parte de su tiempo de recuperación, con mucho, era Myriam. Ella iba a verle varias veces al día, a veces para ahuecarle los almohadones, a veces a llevarle comida, y a veces sólo para leer¬le. Él tenía la impresión de que su solicitud se debía a que deseaba sentirse útil y agradecerle con obras el haberla salvado de Phillip Cavender.
Pero en realidad no le importaba mucho el motivo de que fuera a verle; simplemente le agradaba que lo hiciera.
Al principio ella se mostraba callada y reservada, evidentemente para atenerse al criterio general de que a los sirvientes no se los debe ver ni oír. Pero él no aceptaba nada de eso y con toda intención le entablaba conversación, aunque sólo fuera para que no se marchara. O la provocaba y pinchaba, simplemente para irritarla, porque le gustaba muchísimo más cuando escupía fuego que cuando se mos¬traba mansa y sumisa.
Lo principal era que le agradaba estar en la misma habitación con ella, ya fuera que estuvieran conversando o ella estuviera pasando las páginas de un libro mientras él miraba por la ventana. Había un algo en ella que hacía que su sola presencia le produjera paz.
Un golpe en la puerta lo sacó de sus reflexiones; ilusionado levantó la vista y gritó:
_ ¡Adelante!
Myriam asomó la cabeza y su melena rizada hasta los hombros se agitó ligeramente al rozarse con el marco de la puerta.
_La señora Crabtree pensó que le gustaría tomar un té de mediodía.
_¿Té? ¿O té con galletas?
_Ah, con galletas, cómo no.
_Excelente. ¿Y me acompañará en tomarlo?
Ella titubeó, como hacía siempre, pero enseguida asintió, tam¬bién como hacía siempre. Ya hacía tiempo que había comprendido que no servía de nada discutir con Víctor cuando él estaba resuel¬to a conseguir algo.
Y a Víctor le agradaba eso.
_Le ha vuelto el color a las mejillas _comentó ella, dejando la bandeja en una mesa cercana_. Y ya no se le ve tan cansado. Yo diría que muy pronto podrá levantarse.
_Ah, sí, pronto _repuso él, evasivo.
_Cada día está más sano _continuó ella.
_¿Le parece? _dijo él sonriendo bravamente.
Ella detuvo el movimiento de coger la tetera para servir, y son¬rió irónica.
_Sí. Si no, no se lo habría dicho.
Víctor le observó las manos mientras ella servía el té en la taza para él. Sus movimientos tenían una elegancia innata, y servía el té como si estuviese acostumbrada desde la cuna. Estaba claro que el té de la tarde era otra de las habilidades aprendidas gracias a la gene¬rosidad de los empleadores de su madre. O tal vez sólo se debía a que había observado atentamente a las damas cuando servían el té.
Él había notado que era una mujer muy observadora.
Habían realizado ese rito con tanta frecuencia que ella no nece¬sitaba preguntarle cómo prefería el té.
Ella le pasó la taza, con leche y sin azúcar, y luego un plato con galletas y panecillos escogidos.
_Sírvase una taza _le dijo él, mordisqueando una galleta_, y venga a sentarse a mi lado.
Myriam volvió a titubear.
Él ya sabía que lo haría, aun cuando había accedido a acompañarlo. Pero él era un hombre paciente, y su paciencia fue recompensada con un suave suspiro cuando ella cogió otra taza de la bandeja.
Myriam se sirvió la taza, con dos terrones de azúcar y apenas un cho¬rrito de leche, fue a sentarse junto a la cama en el sillón de respaldo alto tapizado en terciopelo, y lo miró por encima del borde de la taza mientras bebía un sorbo.
_¿No se va a servir galletas? _le preguntó él. Ella negó con la cabeza.
_Acabo de comer unas recién salidas del horno.
_Suerte la suya. Siempre son mejores cuando están calientes. _Se pulió otra galleta, se sacudió unas pocas migas de la manga y cogió otra_. ¿Y cómo ha pasado el día?
_¿Desde la última vez que le vi, hace dos horas?
Víctor la miró con una expresión que decía que había captado el sarcasmo, pero decidió no contestar.
_Estuve ayudando a la señora Crabtree en la cocina _explicó ella_. Está preparando un estofado de carne para la cena y la ayudé pelando las patatas. Después cogí un libro de su biblioteca y me fui al jardín a leerlo.
_¿Sí? ¿Qué leyó?
_Una novela.
_¿Y era buena?
_Tonta pero romántica. Me gustó.
_¿Y anhela vivir un romance?
El rubor de myriam fue instantáneo.
_Ésa es una pregunta muy personal, ¿no cree?
Victor abrió la boca para contestar algo trivial, como «Valía la pena intentarlo», pero al mirarle la cara, sus mejillas deliciosamente son¬rojadas, los ojos bajos, mirándose la falda, le ocurrió algo de lo más extraño.
Comprendió que la deseaba.
La deseaba, de verdad.
No habría sabido decir por qué eso lo sorprendía.
Claro que la deseaba. Era un hombre de sangre tan roja y caliente como cual-quiera, y un hombre no puede pasar un tiempo prolongado con una mujer tan traviesa y adorable como Myriam sin desearla. Demonios, deseaba a la mitad de las mujeres que conocía, puramente de un modo que podría calificarse de baja intensidad, no urgente.
Pero en ese momento, con esa mujer, el deseo se le hizo urgente.
Cambió de posición y arregló los pliegues del edredón. Al cabo de un instante, tuvo que volver a cambiar de posición.
_¿Siente incómoda la cama? _le preguntó Myriam_. ¿Necesi¬ta que le ahueque los almohadones?
El primer impulso de él fue contestar que sí, agarrarla cuando se inclinara sobre él, y entonces seducirla, puesto que estarían, muy convenientemente, en la cama. Pero lo asaltó la sospecha de que ese determinado plan no le resultaría bien con Myriam, de modo que contestó:
_Estoy bien.
No pudo evitar hacer una mueca al notar que la voz le salió extrañamente temblorosa.
Ella estaba mirando sonriente las galletas del plato.
_Tal vez una más _dijo.
Él apartó el brazo para que ella pudiera acceder fácilmente al pla¬to, el cual estaba apoyado, recordó tardíamente, en su regazo. Verla alargar la mano hacia sus ingles, aunque en realidad era hacia el pla¬to con galletas, le produjo cosas raras, en las ingles, para ser exactos.
Tuvo una repentina visión de algo... cambiando de sitio ahí deba¬jo, y se apresuró a coger el plato, no fuera que perdiera el equilibrio.
_¿Le importa si cojo la última...?
_¡Estupendo! _graznó él.
Myriam cogió una galleta de jengibre del plato y frunció el ceño.
_Se ve mejor _comentó acercándola a su nariz para aspirar su olor_, pero su voz no suena mejor. ¿Le duele la garganta?
Víctor se apresuró a beber un poco de té.
_No, nada. Debí tragar un poco de polvo.
_Ah, beba más té, entonces. Eso no le molestará mucho rato. _Dejó su taza en la bandeja_. ¿Quiere que le lea?
_¡Sí! _exclamó él, arrebujándose el edredón alrededor de la cintura.
Igual a ella se le ocurría retirar el plato, tan estratégicamente situado, Y ¿cómo quedaría él entonces?
_¿De veras está bien? _le preguntó ella, mirándolo con más extrañeza que preocupación.
Él consiguió hacer una sonrisa tensa.
_Estoy muy bien.
_De acuerdo, entonces _dijo ella, levantándose_. ¿Qué le gustaría que le leyera?
_Ah, cualquier cosa _repuso él, con un alegre movimiento de la mano.
_¿Poesía?
_ Espléndido.
Habría dicho «Espléndido» aunque ella le hubiera ofrecido leer¬le una disertación sobre la flora de la tundra ártica.
Myriam se dirigió a una estantería acondicionada en una hornaci¬na en la pared y estuvo un momento mirando su contenido.
_¿Byron? ¿Blake?
_Blake _contestó él con firmeza.
Una hora de las tonterías románticas de Byron lo haría caer por el borde, de seguro.
Ella sacó un delgado libro de poemas y volvió a sentarse en el sillón, agitando su nada atractiva falda con el movimiento.
Víctor frunció el ceño. Hasta ese momento no se había fijado en lo feo que era su vestido.
No tan feo como el que le prestara la señora Crabtree, pero cier¬tamente no estaba diseñado para hacer resaltar lo mejor de una mujer.
Debería comprarle un vestido nuevo.
Myriam no lo aceptaría jamás, lógicamente, pero ¿y si por una casualidad se le quemara la ropa que llevaba puesta?
_ ¿Señor Bridgerton?
Pero ¿cómo arreglárselas para quemarle el vestido? Ella no ten¬dría que llevarlo puesto, y eso ya de suyo implicaría una cierta difi¬cultad...
_¿Está escuchando? _le preguntó Myriam.
_¿Mmm?
_No me está escuchando.
_Lo siento. Perdone. Se me había escapado la mente. Continúe, por favor.
Myriam empezó de nuevo, y él, con el fin de demostrarle con qué atención la estaba escuchando, fijó la vista en sus labios. Y eso resul¬tó ser un tremendo error.
Porque de pronto lo único que veía eran esos labios, y no logra¬ba dejar de pensar en besarla. Entonces comprendió, con la más absoluta certeza, que si uno de ellos no salía de la habitación en los próximos treinta segundos, él iba a hacer algo por lo que le debería mil disculpas.
Y no era que no planeara seducirla, no, sólo que prefería hacer¬lo con algo más de sutileza.
_Ay, Dios _se le escapó.
Myriam lo miró extrañada. Y él la comprendió, porque el «ay, Dios» le salió como a un completo idiota. Haría años que no decía esa expresión, si es que la había dicho alguna vez.
Demonios, estaba hablando igual que su madre.
_¿Pasa algo? _le preguntó ella.
_No, sólo que recordé algo _repuso él, muy estúpidamente, en su opinión.
Ella alzó las cejas, interrogante.
_Algo que había olvidado _explicó él.
_Las cosas que uno recuerda _dijo ella, como si estuviera muy divertida_ suelen ser cosas que había olvidado.
Él la miró ceñudo.
_Necesito estar solo un momento _dijo.
Ella se levantó al instante.
_Faltaría más.
Víctor reprimió un gemido. Condenación; ella parecía dolida.
No había sido su intención herir sus sentimientos. Sólo necesitaba que ella saliera de la habitación para no agarrarla y meterla en la cama.
_Es un asunto personal _le explicó, con el fin de que ella se sintiera mejor, pero sospechando que lo único que hacía era hacer el tonto.
_Ahhh _exclamó ella, como si de pronto entendiera_. ¿Quie¬re que le traiga el orinal?
_Yo puedo caminar hasta el orinal _replicó él, olvidando que no necesitaba el orinal.
Ella asintió y fue a dejar el libro en una mesa.
_Le dejaré para que se ocupe de sus asuntos. Sólo tiene que tirar del cordón cuando me necesite.
_No la voy a llamar como a una criada _gruñó él.
_Pero es que soy una...
_No. Para mí no lo es.
Las palabras le salieron con más dureza de la necesaria, pero él siempre había detestado a los hombres que acosaban a criadas impo¬tentes. La sola idea de que él pudiera convertirse en uno de esos seres repelentes le producía bascas.
_Muy bien _dijo ella, en el tono sumiso de una criada, y luego de hacerle una venia, como una criada, se marchó.
Victor estaba bastante seguro de que eso lo hacía sólo para fasti¬diarlo.
En el instante en que Myriam cerró la puerta, bajó de la cama de un salto y corrió a asomarse a la ventana. Estupendo, nadie a la vista. Se quitó la bata y se puso un par de calzas, una camisa y una chaqueta. Volvió a mirar por la ventana. Estupendo. Nadie.
_Botas, botas _masculló.
Paseó la vista por la habitación. ¿Dónde diablos estaban sus botas? No sus botas buenas, el par para ensuciar en el barro. Ah, ahí. Cogió las botas y se las puso.
Volvió a la ventana. No había aparecido nadie. Excelente. Pasó una pierna por el alféizar, luego la otra, y se cogió a una rama larga y fuerte de un olmo cercano. El resto fue un fácil número de balan¬cearse avanzando por la rama, llegar al tronco, deslizarse y saltar al suelo.
Y de allí, directo al lago. Al muy frío lago. A darse un baño muy frío.
_Si necesitaba el orinal podría haberlo dicho _iba mascullando Myriam_. Como si yo nunca hubiera tenido que llevar y traer ori¬nales.
Bajó el último peldaño de la escalera, sin saber a qué iba a la planta baja. No tenía nada concreto que hacer ahí; había bajado sim¬plemente porque no se le ocurrió otra cosa.
No entendía por qué él tenía tanta dificultad para tratarla como a lo que ella era: una criada. No paraba de insistir en que ella no tra¬bajaba para él y que no tenía que hacer nada para ganarse la manun¬tención en Mi Cabaña, y luego en la misma parrafada le aseguraba que le encontraría un puesto en la casa de su madre.
Si él la tratara como a una criada, ella no tendría ninguna dificul¬tad para recordar que era una nadie ilegítima y que él era un miem¬bro de una de las familias más ricas e influyentes de la alta sociedad.
Cada vez que él la trataba como a una persona real (y sabía por expe¬riencia que la mayoría de los aristócratas no tratan a sus criados como a nada parecido ni remotamente a una persona real) la hacía recordar el baile de máscaras, cuando por una noche perfecta ella fue una dama elegante, el tipo de mujer que tenía el derecho a soñar con un futuro con Víctor Bridgerton.
Victor actuaba como si ella realmente le cayera bien y disfrutara de su compañía. Y tal vez era así. Pero eso tenía el efecto más cruel de todos, porque la estaba haciendo amarlo, haciendo creer a una pequeña parte de ella que tenía el derecho a soñar con él.
Y luego, inevitablemente, tenía que recordar la verdad de la situación y eso le dolía muchísimo.
_¡Ah, está ahí, señorita Myriam!
Levantó la vista del suelo, donde había estado siguiendo distraí¬damente las figuras del parquet, para mirar a la señora Crabtree que venía bajando la escalera.
_Buen día, señora Crabtree. ¿Cómo va ese estofado?
_Bien, muy bien _repuso la señora Crabtree, distraída_. Nos escasearon un poco las zanahorias, pero creo que va a estar muy sabroso de todos modos. ¿Ha visto al señor Bridgerton?
Myriam la miró sorprendida.
_En su habitación, hace sólo un minuto.
_Pues, ahora no está ahí.
_Creo que quería usar el orinal.
La señora Crabtree ni siquiera se sonrojó; ése era el tipo de cosas que solían hablar los criados acerca de sus empleadores.
_Bueno, si lo usó, no lo usó, si sabe lo que quiero decir. La habitación olía fresca como un día de primavera.
_¿Y no estaba allí? _preguntó Myriam, ceñuda.
_Ni el pelo.
_No me imagino adónde podría haber ido.
La señora Crabtree se plantó las manos en sus anchas caderas.
_Yo lo buscaré abajo y usted arriba. Seguro que una de las dos lo encuentra.
_No me parece buena idea, señora Crabtree. Si salió de su habi¬tación debía tener una buena razón. Lo más probable es que no desee que lo encuentren.
_Pero es que está enfermo _alegó la señora Crabtree.
Myriam reflexionó sobre eso, trayendo su imagen a la mente. Su piel tenía un color saludable, y no se veía cansado en lo más mínimo.
_De eso no estoy muy segura, señora Crabtree _dijo al fin_. A mí me parece que se finge enfermo a propósito.
_No sea tonta _bufó la señora Crabtree_. El señor Bridger¬ton jamás haría una cosa así.
_Yo tampoco lo habría creído _repuso Myriam, encogiéndose de hombros_, pero de verdad, ya no parece estar ni un poquito enfermo.
_Eso es mi tónico _aseguró la señora Crabtree, asintiendo satisfecha_. Ya le dije cómo aceleraría su recuperación.
Myriam había visto al señor Crabtree vaciar las dosis de tónico en los rosales, y también había visto las consecuencias; no era una vista agradable. Cómo se las arregló para sonreír y asentir, jamás lo sabría.
_Bueno, a mí me gustaría saber adónde fue _dijo la señora Crabtree_. No debería estar levantado, y lo sabe.
_Seguro que no tardará en volver _le aseguró Myriam en tono tranquilizador_. Mientras tanto, ¿necesita ayuda en la cocina?
_No, no _contestó la señora Crabtree negando con la cabe¬za_. Lo único que necesita ese estofado es cocerse. Usted es una invitada aquí y no debería tener que mover ni un dedo.
_No soy una invitada _protestó Myriam.
_Bueno, ¿qué es, entonces?
Eso hizo pensar a Myriam.
_No tengo idea _repuso finalmente_, pero ciertamente no soy una invitada. Una invitada sería... una invitada sería... _intentó de encontrarles algún sentido a sus pensamientos y sentimientos .
Supongo que una invitada sería una persona que fuera de la misma clase social, o por lo menos aproximada. Una invitada sería una per¬sona que nunca hubiera tenido que servir a otra, ni fregar suelos, ni vaciar orinales. Una invitada sería...
_Cualquier persona a la que el dueño de la casa decida invitar como huésped _replicó la señora Crabtree_. Eso es lo bueno de ser el dueño de la casa. Usted puede hacer lo que desee. Y debería dejar de menospreciarse. Si el señor Bridgerton ha decidido consi-derarla huésped de su casa, usted debería aceptar su juicio y pasarlo bien. ¿Cuándo fue la última vez que pudo vivir cómodamente sin tener que romperse los dedos trabajando a cambio?
_No creo que él me considere una huésped en su casa _musi¬tó Myriam_. Si fuera así, habría instalado a una persona que me acompañara, para proteger mi reputación.
_Como si yo fuera a permitir algo incorrecto en mi casa _pro¬testó la señora Crabtree, erizada.
_No, claro que usted no lo permitiría. Pero tratándose de la reputación, la apariencia es tan importante como la realidad. Y a los ojos de la sociedad, un ama de llaves no cuenta como acompañante, por muy estricta y pura que sea su moralidad.
_Si eso es cierto, entonces necesita una acompañante, señorita Myriam.
_No sea tonta. No necesito acompañante porque no soy de la clase de él. A nadie le importa que una criada viva y trabaje en la casa de un hombre soltero. Nadie piensa mal de ella, y ciertamente nin¬gún hombre que la considerara para casarse con ella la consideraría deshonrada. Así son las cosas en el mundo _añadió, encogiéndose de hombros_. Y es evidente que el señor Bridgerton piensa así, lo reconozca o no, porque ni una sola vez ha dicho que es indecoroso que yo esté aquí.
_Bueno, pues, a mí no me gusta _declaró la señora Crabtree_. No me gusta nada, nada.
Myriam no pudo dejar de sonreír, porque encontraba muy con¬solador que al ama de llaves le importara.
_Creo que voy a salir a caminar. Siempre que esté usted segura de que no necesita ayuda en la cocina. Y aprovechando _añadió con una sonrisa irónica_ que me encuentro en esta rara y nebulosa posición. Puede que no sea una huésped, pero es la primera vez en muchos años que no soy una criada, y voy a disfrutar de mi tiempo libre mientras pueda.
_Eso, señorita Myriam, haga eso _dijo la señora Crabtree, dán¬dole una cordial palmadita en el hombro_. Y coja alguna flor para mí mientras pasea.
Myriam se dirigió a la puerta sonriendo de oreja a oreja. El día estaba precioso, más cálido y soleado de lo que correspondía a la estación, y el aire estaba impregnado con la dulce fragancia de las flores de primavera. Ya no recordaba la última vez que dio un paseo por el simple placer de disfrutar del aire fresco.
Víctor le había hablado de una laguna que había en las cerca¬nías; tal vez podría caminar hacia allá, e incluso meter los pies en el agua si se sentía particularmente osada.
Miró hacia el cielo y le sonrió al sol. El aire estaba cálido, pero seguro que el agua todavía estaría helada; sólo era comienzos de mayo. De todos modos, sería agradable. Cualquier cosa que repre¬sentara tiempo de ocio y momentos apacibles y solitarios sería agra¬dable.
Con el ceño fruncido se detuvo un momento a observar el hori¬zonte, pensativa. Víctor había dicho que el lago estaba situado al sur de Mi Cabaña. Si seguía una ruta hacia el sur se internaría en un trozo de bosque muy denso. Pero bueno, un poco de ejercicio no la mataría.
Se adentró en el bosque, y fue abriéndose paso, saltando por encima de las enormes raíces, apartando las ramas bajas y sintiéndo¬las golpearle la espalda con despreocupada relajación. Arriba se fil¬traban débiles rayitos de sol por entre el follaje de la bóveda formada por las copas de los árboles, y cerca del suelo más parecía anochecer que mediodía.
Más adelante divisó un claro, el que supuso debía ser la laguna. Cuando ya estaba cerca, vio el brillo del sol en el agua, y exhaló un largo suspiro de satisfacción, feliz por no haber errado el camino.
Pero al acercarse más oyó ruido de chapoteos, y con igual canti¬dad de terror y curiosidad, comprendió que no estaba sola.
Sólo estaba a unos cinco o seis palmos de la orilla del lago, don¬de la vería fácilmente cualquiera que estuviera en el agua, de modo que se aplastó detrás del tronco de un enorme roble; si tuviera un solo hueso sensato en el cuerpo, se daría media vuelta y volvería a la casa, pero no pudo evitar asomar la cabeza para ver quién podía ser la persona tan loca que se metía a bañarse en el lago cuando aún no había empezado la estación de calor.
Lenta y sigilosamente salió de detrás del árbol y avanzó un poco, procurando mantenerse lo más oculta posible.
Y vio a un hombre.
Un hombre «desnudo».
Un hombre desn... ¿Víctor?
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Acabo de leer todos los capitulos ke has puesto, esta buenisima esta novela. No tardes con el siguiente capitulo
alma.fra- VBB DIAMANTE
- Cantidad de envíos : 2190
Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: Cenicienta
Capítulo 11
Las guerras por personal de servicio hacen furor en Londres. Lady Penwood insultó a la señora Featherington llamándola ladrona mal nacida, delante de nada menos que tres señoras de la sociedad, entre las que se contaba la muy popular vizcondesa Bridgerton viuda.
La señora Featherington contestó diciendo que la casa de lady Penwood no era mejor que el asilo de los pobres, enumerando los malos tratos a su doncella (cuyo nombre, según se ha enterado esta cronista, no es Estelle, como se aseguró, y no es, ni remotamente, francesa. La muchacha se llama Bess, y es oriunda de Liverpool).
Lady Penwood dejó ahí el altercado y se marchó pisando fuer¬te con mucho aspaviento, seguida por su hija, la señorita RosaMarie Reiling. La otra hija de lady Penwood, Penelope (la que, por cierto, llevaba un desafortunado vestido verde de corte tipo costal ), se quedó atrás, con una expresión como de pedir disculpas, hasta que volvió su madre, la cogió por la manga y la sacó a rastras de allí.
Ciertamente esta cronista no hace las listas de invitados a las fiestas de sociedad, pero es difícil imaginar que se invite a las Pen¬wood al próximo baile de la señora Featherington.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 7 de mayo de 1817.
Hacía mal en quedarse. Muy mal.
Horrorosamente mal.
Pero no se movió ni una sola pulgada.
Había encontrado un canto rodado grande, de superficie plana, y allí estaba sentada, bastante oculta por un matorral ancho y bajo, con los ojos fijos en él.
Estaba «desnudo». Todavía le costaba creerlo.
Estaba parcialmente sumergido, claro, con el agua hasta el bor¬de de su caja torácica. El borde «inferior» de su caja torácica, pensó, atolondradamente.
Aunque si quería ser totalmente sincera consigo misma, tendría que reformular ese pensamiento: Estaba, «por desgracia» sumergi¬do parcialmente.
Ella era tan inocente como cualquier..., bueno, como cualquier inocente, pero, maldición, sentía curiosidad, y estaba más que medio enamorada de ese hombre. ¿Tan malo era desear que soplara una fuerte ráfaga de viento, lo bastante potente para formar una inmen¬sa ola que arrastrara el agua que le cubría el cuerpo y la depositara en otra parte? ¿En cualquier otra parte?
Bueno, pues, era mala. Era mala y no le importaba.
Se había pasado la vida en el camino seguro, el camino prudente. Una sola noche en toda su corta vida había arrojado la prudencia al viento. Y esa noche había sido la más emocionante, la más mágica, la noche más estupendamente maravillosa de su vida.
Por lo tanto decidió continuar donde estaba, dejar correr los acontecimientos y ver lo que le tocara ver. No tenía nada que per¬der, al fin y al cabo. No tenía trabajo, no tenía ninguna perspectiva, aparte de la promesa de Víctor de encontrarle un puesto en el per¬sonal de servicio de su madre (y, por cierto, tenía la clara sensación de que eso no le convenía nada).
Así pues, continuó sentada, tratando de no mover ningún músculo, y manteniendo los ojos abiertos, muy abiertos.
Víctor no había sido jamás supersticioso y de ninguna manera se consideraba una persona poseedora de un sexto sentido, pero dos veces en su vida había experimentado una extraña sensación de pre¬conocimiento, una especie de misterioso hormigueo que le advertía que iba a ocurrir algo importante.
La primera vez fue el día en que murió su padre. Jamás le había contado eso a nadie, ni siquiera a su hermano mayor, Anthony, que se sintió absolutamente aniquilado por la muerte de su padre. Pero esa tarde, cuando él y Anthony iban galopando por el campo, echan¬do una estúpida carrera, sintió un raro adormecimiento en las extremidades, seguido por una especie de golpeteo en la cabeza. No fue algo exactamente doloroso, pero la sensación sí le vació el aire de los pulmones y le produjo un terror casi inimaginable.
Lógicamente, perdió la carrera, porque era muy difícil manejar las riendas con dedos adormecidos que se negaban a funcionar. Y cuando regresó a casa descubrió que su terror no había sido injusti¬ficado. Su padre ya había muerto, se había derrumbado por la pica¬dura de una abeja. Todavía le costaba creer que un hombre tan fuerte y vital como su padre hubiera sido derribado por una abeja, pero no había ninguna otra explicación.
La segunda vez que le ocurrió, en cambio, la sensación fue abso¬lutamente diferente. Ocurrió la noche del baile de máscaras dado por su madre, justo antes de ver a la mujer del traje plateado. Como la vez anterior, la sensación le comenzó en los brazos y las piernas, pero en lugar de sentir adormecimiento sintió un extraño hormigueo, como si de pronto recobrara la vida, después de años de sonambulismo.
Y entonces se giró y la vio, y en ese momento supo que ella era el motivo de que él estuviera allí esa noche; el motivo de que viviera en Inglaterra; demonios, el motivo de que hubiera nacido.
Pero entonces ella desapareció, demostrándole que había estado equivocado, pero en ese momento había creído eso, y si ella se lo hubiera permitido, él se lo habría demostrado a ella también.
Y en ese momento, metido en la laguna, con el agua lamiéndole el diafragma, más arriba del ombligo, nuevamente tenía la extraña sensación de que en cierto modo estaba más vivo que unos segun¬dos antes. Era una sensación agradable, una excitante oleada de emo¬ción que lo dejaba sin aliento.
Era igual que en esa ocasión, cuando la conoció a«ella».
Iba a ocurrir algo, o tal vez alguien estaba cerca. Su vida estaba a punto de cambiar.
Y estaba tan desnudo como cuando Dios lo echó al mundo, pen¬só, curvando los labios en una sonrisa irónica. Eso no daba ninguna ventaja a un hombre, a no ser que estuviera en medio de dos sábanas de seda con una atractiva joven su lado.
O debajo.
Avanzó unos pasos hacia la parte ligeramente más profunda, sin¬tiendo pasar el blando lodo del fondo por entre los dedos de los pies. Sintió subir el agua un par de pulgadas. Estaba a punto de congelar¬se, maldita sea, pero al menos se sentía más cubierto.
Escrutó la orilla, mirando de arriba abajo los árboles y los arbustos. Tenía que haber alguien por allí. Nada fuera de eso podía explicar el extraño hormigueo que ya estaba sintiendo en todo el cuerpo.
Y si sentía hormiguear el cuerpo estando sumergido en un lago tan helado que le aterraba ver sus partes pudendas (se imaginaba a las pobres tan encogidas que ya no eran nada, lo cual no era lo que a un hombre le gusta imaginar), sí que tenía que ser un hormigueo muy potente.
_¿Quién está ahí? _gritó.
No hubo respuesta. La verdad, no había esperado que alguien contestara, pero valía la pena preguntarlo.
Con los ojos entrecerrados, escudriñó nuevamente la orilla, dán¬dose una vuelta completa, atento a cualquier señal de movimiento. No vio nada, aparte del suave movimiento de las hojas agitadas por la brisa, pero cuando terminó el detenido examen de la orilla, en cierto modo lo «supo».
_ ¡Myriam!
Oyó una exclamación ahogada, seguida por una ráfaga de acti¬vidad.
_¡Myriam Montemayor! _gritó_, si huye de mí ahora, le juro que la seguiré, y no me tomaré el tiempo para vestirme.
Los ruidos provenientes de la orilla se hicieron más lentos.
_Le daré alcance _continuó él_ porque soy más fuerte y más rápido. Y podría sentirme obligado a arrojarla al suelo para impedir que escape.
Los ruidos de movimiento cesaron por completo.
_Bien _gruñó_. Muéstrese.
Ella no apareció.
_Myriam _dijo él, en tono amenazador.
Pasado un instante de silencio, se oyeron unos pasos lentos y vacilantes, y entonces la vio, de pie a la orilla, con ese horrible vesti¬do que deseaba ver hundido en el fondo del Támesis.
_¿Qué hace aquí? _le preguntó.
_Salí a caminar. ¿Y qué hace usted aquí? Se supone que está enfermo. Eso _hizo un amplio gesto con el brazo, abarcándolo a él y al lago_ de ninguna manera puede ser bueno para usted.
_¿Me ha seguido? _preguntó él, pasando por alto la pregunta y el comentario de ella.
_Desde luego que no _repuso ella.
Él la creyó. No la creía poseedora del talento de actriz necesario para fingir ese grado de virtud.
_Jamás le seguiría hasta un pozo para bañarse _continuó ella_. Sería indecente.
Y entonces se le puso roja la cara, porque los dos sabían que ese argumento no tenía ni una pata para sostenerse. Si a ella le importa¬ba tanto la decencia, se habría marchado del lago en el instante mis¬mo en que lo vio, ya fuera por casualidad o no.
Él sacó una mano del agua y la apuntó hacia ella, e hizo un giro con la muñeca, indicándole que se diera media vuelta.
_Déme la espalda y espéreme _le ordenó_. Sólo tardaré un momento en ponerme la ropa.
_Volveré a la casa _ofreció ella_, así tendrá más libertad de movimiento y...
_Se quedará _interrumpió él, con voz firme.
_Pero...
Victor se cruzó de brazos.
_¿Tengo el aspecto de estar de humor para que se me discuta?
Myriam lo miró con expresión sublevada.
_Si huye, le daré alcance _le advirtió él.
Myriam observó la distancia que los separaba y luego intentó cal¬cular la distancia hacia Mi Cabaña. Si él se detenía a ponerse la ropa podría tener el tiempo para escapar, pero si no...
_Myriam, casi veo el vapor que le sale por las orejas. Deje de atormentar a su cerebro con inútiles cálculos matemáticos y haga lo que le pedí.
Myriam notó que se le movía un pie. Si era por la urgencia de echar a correr de vuelta a casa o simplemente para darse media vuelta, jamás lo sabría.
_Ya _ordenó él.
Soltando un suspiro y un gruñido audibles, Myriam se cruzó de brazos, se giró y fijó la vista en el hueco de un nudo del árbol que tenía al frente, como si su vida dependiera de ello.
El infernal hombre no era en absoluto silencioso para hacer sus cosas, y aunque lo intentó, no fue capaz de dejar de escuchar y tratar de identificar cada uno de los sonidos de movimiento que oía detrás. Iba saliendo del agua, estaba cogiendo las calzas, empezaba a...
Un desastre; tenía una imaginación tremendamente perversa, y no había manera de evitarlo.
Victor tendría que haberla dejado volver a la casa; pero no, la obligó a esperar, absolutamente humillada, mientras se vestía. Sentía la piel como si se la estuvieran quemando, y no le cabía duda de que tenía las mejillas de ocho tonalidades de rojo. Un caballero le habría per¬mitido ir a esconder su vergüenza en su habitación de la parte de atrás de la casa y permanecer ahí lo menos tres días, a ver si en ese tiempo él olvidaba todo el asunto.
Pero era evidente que Víctor Bridgerton estaba resuelto a no ser caballeroso esa tarde, porque cuando movió uno de los pies, sólo para flexionar los dedos, que se le estaban adormeciendo, ¡de ver¬dad!, él no dejó pasar medio segundo para gruñir:
_Ni se le ocurra.
_No me iba a marchar _protestó ella_. Se me estaba dur¬miendo el pie. ¡Y dése prisa! No es posible que tarde tanto en ves¬tirse.
_¿Ah no? _se burló él con voz arrastrada.
_Sólo hace esto para torturarme _masculló ella.
_Siéntase libre para mirarme en cualquier momento _dijo él, con la voz matizada de tranquila diversión_. Le aseguro que le pedí que me diera la espalda sólo para respetar sus sensibilidades, no las mías.
_Estoy bien donde estoy _repuso ella.
Al cabo de lo que a ella le pareció una hora pero que tal vez sólo fueron tres minutos, lo oyó decir:
_Ahora puede volverse.
Casi sintió miedo de hacerlo; él tenía ese tipo de sentido del humor perverso que lo impulsaría a ordenarle que se volviera antes de que hubiera terminado de vestirse.
Pero decidió creerle, aunque, la verdad, no tenía mucha opción en el asunto; se volvió. Con enorme alivio, y no poca desilusión, tuvo que reconocer si quería ser sincera consigo misma, comprobó que él estaba decentemente vestido, eso si no se tomaban en cuenta las manchas del agua que había pasado de su piel a la tela.
_¿Por qué no me permitió volver a la casa? _le preguntó.
_La quería aquí _repuso él tranquilamente.
_Pero ¿por qué?
Victor se encogió de hombros.
_Pues, no lo sé. Tal vez para castigarla por haber estado espián¬dome.
_No estaba... _comenzó ella automáticamente, pero interrum¬pió la frase, porque sí que había estado espiándolo.
_Inteligente muchacha _musitó él.
Myriam lo miró enfurruñada. Le habría gustado decirle algo absolu¬tamente divertido e ingenioso, pero tuvo la sensación de que si deja¬ba salir algo por la boca sería todo lo contrario, así que se mordió la lengua. Mejor ser una tonta callada que una habladora.
_Es de muy mala educación espiar al anfitrión _dijo él, poniéndose las manos en la cadera y arreglándoselas para adoptar un aire autoritario y relajado al mismo tiempo.
_Fue una casualidad _arguyó ella.
_Ah, eso se lo creo. Pero aunque no tenía la intención de espiar¬me, queda el hecho de que cuando se le presentó la oportunidad la aprovechó.
_¿Y es muy raro eso?
_No, no, en absoluto. Yo habría hecho exactamente lo mismo.
Ella lo miró boquiabierta.
_No finja estar ofendida.
_No estoy fingiendo.
Victor se le acercó un poco.
_A decir verdad, me siento muy halagado.
_Fue una curiosidad académica, se lo aseguro _dijo ella entre dientes.
La sonrisa de él se hizo irónica.
_ ¿Quiere decir que habría espiado a cualquier hombre desnudo que hubiera encontrado?
_¡Desde luego que no!
_Como he dicho _dijo él con voz arrastrada, apoyando la espalda en un árbol_, me siento halagado.
_Bueno, ahora que hemos establecido eso _dijo ella, sorbien¬do por la nariz_, voy a volver a Su Cabaña.
Sólo había dado dos pasos cuando él alargó la mano y la cerró en un trocito de la tela del vestido.
_Creo que no.
Myriam giró la cabeza y lo obsequió con un cansino suspiro.
_Ya me ha avergonzado sin remedio. ¿Qué más podría desear hacerme?
_Ésa es una pregunta muy interesante _musitó él, haciéndola girar y tironeándola hacia él.
Myriam trató de plantar firmemente los talones en el suelo, pero no tenía fuerza para resistirse al tironeo de su mano. Avanzó un paso, medio tropezándose, y se encontró a sólo unas pulgadas de él. De pronto sintió el aire caliente, tremendamente caliente, y tuvo la extraña sensación de que ya no sabía mover las manos ni los pies. Le hormigueaba la piel, sentía desbocado el corazón, y el maldito se limitaba a mirarla fijamente, sin mover un solo músculo ni salvar lo que quedaba de distancia entre ellos.
Sólo la miraba.
_¿Víctor? _susurró, olvidando que todavía lo llamaba señor Bridgerton.
Victor sonrió, una sonrisa leve, perspicaz, una sonrisa que a ella le hizo bajar estremecimientos por toda la columna hasta otra parte.
_Me gusta cuando me llamas por mi nombre _dijo él.
_No fue mi intención _reconoció Myriam. Él le puso un dedo sobre los labios.
_Shh. No me digas eso. ¿No sabes que eso no es lo que le gus¬ta oír a un hombre?
_No tengo mucha experiencia con hombres.
_Bueno, eso sí es algo que a un hombre le gusta oír.
_¿Sí? _preguntó ella, dudosa.
Sabía que los hombres desean inocencia en sus esposas, pero cla¬ro, Víctor no iba a casarse con una muchacha como ella.
Victor le pasó la yema del dedo por la mejilla.
_Es lo que deseo oír de ti.
Una suave bocanada de aire pasó por los labios de Myriam, al ahogar una exclamación.
La iba a besar.
La iba a besar. Eso era lo más maravilloso y espantoso que podía ocurrir.
Pero, ay, cómo deseaba eso.
Sabía que lo lamentaría al día siguiente. Se le escapó una risita ahogada. ¿A quién quería engañar? Lo lamentaría dentro de diez minutos. Pero se había pasado los dos últimos años recordando cómo era estar en sus brazos, y no sabía si lograría pasar el resto de sus días sin tener por lo menos un recuerdo más para mantenerse viva.
Victor subió suavísimamente el dedo de la mejilla a la sien y desde allí lo pasó por su ceja, alborotándole el suave vello, y continuó has¬ta el puente de la nariz.
_Qué bonita _musitó_, como un hada de cuento. A veces pienso que no puedes ser real.
La única respuesta de ella fue acelerar la respiración.
_Creo que te voy a besar _susurró él.
_¿Crees?
_Creo que tengo que besarte _repuso él, con una expresión como si no creyera lo que decía_. Es como respirar; uno no tiene mucha opción en el asunto.
El beso de Víctor fue atormentadoramente tierno. Sus labios le rozaron los de ella en una caricia ligera como la de una pluma, de un lado a otro con la más levísima fricción. Fue absolutamente impresionante, pero hubo algo más, algo que la hizo sentirse mare¬ada y débil. Se cogió de sus hombros, pensando por qué se sentía tan desequilibrada y rara, y de pronto lo comprendió.
Era igual que antes.
El modo como sus labios rozaban los de ella, con tanta suavidad y dulzura, el modo de empezar con lenta estimulación, no impo¬niéndose con violencia, era igual al que empleara en el baile de más¬caras. Después de dos años de sueños, por fin estaba reviviendo el único y más exquisito momento de su vida.
_Estás llorando _dijo él, acariciándole la mejilla.
Myriam pestañeó y se pasó la mano por la cara para limpiarse unas lágrimas que no había notado caer.
_¿Quieres que pare? _susurró él.
Myriam negó con la cabeza. No, no quería que parara. Deseaba que la besara tal como la besó esa noche, en que la suave caricia dio paso a una unión más apasionada. Y deseaba que la besara más, porque esta vez el reloj no iba a dar las campanadas de medianoche y no ten¬dría que escapar.
Y deseaba que él supiera que ella era la mujer del baile de másca¬ras. Y al mismo tiempo deseaba desesperadamente que no la reco¬nociera nunca. Y estaba tan condenadamente confusa y...
Y él la besó.
La besó de verdad, con labios ardientes, y lengua voraz, con toda la pasión y el deseo que podría desear una mujer jamás. La hacía sen¬tirse hermosa, preciosa, valiosa, tratándola como a una mujer, no como a una sirvienta, y hasta ese momento ella no había caído en la cuenta de cuánto echaba en falta que la trataran como a una perso¬na. La gente bien y los aristócratas no veían a los criados, y procu¬raban no oírlos, y cuando se veían obligados a hablar con ellos, hacían la conversación lo más corta y superficial posible.
Pero cuando Víctor la besaba se sentía real.
Y cuando la besaba, lo hacía con todo el cuerpo. Sus labios, que comenzaran el beso con esa suavísima reverencia, estaban voraces y exigentes sobre los de ella. Sus manos, tan grandes y fuertes que pare¬cían cubrirle toda la espalda, la estrechaban con una fuerza que le quitaba el aliento.
Y su cuerpo, santo Dios, debería ser ilegal la forma como lo apretaba contra el de ella, traspasándole su calor a través de la ropa, perforándole hasta el alma.
La hacía estremecerse; la hacía derretirse.
La hacía desear entregarse a él, algo que había jurado no hacer jamás fuera del sacramento del matrimonio.
_Oh, Myriam _musitó él con voz ronca, sus labios rozándole los de ella_. Nunca había sentido...
Ella se tensó, porque estaba bastante segura de que le diría que nunca se había sentido así antes, y no sabía qué sentiría ella al oír eso.
Por un lado, era fascinante ser la única mujer que lo hacía sentirse así, lo mareaba de deseo y necesidad. Por otro lado, la había besado antes. ¿No había sentido la misma exquisita tortura entonces tam¬bién?
Cielo santo, ¿iba a sentir celos de sí misma? Él apartó la boca media pulgada.
_¿Qué pasa?
Ella negó con un leve movimiento de la cabeza.
_Nada.
Él le puso un dedo bajo el mentón y le levantó la cara.
_No me mientas, Myriam. ¿Qué te pasa?
_Es... s.. sólo que es… estoy nerviosa _medio tartamudeó ella_. Eso es todo.
Él entrecerró los ojos, con expresión de preocupada incredu¬lidad.
_¿Estás segura?
_Absolutamente segura. _Se liberó de sus brazos y se apartó unos pasos, pasándose los brazos por el pecho, abrazándose_. No hago este tipo de cosas, ¿sabes?
Mientras ella se alejaba él le observó atentamente la postura de la espalda: expresaba desolación.
_Lo sé _dijo dulcemente_. No eres el tipo de muchacha que lo haría.
Ella soltó una risita, y aunque no se volvió a mirarlo, él se ima¬ginó su expresión.
_¿Cómo sabes eso?
_Es evidente en todo lo que haces.
Ella no se volvió. No contestó nada.
Y entonces, antes de tener una idea de lo que iba a decir, a él le salió de la boca una pregunta de lo más extraña:
_¿Quién eres, Myriam? ¿Quién eres en realidad?
Ella continuó sin volverse, y cuando habló, su voz sonó apenas más fuerte que un susurro.
_¿Qué quieres decir?
_Algo no encaja bien _explicó él_. Hablas demasiado bien para ser una criada.
_¿Es un delito desear hablar bien? _preguntó ella pasando nerviosamente la mano por los pliegues de su falda_. No se puede llegar muy lejos en este país con una dicción inculta.
_Se podría argumentar que no has llegado muy lejos con eso _dijo él, con intencionada suavidad.
Los brazos de ella se transformaron en garrotes; unos rígidos garrotes con pequeños puños en los extremos.
Y mientras él esperaba que dijera algo, ella echó a andar, aleján¬dose.
_Espera _gritó. En tres zancadas le dio alcance, la cogió por la cintura y la obligó a girarse hacia él_. No te vayas.
_No es mi costumbre continuar en la compañía de las personas que me insultan.
Víctor casi se encogió, al tiempo que comprendía que siempre lo acosaría la angustiada expresión que vio en sus ojos.
_No era un insulto _le dijo_, y lo sabes. Sólo dije la verdad. No estás hecha para ser una criada, Myriam. Eso está claro para mí y debería estarlo para ti.
Myriam se rió, con un sonido duro, frágil, que él nunca se habría imaginado oír en ella.
_¿Y qué me aconseja que haga, señor Bridgerton? ¿Que busque empleo como institutriz?
A él eso le pareció una buena idea, y abrió la boca para decírse¬lo, pero ella le cortó la palabra:
_¿Y quién cree que me contrataría?
_Bueno...
_Nadie _ladró ella_. Nadie me contrataría. No tengo recomendaciones y me veo demasiado joven.
_Y bonita _añadió él, tristemente.
Jamás había pensado en el asunto de contratar institutrices, pero sabía que normalmente la tarea recaía en la madre, en la señora de la casa. El sentido común le decía que ninguna madre querría introdu¬cir en su casa a una jovencita tan bonita. Sólo había que ver lo que Myriam tuvo que soportar a manos de Phillip Cavender.
_Podrías ser la doncella de una señora _sugirió_. Por lo menos así no tendrías que limpiar orinales.
_Se llevaría una sorpresa _masculló ella.
_¿Dama de compañía de una señora anciana?
Ella exhaló un suspiro. Fue un suspiro triste, cansino, que casi le rompió el corazón a él.
_Es usted muy amable al querer ayudarme _le dijo ella_, pero ya he explorado todos esos caminos. Además, no soy responsabili¬dad suya.
_Podrías serlo.
Ella lo miró sorprendida.
En ese momento él supo que tenía que tenerla. Había una cone¬xión entre ellos, un vínculo extraño, inexplicable, que sólo había sentido otra única vez en su vida, con la dama misteriosa del baile de máscaras. Y mientras ella se había marchado, se había desvanecido en el aire, Myriam era muy real. Estaba cansado de espejismos. Desea¬ba una mujer a la que pudiera ver, tocar.
Y ella lo necesitaba. Tal vez ella no lo comprendiera todavía, pero lo necesitaba. Le cogió la mano y le dio un tirón, haciéndola perder el equilibrio, y la estrechó contra él cuando ella cayó sobre su cuerpo.
_¡Señor Bridgerton! _gritó ella.
_Víctor _corrigió él con los labios en su oído.
_ Suélt...
_Di mi nombre _insistió él.
Sabía ser muy tenaz cuando convenía a sus intereses, y no la iba a soltar mientras no oyera salir su nombre de pila de sus labios.
Y tal vez incluso ni entonces.
_Víctor _cedió ella al fin_. Yo...
_Shh.
La silenció con la boca, mordisqueándole la comisura de los labios. Cuando Myriam se ablandó y se relajó en sus brazos, él se apartó un poco, justo lo suficiente para mirarla a los ojos. Sus ojos estaban increíbles a esa hora de la tarde, profundos como para ahogarse.
_Quiero que vengas a Londres conmigo _le susurró, hablan¬do a borbotones para eliminar la posibilidad de considerar sus pala¬bras_. Vente a vivir conmigo.
Myriam lo miró sorprendida.
_Sé mía _continuó él, con la voz ronca y urgente_. Se mía ahora mismo. Sé mía eternamente. Te daré todo lo que desees. Lo único que quiero a cambio eres tú.
Capítulo 12
Continúan las numerosas elucubraciones acerca de la desaparición de Víctor Bridgerton. Según Eloisa Bridgerton, que siendo su herma¬na debe saberlo, él tendría que haber vuelto a la ciudad hace varios días.
Pero como ciertamente debe de reconocer Eloisa, un hombre de la edad y talla del señor Bridgerton no tiene ninguna necesidad de informar de su paradero a su hermana menor.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de mayo de 1817.
_Quieres que sea tu querida _dijo Myriam secamente.
Víctor la miró confundido, aunque ella no logró discernir si eso se debía a que su afirmación era demasiado obvia o a que no le gustó su elección de palabras.
_Quiero que estés conmigo _insistió él.
El momento era espantosamente doloroso, sin embargo ella se sorprendió casi sonriendo.
_¿En qué difiere eso de ser tu querida?
_Myriam...
_¿En qué es diferente? _repitió ella, con la voz casi estridente.
_No lo sé, Myriam _repuso él, impaciente_. ¿Tiene importan¬cia?
_Para mí, sí.
_Muy bien _dijo él, en tono cortante_. Muy bien. Sé mi que¬rida y ten esto.
Myriam escasamente tuvo tiempo para ahogar una exclamación cuando los labios de él descendieron sobre los suyos con una pasión que le convirtió en agua las rodillas. Ése no era un beso como los anteriores; era violento de necesidad y mezclado con una extraña rabia.
Le devoraba la boca en una primitiva danza de pasión; sus manos parecían estar en todas partes, sobre sus pechos, alrededor de la cin¬tura e incluso debajo de la falda; las deslizaba por su piel, acarician¬do, amasando, frotando. Y todo el tiempo la tenía tan fuertemente apretada contra él que ella pensó que se iba a derretir y meterse en su piel.
_Te deseo _dijo él ásperamente, buscando con los labios la hendidura de la base de la garganta_. Te deseo ahora mismo, te deseo aquí.
_Víctor...
_Te deseo en mi cama _gruñó él_. Te deseo mañana. Te deseo pasado mañana.
Y Myriam era tan mala, tan débil, que se entregó al momento, ar¬queando el cuello hacia atrás para que él tuviera más fácil acceso. Era tan agradable sentir sus labios en la piel, produciéndole estre¬mecimientos y hormigueos hasta el centro mismo de su ser. La hacía desearlo, desear todas las cosas que no podía tener y maldecir las que podía.
Y sin saber cómo, de pronto estaba en el suelo y él tendido allí con ella, la mitad de su cuerpo sobre el de ella. Era tan perfectamente de ella. Una pequeña parte de su mente seguía funcionando y le decía que tenía que decir no, tenía que poner fin a esa locura, pero, Dios la amparase, no podía. No todavía.
Llevaba tanto tiempo soñando con él, tratando de recordar el aroma de su piel, el sonido de su voz. Habían sido muchísimas las noches en que las fantasías con él eran lo único que le hacía com¬pañía.
Había vivido de sueños, y no era una mujer a la que se le hicie¬ran realidad muchos. No deseaba perder ese todavía.
_Víctor _susurró, acariciándole los sedosos cabellos, y simulando que él no acababa de pedirle que fuera su amante, que ella era otra persona, cualquier otra.
Cualquier mujer, excepto la hija bastarda de un conde muerto, sin medios para mantenerse a no ser sirviendo a otros.
Al parecer sus murmullos lo envalentonaron, y la mano que lle¬vaba rato haciéndole cosquillas detrás de la rodilla empezó a desli¬zarse hacia arriba, acariciándole y apretándole la suave piel del muslo. Años de arduo trabajo la habían hecho delgada, no rellenita y curvilínea como estaba de moda, pero a él no pareció importarle. De hecho, sintió más acelerados los latidos de su corazón y notó que la respiración le salía en resuellos más roncos.
_Myriam, Myriam, Myriam _gimió él, deslizándole frenético los labios por la cara hasta volver a encontrarle la boca_. Te necesito. _Apretó contra ella las caderas_. ¿Sientes cómo te necesito?
_Yo también te necesito _susurró ella.
Y sí que lo necesitaba. Dentro de ella había un fuego que llevaba años ardiendo suave. Verlo lo había atizado, reencendido, y su con¬tacto era como queroseno, que la estaba incendiando.
Con los dedos de una mano él manipuló los grandes y feos boto¬nes de la espalda de su vestido.
_Voy a quemar esto _gruñó, acariciándole implacablemente la tierna piel de la corva de la rodilla con la otra mano_. Te vestiré de sedas y satenes. _Pasó la boca a la oreja, mordisqueándole el lóbu¬lo y luego lamiéndole la piel que unía la oreja a la mejilla_. Te ves¬tiré sin nada.
Myriam se puso rígida. Él se las había arreglado para decir aquello que le recordaba por qué estaba ahí, por qué él la estaba besando. Eso no era amor, ni ninguna de las tiernas emociones con que había soñado; era pura lujuria. Y quería convertirla en una mujer mante¬nida.
Tal como fuera su madre.
Ay, Dios, qué tentador era eso, qué terriblemente tentador. Él le ofrecía una vida de ocio y lujos, una vida con él.
Al precio de su alma.
No, eso no era totalmente cierto, ni totalmente un problema. Ella sería capaz de vivir como la amante de un hombre. Los benefi¬cios, ¿y cómo considerar la vida con Víctor otra cosa que benefi¬cio?, podrían superar los inconvenientes. Pero si bien podía estar dispuesta a tomar esa decisión para su vida y reputación, no podía hacer eso para un hijo. ¿Y cómo podría no haber un hijo? Todas las amantes tenían hijos finalmente.
Emitiendo un atormentado sollozo, le dio un empujón y se apar¬tó, rodando hacia el lado hasta ponerse en cuatro patas; después de recuperar el aliento, se puso de pie.
_No puedo hacer esto, Víctor _dijo, casi sin atreverse a mirarlo.
Victor también se levantó.
_¿Y eso por qué?
Algo en él la pinchó; tal vez la arrogancia de su tono o la inso¬lencia de su postura.
_Porque no quiero _espetó.
Victor entrecerró los ojos, no con incredulidad sino con rabia.
_Hace unos segundos lo deseabas.
_No eres justo conmigo _dijo Myriam en voz baja_. No era capaz de pensar.
Víctor adelantó el mentón en actitud belicosa.
_No debes pensar. De eso se trata.
Myriam se ruborizó y terminó de abotonarse la espalda del vestido. Él había hecho muy bien el trabajo de impedirle pensar. Casi había arrojado por la borda toda una vida de juramentos y moralidad, todo por un perverso beso.
_Bueno, no quiero ser tu querida _dijo otra vez.
Tal vez si lo repetía muchas veces se sentiría más segura de que él no lograría romperle las defensas.
_¿Y qué vas a hacer? _siseó él_. ¿Trabajar de criada?
_Si es preciso, sí.
_Prefieres servir a la gente, pulirles la plata, fregarles sus maldi¬tos orinales, que venirte a vivir conmigo.
Myriam sólo dijo una palabra, pero con voz grave y sincera:
_Sí.
A Víctor le relampaguearon de furia los ojos.
_No te creo. Nadie haría esa elección.
_La he hecho.
_Entonces Myriam eres una tonta.
Myriam guardo silencio.
_¿Comprendes a qué renuncias? _insistió victor, gesticulando como un loco.
Lo había herido, comprendió myriam. Lo había herido e insultado su orgullo, y él daba manotazos como un oso herido. Asintió, aun cuando victor no la estaba mirando.
_Podría darte todo lo que desees _continuó él, mordaz_. Ropa, joyas, demonios, olvida la ropa y las joyas, podría darte un maldito techo sobre tu cabeza, que es más de lo que tienes ahora.
_Eso es cierto _repuso myriam, tranquilamente.
Victor se le acercó, perforándole los ojos con los suyos.
_Podría darte todo.
Myriam se las arregló para continuar bien erguida y no echarse a llo¬rar. E incluso se las arregló para mantener firme la voz al decir:
_Si crees que eso es todo, tal vez no entenderías por qué debo rehusar.
Retrocedió un paso con el fin de volver a Su Cabaña a meter sus magras pertenencias en la bolsa, pero era evidente que Victor aún no había terminado con ella, porque la detuvo con un estridente:
_¿Adónde vas?
_A la casa. A preparar mi bolsa.
_¿Y adónde piensas ir con esa bolsa?
Myriam lo miró boquiabierta. No esperaría que se quedara, ¿verdad?
_¿Tienes un empleo? ¿Un lugar donde ir?
_No, pero...
Victor se puso de manos en caderas y la miró indignado.
_¿Y crees que te voy a permitir marcharte de aquí sin dinero ni perspectivas de trabajo?
Ella estaba tan sorprendida que empezó a pestañear, descontro¬lada.
_B.. bueno, no pensé...
_No, no pensaste _ladró victor
Myriam se limitó a mirarlo, con los ojos agrandados y los labios entreabiertos, sin poder dar crédito a sus oídos.
_Maldita loca. ¿Tienes una idea de lo peligroso que es el mun¬do para una mujer sola?
_Eh, sí _logró decir ella_. En realidad sí.
Si Victor la oyó, no lo pareció. Simplemente siguió perorando acerca de los «hombres que se aprovechan», «mujeres indefensas» y«des¬tinos peores que la muerte». Myriam no lo habría jurado, pero creyó oír incluso la frase «asados y púdines». A la mitad de su parrafada ya había perdido su capacidad de centrar la atención en sus palabras. Continuó mirándole la boca y oyendo el tono de su voz, al tiempo que trataba de asimilar el hecho de que él parecía extraordinaria¬mente preocupado por su bienestar, tomando en cuenta que ella aca¬baba de rechazarlo.
_¿Has escuchado una sola palabra de lo que he dicho? _le pre¬guntó victor.
Myriam no asintió ni negó con la cabeza sino que hizo una rara com¬binación de ambas cosas.
Víctor soltó una maldición en voz baja.
_Eso es _declaró_. Te vienes conmigo a Londres.
Eso pareció despertarla.
_¡Acabo de decir que no!
_No tienes por qué ser mi maldita amante _dijo victor entre dien¬tes_. Pero no voy a dejarte para que te las arregles sola.
_Me las arreglaba bastante bien antes de conocerte.
_¿Bien? _farfulló victor_. ¿En la casa de los Cavender? ¿A eso le llamas bien?
_¡No eres justo!
_Y tú niñita no hablas como una persona inteligente.
Víctor pensó que su argumento era bastante sensato, si bien algo imperioso, pero estaba claro que Myriam no coincidía con su opinión porque de pronto se encontró, para su sorpresa, tumbado de espaldas en el suelo, abatido por un gancho con la derecha nota-blemente rápido.
_No vuelvas a llamarme estúpida _siseó myriam_ni niñita
Víctor cerró y abrió los ojos varias veces con el fin de recupe¬rar la visión lo suficiente para ver una sola Myriam.
_No te...
_Sí, me llamaste loca _repuso ella, en tono furioso.
Acto seguido giró sobre sus talones, y en la fracción de segundo anterior a que echara a andar, victor comprendió que sólo tenía una manera de impedírselo. No lograría levantarse rápidamente en el estado de aturdimiento en que se encontraba, de modo que se estiró y le cogió el tobillo con las dos manos, haciéndola caer de bruces al suelo, junto a él.
No fue una maniobra particularmente caballerosa, pero los men¬digos no pueden elegir. Además,Myriam había dado el primer puñetazo.
_No irás a ninguna parte _gruñó.
Myriam levantó lentamente la cabeza, escupió tierra y luego lo miró furiosa.
_No puedo creer que hayas hecho esto _le dijo, dolida.
Víctor le soltó el pie y se incorporó hasta quedar de pie y aga¬chado.
_ Créelo.
_Eres un...
_No digas nada ahora _dijo él, levantando una mano_. Te lo ruego.
Myriam lo miró con los ojos desorbitados.
_¿Me lo ruegas?
_He oído tu voz, por lo tanto debes de haber hablado.
_ Pero...
_En cuanto a rogarte _continuó victor, interrumpiéndola eficien¬temente otra vez_. Te aseguro que sólo fue lenguaje figurado.
Myriam abrió la boca para decir algo, y luego, pensándolo mejor, volvió a cerrarla, con la expresión irritada de una niñita de tres años. Víctor hizo una espiración corta y le ofreció la mano. Después de todo ella seguía sentada en la tierra y no con una expresión especial¬mente feliz.
Ella le miró la mano con visible repugnancia y luego pasó la mirada a su cara, y lo miró con tanta ferocidad que él pensó si no le habrían brotado cuernos. Sin decir palabra, ella no aceptó su ofreci¬miento de ayuda y se levantó sola.
_Como quieras _musitó victor
_Mala elección de palabras _ladró myriamy echó a andar.
Puesto que él ya estaba de pie, no fue necesario incapacitarla. La siguió, manteniéndose detrás de ella a una molesta, seguro distan¬cia de sólo dos pasos. Al cabo de un minuto Myriam giró la cabeza y le dijo:
_Por favor, déjame en paz.
_Creo que no puedo.
_¿No puedes o no quieres?
Victor lo pensó un momento.
_No puedo.
Myriam lo miró ceñuda y reanudó la marcha.
_Lo encuentro tan difícil de creer como tú _dijo él, reanun¬dando la marcha también.
Myriamse detuvo y se giró.
_Eso es imposible.
_No puedo evitarlo _explicó Victor, encogiéndose de hombros_. Me siento absolutamente reacio a dejarte marchar.
_Reacio dista mucho de «no puedo»
_No te salvé de Cavender para luego dejarte desperdiciar tu vida.
_Ésa no es una decisión que debas tomar tú.
Ella tenía su punto de razón en eso, pero él no se sentía inclina¬do a ceder.
_Tal vez, pero la tomaré de todos modos. Te vienes conmigo a Londres. Y no se hable más.
_Quieres castigarme porque te rechacé.
_No _repuso él, considerando esas palabras mientras habla¬ba_. No. Me gustaría castigarte, y en el estado mental en que me encuentro incluso llegaría a decir que mereces que te castigue, pero no lo hago por eso.
_¿Por qué, entonces?
_Por tu bien.
_Eso es lo más paternalista, lo más desd...
_Tienes razón sin duda _interrumpió él_, pero en este determinado caso, en este determinado momento, sé lo que es mejor para ti y es evidente que tú no, así que... no, no vuelvas a pegarme.
Myriam se miró la mano cerrada en un puño, la que sin darse cuenta había echado hacia atrás, lista para golpear.Victor la estaba con¬virtiendo en un monstruo. No había otra explicación. Jamás había golpeado a nadie en su vida, y ahí estaba lista para hacerlo por segunda vez ese día.
Sin dejar de mirársela, abrió lentamente la mano y extendió y separó los dedos como una estrella de mar, y permaneció así con¬tando hasta tres.
_¿Cómo pretendes impedirme que siga mi camino? _pregun¬tó en voz muy baja.
_¿Importa eso? _preguntó él, encogiéndose de hombros tran¬quilamente_. Ya se me ocurrirá algo.
Ella lo miró boquiabierta.
_¿Quieres decir que me vas a atar y...?
_No he dicho nada de esa suerte _la interrumpió él_, pero la idea ciertamente tiene sus encantos _añadió, con una pícara son¬risa.
_Eres despreciable.
_Y tú hablas como la heroína de una mala novela _replicó él_. ¿Qué dijiste que estuviste leyendo esta mañana?
Myriam sintió moverse los músculos de su mejilla y la mandíbu¬la tan apretada que estaba a punto de romperse los dientes. No entendería jamás cómo se las arreglaba Víctor para ser el hombre más maravilloso y el más horrendo del mundo al mismo tiempo. Aunque en ese momento parecía estar ganando el lado horrendo y, dejando de lado la lógica, estaba segura de que si continuaba un segundo más en su compañía, le explotaría la cabeza.
_¡Me marcho! _declaró, con gran resolución y dramatismo, en su opinión.
_Y yo te sigo _contestó victor con una media sonrisa irónica.
Y el maldito continuó caminando a dos pasos detrás de ella todo el camino a la casa.
Víctor no solía tomarse mucho trabajo en molestar a los demás con la notable excepción de sus hermanos, pero Myriam Montemayor le hacía surgir el demonio que llevaba dentro. Se puso en la puerta de su habitación mientras ella metía sus cosas en su bolsa, apoyado des¬preocupadamente en el marco. Estaba cruzado de brazos de un modo que sabía la fastidiaría, y tenía la pierna derecha ligeramente doblada y la punta de la bota apoyada en la puerta para que no se cerrara.
_No olvides tu vestido _le dijo amablemente. Ella lo miró furiosa. _El feo _añadió, por si era necesaria esa aclaración.
_Los dos son feos _ladró ella.
Ah, una reacción, por fin.
_Lo sé.
Myriam reanudó la tarea de meter cosas en la bolsa.
_Siéntete libre para coger un recuerdo _dijo él haciendo un amplio gesto con el brazo.
Myriam se enderezó y plantó las manos en las caderas.
_¿Incluye eso el servicio de té de plata? Podría vivir varios años con lo que me darían por él.
_Por supuesto que puedes llevarte el servicio de té _repuso él afablemente_, puesto que estarás en mi compañía.
_No seré tu querida _siseó ella_. Ya te lo dije. No. No puedo hacer eso.
Algo en la forma como ella dijo «no puedo» le pareció impor¬tante, significativo. Lo pensó un momento, mientras ella echaba las últimas cosas y cerraba la bolsa tirando del cordón.
_Eso es _musitó.
Como si no lo hubiera oído, ella se dirigió a la puerta y lo miró con intención. Él comprendió que quería que le dejara paso para poder marcharse. Continuó inmóvil, sin siquiera mover un múscu¬lo, aparte del dedo que se pasó, pensativo, por el contorno de la mandíbula.
_Eres ilegítima _dijo.
Ella palideció.
_Lo eres _dijo Victor, más para sí mismo que para ella.
Curiosamente esa revelación lo aliviaba bastante. Explicaba el rechazo de Myriam convirtiéndolo en algo que no tenía nada que ver con él y tenía todo que ver con ella.
Le quitaba la espina.
_No me importa que seas ilegítima _dijo, tratando de no son¬reír.
Ése era un momento serio, pero, por Dios, sentía deseos de son¬reír de oreja a oreja, porque ella vendría con él a Londres y sería su amante. Ya no habría más obstáculos y...
_No entiendes nada _dijo myriam, negando con la cabeza_. No se trata de si yo valgo lo suficiente para ser tu querida.
_Yo cuidaría de cualquier hijo que pudiéramos tener _dijo él solemnemente, apartándose del marco de la puerta.
Myriam se puso aún más rígida, si era posible eso.
_¿Y tu esposa?
_No tengo esposa.
_¿Nunca la tendrás? No seas tonto víctor la tendras, y la amaras tanto como a los hijos que nazcan dentro de ese sacramento…
Víctor se quedó inmóvil. Por su mente pasó danzando la imagen de la misteriosa dama del baile de máscaras. Se la había imaginado de muchas maneras; a veces llevaba el vestido plateado que llevaba esa noche. A veces no llevaba nada encima.
A veces llevaba un vestido de bodas.
Myriam, que le había estado observando la cara con los ojos entre¬cerrados, emitió un bufido despectivo, y pasó por su lado saliendo de la habitación.
Víctor la siguió pisándole los talones.
_Ésa no es una pregunta justa, Myriam.
Myriam continuó avanzando por el corredor y al llegar a la escalera comenzó a bajarla sin detenerse.
_Creo que es más que justa.
Víctor bajó corriendo la escalera y al llegar abajo se volvió, blo¬queándole el paso.
_Tengo que casarme algún día, Myriam.
Myriam se detuvo, por necesidad, pues Victor le bloqueaba el camino.
_Sí, tú tienes que casarte. Pero yo no tengo por qué ser la que¬rida de nadie.
_¿Quién fue tu padre, Myriam?
_No lo sé _mintió Myriam.
_¿Quién fue tu madre?
_Murió al nacer yo.
_Creía haberte oído decir que era ama de llaves.
_Está claro que no dije la verdad _repuso Myriam, indiferente a que él la hubiera cogido en una mentira.
_¿Dónde te criaste?
_Eso no tiene ningún interés _dijo Myriam, tratando de pasar.
Víctor le cogió el brazo y la mantuvo firmemente en su lugar.
_Yo lo encuentro muy interesante.
_¡Suéltame!
Víctor grito resonó en el silencioso vestíbulo, lo suficientemente fuerte para que acudieran los Crabtree corriendo a rescatarla. Pero la señora Crabtree había ido al pueblo y el señor Crabtree estaba fue¬ra de la casa, no podía oírla. No había nadie que la ayudara; estaba a merced de él.
_No puedo dejarte marchar _le susurró victor_. No estás hecha para una vida de servidumbre. Esa vida te matará.
_Si fuera a matarme, ya me habría matado hace años –replicó lastimosamente Myriam.
_Pero ya no tienes por qué seguir haciéndolo _insistió Victor.
_No te atrevas a hacerme esto _dijo Myriam, casi temblando de emoción_. No haces esto porque te preocupe mi bienestar. Lo que pasa es que no te gusta que te frustren.
_Eso es cierto _reconoció Victor_, pero tampoco quiero verte abandonada a la deriva.
_He estado a la deriva toda mi vida _susurró ella, y sintió el picor de unas traicioneras lágrimas.
Dios de los cielos, no quería llorar delante de ese hombre. No debía llorar en ese momento, sintiéndose tan desequilibrada y débil.Víctor le acarició la barbilla.
_Permíteme que yo sea tu áncora.
Myriam cerró los ojos. Su caricia era dolorosamente dulce, y una parte no muy pequeña de ella ansiaba aceptar su ofrecimiento, dejar la vida que se había visto obligada a vivir y echar su suerte con él, con ese hombre fabuloso, maravilloso, enfurecedor, que había aco¬sado sus sueños esos años.
Pero el dolor de su infancia estaba demasiado vivo todavía. Y el estigma de su bastardía lo sentía como una marca a fuego en el alma. No podía hacerle eso a un hijo.
_No puedo _susurró_. Ojalá...
_¿Ojalá qué? _preguntó él, ansioso.
Myriam negó con la cabeza. Había estado a punto de decirle que oja¬lá pudiera, pero comprendió que esas palabras serían imprudentes. Él se aferraría a ellas y empezaría a insistir de nuevo.
Y eso le haría más difícil negarse.
_No me dejas otra opción, entonces _declaró él, implacable. Ella lo miró a los ojos.
_O vienes conmigo a Londres y... _levantó una mano para silenciarla al ver que ella iba a protestar_ y te encontraré un puesto en la casa de mi madre _añadió con intención.
_¿O? _preguntó ella.
_O tendré que informar al magistrado de que me has robado.
De pronto a Myriam la boca le supo a ácido.
_No harías eso.
_No deseo hacerlo, ciertamente.
_Pero lo harías.
_Lo haría _asintió Victor
_Me colgarían. O me deportarían a Australia.
_No si yo pidiera otra cosa.
_¿Y qué pedirías?
Notó que los ojos de él estaban extrañamente sosos, y com¬prendió que él no estaba disfrutando más que ella de esa conversa¬ción.
_Pediría que te dejaran bajo mi custodia _dijo victor.
_Eso sería muy cómodo para ti.
La mano de él, que le había estado acariciando la barbilla, bajó hasta el hombro.
_Sólo quiero salvarte de ti misma.
Myriam caminó hasta una ventana cercana y se asomó, sorpren¬dida de que él no hubiera intentado impedírselo.
_Me vas a hacer odiarte, ¿sabes?
_Puedo vivir con eso.
Myriam le hizo una seca inclinación de la cabeza.
_Te esperaré en la biblioteca, entonces. Quiero marcharme hoy.
Víctor la observó alejarse, manteniéndose absolutamente inmóvil hasta que Myriam entró en la biblioteca y cerró la puerta. No huiría. No era el tipo de persona para echarse atrás una vez dada su palabra.
No podía dejar marchar a Myriam; «ella» se había marchado, la fabulosa y misteriosa «ella», pensó con una amarga sonrisa, la mujer que le había tocado el corazón.
La mujer que ni siquiera quiso decirle su nombre.
Pero ahora estaba Myriam, y le «producía» cosas, cosas que no había sentido desde «ella». Estaba harto de suspirar por una mujer que prácticamente no existía. Myriam estaba ahí, y Myriam sería de él.
Además, pensó con una sonrisa resuelta, Myriam no lo abando¬naría.
_Puedo vivir con tu odio _dijo a la puerta cerrada_, pero no puedo vivir sin ti.
Gracias Alma por tu comentario y por leer la novela
Las guerras por personal de servicio hacen furor en Londres. Lady Penwood insultó a la señora Featherington llamándola ladrona mal nacida, delante de nada menos que tres señoras de la sociedad, entre las que se contaba la muy popular vizcondesa Bridgerton viuda.
La señora Featherington contestó diciendo que la casa de lady Penwood no era mejor que el asilo de los pobres, enumerando los malos tratos a su doncella (cuyo nombre, según se ha enterado esta cronista, no es Estelle, como se aseguró, y no es, ni remotamente, francesa. La muchacha se llama Bess, y es oriunda de Liverpool).
Lady Penwood dejó ahí el altercado y se marchó pisando fuer¬te con mucho aspaviento, seguida por su hija, la señorita RosaMarie Reiling. La otra hija de lady Penwood, Penelope (la que, por cierto, llevaba un desafortunado vestido verde de corte tipo costal ), se quedó atrás, con una expresión como de pedir disculpas, hasta que volvió su madre, la cogió por la manga y la sacó a rastras de allí.
Ciertamente esta cronista no hace las listas de invitados a las fiestas de sociedad, pero es difícil imaginar que se invite a las Pen¬wood al próximo baile de la señora Featherington.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 7 de mayo de 1817.
Hacía mal en quedarse. Muy mal.
Horrorosamente mal.
Pero no se movió ni una sola pulgada.
Había encontrado un canto rodado grande, de superficie plana, y allí estaba sentada, bastante oculta por un matorral ancho y bajo, con los ojos fijos en él.
Estaba «desnudo». Todavía le costaba creerlo.
Estaba parcialmente sumergido, claro, con el agua hasta el bor¬de de su caja torácica. El borde «inferior» de su caja torácica, pensó, atolondradamente.
Aunque si quería ser totalmente sincera consigo misma, tendría que reformular ese pensamiento: Estaba, «por desgracia» sumergi¬do parcialmente.
Ella era tan inocente como cualquier..., bueno, como cualquier inocente, pero, maldición, sentía curiosidad, y estaba más que medio enamorada de ese hombre. ¿Tan malo era desear que soplara una fuerte ráfaga de viento, lo bastante potente para formar una inmen¬sa ola que arrastrara el agua que le cubría el cuerpo y la depositara en otra parte? ¿En cualquier otra parte?
Bueno, pues, era mala. Era mala y no le importaba.
Se había pasado la vida en el camino seguro, el camino prudente. Una sola noche en toda su corta vida había arrojado la prudencia al viento. Y esa noche había sido la más emocionante, la más mágica, la noche más estupendamente maravillosa de su vida.
Por lo tanto decidió continuar donde estaba, dejar correr los acontecimientos y ver lo que le tocara ver. No tenía nada que per¬der, al fin y al cabo. No tenía trabajo, no tenía ninguna perspectiva, aparte de la promesa de Víctor de encontrarle un puesto en el per¬sonal de servicio de su madre (y, por cierto, tenía la clara sensación de que eso no le convenía nada).
Así pues, continuó sentada, tratando de no mover ningún músculo, y manteniendo los ojos abiertos, muy abiertos.
Víctor no había sido jamás supersticioso y de ninguna manera se consideraba una persona poseedora de un sexto sentido, pero dos veces en su vida había experimentado una extraña sensación de pre¬conocimiento, una especie de misterioso hormigueo que le advertía que iba a ocurrir algo importante.
La primera vez fue el día en que murió su padre. Jamás le había contado eso a nadie, ni siquiera a su hermano mayor, Anthony, que se sintió absolutamente aniquilado por la muerte de su padre. Pero esa tarde, cuando él y Anthony iban galopando por el campo, echan¬do una estúpida carrera, sintió un raro adormecimiento en las extremidades, seguido por una especie de golpeteo en la cabeza. No fue algo exactamente doloroso, pero la sensación sí le vació el aire de los pulmones y le produjo un terror casi inimaginable.
Lógicamente, perdió la carrera, porque era muy difícil manejar las riendas con dedos adormecidos que se negaban a funcionar. Y cuando regresó a casa descubrió que su terror no había sido injusti¬ficado. Su padre ya había muerto, se había derrumbado por la pica¬dura de una abeja. Todavía le costaba creer que un hombre tan fuerte y vital como su padre hubiera sido derribado por una abeja, pero no había ninguna otra explicación.
La segunda vez que le ocurrió, en cambio, la sensación fue abso¬lutamente diferente. Ocurrió la noche del baile de máscaras dado por su madre, justo antes de ver a la mujer del traje plateado. Como la vez anterior, la sensación le comenzó en los brazos y las piernas, pero en lugar de sentir adormecimiento sintió un extraño hormigueo, como si de pronto recobrara la vida, después de años de sonambulismo.
Y entonces se giró y la vio, y en ese momento supo que ella era el motivo de que él estuviera allí esa noche; el motivo de que viviera en Inglaterra; demonios, el motivo de que hubiera nacido.
Pero entonces ella desapareció, demostrándole que había estado equivocado, pero en ese momento había creído eso, y si ella se lo hubiera permitido, él se lo habría demostrado a ella también.
Y en ese momento, metido en la laguna, con el agua lamiéndole el diafragma, más arriba del ombligo, nuevamente tenía la extraña sensación de que en cierto modo estaba más vivo que unos segun¬dos antes. Era una sensación agradable, una excitante oleada de emo¬ción que lo dejaba sin aliento.
Era igual que en esa ocasión, cuando la conoció a«ella».
Iba a ocurrir algo, o tal vez alguien estaba cerca. Su vida estaba a punto de cambiar.
Y estaba tan desnudo como cuando Dios lo echó al mundo, pen¬só, curvando los labios en una sonrisa irónica. Eso no daba ninguna ventaja a un hombre, a no ser que estuviera en medio de dos sábanas de seda con una atractiva joven su lado.
O debajo.
Avanzó unos pasos hacia la parte ligeramente más profunda, sin¬tiendo pasar el blando lodo del fondo por entre los dedos de los pies. Sintió subir el agua un par de pulgadas. Estaba a punto de congelar¬se, maldita sea, pero al menos se sentía más cubierto.
Escrutó la orilla, mirando de arriba abajo los árboles y los arbustos. Tenía que haber alguien por allí. Nada fuera de eso podía explicar el extraño hormigueo que ya estaba sintiendo en todo el cuerpo.
Y si sentía hormiguear el cuerpo estando sumergido en un lago tan helado que le aterraba ver sus partes pudendas (se imaginaba a las pobres tan encogidas que ya no eran nada, lo cual no era lo que a un hombre le gusta imaginar), sí que tenía que ser un hormigueo muy potente.
_¿Quién está ahí? _gritó.
No hubo respuesta. La verdad, no había esperado que alguien contestara, pero valía la pena preguntarlo.
Con los ojos entrecerrados, escudriñó nuevamente la orilla, dán¬dose una vuelta completa, atento a cualquier señal de movimiento. No vio nada, aparte del suave movimiento de las hojas agitadas por la brisa, pero cuando terminó el detenido examen de la orilla, en cierto modo lo «supo».
_ ¡Myriam!
Oyó una exclamación ahogada, seguida por una ráfaga de acti¬vidad.
_¡Myriam Montemayor! _gritó_, si huye de mí ahora, le juro que la seguiré, y no me tomaré el tiempo para vestirme.
Los ruidos provenientes de la orilla se hicieron más lentos.
_Le daré alcance _continuó él_ porque soy más fuerte y más rápido. Y podría sentirme obligado a arrojarla al suelo para impedir que escape.
Los ruidos de movimiento cesaron por completo.
_Bien _gruñó_. Muéstrese.
Ella no apareció.
_Myriam _dijo él, en tono amenazador.
Pasado un instante de silencio, se oyeron unos pasos lentos y vacilantes, y entonces la vio, de pie a la orilla, con ese horrible vesti¬do que deseaba ver hundido en el fondo del Támesis.
_¿Qué hace aquí? _le preguntó.
_Salí a caminar. ¿Y qué hace usted aquí? Se supone que está enfermo. Eso _hizo un amplio gesto con el brazo, abarcándolo a él y al lago_ de ninguna manera puede ser bueno para usted.
_¿Me ha seguido? _preguntó él, pasando por alto la pregunta y el comentario de ella.
_Desde luego que no _repuso ella.
Él la creyó. No la creía poseedora del talento de actriz necesario para fingir ese grado de virtud.
_Jamás le seguiría hasta un pozo para bañarse _continuó ella_. Sería indecente.
Y entonces se le puso roja la cara, porque los dos sabían que ese argumento no tenía ni una pata para sostenerse. Si a ella le importa¬ba tanto la decencia, se habría marchado del lago en el instante mis¬mo en que lo vio, ya fuera por casualidad o no.
Él sacó una mano del agua y la apuntó hacia ella, e hizo un giro con la muñeca, indicándole que se diera media vuelta.
_Déme la espalda y espéreme _le ordenó_. Sólo tardaré un momento en ponerme la ropa.
_Volveré a la casa _ofreció ella_, así tendrá más libertad de movimiento y...
_Se quedará _interrumpió él, con voz firme.
_Pero...
Victor se cruzó de brazos.
_¿Tengo el aspecto de estar de humor para que se me discuta?
Myriam lo miró con expresión sublevada.
_Si huye, le daré alcance _le advirtió él.
Myriam observó la distancia que los separaba y luego intentó cal¬cular la distancia hacia Mi Cabaña. Si él se detenía a ponerse la ropa podría tener el tiempo para escapar, pero si no...
_Myriam, casi veo el vapor que le sale por las orejas. Deje de atormentar a su cerebro con inútiles cálculos matemáticos y haga lo que le pedí.
Myriam notó que se le movía un pie. Si era por la urgencia de echar a correr de vuelta a casa o simplemente para darse media vuelta, jamás lo sabría.
_Ya _ordenó él.
Soltando un suspiro y un gruñido audibles, Myriam se cruzó de brazos, se giró y fijó la vista en el hueco de un nudo del árbol que tenía al frente, como si su vida dependiera de ello.
El infernal hombre no era en absoluto silencioso para hacer sus cosas, y aunque lo intentó, no fue capaz de dejar de escuchar y tratar de identificar cada uno de los sonidos de movimiento que oía detrás. Iba saliendo del agua, estaba cogiendo las calzas, empezaba a...
Un desastre; tenía una imaginación tremendamente perversa, y no había manera de evitarlo.
Victor tendría que haberla dejado volver a la casa; pero no, la obligó a esperar, absolutamente humillada, mientras se vestía. Sentía la piel como si se la estuvieran quemando, y no le cabía duda de que tenía las mejillas de ocho tonalidades de rojo. Un caballero le habría per¬mitido ir a esconder su vergüenza en su habitación de la parte de atrás de la casa y permanecer ahí lo menos tres días, a ver si en ese tiempo él olvidaba todo el asunto.
Pero era evidente que Víctor Bridgerton estaba resuelto a no ser caballeroso esa tarde, porque cuando movió uno de los pies, sólo para flexionar los dedos, que se le estaban adormeciendo, ¡de ver¬dad!, él no dejó pasar medio segundo para gruñir:
_Ni se le ocurra.
_No me iba a marchar _protestó ella_. Se me estaba dur¬miendo el pie. ¡Y dése prisa! No es posible que tarde tanto en ves¬tirse.
_¿Ah no? _se burló él con voz arrastrada.
_Sólo hace esto para torturarme _masculló ella.
_Siéntase libre para mirarme en cualquier momento _dijo él, con la voz matizada de tranquila diversión_. Le aseguro que le pedí que me diera la espalda sólo para respetar sus sensibilidades, no las mías.
_Estoy bien donde estoy _repuso ella.
Al cabo de lo que a ella le pareció una hora pero que tal vez sólo fueron tres minutos, lo oyó decir:
_Ahora puede volverse.
Casi sintió miedo de hacerlo; él tenía ese tipo de sentido del humor perverso que lo impulsaría a ordenarle que se volviera antes de que hubiera terminado de vestirse.
Pero decidió creerle, aunque, la verdad, no tenía mucha opción en el asunto; se volvió. Con enorme alivio, y no poca desilusión, tuvo que reconocer si quería ser sincera consigo misma, comprobó que él estaba decentemente vestido, eso si no se tomaban en cuenta las manchas del agua que había pasado de su piel a la tela.
_¿Por qué no me permitió volver a la casa? _le preguntó.
_La quería aquí _repuso él tranquilamente.
_Pero ¿por qué?
Victor se encogió de hombros.
_Pues, no lo sé. Tal vez para castigarla por haber estado espián¬dome.
_No estaba... _comenzó ella automáticamente, pero interrum¬pió la frase, porque sí que había estado espiándolo.
_Inteligente muchacha _musitó él.
Myriam lo miró enfurruñada. Le habría gustado decirle algo absolu¬tamente divertido e ingenioso, pero tuvo la sensación de que si deja¬ba salir algo por la boca sería todo lo contrario, así que se mordió la lengua. Mejor ser una tonta callada que una habladora.
_Es de muy mala educación espiar al anfitrión _dijo él, poniéndose las manos en la cadera y arreglándoselas para adoptar un aire autoritario y relajado al mismo tiempo.
_Fue una casualidad _arguyó ella.
_Ah, eso se lo creo. Pero aunque no tenía la intención de espiar¬me, queda el hecho de que cuando se le presentó la oportunidad la aprovechó.
_¿Y es muy raro eso?
_No, no, en absoluto. Yo habría hecho exactamente lo mismo.
Ella lo miró boquiabierta.
_No finja estar ofendida.
_No estoy fingiendo.
Victor se le acercó un poco.
_A decir verdad, me siento muy halagado.
_Fue una curiosidad académica, se lo aseguro _dijo ella entre dientes.
La sonrisa de él se hizo irónica.
_ ¿Quiere decir que habría espiado a cualquier hombre desnudo que hubiera encontrado?
_¡Desde luego que no!
_Como he dicho _dijo él con voz arrastrada, apoyando la espalda en un árbol_, me siento halagado.
_Bueno, ahora que hemos establecido eso _dijo ella, sorbien¬do por la nariz_, voy a volver a Su Cabaña.
Sólo había dado dos pasos cuando él alargó la mano y la cerró en un trocito de la tela del vestido.
_Creo que no.
Myriam giró la cabeza y lo obsequió con un cansino suspiro.
_Ya me ha avergonzado sin remedio. ¿Qué más podría desear hacerme?
_Ésa es una pregunta muy interesante _musitó él, haciéndola girar y tironeándola hacia él.
Myriam trató de plantar firmemente los talones en el suelo, pero no tenía fuerza para resistirse al tironeo de su mano. Avanzó un paso, medio tropezándose, y se encontró a sólo unas pulgadas de él. De pronto sintió el aire caliente, tremendamente caliente, y tuvo la extraña sensación de que ya no sabía mover las manos ni los pies. Le hormigueaba la piel, sentía desbocado el corazón, y el maldito se limitaba a mirarla fijamente, sin mover un solo músculo ni salvar lo que quedaba de distancia entre ellos.
Sólo la miraba.
_¿Víctor? _susurró, olvidando que todavía lo llamaba señor Bridgerton.
Victor sonrió, una sonrisa leve, perspicaz, una sonrisa que a ella le hizo bajar estremecimientos por toda la columna hasta otra parte.
_Me gusta cuando me llamas por mi nombre _dijo él.
_No fue mi intención _reconoció Myriam. Él le puso un dedo sobre los labios.
_Shh. No me digas eso. ¿No sabes que eso no es lo que le gus¬ta oír a un hombre?
_No tengo mucha experiencia con hombres.
_Bueno, eso sí es algo que a un hombre le gusta oír.
_¿Sí? _preguntó ella, dudosa.
Sabía que los hombres desean inocencia en sus esposas, pero cla¬ro, Víctor no iba a casarse con una muchacha como ella.
Victor le pasó la yema del dedo por la mejilla.
_Es lo que deseo oír de ti.
Una suave bocanada de aire pasó por los labios de Myriam, al ahogar una exclamación.
La iba a besar.
La iba a besar. Eso era lo más maravilloso y espantoso que podía ocurrir.
Pero, ay, cómo deseaba eso.
Sabía que lo lamentaría al día siguiente. Se le escapó una risita ahogada. ¿A quién quería engañar? Lo lamentaría dentro de diez minutos. Pero se había pasado los dos últimos años recordando cómo era estar en sus brazos, y no sabía si lograría pasar el resto de sus días sin tener por lo menos un recuerdo más para mantenerse viva.
Victor subió suavísimamente el dedo de la mejilla a la sien y desde allí lo pasó por su ceja, alborotándole el suave vello, y continuó has¬ta el puente de la nariz.
_Qué bonita _musitó_, como un hada de cuento. A veces pienso que no puedes ser real.
La única respuesta de ella fue acelerar la respiración.
_Creo que te voy a besar _susurró él.
_¿Crees?
_Creo que tengo que besarte _repuso él, con una expresión como si no creyera lo que decía_. Es como respirar; uno no tiene mucha opción en el asunto.
El beso de Víctor fue atormentadoramente tierno. Sus labios le rozaron los de ella en una caricia ligera como la de una pluma, de un lado a otro con la más levísima fricción. Fue absolutamente impresionante, pero hubo algo más, algo que la hizo sentirse mare¬ada y débil. Se cogió de sus hombros, pensando por qué se sentía tan desequilibrada y rara, y de pronto lo comprendió.
Era igual que antes.
El modo como sus labios rozaban los de ella, con tanta suavidad y dulzura, el modo de empezar con lenta estimulación, no impo¬niéndose con violencia, era igual al que empleara en el baile de más¬caras. Después de dos años de sueños, por fin estaba reviviendo el único y más exquisito momento de su vida.
_Estás llorando _dijo él, acariciándole la mejilla.
Myriam pestañeó y se pasó la mano por la cara para limpiarse unas lágrimas que no había notado caer.
_¿Quieres que pare? _susurró él.
Myriam negó con la cabeza. No, no quería que parara. Deseaba que la besara tal como la besó esa noche, en que la suave caricia dio paso a una unión más apasionada. Y deseaba que la besara más, porque esta vez el reloj no iba a dar las campanadas de medianoche y no ten¬dría que escapar.
Y deseaba que él supiera que ella era la mujer del baile de másca¬ras. Y al mismo tiempo deseaba desesperadamente que no la reco¬nociera nunca. Y estaba tan condenadamente confusa y...
Y él la besó.
La besó de verdad, con labios ardientes, y lengua voraz, con toda la pasión y el deseo que podría desear una mujer jamás. La hacía sen¬tirse hermosa, preciosa, valiosa, tratándola como a una mujer, no como a una sirvienta, y hasta ese momento ella no había caído en la cuenta de cuánto echaba en falta que la trataran como a una perso¬na. La gente bien y los aristócratas no veían a los criados, y procu¬raban no oírlos, y cuando se veían obligados a hablar con ellos, hacían la conversación lo más corta y superficial posible.
Pero cuando Víctor la besaba se sentía real.
Y cuando la besaba, lo hacía con todo el cuerpo. Sus labios, que comenzaran el beso con esa suavísima reverencia, estaban voraces y exigentes sobre los de ella. Sus manos, tan grandes y fuertes que pare¬cían cubrirle toda la espalda, la estrechaban con una fuerza que le quitaba el aliento.
Y su cuerpo, santo Dios, debería ser ilegal la forma como lo apretaba contra el de ella, traspasándole su calor a través de la ropa, perforándole hasta el alma.
La hacía estremecerse; la hacía derretirse.
La hacía desear entregarse a él, algo que había jurado no hacer jamás fuera del sacramento del matrimonio.
_Oh, Myriam _musitó él con voz ronca, sus labios rozándole los de ella_. Nunca había sentido...
Ella se tensó, porque estaba bastante segura de que le diría que nunca se había sentido así antes, y no sabía qué sentiría ella al oír eso.
Por un lado, era fascinante ser la única mujer que lo hacía sentirse así, lo mareaba de deseo y necesidad. Por otro lado, la había besado antes. ¿No había sentido la misma exquisita tortura entonces tam¬bién?
Cielo santo, ¿iba a sentir celos de sí misma? Él apartó la boca media pulgada.
_¿Qué pasa?
Ella negó con un leve movimiento de la cabeza.
_Nada.
Él le puso un dedo bajo el mentón y le levantó la cara.
_No me mientas, Myriam. ¿Qué te pasa?
_Es... s.. sólo que es… estoy nerviosa _medio tartamudeó ella_. Eso es todo.
Él entrecerró los ojos, con expresión de preocupada incredu¬lidad.
_¿Estás segura?
_Absolutamente segura. _Se liberó de sus brazos y se apartó unos pasos, pasándose los brazos por el pecho, abrazándose_. No hago este tipo de cosas, ¿sabes?
Mientras ella se alejaba él le observó atentamente la postura de la espalda: expresaba desolación.
_Lo sé _dijo dulcemente_. No eres el tipo de muchacha que lo haría.
Ella soltó una risita, y aunque no se volvió a mirarlo, él se ima¬ginó su expresión.
_¿Cómo sabes eso?
_Es evidente en todo lo que haces.
Ella no se volvió. No contestó nada.
Y entonces, antes de tener una idea de lo que iba a decir, a él le salió de la boca una pregunta de lo más extraña:
_¿Quién eres, Myriam? ¿Quién eres en realidad?
Ella continuó sin volverse, y cuando habló, su voz sonó apenas más fuerte que un susurro.
_¿Qué quieres decir?
_Algo no encaja bien _explicó él_. Hablas demasiado bien para ser una criada.
_¿Es un delito desear hablar bien? _preguntó ella pasando nerviosamente la mano por los pliegues de su falda_. No se puede llegar muy lejos en este país con una dicción inculta.
_Se podría argumentar que no has llegado muy lejos con eso _dijo él, con intencionada suavidad.
Los brazos de ella se transformaron en garrotes; unos rígidos garrotes con pequeños puños en los extremos.
Y mientras él esperaba que dijera algo, ella echó a andar, aleján¬dose.
_Espera _gritó. En tres zancadas le dio alcance, la cogió por la cintura y la obligó a girarse hacia él_. No te vayas.
_No es mi costumbre continuar en la compañía de las personas que me insultan.
Víctor casi se encogió, al tiempo que comprendía que siempre lo acosaría la angustiada expresión que vio en sus ojos.
_No era un insulto _le dijo_, y lo sabes. Sólo dije la verdad. No estás hecha para ser una criada, Myriam. Eso está claro para mí y debería estarlo para ti.
Myriam se rió, con un sonido duro, frágil, que él nunca se habría imaginado oír en ella.
_¿Y qué me aconseja que haga, señor Bridgerton? ¿Que busque empleo como institutriz?
A él eso le pareció una buena idea, y abrió la boca para decírse¬lo, pero ella le cortó la palabra:
_¿Y quién cree que me contrataría?
_Bueno...
_Nadie _ladró ella_. Nadie me contrataría. No tengo recomendaciones y me veo demasiado joven.
_Y bonita _añadió él, tristemente.
Jamás había pensado en el asunto de contratar institutrices, pero sabía que normalmente la tarea recaía en la madre, en la señora de la casa. El sentido común le decía que ninguna madre querría introdu¬cir en su casa a una jovencita tan bonita. Sólo había que ver lo que Myriam tuvo que soportar a manos de Phillip Cavender.
_Podrías ser la doncella de una señora _sugirió_. Por lo menos así no tendrías que limpiar orinales.
_Se llevaría una sorpresa _masculló ella.
_¿Dama de compañía de una señora anciana?
Ella exhaló un suspiro. Fue un suspiro triste, cansino, que casi le rompió el corazón a él.
_Es usted muy amable al querer ayudarme _le dijo ella_, pero ya he explorado todos esos caminos. Además, no soy responsabili¬dad suya.
_Podrías serlo.
Ella lo miró sorprendida.
En ese momento él supo que tenía que tenerla. Había una cone¬xión entre ellos, un vínculo extraño, inexplicable, que sólo había sentido otra única vez en su vida, con la dama misteriosa del baile de máscaras. Y mientras ella se había marchado, se había desvanecido en el aire, Myriam era muy real. Estaba cansado de espejismos. Desea¬ba una mujer a la que pudiera ver, tocar.
Y ella lo necesitaba. Tal vez ella no lo comprendiera todavía, pero lo necesitaba. Le cogió la mano y le dio un tirón, haciéndola perder el equilibrio, y la estrechó contra él cuando ella cayó sobre su cuerpo.
_¡Señor Bridgerton! _gritó ella.
_Víctor _corrigió él con los labios en su oído.
_ Suélt...
_Di mi nombre _insistió él.
Sabía ser muy tenaz cuando convenía a sus intereses, y no la iba a soltar mientras no oyera salir su nombre de pila de sus labios.
Y tal vez incluso ni entonces.
_Víctor _cedió ella al fin_. Yo...
_Shh.
La silenció con la boca, mordisqueándole la comisura de los labios. Cuando Myriam se ablandó y se relajó en sus brazos, él se apartó un poco, justo lo suficiente para mirarla a los ojos. Sus ojos estaban increíbles a esa hora de la tarde, profundos como para ahogarse.
_Quiero que vengas a Londres conmigo _le susurró, hablan¬do a borbotones para eliminar la posibilidad de considerar sus pala¬bras_. Vente a vivir conmigo.
Myriam lo miró sorprendida.
_Sé mía _continuó él, con la voz ronca y urgente_. Se mía ahora mismo. Sé mía eternamente. Te daré todo lo que desees. Lo único que quiero a cambio eres tú.
Capítulo 12
Continúan las numerosas elucubraciones acerca de la desaparición de Víctor Bridgerton. Según Eloisa Bridgerton, que siendo su herma¬na debe saberlo, él tendría que haber vuelto a la ciudad hace varios días.
Pero como ciertamente debe de reconocer Eloisa, un hombre de la edad y talla del señor Bridgerton no tiene ninguna necesidad de informar de su paradero a su hermana menor.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de mayo de 1817.
_Quieres que sea tu querida _dijo Myriam secamente.
Víctor la miró confundido, aunque ella no logró discernir si eso se debía a que su afirmación era demasiado obvia o a que no le gustó su elección de palabras.
_Quiero que estés conmigo _insistió él.
El momento era espantosamente doloroso, sin embargo ella se sorprendió casi sonriendo.
_¿En qué difiere eso de ser tu querida?
_Myriam...
_¿En qué es diferente? _repitió ella, con la voz casi estridente.
_No lo sé, Myriam _repuso él, impaciente_. ¿Tiene importan¬cia?
_Para mí, sí.
_Muy bien _dijo él, en tono cortante_. Muy bien. Sé mi que¬rida y ten esto.
Myriam escasamente tuvo tiempo para ahogar una exclamación cuando los labios de él descendieron sobre los suyos con una pasión que le convirtió en agua las rodillas. Ése no era un beso como los anteriores; era violento de necesidad y mezclado con una extraña rabia.
Le devoraba la boca en una primitiva danza de pasión; sus manos parecían estar en todas partes, sobre sus pechos, alrededor de la cin¬tura e incluso debajo de la falda; las deslizaba por su piel, acarician¬do, amasando, frotando. Y todo el tiempo la tenía tan fuertemente apretada contra él que ella pensó que se iba a derretir y meterse en su piel.
_Te deseo _dijo él ásperamente, buscando con los labios la hendidura de la base de la garganta_. Te deseo ahora mismo, te deseo aquí.
_Víctor...
_Te deseo en mi cama _gruñó él_. Te deseo mañana. Te deseo pasado mañana.
Y Myriam era tan mala, tan débil, que se entregó al momento, ar¬queando el cuello hacia atrás para que él tuviera más fácil acceso. Era tan agradable sentir sus labios en la piel, produciéndole estre¬mecimientos y hormigueos hasta el centro mismo de su ser. La hacía desearlo, desear todas las cosas que no podía tener y maldecir las que podía.
Y sin saber cómo, de pronto estaba en el suelo y él tendido allí con ella, la mitad de su cuerpo sobre el de ella. Era tan perfectamente de ella. Una pequeña parte de su mente seguía funcionando y le decía que tenía que decir no, tenía que poner fin a esa locura, pero, Dios la amparase, no podía. No todavía.
Llevaba tanto tiempo soñando con él, tratando de recordar el aroma de su piel, el sonido de su voz. Habían sido muchísimas las noches en que las fantasías con él eran lo único que le hacía com¬pañía.
Había vivido de sueños, y no era una mujer a la que se le hicie¬ran realidad muchos. No deseaba perder ese todavía.
_Víctor _susurró, acariciándole los sedosos cabellos, y simulando que él no acababa de pedirle que fuera su amante, que ella era otra persona, cualquier otra.
Cualquier mujer, excepto la hija bastarda de un conde muerto, sin medios para mantenerse a no ser sirviendo a otros.
Al parecer sus murmullos lo envalentonaron, y la mano que lle¬vaba rato haciéndole cosquillas detrás de la rodilla empezó a desli¬zarse hacia arriba, acariciándole y apretándole la suave piel del muslo. Años de arduo trabajo la habían hecho delgada, no rellenita y curvilínea como estaba de moda, pero a él no pareció importarle. De hecho, sintió más acelerados los latidos de su corazón y notó que la respiración le salía en resuellos más roncos.
_Myriam, Myriam, Myriam _gimió él, deslizándole frenético los labios por la cara hasta volver a encontrarle la boca_. Te necesito. _Apretó contra ella las caderas_. ¿Sientes cómo te necesito?
_Yo también te necesito _susurró ella.
Y sí que lo necesitaba. Dentro de ella había un fuego que llevaba años ardiendo suave. Verlo lo había atizado, reencendido, y su con¬tacto era como queroseno, que la estaba incendiando.
Con los dedos de una mano él manipuló los grandes y feos boto¬nes de la espalda de su vestido.
_Voy a quemar esto _gruñó, acariciándole implacablemente la tierna piel de la corva de la rodilla con la otra mano_. Te vestiré de sedas y satenes. _Pasó la boca a la oreja, mordisqueándole el lóbu¬lo y luego lamiéndole la piel que unía la oreja a la mejilla_. Te ves¬tiré sin nada.
Myriam se puso rígida. Él se las había arreglado para decir aquello que le recordaba por qué estaba ahí, por qué él la estaba besando. Eso no era amor, ni ninguna de las tiernas emociones con que había soñado; era pura lujuria. Y quería convertirla en una mujer mante¬nida.
Tal como fuera su madre.
Ay, Dios, qué tentador era eso, qué terriblemente tentador. Él le ofrecía una vida de ocio y lujos, una vida con él.
Al precio de su alma.
No, eso no era totalmente cierto, ni totalmente un problema. Ella sería capaz de vivir como la amante de un hombre. Los benefi¬cios, ¿y cómo considerar la vida con Víctor otra cosa que benefi¬cio?, podrían superar los inconvenientes. Pero si bien podía estar dispuesta a tomar esa decisión para su vida y reputación, no podía hacer eso para un hijo. ¿Y cómo podría no haber un hijo? Todas las amantes tenían hijos finalmente.
Emitiendo un atormentado sollozo, le dio un empujón y se apar¬tó, rodando hacia el lado hasta ponerse en cuatro patas; después de recuperar el aliento, se puso de pie.
_No puedo hacer esto, Víctor _dijo, casi sin atreverse a mirarlo.
Victor también se levantó.
_¿Y eso por qué?
Algo en él la pinchó; tal vez la arrogancia de su tono o la inso¬lencia de su postura.
_Porque no quiero _espetó.
Victor entrecerró los ojos, no con incredulidad sino con rabia.
_Hace unos segundos lo deseabas.
_No eres justo conmigo _dijo Myriam en voz baja_. No era capaz de pensar.
Víctor adelantó el mentón en actitud belicosa.
_No debes pensar. De eso se trata.
Myriam se ruborizó y terminó de abotonarse la espalda del vestido. Él había hecho muy bien el trabajo de impedirle pensar. Casi había arrojado por la borda toda una vida de juramentos y moralidad, todo por un perverso beso.
_Bueno, no quiero ser tu querida _dijo otra vez.
Tal vez si lo repetía muchas veces se sentiría más segura de que él no lograría romperle las defensas.
_¿Y qué vas a hacer? _siseó él_. ¿Trabajar de criada?
_Si es preciso, sí.
_Prefieres servir a la gente, pulirles la plata, fregarles sus maldi¬tos orinales, que venirte a vivir conmigo.
Myriam sólo dijo una palabra, pero con voz grave y sincera:
_Sí.
A Víctor le relampaguearon de furia los ojos.
_No te creo. Nadie haría esa elección.
_La he hecho.
_Entonces Myriam eres una tonta.
Myriam guardo silencio.
_¿Comprendes a qué renuncias? _insistió victor, gesticulando como un loco.
Lo había herido, comprendió myriam. Lo había herido e insultado su orgullo, y él daba manotazos como un oso herido. Asintió, aun cuando victor no la estaba mirando.
_Podría darte todo lo que desees _continuó él, mordaz_. Ropa, joyas, demonios, olvida la ropa y las joyas, podría darte un maldito techo sobre tu cabeza, que es más de lo que tienes ahora.
_Eso es cierto _repuso myriam, tranquilamente.
Victor se le acercó, perforándole los ojos con los suyos.
_Podría darte todo.
Myriam se las arregló para continuar bien erguida y no echarse a llo¬rar. E incluso se las arregló para mantener firme la voz al decir:
_Si crees que eso es todo, tal vez no entenderías por qué debo rehusar.
Retrocedió un paso con el fin de volver a Su Cabaña a meter sus magras pertenencias en la bolsa, pero era evidente que Victor aún no había terminado con ella, porque la detuvo con un estridente:
_¿Adónde vas?
_A la casa. A preparar mi bolsa.
_¿Y adónde piensas ir con esa bolsa?
Myriam lo miró boquiabierta. No esperaría que se quedara, ¿verdad?
_¿Tienes un empleo? ¿Un lugar donde ir?
_No, pero...
Victor se puso de manos en caderas y la miró indignado.
_¿Y crees que te voy a permitir marcharte de aquí sin dinero ni perspectivas de trabajo?
Ella estaba tan sorprendida que empezó a pestañear, descontro¬lada.
_B.. bueno, no pensé...
_No, no pensaste _ladró victor
Myriam se limitó a mirarlo, con los ojos agrandados y los labios entreabiertos, sin poder dar crédito a sus oídos.
_Maldita loca. ¿Tienes una idea de lo peligroso que es el mun¬do para una mujer sola?
_Eh, sí _logró decir ella_. En realidad sí.
Si Victor la oyó, no lo pareció. Simplemente siguió perorando acerca de los «hombres que se aprovechan», «mujeres indefensas» y«des¬tinos peores que la muerte». Myriam no lo habría jurado, pero creyó oír incluso la frase «asados y púdines». A la mitad de su parrafada ya había perdido su capacidad de centrar la atención en sus palabras. Continuó mirándole la boca y oyendo el tono de su voz, al tiempo que trataba de asimilar el hecho de que él parecía extraordinaria¬mente preocupado por su bienestar, tomando en cuenta que ella aca¬baba de rechazarlo.
_¿Has escuchado una sola palabra de lo que he dicho? _le pre¬guntó victor.
Myriam no asintió ni negó con la cabeza sino que hizo una rara com¬binación de ambas cosas.
Víctor soltó una maldición en voz baja.
_Eso es _declaró_. Te vienes conmigo a Londres.
Eso pareció despertarla.
_¡Acabo de decir que no!
_No tienes por qué ser mi maldita amante _dijo victor entre dien¬tes_. Pero no voy a dejarte para que te las arregles sola.
_Me las arreglaba bastante bien antes de conocerte.
_¿Bien? _farfulló victor_. ¿En la casa de los Cavender? ¿A eso le llamas bien?
_¡No eres justo!
_Y tú niñita no hablas como una persona inteligente.
Víctor pensó que su argumento era bastante sensato, si bien algo imperioso, pero estaba claro que Myriam no coincidía con su opinión porque de pronto se encontró, para su sorpresa, tumbado de espaldas en el suelo, abatido por un gancho con la derecha nota-blemente rápido.
_No vuelvas a llamarme estúpida _siseó myriam_ni niñita
Víctor cerró y abrió los ojos varias veces con el fin de recupe¬rar la visión lo suficiente para ver una sola Myriam.
_No te...
_Sí, me llamaste loca _repuso ella, en tono furioso.
Acto seguido giró sobre sus talones, y en la fracción de segundo anterior a que echara a andar, victor comprendió que sólo tenía una manera de impedírselo. No lograría levantarse rápidamente en el estado de aturdimiento en que se encontraba, de modo que se estiró y le cogió el tobillo con las dos manos, haciéndola caer de bruces al suelo, junto a él.
No fue una maniobra particularmente caballerosa, pero los men¬digos no pueden elegir. Además,Myriam había dado el primer puñetazo.
_No irás a ninguna parte _gruñó.
Myriam levantó lentamente la cabeza, escupió tierra y luego lo miró furiosa.
_No puedo creer que hayas hecho esto _le dijo, dolida.
Víctor le soltó el pie y se incorporó hasta quedar de pie y aga¬chado.
_ Créelo.
_Eres un...
_No digas nada ahora _dijo él, levantando una mano_. Te lo ruego.
Myriam lo miró con los ojos desorbitados.
_¿Me lo ruegas?
_He oído tu voz, por lo tanto debes de haber hablado.
_ Pero...
_En cuanto a rogarte _continuó victor, interrumpiéndola eficien¬temente otra vez_. Te aseguro que sólo fue lenguaje figurado.
Myriam abrió la boca para decir algo, y luego, pensándolo mejor, volvió a cerrarla, con la expresión irritada de una niñita de tres años. Víctor hizo una espiración corta y le ofreció la mano. Después de todo ella seguía sentada en la tierra y no con una expresión especial¬mente feliz.
Ella le miró la mano con visible repugnancia y luego pasó la mirada a su cara, y lo miró con tanta ferocidad que él pensó si no le habrían brotado cuernos. Sin decir palabra, ella no aceptó su ofreci¬miento de ayuda y se levantó sola.
_Como quieras _musitó victor
_Mala elección de palabras _ladró myriamy echó a andar.
Puesto que él ya estaba de pie, no fue necesario incapacitarla. La siguió, manteniéndose detrás de ella a una molesta, seguro distan¬cia de sólo dos pasos. Al cabo de un minuto Myriam giró la cabeza y le dijo:
_Por favor, déjame en paz.
_Creo que no puedo.
_¿No puedes o no quieres?
Victor lo pensó un momento.
_No puedo.
Myriam lo miró ceñuda y reanudó la marcha.
_Lo encuentro tan difícil de creer como tú _dijo él, reanun¬dando la marcha también.
Myriamse detuvo y se giró.
_Eso es imposible.
_No puedo evitarlo _explicó Victor, encogiéndose de hombros_. Me siento absolutamente reacio a dejarte marchar.
_Reacio dista mucho de «no puedo»
_No te salvé de Cavender para luego dejarte desperdiciar tu vida.
_Ésa no es una decisión que debas tomar tú.
Ella tenía su punto de razón en eso, pero él no se sentía inclina¬do a ceder.
_Tal vez, pero la tomaré de todos modos. Te vienes conmigo a Londres. Y no se hable más.
_Quieres castigarme porque te rechacé.
_No _repuso él, considerando esas palabras mientras habla¬ba_. No. Me gustaría castigarte, y en el estado mental en que me encuentro incluso llegaría a decir que mereces que te castigue, pero no lo hago por eso.
_¿Por qué, entonces?
_Por tu bien.
_Eso es lo más paternalista, lo más desd...
_Tienes razón sin duda _interrumpió él_, pero en este determinado caso, en este determinado momento, sé lo que es mejor para ti y es evidente que tú no, así que... no, no vuelvas a pegarme.
Myriam se miró la mano cerrada en un puño, la que sin darse cuenta había echado hacia atrás, lista para golpear.Victor la estaba con¬virtiendo en un monstruo. No había otra explicación. Jamás había golpeado a nadie en su vida, y ahí estaba lista para hacerlo por segunda vez ese día.
Sin dejar de mirársela, abrió lentamente la mano y extendió y separó los dedos como una estrella de mar, y permaneció así con¬tando hasta tres.
_¿Cómo pretendes impedirme que siga mi camino? _pregun¬tó en voz muy baja.
_¿Importa eso? _preguntó él, encogiéndose de hombros tran¬quilamente_. Ya se me ocurrirá algo.
Ella lo miró boquiabierta.
_¿Quieres decir que me vas a atar y...?
_No he dicho nada de esa suerte _la interrumpió él_, pero la idea ciertamente tiene sus encantos _añadió, con una pícara son¬risa.
_Eres despreciable.
_Y tú hablas como la heroína de una mala novela _replicó él_. ¿Qué dijiste que estuviste leyendo esta mañana?
Myriam sintió moverse los músculos de su mejilla y la mandíbu¬la tan apretada que estaba a punto de romperse los dientes. No entendería jamás cómo se las arreglaba Víctor para ser el hombre más maravilloso y el más horrendo del mundo al mismo tiempo. Aunque en ese momento parecía estar ganando el lado horrendo y, dejando de lado la lógica, estaba segura de que si continuaba un segundo más en su compañía, le explotaría la cabeza.
_¡Me marcho! _declaró, con gran resolución y dramatismo, en su opinión.
_Y yo te sigo _contestó victor con una media sonrisa irónica.
Y el maldito continuó caminando a dos pasos detrás de ella todo el camino a la casa.
Víctor no solía tomarse mucho trabajo en molestar a los demás con la notable excepción de sus hermanos, pero Myriam Montemayor le hacía surgir el demonio que llevaba dentro. Se puso en la puerta de su habitación mientras ella metía sus cosas en su bolsa, apoyado des¬preocupadamente en el marco. Estaba cruzado de brazos de un modo que sabía la fastidiaría, y tenía la pierna derecha ligeramente doblada y la punta de la bota apoyada en la puerta para que no se cerrara.
_No olvides tu vestido _le dijo amablemente. Ella lo miró furiosa. _El feo _añadió, por si era necesaria esa aclaración.
_Los dos son feos _ladró ella.
Ah, una reacción, por fin.
_Lo sé.
Myriam reanudó la tarea de meter cosas en la bolsa.
_Siéntete libre para coger un recuerdo _dijo él haciendo un amplio gesto con el brazo.
Myriam se enderezó y plantó las manos en las caderas.
_¿Incluye eso el servicio de té de plata? Podría vivir varios años con lo que me darían por él.
_Por supuesto que puedes llevarte el servicio de té _repuso él afablemente_, puesto que estarás en mi compañía.
_No seré tu querida _siseó ella_. Ya te lo dije. No. No puedo hacer eso.
Algo en la forma como ella dijo «no puedo» le pareció impor¬tante, significativo. Lo pensó un momento, mientras ella echaba las últimas cosas y cerraba la bolsa tirando del cordón.
_Eso es _musitó.
Como si no lo hubiera oído, ella se dirigió a la puerta y lo miró con intención. Él comprendió que quería que le dejara paso para poder marcharse. Continuó inmóvil, sin siquiera mover un múscu¬lo, aparte del dedo que se pasó, pensativo, por el contorno de la mandíbula.
_Eres ilegítima _dijo.
Ella palideció.
_Lo eres _dijo Victor, más para sí mismo que para ella.
Curiosamente esa revelación lo aliviaba bastante. Explicaba el rechazo de Myriam convirtiéndolo en algo que no tenía nada que ver con él y tenía todo que ver con ella.
Le quitaba la espina.
_No me importa que seas ilegítima _dijo, tratando de no son¬reír.
Ése era un momento serio, pero, por Dios, sentía deseos de son¬reír de oreja a oreja, porque ella vendría con él a Londres y sería su amante. Ya no habría más obstáculos y...
_No entiendes nada _dijo myriam, negando con la cabeza_. No se trata de si yo valgo lo suficiente para ser tu querida.
_Yo cuidaría de cualquier hijo que pudiéramos tener _dijo él solemnemente, apartándose del marco de la puerta.
Myriam se puso aún más rígida, si era posible eso.
_¿Y tu esposa?
_No tengo esposa.
_¿Nunca la tendrás? No seas tonto víctor la tendras, y la amaras tanto como a los hijos que nazcan dentro de ese sacramento…
Víctor se quedó inmóvil. Por su mente pasó danzando la imagen de la misteriosa dama del baile de máscaras. Se la había imaginado de muchas maneras; a veces llevaba el vestido plateado que llevaba esa noche. A veces no llevaba nada encima.
A veces llevaba un vestido de bodas.
Myriam, que le había estado observando la cara con los ojos entre¬cerrados, emitió un bufido despectivo, y pasó por su lado saliendo de la habitación.
Víctor la siguió pisándole los talones.
_Ésa no es una pregunta justa, Myriam.
Myriam continuó avanzando por el corredor y al llegar a la escalera comenzó a bajarla sin detenerse.
_Creo que es más que justa.
Víctor bajó corriendo la escalera y al llegar abajo se volvió, blo¬queándole el paso.
_Tengo que casarme algún día, Myriam.
Myriam se detuvo, por necesidad, pues Victor le bloqueaba el camino.
_Sí, tú tienes que casarte. Pero yo no tengo por qué ser la que¬rida de nadie.
_¿Quién fue tu padre, Myriam?
_No lo sé _mintió Myriam.
_¿Quién fue tu madre?
_Murió al nacer yo.
_Creía haberte oído decir que era ama de llaves.
_Está claro que no dije la verdad _repuso Myriam, indiferente a que él la hubiera cogido en una mentira.
_¿Dónde te criaste?
_Eso no tiene ningún interés _dijo Myriam, tratando de pasar.
Víctor le cogió el brazo y la mantuvo firmemente en su lugar.
_Yo lo encuentro muy interesante.
_¡Suéltame!
Víctor grito resonó en el silencioso vestíbulo, lo suficientemente fuerte para que acudieran los Crabtree corriendo a rescatarla. Pero la señora Crabtree había ido al pueblo y el señor Crabtree estaba fue¬ra de la casa, no podía oírla. No había nadie que la ayudara; estaba a merced de él.
_No puedo dejarte marchar _le susurró victor_. No estás hecha para una vida de servidumbre. Esa vida te matará.
_Si fuera a matarme, ya me habría matado hace años –replicó lastimosamente Myriam.
_Pero ya no tienes por qué seguir haciéndolo _insistió Victor.
_No te atrevas a hacerme esto _dijo Myriam, casi temblando de emoción_. No haces esto porque te preocupe mi bienestar. Lo que pasa es que no te gusta que te frustren.
_Eso es cierto _reconoció Victor_, pero tampoco quiero verte abandonada a la deriva.
_He estado a la deriva toda mi vida _susurró ella, y sintió el picor de unas traicioneras lágrimas.
Dios de los cielos, no quería llorar delante de ese hombre. No debía llorar en ese momento, sintiéndose tan desequilibrada y débil.Víctor le acarició la barbilla.
_Permíteme que yo sea tu áncora.
Myriam cerró los ojos. Su caricia era dolorosamente dulce, y una parte no muy pequeña de ella ansiaba aceptar su ofrecimiento, dejar la vida que se había visto obligada a vivir y echar su suerte con él, con ese hombre fabuloso, maravilloso, enfurecedor, que había aco¬sado sus sueños esos años.
Pero el dolor de su infancia estaba demasiado vivo todavía. Y el estigma de su bastardía lo sentía como una marca a fuego en el alma. No podía hacerle eso a un hijo.
_No puedo _susurró_. Ojalá...
_¿Ojalá qué? _preguntó él, ansioso.
Myriam negó con la cabeza. Había estado a punto de decirle que oja¬lá pudiera, pero comprendió que esas palabras serían imprudentes. Él se aferraría a ellas y empezaría a insistir de nuevo.
Y eso le haría más difícil negarse.
_No me dejas otra opción, entonces _declaró él, implacable. Ella lo miró a los ojos.
_O vienes conmigo a Londres y... _levantó una mano para silenciarla al ver que ella iba a protestar_ y te encontraré un puesto en la casa de mi madre _añadió con intención.
_¿O? _preguntó ella.
_O tendré que informar al magistrado de que me has robado.
De pronto a Myriam la boca le supo a ácido.
_No harías eso.
_No deseo hacerlo, ciertamente.
_Pero lo harías.
_Lo haría _asintió Victor
_Me colgarían. O me deportarían a Australia.
_No si yo pidiera otra cosa.
_¿Y qué pedirías?
Notó que los ojos de él estaban extrañamente sosos, y com¬prendió que él no estaba disfrutando más que ella de esa conversa¬ción.
_Pediría que te dejaran bajo mi custodia _dijo victor.
_Eso sería muy cómodo para ti.
La mano de él, que le había estado acariciando la barbilla, bajó hasta el hombro.
_Sólo quiero salvarte de ti misma.
Myriam caminó hasta una ventana cercana y se asomó, sorpren¬dida de que él no hubiera intentado impedírselo.
_Me vas a hacer odiarte, ¿sabes?
_Puedo vivir con eso.
Myriam le hizo una seca inclinación de la cabeza.
_Te esperaré en la biblioteca, entonces. Quiero marcharme hoy.
Víctor la observó alejarse, manteniéndose absolutamente inmóvil hasta que Myriam entró en la biblioteca y cerró la puerta. No huiría. No era el tipo de persona para echarse atrás una vez dada su palabra.
No podía dejar marchar a Myriam; «ella» se había marchado, la fabulosa y misteriosa «ella», pensó con una amarga sonrisa, la mujer que le había tocado el corazón.
La mujer que ni siquiera quiso decirle su nombre.
Pero ahora estaba Myriam, y le «producía» cosas, cosas que no había sentido desde «ella». Estaba harto de suspirar por una mujer que prácticamente no existía. Myriam estaba ahí, y Myriam sería de él.
Además, pensó con una sonrisa resuelta, Myriam no lo abando¬naría.
_Puedo vivir con tu odio _dijo a la puerta cerrada_, pero no puedo vivir sin ti.
Gracias Alma por tu comentario y por leer la novela
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
por fiin me puse al corriiente con la noveliita graciias niiña me encanta
Dianitha- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1477
Localización : chihuahua
Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: Cenicienta
Otro otro otro , ya kiero ke Myri le cuente toda la verdad a Victor. gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
- Cantidad de envíos : 2190
Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: Cenicienta
Capítulo 13
Se informó anteriormente en esta columna que esta cronista pronos¬ticaba un posible enlace entre la señorita RosaMarie Reiling y el señor Phillip Cavender. Esta cronista puede decir ahora que no es probable que ocurra eso. Se ha oído decir a lady Penwood (la madre de la señorita Reiling) que no se conformará con un simple «señor» sin título, aun cuando el padre de la señorita Reiling, si bien de bue¬na cuna, no era miembro de la aristocracia.
Por no mencionar, claro, que el señor Cavender ha comenzado a demostrar un decidido interés por la señorita Cressida Cowper.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de mayo de 1817.
Myriam comenzó a sentirse mal en el instante mismo en que salió el coche de Mi Cabaña. Cuando se detuvieron para pasar la noche en una posada de Oxfordshire, ya sentía muy delicado el estómago. Y cuando llegaron a las afueras de Londres, estaba convencida de que se iba a poner a vomitar.
Se las arregló para mantener el contenido del estómago donde debía estar, pero cuando el coche se adentró en las tortuosas calles de Londres, ya la invadía una intensísima aprensión.
No, no aprensión exactamente; una sensación de desastre.
Estaban en mayo, lo cual significaba que la temporada de fiestas esta¬ba en pleno auge, lo cual significaba que Aislin estaba en Londres.
Lo cual significaba que su llegada allí era muy inconveniente, muy mala idea.
_Muy mala _masculló.
Víctor la miró.
_¿Has dicho algo?
_Sólo que eres un hombre muy malo y sin corazón
Víctor se echó a reír. Myriam ya sabía que se iba a reír, pero la irritó de todas maneras.
Victor apartó la cortina de la ventanilla y miró fuera_Ya casi hemos llegado _dijo.
Le había dicho que la llevaría directamente a la casa de su madre. Myriam recordaba la grandiosa mansión de Grosvenor Square como si hubiera estado ahí la noche anterior. El salón de baile era inmenso, con miles de candelabros en las paredes, cada uno con una perfecta vela de cera de abejas. Las salas más pequeñas estaban decoradas al estido Adam, con exquisitas conchas en relieve en los cielos rasos, y las paredes de color pastel claro.
Ésa había sido la casa de sus sueños, muy literalmente. En todos sus sueños con Víctor y su futuro juntos, ella siempre se veía en esa casa. Eso era una tontería, lógicamente, puesto que él era hijo segun¬do y por lo tanto no estaba en la línea de sucesión para heredar la propiedad; de todos modos, era la casa más hermosa que había visto en su vida, y los sueños no eran para hacerse realidad. Si hubiera que¬rido soñar que entraba en el Kensington Palace, tenía el derecho.
Claro que no era muy probable que viera el interior de Kensing¬ton Palace, pensó, sonriendo irónica.
_¿De qué sonríes? _le preguntó Víctor.
_Estoy planeando tu muerte _repuso myriam, sin molestarse en mirarlo.
Víctor sonrió; no lo estaba mirando, pero era una de esas sonrisas que ella oía en su forma de respirar. Detestaba ser tan sensible hasta los más pequeños detalles de él. Sobre todo porque tenía la molesta sospecha de que a él le ocurría lo mismo con ella.
_Al menos parece interesante _comentó él.
_¿Qué? _preguntó ella, apartando los ojos del borde inferior de la cortina, que llevaba horas mirando.
_Mi muerte _contestó él, con una sonrisa sesgada y traviesa_. Si me vas a matar, bien podrías disfrutar mientras lo haces, porque, Dios lo sabe, yo no lo disfrutaré.
Myriam casi se quedó boquiabierta.
_Estás loco.
_Probablemente. _Se encogió de hombros con despreocupa¬ción y, acomodándose en su asiento, apoyó los pies en el asiento del frente_. Poco menos que te he secuestrado, después de todo. Yo diría que eso se puede calificar de la locura más grande que he come-tido en mi vida.
_Podrías dejarme marchar ahora _dijo ella, aún sabiendo que él no aceptaría.
_¿Aquí en Londres? ¿Donde te pueden atacar forajidos en cualquier momento? Eso sería grave irresponsabilidad por mi parte, ¿no te parece?
_No se compara con raptarme en contra de mi voluntad.
_No te rapté _dijo él, examinándose tranquilamente las uñas_. Te hice chantaje. Hay un mundo de diferencia.
Víctor brusco movimiento que hizo el coche al detenerse libró a Myriam de tener que responder.
Víctor apartó una última vez la cortina y la dejó caer.
_Ah, hemos llegado.
Myriam esperó a que él se apeara y se acercó a la puerta. Se le pasó por la mente no hacer caso de la mano que le ofrecía y saltar sola, pero la puerta estaba bastante separada del suelo, y de verdad no quería hacer el ridículo tropezándose y aterrizando en la cuneta de desagüe. Le encantaría insultarlo, pero no a costa de un esguince en el tobillo. Suspirando, le cogió la mano.
_Muy inteligente decisión _susurró Víctor.
Myriam lo miró sorprendida. ¿Cómo supo lo que estaba pensando?
_Siempre sé lo que estás pensando _dijo él.
Myriam tropezó.
_¡Epa! _gritó él, cogiéndola expertamente antes de que aterri¬zara en la cuneta.
La retuvo un momento más largo del necesario y la depositó en la acera. Ella habría dicho algo si no hubiera tenido los dientes tan apretados que no dejaban salir ninguna palabra.
_¿No te mata la ironía? _le preguntó él, sonriendo perversa¬mente.
Ella logró aflojar la mandíbula.
_No, pero bien podría matarte a ti.
Él se echó a reír, el muy condenado.
_Vamos. Te presentaré a mi madre. Seguro que ella te encon¬trará uno u otro puesto.
_Podría no tener ningún puesto vacante _observó ella. Él se encogió de hombros.
_Me quiere. Creará un puesto.
Myriam se mantuvo en sus trece, negándose a dar un solo paso mientras no hubiera dejado claras las cosas.
_No voy a ser tu querida.
_Sí, ya lo has dicho _dijo él, su expresión extraordinariamen¬te impasible.
_No, lo que quiero decir es que no va a resultar tu plan.
Él la miró, todo inocencia.
_¿Tengo un plan?
_Vamos, por favor. Vas a tratar de conquistarme con la espe¬ranza de que yo claudique.
_Eso ni lo soñaría.
_Seguro que lo sueñas más que un poco _masculló ella en voz baja.
Él debió oírla, porque se rió. Myriam se cruzó de brazos, suble¬vada, indiferente a lo poco decorosa que pareciera su postura, allí en la acera a plena vista de todo el mundo. Nadie se fijaría en ella, en todo caso, vestida como estaba con la lana basta de una sirvienta. Debería adoptar una actitud más alegre y considerar su nueva posi¬ción con más optimismo, pensó, pero, maldición, en ese momento le apetecía mostrarse hosca.
La verdad, se lo había ganado. Si alguien tenía derecho a estar resentida y contrariada, era ella.
_Podríamos quedarnos en la acera todo el día _dijo Víctor, en un tono bastante impregnado de sarcasmo.
Ella alzó la vista para mirarlo furiosa, pero entonces se fijó en el lugar donde estaban. No estaban en Grosvenor Square; en realidad no sabía dónde estaban. En Mayfair, seguro, pero la casa que tenían delante no era de ningún modo aquella donde asistió al baile.
_Eh..., ¿ésta es la casa Bridgerton?
Él arqueó una ceja.
_¿Cómo sabías que mi casa se llamaba casa Bridgerton?
_Tú lo has dicho.
Por suerte, eso era cierto. En sus conversaciones él había habla¬do varias veces de la casa Bridgerton y de la residencia de la familia en el campo, Aubrey Hall.
Él pareció aceptar eso.
_Ah. Bueno, en realidad no lo es. Mi madre dejó la casa Brid¬gerton hace casi dos años. Ofreció un último baile allí, que fue un baile de máscaras, por cierto, y la entregó a mi hermano con su mujer. Siempre había dicho que se marcharía tan pronto como mi hermano se casara e iniciara una familia propia. Creo que su primer hijo nació un mes después de que se marchara mi madre.
_¿Fue niño o niña? _preguntó ella, aunque lo sabía. Lady Whistledown siempre informaba de esas cosas.
_Un niño. Edmund. Tuvieron otro hijo, Miles, a comienzos de este año.
_¡Qué bien! _exclamó ella, aunque sintió oprimido el co¬razón.
No era probable que ella tuviera hijos nunca, y ésa era una de las conclusiones más tristes a las que había llegado. Para tener hijos se necesita un marido, y el matrimonio para ella era un sueño impo¬sible. No fue educada para ser una sirvienta, por lo que tenía muy poco en común con la mayoría de los hombres con los que se encontraba en su vida diaria. Ciertamente los demás criados eran personas buenas y honorables, pero se le hacía difícil imaginarse compartiendo la vida con un hombre que, por ejemplo, no supiera leer.
No necesitaba casarse con un hombre de origen particularmen¬te elevado, pero incluso la clase media estaba fuera de su alcance. Ningún hombre que se respetara en el comercio se casaría con una criada.
Víctor le indicó que lo siguiera, y lo siguió hasta que llegaron a la escalinata de la puerta principal. Allí se plantó.
_ Entraré por la puerta lateral de servicio.
Él apretó los labios para reprimir una sonrisa.
_Entrarás por la principal.
_Entraré por la puerta lateral _repitió ella firmemente_. Nin¬guna mujer de alcurnia contrata a una criada que entra por la puerta principal.
_Vienes conmigo _dijo él, entre dientes_. Entrarás por la principal.
A ella se le escapó una risita.
_Víctor, sólo ayer querías que me convirtiera en tu querida. ¿Te atreverías a traer a tu querida para presentarla a tu madre, ha¬ciéndola entrar por la puerta principal?
Eso lo confundió. Ella sonrió al verle arrugar la cara, frustrado. Eso la hizo sentirse mejor de lo que se había sentido desde hacía días.
_¿Traerías a tu querida a conocer a tu madre? _continuó, simplemente para torturarlo más.
_No eres mi querida.
_No.
Víctor adelantó el mentón y la miró, perforándole los ojos con una furia apenas contenida.
_Eres una maldita criadita, porque has insistido en serlo. Y en calidad de criada, si bien estás algo abajo en la escala social, sigues siendo una persona muy respetable. Ciertamente respetable para mi madre.
A Myriam se le desvaneció la sonrisa. Tal vez había llevado dema¬siado lejos la provocación.
_Muy bien _gruñó él, cuando tuvo claro que ella no iba a seguir discutiendo_. Ven conmigo.
Ella subió las gradas con él. En realidad eso podría representar una ventaja. Seguro que su madre no contrataría a una criada que tenía el descaro de entrar por esa puerta. Y puesto que ya se había negado firmemente a ser su querida, él tendría que aceptar la derro¬ta y dejarla volver al campo.
Víctor empujó la puerta y la sostuvo abierta hasta que ella entró delante de él. El mayordomo sólo tardó unos segundos en aparecer.
_Wickham, tenga la bondad de informar a mi madre que estoy aquí.
_Al instante, señor Bridgerton _repuso Wickham_. ¿Y podría tomarme la libertad de informarle que ella ha estado bastan¬te curiosa respecto a su paradero esta semana pasada?
_Me sorprendería si no _contestó Víctor.
Wickham hizo un gesto hacia Myriam, con una expresión que se cernía entre curiosidad y desdén.
_¿Podría informarla de la llegada de su huésped?
_Sí, por favor.
_¿Podría informarla de la identidad de su huésped?
Myriam miró a Víctor con gran interés, pensando qué diría.
_Su nombre es señorita Montemayor. Ha venido en busca de empleo.
Wickham arqueó una ceja. Eso sorprendió a Myriam. Por lo que sabía, los mayordomos debían ser absolutamente inexpresivos.
_¿De criada?
_De lo que sea _respondió Víctor, indicando con su tono que ya empezaba a impacientarse.
_Muy bien, señor Bridgerton _acató Wickham y desapareció en la escalera.
_Creo que no le pareció nada bien _comentó Myriam en un susurro, cuidando bien de ocultar su sonrisa.
_Wickham no está al mando aquí.
Myriam exhaló un suspiro como diciendo «lo que tú digas».
_Me imagino que Wickham se opondría.
Víctor la miró incrédulo.
_Es el mayordomo.
_Y yo soy una criada. Lo sé todo de los mayordomos. Más que tú, diría.
_Tú actúas menos como criada que cualquier mujer de las que conozco _dijo él, mirándola con los ojos entrecerrados.
Ella se encogió de hombros y fingió estar contemplando atenta¬mente una naturaleza muerta que colgaba de la pared.
_Usted hace surgir lo peor de mí, señor Bridgerton.
_Víctor _siseó él_. Ya nos tuteamos. Trátame con mi nom¬bre de pila.
_Su madre no tardará en bajar la escalera _le recordó ella_, y usted insiste en que me contrate como criada. ¿Son muchos los cria¬dos que le tratan con su nombre de pila?
Él la miró indignado y ella comprendió que él sabía que ella tenía razón.
_No puede tener las dos cosas, señor Bridgerton _dijo, permi¬tiéndose una leve sonrisa.
_Yo sólo deseaba «una» _gruñó él.
_¡Víctor!
Myriam miró hacia la escalera, por la que venía bajando una mujer menuda y elegante. Sus cabellos eran rubios, pero su fisonomía decía claramente que era su madre.
_Madre, cuánto me alegra verte _dijo él, avanzando para reci¬birla al pie de la escalera.
_Y a mí me alegraría más verte si hubiera sabido dónde estabas esta semana pasada _respondió ella con desparpajo_. Lo último que supe de ti fue que habías ido a la fiesta de Cavender, pero des¬pués todos volvieron y tú no.
_Me marché antes de la fiesta, y me fui a Mi Cabaña.
_Bueno _suspiró ella_, supongo que no puedo pretender que me notifiques todos tus movimientos ahora que tienes treinta años.
Víctor le sonrió con cariño.
_Y ella debe de ser tu señorita Montemayor _dijo ella mirando a Myriam.
_Sí. Me salvó la vida cuando estaba en Mi Cabaña.
Myriam pegó un salto.
_Yo no...
_Sí _la interrumpió Víctor suavemente_. Me enfermé por conducir bajo la lluvia, y ella cuidó de mí y me devolvió la salud.
_Podría haberse recuperado sin mí _insistió Myriam.
_Pero no con tanta rapidez ni comodidad _dijo Víctor diri¬giéndose a su madre.
_¿No estaban en casa los Crabtree? _preguntó Violeta.
_No estaban cuando llegamos _repuso Víctor.
Violeta miró a Myriam con una curiosidad tan evidente que Víctor se vio obligado a explicar:
_La señorita Montemayor estaba empleada en casa de los Cavender, pero ciertas circunstancias le hicieron imposible continuar allí.
_Comprendo _dijo Violeta, aunque su tono indicaba que no comprendía.
_Su hijo me salvó de un destino horroroso _explicó Myriam serenamente_. Le debo una inmensa gratitud.
Víctor la miró sorprendido. Dado el grado de hostilidad hacia él no se había imaginado que ella aportaría información elo¬giosa de él. Pero debería haberlo supuesto; Myriam tenía elevados principios, y no del tipo que permitiera que la ira obstaculizara la sinceridad.
Ésa era una de las cosas que más le gustaban de ella.
_Comprendo _repitió Violeta, esta vez con mucho más senti¬miento.
_Tenía la esperanza de que le encontraras un puesto en tu casa _dijo Víctor.
_Pero no si es mucho problema _se apresuró a añadir Myriam.
_No _dijo Violeta, fijando los ojos en su cara con una extraña expresión_. No sería ningún problema, pero...
Víctor y Myriam se quedaron en suspenso, pendientes del res¬to de la frase.
_¿Nos conocemos de antes? _preguntó Violeta a bocajarro.
_Creo que no _contestó Myriam, con un ligero tartamudeo. ¿Cómo podía ocurrírsele a lady Bridgerton que la conocía? Estaba segura de que no se había cruzado con ella esa noche del baile de máscaras_. No me imagino cómo podríamos conocernos.
_Tiene razón, sin duda _dijo lady Bridgerton, desechando la idea con un gesto de la mano_. Tiene usted algo que me resulta vagamente conocido. Pero lo más seguro es que haya conocido a alguien que se le parece mucho. Ocurre con frecuencia.
_En especial a mí _terció Víctor, con una sonrisa sesgada.
Lady Bridgerton miró a su hijo con visible cariño.
_No es culpa mía que todos mis hijos sean extraordinariamen¬te parecidos.
_Si no podemos echarte la culpa a ti, ¿a quién, entonces? _le preguntó Víctor.
_A tu padre, totalmente _replicó lady Bridgerton con aire satisfecho. Miró a Myriam_: Todos se parecen mucho a mi difunto marido.
Myriam sabía que debía permanecer callada, pero encontró tan hermoso y agradable el momento, que dijo:
_Yo encuentro que su hijo se parece a usted.
_¿Le parece? _preguntó lady Bridgerton, juntando las manos, encantada_. Qué maravilloso. Y yo que siempre me he considera¬do un recipiente para la familia Bridgerton.
_¡Madre! _exclamó Víctor.
_¿He hablado con demasiada franqueza? _suspiró ella_. Cada vez hago más eso en mi vejez.
_No eres vieja, madre.
Ella sonrió.
_Víctor, ¿por qué no vas a ver a tus hermanas mientras yo llevo a la señorita..?
_Montemayor _enmendó él.
_Sí, claro, Montemayor. La llevaré arriba para instalarla.
_Sólo necesita llevarme al ama de llaves _dijo Myriam.
Era muy raro que la señora de la casa se ocupara de contratar a una criada. De acuerdo, la situación era bastante insólita, pues era Víctor el que pedía que la contrataran, pero era muy extraño que lady Bridgerton se tomara un interés especial en ella.
_La señora Watkins está muy ocupada _explicó lady Bridger¬ton_. Además, creo que necesitamos otra doncella arriba. ¿Tiene experiencia en ese trabajo?
Myriam asintió.
_Excelente. Me lo imaginé. Habla muy bien.
_Mi madre era ama de llaves _dijo Myriam automáticamente_. Trabajaba para una familia muy generosa y...
Se interrumpió, horrorizada, recordando tardíamente que le había dicho la verdad a Víctor: que su madre había muerto al nacer ella. Lo miró, nerviosa, y él le contestó con un ladeo del men¬tón, ligeramente burlón, indicándole que no la iba a dejar como mentirosa.
_La familia era muy generosa _continuó ella, dejando escapar una espiración de alivio_, y me permitían a asistir a muchas clases con las hijas de la casa.
_Comprendo _dijo lady Bridgerton_. Eso explica muchísi¬mo. Me cuesta creer que haya estado trabajando como criada. Está claro que tiene educación suficiente para aspirar a puestos más ele¬vados.
_Lee muy bien _dijo Víctor.
Myriam lo miró sorprendida.
_Me leía muchísimo durante mi convalecencia _continuó él, dirigiéndose a su madre.
_¿Escribe también? _preguntó lady Bridgerton.
_Tengo buena ortografía y bastante buena letra _repuso ella, asintiendo.
_Excelente. Siempre me va bien contar con un par de manos extras cuando escribo las invitaciones. Y tendremos un baile en vera¬no. Presento en sociedad a dos hijas este año _le explicó a Myriam_. Tengo muchas esperanzas de que una de ellas elija marido antes de que acabe la temporada.
_No creo que Eloisa desee casarse _dijo Víctor.
_Calla la boca.
_Esa declaración es un sacrilegio en esta casa _explicó Víctor a Myriam.
_No le haga caso _dijo lady Bridgerton echando a andar hacia la escalera_. Venga conmigo, señorita Montemayor. ¿Como dijo que era su nombre de pila?
_Myri.
_Ven conmigo, Myriam. Te presentaré a las niñas. Y te buscare¬mos ropa nueva _añadió arrugando la nariz_. No puedo permitir que una de nuestras doncellas ande tan mal vestida. Una persona podría pensar que no te pagamos un salario justo.
Myriam no había visto nunca que los miembros de la alta sociedad se preocuparan por pagar salarios justos a sus sirvientes, y le con¬movió la generosidad de lady Bridgerton.
_Tú espérame abajo _dijo lady Bridgerton a Víctor_. Tene¬mos mucho que hablar tú y yo.
_Mira como tiemblo _replicó él.
_Entre él y su hermano, no sé cual me va a matar primero _ mas¬culló lady Bridgerton.
_¿Qué hermano? _preguntó Myriam.
_Cualquiera. Los dos. Los tres. Todos unos sinvergüenzas.
Pero unos sinvergüenzas a los que amaba muchísimo, pensó Myriam. Eso lo notaba en su manera de hablar, lo veía en sus ojos cuando se iluminaban de alegría al mirar a su hijo.
Y eso la hacía sentirse sola, triste y envidiosa. Qué distinta podría haber sido su vida si su madre no hubiera muerto en el par¬to. No habrían sido respetables, tal vez, la señora Montemayor, la queri¬da de un noble, y ella, la hija bastarda, pero le agradaba pensar que su madre la habría amado.
Lo cual era más de lo que había recibido de cualquier otro adul¬to, incluido su padre.
_Vamos, Myriam _dijo lady Bridgerton enérgicamente.
Myriam la siguió escalera arriba, pensando por qué si sólo iba a comenzar un nuevo trabajo, se sentía como si fuera a entrar en una nueva familia.
Era... agradable.
Y había transcurrido mucho, muchísimo tiempo desde que su vida fuera agradable.
Se informó anteriormente en esta columna que esta cronista pronos¬ticaba un posible enlace entre la señorita RosaMarie Reiling y el señor Phillip Cavender. Esta cronista puede decir ahora que no es probable que ocurra eso. Se ha oído decir a lady Penwood (la madre de la señorita Reiling) que no se conformará con un simple «señor» sin título, aun cuando el padre de la señorita Reiling, si bien de bue¬na cuna, no era miembro de la aristocracia.
Por no mencionar, claro, que el señor Cavender ha comenzado a demostrar un decidido interés por la señorita Cressida Cowper.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de mayo de 1817.
Myriam comenzó a sentirse mal en el instante mismo en que salió el coche de Mi Cabaña. Cuando se detuvieron para pasar la noche en una posada de Oxfordshire, ya sentía muy delicado el estómago. Y cuando llegaron a las afueras de Londres, estaba convencida de que se iba a poner a vomitar.
Se las arregló para mantener el contenido del estómago donde debía estar, pero cuando el coche se adentró en las tortuosas calles de Londres, ya la invadía una intensísima aprensión.
No, no aprensión exactamente; una sensación de desastre.
Estaban en mayo, lo cual significaba que la temporada de fiestas esta¬ba en pleno auge, lo cual significaba que Aislin estaba en Londres.
Lo cual significaba que su llegada allí era muy inconveniente, muy mala idea.
_Muy mala _masculló.
Víctor la miró.
_¿Has dicho algo?
_Sólo que eres un hombre muy malo y sin corazón
Víctor se echó a reír. Myriam ya sabía que se iba a reír, pero la irritó de todas maneras.
Victor apartó la cortina de la ventanilla y miró fuera_Ya casi hemos llegado _dijo.
Le había dicho que la llevaría directamente a la casa de su madre. Myriam recordaba la grandiosa mansión de Grosvenor Square como si hubiera estado ahí la noche anterior. El salón de baile era inmenso, con miles de candelabros en las paredes, cada uno con una perfecta vela de cera de abejas. Las salas más pequeñas estaban decoradas al estido Adam, con exquisitas conchas en relieve en los cielos rasos, y las paredes de color pastel claro.
Ésa había sido la casa de sus sueños, muy literalmente. En todos sus sueños con Víctor y su futuro juntos, ella siempre se veía en esa casa. Eso era una tontería, lógicamente, puesto que él era hijo segun¬do y por lo tanto no estaba en la línea de sucesión para heredar la propiedad; de todos modos, era la casa más hermosa que había visto en su vida, y los sueños no eran para hacerse realidad. Si hubiera que¬rido soñar que entraba en el Kensington Palace, tenía el derecho.
Claro que no era muy probable que viera el interior de Kensing¬ton Palace, pensó, sonriendo irónica.
_¿De qué sonríes? _le preguntó Víctor.
_Estoy planeando tu muerte _repuso myriam, sin molestarse en mirarlo.
Víctor sonrió; no lo estaba mirando, pero era una de esas sonrisas que ella oía en su forma de respirar. Detestaba ser tan sensible hasta los más pequeños detalles de él. Sobre todo porque tenía la molesta sospecha de que a él le ocurría lo mismo con ella.
_Al menos parece interesante _comentó él.
_¿Qué? _preguntó ella, apartando los ojos del borde inferior de la cortina, que llevaba horas mirando.
_Mi muerte _contestó él, con una sonrisa sesgada y traviesa_. Si me vas a matar, bien podrías disfrutar mientras lo haces, porque, Dios lo sabe, yo no lo disfrutaré.
Myriam casi se quedó boquiabierta.
_Estás loco.
_Probablemente. _Se encogió de hombros con despreocupa¬ción y, acomodándose en su asiento, apoyó los pies en el asiento del frente_. Poco menos que te he secuestrado, después de todo. Yo diría que eso se puede calificar de la locura más grande que he come-tido en mi vida.
_Podrías dejarme marchar ahora _dijo ella, aún sabiendo que él no aceptaría.
_¿Aquí en Londres? ¿Donde te pueden atacar forajidos en cualquier momento? Eso sería grave irresponsabilidad por mi parte, ¿no te parece?
_No se compara con raptarme en contra de mi voluntad.
_No te rapté _dijo él, examinándose tranquilamente las uñas_. Te hice chantaje. Hay un mundo de diferencia.
Víctor brusco movimiento que hizo el coche al detenerse libró a Myriam de tener que responder.
Víctor apartó una última vez la cortina y la dejó caer.
_Ah, hemos llegado.
Myriam esperó a que él se apeara y se acercó a la puerta. Se le pasó por la mente no hacer caso de la mano que le ofrecía y saltar sola, pero la puerta estaba bastante separada del suelo, y de verdad no quería hacer el ridículo tropezándose y aterrizando en la cuneta de desagüe. Le encantaría insultarlo, pero no a costa de un esguince en el tobillo. Suspirando, le cogió la mano.
_Muy inteligente decisión _susurró Víctor.
Myriam lo miró sorprendida. ¿Cómo supo lo que estaba pensando?
_Siempre sé lo que estás pensando _dijo él.
Myriam tropezó.
_¡Epa! _gritó él, cogiéndola expertamente antes de que aterri¬zara en la cuneta.
La retuvo un momento más largo del necesario y la depositó en la acera. Ella habría dicho algo si no hubiera tenido los dientes tan apretados que no dejaban salir ninguna palabra.
_¿No te mata la ironía? _le preguntó él, sonriendo perversa¬mente.
Ella logró aflojar la mandíbula.
_No, pero bien podría matarte a ti.
Él se echó a reír, el muy condenado.
_Vamos. Te presentaré a mi madre. Seguro que ella te encon¬trará uno u otro puesto.
_Podría no tener ningún puesto vacante _observó ella. Él se encogió de hombros.
_Me quiere. Creará un puesto.
Myriam se mantuvo en sus trece, negándose a dar un solo paso mientras no hubiera dejado claras las cosas.
_No voy a ser tu querida.
_Sí, ya lo has dicho _dijo él, su expresión extraordinariamen¬te impasible.
_No, lo que quiero decir es que no va a resultar tu plan.
Él la miró, todo inocencia.
_¿Tengo un plan?
_Vamos, por favor. Vas a tratar de conquistarme con la espe¬ranza de que yo claudique.
_Eso ni lo soñaría.
_Seguro que lo sueñas más que un poco _masculló ella en voz baja.
Él debió oírla, porque se rió. Myriam se cruzó de brazos, suble¬vada, indiferente a lo poco decorosa que pareciera su postura, allí en la acera a plena vista de todo el mundo. Nadie se fijaría en ella, en todo caso, vestida como estaba con la lana basta de una sirvienta. Debería adoptar una actitud más alegre y considerar su nueva posi¬ción con más optimismo, pensó, pero, maldición, en ese momento le apetecía mostrarse hosca.
La verdad, se lo había ganado. Si alguien tenía derecho a estar resentida y contrariada, era ella.
_Podríamos quedarnos en la acera todo el día _dijo Víctor, en un tono bastante impregnado de sarcasmo.
Ella alzó la vista para mirarlo furiosa, pero entonces se fijó en el lugar donde estaban. No estaban en Grosvenor Square; en realidad no sabía dónde estaban. En Mayfair, seguro, pero la casa que tenían delante no era de ningún modo aquella donde asistió al baile.
_Eh..., ¿ésta es la casa Bridgerton?
Él arqueó una ceja.
_¿Cómo sabías que mi casa se llamaba casa Bridgerton?
_Tú lo has dicho.
Por suerte, eso era cierto. En sus conversaciones él había habla¬do varias veces de la casa Bridgerton y de la residencia de la familia en el campo, Aubrey Hall.
Él pareció aceptar eso.
_Ah. Bueno, en realidad no lo es. Mi madre dejó la casa Brid¬gerton hace casi dos años. Ofreció un último baile allí, que fue un baile de máscaras, por cierto, y la entregó a mi hermano con su mujer. Siempre había dicho que se marcharía tan pronto como mi hermano se casara e iniciara una familia propia. Creo que su primer hijo nació un mes después de que se marchara mi madre.
_¿Fue niño o niña? _preguntó ella, aunque lo sabía. Lady Whistledown siempre informaba de esas cosas.
_Un niño. Edmund. Tuvieron otro hijo, Miles, a comienzos de este año.
_¡Qué bien! _exclamó ella, aunque sintió oprimido el co¬razón.
No era probable que ella tuviera hijos nunca, y ésa era una de las conclusiones más tristes a las que había llegado. Para tener hijos se necesita un marido, y el matrimonio para ella era un sueño impo¬sible. No fue educada para ser una sirvienta, por lo que tenía muy poco en común con la mayoría de los hombres con los que se encontraba en su vida diaria. Ciertamente los demás criados eran personas buenas y honorables, pero se le hacía difícil imaginarse compartiendo la vida con un hombre que, por ejemplo, no supiera leer.
No necesitaba casarse con un hombre de origen particularmen¬te elevado, pero incluso la clase media estaba fuera de su alcance. Ningún hombre que se respetara en el comercio se casaría con una criada.
Víctor le indicó que lo siguiera, y lo siguió hasta que llegaron a la escalinata de la puerta principal. Allí se plantó.
_ Entraré por la puerta lateral de servicio.
Él apretó los labios para reprimir una sonrisa.
_Entrarás por la principal.
_Entraré por la puerta lateral _repitió ella firmemente_. Nin¬guna mujer de alcurnia contrata a una criada que entra por la puerta principal.
_Vienes conmigo _dijo él, entre dientes_. Entrarás por la principal.
A ella se le escapó una risita.
_Víctor, sólo ayer querías que me convirtiera en tu querida. ¿Te atreverías a traer a tu querida para presentarla a tu madre, ha¬ciéndola entrar por la puerta principal?
Eso lo confundió. Ella sonrió al verle arrugar la cara, frustrado. Eso la hizo sentirse mejor de lo que se había sentido desde hacía días.
_¿Traerías a tu querida a conocer a tu madre? _continuó, simplemente para torturarlo más.
_No eres mi querida.
_No.
Víctor adelantó el mentón y la miró, perforándole los ojos con una furia apenas contenida.
_Eres una maldita criadita, porque has insistido en serlo. Y en calidad de criada, si bien estás algo abajo en la escala social, sigues siendo una persona muy respetable. Ciertamente respetable para mi madre.
A Myriam se le desvaneció la sonrisa. Tal vez había llevado dema¬siado lejos la provocación.
_Muy bien _gruñó él, cuando tuvo claro que ella no iba a seguir discutiendo_. Ven conmigo.
Ella subió las gradas con él. En realidad eso podría representar una ventaja. Seguro que su madre no contrataría a una criada que tenía el descaro de entrar por esa puerta. Y puesto que ya se había negado firmemente a ser su querida, él tendría que aceptar la derro¬ta y dejarla volver al campo.
Víctor empujó la puerta y la sostuvo abierta hasta que ella entró delante de él. El mayordomo sólo tardó unos segundos en aparecer.
_Wickham, tenga la bondad de informar a mi madre que estoy aquí.
_Al instante, señor Bridgerton _repuso Wickham_. ¿Y podría tomarme la libertad de informarle que ella ha estado bastan¬te curiosa respecto a su paradero esta semana pasada?
_Me sorprendería si no _contestó Víctor.
Wickham hizo un gesto hacia Myriam, con una expresión que se cernía entre curiosidad y desdén.
_¿Podría informarla de la llegada de su huésped?
_Sí, por favor.
_¿Podría informarla de la identidad de su huésped?
Myriam miró a Víctor con gran interés, pensando qué diría.
_Su nombre es señorita Montemayor. Ha venido en busca de empleo.
Wickham arqueó una ceja. Eso sorprendió a Myriam. Por lo que sabía, los mayordomos debían ser absolutamente inexpresivos.
_¿De criada?
_De lo que sea _respondió Víctor, indicando con su tono que ya empezaba a impacientarse.
_Muy bien, señor Bridgerton _acató Wickham y desapareció en la escalera.
_Creo que no le pareció nada bien _comentó Myriam en un susurro, cuidando bien de ocultar su sonrisa.
_Wickham no está al mando aquí.
Myriam exhaló un suspiro como diciendo «lo que tú digas».
_Me imagino que Wickham se opondría.
Víctor la miró incrédulo.
_Es el mayordomo.
_Y yo soy una criada. Lo sé todo de los mayordomos. Más que tú, diría.
_Tú actúas menos como criada que cualquier mujer de las que conozco _dijo él, mirándola con los ojos entrecerrados.
Ella se encogió de hombros y fingió estar contemplando atenta¬mente una naturaleza muerta que colgaba de la pared.
_Usted hace surgir lo peor de mí, señor Bridgerton.
_Víctor _siseó él_. Ya nos tuteamos. Trátame con mi nom¬bre de pila.
_Su madre no tardará en bajar la escalera _le recordó ella_, y usted insiste en que me contrate como criada. ¿Son muchos los cria¬dos que le tratan con su nombre de pila?
Él la miró indignado y ella comprendió que él sabía que ella tenía razón.
_No puede tener las dos cosas, señor Bridgerton _dijo, permi¬tiéndose una leve sonrisa.
_Yo sólo deseaba «una» _gruñó él.
_¡Víctor!
Myriam miró hacia la escalera, por la que venía bajando una mujer menuda y elegante. Sus cabellos eran rubios, pero su fisonomía decía claramente que era su madre.
_Madre, cuánto me alegra verte _dijo él, avanzando para reci¬birla al pie de la escalera.
_Y a mí me alegraría más verte si hubiera sabido dónde estabas esta semana pasada _respondió ella con desparpajo_. Lo último que supe de ti fue que habías ido a la fiesta de Cavender, pero des¬pués todos volvieron y tú no.
_Me marché antes de la fiesta, y me fui a Mi Cabaña.
_Bueno _suspiró ella_, supongo que no puedo pretender que me notifiques todos tus movimientos ahora que tienes treinta años.
Víctor le sonrió con cariño.
_Y ella debe de ser tu señorita Montemayor _dijo ella mirando a Myriam.
_Sí. Me salvó la vida cuando estaba en Mi Cabaña.
Myriam pegó un salto.
_Yo no...
_Sí _la interrumpió Víctor suavemente_. Me enfermé por conducir bajo la lluvia, y ella cuidó de mí y me devolvió la salud.
_Podría haberse recuperado sin mí _insistió Myriam.
_Pero no con tanta rapidez ni comodidad _dijo Víctor diri¬giéndose a su madre.
_¿No estaban en casa los Crabtree? _preguntó Violeta.
_No estaban cuando llegamos _repuso Víctor.
Violeta miró a Myriam con una curiosidad tan evidente que Víctor se vio obligado a explicar:
_La señorita Montemayor estaba empleada en casa de los Cavender, pero ciertas circunstancias le hicieron imposible continuar allí.
_Comprendo _dijo Violeta, aunque su tono indicaba que no comprendía.
_Su hijo me salvó de un destino horroroso _explicó Myriam serenamente_. Le debo una inmensa gratitud.
Víctor la miró sorprendido. Dado el grado de hostilidad hacia él no se había imaginado que ella aportaría información elo¬giosa de él. Pero debería haberlo supuesto; Myriam tenía elevados principios, y no del tipo que permitiera que la ira obstaculizara la sinceridad.
Ésa era una de las cosas que más le gustaban de ella.
_Comprendo _repitió Violeta, esta vez con mucho más senti¬miento.
_Tenía la esperanza de que le encontraras un puesto en tu casa _dijo Víctor.
_Pero no si es mucho problema _se apresuró a añadir Myriam.
_No _dijo Violeta, fijando los ojos en su cara con una extraña expresión_. No sería ningún problema, pero...
Víctor y Myriam se quedaron en suspenso, pendientes del res¬to de la frase.
_¿Nos conocemos de antes? _preguntó Violeta a bocajarro.
_Creo que no _contestó Myriam, con un ligero tartamudeo. ¿Cómo podía ocurrírsele a lady Bridgerton que la conocía? Estaba segura de que no se había cruzado con ella esa noche del baile de máscaras_. No me imagino cómo podríamos conocernos.
_Tiene razón, sin duda _dijo lady Bridgerton, desechando la idea con un gesto de la mano_. Tiene usted algo que me resulta vagamente conocido. Pero lo más seguro es que haya conocido a alguien que se le parece mucho. Ocurre con frecuencia.
_En especial a mí _terció Víctor, con una sonrisa sesgada.
Lady Bridgerton miró a su hijo con visible cariño.
_No es culpa mía que todos mis hijos sean extraordinariamen¬te parecidos.
_Si no podemos echarte la culpa a ti, ¿a quién, entonces? _le preguntó Víctor.
_A tu padre, totalmente _replicó lady Bridgerton con aire satisfecho. Miró a Myriam_: Todos se parecen mucho a mi difunto marido.
Myriam sabía que debía permanecer callada, pero encontró tan hermoso y agradable el momento, que dijo:
_Yo encuentro que su hijo se parece a usted.
_¿Le parece? _preguntó lady Bridgerton, juntando las manos, encantada_. Qué maravilloso. Y yo que siempre me he considera¬do un recipiente para la familia Bridgerton.
_¡Madre! _exclamó Víctor.
_¿He hablado con demasiada franqueza? _suspiró ella_. Cada vez hago más eso en mi vejez.
_No eres vieja, madre.
Ella sonrió.
_Víctor, ¿por qué no vas a ver a tus hermanas mientras yo llevo a la señorita..?
_Montemayor _enmendó él.
_Sí, claro, Montemayor. La llevaré arriba para instalarla.
_Sólo necesita llevarme al ama de llaves _dijo Myriam.
Era muy raro que la señora de la casa se ocupara de contratar a una criada. De acuerdo, la situación era bastante insólita, pues era Víctor el que pedía que la contrataran, pero era muy extraño que lady Bridgerton se tomara un interés especial en ella.
_La señora Watkins está muy ocupada _explicó lady Bridger¬ton_. Además, creo que necesitamos otra doncella arriba. ¿Tiene experiencia en ese trabajo?
Myriam asintió.
_Excelente. Me lo imaginé. Habla muy bien.
_Mi madre era ama de llaves _dijo Myriam automáticamente_. Trabajaba para una familia muy generosa y...
Se interrumpió, horrorizada, recordando tardíamente que le había dicho la verdad a Víctor: que su madre había muerto al nacer ella. Lo miró, nerviosa, y él le contestó con un ladeo del men¬tón, ligeramente burlón, indicándole que no la iba a dejar como mentirosa.
_La familia era muy generosa _continuó ella, dejando escapar una espiración de alivio_, y me permitían a asistir a muchas clases con las hijas de la casa.
_Comprendo _dijo lady Bridgerton_. Eso explica muchísi¬mo. Me cuesta creer que haya estado trabajando como criada. Está claro que tiene educación suficiente para aspirar a puestos más ele¬vados.
_Lee muy bien _dijo Víctor.
Myriam lo miró sorprendida.
_Me leía muchísimo durante mi convalecencia _continuó él, dirigiéndose a su madre.
_¿Escribe también? _preguntó lady Bridgerton.
_Tengo buena ortografía y bastante buena letra _repuso ella, asintiendo.
_Excelente. Siempre me va bien contar con un par de manos extras cuando escribo las invitaciones. Y tendremos un baile en vera¬no. Presento en sociedad a dos hijas este año _le explicó a Myriam_. Tengo muchas esperanzas de que una de ellas elija marido antes de que acabe la temporada.
_No creo que Eloisa desee casarse _dijo Víctor.
_Calla la boca.
_Esa declaración es un sacrilegio en esta casa _explicó Víctor a Myriam.
_No le haga caso _dijo lady Bridgerton echando a andar hacia la escalera_. Venga conmigo, señorita Montemayor. ¿Como dijo que era su nombre de pila?
_Myri.
_Ven conmigo, Myriam. Te presentaré a las niñas. Y te buscare¬mos ropa nueva _añadió arrugando la nariz_. No puedo permitir que una de nuestras doncellas ande tan mal vestida. Una persona podría pensar que no te pagamos un salario justo.
Myriam no había visto nunca que los miembros de la alta sociedad se preocuparan por pagar salarios justos a sus sirvientes, y le con¬movió la generosidad de lady Bridgerton.
_Tú espérame abajo _dijo lady Bridgerton a Víctor_. Tene¬mos mucho que hablar tú y yo.
_Mira como tiemblo _replicó él.
_Entre él y su hermano, no sé cual me va a matar primero _ mas¬culló lady Bridgerton.
_¿Qué hermano? _preguntó Myriam.
_Cualquiera. Los dos. Los tres. Todos unos sinvergüenzas.
Pero unos sinvergüenzas a los que amaba muchísimo, pensó Myriam. Eso lo notaba en su manera de hablar, lo veía en sus ojos cuando se iluminaban de alegría al mirar a su hijo.
Y eso la hacía sentirse sola, triste y envidiosa. Qué distinta podría haber sido su vida si su madre no hubiera muerto en el par¬to. No habrían sido respetables, tal vez, la señora Montemayor, la queri¬da de un noble, y ella, la hija bastarda, pero le agradaba pensar que su madre la habría amado.
Lo cual era más de lo que había recibido de cualquier otro adul¬to, incluido su padre.
_Vamos, Myriam _dijo lady Bridgerton enérgicamente.
Myriam la siguió escalera arriba, pensando por qué si sólo iba a comenzar un nuevo trabajo, se sentía como si fuera a entrar en una nueva familia.
Era... agradable.
Y había transcurrido mucho, muchísimo tiempo desde que su vida fuera agradable.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
apítulo 15
Esta cronista es de la muy certera opinión de que a la mitad masculi¬na de la población no le interesará la parte que viene a continuación, de modo que todos tenéis permiso para saltaros esto y pasar a la siguiente sección de la columna. Las señoras, sin embargo, permitid que esta cronista sea la primera en informaros que no hace mucho la familia Bridgerton fue arrastrada a la batalla por las criadas que ha hecho furor toda la temporada entre lady Penwood y la señora Feat¬herington. Parece ser que la doncella que atendía a las hijas Bridger¬ton ha desertado a favor de las Penwood, para reemplazar a la doncella que volvió corriendo a la casa Featherington después de que lady Penwood la obligara a limpiar trescientos pares de zapatos.
Otra noticia relativa a los Bridgerton es que Víctor Bridgerton ciertamente está de vuelta en Londres. Parece que cayó enfermo estando en el campo y prolongó su estancia allí. Ojalá hubiera una explicación más interesante sobre todo cuando uno, como esta cro¬nista, depende de historias interesantes para ganarse la vida, pero lamentablemente, eso es todo lo que hay.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 14 de mayo de 1817.
A la mañana siguiente Myriam ya conocía a cinco de los hermanos de Víctor. Eloisa, Francesca y Hyacinth vivían en la casa con su madre; Anthony había ido con su hijo menor a desayunar, y Daph¬ne, que era la duquesa de Hasting, había acudido a la llamada de lady Bridgerton para ayudarla a planificar el baile de fin de tempo¬rada. Los únicos Bridgerton que le faltaba por conocer eran Gregorio, que estaba en Eton, y Roberto, el cual, según palabras de An¬thony, estaba sólo Dios sabía dónde.
Aunque, si había de ser más exacta, a Roberto ya lo conocía; lo conoció en el baile de máscaras. La aliviaba bastante que estuviera fuera de la ciudad. Dudaba de que la reconociera, después de todo Víctor no la había reconocido. Pero encontraba estresante e inquietante la idea de encontrarse nuevamente con él.
Como si eso importara, pensó, pesarosa. Todo le resultaba muy estresante e inquietante ese último tiempo.
No se llevó la menor sorpresa cuando Víctor se presentó en casa de su madre esa mañana a tomar el desayuno. Ella podría haber¬lo eludido totalmente si él no hubiera estado ganduleando en el corredor cuando ella iba de camino a la cocina, donde pensaba hacer su comida de la mañana con los demás criados.
_¿Y cómo fue tu primera noche en Bruton Street número seis? _le preguntó, con esa sonrisa perezosa y masculina.
_Espléndida _respondió ella, dando un paso a un lado para hacer un amplio círculo al pasar por su lado.
Pero al dar ella el paso a la izquierda él dio un paso a la derecha y le bloqueó el camino.
_Me alegra que lo estés pasando bien.
Ella dio un paso a la derecha.
_Estaba _dijo intencionadamente.
Él era demasiado cortés para dar un paso a la izquierda, pero se las arregló para girarse y apoyarse en una mesa de tal forma que nue¬vamente le impidió pasar.
_¿Te han enseñado la casa? _le preguntó.
_El ama de llaves.
_¿Y el parque?
_No hay parque.
Él sonrió, sus ojos castaños cálidos y seductores.
_Hay un jardín.
_Más o menos del tamaño de un billete de libra _replicó ella.
_Sin embargo...
_Sin embargo debo tomar el desayuno _lo interrumpió ella.
Él se hizo a un lado gallardamente.
_Hasta la próxima vez _susurró.
Y Myriam tuvo la angustiosa sensación de que la próxima vez lle¬garía muy pronto.
Treinta minutos después, Myriam salió lentamente de la cocina, medio esperando que Víctor apareciera de repente por una esqui¬na. Bueno, tal vez no medio esperando. A juzgar por la dificultad que sentía para respirar, lo más probable era que toda ella esperara.
Pero él no apareció.
Continuó avanzando. Seguro que bajaría corriendo la escalera en cualquier momento, avasallándola con su presencia.
Víctor continuó sin aparecer.
Abrió la boca y alcanzó a morderse la lengua, al darse cuenta de que estaba a punto de decir su nombre.
_Niña estúpida _masculló.
_¿Quién es estúpida? _le preguntó Víctor_. Tú no, supongo.
Myriam pegó un salto de más de un palmo.
_¿De dónde has salido? _le preguntó cuando ya casi había recuperado el aliento.
Él señaló una puerta abierta.
_De ahí _dijo él, su voz toda inocencia.
_¿Así que ahora me metes sustos saliendo de los armarios?
_Noo _repuso él, ofendido_. Ésa es una escalera.
Myriam se asomó por un lado de él. Era la escalera lateral, la esca¬lera de los criados. Ciertamente no era ése un lugar para que se pa¬searan los miembros de la familia.
_¿Acostumbras a bajar a hurtadillas por la escalera de servicio? _le preguntó, cruzándose de brazos.
Él se le acercó, justo lo suficiente para hacerla sentir ligeramen¬te incómoda y, aunque eso no lo reconocería jamás ante nadie, ni siquiera ante sí misma, ligeramente excitada.
_Sólo cuando quiero escabullirme de alguien.
_Tengo trabajo que hacer _dijo ella, intentando pasar por su lado.
_¿Ahora?
_Sí, ahora _contestó entre dientes.
_Pero si Hyacinth está tomando el desayuno. No puedes arre¬glarle el pelo mientras come.
_También atiendo a Francesca y Eloisa.
Él se encogió de hombros, sonriendo inocentemente.
_También están desayunando. De verdad, no tienes nada que hacer.
_Lo cual indica lo poco que sabes de trabajar para vivir _repli¬có ella_. Tengo que planchar, remendar, abrillantar...
_¿Te hacen pulir la plata?
_¡Zapatos! _dijo ella, casi gritando_. Tengo que abrillantar zapatos.
_Ah. _Apoyó un hombro en la pared y se cruzó de brazos_. Eso parece aburrido.
_«Es» aburrido _repuso ella, tratando de desentenderse de las lágrimas que le escocían los ojos.
Sabía que su vida era aburrida, pero le dolía oírlo decir a otra persona.
Él curvó la comisura de la boca en una perezosa y seductora son¬risa.
_Tu vida no tiene por qué ser aburrida, lo sabes.
_La prefiero aburrida _espetó ella, intentando pasar.
Él movió el brazo hacia un lado en un amplio gesto, invitándola a pasar.
_Si así es como la deseas.
_Así la deseo _dijo ella, pero las palabras no le salieron con la firmeza que habría querido_. Así la deseo _repitió.
Ah, bueno, no le servía de nada mentirse a sí misma. No desea¬ba esa vida, no. Pero así tenía que ser.
_¿Quieres convencerte tú, o convencerme a mí? _le preguntó él dulcemente.
_No te voy a honrar con una respuesta _replicó ella, pero no lo miró a los ojos al decirlo.
_Será mejor que subas, entonces _dijo él, y arqueó una ceja al ver que ella no se movía_. Seguro que tienes muchísimos zapatos por limpiar.
Myriam subió corriendo la escalera, la de los criados, sin mirar atrás.
La vez siguiente Víctor la encontró en el jardín, ese trozo verde del que ella se burlara acertadamente comparando su tamaño con un billete de libra. Las hermanas Bridgerton habían ido a visitar a las hermanas Featherington, y lady Bridgerton estaba durmiendo una siesta. Myriam ya había planchado todos los vestidos y los tenía listos para el evento social de esa noche, había elegido cintas para el pelo que hicieran juego con cada vestido, y limpiado zapatos suficientes para toda la semana.
Terminado su trabajo, decidió tomarse un corto descanso e ir a leer en el jardín. Lady Bridgerton le había dicho que podía coger los libros que quisiera de su pequeña biblioteca, de modo que eligió una novela de reciente publicación y se instaló a leerla en un sillón de hie¬rro forjado en el pequeño patio. Sólo llevaba leído un capítulo cuan¬do oyó pasos provenientes de la casa. Consiguió no levantar la vista hasta cuando la cubrió una sombra. Previsiblemente, era Víctor.
_¿Vives aquí? _le preguntó, sarcástica.
_No _repuso él, sentándose en el sillón del lado_, aunque mi madre vive diciéndome aquí que me sienta en casa.
A ella no se le ocurrió ninguna réplica ingeniosa de modo que se limitó a emitir un «mmm» y volvió a meter la nariz en el libro.
Él apoyó los pies en la mesilla que había delante.
_¿Y qué estás leyendo hoy?
_Esa pregunta _contestó ella cerrando el libro pero dejando el dedo para marcar la página_ da a entender que «estoy» leyendo, lo cual te aseguro que no puedo hacer mientras estás sentado aquí.
_Así de irresistible es mi presencia, ¿eh?
_Así de perturbadora.
_Eso es mejor que aburrida _observó él.
_Me gusta mi vida aburrida.
_Si te gusta tu vida aburrida, significa que no entiendes la natu¬raleza de la emoción.
Su tono de superioridad la indignó. Aferró el libro con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos.
_Ya he tenido suficiente emoción en mi vida _replicó entre dientes_. Te lo aseguro.
_Me encantaría participar más en esta conversación _dijo él con voz arrastrada_, pero tú no has considerado conveniente con¬tarme ningún detalle de tu vida.
_No ha sido por descuido.
Él chasqueó la lengua, desaprobador.
_Qué hostilidad.
Ella lo miró con los ojos agrandados.
_Me raptaste.
_Te coaccioné.
_¿Quieres que te golpee?
_No me importaría _contestó él, mansamente_. Además, ahora que estás aquí, ¿de verdad fue tan terrible que te haya intimi¬dado para que vinieras? Te gusta mi familia, ¿verdad?
_Sí, pero...
_Y te tratan bien, ¿verdad?
_Sí, pero...
_¿Entonces cuál es el problema? _le preguntó él en tono más arrogante.
Myriam casi perdió los estribos. Estuvo a punto de levantarse de un salto, cogerlo por los hombros y sacudirlo, sacudirlo y sacu¬dirlo, pero en el último instante comprendió que eso era exacta¬mente lo que quería él. Por lo tanto, se limitó a sorber por la nariz y decir:
_Si no eres capaz de reconocer tú el problema, no tengo mane¬ra de explicártelo.
Él se echó a reír, el maldito.
_Buen Dios, ésa ha sido una hábil evasiva.
Ella abrió el libro.
_Estoy leyendo.
_Tratando al menos.
Ella pasó la página, aunque no había leído los dos últimos párra¬fos. La verdad era que sólo quería aparentar indiferencia a él, ade¬más, siempre podía retroceder y leerlos cuando él se hubiera marchado.
_Tienes el libro del revés _observó él.
Ella ahogó una exclamación y miró el libro.
_¡Está bien!
_Pero tuviste que mirarlo para comprobarlo, ¿no? _dijo él sonriendo guasón.
_Voy a entrar _anunció ella, levantándose.
Él se levantó al instante.
_¿Y vas a dejar este espléndido aire de primavera?
_Y a ti _replicó ella, aunque no le pasó inadvertido su gesto de respeto y cortesía. Los caballeros no solían levantarse por simples criadas.
_Ten piedad _susurró él_. Lo estaba pasando tan bien.
Ella pensó cuánto daño le haría si le arrojaba el libro. Tal vez no lo suficiente para compensar su pérdida de dignidad. La asombraba la facilidad con que él la enfurecía. Lo amaba desesperadamente, ya hacía tiempo que había dejado de mentirse respecto a eso, y sin embargo él era capaz de hacerle temblar de rabia todo el cuerpo con sólo una insignificante pulla.
_Adiós, señor Bridgerton.
_Hasta luego _respondió él haciéndole un gesto de despedida.
Myriam se detuvo, nada segura de que le gustara esa indiferente despedida.
_Creí que te marchabas _dijo él, con expresión levemente divertida.
_Y me voy _insistió ella.
Él ladeó la cabeza pero no dijo nada. No tenía para qué. La expresión vagamente burlona de sus ojos hablaba con bastante elo¬cuencia.
Ella se dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta que lleva¬ba al interior, pero cuando estaba a mitad de camino, lo oyó decir:
_Tu vestido nuevo es muy bonito.
Se detuvo y suspiró. Bien podía haber pasado de falsa pupila de un conde a una simple doncella, pero los buenos modales eran bue¬nos modales, y de ninguna manera podía hacer caso omiso de un cumplido. Girándose dijo:
_Gracias. Me lo regaló tu madre. Creo que era de Francesca.
Él se apoyó en la reja en una postura engañosamente perezosa.
_Es una costumbre, ¿verdad?, regalar vestidos a la doncella.
Ella asintió.
_Cuando ya están bien usados, lógicamente. Nadie regalaría un vestido nuevo.
_ Comprendo.
Ella lo observó desconfiada, pensando por qué demonios le importaba el estado de su vestido.
_¿No querías entrar?
_¿Qué te traes entre manos?
_¿Por qué crees que me traigo algo entre manos?
Ella frunció los labios y dijo:
_No serías tú si no estuvieras tramando algo.
_Creo que ése ha sido un cumplido _dijo él, sonriendo.
_No necesariamente; no era ésa la intención.
_De todos modos, lo tomo como cumplido _dijo él mansa¬mente.
Ella no encontró una buena respuesta, así que no dijo nada. Tampoco avanzó hacia la puerta; no sabía por qué, puesto que había expresado muy claramente su deseo de estar sola. Pero sus palabras y sus sentimientos no siempre coincidían. En su corazón, suspiraba por ese hombre, soñaba con una vida que no podía ser.
No debería estar tan enfadada con él, pensó. Él no debería haberla obligado a venir a Londres en contra de sus deseos, cierto, pero no podía culparlo por haberle ofrecido el puesto de querida. Había hecho lo que habría hecho cualquier hombre de su posición. Ella no se hacía ninguna ilusión respecto a su lugar en la sociedad londinense. Era una criada, una sirvienta. Y lo único que la distin¬guía de los demás sirvientes era que había conocido el lujo de niña. La habían educado como a aristócrata, aun cuando fuera sin amor, y esa experiencia había configurado sus ideales y valores. Ahora esta¬ba clavada para siempre entre dos mundos sin ningún lugar claro en ninguno de los dos.
_Estás muy seria _dijo él dulcemente.
Myriam lo oyó, pero ya no pudo apartar la mente de sus pensa¬mientos.
Víctor se le acercó. Alargó la mano para tocarle la barbilla, pero se contuvo y la retiró.
En ese momento había en ella un algo que la hacía intocable, inalcanzable.
_No soporto verte tan triste _le dijo.
Sus palabras lo sorprendieron. No había sido su intención decir¬le nada; simplemente se le escaparon de los labios.
Entonces ella lo miró.
_No estoy triste.
Él hizo un movimiento de negación con la cabeza, casi imper¬ceptible.
_Hay una pena profunda en tus ojos. Rara vez desaparece.
Ella se tocó la cara, como si pudiera tocar esa pena, como si fue¬ra sólida, como si se la pudiera quitar con una fricción.
Víctor le cogió la mano y la llevó a sus labios.
_Ojalá quisieras hacerme partícipe de tus secretos.
_No tengo ningún...
_No me mientas _dijo él, en tono más duro que el que hubie¬ra querido_. Tienes más secretos que todas las mujeres que... –se interrumpió bruscamente, porque por su mente pasó como un relámpago la imagen de la mujer del baile de máscaras_. Más que casi todas las mujeres que conozco _concluyó.
Ella lo miró a los ojos por un brevísimo instante y desvió la vista.
_No hay nada malo en tener secretos. Si yo decidiera...
_Tus secretos te están comiendo viva _la interrumpió él con brusquedad. No quería estar ahí escuchando sus justificaciones, y la frustración estaba acabando con su paciencia_. Tienes la oportuni¬dad de cambiar tu vida, de alargar la mano para coger la felicidad, pero no quieres hacerlo.
_No puedo _repuso ella.
La aflicción que él detectó en su voz, casi lo acobardó.
_Tonterías _dijo_. Puedes hacer lo que quieras. Lo que pasa es que no quieres hacerlo.
_No me pongas esto más difícil de lo que ya es _musitó ella.
Al oírla decir eso, algo se quebró dentro de él. Fue una extraña sensación, palpable, como de explosión, que le desencadenó un torrente de sangre que alimentó la rabia de frustración que llevaba hirviendo a fuego lento dentro de él desde hacía días.
_¿Crees que para mí no es difícil? ¿Crees que no es difícil?
_¡No he dicho eso!
Le cogió la mano y la acercó a él, estrechándola contra su cuer¬po para que comprobara por sí misma lo terriblemente excitado que estaba.
_Ardo por ti _susurró, rozándole la oreja con los labios_. Todas las noches me paso horas despierto en la cama, pensando en ti, pensan¬do por qué demonios estás en la casa de mi madre y no conmigo.
_Yo no quería...
_No sabes lo que quieres _interrumpió él.
Ésa era una afirmación cruel, tremendamente desdeñosa, pero ya no le importaba. Ella lo había herido de una manera que no habría creído posible, con una potencia de la que no la habría imaginado poseedora. Ella había preferido una vida de pesado trabajo a una vida con él, y ahora él estaba condenado a verla casi cada día, a ver¬la, saborearla y olerla justo lo suficiente para mantener vivo y fuer¬te su deseo.
Y él mismo tenía la culpa, desde luego. Podría haberla dejado quedarse en el campo, podría haberse ahorrado esa dolorosa tortu¬ra. Pero se había sorprendido a sí mismo insistiendo en que viniera con él a Londres. Era extraño, y sentía casi miedo de analizar lo que significaba, pero su necesidad de saber que estaba segura y protegi¬da era superior a su necesidad de tenerla para él.
Ella musitó su nombre y él detectó anhelo en su voz; entonces comprendió que él no le era indiferente. Tal vez ella no entendía bien lo que era desear a un hombre, pero lo deseaba.
Le capturó la boca con la suya, prometiéndose al hacerlo que si ella decía no, si hacía cualquier tipo de indicación de que no desea¬ba ese beso, no continuaría. Sería lo más difícil que habría hecho en toda su vida, pero lo haría.
Pero Myriam no dijo no, ni se apartó de él, ni lo empujó para sepa¬rarlo, ni de debatió. Lo que hizo fue enredar los dedos en su pelo y abrir los labios. Él no supo por qué de pronto ella había decidido permitirle besarla, no, «besarlo», pero de ninguna manera iba a sepa¬rar los labios de los de ella para preguntarlo.
Aprovechó el momento, saboreándola, bebiéndola, inspirándo¬la. Ya no estaba tan seguro de ser capaz de convencerla de conver¬tirse en su amante, por lo que era imperioso que ese beso fuera algo más que un beso. Podría tener que durarle toda la vida.
La besó con renovado vigor, desentendiéndose de una molesta vocecita que dentro de la cabeza le decía que ya había estado en esa situación, que ya había ocurrido eso antes. Dos años atrás había bai¬lado con una mujer, la había besado, y ella le dijo que tendría que poner toda una vida en un solo beso.
Él pecó de excesiva confianza entonces. No creyó a la mujer; y la perdió, tal vez lo perdió todo. Desde entonces, no había vuelto a conocer a nadie con quien pudiera imaginarse construir una vida.
Hasta conocer a Myriam.
A diferencia de la dama del vestido plateado, Myriam no era una mujer con la que pudiera esperar casarse, pero también a diferencia de esa dama, estaba allí.
Y víctor no le iba a permitir marcharse.
Estaba ahí, con él, y era como tener el cielo. El delicado aroma de su pelo, el sabor ligeramente salado de su piel, toda ella, estaba hecha para reposar en sus brazos. Y él había nacido para tenerla abrazada.
_Vente a casa conmigo _le susurró al oído.
Myriam no contestó, pero él la sintió tensarse.
_Vente a casa conmigo _repitió.
_No puedo _susurró Myriam, haciéndolo sentir su suave aliento en la piel.
_ Puedes.
Myriam negó con la cabeza pero no se apartó, por lo que él aprove¬chó el momento y volvió cubrirle la boca con la suya. Introdujo la lengua y exploró los recovecos de su boca, saborando su esencia. Pero eso no le bastaba.
Pero ése no era el lugar. Estaban en el jardín de su madre, por el amor de Dios. Cualquiera podía pasar por ahí, y la verdad, si no la hubiera llevado hacia el escondite del lado de la puerta, cualquiera podría haberlos visto. Ése era el tipo de cosa que podría ser causa de que Myriam perdiera el trabajo.
Tal vez debería llevarla al lugar donde todos pudieran verlos, porque entonces ella quedaría desamparada nuevamente y no ten¬dría más remedio que convertirse en su querida.
Que era justamente lo que él deseaba, recordó.
Pero entonces se le ocurrió, y francamente lo sorprendió el hecho de tener el aplomo necesario para que se le ocurriera algo en ese momento, que una parte del motivo de que se preocupara tanto por ella, era el sólido sentido de identidad que tenía ella. Sabía quién era y, por desgracia para él, esa persona no se salía de los límites de la sociedad respetable.
Si la deshonraba tan públicamente, delante de personas a las que ella admiraba y respetaba, le rompería el alma. Y eso sería un crimen imperdonable.
Se apartó lentamente. Seguía deseándola, seguía deseando que fuera su amante, pero no debía forzar las cosas comprometiéndola en la casa de su madre. Cuando Myriam se entregara a él, y se entregaría, se prometió, sería libremente, por propia voluntad.
Mientras tanto, la cortejaría, la conquistaría. Mientras tanto...
_Has parado _susurró Myriam, sorprendida.
_Éste no es el lugar.
Por un instante, Myriam no cambió la expresión. De pronto, como si alguien le estuviera cubriendo la cara con un velo, la expresión pasó a ser de horror. Le comenzó en los ojos, que se agrandaron enorme¬mente y el color verde se hizo más intenso que lo habitual, luego le llegó a la boca, que se entreabrió para poder tomar aire y ahogar una exclamación.
_No pensé _dijo, más para sí misma que para él.
_Lo sé _sonrió Victor_. Me fastidia cuando piensas. Siempre aca¬ba mal para mí.
_No podemos volver a hacer esto.
_Ciertamente no podemos hacerlo «aquí».
_No, quiero decir...
_No lo estropees.
_Pero...
_Compláceme, dejándome creer que la tarde acabó sin que me dijeras que esto no volverá a ocurrir.
_Pero...
Victor le puso un dedo en los labios_No me estás complaciendo.
_Pero...
_¿No me merezco esta pequeña fantasía?
Con eso lo logró. Myriam sonrió.
_Eso. Eso está mejor.
A ella le temblaron los labios y luego, asombrosamente, ensan¬chó la sonrisa.
_Excelente _musitó él_. Bueno, ahora me voy. Y sólo tienes una tarea mientras me marcho. Te quedarás aquí y continuarás son¬riendo. Porque me rompe el corazón ver cualquier otra expresión en tu cara.
_No podrás verme _observó Myriam
_Lo sé _dijo él acariciándole la mejilla.
Y acto seguido, antes de que ella cambiara esa expresión, encan¬tadora combinación de conmoción y adoración, se marchó.
Capítulo 16
Ayer noche los Featherington ofrecieron una cena y, aunque esta cro¬nista no tuvo el privilegio de asistir, se ha comentado que la velada fue todo un éxito. Asistieron tres Bridgerton, pero, por desgracia para las señoritas Featherington, ninguno de la variedad masculina. Esta¬ba ahí el siempre encantador Nigel Berbrooke, dedicando gran aten¬ción a la señorita Philippa Featherington.
Esta cronista se ha enterado de que fueron invitados Víctor y Roberto Bridgerton, pero tuvieron que enviar sus excusas.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 19 de mayo de 1817.
A medida que los días se fundían en una semana, Myriam fue des¬cubriendo que trabajar para las Bridgerton podía mantener ocupa¬dísima a una muchacha. Su trabajo de doncella consistía en atender a las tres hijas solteras, por lo que sus días estaban repletos, entre peinarlas, arreglar ropa, planchar vestidos, lustrar zapatos, etcétera. No había salido de casa ni una sola vez, a no ser que contara los mo¬mentos que pasaba en el jardín de atrás.
Pero si la vida en casa de Aislin había sido triste, monótona y humillante, en la casa de las Bridgerton abundaban las risas y las sonrisas.
Las niñas reñían y se tomaban el pelo entre ellas, pero nun¬ca con la crueldad con que ella había visto a RosaMarie tratar a Penelope. Y citando el té era informal, en la sala de estar de arriba, y sólo esta¬ ban presentes lady Bridgerton y sus hijas, a ella siempre la invitaban a participar. Normalmente ella llevaba su cesta de costuras, para remendar, zurcir o pegar botones mientras las otras charlaban, pero era maravilloso poder estar sentada allí, bebiendo té con leche fres¬ca, en una fina taza, y panecillos calientes.
Y pasados unos días, se sentía tan a gusto que comenzó intervenir en la conversación. La hora del té se había convertido en su favorita.
Una tarde, alrededor de una semana después de lo que ella había comenzado a llamar «el gran beso», Eloisa preguntó:
_¿Dónde creéis que podría estar Víctor?
_¡Ay!
Cuatro caras Bridgerton se giraron hacia Myriam.
_¿Te sientes mal? _le preguntó lady Bridgerton, con la taza detenida a medio camino entre el platillo y su boca.
_Me pinché el dedo _contestó Myriam, haciendo una mueca.
Los labios de lady Bridgerton se curvaron en una misteriosa son¬risita.
_Madre te ha dicho _dijo Hyacinth, de catorce años_ por lo menos mil veces..
_¿Mil veces? _preguntó Francesca con las cejas arqueadas.
_Cien veces _corrigió Hyacinth, mirando furiosa a su herma¬na_ que no tienes que traer tus remiendos al té.
Myriam tuvo que reprimir una sonrisa.
_Me sentiría una holgazana si no los trajera _dijo.
_Bueno, yo no voy a traer mi bordado _declaró Hyacinth, aunque nadie le había pedido que lo trajera.
_¿Te sientes una holgazana? _le preguntó Francesca.
_Ni lo más mínimo –replicó Hyacinth.
_Has hecho sentirse holgazana a Hyacinth _dijo Francesca a Myriam.
_ ¡No me siento holgazana! _protestó Hyacinth.
_Llevas bastante tiempo trabajando en el mismo bordado, Hyacinth _dijo lady Bridgerton, después de acabar de tragar un sorbo de té_. Desde febrero, si no me falla la memoria.
_Nunca le falla la memoria _explicó Francesca a Myriam.
Hyacinth dirigió una mirada furibunda a Francesca, que sonrió a su taza de té.
Myriam tosió para ocultar su sonrisa. Francesca, que a sus veinte años era sólo un año menor que Eloisa, tenía un sentido del humor pícaro y provocador. Algún día Hyacinth estaría a su altura, pero aún no había llegado ese momento.
_Nadie ha contestado mi pregunta _terció Eloisa, dejando la taza en el plato con un fuerte clac_. ¿Dónde está Víctor? No lo veo desde hace siglos.
_Hace una semana _enmendó lady Bridgerton.
_ ¡Ay!
_¿No te has puesto el dedal? _preguntó Hyacinth a Myriam.
_Normalmente no soy tan torpe _masculló Myriam.
Lady Bridgerton se llevó la taza a la boca y la mantuvo ahí un buen rato.
Myriam apretó los dientes y reanudó su trabajo con renovado brío. La sorprendía mucho que Víctor no se hubiera presentado en la casa en toda la semana, desde el «gran beso». Se había sorpren¬dido asomándose a las ventanas, metiendo la nariz en los rincones, siempre con la esperanza de verle.
Pero él no estaba nunca.
No sabía discernir si se sentía decepcionada o aliviada. O las dos cosas. Las dos cosas, ciertamente, concluyó, exhalando un suspiro.
_¿Has dicho algo, Myriam? _le preguntó Eloisa.
_No _repuso ella, negando con la cabeza, pero sin apartar los ojos de su pobre índice maltratado.
Arrugando la nariz se apretó la yema y vio formarse lentamente una gotita de sangre.
_¿Dónde está? _insistió Eloisa.
_Víctor tiene treinta años _dijo lady Bridgerton apacible¬mente_. No tiene por qué informarnos de todas sus actividades.
Eloisa emitió un fuerte bufido.
_Eso es un cambio radical respecto a la semana pasada, madre _comentó.
_¿Qué quieres decir?
_«¿Dónde está Víctor?» _remedó Eloisa, en una buena imi¬tación de su madre_. «¿Cómo se atreve a marcharse sin decir pala¬bra? Es como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra.»
_Eso era diferente _dijo lady Bridgerton.
_¿En qué? _preguntó Francesca, que tenía puesta su habitual sonrisa guasona.
_Había dicho que iría a la fiesta de ese horrendo muchacho Cavender, y después no volvió, mientras que esta vez... _se inte¬rrumpió y frunció los labios_. ¿Y por qué habría de explicaros mis motivos?
_No logro imaginarlo _masculló Myriam.
Eloisa, que estaba a su lado, se atragantó con el té.
Francesca se apresuró a darle unas palmadas en la espalda y se inclinó a preguntar:
_¿Dijiste algo, Myriam?
Negando con la cabeza, Myriam enterró la aguja para dar la siguiente puntada en el dobladillo que estaba repasando y erró total¬mente el blanco.
Eloisa la miró de reojo, bastante extrañada.
Lady Bridgerton se aclaró la garganta.
_Bueno, creo que... _se interrumpió y ladeó la cabeza_. Oye, ¿hay alguien en el corredor?
Ahogando un gemido, Myriam miró hacia la puerta, esperando ver entrar al mayordomo. Wickham siempre la miraba desaproba¬dor antes de decir cualquier recado o noticia que llevara. No apro¬baba que la doncella tomara el té con las señoras de la casa, y si bien nunca expresaba su opinión sobre el asunto delante de las Bridger¬ton, rara vez se tomaba la molestia de impedir que se le reflejara la opinión en la cara.
Pero no fue Wickham el que apareció en la puerta, sino Víctor.
_¡Víctor! _exclamó Eloisa levantándose al instante_. Justa¬mente estábamos hablando de ti.
_¿Ah, sí? _dijo él, mirando a Myriam.
_Yo no _masculló ella.
_¿Dijiste algo, Myriam? _preguntó Hyacinth.
_¡Ay!
_Tendré que quitarte esa costura _dijo lady Bridgerton son¬riendo divertida_. Habrás perdido una pinta de sangre cuando haya acabado el día.
Myriam dejó a un lado la costura disponiéndose a levantarse.
_Iré a buscar un dedal.
_¡¿No tienes dedal?! _exclamó Hyacinth_. Yo jamás soñaría ron remendar algo sin un dedal.
_¿Y alguna vez has soñado con remendar? _le preguntó Fran¬cesca, sonriendo burlona.
Hyacinth le dio un puntapié, con lo que casi volcó el servicio de té.
_¡Hyacinth! _la regañó lady Bridgerton.
Myriam miró hacia la puerta, tratando de fijar los ojos en cual¬quier cosa que no fuera Víctor. Se había pasado toda la semana deseando verlo, y ahora que estaba ahí, lo único que deseaba era escapar. Si le miraba a la cara, su mirada se desviaría inevitablemen¬te hacia sus labios, y si le miraba los labios, sus pensamientos irían inmediatamente a ese beso, y si pensaba en ese beso...
_Necesito ese dedal _dijo, levantándose de un salto. Había ciertas cosas que no se debían pensar en público.
_Eso dijiste _comentó Víctor, alzando una ceja en un arco perfecto, y perfectamente arrogante.
_Está abajo _explicó ella_, en mi habitación.
_Pero si tu habitación está arriba _observó Hyacinth.
Myriam la habría matado.
_Eso fue lo que dije _dijo ella entre dientes.
_No dijiste eso _rebatió Hyacinth, muy segura.
_Sí, dijo eso _afirmó lady Bridgerton_. Yo la oí.
Myriam giró la cabeza para mirar a lady Bridgerton y al instante comprendió que ésta había mentido.
_Tengo que ir a buscar ese dedal _dijo, más o menos por ené¬sima vez.
Corrió hacia la puerta, atragantándose con la saliva al acercarse a Víctor.
_No querría que te hicieras daño _dijo él, haciéndose a un lado para dejarla pasar por la puerta. Pero cuando ella pasó, se le acercó un poco y susurró_: Cobarde.
Myriam sintió arder las mejillas, y cuando ya había bajado media escalera, cayó en la cuenta de que tenía que haber subido a su habi¬tación. Maldición, no deseaba volverse y pasar nuevamente junto a Víctor. Lo más probable era que él continuara de pie en la puerta, y curvaría los labios cuando ella pasara, en una de esas sonrisas levemente burlonas, levemente seductoras que siempre conseguían qui¬tarle el aliento.
Qué desastre.
De ninguna manera podía continuar en esa casa.
¿Como podría continuar con lady Bridgerton cuando cada vez que veía a Víctor se le licuaban las rodillas? Sencillamente no tenía la fuerza. Él la conquistaría, la haría olvidar todos sus prin¬cipios, todos sus juramentos. Tendría que marcharse. No tenía otra opción.
Y eso era terrible también, porque le gustaba trabajar para las hermanas Bridgerton. La trataban como a un ser humano, no como a un caballo de tiro. Le hacían preguntas y parecían interesarse en sus respuestas.
Ella no era una de ellas, cierto, jamás lo sería, pero ellas le hacían fácil imaginar, simular, que lo era.
Y por encima de todo, lo único que de verdad había deseado en su vida era una familia.
Con las Bridgerton, casi podía simular que tenía una familia.
_¿Te has extraviado?
Levantó la vista y vio a Víctor en lo alto de la escalera, apoya¬do despreocupadamente en la pared. Miró el suelo y cayó en la cuen¬ta de que seguía a mitad de la escalera.
_Voy a salir.
_¿A comprar un dedal?
_Sí _respondió ella, retadora.
_¿No necesitas dinero?
Podía mentirle y decirle que llevaba dinero en el bolsillo o decir¬le la verdad y dejar al descubierto la patética tonta que era. O igual podía bajar corriendo la escalera y salir de la casa. Ésa era la salida cobarde, pero...
_Tengo que irme _masculló, y bajó tan rápido que se olvidó de que debía salir por la puerta de servicio.
Atravesó corriendo el vestíbulo, abrió la pesada puerta y bajó a tropezones la escalinata de entrada. Al tocar sus pies la acera, giró en dirección norte, no por ningún motivo en particular, sino simple¬mente porque tenía que ir a alguna parte. Y entonces oyó una vor. Una voz chillona, horrible, espantosa.
Dios santo, era la voz de Aislin.
Se le paró el corazón. Corrió hacia la pared y se apretó contra ella. Aislin estaba mirando hacia la calle, y a menos que se gira¬ra, no la vería.
Por lo menos era fácil permanecer en silencio cuando no se tenían fuerzas ni para respirar.
¿Y qué hacía ahí Aislin?
La casa Penwood estaba por lo menos a unas ocho manzanas, más cerca de...
Entonces le vino el recuerdo. Lo había leído en Whistledown el año anterior, en uno de los pocos ejemplares que habían caído en sus manos cuando trabajaba para los Cavender. El nuevo conde de Penwood había decidido tomar residencia en su casa de Londres, por lo que sus anitguos verdugos se vieron obligadas a buscarse otra casa.
Pero ¿la casa vecina a la de los Bridgerton? Ni aunque lo hubie¬ra intentado habría podido imaginarse una pesadilla peor.
_¿Dónde está esa muchacha insufrible? _estaba diciendo Aislin.
Al instante Myriam sintió lástima de esa determinada muchacha. Habiendo sido la anterior «muchacha insufrible» de Aislin, sabía que ese puesto iba acompañado de muy pocos beneficios.
_¡Penelope! _chilló Aislin y fue a subir a un coche que estaba esperando.
Myriam se mordió el labio, con el corazón oprimido. En ese momento comprendió exactamente lo que debió ocurrir cuando ella se marchó. Aislin habría contratado una doncella, y seguro que la trataría horrorosamente, pero no podía degradarla y humillarla del mismo modo que a ella. Había que conocer a la persona y odiar¬la realmente para ser tan cruel.
Cualquier criada no le serviría. Y puesto que Aislin necesitaba humillar a alguien, pues no podía sentirse bien consigo misma si no hacía sentirse mal a alguien, evi¬dentemente eligió a Penelope como cabeza de turco, o de turca, tal vez.
En ese momento Penelope salió corriendo de la casa, con la cara páli¬da y ojerosa. Myriam la observó; se veía desgraciada, y tal vez un poco más gorda que hacía dos años. A Aislin no le gustaría nada eso, pensó tristemente. Aislin nunca había logrado aceptar que Penelope no fuera menuda, rubia y hermosa, como ella y como RosaMarie.
Si ella hahía sido el castigo de Aislin, Penelope siempre había sido su desilusión, pensó.
Penelope estaba agachada en lo alto de la escalinata, atándose las correas de los botines.
RosaMarie sacó la cabeza por la ventanilla del coche y gritó:
_¡Penelope!
Una voz chillona bastante poco atractiva, pensó Myriam.
_¡Voy! _gritó Penelope.
_¡Date prisa!
Penelope acabó de atarse las correas y bajó, pero en su prisa se le res¬baló el pie en el último peldaño y al instante siguiente estaba tum¬bada en la acera.
Instintivamente Myriam dio un paso para correr a ayudarla, pero volvió a pegarse a la pared. Penelope no se había hecho ningún daño, y no había nada en la vida que deseara menos que la posibilidad de que Aislin se enterara de que estaba en Londres, y justamente en la casa vecina.
Penelope se levantó del suelo y dedicó un momento a mover el cue¬llo, primero a la izquierda, luego a la derecha y...
Y entonces la vio. De eso no cabía la menor duda, porque agran¬dó los ojos, abrió ligeramente la boca y luego formó un pequeño morro con los labios, como para decir «¿Myriam?».
Myriam negó enérgicamente con la cabeza.
_¡Penelope! _gritó Aislin con voz airada.
Myriam volvió a negar con la cabeza, suplicándole con los ojos que no delatara su presencia.
_¡Voy, madre! _gritó Penelope y, después de hacerle un leve gesto de asentimiento a ella, subió al coche.
El coche emprendió la marcha y, por suerte, iba en la dirección opuesta a donde se encontraba ella.
A punto de desplomarse, estuvo un minuto entero apoyada en la pared sin moverse.
Y luego continuó inmóvil otros cinco.
No había sido la intención de Víctor ir a tomar el té con su madre y sus hermanas, aunque al llegar lo había pensado mejor. Pero en el momento en que Myriam salió corriendo de la sala de estar de arriba, perdió todo el interés en el té y los panecillos.
_Justo estaba preguntando dónde estarías _estaba diciendo Eloisa.
_¿Mmm? _Giró levemente la cabeza hacia la derecha y estiró el cuello, para ver cuánto de la calle lograba ver por la ventana des¬de ese ángulo.
_He dicho que estaba preguntando... _alcanzó a decir Eloisa, casi a gritos.
_Eloisa, baja la voz _la interrumpió lady Bridgerton.
_Pero es que no está escuchando.
_Si no está escuchando, gritando no vas a atraer su atención_dijo lady Bridgerton.
_Arrojarle un panecillo podría resultar _sugirió Hyacinth.
_Hyacinth, no te at...
Pero Hyacinth ya había arrojado el panecillo. Víctor se hizo a un lado un segundo antes de que el panecillo le rebotara en un lado de la cabeza. Lo primero que hizo fue mirar la pared, donde el pane¬cillo había dejado una ligera mancha, y luego miró al suelo, donde había aterrizado, notablemente, en una sola pieza.
_Creo que ésa es la señal para que me marche _dijo afable¬mente, dirigiendo una fresca sonrisa a su hermana menor.
El panecillo volante le daba el pretexto perfecto para salir de la sala a ver si lograba seguirle el rastro a Myriam hasta donde fuera que creía que iba.
_Pero si acabas de llegar _dijo su madre.
Al instante él la observó con desconfianza.
Ése no había sido ni remotamente el tono quejumbroso que empleaba habitualmente para decir «Pero si acabas de llegar». La verdad, no parecía molesta en lo más mínimo porque él pensaba marcharse.
Lo cual significaba que se traía algo entre manos.
_Podría quedarme _dijo, sólo para probarla.
_Oh, no _repuso ella, llevándose la taza a los labios, aunque él estaba seguro de que estaba vacía_. No permitas que te retengamos si estás ocupado.
Víctor trató de acomodar los rasgos en una expresión impasi¬ble, o por lo menos una que ocultara su sorpresa. La última vez que informó a su madre de que estaba «ocupado», ella reaccionó con un «¿Demasiado ocupado para tu madre?».
Su primer impulso fue afirmar «Me quedo» e instalarse en una silla, pero tuvo la sangre fría necesaria para comprender que que¬darse ahí sólo para frustrar a su madre era bastante ridículo, cuando lo que de veras deseaba hacer era marcharse.
_Me voy, entonces _dijo finalmente, retrocediendo hacia la puerta.
_Vete _dijo ella, haciéndole un gesto de despedida_. Que te diviertas.
Víctor decidió salir antes de que ella se las arreglara para con¬fundirlo más. Se agachó a recoger el panecillo, y lo lanzó suavemen¬te a Hyacinth, que lo cogió al vuelo, sonriendo. Después hizo una inclinación hacia su madre y sus hermanas y salió al corredor. Cuan¬do llegaba a la escalera alcanzó a oír decir a su madre:
_Creí que no se marcharía nunca.
Muy extraño, francamente.
Bajó de prisa la escalera, atravesó el vestíbulo con largas y tran¬quilas zancadas, y salió. Dudaba de que Myriam estuviera cerca de la casa, pero si había ido a comprar, sólo podía haber tomado una dirección. Giró a la derecha, con la intención de dirigirse a la peque¬ña hilera de tiendas, pero sólo había dado tres pasos cuando la vio. Ella estaba pegada a la pared de ladrillos exterior, con el aspecto de recordar apenas la forma de respirar. Corrió hacia ella.
_¿Myriam? ¿Qué ha ocurrido? ¿Te sientes mal?
Ella se sobresaltó al verlo, después negó con la cabeza.
Él no la creyó, naturalmente, pero no le vio ningún sentido a decirle eso.
_Estás temblando _le dijo, mirándole las manos_. Dime qué ocurrió. ¿Alguien te molestó?
_No _dijo ella con voz temblorosa nada característica_. Sólo... esto... eh... _Miró hacia el lado y vio la escalinata_. Me tropecé al bajar y me asusté. _Sonrió débilmente_. Seguro que sabes lo que quiero decir, esa sensación de que te han dado un vuelco las entrañas.
Víctor asintió porque sabía qué quería decir, pero no porque la creyera.
_Ven conmigo.
Ella lo miró y había algo en esas profundidades verdes que a él le oprimió el corazón.
_¿Adónde? _preguntó ella en un susurro.
_A cualquier parte, para no estar aquí.
_Eh...
_Vivo cinco casas más allá.
_¿Sí? _preguntó ella con los ojos agrandados_. Nadie me lo había dicho.
_Te prometo que tu virtud estará a salvo _y luego añadió, sim¬plemente porque no lo pudo evitar_ A no ser que «tú» desees otra cosa.
Tuvo la impresión de que ella se habría resistido o protestado si no hubiera estado tan aturdida, pero se dejó llevar por la calle.
_Simplemente estaremos sentados en mi sala de estar hasta que te sientas mejor.
Ella asintió y él la hizo subir la escalinata y entrar en su casa, una modesta casa de ciudad un poco al sur de la de su madre.
Cuando ya estaban cómodamente instalados y él había cerra¬do la puerta para que no los molestara ningún criado al pasar, la miró pensando decirle «Ahora podrías contarme la verdad de lo que ocurrió», pero en el último minuto, algo lo obligó a morder¬se la lengua. Él podía preguntárselo, pero seguro que ella no se lo diría. Se pondría a la defensiva y eso no favorecería en nada su causa.
Poniéndose una expresión neutra en la cara, le preguntó:
_¿Cómo encuentras trabajar para mi familia?
_Son muy simpáticas.
_¿Simpáticas? _repitió él, sin poder evitar que se le reflejara la incredulidad en la cara_. Enloquecedoras, quizás, incluso agotado¬ras, pero ¿simpáticas?
_Yo las encuentro simpáticas _dijo Myriam firmemente.
Víctor sonrió porque quería muchísimo a su madre y sus her¬manas, y le encantaba que Myriam estuviera empezando a quererlas, pero entonces cayó en la cuenta de que eso iba en contra de sus pro¬pios intereses, porque cuanto más se encariñara Myriam con ellas menos posibilides habría de que se deshonrara a sus ojos accedien¬do a ser su amante.
Maldición.
Había cometido un grave error de cálculo al llevarla allí. Como había estado tan empeñado en que se viniera con él a Lon¬dres que ofrecerle un puesto en la casa de su madre le pareció la úni¬ca manera de convencerla.
Eso, combinado con su buen poco de coacción.
Maldición, maldición, maldición. ¿Por qué no la había coac¬cionado a hacer algo que le hiciera más fácil arrojarse en sus bra¬zos?
_Deberías agradecer a tus estrellas de la suerte por tenerlas _dijo ella, con la voz más enérgica de lo que le había salido en toda la tarde_. Yo daría cualquier cosa por... _no acabó la frase.
_¿Darías cualquier cosa por qué? _le preguntó él, sorprendido de lo mucho que le interesaba oír la respuesta.
_Por tener una familia como la tuya _repuso ella, mirando tristemente por la ventana.
_No tienes a nadie _dijo él, no como pregunta, sino como afir¬mación.
_Nunca he tenido a nadie.
_¿Ni siquiera a tu...? _Recordó que en un descuido ella le había dicho que su madre había muerto al nacer ella_. A veces no es fácil ser un Bridgerton _dijo, en tono intencionadamente alegre y afable.
Ella giró lentamente la cabeza y lo miró.
_No puedo imaginarme nada más agradable.
_Y no hay nada más agradable, pero eso no quiere decir que siempre sea fácil.
_¿Qué quieres decir?
Y entonces Víctor se vio impulsado a expresar sentimientos que jamás había contado a ningún alma viviente, ni siquiera a su familia.
_Para la mayor parte del mundo _explicó_, sólo soy un Brid¬gerton. No soy Víctor, ni Ben y ni siquiera un caballero de posi¬bles y algo de inteligencia. Soy simplemente _sonrió pesaroso_ un Bridgerton. Concretamente, el Número Dos.
A ella le temblaron los labios y por fin sonrió.
_Eres mucho más que eso.
_Y así me gusta pensarlo, pero la mayor parte del mundo no lo ve así.
_La mayor parte del mundo es tonto y no te conoce.
Él se echó a reír. No había nada más atractivo que Myriam frun¬ciendo el entrecejo.
_No encontrarás oposición en mí respecto a eso.
Pero entonces, justo cuando creía que había acabado ese tema, ella lo sorprendió diciendo:
_No te pareces en nada al resto de tu familia.
_¿Cómo? _preguntó él, sin mirarla a los ojos. No quería que ella viera lo importante que era para él su respuesta.
_Bueno, tu hermano Anthony... _arrugó la cara, pensando_. El hecho de ser el mayor le ha alterado toda su vida. Evidentemente siente una responsabilidad hacia la familia que tú no.
_Vamos a ver, espera un mo...
_No me interrumpas _dijo ella, colocándole una mano tranqui¬lizadora en el pecho_. No he dicho que no quieras a tu familia ni que no darías tu vida por cualquiera de ellos. Pero en el caso de tu herma¬no es diferente. Se siente responsable, y de verdad creo que se consi¬deraría un fracaso si cualquiera de sus hermanos fuera desgraciado.
_¿Cuántas veces has visto a Anthony?
_Una sola vez. _Tensó las comisuras de la boca como si qui¬siera reprimir una sonrisa_. Pero esa vez fue suficiente. En cuanto a tu hermano menor Roberto... bueno, no lo he visto, pero he oído hablar mucho...
_¿A quién?
_A todo el mundo. Por no decir que siempre lo mencionan en la hoja Whistledown, la que, he de confesar, he leído durante años.
_Entonces sabías de mí antes de conocerme.
Ella asintió.
_Pero no te conocía. Eres mucho más de lo que imagina lady Whistledown.
_Dime _dijo él, colocando la mano sobre la de ella_. ¿Qué ves?
Myriam lo miró a los ojos, examinó esas profundidades color chocolate y vio algo que jamás habría soñado que existía. Una dimi¬nuta chispa de vulnerabilidad, de necesidad.
Él necesitaba saber qué pensaba ella de él, que él era importante para ella. Ese hombre, tan seguro de sí mismo, necesitaba su apro¬bación.
Tal vez la necesitaba a ella.
Giró la mano hasta que se tocaron las palmas y con el índice de la otra mano trazó círculos y remolinos sobre la fina cabritilla de su guante.
_Eres... _comenzó, tomándose su tiempo, porque sabía que cada palabra pesaba más en ese intenso momento_. No eres del todo el hombre que presentas ante el resto del mundo. Te gusta que te consideren gallardo, elegante, irónico, perspicaz, y lo eres, pero bajo todo eso eres mucho más. Te importan las personas _conti¬nuó, consciente de que la voz le salía rasposa de emoción_. Te importa tu familia, e incluso te importo yo, aunque Dios sabe que no siempre me lo merezco.
_Siempre _interrumpió él, llevándose su mano a los labios y besándole la palma, con un fervor que a ella le cortó el aliento¬_ Siempre.
_Y.. y... _le costaba continuar, estando esos ojos fijos en los de ella con una emoción tan transparente.
_¿Y qué? _la instó él en un susurro.
_Gran parte de lo que eres te viene de tu familia _dijo ella, casi a borbotones_. Eso es muy verdad. No se puede crecer con tanto amor y lealtad y no ser una persona mejor debido a eso. Pero en el fondo de ti, en tu corazón, en tu alma, está el hombre para ser el cual naciste. Tú, no el hijo de alguien, no el hermano de alguien. Tú.
Víctor la observó atentamente. Abrió la boca para hablar, pero descubrió que no tenía palabras. No había palabras para un momen¬to como ese.
_En el fondo _continuó ella_, tienes el alma de un artista.
_Noo _dijo él, negando con la cabeza.
_Sí. He visto tus dibujos. Eres brillante. Yo no sabía cuánto hasta que conocí a tu familia. Los has captado a todos a la perfec¬ción, desde la expresión guasona de Francesca cuando sonríe hasta la travesura en la forma como Hyacinth pone los hombros.
_Nunca le he enseñado a nadie mis dibujos _reconoció él. Ella levantó bruscamente la cabeza.
_Noo. ¿En serio?
_A nadie.
_Pero es que son excelentes. Tú eres excelente. Estoy segura de que a tu madre le encantaría verlos.
_No sé por qué _dijo él, sintiéndose tímido_, pero nunca he deseado enseñárselos a nadie.
_Pero a mí me los enseñaste _dijo ella dulcemente.
_No sé, me pareció... bien.
Y entonces el corazón se saltó un latido, porque de pronto «todo» estaba bien.
La amaba. No sabía cómo ocurrió eso, sólo sabía que era cierto.
No era sólo que ella conviniera a sus necesidades corporales. Había habido montones de mujeres convenientes en ese sentido. Myriam era distinta. Lo hacía reír. Lo hacía desear hacerla reír. Y cuando estaba con ella..., bueno, cuando estaba con ella la deseaba desesperadamente, pero durante esos momentos en que su cuerpo lograba mantenerse controlado...
Se sentía contento, satisfecho.
Era extraño, eso de encontrar una mujer que pudiera hacerlo feliz con su sola presencia. Ni siquiera necesitaba verla, ni oír su voz, ni oler su aroma. Simplemente necesitaba saber que estaba ahí.
Si eso no era amor, no sabía qué era.
La contempló, tratando de prolongar el momento, de retener esos instantes de perfección total. Vio que algo se ablandaba en sus ojos, y el color pareció fundirse, convertirse de una brillante esme¬ralda en un musgo blando y armonioso. Se le entreabrieron y ablan¬daron los labios y comprendió que tenía que besarla, y no porque lo deseara, sino porque tenía que besarla.
La necesitaba junto a él, debajo de él, encima de él.
La necesitaba dentro de él, alrededor de él, como una parte de él.
La necesitaba como necesitaba el aire.
Y, pensó en ese último instante racional antes de que sus labios encontraran los de ella, la necesitaba en ese preciso momento.
Esta cronista es de la muy certera opinión de que a la mitad masculi¬na de la población no le interesará la parte que viene a continuación, de modo que todos tenéis permiso para saltaros esto y pasar a la siguiente sección de la columna. Las señoras, sin embargo, permitid que esta cronista sea la primera en informaros que no hace mucho la familia Bridgerton fue arrastrada a la batalla por las criadas que ha hecho furor toda la temporada entre lady Penwood y la señora Feat¬herington. Parece ser que la doncella que atendía a las hijas Bridger¬ton ha desertado a favor de las Penwood, para reemplazar a la doncella que volvió corriendo a la casa Featherington después de que lady Penwood la obligara a limpiar trescientos pares de zapatos.
Otra noticia relativa a los Bridgerton es que Víctor Bridgerton ciertamente está de vuelta en Londres. Parece que cayó enfermo estando en el campo y prolongó su estancia allí. Ojalá hubiera una explicación más interesante sobre todo cuando uno, como esta cro¬nista, depende de historias interesantes para ganarse la vida, pero lamentablemente, eso es todo lo que hay.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 14 de mayo de 1817.
A la mañana siguiente Myriam ya conocía a cinco de los hermanos de Víctor. Eloisa, Francesca y Hyacinth vivían en la casa con su madre; Anthony había ido con su hijo menor a desayunar, y Daph¬ne, que era la duquesa de Hasting, había acudido a la llamada de lady Bridgerton para ayudarla a planificar el baile de fin de tempo¬rada. Los únicos Bridgerton que le faltaba por conocer eran Gregorio, que estaba en Eton, y Roberto, el cual, según palabras de An¬thony, estaba sólo Dios sabía dónde.
Aunque, si había de ser más exacta, a Roberto ya lo conocía; lo conoció en el baile de máscaras. La aliviaba bastante que estuviera fuera de la ciudad. Dudaba de que la reconociera, después de todo Víctor no la había reconocido. Pero encontraba estresante e inquietante la idea de encontrarse nuevamente con él.
Como si eso importara, pensó, pesarosa. Todo le resultaba muy estresante e inquietante ese último tiempo.
No se llevó la menor sorpresa cuando Víctor se presentó en casa de su madre esa mañana a tomar el desayuno. Ella podría haber¬lo eludido totalmente si él no hubiera estado ganduleando en el corredor cuando ella iba de camino a la cocina, donde pensaba hacer su comida de la mañana con los demás criados.
_¿Y cómo fue tu primera noche en Bruton Street número seis? _le preguntó, con esa sonrisa perezosa y masculina.
_Espléndida _respondió ella, dando un paso a un lado para hacer un amplio círculo al pasar por su lado.
Pero al dar ella el paso a la izquierda él dio un paso a la derecha y le bloqueó el camino.
_Me alegra que lo estés pasando bien.
Ella dio un paso a la derecha.
_Estaba _dijo intencionadamente.
Él era demasiado cortés para dar un paso a la izquierda, pero se las arregló para girarse y apoyarse en una mesa de tal forma que nue¬vamente le impidió pasar.
_¿Te han enseñado la casa? _le preguntó.
_El ama de llaves.
_¿Y el parque?
_No hay parque.
Él sonrió, sus ojos castaños cálidos y seductores.
_Hay un jardín.
_Más o menos del tamaño de un billete de libra _replicó ella.
_Sin embargo...
_Sin embargo debo tomar el desayuno _lo interrumpió ella.
Él se hizo a un lado gallardamente.
_Hasta la próxima vez _susurró.
Y Myriam tuvo la angustiosa sensación de que la próxima vez lle¬garía muy pronto.
Treinta minutos después, Myriam salió lentamente de la cocina, medio esperando que Víctor apareciera de repente por una esqui¬na. Bueno, tal vez no medio esperando. A juzgar por la dificultad que sentía para respirar, lo más probable era que toda ella esperara.
Pero él no apareció.
Continuó avanzando. Seguro que bajaría corriendo la escalera en cualquier momento, avasallándola con su presencia.
Víctor continuó sin aparecer.
Abrió la boca y alcanzó a morderse la lengua, al darse cuenta de que estaba a punto de decir su nombre.
_Niña estúpida _masculló.
_¿Quién es estúpida? _le preguntó Víctor_. Tú no, supongo.
Myriam pegó un salto de más de un palmo.
_¿De dónde has salido? _le preguntó cuando ya casi había recuperado el aliento.
Él señaló una puerta abierta.
_De ahí _dijo él, su voz toda inocencia.
_¿Así que ahora me metes sustos saliendo de los armarios?
_Noo _repuso él, ofendido_. Ésa es una escalera.
Myriam se asomó por un lado de él. Era la escalera lateral, la esca¬lera de los criados. Ciertamente no era ése un lugar para que se pa¬searan los miembros de la familia.
_¿Acostumbras a bajar a hurtadillas por la escalera de servicio? _le preguntó, cruzándose de brazos.
Él se le acercó, justo lo suficiente para hacerla sentir ligeramen¬te incómoda y, aunque eso no lo reconocería jamás ante nadie, ni siquiera ante sí misma, ligeramente excitada.
_Sólo cuando quiero escabullirme de alguien.
_Tengo trabajo que hacer _dijo ella, intentando pasar por su lado.
_¿Ahora?
_Sí, ahora _contestó entre dientes.
_Pero si Hyacinth está tomando el desayuno. No puedes arre¬glarle el pelo mientras come.
_También atiendo a Francesca y Eloisa.
Él se encogió de hombros, sonriendo inocentemente.
_También están desayunando. De verdad, no tienes nada que hacer.
_Lo cual indica lo poco que sabes de trabajar para vivir _repli¬có ella_. Tengo que planchar, remendar, abrillantar...
_¿Te hacen pulir la plata?
_¡Zapatos! _dijo ella, casi gritando_. Tengo que abrillantar zapatos.
_Ah. _Apoyó un hombro en la pared y se cruzó de brazos_. Eso parece aburrido.
_«Es» aburrido _repuso ella, tratando de desentenderse de las lágrimas que le escocían los ojos.
Sabía que su vida era aburrida, pero le dolía oírlo decir a otra persona.
Él curvó la comisura de la boca en una perezosa y seductora son¬risa.
_Tu vida no tiene por qué ser aburrida, lo sabes.
_La prefiero aburrida _espetó ella, intentando pasar.
Él movió el brazo hacia un lado en un amplio gesto, invitándola a pasar.
_Si así es como la deseas.
_Así la deseo _dijo ella, pero las palabras no le salieron con la firmeza que habría querido_. Así la deseo _repitió.
Ah, bueno, no le servía de nada mentirse a sí misma. No desea¬ba esa vida, no. Pero así tenía que ser.
_¿Quieres convencerte tú, o convencerme a mí? _le preguntó él dulcemente.
_No te voy a honrar con una respuesta _replicó ella, pero no lo miró a los ojos al decirlo.
_Será mejor que subas, entonces _dijo él, y arqueó una ceja al ver que ella no se movía_. Seguro que tienes muchísimos zapatos por limpiar.
Myriam subió corriendo la escalera, la de los criados, sin mirar atrás.
La vez siguiente Víctor la encontró en el jardín, ese trozo verde del que ella se burlara acertadamente comparando su tamaño con un billete de libra. Las hermanas Bridgerton habían ido a visitar a las hermanas Featherington, y lady Bridgerton estaba durmiendo una siesta. Myriam ya había planchado todos los vestidos y los tenía listos para el evento social de esa noche, había elegido cintas para el pelo que hicieran juego con cada vestido, y limpiado zapatos suficientes para toda la semana.
Terminado su trabajo, decidió tomarse un corto descanso e ir a leer en el jardín. Lady Bridgerton le había dicho que podía coger los libros que quisiera de su pequeña biblioteca, de modo que eligió una novela de reciente publicación y se instaló a leerla en un sillón de hie¬rro forjado en el pequeño patio. Sólo llevaba leído un capítulo cuan¬do oyó pasos provenientes de la casa. Consiguió no levantar la vista hasta cuando la cubrió una sombra. Previsiblemente, era Víctor.
_¿Vives aquí? _le preguntó, sarcástica.
_No _repuso él, sentándose en el sillón del lado_, aunque mi madre vive diciéndome aquí que me sienta en casa.
A ella no se le ocurrió ninguna réplica ingeniosa de modo que se limitó a emitir un «mmm» y volvió a meter la nariz en el libro.
Él apoyó los pies en la mesilla que había delante.
_¿Y qué estás leyendo hoy?
_Esa pregunta _contestó ella cerrando el libro pero dejando el dedo para marcar la página_ da a entender que «estoy» leyendo, lo cual te aseguro que no puedo hacer mientras estás sentado aquí.
_Así de irresistible es mi presencia, ¿eh?
_Así de perturbadora.
_Eso es mejor que aburrida _observó él.
_Me gusta mi vida aburrida.
_Si te gusta tu vida aburrida, significa que no entiendes la natu¬raleza de la emoción.
Su tono de superioridad la indignó. Aferró el libro con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos.
_Ya he tenido suficiente emoción en mi vida _replicó entre dientes_. Te lo aseguro.
_Me encantaría participar más en esta conversación _dijo él con voz arrastrada_, pero tú no has considerado conveniente con¬tarme ningún detalle de tu vida.
_No ha sido por descuido.
Él chasqueó la lengua, desaprobador.
_Qué hostilidad.
Ella lo miró con los ojos agrandados.
_Me raptaste.
_Te coaccioné.
_¿Quieres que te golpee?
_No me importaría _contestó él, mansamente_. Además, ahora que estás aquí, ¿de verdad fue tan terrible que te haya intimi¬dado para que vinieras? Te gusta mi familia, ¿verdad?
_Sí, pero...
_Y te tratan bien, ¿verdad?
_Sí, pero...
_¿Entonces cuál es el problema? _le preguntó él en tono más arrogante.
Myriam casi perdió los estribos. Estuvo a punto de levantarse de un salto, cogerlo por los hombros y sacudirlo, sacudirlo y sacu¬dirlo, pero en el último instante comprendió que eso era exacta¬mente lo que quería él. Por lo tanto, se limitó a sorber por la nariz y decir:
_Si no eres capaz de reconocer tú el problema, no tengo mane¬ra de explicártelo.
Él se echó a reír, el maldito.
_Buen Dios, ésa ha sido una hábil evasiva.
Ella abrió el libro.
_Estoy leyendo.
_Tratando al menos.
Ella pasó la página, aunque no había leído los dos últimos párra¬fos. La verdad era que sólo quería aparentar indiferencia a él, ade¬más, siempre podía retroceder y leerlos cuando él se hubiera marchado.
_Tienes el libro del revés _observó él.
Ella ahogó una exclamación y miró el libro.
_¡Está bien!
_Pero tuviste que mirarlo para comprobarlo, ¿no? _dijo él sonriendo guasón.
_Voy a entrar _anunció ella, levantándose.
Él se levantó al instante.
_¿Y vas a dejar este espléndido aire de primavera?
_Y a ti _replicó ella, aunque no le pasó inadvertido su gesto de respeto y cortesía. Los caballeros no solían levantarse por simples criadas.
_Ten piedad _susurró él_. Lo estaba pasando tan bien.
Ella pensó cuánto daño le haría si le arrojaba el libro. Tal vez no lo suficiente para compensar su pérdida de dignidad. La asombraba la facilidad con que él la enfurecía. Lo amaba desesperadamente, ya hacía tiempo que había dejado de mentirse respecto a eso, y sin embargo él era capaz de hacerle temblar de rabia todo el cuerpo con sólo una insignificante pulla.
_Adiós, señor Bridgerton.
_Hasta luego _respondió él haciéndole un gesto de despedida.
Myriam se detuvo, nada segura de que le gustara esa indiferente despedida.
_Creí que te marchabas _dijo él, con expresión levemente divertida.
_Y me voy _insistió ella.
Él ladeó la cabeza pero no dijo nada. No tenía para qué. La expresión vagamente burlona de sus ojos hablaba con bastante elo¬cuencia.
Ella se dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta que lleva¬ba al interior, pero cuando estaba a mitad de camino, lo oyó decir:
_Tu vestido nuevo es muy bonito.
Se detuvo y suspiró. Bien podía haber pasado de falsa pupila de un conde a una simple doncella, pero los buenos modales eran bue¬nos modales, y de ninguna manera podía hacer caso omiso de un cumplido. Girándose dijo:
_Gracias. Me lo regaló tu madre. Creo que era de Francesca.
Él se apoyó en la reja en una postura engañosamente perezosa.
_Es una costumbre, ¿verdad?, regalar vestidos a la doncella.
Ella asintió.
_Cuando ya están bien usados, lógicamente. Nadie regalaría un vestido nuevo.
_ Comprendo.
Ella lo observó desconfiada, pensando por qué demonios le importaba el estado de su vestido.
_¿No querías entrar?
_¿Qué te traes entre manos?
_¿Por qué crees que me traigo algo entre manos?
Ella frunció los labios y dijo:
_No serías tú si no estuvieras tramando algo.
_Creo que ése ha sido un cumplido _dijo él, sonriendo.
_No necesariamente; no era ésa la intención.
_De todos modos, lo tomo como cumplido _dijo él mansa¬mente.
Ella no encontró una buena respuesta, así que no dijo nada. Tampoco avanzó hacia la puerta; no sabía por qué, puesto que había expresado muy claramente su deseo de estar sola. Pero sus palabras y sus sentimientos no siempre coincidían. En su corazón, suspiraba por ese hombre, soñaba con una vida que no podía ser.
No debería estar tan enfadada con él, pensó. Él no debería haberla obligado a venir a Londres en contra de sus deseos, cierto, pero no podía culparlo por haberle ofrecido el puesto de querida. Había hecho lo que habría hecho cualquier hombre de su posición. Ella no se hacía ninguna ilusión respecto a su lugar en la sociedad londinense. Era una criada, una sirvienta. Y lo único que la distin¬guía de los demás sirvientes era que había conocido el lujo de niña. La habían educado como a aristócrata, aun cuando fuera sin amor, y esa experiencia había configurado sus ideales y valores. Ahora esta¬ba clavada para siempre entre dos mundos sin ningún lugar claro en ninguno de los dos.
_Estás muy seria _dijo él dulcemente.
Myriam lo oyó, pero ya no pudo apartar la mente de sus pensa¬mientos.
Víctor se le acercó. Alargó la mano para tocarle la barbilla, pero se contuvo y la retiró.
En ese momento había en ella un algo que la hacía intocable, inalcanzable.
_No soporto verte tan triste _le dijo.
Sus palabras lo sorprendieron. No había sido su intención decir¬le nada; simplemente se le escaparon de los labios.
Entonces ella lo miró.
_No estoy triste.
Él hizo un movimiento de negación con la cabeza, casi imper¬ceptible.
_Hay una pena profunda en tus ojos. Rara vez desaparece.
Ella se tocó la cara, como si pudiera tocar esa pena, como si fue¬ra sólida, como si se la pudiera quitar con una fricción.
Víctor le cogió la mano y la llevó a sus labios.
_Ojalá quisieras hacerme partícipe de tus secretos.
_No tengo ningún...
_No me mientas _dijo él, en tono más duro que el que hubie¬ra querido_. Tienes más secretos que todas las mujeres que... –se interrumpió bruscamente, porque por su mente pasó como un relámpago la imagen de la mujer del baile de máscaras_. Más que casi todas las mujeres que conozco _concluyó.
Ella lo miró a los ojos por un brevísimo instante y desvió la vista.
_No hay nada malo en tener secretos. Si yo decidiera...
_Tus secretos te están comiendo viva _la interrumpió él con brusquedad. No quería estar ahí escuchando sus justificaciones, y la frustración estaba acabando con su paciencia_. Tienes la oportuni¬dad de cambiar tu vida, de alargar la mano para coger la felicidad, pero no quieres hacerlo.
_No puedo _repuso ella.
La aflicción que él detectó en su voz, casi lo acobardó.
_Tonterías _dijo_. Puedes hacer lo que quieras. Lo que pasa es que no quieres hacerlo.
_No me pongas esto más difícil de lo que ya es _musitó ella.
Al oírla decir eso, algo se quebró dentro de él. Fue una extraña sensación, palpable, como de explosión, que le desencadenó un torrente de sangre que alimentó la rabia de frustración que llevaba hirviendo a fuego lento dentro de él desde hacía días.
_¿Crees que para mí no es difícil? ¿Crees que no es difícil?
_¡No he dicho eso!
Le cogió la mano y la acercó a él, estrechándola contra su cuer¬po para que comprobara por sí misma lo terriblemente excitado que estaba.
_Ardo por ti _susurró, rozándole la oreja con los labios_. Todas las noches me paso horas despierto en la cama, pensando en ti, pensan¬do por qué demonios estás en la casa de mi madre y no conmigo.
_Yo no quería...
_No sabes lo que quieres _interrumpió él.
Ésa era una afirmación cruel, tremendamente desdeñosa, pero ya no le importaba. Ella lo había herido de una manera que no habría creído posible, con una potencia de la que no la habría imaginado poseedora. Ella había preferido una vida de pesado trabajo a una vida con él, y ahora él estaba condenado a verla casi cada día, a ver¬la, saborearla y olerla justo lo suficiente para mantener vivo y fuer¬te su deseo.
Y él mismo tenía la culpa, desde luego. Podría haberla dejado quedarse en el campo, podría haberse ahorrado esa dolorosa tortu¬ra. Pero se había sorprendido a sí mismo insistiendo en que viniera con él a Londres. Era extraño, y sentía casi miedo de analizar lo que significaba, pero su necesidad de saber que estaba segura y protegi¬da era superior a su necesidad de tenerla para él.
Ella musitó su nombre y él detectó anhelo en su voz; entonces comprendió que él no le era indiferente. Tal vez ella no entendía bien lo que era desear a un hombre, pero lo deseaba.
Le capturó la boca con la suya, prometiéndose al hacerlo que si ella decía no, si hacía cualquier tipo de indicación de que no desea¬ba ese beso, no continuaría. Sería lo más difícil que habría hecho en toda su vida, pero lo haría.
Pero Myriam no dijo no, ni se apartó de él, ni lo empujó para sepa¬rarlo, ni de debatió. Lo que hizo fue enredar los dedos en su pelo y abrir los labios. Él no supo por qué de pronto ella había decidido permitirle besarla, no, «besarlo», pero de ninguna manera iba a sepa¬rar los labios de los de ella para preguntarlo.
Aprovechó el momento, saboreándola, bebiéndola, inspirándo¬la. Ya no estaba tan seguro de ser capaz de convencerla de conver¬tirse en su amante, por lo que era imperioso que ese beso fuera algo más que un beso. Podría tener que durarle toda la vida.
La besó con renovado vigor, desentendiéndose de una molesta vocecita que dentro de la cabeza le decía que ya había estado en esa situación, que ya había ocurrido eso antes. Dos años atrás había bai¬lado con una mujer, la había besado, y ella le dijo que tendría que poner toda una vida en un solo beso.
Él pecó de excesiva confianza entonces. No creyó a la mujer; y la perdió, tal vez lo perdió todo. Desde entonces, no había vuelto a conocer a nadie con quien pudiera imaginarse construir una vida.
Hasta conocer a Myriam.
A diferencia de la dama del vestido plateado, Myriam no era una mujer con la que pudiera esperar casarse, pero también a diferencia de esa dama, estaba allí.
Y víctor no le iba a permitir marcharse.
Estaba ahí, con él, y era como tener el cielo. El delicado aroma de su pelo, el sabor ligeramente salado de su piel, toda ella, estaba hecha para reposar en sus brazos. Y él había nacido para tenerla abrazada.
_Vente a casa conmigo _le susurró al oído.
Myriam no contestó, pero él la sintió tensarse.
_Vente a casa conmigo _repitió.
_No puedo _susurró Myriam, haciéndolo sentir su suave aliento en la piel.
_ Puedes.
Myriam negó con la cabeza pero no se apartó, por lo que él aprove¬chó el momento y volvió cubrirle la boca con la suya. Introdujo la lengua y exploró los recovecos de su boca, saborando su esencia. Pero eso no le bastaba.
Pero ése no era el lugar. Estaban en el jardín de su madre, por el amor de Dios. Cualquiera podía pasar por ahí, y la verdad, si no la hubiera llevado hacia el escondite del lado de la puerta, cualquiera podría haberlos visto. Ése era el tipo de cosa que podría ser causa de que Myriam perdiera el trabajo.
Tal vez debería llevarla al lugar donde todos pudieran verlos, porque entonces ella quedaría desamparada nuevamente y no ten¬dría más remedio que convertirse en su querida.
Que era justamente lo que él deseaba, recordó.
Pero entonces se le ocurrió, y francamente lo sorprendió el hecho de tener el aplomo necesario para que se le ocurriera algo en ese momento, que una parte del motivo de que se preocupara tanto por ella, era el sólido sentido de identidad que tenía ella. Sabía quién era y, por desgracia para él, esa persona no se salía de los límites de la sociedad respetable.
Si la deshonraba tan públicamente, delante de personas a las que ella admiraba y respetaba, le rompería el alma. Y eso sería un crimen imperdonable.
Se apartó lentamente. Seguía deseándola, seguía deseando que fuera su amante, pero no debía forzar las cosas comprometiéndola en la casa de su madre. Cuando Myriam se entregara a él, y se entregaría, se prometió, sería libremente, por propia voluntad.
Mientras tanto, la cortejaría, la conquistaría. Mientras tanto...
_Has parado _susurró Myriam, sorprendida.
_Éste no es el lugar.
Por un instante, Myriam no cambió la expresión. De pronto, como si alguien le estuviera cubriendo la cara con un velo, la expresión pasó a ser de horror. Le comenzó en los ojos, que se agrandaron enorme¬mente y el color verde se hizo más intenso que lo habitual, luego le llegó a la boca, que se entreabrió para poder tomar aire y ahogar una exclamación.
_No pensé _dijo, más para sí misma que para él.
_Lo sé _sonrió Victor_. Me fastidia cuando piensas. Siempre aca¬ba mal para mí.
_No podemos volver a hacer esto.
_Ciertamente no podemos hacerlo «aquí».
_No, quiero decir...
_No lo estropees.
_Pero...
_Compláceme, dejándome creer que la tarde acabó sin que me dijeras que esto no volverá a ocurrir.
_Pero...
Victor le puso un dedo en los labios_No me estás complaciendo.
_Pero...
_¿No me merezco esta pequeña fantasía?
Con eso lo logró. Myriam sonrió.
_Eso. Eso está mejor.
A ella le temblaron los labios y luego, asombrosamente, ensan¬chó la sonrisa.
_Excelente _musitó él_. Bueno, ahora me voy. Y sólo tienes una tarea mientras me marcho. Te quedarás aquí y continuarás son¬riendo. Porque me rompe el corazón ver cualquier otra expresión en tu cara.
_No podrás verme _observó Myriam
_Lo sé _dijo él acariciándole la mejilla.
Y acto seguido, antes de que ella cambiara esa expresión, encan¬tadora combinación de conmoción y adoración, se marchó.
Capítulo 16
Ayer noche los Featherington ofrecieron una cena y, aunque esta cro¬nista no tuvo el privilegio de asistir, se ha comentado que la velada fue todo un éxito. Asistieron tres Bridgerton, pero, por desgracia para las señoritas Featherington, ninguno de la variedad masculina. Esta¬ba ahí el siempre encantador Nigel Berbrooke, dedicando gran aten¬ción a la señorita Philippa Featherington.
Esta cronista se ha enterado de que fueron invitados Víctor y Roberto Bridgerton, pero tuvieron que enviar sus excusas.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 19 de mayo de 1817.
A medida que los días se fundían en una semana, Myriam fue des¬cubriendo que trabajar para las Bridgerton podía mantener ocupa¬dísima a una muchacha. Su trabajo de doncella consistía en atender a las tres hijas solteras, por lo que sus días estaban repletos, entre peinarlas, arreglar ropa, planchar vestidos, lustrar zapatos, etcétera. No había salido de casa ni una sola vez, a no ser que contara los mo¬mentos que pasaba en el jardín de atrás.
Pero si la vida en casa de Aislin había sido triste, monótona y humillante, en la casa de las Bridgerton abundaban las risas y las sonrisas.
Las niñas reñían y se tomaban el pelo entre ellas, pero nun¬ca con la crueldad con que ella había visto a RosaMarie tratar a Penelope. Y citando el té era informal, en la sala de estar de arriba, y sólo esta¬ ban presentes lady Bridgerton y sus hijas, a ella siempre la invitaban a participar. Normalmente ella llevaba su cesta de costuras, para remendar, zurcir o pegar botones mientras las otras charlaban, pero era maravilloso poder estar sentada allí, bebiendo té con leche fres¬ca, en una fina taza, y panecillos calientes.
Y pasados unos días, se sentía tan a gusto que comenzó intervenir en la conversación. La hora del té se había convertido en su favorita.
Una tarde, alrededor de una semana después de lo que ella había comenzado a llamar «el gran beso», Eloisa preguntó:
_¿Dónde creéis que podría estar Víctor?
_¡Ay!
Cuatro caras Bridgerton se giraron hacia Myriam.
_¿Te sientes mal? _le preguntó lady Bridgerton, con la taza detenida a medio camino entre el platillo y su boca.
_Me pinché el dedo _contestó Myriam, haciendo una mueca.
Los labios de lady Bridgerton se curvaron en una misteriosa son¬risita.
_Madre te ha dicho _dijo Hyacinth, de catorce años_ por lo menos mil veces..
_¿Mil veces? _preguntó Francesca con las cejas arqueadas.
_Cien veces _corrigió Hyacinth, mirando furiosa a su herma¬na_ que no tienes que traer tus remiendos al té.
Myriam tuvo que reprimir una sonrisa.
_Me sentiría una holgazana si no los trajera _dijo.
_Bueno, yo no voy a traer mi bordado _declaró Hyacinth, aunque nadie le había pedido que lo trajera.
_¿Te sientes una holgazana? _le preguntó Francesca.
_Ni lo más mínimo –replicó Hyacinth.
_Has hecho sentirse holgazana a Hyacinth _dijo Francesca a Myriam.
_ ¡No me siento holgazana! _protestó Hyacinth.
_Llevas bastante tiempo trabajando en el mismo bordado, Hyacinth _dijo lady Bridgerton, después de acabar de tragar un sorbo de té_. Desde febrero, si no me falla la memoria.
_Nunca le falla la memoria _explicó Francesca a Myriam.
Hyacinth dirigió una mirada furibunda a Francesca, que sonrió a su taza de té.
Myriam tosió para ocultar su sonrisa. Francesca, que a sus veinte años era sólo un año menor que Eloisa, tenía un sentido del humor pícaro y provocador. Algún día Hyacinth estaría a su altura, pero aún no había llegado ese momento.
_Nadie ha contestado mi pregunta _terció Eloisa, dejando la taza en el plato con un fuerte clac_. ¿Dónde está Víctor? No lo veo desde hace siglos.
_Hace una semana _enmendó lady Bridgerton.
_ ¡Ay!
_¿No te has puesto el dedal? _preguntó Hyacinth a Myriam.
_Normalmente no soy tan torpe _masculló Myriam.
Lady Bridgerton se llevó la taza a la boca y la mantuvo ahí un buen rato.
Myriam apretó los dientes y reanudó su trabajo con renovado brío. La sorprendía mucho que Víctor no se hubiera presentado en la casa en toda la semana, desde el «gran beso». Se había sorpren¬dido asomándose a las ventanas, metiendo la nariz en los rincones, siempre con la esperanza de verle.
Pero él no estaba nunca.
No sabía discernir si se sentía decepcionada o aliviada. O las dos cosas. Las dos cosas, ciertamente, concluyó, exhalando un suspiro.
_¿Has dicho algo, Myriam? _le preguntó Eloisa.
_No _repuso ella, negando con la cabeza, pero sin apartar los ojos de su pobre índice maltratado.
Arrugando la nariz se apretó la yema y vio formarse lentamente una gotita de sangre.
_¿Dónde está? _insistió Eloisa.
_Víctor tiene treinta años _dijo lady Bridgerton apacible¬mente_. No tiene por qué informarnos de todas sus actividades.
Eloisa emitió un fuerte bufido.
_Eso es un cambio radical respecto a la semana pasada, madre _comentó.
_¿Qué quieres decir?
_«¿Dónde está Víctor?» _remedó Eloisa, en una buena imi¬tación de su madre_. «¿Cómo se atreve a marcharse sin decir pala¬bra? Es como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra.»
_Eso era diferente _dijo lady Bridgerton.
_¿En qué? _preguntó Francesca, que tenía puesta su habitual sonrisa guasona.
_Había dicho que iría a la fiesta de ese horrendo muchacho Cavender, y después no volvió, mientras que esta vez... _se inte¬rrumpió y frunció los labios_. ¿Y por qué habría de explicaros mis motivos?
_No logro imaginarlo _masculló Myriam.
Eloisa, que estaba a su lado, se atragantó con el té.
Francesca se apresuró a darle unas palmadas en la espalda y se inclinó a preguntar:
_¿Dijiste algo, Myriam?
Negando con la cabeza, Myriam enterró la aguja para dar la siguiente puntada en el dobladillo que estaba repasando y erró total¬mente el blanco.
Eloisa la miró de reojo, bastante extrañada.
Lady Bridgerton se aclaró la garganta.
_Bueno, creo que... _se interrumpió y ladeó la cabeza_. Oye, ¿hay alguien en el corredor?
Ahogando un gemido, Myriam miró hacia la puerta, esperando ver entrar al mayordomo. Wickham siempre la miraba desaproba¬dor antes de decir cualquier recado o noticia que llevara. No apro¬baba que la doncella tomara el té con las señoras de la casa, y si bien nunca expresaba su opinión sobre el asunto delante de las Bridger¬ton, rara vez se tomaba la molestia de impedir que se le reflejara la opinión en la cara.
Pero no fue Wickham el que apareció en la puerta, sino Víctor.
_¡Víctor! _exclamó Eloisa levantándose al instante_. Justa¬mente estábamos hablando de ti.
_¿Ah, sí? _dijo él, mirando a Myriam.
_Yo no _masculló ella.
_¿Dijiste algo, Myriam? _preguntó Hyacinth.
_¡Ay!
_Tendré que quitarte esa costura _dijo lady Bridgerton son¬riendo divertida_. Habrás perdido una pinta de sangre cuando haya acabado el día.
Myriam dejó a un lado la costura disponiéndose a levantarse.
_Iré a buscar un dedal.
_¡¿No tienes dedal?! _exclamó Hyacinth_. Yo jamás soñaría ron remendar algo sin un dedal.
_¿Y alguna vez has soñado con remendar? _le preguntó Fran¬cesca, sonriendo burlona.
Hyacinth le dio un puntapié, con lo que casi volcó el servicio de té.
_¡Hyacinth! _la regañó lady Bridgerton.
Myriam miró hacia la puerta, tratando de fijar los ojos en cual¬quier cosa que no fuera Víctor. Se había pasado toda la semana deseando verlo, y ahora que estaba ahí, lo único que deseaba era escapar. Si le miraba a la cara, su mirada se desviaría inevitablemen¬te hacia sus labios, y si le miraba los labios, sus pensamientos irían inmediatamente a ese beso, y si pensaba en ese beso...
_Necesito ese dedal _dijo, levantándose de un salto. Había ciertas cosas que no se debían pensar en público.
_Eso dijiste _comentó Víctor, alzando una ceja en un arco perfecto, y perfectamente arrogante.
_Está abajo _explicó ella_, en mi habitación.
_Pero si tu habitación está arriba _observó Hyacinth.
Myriam la habría matado.
_Eso fue lo que dije _dijo ella entre dientes.
_No dijiste eso _rebatió Hyacinth, muy segura.
_Sí, dijo eso _afirmó lady Bridgerton_. Yo la oí.
Myriam giró la cabeza para mirar a lady Bridgerton y al instante comprendió que ésta había mentido.
_Tengo que ir a buscar ese dedal _dijo, más o menos por ené¬sima vez.
Corrió hacia la puerta, atragantándose con la saliva al acercarse a Víctor.
_No querría que te hicieras daño _dijo él, haciéndose a un lado para dejarla pasar por la puerta. Pero cuando ella pasó, se le acercó un poco y susurró_: Cobarde.
Myriam sintió arder las mejillas, y cuando ya había bajado media escalera, cayó en la cuenta de que tenía que haber subido a su habi¬tación. Maldición, no deseaba volverse y pasar nuevamente junto a Víctor. Lo más probable era que él continuara de pie en la puerta, y curvaría los labios cuando ella pasara, en una de esas sonrisas levemente burlonas, levemente seductoras que siempre conseguían qui¬tarle el aliento.
Qué desastre.
De ninguna manera podía continuar en esa casa.
¿Como podría continuar con lady Bridgerton cuando cada vez que veía a Víctor se le licuaban las rodillas? Sencillamente no tenía la fuerza. Él la conquistaría, la haría olvidar todos sus prin¬cipios, todos sus juramentos. Tendría que marcharse. No tenía otra opción.
Y eso era terrible también, porque le gustaba trabajar para las hermanas Bridgerton. La trataban como a un ser humano, no como a un caballo de tiro. Le hacían preguntas y parecían interesarse en sus respuestas.
Ella no era una de ellas, cierto, jamás lo sería, pero ellas le hacían fácil imaginar, simular, que lo era.
Y por encima de todo, lo único que de verdad había deseado en su vida era una familia.
Con las Bridgerton, casi podía simular que tenía una familia.
_¿Te has extraviado?
Levantó la vista y vio a Víctor en lo alto de la escalera, apoya¬do despreocupadamente en la pared. Miró el suelo y cayó en la cuen¬ta de que seguía a mitad de la escalera.
_Voy a salir.
_¿A comprar un dedal?
_Sí _respondió ella, retadora.
_¿No necesitas dinero?
Podía mentirle y decirle que llevaba dinero en el bolsillo o decir¬le la verdad y dejar al descubierto la patética tonta que era. O igual podía bajar corriendo la escalera y salir de la casa. Ésa era la salida cobarde, pero...
_Tengo que irme _masculló, y bajó tan rápido que se olvidó de que debía salir por la puerta de servicio.
Atravesó corriendo el vestíbulo, abrió la pesada puerta y bajó a tropezones la escalinata de entrada. Al tocar sus pies la acera, giró en dirección norte, no por ningún motivo en particular, sino simple¬mente porque tenía que ir a alguna parte. Y entonces oyó una vor. Una voz chillona, horrible, espantosa.
Dios santo, era la voz de Aislin.
Se le paró el corazón. Corrió hacia la pared y se apretó contra ella. Aislin estaba mirando hacia la calle, y a menos que se gira¬ra, no la vería.
Por lo menos era fácil permanecer en silencio cuando no se tenían fuerzas ni para respirar.
¿Y qué hacía ahí Aislin?
La casa Penwood estaba por lo menos a unas ocho manzanas, más cerca de...
Entonces le vino el recuerdo. Lo había leído en Whistledown el año anterior, en uno de los pocos ejemplares que habían caído en sus manos cuando trabajaba para los Cavender. El nuevo conde de Penwood había decidido tomar residencia en su casa de Londres, por lo que sus anitguos verdugos se vieron obligadas a buscarse otra casa.
Pero ¿la casa vecina a la de los Bridgerton? Ni aunque lo hubie¬ra intentado habría podido imaginarse una pesadilla peor.
_¿Dónde está esa muchacha insufrible? _estaba diciendo Aislin.
Al instante Myriam sintió lástima de esa determinada muchacha. Habiendo sido la anterior «muchacha insufrible» de Aislin, sabía que ese puesto iba acompañado de muy pocos beneficios.
_¡Penelope! _chilló Aislin y fue a subir a un coche que estaba esperando.
Myriam se mordió el labio, con el corazón oprimido. En ese momento comprendió exactamente lo que debió ocurrir cuando ella se marchó. Aislin habría contratado una doncella, y seguro que la trataría horrorosamente, pero no podía degradarla y humillarla del mismo modo que a ella. Había que conocer a la persona y odiar¬la realmente para ser tan cruel.
Cualquier criada no le serviría. Y puesto que Aislin necesitaba humillar a alguien, pues no podía sentirse bien consigo misma si no hacía sentirse mal a alguien, evi¬dentemente eligió a Penelope como cabeza de turco, o de turca, tal vez.
En ese momento Penelope salió corriendo de la casa, con la cara páli¬da y ojerosa. Myriam la observó; se veía desgraciada, y tal vez un poco más gorda que hacía dos años. A Aislin no le gustaría nada eso, pensó tristemente. Aislin nunca había logrado aceptar que Penelope no fuera menuda, rubia y hermosa, como ella y como RosaMarie.
Si ella hahía sido el castigo de Aislin, Penelope siempre había sido su desilusión, pensó.
Penelope estaba agachada en lo alto de la escalinata, atándose las correas de los botines.
RosaMarie sacó la cabeza por la ventanilla del coche y gritó:
_¡Penelope!
Una voz chillona bastante poco atractiva, pensó Myriam.
_¡Voy! _gritó Penelope.
_¡Date prisa!
Penelope acabó de atarse las correas y bajó, pero en su prisa se le res¬baló el pie en el último peldaño y al instante siguiente estaba tum¬bada en la acera.
Instintivamente Myriam dio un paso para correr a ayudarla, pero volvió a pegarse a la pared. Penelope no se había hecho ningún daño, y no había nada en la vida que deseara menos que la posibilidad de que Aislin se enterara de que estaba en Londres, y justamente en la casa vecina.
Penelope se levantó del suelo y dedicó un momento a mover el cue¬llo, primero a la izquierda, luego a la derecha y...
Y entonces la vio. De eso no cabía la menor duda, porque agran¬dó los ojos, abrió ligeramente la boca y luego formó un pequeño morro con los labios, como para decir «¿Myriam?».
Myriam negó enérgicamente con la cabeza.
_¡Penelope! _gritó Aislin con voz airada.
Myriam volvió a negar con la cabeza, suplicándole con los ojos que no delatara su presencia.
_¡Voy, madre! _gritó Penelope y, después de hacerle un leve gesto de asentimiento a ella, subió al coche.
El coche emprendió la marcha y, por suerte, iba en la dirección opuesta a donde se encontraba ella.
A punto de desplomarse, estuvo un minuto entero apoyada en la pared sin moverse.
Y luego continuó inmóvil otros cinco.
No había sido la intención de Víctor ir a tomar el té con su madre y sus hermanas, aunque al llegar lo había pensado mejor. Pero en el momento en que Myriam salió corriendo de la sala de estar de arriba, perdió todo el interés en el té y los panecillos.
_Justo estaba preguntando dónde estarías _estaba diciendo Eloisa.
_¿Mmm? _Giró levemente la cabeza hacia la derecha y estiró el cuello, para ver cuánto de la calle lograba ver por la ventana des¬de ese ángulo.
_He dicho que estaba preguntando... _alcanzó a decir Eloisa, casi a gritos.
_Eloisa, baja la voz _la interrumpió lady Bridgerton.
_Pero es que no está escuchando.
_Si no está escuchando, gritando no vas a atraer su atención_dijo lady Bridgerton.
_Arrojarle un panecillo podría resultar _sugirió Hyacinth.
_Hyacinth, no te at...
Pero Hyacinth ya había arrojado el panecillo. Víctor se hizo a un lado un segundo antes de que el panecillo le rebotara en un lado de la cabeza. Lo primero que hizo fue mirar la pared, donde el pane¬cillo había dejado una ligera mancha, y luego miró al suelo, donde había aterrizado, notablemente, en una sola pieza.
_Creo que ésa es la señal para que me marche _dijo afable¬mente, dirigiendo una fresca sonrisa a su hermana menor.
El panecillo volante le daba el pretexto perfecto para salir de la sala a ver si lograba seguirle el rastro a Myriam hasta donde fuera que creía que iba.
_Pero si acabas de llegar _dijo su madre.
Al instante él la observó con desconfianza.
Ése no había sido ni remotamente el tono quejumbroso que empleaba habitualmente para decir «Pero si acabas de llegar». La verdad, no parecía molesta en lo más mínimo porque él pensaba marcharse.
Lo cual significaba que se traía algo entre manos.
_Podría quedarme _dijo, sólo para probarla.
_Oh, no _repuso ella, llevándose la taza a los labios, aunque él estaba seguro de que estaba vacía_. No permitas que te retengamos si estás ocupado.
Víctor trató de acomodar los rasgos en una expresión impasi¬ble, o por lo menos una que ocultara su sorpresa. La última vez que informó a su madre de que estaba «ocupado», ella reaccionó con un «¿Demasiado ocupado para tu madre?».
Su primer impulso fue afirmar «Me quedo» e instalarse en una silla, pero tuvo la sangre fría necesaria para comprender que que¬darse ahí sólo para frustrar a su madre era bastante ridículo, cuando lo que de veras deseaba hacer era marcharse.
_Me voy, entonces _dijo finalmente, retrocediendo hacia la puerta.
_Vete _dijo ella, haciéndole un gesto de despedida_. Que te diviertas.
Víctor decidió salir antes de que ella se las arreglara para con¬fundirlo más. Se agachó a recoger el panecillo, y lo lanzó suavemen¬te a Hyacinth, que lo cogió al vuelo, sonriendo. Después hizo una inclinación hacia su madre y sus hermanas y salió al corredor. Cuan¬do llegaba a la escalera alcanzó a oír decir a su madre:
_Creí que no se marcharía nunca.
Muy extraño, francamente.
Bajó de prisa la escalera, atravesó el vestíbulo con largas y tran¬quilas zancadas, y salió. Dudaba de que Myriam estuviera cerca de la casa, pero si había ido a comprar, sólo podía haber tomado una dirección. Giró a la derecha, con la intención de dirigirse a la peque¬ña hilera de tiendas, pero sólo había dado tres pasos cuando la vio. Ella estaba pegada a la pared de ladrillos exterior, con el aspecto de recordar apenas la forma de respirar. Corrió hacia ella.
_¿Myriam? ¿Qué ha ocurrido? ¿Te sientes mal?
Ella se sobresaltó al verlo, después negó con la cabeza.
Él no la creyó, naturalmente, pero no le vio ningún sentido a decirle eso.
_Estás temblando _le dijo, mirándole las manos_. Dime qué ocurrió. ¿Alguien te molestó?
_No _dijo ella con voz temblorosa nada característica_. Sólo... esto... eh... _Miró hacia el lado y vio la escalinata_. Me tropecé al bajar y me asusté. _Sonrió débilmente_. Seguro que sabes lo que quiero decir, esa sensación de que te han dado un vuelco las entrañas.
Víctor asintió porque sabía qué quería decir, pero no porque la creyera.
_Ven conmigo.
Ella lo miró y había algo en esas profundidades verdes que a él le oprimió el corazón.
_¿Adónde? _preguntó ella en un susurro.
_A cualquier parte, para no estar aquí.
_Eh...
_Vivo cinco casas más allá.
_¿Sí? _preguntó ella con los ojos agrandados_. Nadie me lo había dicho.
_Te prometo que tu virtud estará a salvo _y luego añadió, sim¬plemente porque no lo pudo evitar_ A no ser que «tú» desees otra cosa.
Tuvo la impresión de que ella se habría resistido o protestado si no hubiera estado tan aturdida, pero se dejó llevar por la calle.
_Simplemente estaremos sentados en mi sala de estar hasta que te sientas mejor.
Ella asintió y él la hizo subir la escalinata y entrar en su casa, una modesta casa de ciudad un poco al sur de la de su madre.
Cuando ya estaban cómodamente instalados y él había cerra¬do la puerta para que no los molestara ningún criado al pasar, la miró pensando decirle «Ahora podrías contarme la verdad de lo que ocurrió», pero en el último minuto, algo lo obligó a morder¬se la lengua. Él podía preguntárselo, pero seguro que ella no se lo diría. Se pondría a la defensiva y eso no favorecería en nada su causa.
Poniéndose una expresión neutra en la cara, le preguntó:
_¿Cómo encuentras trabajar para mi familia?
_Son muy simpáticas.
_¿Simpáticas? _repitió él, sin poder evitar que se le reflejara la incredulidad en la cara_. Enloquecedoras, quizás, incluso agotado¬ras, pero ¿simpáticas?
_Yo las encuentro simpáticas _dijo Myriam firmemente.
Víctor sonrió porque quería muchísimo a su madre y sus her¬manas, y le encantaba que Myriam estuviera empezando a quererlas, pero entonces cayó en la cuenta de que eso iba en contra de sus pro¬pios intereses, porque cuanto más se encariñara Myriam con ellas menos posibilides habría de que se deshonrara a sus ojos accedien¬do a ser su amante.
Maldición.
Había cometido un grave error de cálculo al llevarla allí. Como había estado tan empeñado en que se viniera con él a Lon¬dres que ofrecerle un puesto en la casa de su madre le pareció la úni¬ca manera de convencerla.
Eso, combinado con su buen poco de coacción.
Maldición, maldición, maldición. ¿Por qué no la había coac¬cionado a hacer algo que le hiciera más fácil arrojarse en sus bra¬zos?
_Deberías agradecer a tus estrellas de la suerte por tenerlas _dijo ella, con la voz más enérgica de lo que le había salido en toda la tarde_. Yo daría cualquier cosa por... _no acabó la frase.
_¿Darías cualquier cosa por qué? _le preguntó él, sorprendido de lo mucho que le interesaba oír la respuesta.
_Por tener una familia como la tuya _repuso ella, mirando tristemente por la ventana.
_No tienes a nadie _dijo él, no como pregunta, sino como afir¬mación.
_Nunca he tenido a nadie.
_¿Ni siquiera a tu...? _Recordó que en un descuido ella le había dicho que su madre había muerto al nacer ella_. A veces no es fácil ser un Bridgerton _dijo, en tono intencionadamente alegre y afable.
Ella giró lentamente la cabeza y lo miró.
_No puedo imaginarme nada más agradable.
_Y no hay nada más agradable, pero eso no quiere decir que siempre sea fácil.
_¿Qué quieres decir?
Y entonces Víctor se vio impulsado a expresar sentimientos que jamás había contado a ningún alma viviente, ni siquiera a su familia.
_Para la mayor parte del mundo _explicó_, sólo soy un Brid¬gerton. No soy Víctor, ni Ben y ni siquiera un caballero de posi¬bles y algo de inteligencia. Soy simplemente _sonrió pesaroso_ un Bridgerton. Concretamente, el Número Dos.
A ella le temblaron los labios y por fin sonrió.
_Eres mucho más que eso.
_Y así me gusta pensarlo, pero la mayor parte del mundo no lo ve así.
_La mayor parte del mundo es tonto y no te conoce.
Él se echó a reír. No había nada más atractivo que Myriam frun¬ciendo el entrecejo.
_No encontrarás oposición en mí respecto a eso.
Pero entonces, justo cuando creía que había acabado ese tema, ella lo sorprendió diciendo:
_No te pareces en nada al resto de tu familia.
_¿Cómo? _preguntó él, sin mirarla a los ojos. No quería que ella viera lo importante que era para él su respuesta.
_Bueno, tu hermano Anthony... _arrugó la cara, pensando_. El hecho de ser el mayor le ha alterado toda su vida. Evidentemente siente una responsabilidad hacia la familia que tú no.
_Vamos a ver, espera un mo...
_No me interrumpas _dijo ella, colocándole una mano tranqui¬lizadora en el pecho_. No he dicho que no quieras a tu familia ni que no darías tu vida por cualquiera de ellos. Pero en el caso de tu herma¬no es diferente. Se siente responsable, y de verdad creo que se consi¬deraría un fracaso si cualquiera de sus hermanos fuera desgraciado.
_¿Cuántas veces has visto a Anthony?
_Una sola vez. _Tensó las comisuras de la boca como si qui¬siera reprimir una sonrisa_. Pero esa vez fue suficiente. En cuanto a tu hermano menor Roberto... bueno, no lo he visto, pero he oído hablar mucho...
_¿A quién?
_A todo el mundo. Por no decir que siempre lo mencionan en la hoja Whistledown, la que, he de confesar, he leído durante años.
_Entonces sabías de mí antes de conocerme.
Ella asintió.
_Pero no te conocía. Eres mucho más de lo que imagina lady Whistledown.
_Dime _dijo él, colocando la mano sobre la de ella_. ¿Qué ves?
Myriam lo miró a los ojos, examinó esas profundidades color chocolate y vio algo que jamás habría soñado que existía. Una dimi¬nuta chispa de vulnerabilidad, de necesidad.
Él necesitaba saber qué pensaba ella de él, que él era importante para ella. Ese hombre, tan seguro de sí mismo, necesitaba su apro¬bación.
Tal vez la necesitaba a ella.
Giró la mano hasta que se tocaron las palmas y con el índice de la otra mano trazó círculos y remolinos sobre la fina cabritilla de su guante.
_Eres... _comenzó, tomándose su tiempo, porque sabía que cada palabra pesaba más en ese intenso momento_. No eres del todo el hombre que presentas ante el resto del mundo. Te gusta que te consideren gallardo, elegante, irónico, perspicaz, y lo eres, pero bajo todo eso eres mucho más. Te importan las personas _conti¬nuó, consciente de que la voz le salía rasposa de emoción_. Te importa tu familia, e incluso te importo yo, aunque Dios sabe que no siempre me lo merezco.
_Siempre _interrumpió él, llevándose su mano a los labios y besándole la palma, con un fervor que a ella le cortó el aliento¬_ Siempre.
_Y.. y... _le costaba continuar, estando esos ojos fijos en los de ella con una emoción tan transparente.
_¿Y qué? _la instó él en un susurro.
_Gran parte de lo que eres te viene de tu familia _dijo ella, casi a borbotones_. Eso es muy verdad. No se puede crecer con tanto amor y lealtad y no ser una persona mejor debido a eso. Pero en el fondo de ti, en tu corazón, en tu alma, está el hombre para ser el cual naciste. Tú, no el hijo de alguien, no el hermano de alguien. Tú.
Víctor la observó atentamente. Abrió la boca para hablar, pero descubrió que no tenía palabras. No había palabras para un momen¬to como ese.
_En el fondo _continuó ella_, tienes el alma de un artista.
_Noo _dijo él, negando con la cabeza.
_Sí. He visto tus dibujos. Eres brillante. Yo no sabía cuánto hasta que conocí a tu familia. Los has captado a todos a la perfec¬ción, desde la expresión guasona de Francesca cuando sonríe hasta la travesura en la forma como Hyacinth pone los hombros.
_Nunca le he enseñado a nadie mis dibujos _reconoció él. Ella levantó bruscamente la cabeza.
_Noo. ¿En serio?
_A nadie.
_Pero es que son excelentes. Tú eres excelente. Estoy segura de que a tu madre le encantaría verlos.
_No sé por qué _dijo él, sintiéndose tímido_, pero nunca he deseado enseñárselos a nadie.
_Pero a mí me los enseñaste _dijo ella dulcemente.
_No sé, me pareció... bien.
Y entonces el corazón se saltó un latido, porque de pronto «todo» estaba bien.
La amaba. No sabía cómo ocurrió eso, sólo sabía que era cierto.
No era sólo que ella conviniera a sus necesidades corporales. Había habido montones de mujeres convenientes en ese sentido. Myriam era distinta. Lo hacía reír. Lo hacía desear hacerla reír. Y cuando estaba con ella..., bueno, cuando estaba con ella la deseaba desesperadamente, pero durante esos momentos en que su cuerpo lograba mantenerse controlado...
Se sentía contento, satisfecho.
Era extraño, eso de encontrar una mujer que pudiera hacerlo feliz con su sola presencia. Ni siquiera necesitaba verla, ni oír su voz, ni oler su aroma. Simplemente necesitaba saber que estaba ahí.
Si eso no era amor, no sabía qué era.
La contempló, tratando de prolongar el momento, de retener esos instantes de perfección total. Vio que algo se ablandaba en sus ojos, y el color pareció fundirse, convertirse de una brillante esme¬ralda en un musgo blando y armonioso. Se le entreabrieron y ablan¬daron los labios y comprendió que tenía que besarla, y no porque lo deseara, sino porque tenía que besarla.
La necesitaba junto a él, debajo de él, encima de él.
La necesitaba dentro de él, alrededor de él, como una parte de él.
La necesitaba como necesitaba el aire.
Y, pensó en ese último instante racional antes de que sus labios encontraran los de ella, la necesitaba en ese preciso momento.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 17
Esta cronista ha sabido de muy buena tinta que hace dos días, cuan¬do tomaba el té en Gunter's, a lady Penwood le golpeó un lado de la cabeza una galleta volante.
Esta cronista ha sido incapaz de determinar quién arrojó la galle¬ta, pero todas las sospechas apuntan a las clientas más jóvenes del establecimiento: las señoritas Felicity Featherington y Hyacinth Bridgerton.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 21 de mayo de 1817.
Myriam la habían besado antes, Víctor la había besado antes, pero nada, ni un solo momento de un solo beso, la había preparado para ese beso.
No era un beso. Era el mismo cielo.
Él la besaba con una intensidad que casi no alcanzaba a com¬prender, acariciándola con los labios, rozando, mordisqueando, ten¬tándola, atizando el fuego en su interior, incitándole el deseo de ser amada, el deseo de amar; y, Dios la amparara, cuando la besaba, lo único que deseaba hacer era besarlo también.
Lo oía susurrar su nombre, pero el susurro apenas le llegaba a tra¬vés del rugido que sentía en los oídos. Eso era deseo; eso era necesi¬ciad. Qué tonta había sido al pensar que podría negarse eso; qué engreimiento el suyo al creer qur podría ser más fuerte que la pasión.
«Myriam, Myriam», decía él una y otra vez, deslizándole los labios por las mejillas, el cuello, las orejas. Repetía su nombre tantas veces que parecía penetrarle la piel.
Sintió sus manos en los botones de su vestido, sintió soltarse la tela a medida que cada botón salía de su ojal. Eso era todo lo que siempre había jurado no hacer jamás y sin embargo estaba ahí ofreciéndose a él como una especie de fruto prohibido.
Víctor dejó de respirar cuando la vio. Se había imaginado ese momento muchas veces, todas las noches cuando yacía en la cama, y en todos los sueños cuando estaba durmiendo. Pero eso, la realidad, era mucho más dulce que un sueño, y mucho más erótico.
_Eres preciosa _le susurró, incapaz de encontrar palabras más adecuadas.
No había palabras para expresar lo que sentía. Ya era imposible encontrar palabras; su necesi¬dad era tan intensa, tan primitiva, que lo despojó de su capacidad de hablar. Demonios, escasamente podía pensar.
No sabía cómo esa mujer había llegado a significar tanto para él; tenía la impresión de que un día era una desconocida, y al siguiente le era tan indispensable como el aire. Y sin embargo eso no había ocurrido en un relámpago cegador. Había sido un proce¬so imprevisto, lento, tortuoso, que le fue coloreando calladamente las emociones hasta que comprendió que sin ella su vida carecía de sentido.
Le tocó la barbilla y le levantó la cara hasta poder mirarle los ojos; éstos parecían irradiar luz desde dentro, brillaban con lágrimas no derramadas. A ella también le temblaban los labios, y él comprendió que estaba tan afectada como él por ese momento.
Fue acercando su cuerpo lenta, muy lentamente. Quería darle la oportunidad de decir no. Lo mataría si decía no, pero peor sería escucharla lamentarlo en la proverbial mañana siguiente.
Pero ella no dijo no, y cuando él estaba a unas pocas pulgadas, ella cerró los ojos y ladeó ligeramente la cabeza, invitándolo silen¬ciosamente a besarla.
Era extraordinario, pero cada vez que la besaba sentía más dul¬ces sus labios, más seductor su aroma. Y aumentaba su necesidad también. Sentía acelerada la sangre de deseo, y tenía que valerse de hasta su última hilacha de control para no tumbarla sobre el sofá y arrancarle la ropa.
Eso vendría después, pensó, sonriendo para sus adentros. Esta vez, seguramente la primera para ella, sería lento, tierno, todo lo que soñaba una jovencita.
Bueno, tal vez no. Sonrió de verdad.
A Myriam no se le habría ocu¬rrido ni soñar con la mitad de las cosas que iba a hacerle.
_¿De qué sonríes? _le preguntó ella.
Él se apartó un poco y le cogió la cara entre las manos.
_¿Cómo sabes que sonreí?
_Sentí tu sonrisa en mis labios.
Él deslizó un dedo por el contorno de esos labios y luego le rozó la parte carnosa con el borde de la uña.
_Tú me haces sonreír _susurró_, cuando no me haces desear chillarte, me haces sonreír.
A Myriam le temblaron los labios y él sintió su aliento, caliente y húmedo en el dedo.
Eran miles las cosas que deseaba preguntarle, por ejemplo, cómo se sentía, qué sentía, pero lo aterraba que ella se echara atrás si él le daba la oportunidad de poner en palabras alguno de sus pensamien¬tos. Por lo tanto, en lugar de hacerle preguntas, le dio besos, posan¬do otra vez sus labios sobre los de ella, en una atormentadora y escasamente controlada danza de deseo.
Susurrando su nombre como una bendición, la fue haciendo des¬cender sobre el sofá rozándole la espalda desnuda contra la tela del respaldo.
_Te deseo _gimió_. No puedes imaginarte cuánto. No tienes idea.
La única reacción de ella fue un suave y ronco gemido que pare¬ció salirle del fondo de la garganta. Eso fue como echarle aceite al fuego que ardía dentro de él, y la aferró más fuerte con los dedos, enterrándoselos en la piel, mientras deslizaba los labios por la esbel¬ta columna de su cuello.
Y eso era muchísimo mejor que cualquie¬ra de sus sueños.
Y vaya si había soñado con ella.
_Shhh _la arrulló_, déjame...
_ Pero...
Él le puso un dedo sobre los labios, tal vez con demasiada fuer¬za, pero es que se le estaba haciendo cada vez más difícil controlar sus movimientos.
_No pienses. Limítate a reposar la cabeza en el sofá y deja que yo te dé placer.
Ella pareció dudosa
Esta vez Myriam ni siquiera logró hacer un gesto de asentimiento. Dios santo, estaba prácticamente desnuda ante él y lo único que era capaz de hacer era gemir, suspirar y suplicar que continuara.
_Te necesito _susurró, jadeante.
_Lo sé _dijo él con la boca sobre la suave piel del abdomen. Myriam se agitó debajo de él, nerviosa, amilanada por esa primi¬tiva necesidad de moverse. Sentía expandirse algo raro dentro de ella, una especie de calor, de hormigueo. Era como si ella misma se estuviera expandiendo, como preparándose para estallar, para salir¬se a través de la piel. Era como si, después de veintidós años de vida, estuviera por fin cobrando vida.
Era la sensación más maravillosa que podría haberse imaginado. Sintió su piel cálida, y aunque sus músculos eran duros y poten¬tes, su piel era seductoramente suave. Y olía bien, a una agradable y masculina combinación de sándalo y jabón.
Creía que había deseado a una mujer antes. Creía que había necesitado a una mujer. Pero eso, eso trascendía el deseo y la necesi¬dad. Era algo espiritual; estaba en su alma.
Ésa era la primera vez para ella. Tenía que ser perfecto.
Y si no perfecto, por lo menos condenadamente fabuloso.
_¿Víctor? _susurró ella.
Él dejó caer la mano, rozándola ligeramente. Fue lo único que logró hacer para indicarle que la había oído.
_¿Siempre es así?
Él movió la cabeza de uno a otro lado, con la esperanza de que ella sintiera el movimiento y entendiera que quería decir no.
Myriam suspiró y pareció hundirse más en los cojines.
_Ya me lo parecía.
Víctor le besó el lado de la cabeza, que fue lo más lejos que logró llegar. No, no siempre era así. Había soñado con ella muchas veces, pero eso... eso...
Eso era mucho más que los sueños.
Myriam no lo habría creído posible, pero tenía que haberse quedado dormida, aún con el sensacional peso de Víctor aplastándola en el sofá y haciéndole un poco difícil respirar. Él debió quedarse dormi¬do también, y al despertar la despertó a ella, con la repentina ráfaga de aire fresco que le dio en el cuerpo al quitarse él de encima.
Él la cubrió con una manta antes de que ella tuviera la posibili¬dad de azorarse por su desnudez. Sonrió al mismo tiempo de rubo¬rizarse, porque no era mucho lo que se podía hacer para aliviarle el azoramiento. Y no era que se arrepintiera de lo que acababa de hacer. Pero una mujer no pierde la virginidad en un sofá sin sentir un poco de vergüenza. Eso sencillamente no es posible.
De todos modos, colocarle la manta fue un gesto considerado, aunque no sorprendente. Víctor era un hombre considerado.
Pero estaba claro que él no compartía su recato, pensó, porque no hizo ni amago de cubrirse cuando atravesó la sala para ir a reco¬ger la ropa que arrojara de cualquier manera. Lo miró descarada¬mente mientras él se ponía las calzas. Él estaba erguido y orgulloso, y la sonrisa con que la obsequió cuando la sorprendió mirándola fue cálida y franca.
Dios santo, cómo amaba a ese hombre.
_¿Cómo te sientes? _le preguntó él.
_Muy bien. Estupendamente bien. _Sonrió tímida_. Esplén¬didamente.
Él recogió su camisa y metió un brazo.
_Enviaré a alguien a recoger tus cosas.
Ella pestañeó.
_¿Qué quieres decir?
_No te preocupes, elegiré a uno que sea discreto. Sé que podría ser violento para ti ahora que conoces a mi familia.
Myriam se apretó la manta contra el cuerpo, deseando que su ropa no estuviera fuera de su alcance. Porque repentinamente se sintió avergonzada. Había hecho lo que siempre había jurado no hacer jamás, y ahora Víctor suponía que iba a ser su querida. ¿Y por que no habría de suponerlo? Era una suposición muy natural.
_Por favor, no envíes a nadie _dijo con una débil vocecita.
Él la miró sorprendido.
_¿Prefieres ir tú?
_Prefiero que mis cosas sigan donde están _dijo dulcemente. Era más fácil decirle eso que decirle que no se convertiría en su querida.
Una vez, podía perdonársela. Una vez, podía incluso ser un recuerdo entrañable. Pero una vida con un hombre que no era su marido, eso sí sabía que no lo podría hacer.
Se miró el vientre, rogando que no hubiera allí un hijo que nace¬ría ilegítimo.
_¿Qué me has dicho? _le preguntó él, mirándole atentamente la cara.
_He dicho _myriam, tragando saliva para pasar el nudo que se le había formado en la garganta_ que no puedo ser tu querida.
_¿Y cómo le llamas a esto? _preguntó él entre dientes, agitan¬do los brazos hacia ella.
_Lo llamo un error de juicio _repuso ella, sin mirarlo a los ojos.
_Ah, ¿o sea que soy un error de juicio? _dijo él en un tono exageradamente agradable_. Qué bien. Creo que nunca antes he sido un error de juicio de nadie.
_Sabes que no es eso lo que quise decir.
_¿Sí? _Cogió una bota y se sentó en el brazo de un sillón a ponérsela_. Francamente, querida mía, ya no sé que quieres decir.
_No debería haber hecho esto.
Él giró bruscamente la cabeza para mirarla, la furia que despe¬dían sus ojos reñida con la suavidad de su sonrisa.
_¿Ahora soy un «no debería»? Excelente. Incluso mejor que un error de juicio. Suena mucho más malvado, ¿no crees? Un error es simplemente una equivocación.
_No hay ninguna necesidad de que trates esto de un modo tan repugnante.
Él ladeó la cabeza como si estuviera considerando esas palabras.
_¿Eso he hecho? Yo creía actuar del modo más amistoso y comprensivo. Oye, ni gritos ni chillidos.
_Preferiría los gritos y chillidos a esto.
Él recogió el vestido y se lo lanzó, sin demasiada suavidad.
_Bueno, no siempre tenemos lo que preferimos, ¿verdad seño¬rita Montemayor? Yo puedo dar fe de eso.
Ella cogió el vestido y lo metió bajo la manta, con la esperanza de encontrar la manera de ponérselo sin retirar la manta.
_Será un estupendo truco si descubres la forma de hacerlo _le dijo él, mirándola con aire de superioridad.
Ella lo miró indignada.
_No te pediré que te disculpes de ese insulto.
_Bueno, eso es un alivio. Dudo de mi capacidad para encontrar las palabras.
_Por favor, no seas tan sarcástico.
_No estás en posición para pedirme nada _repuso él, con una sonrisa muy burlona.
_Víctor...
Él se inclinó sobre ella con una sonrisa groseramente impúdica.
_A no ser, claro, que me pidas que vuelva a acostarme contigo, lo que haría con mucho gusto.
Ella guardó silencio.
_¿Sabes cómo sienta el verse rechazado? _continuó él, dulcifi¬cando un tanto la expresión de sus ojos_. ¿Cuántas veces crees que puedes rechazarme hasta que yo deje de intentarlo?
_No es que yo quiera...
_Vamos, déjate de esa vieja excusa. Está gastada. Si quisieras vivir conmigo, vivirías conmigo. Si te niegas es que no quieres.
_No lo comprendes _dijo ella en voz baja_. Tú siempre has estado en una posición en que puedes hacer lo que quieres. Algunos no tenemos ese lujo.
_Tonto de mí. Pensé que lo que te ofrecía era justamente ese lujo.
_El lujo de ser tu querida _dijo ella amargamente.
Él se cruzó de brazos, frunciendo los labios.
_No harás nada que no hayas hecho ya.
Ella decidió pasar por alto el insulto. No era más de lo que se merecía. Se había acostado con él. ¿Por qué no iba a pensar él que sería su querida?
_Me dejé llevar _contesto al fin_. Cometí un error. Pero eso no significa que deba cometerlo otra vez.
_Puedo ofrecerte una vida mejor _dijo él en voz baja.
_No seré tu querida _repuso ella, negando con la cabeza_. No seré la querida de ningún hombre.
Él entreabrió los labios, anonadado al entender el sentido de sus palabras. La miró incrédulo.
_Myriam, sabes que no puedo casarme contigo.
_Claro que lo sé _espetó ella_. Soy una criada, no una idiota.
Víctor trató de ponerse en su piel por un momento. Sabía que ella deseaba respetabilidad, pero tenía que entender que él no podía dársela.
_Sería difícil para ti también si me casara contigo _dijo dulce¬mente_. No te aceptarían. La alta sociedad sabe ser cruel.
A Myriam se le escapó una risita hueca.
_Lo sé _dijo, sonriendo sin humor_. Puedes estar seguro de que lo sé.
_¿Entonces por qué...?
_Hazme un favor _interrumpió ella, desviando la cara para no continuar mirándolo_. Busca a alguien para casarte. Encuentra a una persona aceptable, que te haga feliz, y entonces déjame en paz.
Esas palabras dieron en el clavo.
Repentinamente Víctor recordó a la dama del baile de máscaras. Ella era de su mundo, de su clase. Habría sido aceptable. Y mientras miraba a Myriam, que esta¬ba acurrucuada en el sofá tratando de no mirarlo, cayó en la cuenta de que ésa era la mujer que siempre había visto en su mente cuando pensaba en el futuro, cuando se imaginaba con una esposa e hijos.
Había pasado los dos años pasados con un ojo puesto en la puer¬ta de cada salón en que se encontrara, siempre esperando que entra¬ra su dama del vestido plateado. A veces se sentía tonto, incluso estúpido, pero nunca había logrado borrarla de sus pensamientos.
Tampoco había logrado librarse del sueño, de aquel en que se casaba con ella y vivían felices para siempre.
Era una fantasía tonta para un hombre de su reputación, dulzo¬na y sensiblera, pero no había podido evitarla. Ése era el resultado de criarse en una familia numerosa y amorosa: quería tener una familia igual.
Pero la misteriosa mujer del baile había sido apenas algo más que un espejismo. Demonios, si ni siquiera sabía cómo se llamaba. En cambio Myriam estaba allí.
No podía casarse con ella, pero eso no significaba que no pudie¬ran vivir juntos. Eso significaría transigencia, principalmente por parte de ella, reconoció. Pero era posible. Y ciertamente serían más felices que si estuvieran separados.
_Myriam, sé que la situación no es ideal....
_No _interrumpió ella, en voz muy baja, apenas audible.
_Si quisieras escucharme...
_Por favor, no.
_Pero si no...
_¡Basta! _exclamó ella, elevando peligrosamente el volumen de su voz.
Tenía los hombros tan tensos que casi le tocaban las orejas, pero Víctor continuó de todos modos. La amaba; la necesitaba. Tenía que hacerla entrar en razón.
_Myriam, sé que estarías de acuerdo si...
_ ¡No quiero tener un hijo ilegítimo! _gritó ella, poniéndose de pie y tratando de envolverse en la manta_. ¡No quiero! Te amo, pero no tanto como para eso. A nadie amo tanto.
_Bien podría ser ya demasiado tarde para eso –musitó él mirándole el vientre.
_Lo sé _repuso ella en voz baja_, y eso ya me está royendo por dentro.
_Los remordimientos suelen hacer eso.
_No me arrepiento de lo que hicimos _dijo ella desviando la vista_. Ojalá pudiera. Sé que debería, pero no puedo.
Víctor se limitó a contemplarla. Deseaba entenderla, pero no lograba comprender cómo podía ser tan inflexible en su negativa a ser su querida y tener sus hijos y al mismo tiempo no lamentar haberse acostado con él.
¿Cómo podía decir que lo amaba? Eso le hacía aún más intenso el dolor.
_Si no hemos engendrado un hijo _continuó ella en voz baja_, me consideraré muy afortunada. Y no quiero volver a tentar a la suerte.
_No, sólo me tentarás a mí _dijo él, detestando la burla que detectó en su voz.
Ella hizo como si no lo hubiera oído y se arrebujó más la manta, mirando sin ver un cuadro de la pared.
_Tendré un recuerdo que mimaré siempre. Y por eso, supongo, no puedo arrepentirme de lo que hicimos.
_No te calentará por la noche.
_No _concedió ella tristemente_, pero llenará mis sueños.
_Eres una cobarde. Una cobarde por no tratar de hacer realidad esos sueños.
Ella se giró a mirarlo.
_No, cobarde no _dijo, con la voz extraordinariamente serena dada la ferocidad con que la miraba él_. Lo que soy es una hija ile¬gítima, una bastarda, Y antes de que digas que no te importa, permi¬teme que te diga que a mí sí. Y a todos los demás les importa. No ha pasado un sólo día sin que se me recuerde de alguna manera la ilegitimidad de mi nacimiento.
_Myriam...
_Si tuviera una hija _continuó ella, con la voz algo quebrada_, ¿sabes cuánto la amaría? Más que a mi vida, más que a mi respira¬ción, más que a nada. ¿Cómo podría hacer a una hija mía el daño que me han hecho a mí? ¿Cómo podría someterla al mismo tipo de sufrimiento?
_¿Rechazarías a tu hija?
_¡Por supuesto que no!
_Entonces no sentiría el mismo tipo de sufrimiento _dijo él, encogiéndose de hombros_. Porque yo tampoco la rechazaría.
_No lo entiendes _dijo ella, acabando con un sollozo aho¬gado.
Él hizo como si no la hubiera oído.
_¿Tengo razón en suponer que a ti te rechazaron tus padres?
Ella sonrió irónica.
_No exactamente. Desentenderse sería una mejor definición.
_Myriam _dijo él corriendo a cogerla en sus brazos_, no tie¬nes por qué repetir los errores de tus padres.
_Lo sé _repuso ella, sin rechazar el abrazo pero sin corres¬ponderlo tampoco_. Y por eso no puedo ser tu querida. No quie¬ro revivir la vida de mi madre.
_No la rev...
_Dicen que una persona inteligente es aquella que aprende de sus errores _interrumpió ella con voz enérgica, silenciándolo_. Pero una persona verdaderamente inteligente es aquella que apren¬de de los errores de los demás. _Se apartó de él y levantó la cara para mirarlo_. Me agrada pensar que soy una persona verdadera¬mente inteligente. Por favor, no me quites eso.
Él vio en sus ojos un dolor desesperado, casi palpable, que le gol¬peó el pecho y lo hizo retroceder un paso.
_Querría vestirme _dijo ella volviéndose hasta darle la espal¬da_. Creo que deberías salir.
Él le miró la espalda unos segundos y luego dijo:
_Podría hacerte cambiar de opinión. Podría besarte y tú...
_No lo harías _repuso ella sin mover un músculo_. Eso no está en ti.
_Lo está.
_Me besarías y luego te odiarías. Y eso sólo llevaría un segundo.
Sin decir otra palabra él salió, y dejó que el ruido de la puerta al cerrarse le indicara su salida.
Entonces Myriam, con las manos temblorosas, dejó caer la manta y se arrojó en el sofá, manchando para siempre la delicada tela con sus lágrimas.
Capítulo 18
Estas dos últimas semanas han escaseado las posibilidades para las señoritas interesadas en el matrimonio y sus madres. Para empezar, no es abundante la cosecha de solteros esta temporada, puesto que dos de los mejores partidos de la temporada pasada, el duque de Ashbourne y el conde de Macclesfield, ya están engrilletados.
Para empeorar las cosas, han brillado por su ausencia los dos her¬manos Bridgerton solteros (descontando a Gregorio, pues a sus dieciséis años no está en posición de acudir en auxilio de ninguna de las pobres damitas del mercado del matrimonio). Roberto, según se ha enterado esta cronista, está fuera de la ciudad, posiblemente en Gales o Escocia (aunque nadie parece saber a qué puede haber ido a Gales o Esco¬cia a mitad de la temporada). La historia de Víctor es más descon¬certante. Por lo visto está en Londres, pero evita todas las reuniones de la buena sociedad en favor de medios menos refinados.
Para ser fiel a la verdad, esta cronista no debería causar la impre¬sión de que el señor Bridgerton ha pasado todas sus horas de vigilia en desenfrenado libertinaje. Si los informes son correctos, ha pasado estas dos semanas en sus aposentos de Brutton Street.
Puesto que no ha habido ningún rumor de que esté enfermo, esta cronista sólo puede suponer que finalmente ha llegado a la conclusión de que la temporada en Londres es absolutamente aburrida y no vale su tiempo. Hombre inteligente, sin duda.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de junio de 1817.
Myriam ya llevaba dos semanas enteras sin ver a Víctor. No sabía si sentirse complacida, sorprendida o decepcionada.
No sabía nada esos días. La mitad del tiempo se sentía como si ni siquiera se conociera a sí misma.
Estaba segura de que había tomado la decisión correcta al recha¬zar nuevamente la proposición de Víctor. Eso lo sabía en la cabe¬za, y aunque suspiraba por el hombre que amaba, lo sabía también en su corazón. Había sufrido demasiado a causa de su bastardía para arriesgarse a imponerle el mismo sufrimiento a un niño o niña, sobre todo si era hijo o hija de ella.
No, eso no era cierto. Se había arriesgado una vez. Y aunque lo intentara no podía lamentarlo; el recuerdo era preciosísimo. Pero eso no significaba que debiera volverlo a hacer.
Pero si estaba tan segura de que había hecho lo correcto, ¿por qué le dolía tanto? Se sentía como si el corazón se le estuviera rom¬piendo perpetuamente. Cada día se le desgarraba un poco más, y cada día se decía que el dolor no podía empeorar, que su corazón ya había acabado de romperse, que ya estaba total y absolutamente roto, y sin embargo cada noche lloraba hasta quedarse dormida, añorando a Víctor.
Y cada día se sentía peor.
A esto se sumaba su terror a dar un paso fuera de la casa, lo que intensificaba su angustia y nerviosismo. Estaba segura de que Penelope la andaba buscando, y ciertamente era mejor que no la encontrara.
Y no era que creyera que Penelope iba a revelar su presencia en Londres a Aislin; la conocía bastante bien, y estaba segura de que nunca faltaría a una promesa intencionadamente. Y el gesto de asen timiento que le hizo esa tarde cuando ella negaba con la cabeza podía considerarse una promesa.
Pero, por fiel que fuera Penelope en su corazón para cumplir promesas, desgraciadamente su boca la traicionaba. Y no era difícil imaginarse una situación, muchas situaciones en realidad, en que a Penelope se le salía accidentalmente la revelación de que ella estaba en Londres. Lo cual significaba que su única ventaja era que Penelope no sabia donde estaba viviendo. Podía suponer que esa tarde ella sólo iba pasando por ahí dando un paseo, o que tal vez había ido ahí a espiar a Aislin.
Y, sin duda alguna, eso último parecía horriblemente más creíble que la verdad: que lo que ocurrió fue que la chantajearon para que tomara el puesto de doncella justo en la casa de al lado.
Con todo esto, había pasado los días zarandeada por emociones que pasaban de melancolía a nerviosisimo y de sufrimiento por el amor frustrado a absoluto miedo.
Se las había arreglado para ocultar sus emociones, pero se daba cuenta de que estaba distraída y más callada, y sabía que lady Brid¬gerton y sus hijas también lo habían notado. La miraban con expre¬siones preocupadas y le hablaban con extraordinaria amabilidad. Y vivían preguntándole por qué no iba a tomar el té con ellas.
Iba a toda prisa con su cesto de costura por el corredor en direc¬ción a su habitación, donde la esperaba un montón de ropa para arreglar, cuando la vio la señora Bridgerton.
_¡Myriam! ¡Estás ahí!
Se detuvo y logró sonreír al hacerle la venia de saludo.
_Buenas tardes, lady Bridgerton.
_Buenas tardes, Myriam. Te he estado buscando por toda la casa.
Ella la miró sin expresión. Al parecer, últimamente lo hacía muchísimo. No era capaz de centrar la atención en nada.
_¿Sí?
_Sí. Quería preguntarte por qué no has ido a tomar el té con nosotras en toda la semana. Sabes que siempre estás invitada cuando estamos en familia.
Myriam sintió subir el calor a las mejillas. Había evitado la hora del té porque le resultaba muy difícil estar en la misma habitación con todas las Bridgerton al mismo tiempo y no pensar en Víctor; todas se le parecían mucho. Además, siempre que estaban juntas se comportaban como una familia. Eso la hacía pensar en todo lo que no tenía ella, le recordaba lo que nunca había tenido: una familia propia. Alguien a quien amar, alguien que la amara, todo dentro de la respetabilidad del matrimonio.
Sabía que había mujeres capaces de trocar la respetabilidad por la pasión y el amor. Una gran parte de ella deseaba ser una de esas mujeres. Pero no lo era. El amor no era capaz de vencerlo todo, al menos en su caso.
_He estado muy ocupada _dijo finalmente.
Lady Bridgerton se limitó a sonreírle, con una leve sonrisa vaga¬mente interrogante, imponiendo un silencio que la obligaba a decir algo más.
_Con los remiendos _añadió.
_Qué terrible para ti. No sabía que habíamos hecho tantos agu¬jeros en las medias.
_¡Noo, no es eso! _se apresuró a decir ella, arrepintiéndose al instante; había dejado escapar la excusa_. Tengo que remendar cosas mías también _improvisó
Tragó saliva al comprender tardíamente su error. Lady Bridger¬ton sabía muy bien que no tenía ropa fuera de la que ella misma le había regalado. Y que toda esa ropa estaba en perfectas condiciones. Además, era de muy mal gusto que ella arreglara su ropa durante el día, cuando su deber era atender a las niñas. Lady Bridgerton era una señora comprensiva; probablemente no le importaría, pero eso iba contra su propio código ético. Le habían dado un trabajo, uno bue¬no, y aunque entrañara desgarrarse el corazón día tras día, ella se enorgullecía de su trabajo.
_Comprendo _dijo lady Bridgerton, con esa enigmática son¬risa todavía en la cara_. Ciertamente podrías llevar ese trabajo al té.
_Ah, pero eso ni lo soñaría.
_Pero acabo de decirte que puedes.
Y a juzgar por el tono de su voz, Myriam comprendió que lo que quería decir era que «debía».
_Desde luego _musitó, y la siguió a la sala de estar de arriba.
Estaban todas las niñas ahí, en sus lugares habituales, riñendo, sonriendo y embromándose (aunque, afortunadamente, no arrojándose panecillos). También estaba la hija mayor, Daphne, la duquesa de Hasting, con su hija menor, Caroline, en brazos.
_¡Myriam! _exclamó Hyacinth sonriendo de oreja a oreja__. Pensé que estarías enferma.
_Pero si me viste esta mañana cuando te peiné.
_Sí, pero estabas muy rara.
Myriam no encontró ninguna respuesta adecuada a eso, porque si que había estado rara; no podía contradecir la verdad. Por lo tanto, simplemente tomó asiento, y asintió cuando Francesca le ofreció una taza de té.
_Penelope Featherington dijo que vendría hoy _dijo Eloisa a su madre cuando Myriam estaba tomando su primer sorbo.
Myriam no conocía personalmente a Penelope, pero lady Whistledown escribía con frecuencia acerca de ella. También sabía que era íntima amiga de Eloisa.
_¿Alguien se ha fijado que hace tiempo que Víctor no viene a vernos? _preguntó Hyacinth.
Myriam se pinchó el dedo, pero logró contener la exclamación de dolor.
_Tampoco ha ido a vernos a Simon y a mí _dijo Daphne.
_Bueno, me prometió que me ayudaría en aritmética _gruñó Hyacinth_, y ha faltado a su palabra.
_Seguro que no se ha acordado _terció lady Bridgerton diplo¬máticamente _. Tal vez si le enviaras una nota.
_O simplemente le golpearas la puerta _dijo Francesca, alzan¬do ligeramente las cejas como extrañada de que no vieran lo eviden¬te_. No vive tan lejos.
_Soy una mujer soltera _bufó Hyacinth_. No puedo visitar a un soltero en su casa.
Myriam tosió.
_Sólo tienes catorce años _dijo Francesca, desdeñosa.
_¡De todas maneras!
_Deberías pedirle ayuda a Simón _sugirió Daphne_. Es mucho mejor para los números que Víctor.
_¿Sabes?, tiene razón _dijo Hyacinth mirando a su madre, después de lanzar una mirada furiosa a Francesca_. Lo siento por Víctor, ya no me es de ninguna utilidad.
Todas se echaron a reír, porque sabían que era una broma. Todas a excepción de Myriam, que creía que ya no sabía reír.
_Ahora en serio _continuó Hyacinth_, ¿para qué es bue¬no? Simon es mejor para los números y Anthony sabe más historia. Roberto es más divertido, claro, y...
_Arte _interrumpió Myri en tono áspero, irritada porque la familia de Víctor no veía su individualidad ni sus puntos fuertes.
_¿Qué has dicho? _le preguntó Hyacinth, mirándola sor¬prendida.
_Es bueno para el arte _repitió Myriam_. Bastante mejor que cualquiera de vosotras, me imagino.
Eso atrajo la atención de todas, porque si bien Myriam las había dejado ver su ingenio naturalmente agudo, normalmente hablaba con voz suave y jamás había dicho una palabra en tono duro a nin¬guna de ellas.
_No sabía que dibujaba _dijo Daphne, con tranquilo inte¬rés_. ¿O pinta?
Myriam la miró.
De las mujeres Bridgerton era la que menos conocía, pero habría sido imposible no ver la expresión de aguda inteligencia en sus ojos. Daphne sentía curiosidad por el talento oculto de su hermano, le extrañaba su ignorancia al respecto y, principalmente, deseaba saber cómo era que ella sí lo sabía. En menos de un segundo, Myriam vio todo eso en los ojos de la joven duquesa. Y en menos de un segundo comprendió que había come¬tido un error. Si Víctor no había dicho nada a su familia sobre su arte, no le correspondía a ella decirlo.
_Dibuja _dijo finalmente, en un tono que esperaba fuera lo bastante seco para impedir más preguntas.
Y lo consiguió. Nadie dijo una palabra, aunque cinco pares de ojos continuaron mirándole atentamente la cara.
_Hace dibujos _musitó.
Miró las caras, una a una. Eloisa estaba pestañeando rápida¬mente. Lady Bridgerton no pestañeaba en absoluto.
_Dibuja muy bien _continuó, dándose de patadas mental¬mente mientras hablaba.
Había algo en el silencio de las Bridgerton que la impulsaba a llenar el vacío.
Finalmente, cuando el momento de silencio más largo entre ellas llenó el espacio de un segundo, lady Bridgerton se aclaró la garganta y dijo:
_Me encantaría ver uno de sus dibujos. _Se llevó la servilleta a los labios, aunque no había tomado ni un sólo sorbo de té¬. Siempre que él quiera enseñármelo, lógicamente.
Myriam se levantó.
_Creo que debo irme.
Los ojos de lady Bridgerton la clavaron donde estaba.
_Quédate, por favor _le dijo con una voz que era terciopelo sobre acero.
Myriam volvió a sentarse.
_¡Creo que oigo a Penelope! _exclamó Eloisa levantándose de un salto.
_No la has oído _dijo Hyacinth.
_¿Por qué iba a mentir?
_No lo sé, pero...
Apareció el mayordomo en la puerta.
_La señorita Penelope Featherington _entonó.
Eloisa miró a Hyacinth con los ojos agrandados como dicien¬do «¿Lo ves?».
_¿Es mal momento? _preguntó Penelope.
_No _contestó Daphne, con una leve sonrisa vagamente divertida_, sólo uno extraño.
_Ah. Bueno, supongo que podría volver después.
_De eso ni hablar _dijo lady Bridgerton_. Haz el favor de sentarte a tomar té.
Myriam observó a la joven mientras tomaba asiento en el sofá, al lado de Francesca. Penelope no era una ninguna refinada beldad, pero sí muy atractiva a su nada complicada manera. Tenía el pelo castaño rojizo y las mejillas ligeramente espolvoreadas con pecas.
Su tez era un pelín cetrina, aunque tal vez eso tenía más que ver con su nada atractivo vestido amarillo que con cualquier otra cosa. Pensándolo bien, creyó recordar haber leído algo en la hoja de lady Whistledown acerca de los feos vestidos de Penelope. Qué lástima que la pobre muchacha no pudiera convencer a su madre para que la dejara usar el color azul.
Pero mientras observaba disimuladamente a Penelope se dio cuenta de que ésta la estaba examinando sin mucho disimulo.
_¿Nos hemos visto? _le preguntó Penelope de pronto.
A Myriam la asaltó una horrorosa sensación, que le pareció pre¬monitoria, o tal vez de algo... conocido, ya visto.
_Creo que no _se apresuró a contestar.
Penelope continuó mirándola sin pestañear.
_¿Está segura?
_Bueno, eh... no veo cómo podríamos habernos conocido.
Penelope hizo una corta espiración y agitó la cabeza, como para limpiarla de telarañas.
_Sin duda tiene razón. Pero hay algo en usted que me resulta conocido.
_Myriam es nuestra nueva doncella _terció Hyacinth como si eso lo explicara todo_. Normalmente viene a tomar el té con nosotras cuando estamos en familia.
Myriam observó a Penelope mientras respondía algo, y repenti¬namente recordó. ¡Sí que había visto a Penelope antes! Fue en el baile de máscaras, tal vez no más de diez segundos antes de cono¬cer a Víctor.
Acababa de entrar en el salón, y los jóvenes que se apresuraron a rodearla todavía iban caminando hacia ella. Penelope estaba allí, vestida con un atuendo verde bastante raro y un curioso sombre¬ro; y no llevaba antifaz. Ella estaba mirándola, tratando de deter¬minar de qué iba disfrazada, cuando un joven chocó con Penelope y ésta casi cayó al suelo. Ella alargó la mano y la ayudó a recuperar el equilibrio. Y sólo había alcanzado a decirle algo así como «Ya está» cuando la rodearon más jóvenes y las separaron.
Entonces apareció Víctor y ella sólo tuvo ojos para él. Hasta ese momento había olvidado a Penelope, y la abominable manera como la trataron los jóvenes caballeros.
Y era evidente que la ocasión había quedado enterrada en la memoria de Penelope también.
_Sin duda debo de estar equivocada _dijo Penelope cogien¬do la taza que le ofrecía Francesca_. No es su cara, exactamente, sino más bien su manera de estar, si es que eso tiene algún sen¬tido.
Myriam decidió que era necesaria una intervención persuasiva, de modo que se puso su mejor sonrisa social y dijo:
_Tomaré eso como un cumplido, puesto que estoy segura de que las damas con que se relaciona son verdaderamente elegantes y amables.
Pero en el instante en que cerró la boca comprendió que se había excedido. Francesca la estaba mirando como si le hubieran brotado cuernos, y se curvaron las comisuras de la boca de lady Bridgerton cuando dijo:
_Vaya, Myriam, juro que ésa es la frase más larga que has dicho en dos semanas.
Myriam se llevó la taza a los labios para ocultar un poco la cara.
_No me he sentido muy bien.
_¡Oh! _exclamó alarmada Hyacinth_. Espero que no te sientas demasiado mal porque quería pedirte que me ayudaras esta tarde.
_Cómo no _dijo Myriam, impaciente por desviar la cara de Penelope, que seguía observándola como si fuera un rompecabezas humano_. ¿Qué necesitas?
_Prometí entretener a mis primos esta tarde.
_Ah, pues sí _dijo lady Bridgerton, dejando la taza en la mesa_. Casi lo había olvidado.
Hyacinth asintió.
_¿Podrías ayudarme? Son cuatro. Demasiados para mí.
_Claro que sí. ¿Qué edades tienen?
Hyacinth se encogió de hombros.
_Entre seis y diez años _contestó lady Bridgerton, mirando desaprobadora a Hyacinth_. Son los hijos de mi hermana menor _añadió, dirigiéndose a Myriam.
_Ve a avisarme cuando lleguen _dijo Myriam a Hyacinth_. Me encantan los niños y te ayudaré con mucho gusto.
_Excelente _exclamó Hyacinth, jutando las manos_. Son unos críos tan activos que a mí sola me agotarían.
_Hyacinth, no eres una vieja decrépita _terció Francesca.
_¿Cuándo fue la última vez que pasaste dos horas con cuatro niños menores de diez años?
_Basta _dijo Myriam, riendo por primera vez desde hacía dos semanas_. Yo te ayudaré. Nadie se agotará. Y tú deberías venir también Francesca. Lo pasaremos muy bien, estoy segura.
_¿Es usted...? _comenzó Penélope, pero dejó sin terminar la pregunta_. Nada, no importa.
Pero cuando Myriam la miró, Penelope seguía mirándola con una expresión de lo más perpleja. De pronto abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla para decir:
_Sé que la conozco.
_Y seguro que tiene razón _dijo Eloisa, sonriendo satisfe¬cha_. Penelope jamás olvida una cara.
Myriam palideció.
_¿Te sientes mal? _preguntó lady Bridgerton, inclinándose_. Estás muy pálida.
_Creo que algo me sentó mal _se apresuró a mentir Myriam, poniéndose la mano en el estómago, para dar más veracidad a sus palabras_. Tal vez la leche estaba cortada.
_Ay, Dios _exclamó Daphne, ceñuda, mirando a su bebé_. Le di un poco a Caroline.
_A mí me pareció buena _terció Hyacinth.
_Podría ser algo que comí esta mañana _dijo Myriam, para que Daphne no se preocupara_. De todos modos, creo que me iré a echar un rato. _Se levantó y dio un paso hacia la puerta_. Si le parece bien, lady Bridgerton.
_Por supuesto. Espero que te mejores pronto.
_Seguro que sí _repuso Myriam, sinceramente. Ya se sentía mejor, tan pronto como salió de la línea de visión de Penelope Featherington.
_Te iré a buscar cuando lleguen mis primos _le dijo Hya¬cinth.
_Si te sientes mejor _añadió lady Bridgerton.
Myriam asintió y se apresuró a salir, pero en el instante en que salía alcanzó a ver a Penelope observándola con una expresión tan atenta que la sobrecogió una horrorosa sensación de miedo.
Víctor estaba de mal humor desde hacía dos semanas.
Y ese mal¬humor estaba a punto de empeorarle, pensó, caminando lentamen¬te hacia la casa de su madre. Había evitado ir a la casa porque no quería ver a Myriam; no quería ver a su madre, la que advertiría su mal humor y le haría preguntas; no quería ver a Eloisa, la que advertiría el interés de su madre y también intentaría interrogarlo; no quería ver a...
Demonios, no quería ver a nadie.
Y dada la forma como había estado machacando las cabezas de sus criados de palabra, eso sí, (aunque de tanto en tanto con los puños en sus sueños), el resto del mundo haría bien en no querer verlo tampoco.
Pero quiso su suerte que en el instante en que ponía el pie en el primer peldaño de la escalinata, oyó gritar su nombre, y al girarse, vio a sus dos hermanos adultos caminando hacia él por la acera.
Se le escapó un gemido. Nadie lo conocía mejor que Anthony y Roberto, y no había la más mínima posibilidad de que éstos no advirtieran ni comentaran algo como un corazón roto.
_Hace siglos que no te veo _dijo Anthony_. ¿Dónde has estado?
_Por aquí y por allá. En casa, principalmente. ¿Y tú dónde has estado? _preguntó a Roberto.
_En Gales.
_¿En Gales? ¿Y eso?
_Me apetecía _repuso Roberto, encogiéndose de hombros_. Nunca había estado allí.
_La mayoría de las personas necesitarían un motivo algo más irresistible para marcharse a mitad de la temporada _comentó Víctor.
_Yo no.
Víctor lo miró fijamente. Anthony lo miró fijamente.
_Bueno, muy bien _dijo Roberto enfurruñado_. Necesitaba ale¬jarme. Madre ha iniciado conmigo ese cochino asunto del matrimonio.
_¿Cochino asunto del matrimonio? _repitió Anthony, son¬riendo divertido_. Te aseguro que la desfloración de la propia esposa no tiene nada de cochino.
Víctor mantuvo la expresión escrupulosamente impasible. Había encontrado una mancha de sangre en su sofá después de que le hiciera el amor a Myriam. Le había puesto un cojín encima, espe¬rando que cuando alguno de los criados la viera, hubiera olvidado que había estado con una mujer allí. Le hacía ilusión creer que nadie del personal había estado escuchando en la puerta ni coti¬lleando, pero la propia Myriam le contó una vez que por lo general los sirvientes sabían todo lo que ocurría en una casa, y él tendía a pensar que tenía razón en eso.
Pero si se ruborizó, y sí que sintió acaloradas las mejillas, nin¬guno de sus hermanos lo notó, porque no dijeron nada, y si había algo en la vida tan cierto como, digamos, que el sol sale por el este, era que un Bridgerton jamás desaprovechaba la oportunidad de embromar y atormentar a otro Bridgerton.
_No para de hablarme de Penelope Featherington _refunfu¬ñó Roberto_. Vamos, conozco a la muchacha desde que los dos lle¬vábamos pantalones cortos, eh, desde que yo llevaba pantalones cortos al menos. Ella llevaba... _Frunció más el entrecejo porque sus dos hermanos se estaban riendo_. Llevaba lo que fuera que usan las crías.
_¿Vestidos? _suplió Anthony, generosamente.
_¿Faldas? _sugirió Víctor.
_De lo que se trata _interrumpió Roberto enérgicamente_, es de que la conozco de toda la vida y os puedo asegurar que no es probable que me enamore de ella.
_Se casarán antes del año _dijo Anthony a Víctor.
_¡Anthony! _bramó Roberto, cruzándose de brazos.
_Tal vez dentro de dos _dijo Víctor_. Es joven aún.
_A diferencia de ti _replicó Roberto_. ¿Por qué madre me ase¬dia a mí, digo yo? Buen Dios, tú tienes treinta y uno.
_ ¡Treinta!
_De todas maneras, lo lógico sería que tú te llevaras la mayor parte del asedio.
Víctor frunció el ceño. Desde hacía un tiempo su madre había estado atípicamente reservada en sus opiniones sobre él y el matrimonio y sobre por qué debía casarse y pronto.
Claro que esas últimas semanas él había evitado la casa de su madre como a la pes¬te, pero incluso antes de eso ella no le había dicho ni una palabra sobre el tema.
Era de lo más extraño.
_En todo caso _estaba gruñendo Roberto_, no me voy a casar pronto, y ciertamente no me voy a casar con Penelope Feathering¬ton.
_ ¡Ah!
Era un «ah» femenino, y sin siquiera mirar, Víctor compren¬dió que estaba a punto de experimentar uno de los momentos más violentos de su vida. Atemorizado, levantó la cabeza y se giró hacia la puerta. Allí estaba Penelope Featherington, enmarcada a la perfección por dicha puerta abierta, sus labios entreabiertos por la sorpresa, sus ojos llenos de pena.
Y en ese momento él comprendió lo que tal vez había sido demasiado estúpido (y estúpidamente masculino) para ver: Pene¬lope Featherington estaba enamorada de su hermano.
Roberto se aclaró la garganta.
_Penelope _dijo, con una vocecita chillona, como si hubiera retrocedido diez años y estuviera en plena pubertad_, eh..., me alegra verte.
Miró a sus hermanos, esperando que lo salvaran diciendo algo, pero los dos habían decidido no intervenir. Víctor hizo un gesto de dolor para sus adentros. Ése era uno de esos momentos que sen¬cillamente no se podían salvar.
_No sabía que estabas ahí _continuó Roberto, titubeante.
_Eso es evidente _repuso Penelope, pero sin mucha energía.
Roberto tragó saliva.
_¿Viniste a ver a Eloisa?
_Me invitaron _asintió ella.
_¡Claro que te invitaron! _se apresuró a decir él_. ¡Claro que te invitaron! Eres una fabulosa amiga de la familia.
Silencio.
Horrible, incómodo silencio.
_Como si fueras a venir sin invitación _masculló Roberto.
Penelope no dijo nada. Trató de sonreír pero no lo consiguió. Finalmente, cuando Víctor pensó que la muchacha iba a pasar veloz junto a ellos y echar a correr calle abajo, ella miró a Roberto y dijo:
_Nunca te he pedido que te cases conmigo.
Las mejillas de Roberto se tiñeron de un rojo más subido que el que Víctor hubiera imaginado posible. Abrió la boca pero no le salió ningún sonido.
Ésa era la primera vez, y posiblemente sería la única, que Víctor veía a su hermano menor sin saber qué decir.
_Y nunca... _continuó Penelope, tragando saliva al cortár¬sele la voz_. Nunca le he dicho a nadie que deseara que me lo pidieras.
_Penelope _logró decir Roberto al fin_. Perdona, lo siento mucho.
_No hay nada que perdonar.
_Sí que lo hay _insistió él_. Herí tus sentimientos y...
_No sabías que yo estaba aquí.
_De todos modos...
_No te vas a casar conmigo _dijo ella, con voz hueca_. No hay nada malo en eso. Yo no me voy a casar con tu hermano Víctor.
Víctor había estado tratando de no mirar, pero al oír eso se irguió, atento.
_A él no le hiero los sentimientos cuando declaro que no me voy a casar con él. _Penelope giró la cabeza hacia Víctor y fijó sus ojos castaños en él_. ¿Verdad, señor Bridgerton?
_Claro que no _se apresuró a contestar él.
_Todo arreglado entonces _dijo ella entre dientes_. No se ha herido ningún sentimiento. Y ahora, si me disculpáis, caballe¬ros, tendría que irme a casa.
Víctor, Anthony y Roberto se apartaron cual aguas del Mar Rojo al bajar ella la escalinata.
_¿No te acompaña una doncella? _le preguntó Roberto.
_Vivo sólo a la vuelta de la esquina _contestó ella.
_Lo sé, pero...
_Yo te acompañaré _dijo Anthony tranquilamente.
_Eso no es necesario, milord, de verdad.
_Dame ese gusto _dijo él.
Ella asintió y los dos echaron a andar calle abajo.
Víctor y Roberto se quedaron mirándolos alejarse, en silencio, durante treinta segundos enteros. Después Víctor se giró hacia su hermano y le dijo.
_Lo has hecho muy bien.
_ ¡No sabía que estaba ahí!
_Es evidente _se burló Víctor.
_No te burles. Me siento fatal.
_Como debe ser.
_¿Ah, y tú nunca has herido los sentimientos de una mujer sin darte cuenta?
El tono de Roberto era defensivo, y tanto que Víctor compren¬dió que se sentía como un percebe.
Lo salvó de contestar la aparición de su madre en lo alto de la escalinata, enmarcada en la puerta más o menos igual que había estado Penelope hacía unos instantes.
_¿Aún no ha llegado vuestro hermano? _preguntó Violeta.
_Fue a acompañar a la señorita Featherington a su casa _con¬testó Víctor, haciendo un gesto hacia la esquina.
_Ah, bueno. Qué atento. Quería... ¿adónde vas Roberto?
_Necesito beber algo _repuso Roberto, deteniéndose breve¬mente pero sin volver la cabeza.
_Es un poco temprano para...
Víctor la interrumpió colocándole una mano en el brazo.
_Déjalo.
Ella abrió la boca, como para protestar, pero cambió de opinión y se limitó a hacer un gesto de asentimiento.
_Quería reunir a toda la familia para hacer un anuncio _sus¬piró_, pero supongo que eso puede esperar. Mientras tanto, ¿por qué no me acompañas a un té?
Víctor miró hacia el reloj del vestíbulo.
_¿No es un poco tarde para el té?
_Sáltate el té entonces _dijo ella, encogiéndose de hombros_. Simplemente buscaba un pretexto para hablar contigo.
Víctor logró hacer una débil sonrisa. No estaba de humor para conversar con su madre. Para ser franco, no estaba de hu¬mor para hablar con nadie, hecho que podían atestiguar todas las personas con que se había cruzado ese último tiempo.
_No es nada serio _lo tranquilizó Violeta_. Cielos, tienes una cara como si te estuvieras preparando para ir a la horca.
Habría sido grosero decir que así era exactamente como se sen¬tía, de modo que simplemente se inclinó a darle un beso en la me¬jilla.
_Bueno, eso es una agradable sorpresa _dijo ella, sonriéndo¬le de oreja a oreja_. Ahora, ven conmigo _añadió, indicando con un gesto la sala de estar de abajo_. Hay una persona de la que quiero hablarte.
_¡Madre!
_Simplemente escúchame. Es una muchacha encantadora...
La horca, desde luego.
Esta cronista ha sabido de muy buena tinta que hace dos días, cuan¬do tomaba el té en Gunter's, a lady Penwood le golpeó un lado de la cabeza una galleta volante.
Esta cronista ha sido incapaz de determinar quién arrojó la galle¬ta, pero todas las sospechas apuntan a las clientas más jóvenes del establecimiento: las señoritas Felicity Featherington y Hyacinth Bridgerton.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 21 de mayo de 1817.
Myriam la habían besado antes, Víctor la había besado antes, pero nada, ni un solo momento de un solo beso, la había preparado para ese beso.
No era un beso. Era el mismo cielo.
Él la besaba con una intensidad que casi no alcanzaba a com¬prender, acariciándola con los labios, rozando, mordisqueando, ten¬tándola, atizando el fuego en su interior, incitándole el deseo de ser amada, el deseo de amar; y, Dios la amparara, cuando la besaba, lo único que deseaba hacer era besarlo también.
Lo oía susurrar su nombre, pero el susurro apenas le llegaba a tra¬vés del rugido que sentía en los oídos. Eso era deseo; eso era necesi¬ciad. Qué tonta había sido al pensar que podría negarse eso; qué engreimiento el suyo al creer qur podría ser más fuerte que la pasión.
«Myriam, Myriam», decía él una y otra vez, deslizándole los labios por las mejillas, el cuello, las orejas. Repetía su nombre tantas veces que parecía penetrarle la piel.
Sintió sus manos en los botones de su vestido, sintió soltarse la tela a medida que cada botón salía de su ojal. Eso era todo lo que siempre había jurado no hacer jamás y sin embargo estaba ahí ofreciéndose a él como una especie de fruto prohibido.
Víctor dejó de respirar cuando la vio. Se había imaginado ese momento muchas veces, todas las noches cuando yacía en la cama, y en todos los sueños cuando estaba durmiendo. Pero eso, la realidad, era mucho más dulce que un sueño, y mucho más erótico.
_Eres preciosa _le susurró, incapaz de encontrar palabras más adecuadas.
No había palabras para expresar lo que sentía. Ya era imposible encontrar palabras; su necesi¬dad era tan intensa, tan primitiva, que lo despojó de su capacidad de hablar. Demonios, escasamente podía pensar.
No sabía cómo esa mujer había llegado a significar tanto para él; tenía la impresión de que un día era una desconocida, y al siguiente le era tan indispensable como el aire. Y sin embargo eso no había ocurrido en un relámpago cegador. Había sido un proce¬so imprevisto, lento, tortuoso, que le fue coloreando calladamente las emociones hasta que comprendió que sin ella su vida carecía de sentido.
Le tocó la barbilla y le levantó la cara hasta poder mirarle los ojos; éstos parecían irradiar luz desde dentro, brillaban con lágrimas no derramadas. A ella también le temblaban los labios, y él comprendió que estaba tan afectada como él por ese momento.
Fue acercando su cuerpo lenta, muy lentamente. Quería darle la oportunidad de decir no. Lo mataría si decía no, pero peor sería escucharla lamentarlo en la proverbial mañana siguiente.
Pero ella no dijo no, y cuando él estaba a unas pocas pulgadas, ella cerró los ojos y ladeó ligeramente la cabeza, invitándolo silen¬ciosamente a besarla.
Era extraordinario, pero cada vez que la besaba sentía más dul¬ces sus labios, más seductor su aroma. Y aumentaba su necesidad también. Sentía acelerada la sangre de deseo, y tenía que valerse de hasta su última hilacha de control para no tumbarla sobre el sofá y arrancarle la ropa.
Eso vendría después, pensó, sonriendo para sus adentros. Esta vez, seguramente la primera para ella, sería lento, tierno, todo lo que soñaba una jovencita.
Bueno, tal vez no. Sonrió de verdad.
A Myriam no se le habría ocu¬rrido ni soñar con la mitad de las cosas que iba a hacerle.
_¿De qué sonríes? _le preguntó ella.
Él se apartó un poco y le cogió la cara entre las manos.
_¿Cómo sabes que sonreí?
_Sentí tu sonrisa en mis labios.
Él deslizó un dedo por el contorno de esos labios y luego le rozó la parte carnosa con el borde de la uña.
_Tú me haces sonreír _susurró_, cuando no me haces desear chillarte, me haces sonreír.
A Myriam le temblaron los labios y él sintió su aliento, caliente y húmedo en el dedo.
Eran miles las cosas que deseaba preguntarle, por ejemplo, cómo se sentía, qué sentía, pero lo aterraba que ella se echara atrás si él le daba la oportunidad de poner en palabras alguno de sus pensamien¬tos. Por lo tanto, en lugar de hacerle preguntas, le dio besos, posan¬do otra vez sus labios sobre los de ella, en una atormentadora y escasamente controlada danza de deseo.
Susurrando su nombre como una bendición, la fue haciendo des¬cender sobre el sofá rozándole la espalda desnuda contra la tela del respaldo.
_Te deseo _gimió_. No puedes imaginarte cuánto. No tienes idea.
La única reacción de ella fue un suave y ronco gemido que pare¬ció salirle del fondo de la garganta. Eso fue como echarle aceite al fuego que ardía dentro de él, y la aferró más fuerte con los dedos, enterrándoselos en la piel, mientras deslizaba los labios por la esbel¬ta columna de su cuello.
Y eso era muchísimo mejor que cualquie¬ra de sus sueños.
Y vaya si había soñado con ella.
_Shhh _la arrulló_, déjame...
_ Pero...
Él le puso un dedo sobre los labios, tal vez con demasiada fuer¬za, pero es que se le estaba haciendo cada vez más difícil controlar sus movimientos.
_No pienses. Limítate a reposar la cabeza en el sofá y deja que yo te dé placer.
Ella pareció dudosa
Esta vez Myriam ni siquiera logró hacer un gesto de asentimiento. Dios santo, estaba prácticamente desnuda ante él y lo único que era capaz de hacer era gemir, suspirar y suplicar que continuara.
_Te necesito _susurró, jadeante.
_Lo sé _dijo él con la boca sobre la suave piel del abdomen. Myriam se agitó debajo de él, nerviosa, amilanada por esa primi¬tiva necesidad de moverse. Sentía expandirse algo raro dentro de ella, una especie de calor, de hormigueo. Era como si ella misma se estuviera expandiendo, como preparándose para estallar, para salir¬se a través de la piel. Era como si, después de veintidós años de vida, estuviera por fin cobrando vida.
Era la sensación más maravillosa que podría haberse imaginado. Sintió su piel cálida, y aunque sus músculos eran duros y poten¬tes, su piel era seductoramente suave. Y olía bien, a una agradable y masculina combinación de sándalo y jabón.
Creía que había deseado a una mujer antes. Creía que había necesitado a una mujer. Pero eso, eso trascendía el deseo y la necesi¬dad. Era algo espiritual; estaba en su alma.
Ésa era la primera vez para ella. Tenía que ser perfecto.
Y si no perfecto, por lo menos condenadamente fabuloso.
_¿Víctor? _susurró ella.
Él dejó caer la mano, rozándola ligeramente. Fue lo único que logró hacer para indicarle que la había oído.
_¿Siempre es así?
Él movió la cabeza de uno a otro lado, con la esperanza de que ella sintiera el movimiento y entendiera que quería decir no.
Myriam suspiró y pareció hundirse más en los cojines.
_Ya me lo parecía.
Víctor le besó el lado de la cabeza, que fue lo más lejos que logró llegar. No, no siempre era así. Había soñado con ella muchas veces, pero eso... eso...
Eso era mucho más que los sueños.
Myriam no lo habría creído posible, pero tenía que haberse quedado dormida, aún con el sensacional peso de Víctor aplastándola en el sofá y haciéndole un poco difícil respirar. Él debió quedarse dormi¬do también, y al despertar la despertó a ella, con la repentina ráfaga de aire fresco que le dio en el cuerpo al quitarse él de encima.
Él la cubrió con una manta antes de que ella tuviera la posibili¬dad de azorarse por su desnudez. Sonrió al mismo tiempo de rubo¬rizarse, porque no era mucho lo que se podía hacer para aliviarle el azoramiento. Y no era que se arrepintiera de lo que acababa de hacer. Pero una mujer no pierde la virginidad en un sofá sin sentir un poco de vergüenza. Eso sencillamente no es posible.
De todos modos, colocarle la manta fue un gesto considerado, aunque no sorprendente. Víctor era un hombre considerado.
Pero estaba claro que él no compartía su recato, pensó, porque no hizo ni amago de cubrirse cuando atravesó la sala para ir a reco¬ger la ropa que arrojara de cualquier manera. Lo miró descarada¬mente mientras él se ponía las calzas. Él estaba erguido y orgulloso, y la sonrisa con que la obsequió cuando la sorprendió mirándola fue cálida y franca.
Dios santo, cómo amaba a ese hombre.
_¿Cómo te sientes? _le preguntó él.
_Muy bien. Estupendamente bien. _Sonrió tímida_. Esplén¬didamente.
Él recogió su camisa y metió un brazo.
_Enviaré a alguien a recoger tus cosas.
Ella pestañeó.
_¿Qué quieres decir?
_No te preocupes, elegiré a uno que sea discreto. Sé que podría ser violento para ti ahora que conoces a mi familia.
Myriam se apretó la manta contra el cuerpo, deseando que su ropa no estuviera fuera de su alcance. Porque repentinamente se sintió avergonzada. Había hecho lo que siempre había jurado no hacer jamás, y ahora Víctor suponía que iba a ser su querida. ¿Y por que no habría de suponerlo? Era una suposición muy natural.
_Por favor, no envíes a nadie _dijo con una débil vocecita.
Él la miró sorprendido.
_¿Prefieres ir tú?
_Prefiero que mis cosas sigan donde están _dijo dulcemente. Era más fácil decirle eso que decirle que no se convertiría en su querida.
Una vez, podía perdonársela. Una vez, podía incluso ser un recuerdo entrañable. Pero una vida con un hombre que no era su marido, eso sí sabía que no lo podría hacer.
Se miró el vientre, rogando que no hubiera allí un hijo que nace¬ría ilegítimo.
_¿Qué me has dicho? _le preguntó él, mirándole atentamente la cara.
_He dicho _myriam, tragando saliva para pasar el nudo que se le había formado en la garganta_ que no puedo ser tu querida.
_¿Y cómo le llamas a esto? _preguntó él entre dientes, agitan¬do los brazos hacia ella.
_Lo llamo un error de juicio _repuso ella, sin mirarlo a los ojos.
_Ah, ¿o sea que soy un error de juicio? _dijo él en un tono exageradamente agradable_. Qué bien. Creo que nunca antes he sido un error de juicio de nadie.
_Sabes que no es eso lo que quise decir.
_¿Sí? _Cogió una bota y se sentó en el brazo de un sillón a ponérsela_. Francamente, querida mía, ya no sé que quieres decir.
_No debería haber hecho esto.
Él giró bruscamente la cabeza para mirarla, la furia que despe¬dían sus ojos reñida con la suavidad de su sonrisa.
_¿Ahora soy un «no debería»? Excelente. Incluso mejor que un error de juicio. Suena mucho más malvado, ¿no crees? Un error es simplemente una equivocación.
_No hay ninguna necesidad de que trates esto de un modo tan repugnante.
Él ladeó la cabeza como si estuviera considerando esas palabras.
_¿Eso he hecho? Yo creía actuar del modo más amistoso y comprensivo. Oye, ni gritos ni chillidos.
_Preferiría los gritos y chillidos a esto.
Él recogió el vestido y se lo lanzó, sin demasiada suavidad.
_Bueno, no siempre tenemos lo que preferimos, ¿verdad seño¬rita Montemayor? Yo puedo dar fe de eso.
Ella cogió el vestido y lo metió bajo la manta, con la esperanza de encontrar la manera de ponérselo sin retirar la manta.
_Será un estupendo truco si descubres la forma de hacerlo _le dijo él, mirándola con aire de superioridad.
Ella lo miró indignada.
_No te pediré que te disculpes de ese insulto.
_Bueno, eso es un alivio. Dudo de mi capacidad para encontrar las palabras.
_Por favor, no seas tan sarcástico.
_No estás en posición para pedirme nada _repuso él, con una sonrisa muy burlona.
_Víctor...
Él se inclinó sobre ella con una sonrisa groseramente impúdica.
_A no ser, claro, que me pidas que vuelva a acostarme contigo, lo que haría con mucho gusto.
Ella guardó silencio.
_¿Sabes cómo sienta el verse rechazado? _continuó él, dulcifi¬cando un tanto la expresión de sus ojos_. ¿Cuántas veces crees que puedes rechazarme hasta que yo deje de intentarlo?
_No es que yo quiera...
_Vamos, déjate de esa vieja excusa. Está gastada. Si quisieras vivir conmigo, vivirías conmigo. Si te niegas es que no quieres.
_No lo comprendes _dijo ella en voz baja_. Tú siempre has estado en una posición en que puedes hacer lo que quieres. Algunos no tenemos ese lujo.
_Tonto de mí. Pensé que lo que te ofrecía era justamente ese lujo.
_El lujo de ser tu querida _dijo ella amargamente.
Él se cruzó de brazos, frunciendo los labios.
_No harás nada que no hayas hecho ya.
Ella decidió pasar por alto el insulto. No era más de lo que se merecía. Se había acostado con él. ¿Por qué no iba a pensar él que sería su querida?
_Me dejé llevar _contesto al fin_. Cometí un error. Pero eso no significa que deba cometerlo otra vez.
_Puedo ofrecerte una vida mejor _dijo él en voz baja.
_No seré tu querida _repuso ella, negando con la cabeza_. No seré la querida de ningún hombre.
Él entreabrió los labios, anonadado al entender el sentido de sus palabras. La miró incrédulo.
_Myriam, sabes que no puedo casarme contigo.
_Claro que lo sé _espetó ella_. Soy una criada, no una idiota.
Víctor trató de ponerse en su piel por un momento. Sabía que ella deseaba respetabilidad, pero tenía que entender que él no podía dársela.
_Sería difícil para ti también si me casara contigo _dijo dulce¬mente_. No te aceptarían. La alta sociedad sabe ser cruel.
A Myriam se le escapó una risita hueca.
_Lo sé _dijo, sonriendo sin humor_. Puedes estar seguro de que lo sé.
_¿Entonces por qué...?
_Hazme un favor _interrumpió ella, desviando la cara para no continuar mirándolo_. Busca a alguien para casarte. Encuentra a una persona aceptable, que te haga feliz, y entonces déjame en paz.
Esas palabras dieron en el clavo.
Repentinamente Víctor recordó a la dama del baile de máscaras. Ella era de su mundo, de su clase. Habría sido aceptable. Y mientras miraba a Myriam, que esta¬ba acurrucuada en el sofá tratando de no mirarlo, cayó en la cuenta de que ésa era la mujer que siempre había visto en su mente cuando pensaba en el futuro, cuando se imaginaba con una esposa e hijos.
Había pasado los dos años pasados con un ojo puesto en la puer¬ta de cada salón en que se encontrara, siempre esperando que entra¬ra su dama del vestido plateado. A veces se sentía tonto, incluso estúpido, pero nunca había logrado borrarla de sus pensamientos.
Tampoco había logrado librarse del sueño, de aquel en que se casaba con ella y vivían felices para siempre.
Era una fantasía tonta para un hombre de su reputación, dulzo¬na y sensiblera, pero no había podido evitarla. Ése era el resultado de criarse en una familia numerosa y amorosa: quería tener una familia igual.
Pero la misteriosa mujer del baile había sido apenas algo más que un espejismo. Demonios, si ni siquiera sabía cómo se llamaba. En cambio Myriam estaba allí.
No podía casarse con ella, pero eso no significaba que no pudie¬ran vivir juntos. Eso significaría transigencia, principalmente por parte de ella, reconoció. Pero era posible. Y ciertamente serían más felices que si estuvieran separados.
_Myriam, sé que la situación no es ideal....
_No _interrumpió ella, en voz muy baja, apenas audible.
_Si quisieras escucharme...
_Por favor, no.
_Pero si no...
_¡Basta! _exclamó ella, elevando peligrosamente el volumen de su voz.
Tenía los hombros tan tensos que casi le tocaban las orejas, pero Víctor continuó de todos modos. La amaba; la necesitaba. Tenía que hacerla entrar en razón.
_Myriam, sé que estarías de acuerdo si...
_ ¡No quiero tener un hijo ilegítimo! _gritó ella, poniéndose de pie y tratando de envolverse en la manta_. ¡No quiero! Te amo, pero no tanto como para eso. A nadie amo tanto.
_Bien podría ser ya demasiado tarde para eso –musitó él mirándole el vientre.
_Lo sé _repuso ella en voz baja_, y eso ya me está royendo por dentro.
_Los remordimientos suelen hacer eso.
_No me arrepiento de lo que hicimos _dijo ella desviando la vista_. Ojalá pudiera. Sé que debería, pero no puedo.
Víctor se limitó a contemplarla. Deseaba entenderla, pero no lograba comprender cómo podía ser tan inflexible en su negativa a ser su querida y tener sus hijos y al mismo tiempo no lamentar haberse acostado con él.
¿Cómo podía decir que lo amaba? Eso le hacía aún más intenso el dolor.
_Si no hemos engendrado un hijo _continuó ella en voz baja_, me consideraré muy afortunada. Y no quiero volver a tentar a la suerte.
_No, sólo me tentarás a mí _dijo él, detestando la burla que detectó en su voz.
Ella hizo como si no lo hubiera oído y se arrebujó más la manta, mirando sin ver un cuadro de la pared.
_Tendré un recuerdo que mimaré siempre. Y por eso, supongo, no puedo arrepentirme de lo que hicimos.
_No te calentará por la noche.
_No _concedió ella tristemente_, pero llenará mis sueños.
_Eres una cobarde. Una cobarde por no tratar de hacer realidad esos sueños.
Ella se giró a mirarlo.
_No, cobarde no _dijo, con la voz extraordinariamente serena dada la ferocidad con que la miraba él_. Lo que soy es una hija ile¬gítima, una bastarda, Y antes de que digas que no te importa, permi¬teme que te diga que a mí sí. Y a todos los demás les importa. No ha pasado un sólo día sin que se me recuerde de alguna manera la ilegitimidad de mi nacimiento.
_Myriam...
_Si tuviera una hija _continuó ella, con la voz algo quebrada_, ¿sabes cuánto la amaría? Más que a mi vida, más que a mi respira¬ción, más que a nada. ¿Cómo podría hacer a una hija mía el daño que me han hecho a mí? ¿Cómo podría someterla al mismo tipo de sufrimiento?
_¿Rechazarías a tu hija?
_¡Por supuesto que no!
_Entonces no sentiría el mismo tipo de sufrimiento _dijo él, encogiéndose de hombros_. Porque yo tampoco la rechazaría.
_No lo entiendes _dijo ella, acabando con un sollozo aho¬gado.
Él hizo como si no la hubiera oído.
_¿Tengo razón en suponer que a ti te rechazaron tus padres?
Ella sonrió irónica.
_No exactamente. Desentenderse sería una mejor definición.
_Myriam _dijo él corriendo a cogerla en sus brazos_, no tie¬nes por qué repetir los errores de tus padres.
_Lo sé _repuso ella, sin rechazar el abrazo pero sin corres¬ponderlo tampoco_. Y por eso no puedo ser tu querida. No quie¬ro revivir la vida de mi madre.
_No la rev...
_Dicen que una persona inteligente es aquella que aprende de sus errores _interrumpió ella con voz enérgica, silenciándolo_. Pero una persona verdaderamente inteligente es aquella que apren¬de de los errores de los demás. _Se apartó de él y levantó la cara para mirarlo_. Me agrada pensar que soy una persona verdadera¬mente inteligente. Por favor, no me quites eso.
Él vio en sus ojos un dolor desesperado, casi palpable, que le gol¬peó el pecho y lo hizo retroceder un paso.
_Querría vestirme _dijo ella volviéndose hasta darle la espal¬da_. Creo que deberías salir.
Él le miró la espalda unos segundos y luego dijo:
_Podría hacerte cambiar de opinión. Podría besarte y tú...
_No lo harías _repuso ella sin mover un músculo_. Eso no está en ti.
_Lo está.
_Me besarías y luego te odiarías. Y eso sólo llevaría un segundo.
Sin decir otra palabra él salió, y dejó que el ruido de la puerta al cerrarse le indicara su salida.
Entonces Myriam, con las manos temblorosas, dejó caer la manta y se arrojó en el sofá, manchando para siempre la delicada tela con sus lágrimas.
Capítulo 18
Estas dos últimas semanas han escaseado las posibilidades para las señoritas interesadas en el matrimonio y sus madres. Para empezar, no es abundante la cosecha de solteros esta temporada, puesto que dos de los mejores partidos de la temporada pasada, el duque de Ashbourne y el conde de Macclesfield, ya están engrilletados.
Para empeorar las cosas, han brillado por su ausencia los dos her¬manos Bridgerton solteros (descontando a Gregorio, pues a sus dieciséis años no está en posición de acudir en auxilio de ninguna de las pobres damitas del mercado del matrimonio). Roberto, según se ha enterado esta cronista, está fuera de la ciudad, posiblemente en Gales o Escocia (aunque nadie parece saber a qué puede haber ido a Gales o Esco¬cia a mitad de la temporada). La historia de Víctor es más descon¬certante. Por lo visto está en Londres, pero evita todas las reuniones de la buena sociedad en favor de medios menos refinados.
Para ser fiel a la verdad, esta cronista no debería causar la impre¬sión de que el señor Bridgerton ha pasado todas sus horas de vigilia en desenfrenado libertinaje. Si los informes son correctos, ha pasado estas dos semanas en sus aposentos de Brutton Street.
Puesto que no ha habido ningún rumor de que esté enfermo, esta cronista sólo puede suponer que finalmente ha llegado a la conclusión de que la temporada en Londres es absolutamente aburrida y no vale su tiempo. Hombre inteligente, sin duda.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de junio de 1817.
Myriam ya llevaba dos semanas enteras sin ver a Víctor. No sabía si sentirse complacida, sorprendida o decepcionada.
No sabía nada esos días. La mitad del tiempo se sentía como si ni siquiera se conociera a sí misma.
Estaba segura de que había tomado la decisión correcta al recha¬zar nuevamente la proposición de Víctor. Eso lo sabía en la cabe¬za, y aunque suspiraba por el hombre que amaba, lo sabía también en su corazón. Había sufrido demasiado a causa de su bastardía para arriesgarse a imponerle el mismo sufrimiento a un niño o niña, sobre todo si era hijo o hija de ella.
No, eso no era cierto. Se había arriesgado una vez. Y aunque lo intentara no podía lamentarlo; el recuerdo era preciosísimo. Pero eso no significaba que debiera volverlo a hacer.
Pero si estaba tan segura de que había hecho lo correcto, ¿por qué le dolía tanto? Se sentía como si el corazón se le estuviera rom¬piendo perpetuamente. Cada día se le desgarraba un poco más, y cada día se decía que el dolor no podía empeorar, que su corazón ya había acabado de romperse, que ya estaba total y absolutamente roto, y sin embargo cada noche lloraba hasta quedarse dormida, añorando a Víctor.
Y cada día se sentía peor.
A esto se sumaba su terror a dar un paso fuera de la casa, lo que intensificaba su angustia y nerviosismo. Estaba segura de que Penelope la andaba buscando, y ciertamente era mejor que no la encontrara.
Y no era que creyera que Penelope iba a revelar su presencia en Londres a Aislin; la conocía bastante bien, y estaba segura de que nunca faltaría a una promesa intencionadamente. Y el gesto de asen timiento que le hizo esa tarde cuando ella negaba con la cabeza podía considerarse una promesa.
Pero, por fiel que fuera Penelope en su corazón para cumplir promesas, desgraciadamente su boca la traicionaba. Y no era difícil imaginarse una situación, muchas situaciones en realidad, en que a Penelope se le salía accidentalmente la revelación de que ella estaba en Londres. Lo cual significaba que su única ventaja era que Penelope no sabia donde estaba viviendo. Podía suponer que esa tarde ella sólo iba pasando por ahí dando un paseo, o que tal vez había ido ahí a espiar a Aislin.
Y, sin duda alguna, eso último parecía horriblemente más creíble que la verdad: que lo que ocurrió fue que la chantajearon para que tomara el puesto de doncella justo en la casa de al lado.
Con todo esto, había pasado los días zarandeada por emociones que pasaban de melancolía a nerviosisimo y de sufrimiento por el amor frustrado a absoluto miedo.
Se las había arreglado para ocultar sus emociones, pero se daba cuenta de que estaba distraída y más callada, y sabía que lady Brid¬gerton y sus hijas también lo habían notado. La miraban con expre¬siones preocupadas y le hablaban con extraordinaria amabilidad. Y vivían preguntándole por qué no iba a tomar el té con ellas.
Iba a toda prisa con su cesto de costura por el corredor en direc¬ción a su habitación, donde la esperaba un montón de ropa para arreglar, cuando la vio la señora Bridgerton.
_¡Myriam! ¡Estás ahí!
Se detuvo y logró sonreír al hacerle la venia de saludo.
_Buenas tardes, lady Bridgerton.
_Buenas tardes, Myriam. Te he estado buscando por toda la casa.
Ella la miró sin expresión. Al parecer, últimamente lo hacía muchísimo. No era capaz de centrar la atención en nada.
_¿Sí?
_Sí. Quería preguntarte por qué no has ido a tomar el té con nosotras en toda la semana. Sabes que siempre estás invitada cuando estamos en familia.
Myriam sintió subir el calor a las mejillas. Había evitado la hora del té porque le resultaba muy difícil estar en la misma habitación con todas las Bridgerton al mismo tiempo y no pensar en Víctor; todas se le parecían mucho. Además, siempre que estaban juntas se comportaban como una familia. Eso la hacía pensar en todo lo que no tenía ella, le recordaba lo que nunca había tenido: una familia propia. Alguien a quien amar, alguien que la amara, todo dentro de la respetabilidad del matrimonio.
Sabía que había mujeres capaces de trocar la respetabilidad por la pasión y el amor. Una gran parte de ella deseaba ser una de esas mujeres. Pero no lo era. El amor no era capaz de vencerlo todo, al menos en su caso.
_He estado muy ocupada _dijo finalmente.
Lady Bridgerton se limitó a sonreírle, con una leve sonrisa vaga¬mente interrogante, imponiendo un silencio que la obligaba a decir algo más.
_Con los remiendos _añadió.
_Qué terrible para ti. No sabía que habíamos hecho tantos agu¬jeros en las medias.
_¡Noo, no es eso! _se apresuró a decir ella, arrepintiéndose al instante; había dejado escapar la excusa_. Tengo que remendar cosas mías también _improvisó
Tragó saliva al comprender tardíamente su error. Lady Bridger¬ton sabía muy bien que no tenía ropa fuera de la que ella misma le había regalado. Y que toda esa ropa estaba en perfectas condiciones. Además, era de muy mal gusto que ella arreglara su ropa durante el día, cuando su deber era atender a las niñas. Lady Bridgerton era una señora comprensiva; probablemente no le importaría, pero eso iba contra su propio código ético. Le habían dado un trabajo, uno bue¬no, y aunque entrañara desgarrarse el corazón día tras día, ella se enorgullecía de su trabajo.
_Comprendo _dijo lady Bridgerton, con esa enigmática son¬risa todavía en la cara_. Ciertamente podrías llevar ese trabajo al té.
_Ah, pero eso ni lo soñaría.
_Pero acabo de decirte que puedes.
Y a juzgar por el tono de su voz, Myriam comprendió que lo que quería decir era que «debía».
_Desde luego _musitó, y la siguió a la sala de estar de arriba.
Estaban todas las niñas ahí, en sus lugares habituales, riñendo, sonriendo y embromándose (aunque, afortunadamente, no arrojándose panecillos). También estaba la hija mayor, Daphne, la duquesa de Hasting, con su hija menor, Caroline, en brazos.
_¡Myriam! _exclamó Hyacinth sonriendo de oreja a oreja__. Pensé que estarías enferma.
_Pero si me viste esta mañana cuando te peiné.
_Sí, pero estabas muy rara.
Myriam no encontró ninguna respuesta adecuada a eso, porque si que había estado rara; no podía contradecir la verdad. Por lo tanto, simplemente tomó asiento, y asintió cuando Francesca le ofreció una taza de té.
_Penelope Featherington dijo que vendría hoy _dijo Eloisa a su madre cuando Myriam estaba tomando su primer sorbo.
Myriam no conocía personalmente a Penelope, pero lady Whistledown escribía con frecuencia acerca de ella. También sabía que era íntima amiga de Eloisa.
_¿Alguien se ha fijado que hace tiempo que Víctor no viene a vernos? _preguntó Hyacinth.
Myriam se pinchó el dedo, pero logró contener la exclamación de dolor.
_Tampoco ha ido a vernos a Simon y a mí _dijo Daphne.
_Bueno, me prometió que me ayudaría en aritmética _gruñó Hyacinth_, y ha faltado a su palabra.
_Seguro que no se ha acordado _terció lady Bridgerton diplo¬máticamente _. Tal vez si le enviaras una nota.
_O simplemente le golpearas la puerta _dijo Francesca, alzan¬do ligeramente las cejas como extrañada de que no vieran lo eviden¬te_. No vive tan lejos.
_Soy una mujer soltera _bufó Hyacinth_. No puedo visitar a un soltero en su casa.
Myriam tosió.
_Sólo tienes catorce años _dijo Francesca, desdeñosa.
_¡De todas maneras!
_Deberías pedirle ayuda a Simón _sugirió Daphne_. Es mucho mejor para los números que Víctor.
_¿Sabes?, tiene razón _dijo Hyacinth mirando a su madre, después de lanzar una mirada furiosa a Francesca_. Lo siento por Víctor, ya no me es de ninguna utilidad.
Todas se echaron a reír, porque sabían que era una broma. Todas a excepción de Myriam, que creía que ya no sabía reír.
_Ahora en serio _continuó Hyacinth_, ¿para qué es bue¬no? Simon es mejor para los números y Anthony sabe más historia. Roberto es más divertido, claro, y...
_Arte _interrumpió Myri en tono áspero, irritada porque la familia de Víctor no veía su individualidad ni sus puntos fuertes.
_¿Qué has dicho? _le preguntó Hyacinth, mirándola sor¬prendida.
_Es bueno para el arte _repitió Myriam_. Bastante mejor que cualquiera de vosotras, me imagino.
Eso atrajo la atención de todas, porque si bien Myriam las había dejado ver su ingenio naturalmente agudo, normalmente hablaba con voz suave y jamás había dicho una palabra en tono duro a nin¬guna de ellas.
_No sabía que dibujaba _dijo Daphne, con tranquilo inte¬rés_. ¿O pinta?
Myriam la miró.
De las mujeres Bridgerton era la que menos conocía, pero habría sido imposible no ver la expresión de aguda inteligencia en sus ojos. Daphne sentía curiosidad por el talento oculto de su hermano, le extrañaba su ignorancia al respecto y, principalmente, deseaba saber cómo era que ella sí lo sabía. En menos de un segundo, Myriam vio todo eso en los ojos de la joven duquesa. Y en menos de un segundo comprendió que había come¬tido un error. Si Víctor no había dicho nada a su familia sobre su arte, no le correspondía a ella decirlo.
_Dibuja _dijo finalmente, en un tono que esperaba fuera lo bastante seco para impedir más preguntas.
Y lo consiguió. Nadie dijo una palabra, aunque cinco pares de ojos continuaron mirándole atentamente la cara.
_Hace dibujos _musitó.
Miró las caras, una a una. Eloisa estaba pestañeando rápida¬mente. Lady Bridgerton no pestañeaba en absoluto.
_Dibuja muy bien _continuó, dándose de patadas mental¬mente mientras hablaba.
Había algo en el silencio de las Bridgerton que la impulsaba a llenar el vacío.
Finalmente, cuando el momento de silencio más largo entre ellas llenó el espacio de un segundo, lady Bridgerton se aclaró la garganta y dijo:
_Me encantaría ver uno de sus dibujos. _Se llevó la servilleta a los labios, aunque no había tomado ni un sólo sorbo de té¬. Siempre que él quiera enseñármelo, lógicamente.
Myriam se levantó.
_Creo que debo irme.
Los ojos de lady Bridgerton la clavaron donde estaba.
_Quédate, por favor _le dijo con una voz que era terciopelo sobre acero.
Myriam volvió a sentarse.
_¡Creo que oigo a Penelope! _exclamó Eloisa levantándose de un salto.
_No la has oído _dijo Hyacinth.
_¿Por qué iba a mentir?
_No lo sé, pero...
Apareció el mayordomo en la puerta.
_La señorita Penelope Featherington _entonó.
Eloisa miró a Hyacinth con los ojos agrandados como dicien¬do «¿Lo ves?».
_¿Es mal momento? _preguntó Penelope.
_No _contestó Daphne, con una leve sonrisa vagamente divertida_, sólo uno extraño.
_Ah. Bueno, supongo que podría volver después.
_De eso ni hablar _dijo lady Bridgerton_. Haz el favor de sentarte a tomar té.
Myriam observó a la joven mientras tomaba asiento en el sofá, al lado de Francesca. Penelope no era una ninguna refinada beldad, pero sí muy atractiva a su nada complicada manera. Tenía el pelo castaño rojizo y las mejillas ligeramente espolvoreadas con pecas.
Su tez era un pelín cetrina, aunque tal vez eso tenía más que ver con su nada atractivo vestido amarillo que con cualquier otra cosa. Pensándolo bien, creyó recordar haber leído algo en la hoja de lady Whistledown acerca de los feos vestidos de Penelope. Qué lástima que la pobre muchacha no pudiera convencer a su madre para que la dejara usar el color azul.
Pero mientras observaba disimuladamente a Penelope se dio cuenta de que ésta la estaba examinando sin mucho disimulo.
_¿Nos hemos visto? _le preguntó Penelope de pronto.
A Myriam la asaltó una horrorosa sensación, que le pareció pre¬monitoria, o tal vez de algo... conocido, ya visto.
_Creo que no _se apresuró a contestar.
Penelope continuó mirándola sin pestañear.
_¿Está segura?
_Bueno, eh... no veo cómo podríamos habernos conocido.
Penelope hizo una corta espiración y agitó la cabeza, como para limpiarla de telarañas.
_Sin duda tiene razón. Pero hay algo en usted que me resulta conocido.
_Myriam es nuestra nueva doncella _terció Hyacinth como si eso lo explicara todo_. Normalmente viene a tomar el té con nosotras cuando estamos en familia.
Myriam observó a Penelope mientras respondía algo, y repenti¬namente recordó. ¡Sí que había visto a Penelope antes! Fue en el baile de máscaras, tal vez no más de diez segundos antes de cono¬cer a Víctor.
Acababa de entrar en el salón, y los jóvenes que se apresuraron a rodearla todavía iban caminando hacia ella. Penelope estaba allí, vestida con un atuendo verde bastante raro y un curioso sombre¬ro; y no llevaba antifaz. Ella estaba mirándola, tratando de deter¬minar de qué iba disfrazada, cuando un joven chocó con Penelope y ésta casi cayó al suelo. Ella alargó la mano y la ayudó a recuperar el equilibrio. Y sólo había alcanzado a decirle algo así como «Ya está» cuando la rodearon más jóvenes y las separaron.
Entonces apareció Víctor y ella sólo tuvo ojos para él. Hasta ese momento había olvidado a Penelope, y la abominable manera como la trataron los jóvenes caballeros.
Y era evidente que la ocasión había quedado enterrada en la memoria de Penelope también.
_Sin duda debo de estar equivocada _dijo Penelope cogien¬do la taza que le ofrecía Francesca_. No es su cara, exactamente, sino más bien su manera de estar, si es que eso tiene algún sen¬tido.
Myriam decidió que era necesaria una intervención persuasiva, de modo que se puso su mejor sonrisa social y dijo:
_Tomaré eso como un cumplido, puesto que estoy segura de que las damas con que se relaciona son verdaderamente elegantes y amables.
Pero en el instante en que cerró la boca comprendió que se había excedido. Francesca la estaba mirando como si le hubieran brotado cuernos, y se curvaron las comisuras de la boca de lady Bridgerton cuando dijo:
_Vaya, Myriam, juro que ésa es la frase más larga que has dicho en dos semanas.
Myriam se llevó la taza a los labios para ocultar un poco la cara.
_No me he sentido muy bien.
_¡Oh! _exclamó alarmada Hyacinth_. Espero que no te sientas demasiado mal porque quería pedirte que me ayudaras esta tarde.
_Cómo no _dijo Myriam, impaciente por desviar la cara de Penelope, que seguía observándola como si fuera un rompecabezas humano_. ¿Qué necesitas?
_Prometí entretener a mis primos esta tarde.
_Ah, pues sí _dijo lady Bridgerton, dejando la taza en la mesa_. Casi lo había olvidado.
Hyacinth asintió.
_¿Podrías ayudarme? Son cuatro. Demasiados para mí.
_Claro que sí. ¿Qué edades tienen?
Hyacinth se encogió de hombros.
_Entre seis y diez años _contestó lady Bridgerton, mirando desaprobadora a Hyacinth_. Son los hijos de mi hermana menor _añadió, dirigiéndose a Myriam.
_Ve a avisarme cuando lleguen _dijo Myriam a Hyacinth_. Me encantan los niños y te ayudaré con mucho gusto.
_Excelente _exclamó Hyacinth, jutando las manos_. Son unos críos tan activos que a mí sola me agotarían.
_Hyacinth, no eres una vieja decrépita _terció Francesca.
_¿Cuándo fue la última vez que pasaste dos horas con cuatro niños menores de diez años?
_Basta _dijo Myriam, riendo por primera vez desde hacía dos semanas_. Yo te ayudaré. Nadie se agotará. Y tú deberías venir también Francesca. Lo pasaremos muy bien, estoy segura.
_¿Es usted...? _comenzó Penélope, pero dejó sin terminar la pregunta_. Nada, no importa.
Pero cuando Myriam la miró, Penelope seguía mirándola con una expresión de lo más perpleja. De pronto abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla para decir:
_Sé que la conozco.
_Y seguro que tiene razón _dijo Eloisa, sonriendo satisfe¬cha_. Penelope jamás olvida una cara.
Myriam palideció.
_¿Te sientes mal? _preguntó lady Bridgerton, inclinándose_. Estás muy pálida.
_Creo que algo me sentó mal _se apresuró a mentir Myriam, poniéndose la mano en el estómago, para dar más veracidad a sus palabras_. Tal vez la leche estaba cortada.
_Ay, Dios _exclamó Daphne, ceñuda, mirando a su bebé_. Le di un poco a Caroline.
_A mí me pareció buena _terció Hyacinth.
_Podría ser algo que comí esta mañana _dijo Myriam, para que Daphne no se preocupara_. De todos modos, creo que me iré a echar un rato. _Se levantó y dio un paso hacia la puerta_. Si le parece bien, lady Bridgerton.
_Por supuesto. Espero que te mejores pronto.
_Seguro que sí _repuso Myriam, sinceramente. Ya se sentía mejor, tan pronto como salió de la línea de visión de Penelope Featherington.
_Te iré a buscar cuando lleguen mis primos _le dijo Hya¬cinth.
_Si te sientes mejor _añadió lady Bridgerton.
Myriam asintió y se apresuró a salir, pero en el instante en que salía alcanzó a ver a Penelope observándola con una expresión tan atenta que la sobrecogió una horrorosa sensación de miedo.
Víctor estaba de mal humor desde hacía dos semanas.
Y ese mal¬humor estaba a punto de empeorarle, pensó, caminando lentamen¬te hacia la casa de su madre. Había evitado ir a la casa porque no quería ver a Myriam; no quería ver a su madre, la que advertiría su mal humor y le haría preguntas; no quería ver a Eloisa, la que advertiría el interés de su madre y también intentaría interrogarlo; no quería ver a...
Demonios, no quería ver a nadie.
Y dada la forma como había estado machacando las cabezas de sus criados de palabra, eso sí, (aunque de tanto en tanto con los puños en sus sueños), el resto del mundo haría bien en no querer verlo tampoco.
Pero quiso su suerte que en el instante en que ponía el pie en el primer peldaño de la escalinata, oyó gritar su nombre, y al girarse, vio a sus dos hermanos adultos caminando hacia él por la acera.
Se le escapó un gemido. Nadie lo conocía mejor que Anthony y Roberto, y no había la más mínima posibilidad de que éstos no advirtieran ni comentaran algo como un corazón roto.
_Hace siglos que no te veo _dijo Anthony_. ¿Dónde has estado?
_Por aquí y por allá. En casa, principalmente. ¿Y tú dónde has estado? _preguntó a Roberto.
_En Gales.
_¿En Gales? ¿Y eso?
_Me apetecía _repuso Roberto, encogiéndose de hombros_. Nunca había estado allí.
_La mayoría de las personas necesitarían un motivo algo más irresistible para marcharse a mitad de la temporada _comentó Víctor.
_Yo no.
Víctor lo miró fijamente. Anthony lo miró fijamente.
_Bueno, muy bien _dijo Roberto enfurruñado_. Necesitaba ale¬jarme. Madre ha iniciado conmigo ese cochino asunto del matrimonio.
_¿Cochino asunto del matrimonio? _repitió Anthony, son¬riendo divertido_. Te aseguro que la desfloración de la propia esposa no tiene nada de cochino.
Víctor mantuvo la expresión escrupulosamente impasible. Había encontrado una mancha de sangre en su sofá después de que le hiciera el amor a Myriam. Le había puesto un cojín encima, espe¬rando que cuando alguno de los criados la viera, hubiera olvidado que había estado con una mujer allí. Le hacía ilusión creer que nadie del personal había estado escuchando en la puerta ni coti¬lleando, pero la propia Myriam le contó una vez que por lo general los sirvientes sabían todo lo que ocurría en una casa, y él tendía a pensar que tenía razón en eso.
Pero si se ruborizó, y sí que sintió acaloradas las mejillas, nin¬guno de sus hermanos lo notó, porque no dijeron nada, y si había algo en la vida tan cierto como, digamos, que el sol sale por el este, era que un Bridgerton jamás desaprovechaba la oportunidad de embromar y atormentar a otro Bridgerton.
_No para de hablarme de Penelope Featherington _refunfu¬ñó Roberto_. Vamos, conozco a la muchacha desde que los dos lle¬vábamos pantalones cortos, eh, desde que yo llevaba pantalones cortos al menos. Ella llevaba... _Frunció más el entrecejo porque sus dos hermanos se estaban riendo_. Llevaba lo que fuera que usan las crías.
_¿Vestidos? _suplió Anthony, generosamente.
_¿Faldas? _sugirió Víctor.
_De lo que se trata _interrumpió Roberto enérgicamente_, es de que la conozco de toda la vida y os puedo asegurar que no es probable que me enamore de ella.
_Se casarán antes del año _dijo Anthony a Víctor.
_¡Anthony! _bramó Roberto, cruzándose de brazos.
_Tal vez dentro de dos _dijo Víctor_. Es joven aún.
_A diferencia de ti _replicó Roberto_. ¿Por qué madre me ase¬dia a mí, digo yo? Buen Dios, tú tienes treinta y uno.
_ ¡Treinta!
_De todas maneras, lo lógico sería que tú te llevaras la mayor parte del asedio.
Víctor frunció el ceño. Desde hacía un tiempo su madre había estado atípicamente reservada en sus opiniones sobre él y el matrimonio y sobre por qué debía casarse y pronto.
Claro que esas últimas semanas él había evitado la casa de su madre como a la pes¬te, pero incluso antes de eso ella no le había dicho ni una palabra sobre el tema.
Era de lo más extraño.
_En todo caso _estaba gruñendo Roberto_, no me voy a casar pronto, y ciertamente no me voy a casar con Penelope Feathering¬ton.
_ ¡Ah!
Era un «ah» femenino, y sin siquiera mirar, Víctor compren¬dió que estaba a punto de experimentar uno de los momentos más violentos de su vida. Atemorizado, levantó la cabeza y se giró hacia la puerta. Allí estaba Penelope Featherington, enmarcada a la perfección por dicha puerta abierta, sus labios entreabiertos por la sorpresa, sus ojos llenos de pena.
Y en ese momento él comprendió lo que tal vez había sido demasiado estúpido (y estúpidamente masculino) para ver: Pene¬lope Featherington estaba enamorada de su hermano.
Roberto se aclaró la garganta.
_Penelope _dijo, con una vocecita chillona, como si hubiera retrocedido diez años y estuviera en plena pubertad_, eh..., me alegra verte.
Miró a sus hermanos, esperando que lo salvaran diciendo algo, pero los dos habían decidido no intervenir. Víctor hizo un gesto de dolor para sus adentros. Ése era uno de esos momentos que sen¬cillamente no se podían salvar.
_No sabía que estabas ahí _continuó Roberto, titubeante.
_Eso es evidente _repuso Penelope, pero sin mucha energía.
Roberto tragó saliva.
_¿Viniste a ver a Eloisa?
_Me invitaron _asintió ella.
_¡Claro que te invitaron! _se apresuró a decir él_. ¡Claro que te invitaron! Eres una fabulosa amiga de la familia.
Silencio.
Horrible, incómodo silencio.
_Como si fueras a venir sin invitación _masculló Roberto.
Penelope no dijo nada. Trató de sonreír pero no lo consiguió. Finalmente, cuando Víctor pensó que la muchacha iba a pasar veloz junto a ellos y echar a correr calle abajo, ella miró a Roberto y dijo:
_Nunca te he pedido que te cases conmigo.
Las mejillas de Roberto se tiñeron de un rojo más subido que el que Víctor hubiera imaginado posible. Abrió la boca pero no le salió ningún sonido.
Ésa era la primera vez, y posiblemente sería la única, que Víctor veía a su hermano menor sin saber qué decir.
_Y nunca... _continuó Penelope, tragando saliva al cortár¬sele la voz_. Nunca le he dicho a nadie que deseara que me lo pidieras.
_Penelope _logró decir Roberto al fin_. Perdona, lo siento mucho.
_No hay nada que perdonar.
_Sí que lo hay _insistió él_. Herí tus sentimientos y...
_No sabías que yo estaba aquí.
_De todos modos...
_No te vas a casar conmigo _dijo ella, con voz hueca_. No hay nada malo en eso. Yo no me voy a casar con tu hermano Víctor.
Víctor había estado tratando de no mirar, pero al oír eso se irguió, atento.
_A él no le hiero los sentimientos cuando declaro que no me voy a casar con él. _Penelope giró la cabeza hacia Víctor y fijó sus ojos castaños en él_. ¿Verdad, señor Bridgerton?
_Claro que no _se apresuró a contestar él.
_Todo arreglado entonces _dijo ella entre dientes_. No se ha herido ningún sentimiento. Y ahora, si me disculpáis, caballe¬ros, tendría que irme a casa.
Víctor, Anthony y Roberto se apartaron cual aguas del Mar Rojo al bajar ella la escalinata.
_¿No te acompaña una doncella? _le preguntó Roberto.
_Vivo sólo a la vuelta de la esquina _contestó ella.
_Lo sé, pero...
_Yo te acompañaré _dijo Anthony tranquilamente.
_Eso no es necesario, milord, de verdad.
_Dame ese gusto _dijo él.
Ella asintió y los dos echaron a andar calle abajo.
Víctor y Roberto se quedaron mirándolos alejarse, en silencio, durante treinta segundos enteros. Después Víctor se giró hacia su hermano y le dijo.
_Lo has hecho muy bien.
_ ¡No sabía que estaba ahí!
_Es evidente _se burló Víctor.
_No te burles. Me siento fatal.
_Como debe ser.
_¿Ah, y tú nunca has herido los sentimientos de una mujer sin darte cuenta?
El tono de Roberto era defensivo, y tanto que Víctor compren¬dió que se sentía como un percebe.
Lo salvó de contestar la aparición de su madre en lo alto de la escalinata, enmarcada en la puerta más o menos igual que había estado Penelope hacía unos instantes.
_¿Aún no ha llegado vuestro hermano? _preguntó Violeta.
_Fue a acompañar a la señorita Featherington a su casa _con¬testó Víctor, haciendo un gesto hacia la esquina.
_Ah, bueno. Qué atento. Quería... ¿adónde vas Roberto?
_Necesito beber algo _repuso Roberto, deteniéndose breve¬mente pero sin volver la cabeza.
_Es un poco temprano para...
Víctor la interrumpió colocándole una mano en el brazo.
_Déjalo.
Ella abrió la boca, como para protestar, pero cambió de opinión y se limitó a hacer un gesto de asentimiento.
_Quería reunir a toda la familia para hacer un anuncio _sus¬piró_, pero supongo que eso puede esperar. Mientras tanto, ¿por qué no me acompañas a un té?
Víctor miró hacia el reloj del vestíbulo.
_¿No es un poco tarde para el té?
_Sáltate el té entonces _dijo ella, encogiéndose de hombros_. Simplemente buscaba un pretexto para hablar contigo.
Víctor logró hacer una débil sonrisa. No estaba de humor para conversar con su madre. Para ser franco, no estaba de hu¬mor para hablar con nadie, hecho que podían atestiguar todas las personas con que se había cruzado ese último tiempo.
_No es nada serio _lo tranquilizó Violeta_. Cielos, tienes una cara como si te estuvieras preparando para ir a la horca.
Habría sido grosero decir que así era exactamente como se sen¬tía, de modo que simplemente se inclinó a darle un beso en la me¬jilla.
_Bueno, eso es una agradable sorpresa _dijo ella, sonriéndo¬le de oreja a oreja_. Ahora, ven conmigo _añadió, indicando con un gesto la sala de estar de abajo_. Hay una persona de la que quiero hablarte.
_¡Madre!
_Simplemente escúchame. Es una muchacha encantadora...
La horca, desde luego.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 19
La señorita Penelope Reiling (la hijastra menor del difunto conde de Pen¬wood) no es tema frecuente en esta columna (como tampoco es, lamenta decir esta cronista, objeto frecuente de atención en las fun¬ciones sociales), pero una no pudo dejar de observar que su compor¬tamiento fúe muy extraño en la velada musical que ofreció su madre la noche del martes. Insistió en sentarse junto a la ventana y duran¬te toda la actuación no hizo otra cosa que mirar hacia la calle, como si buscara algo, ¿o a alguien tal vez?
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 11 de junio de 1817.
Al cabo de cuarenta y cinco minutos, Víctor estaba repantiga¬do en el sillón con los ojos vidriosos. De tanto en tanto tenía que hacerse una revisión para asegurarse de que no le colgaba la man¬díbula.
Así de aburrida era la conversación de su madre.
La damita de la que quería hablarle había resultado ser siete damitas, cada una de las cuales, le aseguraba, era mejor que la ante¬rior.
Pensó que se iba a volver loco. Ahí mismo en la sala de estar de su madre se iba a volver loco furioso. De repente saltaría del sillón y se arrojaría al suelo, frenético, agitando brazos y piernas, echando espuma por la boca, y...
_Víctor, ¿me estás escuchando siquiera?
Él alzó la vista y pestañeó. Maldición, tendría que centrar la atención en la lista de posibles novias que le tenía su madre. La pers¬pectiva de perder la cordura era infinitamente más atractiva.
_Te estaba hablando de Mary Edgeware _dijo Violeta, con expresión más divertida que frustrada.
Al instante lo asaltó la desconfianza. Cuando se trataba del tema de arrastrar a sus hijos al altar, su madre jamás tenía expresión di¬vertida.
_¿Mary cuánto?
_Edge... bah, dejémoslo. Ya veo que no puedo competir con lo que sea que te atormenta en este momento.
_Madre...
Ella ladeó ligeramente la cabeza, sus ojos curiosos y tal vez algo sorprendidos.
_¿Sí?
_Cuando conociste a padre...
_Ocurrió en un instante _dijo ella dulcemente, como si hubie¬ra sabido lo que él le iba a preguntar.
_¿O sea que supiste al instante que era él?
Ella sonrió y sus ojos adquirieron una expresión lejana, nebu¬losa.
_Uy, yo no lo habría admitido, al menos no inmediatamente. Me creía una muchacha práctica. Siempre me había mofado de la idea del amor a primera vista.
Se quedó callada y Víctor comprendió que ya no estaba en la sala con él sino en un baile de años atrás, conociendo a su padre. Pasado un rato, cuando él ya creía que ella había olvidado la pre¬gunta, ella lo miró y dijo:
_Pero lo supe.
_¿En el momento en que lo viste por primera vez?
_Bueno, la primera vez que hablamos, por lo menos.
Cogió el pañuelo que él le tendía y se lo pasó por los ojos, son¬riendo tímidamente, como avergonzada de sus lágrimas.
Víctor sintió formarse un bulto en la garganta y desvió la cara, no fuera que ella viera que tenía los ojos empañados. ¿Lloraría alguien por él después de diez años de haber muerto? Inspiraba humildad estar en presencia del verdadero amor, pensó, y de pronto se sintió condenadamente envidioso de sus propios padres.
Ellos encontraron el amor y tuvieron la sensatez de reconocerlo y mimarlo. Pocas personas eran tan afortunadas.
_Había un algo en su voz tremendamente tranquilizador, muy cálido _continuó Violeta_. Cuando hablaba, uno tenía la sensación de que era la única persona presente en la habitación.
_Lo recuerdo _dijo él, con una sonrisa cálida, nostálgica_. Toda una proeza ser capaz de hacer eso, con ocho hijos.
Violeta tragó saliva como para ahogar un sollozo y dijo, con la voz nuevamente enérgica:
_Sí, bueno, no llegó a conocer a Hyacinth, así que digamos que sólo eran siete.
_De todas maneras...
_De todas maneras _asintió ella.
Víctor se inclinó a darle una palmadita en la mano. No supo por qué lo hizo; no había planeado hacerlo. Simplemente le pareció que era lo adecuado.
_Sí, bueno _dijo ella, dándole un suave apretón en la mano y volviendo a ponerla en su falda_. ¿Has preguntado por tu padre por algún motivo especial?
_No _mintió él_. Al menos no... Bueno...
Ella esperó pacientemente, con esa expresión apaciblemente expectante que hacía imposible ocultarle los sentimientos.
_¿Qué pasa cuando uno se enamora de una persona inadecuada?
_Una persona inadecuada _repitió ella.
Víctor asintió, ya lamentando angustiosamente sus palabras. No debería haberle dicho nada a su madre, y sin embargo...
Suspiró. Su madre siempre había sido extraordinaria para escu¬char. Y pese a todos sus fastidiosos métodos casamenteros, realmen¬te estaba más cualificada que cualquiera de las personas que él conocía para dar consejos en asuntos del corazón.
Cuando Violeta habló, daba la impresión de estar eligiendo cui¬dadosamente las palabras.
_¿Qué quieres decir con una persona inadecuada?
_Alguien... _lo pensó un momento_. Una persona con la que probablemente no debería casarse alguien como yo.
_¿Tal vez una persona que no es de nuestra clase social?
_Una persona así _contestó él, con los ojos clavados en un cuadro de la pared.
_Comprendo. Bueno... _arrugó un pelín la frente y conti¬nuó_: Supongo que dependería de a qué distancia está esta persona de nuestra clase social.
_Lejos.
_¿Un poco lejos o muy lejos?
Víctor estaba convencido de que ningún hombre de su edad y reputación había tenido jamás una conversación así con su madre, pero contestó:
_ Muchísimo.
_Comprendo. Bueno, yo diría... _Se mordió el labio inferior y estuvo así un momento_: Yo diría... _repitió en tono ligeramente más enérgico aunque nada enérgico si se midiera en términos abso¬lutos _. Yo diría _repitió por tercera vez_, que te quiero muchísi¬mo y te apoyaría en todo. _Se aclaró la garganta_. Si es que estamos hablando de ti.
No servía de nada negarlo, de modo que Víctor asintió.
_Pero _continuó Violeta_, te recomendaría pensarlo bien. El amor es ciertamente el elemento más importante en cualquier unión, pero las influencias externas pueden crear tensiones en el matrimo¬nio. Si te casas con una mujer de, digamos _se aclaró la garganta_, de la clase servil, serás objeto de mucho cotilleo y no poco ostracis¬mo. Y eso será difícil de soportar para uno como tú.
_¿Uno como yo? _preguntó él, erizado.
_Tienes que saber que no ha sido mi intención insultarte. Pero tú y tus hermanos lleváis vidas encantadas. Sois hermosos, inteli¬gentes, atractivos. Caéis bien a todo el mundo. No sabes lo feliz que me hace eso. _Sonrió, pero su sonrisa era melancólica, ligeramente triste_. No es fácil ser la fea del baile.
Repentinamente Víctor comprendió por qué su madre siem¬pre lo obligaba a bailar con muchachas como Penelope Feathe¬rington.
Con aquellas que estaban en las orillas del salón, aquellas que siempre fingían que no deseaban bailar.
Ella había sido poco atractiva.
Era difícil imaginarse eso. Su madre era tremendamente popular, siempre sonriente, y tenía montones de amistades. Y si él había oído correctamente la historia, su padre había estado considerado el mejor partido de la temporada.
_Sólo tú podrás tomar esta decisión _continuó Violeta, vol¬viéndolo al presente_, y me temo que no será fácil.
Él miró por la ventana, otorgando con su silencio.
_Pero _añadió ella_, si decidieras unir tu vida a la de una mujer que no es de nuestra clase, yo ciertamente te apoyaré de todas las maneras posibles.
Víctor giró bruscamente la cabeza para mirarla. Pocas muje¬res de la alta sociedad dirían eso a sus hijos.
_Eres mi hijo _dijo ella simplemente_. Daría mi vida por ti.
Él abrió la boca para hablar pero comprobó, sorprendido, que no podía hacer ni un sonido.
_Ciertamente no te desterraré por casarte con una persona ina¬decuada.
_Gracias _dijo él. Fue lo único que consiguió decir.
Violeta exhaló un suspiro, lo bastante fuerte para atraer toda su atención. Se veía cansada, melancólica.
_Ojalá estuviera aquí tu padre _dijo.
_No dices eso muy a menudo.
_Siempre deseo que tu padre estuviera aquí. _Cerró los ojos un breve momento_. Siempre.
Y entonces Víctor lo vio todo claro. Al mirar la cara de su madre, al caer en la cuenta por fin, no, al «entender» por fin, la pro¬fundidad del amor entre sus padres, se le aclaró todo.
Amor.
Amaba a Myriam. Eso era lo único que debía importar.
Había creído que amaba a la mujer del baile de máscaras; había creído que deseaba casarse con ella. Pero en ese momento compren¬día que eso sólo había sido un sueño, una fantasía fugaz con una mujer a la que apenas conocía.
En cambio Myriam era...
Myriam era Myriam. Y eso era todo lo que necesitaba.
Myriam no era una gran creyente en el destino ni en los hados, pero cuando llevaba una hora con Nicholas, Elizabeth, John y Alice Wentworth, los primos pequeños del clan Bridgerton, ya comenza¬ba a pensar que tal vez había una razón que explicara por qué nun¬ca había logrado obtener un puesto de institutriz.
Estaba agotada.
No, pensó, con más de un poco de desesperación.
La palabra agotamiento no era una definición adecuada para el estado en que se encontraba en esos momentos. Agotamiento no llegaba a captar el ribete de locura que había producido en su mente ese cuarteto.
_No, no y no, ésa es mi muñeca _le estaba diciendo Elizabeth a Alice.
_¡Es mía! _replicó Alice.
_¡No es tuya!
_ ¡Es mía!
_Yo arreglaré esto _gritó Nicholas, acercándoseles con las manos en las caderas.
Myriam emitió un gemido. Tenía la clara impresión de que no era nada conveniente dejar resolver la pelea a un niño de diez años, que daba la casualidad se creía pirata.
_Ninguna de las dos va a querer la muñeca _dijo Nicholas con un astuto destello en los ojos _si yo le corto la...
_No le cortarás la cabeza, Nicholas Wentworth _intervino Myriam.
_Pero es que así dejarán de...
_No _dijo Myriam enérgicamente.
Él la miró un momento, como evaluando su resolución de impe¬dírselo, y luego se alejó gruñendo.
_Creo que necesitamos otro juego _le susurró Hyacinth a Myriam.
_Sí que necesitamos otro juego _convino Myriam.
_¡Suelta mi soldado! _chilló John_. ¡Suéltalo, suéltalo, suel¬talo!
_Jamás tendré hijos _declaró Hyacinth_. De hecho, jamás me casaré.
Myriam se abstuvo de decirle que cuando se casara y tuviera hijos tendría una flotilla de niñeras que la ayudarían en su crianza y cuidado.
Hyacinth hizo un gesto de dolor al ver a John tirándole el pelo a Alice, y tragó saliva disgustada cuando Alice le enterró el puño en el estómago a John.
_La situación se está poniendo desesperada _susurró a Myriam.
_¡La gallina ciega! _exclamó Myriam_. ¿Qué os parece a todos? ¿Jugamos a la gallina ciega?
Alice y John asintieron entusiasmados. Elizabeth lo pensó un momento y al final dijo, de mala gana:
_De acuerdo.
_¿Y qué dices tú, Nicholas? _preguntó Myriam al último du¬doso.
Él se tomó otro momento.
_Podría ser divertido _contestó al fin, aterrando a Myriam con un diabólico destello en los ojos.
_Excelente _dijo Myriam, tratando de que no se notara su recelo.
_Pero tú tienes que ser la gallina ciega _añadió él.
Myriam abrió la boca para protestar, pero en ese momento los otros tres niños comenzaron a saltar y gritar encantados. Y su desti¬no quedó sellado cuando Hyacinth la miró con una astuta sonrisa y le dijo:
_Vamos, tienes que ser tú.
Puesto que era inútil protestar, Myriam exhaló un largo suspiro, bien exagerado, para divertir a los niños, y se giró, para que Hya¬cinth le vendara los ojos.
_¿Ves algo? _le preguntó Nicholas.
_No _mintió Myriam.
_Ve _dijo él a Hyacinth haciendo una mueca. ¿Cómo podía saberlo?
_Átale un segundo pañuelo _dijo el niño_. Ése es demasiado transparente.
_Qué indignidad _masculló Myriam, pero agachó un poco la cabeza para que Hyacinth le atara otro pañuelo.
_¡Ahora sí que está ciega! _ gritó John a todo pulmón. Myriam los obsequió a todos con una empalagosa sonrisa.
_Muy bien, entonces _dijo Nicholas, que había tomado el mando_. Espera diez segundos para que ocupemos nuestros lu¬gares.
Myriam asintió y reprimió un mal gesto al oír el ruido de un choque.
_¡Procurad no romper nada! _grito, como si eso fuera a influir en un sobreexcitado niño de seis años.
_¿Listos? _preguntó.
No hubo respuesta. Eso significaba sí.
_¡Gallina ciega! _gritó.
_¡Píllame! _gritaron cinco voces al unísono.
Myriam frunció el ceño, calculando. Una de las niñas estaba detrás del sofá. Dio unos pasos a tientas a la derecha.
_¡Gallina ciega!
_ ¡Píllame!
A eso siguieron, lógicamente, unos cuantos chillidos y risitas.
_¡Gallina, ay!
Más gritos y carcajadas. Myriam gruñó y se agachó a frotarse la espinilla.
_¡Gallina ciega! _gritó con mucho menos entusiasmo.
_¡Píllame!
_¡Píllame!
_¡Píllame!
_¡Píllame!
_Eres toda mía, Alice _musitó en voz baja, decidiendo ir a por la más pequeña y, presumiblemente, la más débil del grupo_. Toda mía.
Víctor casi logró escapar sin ser visto.
Después de que saliera su madre de la sala de estar, él se bebió una muy necesitada copa de coñac y se dirigió al vestíbulo.
Estaba a punto de llegar a la puerta cuando lo sorprendió Eloisa y lo informó de que de ninguna mane¬ra podía marcharse todavía, que su madre había hecho el enorme esfuerzo de reunir a todos sus hijos en un lugar porque Daphne tenía que hacer un importantísimo anuncio.
_¿Embarazada otra vez? _preguntó él.
_Finge sorpresa. Se supone que no lo sabes.
_No voy a fingir nada. Me voy.
De un salto ella le dio alcance y le cogió la manga.
_No puedes.
Víctor exhaló un largo suspiro y trató de quitarle la mano del brazo, pero ella tenía bien cogida la camisa.
_Voy a levantar un pie _dijo él en tono de lo más tedioso_ y dar un paso. Después levantaré el otro pie...
_Le prometiste a Hyacinth que la ayudarías en aritmética _soltó Eloisa_ y no te ha visto el pelo en dos semanas.
_Como si fuera a suspender en un colegio _masculló Víctor.
_¡Víctor, qué terrible lo que has dicho!
_Lo sé _gimió él, con la esperanza de ahorrarse un sermón.
_Que a las mujeres no se nos permita estudiar en colegios como Eton o Cambridge no significa que nuestra educación no sea impor¬tante _despotricó Eloisa, como si no hubiera oído su débil «lo sé»_. Además...
Víctor se desmoronó contra la pared.
_…soy de la opinión de que el motivo de que no se nos permi¬ta el acceso a colegios es que si nos lo permitieran, ¡los derrotaríamos en todas las asignaturas!
_Sin duda tienes razón _suspiró él.
_No me trates con ese aire de superioridad.
_Te aseguro, Eloisa, que jamás se me ocurriría ni soñar con tra¬tarte así.
Ella lo miró desconfiada un momento y después se cruzó de brazos.
_Bueno, no decepciones a Hyacinth.
_Noo _dijo él cansinamente.
_Creo que está en la sala de los niños.
Después de hacerle un distraído gesto de asentimiento, él se diri¬gió a la escalera y comenzó a subir.
Pero mientras subía no vio a Eloisa girarse hacia su madre, que estaba asomada a la puerta de la sala de música, y hacerle un guiño, sonriendo.
La sala de los niños estaba en la segunda planta. No era frecuente que Víctor subiera allí. Los dormitorios de la mayoría de sus her¬manos estaban en la primera planta; sólo Gregorio y Hyacinth seguían teniendo sus dormitorios contiguos a la sala de los niños, y estando Gregorio en Eton la mayor parte del año y Hyacinth aterro¬rizando a alguien en alguna otra parte de la casa, él simplemente no tenía motivos para subir allí.
No se le escapaba que aparte de la sala de estudio y dormitorios de los niños, también estaban en esa planta los dormitorios de los criados de más categoría, entre ellos las doncellas.
El dormitorio de Myriam.
Probablemente ella estaba en algún rincón por ahí, ocupada en sus remiendos, no en el cuarto de los niños, lógicamente, que era el dominio de las niñeras. Una doncella no tendría ningún motivo para...
_¡Ja ja ja ja ja!
Víctor arqueó las cejas. Ésas eran ciertamente risas de niños pequeños, no un sonido que pudiera salir de la boca de Hyacinth.
Ah, claro. Estaban de visita sus primos Wentworth, algo le había dicho su madre al respecto. Bueno, eso sería un extra. Hacía meses que no los veía, y eran niños bastante simpáticos, si bien un poco revoltosos.
Cuando se acercaba a la sala de los niños, las risas aumentaron, mezcladas con unos cuantos gritos. Eso lo hizo sonreír, y cuando llegó a la puerta abierta miró dentro, y entonces...
La vio.
A «ella».
No a Myriam, a «ella».
Y sin embargo era Myriam.
Tenía los ojos vendados y estaba sonriendo con las manos exten¬didas hacia los risueños niños. Sólo se le veía la parte inferior de la cara, y entonces fue cuando cayó en la cuenta.
Sólo había otra única mujer en el mundo a la que le había visto solamente la parte inferior de la cara.
La sonrisa era igual; el atractivo hoyuelo en el extremo del men¬tón era igual. Todo era igual.
Myriam era la mujer del vestido plateado, la mujer del baile de máscaras.
De pronto todo cobró sentido. Sólo dos veces en su vida había sentido esa atracción inexplicable, casi mística, por una mujer. Le había parecido extraordinario encontrar a dos, cuando en su corazón siempre había creído que sólo había una mujer perfecta para él.
Su corazón no se había equivocado. Sólo había una.
La había buscado durante meses; había suspirado por ella más tiempo aún. Y estaba ahí, ante sus mismas narices.
Y ella no se lo había dicho.
¿Comprendería cuánto lo había hecho sufrir?
¿Las horas que había yacido despierto en la cama pensando que hacía traición a la dama del vestido plateado porque se estaba enamorando de una criada?
Dios santo, eso rayaba en lo absurdo.
Finalmente había decidido olvidar a la dama del baile; le iba a pedir a Myriam que se casara con él, y a la mierda las consecuencias sociales.
Y resultaba que eran una y la misma.
Un extraño rugido le llenó la cabeza, como si le hubieran tapado cada oído con una enorme concha; sentía silbidos, chirridos, zumbi¬dos; y de pronto sentía un olor algo acre en el aire, y todo empeza¬ba a tomar un color rojo, y...
No podía apartar los ojos de ella.
Todos los niños se habían quedado en silencio, mirándolo con los ojos agrandados, boquiabiertos.
_¿Pasa algo? _preguntó Myriam.
_Hyacinth _dijo él_, ¿harías el favor de evacuar la sala?
_Pero...
_¡Ahora mismo! _rugió él.
_Nicholas, Elizabeth, John, Alice, venid conmigo _se apresu¬ró a decir Hyacinth con voz cascada_. Hay galletas en la cocina y sé que...
Víctor no oyó el resto. Hyacinth se las había arreglado para evacuar la sala en tiempo récord y su voz se fue perdiendo por el corredor llevándose a los niños.
_¿Víctor? _estaba diciendo Myriam, con las manos detrás de la cabeza tratando de desatarse los pañuelos_. ¿Víctor?
Él cerró la puerta de un golpe; el ruido fue tan fuerte que ella pegó un salto.
_¿Qué pasa? _preguntó en un susurro.
Él no contestó, limitándose a observarla tironear del pañueño. Le agradaba que estuviera impotente. No se sentía nada amable ni caritativo en ese momento.
_¿Tienes algo que necesites decirme? _le preguntó con la voz controlada, aunque le temblaban las manos.
Ella se quedó inmóvil, tan inmóvil que él habría jurado que le veía salir calor del cuerpo. Después se aclaró la garganta, indicando con el sonido que se sentía incómoda, violenta, y reanudó la tarea de desatarse los nudos. Sus movimientos le ceñían el vestido a los pechos, pero él no sintió ni una pizca de deseo.
Era la primera vez que no sentía deseos por esa mujer, en ningu¬na de sus dos encarnaciones, pensó con ironía.
_¿Puedes ayudarme en esto? _le preguntó ella, pero con voz titubeante.
Víctor no se movió.
_¿Víctor?
_Es interesante verte con un pañuelo atado alrededor de la cabeza, Myriam _le dijo él en voz baja.
Ella bajó lentamente las manos a los costados.
_Es casi como un antifaz, ¿no te parece?
Myriam entreabrió los labios, y la suave bocanada de aire que pasó por entre ellos fue el único sonido que se oyó en la sala.
Victor caminó hacia ella, lenta, inexorablemente, el ruido de sus pasos lo suficientemente fuerte para que ella supiera que se le iba acercando.
_Hace años que no he estado en un baile de máscaras _dijo.
Myriam comprendió. Lo vio en su cara, en la expresión de su boca, apretada en las comisuras y sin embargo ligeramente entreabierta. Ella sabía que él sabía.
Esperaba que estuviera aterrada.
Dio otros dos pasos hacia ella y bruscamente viró a la derecha, rozándole la manga con el brazo.
_¿Ibas a decirme alguna vez que ya nos conocíamos?
Myriam movió la boca pero no dijo nada.
_¿Ibas a decírmelo? _insistió él, en voz baja y controlada.
_No _balbuceó Myriam.
_¿No?
Ella no dijo nada.
_¿Por algún motivo en particular?
_No... no me parecía pertinente.
_¿No te parecía pertinente? _bramó él, girándose a mirarla_.Me enamoré de ti hace dos años, ¿y no te parecía pertinente?
_¿Puedo quitarme el pañuelo, por favor? _susurró Myriam
_Puedes continuar ciega.
_Víctor...
_Como he estado ciego yo este mes _continuó él furioso_. ¿Por qué no ciega tú, a ver si te gusta?
_No te enamoraste de mí hace dos años _dijo Myriam, tironeán¬dose la venda.
_¿Cómo podías saberlo? Desapareciste.
_Tenía que desaparecer _exclamó ella_. No tenía opción.
_Siempre tenemos opciones _dijo él, desdeñoso_. A eso le llamamos libre voluntad.
_Para ti es fácil decir eso _replicó ella, tironeándose el pañue¬lo desesperada_. Para ti, ¡que lo tienes todo! Yo tenía que... ¡Ay!
Con un violento tirón logró bajar el pañuelo hasta dejarlo col¬gando suelto del cuello. Cerró los ojos ante el repentino asalto de la luz; cuando los abrió vio la cara de Víctor y retrocedió un paso.
Él tenía los ojos brillantes, ardiendo de rabia y, sí, de un dolor que ella no alcanzaba a comprender del todo.
_Me alegra verte, Myriam _dijo él en un tono peligrosamente suave_. Si es que ése es tu verdadero nombre.
Ella asintió.
_Se me ha ocurrido _continuó él, en un tono exageradamente despreocupado_ que si estuviste en el baile de máscaras no eres de la clase servil.
_No tenía invitación _se apresuró a contestar ella_. Era una impostora. No tenía ningún derecho a estar allí.
_Me mentiste. En todas las cosas, en todo esto, me mentiste.
_Tuve que hacerlo _susurró Myriam.
_Vamos, por favor. ¿Qué podía ser tan terrible que no pudieras revelarme tu identidad «a mí»?
Myriam tragó saliva. Ahí en el cuarto de los niños Bridgerton, frente a él, no lograba recordar por qué decidió no decirle que era la dama del baile de máscaras.
Tal vez temió que él deseara hacerla su querida.
Lo cual ocurrió de todos modos.
O tal vez no quiso decirle nada porque cuando comprendió que ése no iba a ser un encuentro casual, que él no iba a dejar salir de su vida a Myriam la criada, ya era demasiado tarde. Ya había pasado mucho tiempo sin decírselo, y temió su ira.
Y eso ocurrió, exactamente.
Lo cual demostraba que había tenido razón. Claro que eso no era ningún consuelo al encontrarse allí, frente a él, viendo sus ojos ardientes de rabia y fríos de desdén al mismo tiempo.
Tal vez la verdad, por poco halagadora que fuera, era que sintió herido su orgullo. La había decepcionado que él no la reconociera. Si la noche del baile de máscaras había sido tan mágica para él como para ella, ¿no debería haberla reconocido al instante?
Dos años había pasado soñando con él. Dos años había visto su cara en la mente todas las noches. Y cuando él vio la de ella, vio a una desconocida.
O tal vez, sólo tal vez, no fue por ninguna de esas cosas. Tal vez fue algo más sencillo: sólo deseaba proteger su corazón. No sabía por qué, pero se había sentido algo más segura, algo menos expues¬ta como una criada anónima. Si Víctor hubiera sabido quién era, o por lo menos sabido que ella era la dama del baile de máscaras, le habría ido detrás, implacablemente.
Bueno, sí que le había ido detrás cuando la creía una criada. Pero habría sido distinto si hubiera sabido la verdad. Estaba segu¬ra. No habría considerado tan grande la diferencia de clase, y entonces ella habría perdido una importante barrera entre ellos. Su posición social, o su falta de posición social, había sido un muro protector alrededor de su corazón. No podía acercarse demasiado porque, simplemente no podía; un hombre como Víctor, hijo de vizconde, hermano de vizconde, jamás se casaría con una criada.
Pero para una hija ilegítima de un conde, bueno, la situación era mucho más difícil. A diferencia de una criada, una bastarda aristo¬crática podía soñar.
Aunque, como en el caso de una criada, esos sueños no tenían probabilidades de hacerse realidad, lo cual los hacía mucho más dolorosos. Y comprendía, cada vez que había estado a punto de revelar su secreto lo había comprendido, que decirle la verdad a él la llevaría derecho a un corazón roto.
Sintió deseos de reírse. Su corazón no podía sentirse peor que en ese momento.
_Te busqué _dijo él, su voz intensa penetrando sus pensa¬mientos.
Myriam abrió más los ojos, los sintió mojados.
_¿Sí?
_Durante seis malditos meses _maldijo él_. Fue como si hubieras desaparecido de la faz de la tierra.
_No tenía adónde ir _dijo Myriam, sin saber por qué le decía eso.
_Me tenías a mí.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, opresivas, som¬brías. Finalmente, impulsada por un tardío sentido de sinceridad,
Myriam dijo:
_No sabía que me buscabas. Pero, pero... _se atragantó con las palabras, no pudo decirlas, y cerró fuertemente los ojos, como para protegerse del sufrimiento.
_Pero ¿qué?
Ella tragó saliva y abrió los ojos, pero no lo miró a la cara.
_Aunque hubiera sabido que me buscabas _dijo, cruzando los brazos para abrazarse_, no habría permitido que me encontraras.
_¿Tan repugnante era yo para ti?
_¡No! _exclamó ella, mirándolo a la cara.
Vio dolor en sus ojos. Él lo ocultaba, pero ella lo conocía bien.
Estaba herido; lo veía en sus ojos.
_No _repitió, tratando de hablar calmada_. No por eso. Eso no podría ser jamás.
_¿Entonces por qué?
_Somos de mundos diferentes, Víctor. Incluso entonces yo sabía que no podía haber ningún futuro para nosotros. Y habría sido una tortura. ¿Torturarme con un sueño que no podía hacerse reali¬dad? No podía hacer eso.
_¿Quién eres? _preguntó él repentinamente.
Ella sólo pudo mirarlo, sin poder hablar, paralizada.
_Dímelo. Dime quién eres. Porque no eres ninguna condenada doncella, estoy seguro.
_Soy exactamente lo que te dije que era _dijo ella. Al ver su mirada asesina, se apresuró a añadir_. Casi.
_¿Quién eres? _repitió él, acercándose un paso.
Ella retrocedió un paso.
_He sido sirvienta desde los catorce años.
_¿Y quién eras antes de eso?
_Una bastarda _repuso Myriam en un susurro.
_¿De quién?
_¿Importa eso?
Víctor adoptó una postura más belicosa.
_A mí me importa.
Myriam se sintió desanimada. No había esperado que él hiciera caso omiso de los deberes impuestos por su posición para casarse con una persona como ella, pero tampoco había esperado que a él le importara tanto.
_¿Quiénes fueron tus padres? _insistió Víctor.
_Nadie que tú conozcas.
_¿Quiénes fueron tus padres? _rugió él.
_El conde de Penwood.
Él se quedó absolutamente inmóvil, sin mover ni un solo múscu¬lo. Ni siquiera pestañeó.
_Soy la bastarda de un noble _continuó Myriam, en tono áspero, dejando salir años de rabia y resentimiento_. Mi padre fue el con¬de de Penwood, y mi madre, una criada. _Al ver que él palidecía, espetó_: Sí, mi madre era una doncella, tal como yo lo soy ahora. _Al cabo de un denso silencio, añadió_: No quiero ser como mi madre.
_Y sin embargo _dijo él_, si ella se hubiera comportado de otro modo, tú no estarías aquí para decírmelo.
_No se trata de eso.
Víctor se retorció las manos, las que había tenido en puños a los costados.
_Me mentiste _dijo en voz baja.
_No había ninguna necesidad de decirte la verdad.
_¿Quién demonios eres tú para decidir eso? _explotó él¬_ Pobre Víctor, no es capaz de enfrentar la verdad, es incapaz de decidirse. No es...
Se interrumpió disgustado al percibir su voz quejumbrosa. Myriam lo había convertido en alguien a quien no conocía, alguien que le caía mal. Tenía que salir de ahí, tenía que...
_¿Víctor...?
Ella lo estaba mirando extrañada, sus ojos preocupados.
_Tengo que irme _masculló_. No puedo estar contigo en este momento.
_¿Por qué? _preguntó ella, y él notó que al instante se arre¬pentía de haber preguntado eso.
_Estoy tan enfadado en este momento _dijo, lentamente, mar¬cando bien cada palabra_ que no me conozco. No...
Se miró las manos; le temblaban. Deseaba herirla, comprendió. No, no deseaba herirla. Jamás desearía herirla. Y sin embargo...
Y sin embargo...
Era la primera vez en su vida que se sentía tan descontrolado. Lo asustaba eso.
_Tengo que irme _repitió; pasó bruscamente por su lado, lle¬gó a la puerta y salió.
Capítulo 20
Continuando con el tema, la madre de la señorita Reiling, la conde¬sa de Penwood, también ha actuado de modo muy raro últimamen¬te. Según los cotilleos de los criados (los que, todos sabemos, siempre son los más fiables), la condesa tuvo una pataleta anoche, y arrojó nada menos que diecisiete zapatos a sus criados.
Un lacayo luce un ojo morado, pero aparte de eso, todos conti¬núan con buena salud.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 11 de junio de 1817.
Antes de una hora Myriam ya tenía lista su bolsa para marcharse.
No sabía qué más hacer. Estaba poseída, dolorosamente poseída, por una energía nerviosa, y no podía tenerse quieta. Los pies se le movían solos, le temblaban las manos y cada tantos minutos se sor¬prendía inspirando una cantidad extra de aire, como si éste pudiera tranquilizarla por dentro.
No le cabía en la cabeza que le permitieran continuar al servicio de lady Bridgerton después de ese horroroso altercado con Víctor. Lady Bridgerton le tenía afecto, cierto, pero Víctor era su hijo. Los lazos de sangre eran más fuertes que nada, en especial tra¬tándose de la familia Bridgerton.
Era una pena, en realidad, pensó, sentándose en la cama, sin dejar de retorcer entre las manos un pobre pañelo ya destrozado sin remedio. Pese a todo el trastorno interior que le causaba Víctor, le gustaba vivir en esa casa. Nunca en su vida había tenido el honor de vivir entre un grupo de personas que entendían verdaderamente el significado de la palabra familia.
Las echaría de menos.
Echaría de menos a Víctor.
Y lloraría por la vida que no podía tener.
Sin poder continuar sentada, se levantó de un salto y fue a aso¬marse a la ventana.
_Maldito seas, papá _dijo, mirando el cielo_. Toma, te he lla¬mado papá. Nunca me permitiste eso. Nunca quisiste ser eso. _No pudo contener unos estremecedores sollozos, y se limpió la nariz, con el dorso de la mano_. Te he llamado papá. ¿Cómo te sienta eso?
Pero no hubo ningún repentino trueno ni apareció ningún nuba¬rrón negro para tapar el sol de la tarde. Su padre no sabría jamás lo furiosa que estaba con él por haberla dejado sin un céntimo, por haberla dejado en manos de Aislin. Lo más probable era que no le habría importado.
Se sintió cansada y se apoyó en el marco de la ventana, limpián¬dose los ojos con la mano.
_Me diste a probar otro tipo de vida, y luego me dejaste en el aire _musitó_. Habría sido mucho más fácil para mí si me hubie¬ras criado como una sirvienta. Entonces yo no habría deseado tan¬to. Me habría resultado más fácil.
Dio la espalda a la ventana y sus ojos se posaron en su pequeña bolsa con su escasas pertenencias. Habría preferido no tener que lle¬varse ninguno de los vestidos que le habían regalado lady Bridgerton y sus hijas, pero no tenía elección, puesto que sus vestidos viejos ya habían sido arrojados al cubo de basura. Había elegido solamente dos, el mismo número con el que llegara: el que llevaba cuando Víctor descubrió su identidad y otro de muda, el que ya estaba guardado en su bolsa. Los demás estaban colgados, bien planchados, en el ropero.
Suspirando cerró los ojos y estuvo así un momento. Era hora de marcharse. Adónde, no lo sabía, pero no podía continuar allí.
Se agachó a recoger la bolsa. Tenía un poco de dinero ahorrado; no mucho, pero si trabajaba y era frugal en sus gastos, dentro de un año tendría lo suficiente para comprar un pasaje a Estados Unidos. Había oído decir que allí las cosas eran más fáciles para aquellos de cuna menos que respetable, que allí las fronteras entre diferentes cla¬ses sociales no eran tan definidas como en Inglaterra.
Asomó la cabeza al corredor; afortunadamente no había nadie. Era una cobarde, sí, pero no deseaba tener que despedirse de las hijas Bridgerton; podría hacer algo realmente estúpido, como echarse a llorar, y luego se sentiría peor aún. Nunca en su vida había tenido la oportunidad de pasar tiempo con mujeres de su edad que la trataran con respeto y afecto. Hubo una época en que deseó que RosaMarie y Penelope fueran sus hermanas, pero ese deseo nunca llegó a hacerse realidad. Penelope podría haberlo intentado, pero Aislin no lo habría permitido. Pese a su naturaleza amable, Penelope nunca había tenido la fuerza necesaria para enfrentar a su madre.
Pero sí tendría que despedirse de lady Bridgerton; de ninguna manera podía saltarse eso. Lady Bridgerton la había tratado con una amabilidad que superaba toda expectativa, y ella no podía darle las gracias marchándose a hurtadillas y desapareciendo como una delin¬cuente. Si tenía suerte, lady Bridgerton aún no se habría enterado de su altercado con Víctor. Podía avisarle que se iba, despedirse y ponerse en marcha.
Era última hora de la tarde; ciertamente ya hacía rato que había acabado la hora del té, de modo que decidió ver si lady Bridgerton estaba en la pequeña oficina que tenía contigua a su dormitorio. Era un cuartito muy acogedor, con un escritorio y varias estanterías de libros, el lugar donde lady Bridgerton escribía su correspondencia y llevaba las cuentas de la casa.
La puerta estaba entreabierta. Golpeó suavemente, y al contacto de su puño con la madera la puerta se abrió otro poco.
_¡Adelante! _dijo la voz de lady Bridgerton.
Myriam empujó más la puerta y asomó la cabeza.
_¿Interrumpo? _preguntó en voz baja.
_Sí, pero es una interrupción bienvenida _repuso lady Brid¬gerton dejando su pluma a un lado_. Nunca me ha gustado cuadrar las cuentas de la casa.
_Yo podría... _empezó Myriam, pero alcanzó a morderse la lengua.
Había estado a punto de decir que con mucho gusto podría rele¬varla en esa tarea; siempre había sido buena para los números.
_¿Decías? _preguntó lady Bridgerton, mirándola afablemente.
_Nada _repuso ella, negando ligeramente con la cabeza. Pasado un momento de silencio, lady Bridgerton la miró con una sonrisa ligeramente divertida y le preguntó:
_¿Tenías algún motivo concreto para golpear mi puerta?
Myriam hizo una honda inspiración, con el fin de calmar los ner¬vios (que no se los calmó), y contestó:
_Sí.
Lady Bridgerton la miró expectante, pero sin decir nada.
_Creo que debo renunciar a mi trabajo aquí _dijo.
Lady Bridgerton pegó un salto que casi la hizo caer de la silla.
_Pero ¿por qué? ¿No eres feliz aquí? ¿Alguna de las niñas te ha tratado mal?
_No, no. Eso no podría estar más lejos de la verdad. Sus hijas son muy bellas, de corazón y de apariencia. Nunca he..., es decir, nunca nadie...
_¿Qué pasa, Myriam?
Myriam se cogió del marco de la puerta, para no perder el equili¬brio y caerse. Sentía poco firmes las piernas, sentía poco firme el corazón. En cualquier momento se echaría a llorar, ¿y por qué? ¿Por¬que el hombre al que amaba no se casaría nunca con ella? ¿Porque la detestaba por haberle mentido? ¿Porque ya le había roto el corazón dos veces: una al pedirle que fuera su querida y la otra al hacerla amar a su familia y luego obligándola a marcharse?
Aunque no le hubiera pedido que se marchara, no podía ser más evidente que ella no podía continuar allí.
_Es por Víctor, ¿verdad?
Myriam levantó bruscamente la cabeza y la miró. Lady Bridger¬ton sonrió tristemente.
_Es evidente que hay sentimiento entre vosotros _dijo dulce mente, contestando la pregunta que sin duda veía en sus ojos.
_¿Por qué no me despidió? _preguntó en un susurro.
No creía que lady Bridgerton supiera que había tenido relaciones íntimas con Víctor, pero ninguna mujer de su posición querría que su hijo suspirara por una criada.
_No lo sé _contestó lady Bridgerton, con una expresión más afligida de lo que Myriam hubiera imaginado posible_. Probable¬mente debería haberlo hecho. _Se encogió de hombros, con una extraña expresión de impotencia en sus ojos_. Pero me gustas.
Las lágrimas que Myriam había estado tratando de contener, empezaron a rodarle por la cara, pero aparte de eso, consiguió man¬tener la calma; no sollozó estremecida, no emitió ningún sonido; simplemente continuó donde estaba, absolutamente inmóvil, mientras le brotaban lágrimas y más lágrimas.
Cuando lady Bridgerton volvió a hablar, lo hizo con palabras muy medidas, como si las hubiera elegido con sumo cuidado para obtener una respuesta concreta.
_Eres el tipo de mujer que me gustaría para mi hijo _dijo, sin dejar de mirarle la cara ni un solo instante_. No nos conocemos de mucho tiempo, pero conozco tu carácter y conozco tu corazón. Y ojalá...
A Myriam se le escapó un sollozo ahogado, pero se apresuró a reprimir los que pugnaban por salir.
Lady Bridgerton reaccionó al sollozo ladeando la cabeza, com¬pasiva, y haciéndole un guiño de tristeza con los ojos.
_Ojalá tus antecedentes fueran diferentes _continuó_. Y no es que yo piense mal de ti ni te considere menos por eso, pero hace las cosas muy difíciles.
_Imposibles _susurró Myriam.
Lady Bridgerton no dijo nada, y Myriam comprendió que en su corazón estaba de acuerdo, si no del todo, en un noventa y nueve por ciento, con su afirmación.
_¿Es posible que tus antecedentes no sean exactamente lo que parecen? _preguntó lady Bridgerton, pronunciando las palabras con más mesura y cuidado que antes.
Myriam guardó silencio.
_Hay cosas en ti que no cuadran, Myriam.
Myriam sabía que esperaba que le preguntara qué, pero tenía bas¬tante buena idea de lo que quería decir.
_Tu dicción es impecable _continuó lady Bridgerton_. Me explicaste que asistías a las clases con la hijas de la casa donde traba¬jaha tu madre, pero para mí esa explicación no es suficiente. Esas clases comenzarían cuando ya tenías unos años, seis por lo menos, edad en que ya tendrías firmemente establecida tu forma de hablar.
Myriam agrandó los ojos.
Nunca había visto ese determinado fallo en su historia inventada, y la sorprendió que nadie lo hubiera visto hasta ese momento. Pero claro, lady Bridgerton era muchísi¬mo más inteligente que la mayoría de las personas a las que les había contado esa historia.
_Y sabes latín _continuó lady Bridgerton_. No intentes negar¬lo. Te oí mascullar en voz baja el otro día cuando Hyacinth te irritó.
Myriam mantuvo la vista fija en la ventana, a la izquierda de lady Bridgerton, sin lograr atreverse a mirarla a los ojos.
_Gracias por no negarlo _dijo lady Bridgerton, y se quedó esperando que ella dijera algo.
Esperó tanto que Myriam se vio obligada a poner fin a ese inter¬minable silencio.
_No soy pareja adecuada para su hijo _dijo.
_Comprendo.
_De verdad tengo que marcharme _se apresuró a continuar, antes de tener tiempo para arrepentirse.
_Si ése es tu deseo _dijo lady Bridgerton, asintiendo_, no puedo hacer nada para impedírtelo. ¿Dónde piensas ir?
_Tengo parientes en el norte _mintió Myriam.
Fue evidente que lady Bridgerton no la creyó, pero contestó:
_Ciertamente usarás uno de nuestros coches.
_No, de ninguna manera.
_No creerás que te permitiría hacer otra cosa. Te considero mi responsabilidad, al menos durante los próximos días, y es demasia¬do peligroso que te marches sin compañía. Este mundo no es segu¬ro para mujeres solas.
Myriam no pudo reprimir una pesarosa sonrisa.
El tono de lady Bridgerton podía ser distinto, pero sus palabras eran casi las mismas que le dijera Víctor unas semanas antes. Y en qué la habían meti¬do esas palabras. No podía decir que lady Bridgerton y ella fueran íntimas amigas, pero la conocía lo suficiente para saber que no haría concesiones.
Podía pedirle al cochero que la dejara en algún lugar, de preferencia no demasiado lejos de algún puerto, donde finalmente podría comprar un pasaje para Estados Unidos, y luego decidir qué haría a partir de eso.
_Muy bien _dijo_. Gracias.
Lady Bridgerton la obsequió con una leve y triste sonrisa.
_Supongo que ya tienes hechas tus maletas...
Myriam asintió. No había ninguna necesidad de decir que sólo tenía una bolsa, en singular.
_¿Ya has hecho tus despedidas?
_Prefiero no hacerlas _repuso Myriam, negando con la ca¬beza.
Lady Bridgerton se puso de pie y asintió.
_A veces eso es lo mejor. ¿Por qué no me esperas en el vestíbu¬lo de la entrada? Iré a ordenar que lleven un coche a la puerta.
Myriam se giró y echó a caminar, pero justo antes de salir se detu¬vo y se giró nuevamente.
_Lady Bridgerton...
Se le iluminaron los ojos a la señora, como si esperara oír una buena noticia, o si no buena, por lo menos diferente.
_¿Sí?
Myriam tragó saliva.
_Quería darle las gracias.
Se apagó un tanto la luz en los ojos de lady Bridgerton.
_¿De qué?
_Por tenerme aquí, por aceptarme y permitirme simular que formaba parte de su familia.
_No seas ton...
_No tenía por qué invitarme a tomar el té con usted y las niñas_interrumpió Myriam. Si no sacaba todo eso perdería el valor_. La mayoría de las señoras no lo habrían hecho. Fue hermoso... y nue¬vo... Y... _se atragantó_. Las echaré de menos a todas.
_No tienes por qué marcharte _dijo lady Bridgerton dulce¬mente.
Myriam intentó sonreír, pero la sonrisa le salió a medias, y le supo a lágrimas.
_Sí, tengo que irme _dijo, casi ahogada por las palabras.
Lady Bridgerton la contempló un largo rato, con sus ojos, llenos de compasión y tal vez un pelín de comprensión.
_Ya veo _dijo en voz baja.
Y Myriam tuvo la incómoda sensación de que sí veía.
_Espérame abajo _dijo.
Myriam asintió y se hizo a un lado para dejarla pasar. La vizcon¬desa viuda se detuvo en la puerta a mirar la raída bolsa que estaba en el suelo.
_¿Eso es todo lo que posees?
_Todo en el mundo.
Lady Bridgerton tragó saliva, incómoda, y las mejillas se le tiñe¬ron levemente de rosa, casi como si la avergonzaran sus riquezas, y la carencia de ella.
_Pero eso _dijo Myriam haciendo un gesto hacia la bolsa_, eso no es lo importante. Lo que usted tiene... _se interrumpió para tra¬garse el bulto que se le había formado en la garganta_. No quiero decir lo que posee...
_Sé lo que quieres decir, Myriam _dijo lady Bridgerton, lim¬piándose los ojos con los dedos_. Gracias.
_Es la verdad _contestó ella, elevando ligeramente los hom¬bros.
_Permíteme que te dé algo de dinero antes que te marches, Myriam.
_No podría _negó ella con la cabeza_. Ya cogí dos de los ves¬tidos que me regaló. No quería, pero...
_Has hecho bien _la tranquilizó lady Bridgerton_. ¿Qué otra cosa podías hacer? Los que trajiste contigo ya no están. _Se aclaró la garganta_. Pero, por favor, acéptame un poco de dinero. _Al verla abrir la boca para protestar, insistió_: Por favor. Me haría sen¬tir mejor.
Lady Bridgerton tenía una manera de mirar que hacía desear hacer lo que pedía. Y además, pensó Myriam, necesitaba ese dinero. Lady Bridgerton era una señora generosa; tal vez podría darle lo suficiente para comprar un pasaje de tercera clase para atravesar el océano.
_Gracias _dijo, antes de que su conciencia tuviera la oportunidad de convencerla de rechazar el ofrecimiento.
Después de un breve gesto de asentimiento, lady Bridgerton echó a andar por el corredor.
Cuando la perdió de vista, Myriam hizo una larga y temblorosa inspiración, se agachó a recoger su bolsa y lentamente caminó hasta la escalera y bajó al vestíbulo. Después de estar un rato esperando allí, decidió que igual podía esperar fuera. Era un hermoso día de primavera y tal vez sentir un poquitín de sol en la nariz era justo lo que necesitaba para sentirse mejor. Bueno, al menos un poco mejor. Además, allí había menos probabilidades de encontrarse de repente con una de las niñas Bridgerton, y por mucho que las fuera a echar de menos, no quería verse obligada a despedirse.
Con la bolsa firmemente cogida en una mano, abrió la pesada puerta y bajó la escalinata.
El coche no tardaría mucho en dar la vuelta. Cinco minutos, tal vez diez, tal vez...
_¡Myriam Montemayor!
El estómago le cayó a los tobillos. Era Aislin. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
No pudo moverse, paralizada. Miró alrededor y luego los pelda¬ños, tratando de decidir hacia dónde huir. Si volvía a entrar en la casa, Aislin sabría dónde encontrarla, y si echaba a correr por la calle...
_¡Policía! _chilló Aislin_. ¡Necesito un policía!
Myriam soltó la bolsa y echó a correr.
_¡Que alguien la detenga! _gritó Aislin_. ¡Detengan a la ladrona! ¡Detengan a la ladrona!
Myriam continuó corriendo, aún sabiendo que eso la haría pare¬cer culpable. Corrió con todas las fibras de sus músculos, con cada bocanada de aire que conseguía hacer entrar en los pulmones; corrió, corrió y corrió...
Hasta que alguien le cerró el paso y de un empujón la arrojó de espaldas en la acera.
_¡La tengo! _gritó el hombre_, ¡La tengo!
Myriam cerró y abrió los ojos, ahogando una exclamación de dolor. La cabeza le había chocado con la acera en un golpe aturdi¬dor, y el hombre que la cogió estaba prácticamente sentado en su abdomen.
_¡Ahí estás! _graznó Aislin, corriendo hacia ella_. Myriam Montemayor ¡qué descaro!
Myriam la miró furibunda. No existían palabras para expresar el aborrecimiento que sentía en su corazón. Por no decir que no podía hablar por el dolor.
_Te he andado buscando _le dijo Aislin con una diabólica sonrisa_. Penelope me dijo que te había visto.
Myriam cerró los ojos y los mantuvo así un rato más largo que un pestañeo normal. Ay, Penelope. Dudaba de que la muchacha hubiera querido delatarla, pero su lengua tenía una manera ineludible de ade¬lantarse a su mente.
Aislin afirmó el pie muy cerca de su mano, la que le tenía inmovilizada por la muñeca el hombre que la cogió, y sonriendo trasladó el pie hasta plantarlo sobre la mano.
_No deberías haberme robado _dijo Aislin, con sus ojos azules brillantes.
Myriam se limitó a gruñir. Fue lo único que consiguió hacer.
_¿Lo ves? _continuó Aislin alegremente_. Ahora puedo hacerte encarcelar. Supongo que podría haber hecho eso antes, pero ahora tengo la verdad de mi parte.
En ese momento llegó un hombre corriendo y se detuvo con un patinazo ante Aislin.
_Las autoridades vienen en camino, milady. Dentro de nada tendremos a esta ladrona en prisión.
Myriam se cogió el labio inferior entre los dientes, una parte de ella rogando que las autoridades se retrasaran hasta que saliera lady Bridgerton, y otra parte rogando que llegaran inmediatamente para que las Bridgerton no vieran su vergüenza.
Y al final logró su deseo, es decir el segundo. No habían pasado dos minutos cuando llegaron las autoridades, la metieron en un carretón y la llevaron a la cárcel.
Y lo único que podía pensar Myriam mientras la llevaban era que los Bridgerton no sabrían nunca lo que le había ocurrido, y que tal vez eso era lo mejor.
La señorita Penelope Reiling (la hijastra menor del difunto conde de Pen¬wood) no es tema frecuente en esta columna (como tampoco es, lamenta decir esta cronista, objeto frecuente de atención en las fun¬ciones sociales), pero una no pudo dejar de observar que su compor¬tamiento fúe muy extraño en la velada musical que ofreció su madre la noche del martes. Insistió en sentarse junto a la ventana y duran¬te toda la actuación no hizo otra cosa que mirar hacia la calle, como si buscara algo, ¿o a alguien tal vez?
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 11 de junio de 1817.
Al cabo de cuarenta y cinco minutos, Víctor estaba repantiga¬do en el sillón con los ojos vidriosos. De tanto en tanto tenía que hacerse una revisión para asegurarse de que no le colgaba la man¬díbula.
Así de aburrida era la conversación de su madre.
La damita de la que quería hablarle había resultado ser siete damitas, cada una de las cuales, le aseguraba, era mejor que la ante¬rior.
Pensó que se iba a volver loco. Ahí mismo en la sala de estar de su madre se iba a volver loco furioso. De repente saltaría del sillón y se arrojaría al suelo, frenético, agitando brazos y piernas, echando espuma por la boca, y...
_Víctor, ¿me estás escuchando siquiera?
Él alzó la vista y pestañeó. Maldición, tendría que centrar la atención en la lista de posibles novias que le tenía su madre. La pers¬pectiva de perder la cordura era infinitamente más atractiva.
_Te estaba hablando de Mary Edgeware _dijo Violeta, con expresión más divertida que frustrada.
Al instante lo asaltó la desconfianza. Cuando se trataba del tema de arrastrar a sus hijos al altar, su madre jamás tenía expresión di¬vertida.
_¿Mary cuánto?
_Edge... bah, dejémoslo. Ya veo que no puedo competir con lo que sea que te atormenta en este momento.
_Madre...
Ella ladeó ligeramente la cabeza, sus ojos curiosos y tal vez algo sorprendidos.
_¿Sí?
_Cuando conociste a padre...
_Ocurrió en un instante _dijo ella dulcemente, como si hubie¬ra sabido lo que él le iba a preguntar.
_¿O sea que supiste al instante que era él?
Ella sonrió y sus ojos adquirieron una expresión lejana, nebu¬losa.
_Uy, yo no lo habría admitido, al menos no inmediatamente. Me creía una muchacha práctica. Siempre me había mofado de la idea del amor a primera vista.
Se quedó callada y Víctor comprendió que ya no estaba en la sala con él sino en un baile de años atrás, conociendo a su padre. Pasado un rato, cuando él ya creía que ella había olvidado la pre¬gunta, ella lo miró y dijo:
_Pero lo supe.
_¿En el momento en que lo viste por primera vez?
_Bueno, la primera vez que hablamos, por lo menos.
Cogió el pañuelo que él le tendía y se lo pasó por los ojos, son¬riendo tímidamente, como avergonzada de sus lágrimas.
Víctor sintió formarse un bulto en la garganta y desvió la cara, no fuera que ella viera que tenía los ojos empañados. ¿Lloraría alguien por él después de diez años de haber muerto? Inspiraba humildad estar en presencia del verdadero amor, pensó, y de pronto se sintió condenadamente envidioso de sus propios padres.
Ellos encontraron el amor y tuvieron la sensatez de reconocerlo y mimarlo. Pocas personas eran tan afortunadas.
_Había un algo en su voz tremendamente tranquilizador, muy cálido _continuó Violeta_. Cuando hablaba, uno tenía la sensación de que era la única persona presente en la habitación.
_Lo recuerdo _dijo él, con una sonrisa cálida, nostálgica_. Toda una proeza ser capaz de hacer eso, con ocho hijos.
Violeta tragó saliva como para ahogar un sollozo y dijo, con la voz nuevamente enérgica:
_Sí, bueno, no llegó a conocer a Hyacinth, así que digamos que sólo eran siete.
_De todas maneras...
_De todas maneras _asintió ella.
Víctor se inclinó a darle una palmadita en la mano. No supo por qué lo hizo; no había planeado hacerlo. Simplemente le pareció que era lo adecuado.
_Sí, bueno _dijo ella, dándole un suave apretón en la mano y volviendo a ponerla en su falda_. ¿Has preguntado por tu padre por algún motivo especial?
_No _mintió él_. Al menos no... Bueno...
Ella esperó pacientemente, con esa expresión apaciblemente expectante que hacía imposible ocultarle los sentimientos.
_¿Qué pasa cuando uno se enamora de una persona inadecuada?
_Una persona inadecuada _repitió ella.
Víctor asintió, ya lamentando angustiosamente sus palabras. No debería haberle dicho nada a su madre, y sin embargo...
Suspiró. Su madre siempre había sido extraordinaria para escu¬char. Y pese a todos sus fastidiosos métodos casamenteros, realmen¬te estaba más cualificada que cualquiera de las personas que él conocía para dar consejos en asuntos del corazón.
Cuando Violeta habló, daba la impresión de estar eligiendo cui¬dadosamente las palabras.
_¿Qué quieres decir con una persona inadecuada?
_Alguien... _lo pensó un momento_. Una persona con la que probablemente no debería casarse alguien como yo.
_¿Tal vez una persona que no es de nuestra clase social?
_Una persona así _contestó él, con los ojos clavados en un cuadro de la pared.
_Comprendo. Bueno... _arrugó un pelín la frente y conti¬nuó_: Supongo que dependería de a qué distancia está esta persona de nuestra clase social.
_Lejos.
_¿Un poco lejos o muy lejos?
Víctor estaba convencido de que ningún hombre de su edad y reputación había tenido jamás una conversación así con su madre, pero contestó:
_ Muchísimo.
_Comprendo. Bueno, yo diría... _Se mordió el labio inferior y estuvo así un momento_: Yo diría... _repitió en tono ligeramente más enérgico aunque nada enérgico si se midiera en términos abso¬lutos _. Yo diría _repitió por tercera vez_, que te quiero muchísi¬mo y te apoyaría en todo. _Se aclaró la garganta_. Si es que estamos hablando de ti.
No servía de nada negarlo, de modo que Víctor asintió.
_Pero _continuó Violeta_, te recomendaría pensarlo bien. El amor es ciertamente el elemento más importante en cualquier unión, pero las influencias externas pueden crear tensiones en el matrimo¬nio. Si te casas con una mujer de, digamos _se aclaró la garganta_, de la clase servil, serás objeto de mucho cotilleo y no poco ostracis¬mo. Y eso será difícil de soportar para uno como tú.
_¿Uno como yo? _preguntó él, erizado.
_Tienes que saber que no ha sido mi intención insultarte. Pero tú y tus hermanos lleváis vidas encantadas. Sois hermosos, inteli¬gentes, atractivos. Caéis bien a todo el mundo. No sabes lo feliz que me hace eso. _Sonrió, pero su sonrisa era melancólica, ligeramente triste_. No es fácil ser la fea del baile.
Repentinamente Víctor comprendió por qué su madre siem¬pre lo obligaba a bailar con muchachas como Penelope Feathe¬rington.
Con aquellas que estaban en las orillas del salón, aquellas que siempre fingían que no deseaban bailar.
Ella había sido poco atractiva.
Era difícil imaginarse eso. Su madre era tremendamente popular, siempre sonriente, y tenía montones de amistades. Y si él había oído correctamente la historia, su padre había estado considerado el mejor partido de la temporada.
_Sólo tú podrás tomar esta decisión _continuó Violeta, vol¬viéndolo al presente_, y me temo que no será fácil.
Él miró por la ventana, otorgando con su silencio.
_Pero _añadió ella_, si decidieras unir tu vida a la de una mujer que no es de nuestra clase, yo ciertamente te apoyaré de todas las maneras posibles.
Víctor giró bruscamente la cabeza para mirarla. Pocas muje¬res de la alta sociedad dirían eso a sus hijos.
_Eres mi hijo _dijo ella simplemente_. Daría mi vida por ti.
Él abrió la boca para hablar pero comprobó, sorprendido, que no podía hacer ni un sonido.
_Ciertamente no te desterraré por casarte con una persona ina¬decuada.
_Gracias _dijo él. Fue lo único que consiguió decir.
Violeta exhaló un suspiro, lo bastante fuerte para atraer toda su atención. Se veía cansada, melancólica.
_Ojalá estuviera aquí tu padre _dijo.
_No dices eso muy a menudo.
_Siempre deseo que tu padre estuviera aquí. _Cerró los ojos un breve momento_. Siempre.
Y entonces Víctor lo vio todo claro. Al mirar la cara de su madre, al caer en la cuenta por fin, no, al «entender» por fin, la pro¬fundidad del amor entre sus padres, se le aclaró todo.
Amor.
Amaba a Myriam. Eso era lo único que debía importar.
Había creído que amaba a la mujer del baile de máscaras; había creído que deseaba casarse con ella. Pero en ese momento compren¬día que eso sólo había sido un sueño, una fantasía fugaz con una mujer a la que apenas conocía.
En cambio Myriam era...
Myriam era Myriam. Y eso era todo lo que necesitaba.
Myriam no era una gran creyente en el destino ni en los hados, pero cuando llevaba una hora con Nicholas, Elizabeth, John y Alice Wentworth, los primos pequeños del clan Bridgerton, ya comenza¬ba a pensar que tal vez había una razón que explicara por qué nun¬ca había logrado obtener un puesto de institutriz.
Estaba agotada.
No, pensó, con más de un poco de desesperación.
La palabra agotamiento no era una definición adecuada para el estado en que se encontraba en esos momentos. Agotamiento no llegaba a captar el ribete de locura que había producido en su mente ese cuarteto.
_No, no y no, ésa es mi muñeca _le estaba diciendo Elizabeth a Alice.
_¡Es mía! _replicó Alice.
_¡No es tuya!
_ ¡Es mía!
_Yo arreglaré esto _gritó Nicholas, acercándoseles con las manos en las caderas.
Myriam emitió un gemido. Tenía la clara impresión de que no era nada conveniente dejar resolver la pelea a un niño de diez años, que daba la casualidad se creía pirata.
_Ninguna de las dos va a querer la muñeca _dijo Nicholas con un astuto destello en los ojos _si yo le corto la...
_No le cortarás la cabeza, Nicholas Wentworth _intervino Myriam.
_Pero es que así dejarán de...
_No _dijo Myriam enérgicamente.
Él la miró un momento, como evaluando su resolución de impe¬dírselo, y luego se alejó gruñendo.
_Creo que necesitamos otro juego _le susurró Hyacinth a Myriam.
_Sí que necesitamos otro juego _convino Myriam.
_¡Suelta mi soldado! _chilló John_. ¡Suéltalo, suéltalo, suel¬talo!
_Jamás tendré hijos _declaró Hyacinth_. De hecho, jamás me casaré.
Myriam se abstuvo de decirle que cuando se casara y tuviera hijos tendría una flotilla de niñeras que la ayudarían en su crianza y cuidado.
Hyacinth hizo un gesto de dolor al ver a John tirándole el pelo a Alice, y tragó saliva disgustada cuando Alice le enterró el puño en el estómago a John.
_La situación se está poniendo desesperada _susurró a Myriam.
_¡La gallina ciega! _exclamó Myriam_. ¿Qué os parece a todos? ¿Jugamos a la gallina ciega?
Alice y John asintieron entusiasmados. Elizabeth lo pensó un momento y al final dijo, de mala gana:
_De acuerdo.
_¿Y qué dices tú, Nicholas? _preguntó Myriam al último du¬doso.
Él se tomó otro momento.
_Podría ser divertido _contestó al fin, aterrando a Myriam con un diabólico destello en los ojos.
_Excelente _dijo Myriam, tratando de que no se notara su recelo.
_Pero tú tienes que ser la gallina ciega _añadió él.
Myriam abrió la boca para protestar, pero en ese momento los otros tres niños comenzaron a saltar y gritar encantados. Y su desti¬no quedó sellado cuando Hyacinth la miró con una astuta sonrisa y le dijo:
_Vamos, tienes que ser tú.
Puesto que era inútil protestar, Myriam exhaló un largo suspiro, bien exagerado, para divertir a los niños, y se giró, para que Hya¬cinth le vendara los ojos.
_¿Ves algo? _le preguntó Nicholas.
_No _mintió Myriam.
_Ve _dijo él a Hyacinth haciendo una mueca. ¿Cómo podía saberlo?
_Átale un segundo pañuelo _dijo el niño_. Ése es demasiado transparente.
_Qué indignidad _masculló Myriam, pero agachó un poco la cabeza para que Hyacinth le atara otro pañuelo.
_¡Ahora sí que está ciega! _ gritó John a todo pulmón. Myriam los obsequió a todos con una empalagosa sonrisa.
_Muy bien, entonces _dijo Nicholas, que había tomado el mando_. Espera diez segundos para que ocupemos nuestros lu¬gares.
Myriam asintió y reprimió un mal gesto al oír el ruido de un choque.
_¡Procurad no romper nada! _grito, como si eso fuera a influir en un sobreexcitado niño de seis años.
_¿Listos? _preguntó.
No hubo respuesta. Eso significaba sí.
_¡Gallina ciega! _gritó.
_¡Píllame! _gritaron cinco voces al unísono.
Myriam frunció el ceño, calculando. Una de las niñas estaba detrás del sofá. Dio unos pasos a tientas a la derecha.
_¡Gallina ciega!
_ ¡Píllame!
A eso siguieron, lógicamente, unos cuantos chillidos y risitas.
_¡Gallina, ay!
Más gritos y carcajadas. Myriam gruñó y se agachó a frotarse la espinilla.
_¡Gallina ciega! _gritó con mucho menos entusiasmo.
_¡Píllame!
_¡Píllame!
_¡Píllame!
_¡Píllame!
_Eres toda mía, Alice _musitó en voz baja, decidiendo ir a por la más pequeña y, presumiblemente, la más débil del grupo_. Toda mía.
Víctor casi logró escapar sin ser visto.
Después de que saliera su madre de la sala de estar, él se bebió una muy necesitada copa de coñac y se dirigió al vestíbulo.
Estaba a punto de llegar a la puerta cuando lo sorprendió Eloisa y lo informó de que de ninguna mane¬ra podía marcharse todavía, que su madre había hecho el enorme esfuerzo de reunir a todos sus hijos en un lugar porque Daphne tenía que hacer un importantísimo anuncio.
_¿Embarazada otra vez? _preguntó él.
_Finge sorpresa. Se supone que no lo sabes.
_No voy a fingir nada. Me voy.
De un salto ella le dio alcance y le cogió la manga.
_No puedes.
Víctor exhaló un largo suspiro y trató de quitarle la mano del brazo, pero ella tenía bien cogida la camisa.
_Voy a levantar un pie _dijo él en tono de lo más tedioso_ y dar un paso. Después levantaré el otro pie...
_Le prometiste a Hyacinth que la ayudarías en aritmética _soltó Eloisa_ y no te ha visto el pelo en dos semanas.
_Como si fuera a suspender en un colegio _masculló Víctor.
_¡Víctor, qué terrible lo que has dicho!
_Lo sé _gimió él, con la esperanza de ahorrarse un sermón.
_Que a las mujeres no se nos permita estudiar en colegios como Eton o Cambridge no significa que nuestra educación no sea impor¬tante _despotricó Eloisa, como si no hubiera oído su débil «lo sé»_. Además...
Víctor se desmoronó contra la pared.
_…soy de la opinión de que el motivo de que no se nos permi¬ta el acceso a colegios es que si nos lo permitieran, ¡los derrotaríamos en todas las asignaturas!
_Sin duda tienes razón _suspiró él.
_No me trates con ese aire de superioridad.
_Te aseguro, Eloisa, que jamás se me ocurriría ni soñar con tra¬tarte así.
Ella lo miró desconfiada un momento y después se cruzó de brazos.
_Bueno, no decepciones a Hyacinth.
_Noo _dijo él cansinamente.
_Creo que está en la sala de los niños.
Después de hacerle un distraído gesto de asentimiento, él se diri¬gió a la escalera y comenzó a subir.
Pero mientras subía no vio a Eloisa girarse hacia su madre, que estaba asomada a la puerta de la sala de música, y hacerle un guiño, sonriendo.
La sala de los niños estaba en la segunda planta. No era frecuente que Víctor subiera allí. Los dormitorios de la mayoría de sus her¬manos estaban en la primera planta; sólo Gregorio y Hyacinth seguían teniendo sus dormitorios contiguos a la sala de los niños, y estando Gregorio en Eton la mayor parte del año y Hyacinth aterro¬rizando a alguien en alguna otra parte de la casa, él simplemente no tenía motivos para subir allí.
No se le escapaba que aparte de la sala de estudio y dormitorios de los niños, también estaban en esa planta los dormitorios de los criados de más categoría, entre ellos las doncellas.
El dormitorio de Myriam.
Probablemente ella estaba en algún rincón por ahí, ocupada en sus remiendos, no en el cuarto de los niños, lógicamente, que era el dominio de las niñeras. Una doncella no tendría ningún motivo para...
_¡Ja ja ja ja ja!
Víctor arqueó las cejas. Ésas eran ciertamente risas de niños pequeños, no un sonido que pudiera salir de la boca de Hyacinth.
Ah, claro. Estaban de visita sus primos Wentworth, algo le había dicho su madre al respecto. Bueno, eso sería un extra. Hacía meses que no los veía, y eran niños bastante simpáticos, si bien un poco revoltosos.
Cuando se acercaba a la sala de los niños, las risas aumentaron, mezcladas con unos cuantos gritos. Eso lo hizo sonreír, y cuando llegó a la puerta abierta miró dentro, y entonces...
La vio.
A «ella».
No a Myriam, a «ella».
Y sin embargo era Myriam.
Tenía los ojos vendados y estaba sonriendo con las manos exten¬didas hacia los risueños niños. Sólo se le veía la parte inferior de la cara, y entonces fue cuando cayó en la cuenta.
Sólo había otra única mujer en el mundo a la que le había visto solamente la parte inferior de la cara.
La sonrisa era igual; el atractivo hoyuelo en el extremo del men¬tón era igual. Todo era igual.
Myriam era la mujer del vestido plateado, la mujer del baile de máscaras.
De pronto todo cobró sentido. Sólo dos veces en su vida había sentido esa atracción inexplicable, casi mística, por una mujer. Le había parecido extraordinario encontrar a dos, cuando en su corazón siempre había creído que sólo había una mujer perfecta para él.
Su corazón no se había equivocado. Sólo había una.
La había buscado durante meses; había suspirado por ella más tiempo aún. Y estaba ahí, ante sus mismas narices.
Y ella no se lo había dicho.
¿Comprendería cuánto lo había hecho sufrir?
¿Las horas que había yacido despierto en la cama pensando que hacía traición a la dama del vestido plateado porque se estaba enamorando de una criada?
Dios santo, eso rayaba en lo absurdo.
Finalmente había decidido olvidar a la dama del baile; le iba a pedir a Myriam que se casara con él, y a la mierda las consecuencias sociales.
Y resultaba que eran una y la misma.
Un extraño rugido le llenó la cabeza, como si le hubieran tapado cada oído con una enorme concha; sentía silbidos, chirridos, zumbi¬dos; y de pronto sentía un olor algo acre en el aire, y todo empeza¬ba a tomar un color rojo, y...
No podía apartar los ojos de ella.
Todos los niños se habían quedado en silencio, mirándolo con los ojos agrandados, boquiabiertos.
_¿Pasa algo? _preguntó Myriam.
_Hyacinth _dijo él_, ¿harías el favor de evacuar la sala?
_Pero...
_¡Ahora mismo! _rugió él.
_Nicholas, Elizabeth, John, Alice, venid conmigo _se apresu¬ró a decir Hyacinth con voz cascada_. Hay galletas en la cocina y sé que...
Víctor no oyó el resto. Hyacinth se las había arreglado para evacuar la sala en tiempo récord y su voz se fue perdiendo por el corredor llevándose a los niños.
_¿Víctor? _estaba diciendo Myriam, con las manos detrás de la cabeza tratando de desatarse los pañuelos_. ¿Víctor?
Él cerró la puerta de un golpe; el ruido fue tan fuerte que ella pegó un salto.
_¿Qué pasa? _preguntó en un susurro.
Él no contestó, limitándose a observarla tironear del pañueño. Le agradaba que estuviera impotente. No se sentía nada amable ni caritativo en ese momento.
_¿Tienes algo que necesites decirme? _le preguntó con la voz controlada, aunque le temblaban las manos.
Ella se quedó inmóvil, tan inmóvil que él habría jurado que le veía salir calor del cuerpo. Después se aclaró la garganta, indicando con el sonido que se sentía incómoda, violenta, y reanudó la tarea de desatarse los nudos. Sus movimientos le ceñían el vestido a los pechos, pero él no sintió ni una pizca de deseo.
Era la primera vez que no sentía deseos por esa mujer, en ningu¬na de sus dos encarnaciones, pensó con ironía.
_¿Puedes ayudarme en esto? _le preguntó ella, pero con voz titubeante.
Víctor no se movió.
_¿Víctor?
_Es interesante verte con un pañuelo atado alrededor de la cabeza, Myriam _le dijo él en voz baja.
Ella bajó lentamente las manos a los costados.
_Es casi como un antifaz, ¿no te parece?
Myriam entreabrió los labios, y la suave bocanada de aire que pasó por entre ellos fue el único sonido que se oyó en la sala.
Victor caminó hacia ella, lenta, inexorablemente, el ruido de sus pasos lo suficientemente fuerte para que ella supiera que se le iba acercando.
_Hace años que no he estado en un baile de máscaras _dijo.
Myriam comprendió. Lo vio en su cara, en la expresión de su boca, apretada en las comisuras y sin embargo ligeramente entreabierta. Ella sabía que él sabía.
Esperaba que estuviera aterrada.
Dio otros dos pasos hacia ella y bruscamente viró a la derecha, rozándole la manga con el brazo.
_¿Ibas a decirme alguna vez que ya nos conocíamos?
Myriam movió la boca pero no dijo nada.
_¿Ibas a decírmelo? _insistió él, en voz baja y controlada.
_No _balbuceó Myriam.
_¿No?
Ella no dijo nada.
_¿Por algún motivo en particular?
_No... no me parecía pertinente.
_¿No te parecía pertinente? _bramó él, girándose a mirarla_.Me enamoré de ti hace dos años, ¿y no te parecía pertinente?
_¿Puedo quitarme el pañuelo, por favor? _susurró Myriam
_Puedes continuar ciega.
_Víctor...
_Como he estado ciego yo este mes _continuó él furioso_. ¿Por qué no ciega tú, a ver si te gusta?
_No te enamoraste de mí hace dos años _dijo Myriam, tironeán¬dose la venda.
_¿Cómo podías saberlo? Desapareciste.
_Tenía que desaparecer _exclamó ella_. No tenía opción.
_Siempre tenemos opciones _dijo él, desdeñoso_. A eso le llamamos libre voluntad.
_Para ti es fácil decir eso _replicó ella, tironeándose el pañue¬lo desesperada_. Para ti, ¡que lo tienes todo! Yo tenía que... ¡Ay!
Con un violento tirón logró bajar el pañuelo hasta dejarlo col¬gando suelto del cuello. Cerró los ojos ante el repentino asalto de la luz; cuando los abrió vio la cara de Víctor y retrocedió un paso.
Él tenía los ojos brillantes, ardiendo de rabia y, sí, de un dolor que ella no alcanzaba a comprender del todo.
_Me alegra verte, Myriam _dijo él en un tono peligrosamente suave_. Si es que ése es tu verdadero nombre.
Ella asintió.
_Se me ha ocurrido _continuó él, en un tono exageradamente despreocupado_ que si estuviste en el baile de máscaras no eres de la clase servil.
_No tenía invitación _se apresuró a contestar ella_. Era una impostora. No tenía ningún derecho a estar allí.
_Me mentiste. En todas las cosas, en todo esto, me mentiste.
_Tuve que hacerlo _susurró Myriam.
_Vamos, por favor. ¿Qué podía ser tan terrible que no pudieras revelarme tu identidad «a mí»?
Myriam tragó saliva. Ahí en el cuarto de los niños Bridgerton, frente a él, no lograba recordar por qué decidió no decirle que era la dama del baile de máscaras.
Tal vez temió que él deseara hacerla su querida.
Lo cual ocurrió de todos modos.
O tal vez no quiso decirle nada porque cuando comprendió que ése no iba a ser un encuentro casual, que él no iba a dejar salir de su vida a Myriam la criada, ya era demasiado tarde. Ya había pasado mucho tiempo sin decírselo, y temió su ira.
Y eso ocurrió, exactamente.
Lo cual demostraba que había tenido razón. Claro que eso no era ningún consuelo al encontrarse allí, frente a él, viendo sus ojos ardientes de rabia y fríos de desdén al mismo tiempo.
Tal vez la verdad, por poco halagadora que fuera, era que sintió herido su orgullo. La había decepcionado que él no la reconociera. Si la noche del baile de máscaras había sido tan mágica para él como para ella, ¿no debería haberla reconocido al instante?
Dos años había pasado soñando con él. Dos años había visto su cara en la mente todas las noches. Y cuando él vio la de ella, vio a una desconocida.
O tal vez, sólo tal vez, no fue por ninguna de esas cosas. Tal vez fue algo más sencillo: sólo deseaba proteger su corazón. No sabía por qué, pero se había sentido algo más segura, algo menos expues¬ta como una criada anónima. Si Víctor hubiera sabido quién era, o por lo menos sabido que ella era la dama del baile de máscaras, le habría ido detrás, implacablemente.
Bueno, sí que le había ido detrás cuando la creía una criada. Pero habría sido distinto si hubiera sabido la verdad. Estaba segu¬ra. No habría considerado tan grande la diferencia de clase, y entonces ella habría perdido una importante barrera entre ellos. Su posición social, o su falta de posición social, había sido un muro protector alrededor de su corazón. No podía acercarse demasiado porque, simplemente no podía; un hombre como Víctor, hijo de vizconde, hermano de vizconde, jamás se casaría con una criada.
Pero para una hija ilegítima de un conde, bueno, la situación era mucho más difícil. A diferencia de una criada, una bastarda aristo¬crática podía soñar.
Aunque, como en el caso de una criada, esos sueños no tenían probabilidades de hacerse realidad, lo cual los hacía mucho más dolorosos. Y comprendía, cada vez que había estado a punto de revelar su secreto lo había comprendido, que decirle la verdad a él la llevaría derecho a un corazón roto.
Sintió deseos de reírse. Su corazón no podía sentirse peor que en ese momento.
_Te busqué _dijo él, su voz intensa penetrando sus pensa¬mientos.
Myriam abrió más los ojos, los sintió mojados.
_¿Sí?
_Durante seis malditos meses _maldijo él_. Fue como si hubieras desaparecido de la faz de la tierra.
_No tenía adónde ir _dijo Myriam, sin saber por qué le decía eso.
_Me tenías a mí.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, opresivas, som¬brías. Finalmente, impulsada por un tardío sentido de sinceridad,
Myriam dijo:
_No sabía que me buscabas. Pero, pero... _se atragantó con las palabras, no pudo decirlas, y cerró fuertemente los ojos, como para protegerse del sufrimiento.
_Pero ¿qué?
Ella tragó saliva y abrió los ojos, pero no lo miró a la cara.
_Aunque hubiera sabido que me buscabas _dijo, cruzando los brazos para abrazarse_, no habría permitido que me encontraras.
_¿Tan repugnante era yo para ti?
_¡No! _exclamó ella, mirándolo a la cara.
Vio dolor en sus ojos. Él lo ocultaba, pero ella lo conocía bien.
Estaba herido; lo veía en sus ojos.
_No _repitió, tratando de hablar calmada_. No por eso. Eso no podría ser jamás.
_¿Entonces por qué?
_Somos de mundos diferentes, Víctor. Incluso entonces yo sabía que no podía haber ningún futuro para nosotros. Y habría sido una tortura. ¿Torturarme con un sueño que no podía hacerse reali¬dad? No podía hacer eso.
_¿Quién eres? _preguntó él repentinamente.
Ella sólo pudo mirarlo, sin poder hablar, paralizada.
_Dímelo. Dime quién eres. Porque no eres ninguna condenada doncella, estoy seguro.
_Soy exactamente lo que te dije que era _dijo ella. Al ver su mirada asesina, se apresuró a añadir_. Casi.
_¿Quién eres? _repitió él, acercándose un paso.
Ella retrocedió un paso.
_He sido sirvienta desde los catorce años.
_¿Y quién eras antes de eso?
_Una bastarda _repuso Myriam en un susurro.
_¿De quién?
_¿Importa eso?
Víctor adoptó una postura más belicosa.
_A mí me importa.
Myriam se sintió desanimada. No había esperado que él hiciera caso omiso de los deberes impuestos por su posición para casarse con una persona como ella, pero tampoco había esperado que a él le importara tanto.
_¿Quiénes fueron tus padres? _insistió Víctor.
_Nadie que tú conozcas.
_¿Quiénes fueron tus padres? _rugió él.
_El conde de Penwood.
Él se quedó absolutamente inmóvil, sin mover ni un solo múscu¬lo. Ni siquiera pestañeó.
_Soy la bastarda de un noble _continuó Myriam, en tono áspero, dejando salir años de rabia y resentimiento_. Mi padre fue el con¬de de Penwood, y mi madre, una criada. _Al ver que él palidecía, espetó_: Sí, mi madre era una doncella, tal como yo lo soy ahora. _Al cabo de un denso silencio, añadió_: No quiero ser como mi madre.
_Y sin embargo _dijo él_, si ella se hubiera comportado de otro modo, tú no estarías aquí para decírmelo.
_No se trata de eso.
Víctor se retorció las manos, las que había tenido en puños a los costados.
_Me mentiste _dijo en voz baja.
_No había ninguna necesidad de decirte la verdad.
_¿Quién demonios eres tú para decidir eso? _explotó él¬_ Pobre Víctor, no es capaz de enfrentar la verdad, es incapaz de decidirse. No es...
Se interrumpió disgustado al percibir su voz quejumbrosa. Myriam lo había convertido en alguien a quien no conocía, alguien que le caía mal. Tenía que salir de ahí, tenía que...
_¿Víctor...?
Ella lo estaba mirando extrañada, sus ojos preocupados.
_Tengo que irme _masculló_. No puedo estar contigo en este momento.
_¿Por qué? _preguntó ella, y él notó que al instante se arre¬pentía de haber preguntado eso.
_Estoy tan enfadado en este momento _dijo, lentamente, mar¬cando bien cada palabra_ que no me conozco. No...
Se miró las manos; le temblaban. Deseaba herirla, comprendió. No, no deseaba herirla. Jamás desearía herirla. Y sin embargo...
Y sin embargo...
Era la primera vez en su vida que se sentía tan descontrolado. Lo asustaba eso.
_Tengo que irme _repitió; pasó bruscamente por su lado, lle¬gó a la puerta y salió.
Capítulo 20
Continuando con el tema, la madre de la señorita Reiling, la conde¬sa de Penwood, también ha actuado de modo muy raro últimamen¬te. Según los cotilleos de los criados (los que, todos sabemos, siempre son los más fiables), la condesa tuvo una pataleta anoche, y arrojó nada menos que diecisiete zapatos a sus criados.
Un lacayo luce un ojo morado, pero aparte de eso, todos conti¬núan con buena salud.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 11 de junio de 1817.
Antes de una hora Myriam ya tenía lista su bolsa para marcharse.
No sabía qué más hacer. Estaba poseída, dolorosamente poseída, por una energía nerviosa, y no podía tenerse quieta. Los pies se le movían solos, le temblaban las manos y cada tantos minutos se sor¬prendía inspirando una cantidad extra de aire, como si éste pudiera tranquilizarla por dentro.
No le cabía en la cabeza que le permitieran continuar al servicio de lady Bridgerton después de ese horroroso altercado con Víctor. Lady Bridgerton le tenía afecto, cierto, pero Víctor era su hijo. Los lazos de sangre eran más fuertes que nada, en especial tra¬tándose de la familia Bridgerton.
Era una pena, en realidad, pensó, sentándose en la cama, sin dejar de retorcer entre las manos un pobre pañelo ya destrozado sin remedio. Pese a todo el trastorno interior que le causaba Víctor, le gustaba vivir en esa casa. Nunca en su vida había tenido el honor de vivir entre un grupo de personas que entendían verdaderamente el significado de la palabra familia.
Las echaría de menos.
Echaría de menos a Víctor.
Y lloraría por la vida que no podía tener.
Sin poder continuar sentada, se levantó de un salto y fue a aso¬marse a la ventana.
_Maldito seas, papá _dijo, mirando el cielo_. Toma, te he lla¬mado papá. Nunca me permitiste eso. Nunca quisiste ser eso. _No pudo contener unos estremecedores sollozos, y se limpió la nariz, con el dorso de la mano_. Te he llamado papá. ¿Cómo te sienta eso?
Pero no hubo ningún repentino trueno ni apareció ningún nuba¬rrón negro para tapar el sol de la tarde. Su padre no sabría jamás lo furiosa que estaba con él por haberla dejado sin un céntimo, por haberla dejado en manos de Aislin. Lo más probable era que no le habría importado.
Se sintió cansada y se apoyó en el marco de la ventana, limpián¬dose los ojos con la mano.
_Me diste a probar otro tipo de vida, y luego me dejaste en el aire _musitó_. Habría sido mucho más fácil para mí si me hubie¬ras criado como una sirvienta. Entonces yo no habría deseado tan¬to. Me habría resultado más fácil.
Dio la espalda a la ventana y sus ojos se posaron en su pequeña bolsa con su escasas pertenencias. Habría preferido no tener que lle¬varse ninguno de los vestidos que le habían regalado lady Bridgerton y sus hijas, pero no tenía elección, puesto que sus vestidos viejos ya habían sido arrojados al cubo de basura. Había elegido solamente dos, el mismo número con el que llegara: el que llevaba cuando Víctor descubrió su identidad y otro de muda, el que ya estaba guardado en su bolsa. Los demás estaban colgados, bien planchados, en el ropero.
Suspirando cerró los ojos y estuvo así un momento. Era hora de marcharse. Adónde, no lo sabía, pero no podía continuar allí.
Se agachó a recoger la bolsa. Tenía un poco de dinero ahorrado; no mucho, pero si trabajaba y era frugal en sus gastos, dentro de un año tendría lo suficiente para comprar un pasaje a Estados Unidos. Había oído decir que allí las cosas eran más fáciles para aquellos de cuna menos que respetable, que allí las fronteras entre diferentes cla¬ses sociales no eran tan definidas como en Inglaterra.
Asomó la cabeza al corredor; afortunadamente no había nadie. Era una cobarde, sí, pero no deseaba tener que despedirse de las hijas Bridgerton; podría hacer algo realmente estúpido, como echarse a llorar, y luego se sentiría peor aún. Nunca en su vida había tenido la oportunidad de pasar tiempo con mujeres de su edad que la trataran con respeto y afecto. Hubo una época en que deseó que RosaMarie y Penelope fueran sus hermanas, pero ese deseo nunca llegó a hacerse realidad. Penelope podría haberlo intentado, pero Aislin no lo habría permitido. Pese a su naturaleza amable, Penelope nunca había tenido la fuerza necesaria para enfrentar a su madre.
Pero sí tendría que despedirse de lady Bridgerton; de ninguna manera podía saltarse eso. Lady Bridgerton la había tratado con una amabilidad que superaba toda expectativa, y ella no podía darle las gracias marchándose a hurtadillas y desapareciendo como una delin¬cuente. Si tenía suerte, lady Bridgerton aún no se habría enterado de su altercado con Víctor. Podía avisarle que se iba, despedirse y ponerse en marcha.
Era última hora de la tarde; ciertamente ya hacía rato que había acabado la hora del té, de modo que decidió ver si lady Bridgerton estaba en la pequeña oficina que tenía contigua a su dormitorio. Era un cuartito muy acogedor, con un escritorio y varias estanterías de libros, el lugar donde lady Bridgerton escribía su correspondencia y llevaba las cuentas de la casa.
La puerta estaba entreabierta. Golpeó suavemente, y al contacto de su puño con la madera la puerta se abrió otro poco.
_¡Adelante! _dijo la voz de lady Bridgerton.
Myriam empujó más la puerta y asomó la cabeza.
_¿Interrumpo? _preguntó en voz baja.
_Sí, pero es una interrupción bienvenida _repuso lady Brid¬gerton dejando su pluma a un lado_. Nunca me ha gustado cuadrar las cuentas de la casa.
_Yo podría... _empezó Myriam, pero alcanzó a morderse la lengua.
Había estado a punto de decir que con mucho gusto podría rele¬varla en esa tarea; siempre había sido buena para los números.
_¿Decías? _preguntó lady Bridgerton, mirándola afablemente.
_Nada _repuso ella, negando ligeramente con la cabeza. Pasado un momento de silencio, lady Bridgerton la miró con una sonrisa ligeramente divertida y le preguntó:
_¿Tenías algún motivo concreto para golpear mi puerta?
Myriam hizo una honda inspiración, con el fin de calmar los ner¬vios (que no se los calmó), y contestó:
_Sí.
Lady Bridgerton la miró expectante, pero sin decir nada.
_Creo que debo renunciar a mi trabajo aquí _dijo.
Lady Bridgerton pegó un salto que casi la hizo caer de la silla.
_Pero ¿por qué? ¿No eres feliz aquí? ¿Alguna de las niñas te ha tratado mal?
_No, no. Eso no podría estar más lejos de la verdad. Sus hijas son muy bellas, de corazón y de apariencia. Nunca he..., es decir, nunca nadie...
_¿Qué pasa, Myriam?
Myriam se cogió del marco de la puerta, para no perder el equili¬brio y caerse. Sentía poco firmes las piernas, sentía poco firme el corazón. En cualquier momento se echaría a llorar, ¿y por qué? ¿Por¬que el hombre al que amaba no se casaría nunca con ella? ¿Porque la detestaba por haberle mentido? ¿Porque ya le había roto el corazón dos veces: una al pedirle que fuera su querida y la otra al hacerla amar a su familia y luego obligándola a marcharse?
Aunque no le hubiera pedido que se marchara, no podía ser más evidente que ella no podía continuar allí.
_Es por Víctor, ¿verdad?
Myriam levantó bruscamente la cabeza y la miró. Lady Bridger¬ton sonrió tristemente.
_Es evidente que hay sentimiento entre vosotros _dijo dulce mente, contestando la pregunta que sin duda veía en sus ojos.
_¿Por qué no me despidió? _preguntó en un susurro.
No creía que lady Bridgerton supiera que había tenido relaciones íntimas con Víctor, pero ninguna mujer de su posición querría que su hijo suspirara por una criada.
_No lo sé _contestó lady Bridgerton, con una expresión más afligida de lo que Myriam hubiera imaginado posible_. Probable¬mente debería haberlo hecho. _Se encogió de hombros, con una extraña expresión de impotencia en sus ojos_. Pero me gustas.
Las lágrimas que Myriam había estado tratando de contener, empezaron a rodarle por la cara, pero aparte de eso, consiguió man¬tener la calma; no sollozó estremecida, no emitió ningún sonido; simplemente continuó donde estaba, absolutamente inmóvil, mientras le brotaban lágrimas y más lágrimas.
Cuando lady Bridgerton volvió a hablar, lo hizo con palabras muy medidas, como si las hubiera elegido con sumo cuidado para obtener una respuesta concreta.
_Eres el tipo de mujer que me gustaría para mi hijo _dijo, sin dejar de mirarle la cara ni un solo instante_. No nos conocemos de mucho tiempo, pero conozco tu carácter y conozco tu corazón. Y ojalá...
A Myriam se le escapó un sollozo ahogado, pero se apresuró a reprimir los que pugnaban por salir.
Lady Bridgerton reaccionó al sollozo ladeando la cabeza, com¬pasiva, y haciéndole un guiño de tristeza con los ojos.
_Ojalá tus antecedentes fueran diferentes _continuó_. Y no es que yo piense mal de ti ni te considere menos por eso, pero hace las cosas muy difíciles.
_Imposibles _susurró Myriam.
Lady Bridgerton no dijo nada, y Myriam comprendió que en su corazón estaba de acuerdo, si no del todo, en un noventa y nueve por ciento, con su afirmación.
_¿Es posible que tus antecedentes no sean exactamente lo que parecen? _preguntó lady Bridgerton, pronunciando las palabras con más mesura y cuidado que antes.
Myriam guardó silencio.
_Hay cosas en ti que no cuadran, Myriam.
Myriam sabía que esperaba que le preguntara qué, pero tenía bas¬tante buena idea de lo que quería decir.
_Tu dicción es impecable _continuó lady Bridgerton_. Me explicaste que asistías a las clases con la hijas de la casa donde traba¬jaha tu madre, pero para mí esa explicación no es suficiente. Esas clases comenzarían cuando ya tenías unos años, seis por lo menos, edad en que ya tendrías firmemente establecida tu forma de hablar.
Myriam agrandó los ojos.
Nunca había visto ese determinado fallo en su historia inventada, y la sorprendió que nadie lo hubiera visto hasta ese momento. Pero claro, lady Bridgerton era muchísi¬mo más inteligente que la mayoría de las personas a las que les había contado esa historia.
_Y sabes latín _continuó lady Bridgerton_. No intentes negar¬lo. Te oí mascullar en voz baja el otro día cuando Hyacinth te irritó.
Myriam mantuvo la vista fija en la ventana, a la izquierda de lady Bridgerton, sin lograr atreverse a mirarla a los ojos.
_Gracias por no negarlo _dijo lady Bridgerton, y se quedó esperando que ella dijera algo.
Esperó tanto que Myriam se vio obligada a poner fin a ese inter¬minable silencio.
_No soy pareja adecuada para su hijo _dijo.
_Comprendo.
_De verdad tengo que marcharme _se apresuró a continuar, antes de tener tiempo para arrepentirse.
_Si ése es tu deseo _dijo lady Bridgerton, asintiendo_, no puedo hacer nada para impedírtelo. ¿Dónde piensas ir?
_Tengo parientes en el norte _mintió Myriam.
Fue evidente que lady Bridgerton no la creyó, pero contestó:
_Ciertamente usarás uno de nuestros coches.
_No, de ninguna manera.
_No creerás que te permitiría hacer otra cosa. Te considero mi responsabilidad, al menos durante los próximos días, y es demasia¬do peligroso que te marches sin compañía. Este mundo no es segu¬ro para mujeres solas.
Myriam no pudo reprimir una pesarosa sonrisa.
El tono de lady Bridgerton podía ser distinto, pero sus palabras eran casi las mismas que le dijera Víctor unas semanas antes. Y en qué la habían meti¬do esas palabras. No podía decir que lady Bridgerton y ella fueran íntimas amigas, pero la conocía lo suficiente para saber que no haría concesiones.
Podía pedirle al cochero que la dejara en algún lugar, de preferencia no demasiado lejos de algún puerto, donde finalmente podría comprar un pasaje para Estados Unidos, y luego decidir qué haría a partir de eso.
_Muy bien _dijo_. Gracias.
Lady Bridgerton la obsequió con una leve y triste sonrisa.
_Supongo que ya tienes hechas tus maletas...
Myriam asintió. No había ninguna necesidad de decir que sólo tenía una bolsa, en singular.
_¿Ya has hecho tus despedidas?
_Prefiero no hacerlas _repuso Myriam, negando con la ca¬beza.
Lady Bridgerton se puso de pie y asintió.
_A veces eso es lo mejor. ¿Por qué no me esperas en el vestíbu¬lo de la entrada? Iré a ordenar que lleven un coche a la puerta.
Myriam se giró y echó a caminar, pero justo antes de salir se detu¬vo y se giró nuevamente.
_Lady Bridgerton...
Se le iluminaron los ojos a la señora, como si esperara oír una buena noticia, o si no buena, por lo menos diferente.
_¿Sí?
Myriam tragó saliva.
_Quería darle las gracias.
Se apagó un tanto la luz en los ojos de lady Bridgerton.
_¿De qué?
_Por tenerme aquí, por aceptarme y permitirme simular que formaba parte de su familia.
_No seas ton...
_No tenía por qué invitarme a tomar el té con usted y las niñas_interrumpió Myriam. Si no sacaba todo eso perdería el valor_. La mayoría de las señoras no lo habrían hecho. Fue hermoso... y nue¬vo... Y... _se atragantó_. Las echaré de menos a todas.
_No tienes por qué marcharte _dijo lady Bridgerton dulce¬mente.
Myriam intentó sonreír, pero la sonrisa le salió a medias, y le supo a lágrimas.
_Sí, tengo que irme _dijo, casi ahogada por las palabras.
Lady Bridgerton la contempló un largo rato, con sus ojos, llenos de compasión y tal vez un pelín de comprensión.
_Ya veo _dijo en voz baja.
Y Myriam tuvo la incómoda sensación de que sí veía.
_Espérame abajo _dijo.
Myriam asintió y se hizo a un lado para dejarla pasar. La vizcon¬desa viuda se detuvo en la puerta a mirar la raída bolsa que estaba en el suelo.
_¿Eso es todo lo que posees?
_Todo en el mundo.
Lady Bridgerton tragó saliva, incómoda, y las mejillas se le tiñe¬ron levemente de rosa, casi como si la avergonzaran sus riquezas, y la carencia de ella.
_Pero eso _dijo Myriam haciendo un gesto hacia la bolsa_, eso no es lo importante. Lo que usted tiene... _se interrumpió para tra¬garse el bulto que se le había formado en la garganta_. No quiero decir lo que posee...
_Sé lo que quieres decir, Myriam _dijo lady Bridgerton, lim¬piándose los ojos con los dedos_. Gracias.
_Es la verdad _contestó ella, elevando ligeramente los hom¬bros.
_Permíteme que te dé algo de dinero antes que te marches, Myriam.
_No podría _negó ella con la cabeza_. Ya cogí dos de los ves¬tidos que me regaló. No quería, pero...
_Has hecho bien _la tranquilizó lady Bridgerton_. ¿Qué otra cosa podías hacer? Los que trajiste contigo ya no están. _Se aclaró la garganta_. Pero, por favor, acéptame un poco de dinero. _Al verla abrir la boca para protestar, insistió_: Por favor. Me haría sen¬tir mejor.
Lady Bridgerton tenía una manera de mirar que hacía desear hacer lo que pedía. Y además, pensó Myriam, necesitaba ese dinero. Lady Bridgerton era una señora generosa; tal vez podría darle lo suficiente para comprar un pasaje de tercera clase para atravesar el océano.
_Gracias _dijo, antes de que su conciencia tuviera la oportunidad de convencerla de rechazar el ofrecimiento.
Después de un breve gesto de asentimiento, lady Bridgerton echó a andar por el corredor.
Cuando la perdió de vista, Myriam hizo una larga y temblorosa inspiración, se agachó a recoger su bolsa y lentamente caminó hasta la escalera y bajó al vestíbulo. Después de estar un rato esperando allí, decidió que igual podía esperar fuera. Era un hermoso día de primavera y tal vez sentir un poquitín de sol en la nariz era justo lo que necesitaba para sentirse mejor. Bueno, al menos un poco mejor. Además, allí había menos probabilidades de encontrarse de repente con una de las niñas Bridgerton, y por mucho que las fuera a echar de menos, no quería verse obligada a despedirse.
Con la bolsa firmemente cogida en una mano, abrió la pesada puerta y bajó la escalinata.
El coche no tardaría mucho en dar la vuelta. Cinco minutos, tal vez diez, tal vez...
_¡Myriam Montemayor!
El estómago le cayó a los tobillos. Era Aislin. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
No pudo moverse, paralizada. Miró alrededor y luego los pelda¬ños, tratando de decidir hacia dónde huir. Si volvía a entrar en la casa, Aislin sabría dónde encontrarla, y si echaba a correr por la calle...
_¡Policía! _chilló Aislin_. ¡Necesito un policía!
Myriam soltó la bolsa y echó a correr.
_¡Que alguien la detenga! _gritó Aislin_. ¡Detengan a la ladrona! ¡Detengan a la ladrona!
Myriam continuó corriendo, aún sabiendo que eso la haría pare¬cer culpable. Corrió con todas las fibras de sus músculos, con cada bocanada de aire que conseguía hacer entrar en los pulmones; corrió, corrió y corrió...
Hasta que alguien le cerró el paso y de un empujón la arrojó de espaldas en la acera.
_¡La tengo! _gritó el hombre_, ¡La tengo!
Myriam cerró y abrió los ojos, ahogando una exclamación de dolor. La cabeza le había chocado con la acera en un golpe aturdi¬dor, y el hombre que la cogió estaba prácticamente sentado en su abdomen.
_¡Ahí estás! _graznó Aislin, corriendo hacia ella_. Myriam Montemayor ¡qué descaro!
Myriam la miró furibunda. No existían palabras para expresar el aborrecimiento que sentía en su corazón. Por no decir que no podía hablar por el dolor.
_Te he andado buscando _le dijo Aislin con una diabólica sonrisa_. Penelope me dijo que te había visto.
Myriam cerró los ojos y los mantuvo así un rato más largo que un pestañeo normal. Ay, Penelope. Dudaba de que la muchacha hubiera querido delatarla, pero su lengua tenía una manera ineludible de ade¬lantarse a su mente.
Aislin afirmó el pie muy cerca de su mano, la que le tenía inmovilizada por la muñeca el hombre que la cogió, y sonriendo trasladó el pie hasta plantarlo sobre la mano.
_No deberías haberme robado _dijo Aislin, con sus ojos azules brillantes.
Myriam se limitó a gruñir. Fue lo único que consiguió hacer.
_¿Lo ves? _continuó Aislin alegremente_. Ahora puedo hacerte encarcelar. Supongo que podría haber hecho eso antes, pero ahora tengo la verdad de mi parte.
En ese momento llegó un hombre corriendo y se detuvo con un patinazo ante Aislin.
_Las autoridades vienen en camino, milady. Dentro de nada tendremos a esta ladrona en prisión.
Myriam se cogió el labio inferior entre los dientes, una parte de ella rogando que las autoridades se retrasaran hasta que saliera lady Bridgerton, y otra parte rogando que llegaran inmediatamente para que las Bridgerton no vieran su vergüenza.
Y al final logró su deseo, es decir el segundo. No habían pasado dos minutos cuando llegaron las autoridades, la metieron en un carretón y la llevaron a la cárcel.
Y lo único que podía pensar Myriam mientras la llevaban era que los Bridgerton no sabrían nunca lo que le había ocurrido, y que tal vez eso era lo mejor.
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 21
¡ Vaya si no hubo emoción ayer en la escalinata de la puerta principal de la residencia de lady Bridgerton en Bruton Street!
La primera fue que se vio a Penelope Featherington en la com¬pañía, no de uno ni de dos, sino de tres hermanos Bridgerton, cier¬tamente una proeza hasta el momento imposible para la pobre muchacha, que tiene la no muy buena fama de ser la fea del baile. Por desgracia (aunque tal vez previsiblemente) para la señorita Fea¬therington, cuando finalmente se marchó, lo hizo del brazo del viz¬conde, el único hombre casado del grupo.
Si la señorita Featherington llegara a arreglárselas para llevar al altar a un hermano Bridgerton querría decir que habría llegado el fin del mundo tal como lo conocemos, y que esta cronista, que no vacila en reconocer que ese mundo no tendría ni pies ni cabeza para ella, se vería obligada a renunciar a esta columna en el acto.
Y como si la señorita Featherington no hubiera sido suficiente noticia, aún no habían transcurrido tres horas cuando lady Penwood, que vive tres puertas más allá, abordó violentamente a una mujer delante de la casa de la familia Bridgerton. Parece ser que dicha mujer, la que, según sospecha esta cronista, trabajaba para la familia Bridgerton, había trabajado para lady Penwood anteriormente. Lady Penwood alega que esta mujer no identificada le robó, e inme¬diatamente hizo encarcelara la pobre criatura.
Esta cronista no sabe bien cómo se castiga el robo en esta época, pero es de suponer que si alguien tiene la audacia de robarle a la con¬desa, el castigo es muy estricto. Es posible que cuelguen a esa pobre muchacha o, como muy mínimo, la deporten.
Ahora parece insignificante la guerra por las criadas (de la que se informó en esta columna el mes pasado).
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 13 de junio de 1817.
La primera inclinación de Víctor a la mañana siguiente fue ser¬virse una buena copa de licor fuerte. O tal vez tres. Podía ser es¬candalosamente temprano para beber licor, pero se le antojaba bas¬tante atractivo el aturdimiento alcohólico después de la estocada que recibiera la tarde anterior de manos de Myriam Montemayor.
Entonces recordó que había quedado con su hermano Roberto esa mañana para una competición de esgrima. De pronto encontró bas¬tante atractiva la idea de darle unas buenas estocadas a su hermano, aun cuando éste no tuviera nada que ver con su pésimo humor.
Para eso estaban los hermanos, pensó, sonriendo tristemente, mientras se ponía la indumentaria.
_Sólo tengo una hora _dijo Roberto, insertando el botón redon¬deado en la punta de su florete_. Tengo una cita más tarde.
_No importa __contestó Víctor, haciendo unas cuantas fintas para aflojar los músculos de las piernas; hacía tiempo que no practi¬caba; sentía cómodo el florete en la mano. Retrocedió y tocó el sue¬lo con la punta, doblando ligeramente la hoja_. No me llevará más de una hora derrotarte.
Roberto miró al cielo poniendo los ojos en blanco antes de bajarse, la careta.
Víctor avanzó hasta el centro de la sala.
_ ¿Estás preparado?
_No del todo _repuso Roberto siguiéndolo.
Víctor le hizo otra finta.
_¡He dicho que aún no estoy preparado! __rugió Roberto saltan¬do hacia un lado.
_Eres muy lento _ladró Víctor.
Roberto soltó una maldición en voz baja y añadió otra en voy, alta:
_¡Condenación! ¿Qué mosca te ha picado?
_Ninguna _casi gruñó Víctor_. ¿Por qué lo dices?
Roberto retrocedió hasta ponerse a una distancia adecuada para comenzar el combate.
_Ah, no sé _canturreó, sarcástico_. Supongo que será porque casi me hiciste volar la cabeza.
_Tengo el botón en la punta.
_Y moviste el florete como si fuera un sable _replicó Roberto.
_Así es más divertido _rebatió Víctor, sonriendo con du¬reza.
_No para mi cuello. _Cambió de mano el florete para flexio¬nar y estirar los dedos. Detuvo el movimiento y frunció el ceño_.¿Estás seguro de que es un florete lo que tienes?
_Por el amor de Dios, Roberto _refunfuñó Víctor_. Jamás usaría un arma de verdad.
_Sólo era para asegurarme _masculló Roberto, tocándose ligera¬mente el cuello_. ¿Preparado?
Víctor asintió y flexionó las rodillas.
_Las reglas normales _dijo Roberto, adoptando la postura ini¬cial_. Nada de tirar tajos.
Víctor asintió secamente.
_¡En garde!
Los dos levantaron el brazo derecho hasta tener la palma arriba, los dedos cerrados en el puño del florete.
_¿Es nueva ésa? _preguntó de pronto Roberto, mirando intere¬sado la empuñadura del florete de Víctor.
Víctor maldijo su pérdida de concentración.
_Sí _ladró_. Prefiero la empuñadura italiana.
Roberto retrocedió, abandonando la postura de esgrima, y miró su florete, que tenía una empuñadura francesa menos adornada.
_¿Me la prestarías alguna vez? Me gustaría ver si...
_¡Sí! _gritó Víctor, resistiendo apenas el deseo de atacar en ese mismo instante_. ¿Vas a volver a ponerte en guardia?
Roberto lo miró con una sonrisa sesgada, y Víctor compren¬dió que le había preguntado por su empuñadura sólo para moles¬tarlo.
_Como quieras _musitó Roberto, readoptando la postura. Pasa¬do un momento en que los dos estuvieron inmóviles, gritó:
_¡Al ataque!
Víctor avanzó, haciendo fintas y atacando, pero Roberto siem¬pre había tenido un excelente juego de pies, y retrocedía y respondía con expertas paradas sus ataques.
_Estás de un humor de los mil diablos hoy _comentó Roberto, atacando y casi tocando a Víctor en el hombro.
Víctor esquivó y levantó el florete para parar el ataque.
_Sí, bueno, es que tuve un mal día. _Volvió a avanzar con el florete apuntando recto.
Roberto hizo el quite limpiamente.
_Bonita estocada _comentó, tocándose la frente con su empu¬ñadura en fingido saludo.
_Cállate y ataca _ladró Víctor.
Roberto se rió y avanzó moviendo el florete aquí y allá, mante¬niendo a Víctor en retirada.
_Tiene que ser una mujer _dijo.
Víctor paró el ataque y comenzó su avance. _No es asunto tuyo.
_Es una mujer _dijo Roberto, sonriendo satisfecho.
Víctor atacó y le tocó la clavícula con la punta de su florete.
_Punto _gruñó.
_ Touche para ti _dijo Roberto, asintiendo secamente. Los dos volvieron al centro de la sala. _ ¿ Preparado?
Víctor asintió.
_En garde! ¡Al ataque!
Esta vez Roberto fue el primero en atacar.
_Si necesitas consejo sobre mujeres... _dijo, llevando a Víctor hacia el rincón.
Víctor levantó el florete y paró el ataque con tanta fuerza que su hermano menor retrocedió tambaleante.
_Si necesitara consejo sobre mujeres, la última persona a la que acudiría serías tú.
_Me has herido _dijo Roberto, recuperando el equilibrio.
_No _dijo Víctor, burlón_. Para eso está la punta de seguridad.
_Ciertamente tengo mejor historial con mujeres que tú.
_¿Ah, sí? _dijo Víctor, sarcástico. Apuntó la nariz hacia arriba y remedó, bastante bien, por cierto_: ¡Ciertamente no me voy a casar con Penelope Featherington!
Roberto hizo una mueca.
_Tú no deberías darle consejo a nadie.
_No sabía que estaba ahí.
_Ésa no es excusa. _Avanzó el florete y por poco no le tocó el hombro_. Estabas en un lugar público, y a plena luz del día. Aun¬que ella no hubiera estado ahí, cualquiera podría haberte oído y el maldito asunto habría acabado apareciendo en Whistledown.
Roberto paró el golpe y se abalanzó con una estocada tan veloz que tocó a Víctor en medio del abdomen.
_Mi touche _gruñó.
Víctor asintió, reconociéndole el punto.
_Fui tonto _dijo Roberto mientras volvían al centro de la sala_. Tú, en cambio, eres estúpido.
_¿Qué demonios significa eso?
Roberto exhaló un suspiro y se levantó la careta.
_¿Por qué no vas y nos haces el favor a todos de casarte con la muchacha?
Víctor se lo quedó mirando fijamente, y se le aflojó la mano en el puño del florete. ¿Había alguna posibilidad de que Roberto no supiera de quién estaban hablando?
Se quitó la careta, miró los ojos verdes de su hermano y casi emitió un gemido. Roberto lo sabía. No sabía cómo, pero estaba cla¬ro que lo sabía. Aunque eso no debería sorprenderlo. Roberto siem¬pre lo sabía todo. De hecho, la única persona que siempre parecía saber más cotilleos que Roberto era Eloisa, y ésta nunca tardaba más de unas pocas horas en impartir sus dudosos conocimientos a Roberto.
_¿Cómo lo supiste? _preguntó finalmente.
_¿Lo de Myriam? Es bastante evidente.
_Roberto, es...
_¿Una criada? ¿Y a quién le importa? ¿Qué te va a pasar si te casas con ella? _preguntó Roberto, encogiéndose de hombros como diciendo a quién diablos le importa_. ¿Personas que no podrían importarte menos te van a excluir de su sociedad? Demonios, no me importaría que a mí me excluyeran algunas personas con las que estoy obligado a tratar.
_Ya he decidido que no me importa nada de eso _dijo Víctor, con un desdeñoso encogimiento de hombros.
_¿Entonces cuál es el problema?
_Es complicado.
_Nunca nada es tan complicado como uno cree.
Víctor rumió eso un momento, apoyando la punta del florete en el suelo y haciendo doblarse la flexible hoja hacia delante y atrás.
_¿Te acuerdas del baile de máscaras de madre?
_¿Hace unos años? ¿Justo antes de dejar la casa Bridgerton?
_Ése _asintió Víctor_. ¿Recuerdas que conociste a una mujer de vestido plateado? Nos encontraste en el corredor.
_Claro. Tú estabas bastante interesado... _de pronto agrandó los ojos_. ¿No era Myriam?
_Extraordinario, ¿verdad? _musitó Víctor, la inflexión de su voz gritando que eso quedaba corto.
_Pero... ¿Cómo...?
_No sé cómo llegó allí, pero no es una criada.
_¿No?
_Bueno, lo es _aclaró Víctor_. Pero también es la hija bas¬tarda del conde de Penwood.
_¿No el actual, sup...?
_No, el que murió hace varios años.
_¿Y tú sabías todo eso?
_No _dijo Víctor, haciendo vibrar la palabra en la lengua_. No.
_Ah. _Roberto se cogió el labio inferior entre los dientes, asimi¬lando el sentido de la lacónica respuesta de sus hermano_. Com¬prendo. ¿Qué vas a hacer?
El florete de Víctor, que había estado doblando hacia delante y atrás, apoyado en el suelo, de pronto se enderezó y se le escapó de la mano. Él lo observó impasible deslizarse por el suelo, y mientras iba a recogerlo contestó, sin alzar la vista:
_Ésa es una muy buena pregunta.
Seguía furioso con Myriam por su engaño, pero él tampoco esta¬ba libre de culpa. No debería haberle pedido que fuera su querida.
Tenía el derecho a pedírselo, sí, pero ella también tenía el derecho a negarse. Y una vez que ella se negó, él debería haberla dejado en paz.
Él no había crecido siendo un bastardo, y si la experiencia de ella había sido tan terrible que no quería arriesgarse a tener hijos bastar¬dos, bueno, él debería haber respetado eso.
Si la respetaba a ella, tenía que respetar sus creencias.
No debería haber sido tan frívolo con ella, insistiendo en que todo era posible, que ella era libre para hacer lo que fuera que de¬seara su corazón. Su madre tenía razón: sí que vivía una vida encan¬tada. Tenía riqueza, familia, felicidad, y nada estaba fuera de su alcance. Lo único terrible que había ocurrido en su vida era la pre¬matura muerte de su padre, e incluso entonces, había tenido a su familia a su lado para soportarla. Le era difícil imaginarse ciertos sufrimientos porque nunca los había experimentado.
Y a diferencia de Myriam, nunca había estado solo.
¿Y ahora qué? Ya había decidido que estaba preparado para hacer frente al ostracismo social y casarse con ella. La hija bastarda no reconocida de un conde era ligeramente más aceptable que una criada, pero sólo ligeramente. La sociedad londinense podría acep¬tarla si él los obligaba, pero no harían mayor esfuerzo por ser ama¬bles. Probablemente tendrían que vivir discretamente en el campo, evitando la sociedad de Londres, que casi con toda seguridad les vol¬vería la espalda.
Pero su corazón tardó menos de un segundo en saber que una vida discreta con Myriam era infinitamente preferible a una vida pública sin ella.
¿Importaba que ella fuera la mujer del baile de máscaras? Le había mentido respecto a su identidad, pero él conocía su alma. Cuando se besaban, cuando reían juntos, cuando simplemente estaban sentados conversando, ella jamás fingía, ni por un ins¬tante.
La mujer capaz de hacerle cantar el corazón con una simple son¬risa, la mujer que lo llenaba de satisfacción simplemente estando sentada a su lado mientras él dibujaba, ésa era la verdadera Myriam.
Y él la amaba.
_Tienes el aspecto de haber llegado a una decisión –comentó Roberto en voz baja.
Víctor lo contempló pensativo. ¿Cuándo se había vuelto tan perspicaz su hermano? Pensándolo bien, ¿cuándo había crecido? Él siempre había considerado a Roberto un jovencito pícaro, encantador y gallardo, pero no uno que hubiera tenido que asumir ningún tipo de responsabiliad jamás.
Pero al observarlo en ese momento, vio a otra persona. Tenía los hombros algo más anchos, la postura un poco más firme y seria. Y sus ojos parecían más sabios. Ése era el mayor cambio. Si de verdad los ojos eran los espejos del alma, el alma de Roberto había crecido en algún momento en que él no estaba prestando atención.
_Le debo unas cuantas disculpas _dijo.
_Seguro que te perdonará.
_Ella me debe varias también. Más que varias.
Víctor advirtió que su hermano deseaba preguntar «¿De qué?», pero tuvo que reconocerle el mérito cuando lo único que le pregun¬tó fue:
_¿Estás dispuesto a perdonarla?
Víctor asintió.
Roberto se acercó y le quitó el florete de la mano.
_Yo te guardaré esto.
Víctor contempló la mano de su hermano con su florete un rato estúpidamente largo, hasta que levantó bruscamente la cabeza.
_¡Tengo que irme! _exclamó.
_Eso supuse _repuso Colín, medio reprimiendo una sonrisa. Víctor lo miró y de pronto, sin otro motivo que un avasalla¬dor deseo, le dio un rápido abrazo.
_No digo esto a menudo _dijo, con una voz que a sus oídos sonó bronca_, pero te quiero.
_Yo también te quiero, hermano mayor _contestó Roberto, ensanchando la sonrisa, siempre un poco sesgada_. Ahora, ¡fuera de aquí!
Víctor le pasó su careta y salió de la sala con largas zancadas.
_¿Qué quieres decir con que se marchó?
_Pues eso _dijo lady Bridgerton, con los ojos tristes y compasivos_. Que se marchó.
Víctor sintió una insoportable presión en las sienes; era un milagro que no le estallara la cabeza.
_¿Y tú la dejaste?
_No habría sido legal que la obligara a quedarse.
Víctor casi emitió un gemido. Tampoco había sido legal obli¬garla a venir a Londres, pero él la obligó de todos modos.
_¿Adónde fue?
Su madre pareció desmoronarse en su asiento.
_No lo sé. Le insistí en que usara uno de nuestros coches, en parte porque temía por su seguridad, pero también porque deseaba saber adónde iba.
_¿Qué fue lo que ocurrió, pues? _dijo él golpeando el escrito¬rio con las palmas.
_Como te estaba explicando, insistí en que usara uno de nues¬tros coches, pero era evidente que ella no quería, y desapareció antes de que el coche diera la vuelta hasta la puerta.
Víctor soltó una maldición en voz baja. Era probable que Myriam todavía estuviera en Londres, pero la ciudad era enorme y muy populosa. Era prácticamente imposible localizar a una persona que no quería que la encontraran.
_Supuse que habíais tenido una riña _dijo Violeta delicada¬mente.
Víctor se pasó la mano por el pelo y entonces se fijó en su manga blanca. Había ido allí con su indumentaria de esgrima.
_Pardiez _masculló. Vio el gesto que hacía su madre, ense¬ñando los blancos de los ojos_. Nada de sermones sobre blasfemias ahora, madre, por favor.
_Ni lo soñaría _repuso ella, los labios curvados en una son¬risa.
_¿Dónde la voy a encontrar?
Desapareció la expresión risueña de los ojos de Violeta.
_No lo sé, Víctor. Ojalá lo supiera. Me gustaba mucho Myriam.
_Es la hija de Penwood.
_Sospechaba algo así _dijo Violeta, ceñuda_. ¿Ilegítima, supongo?
Víctor asintió.
Su madre abrió la boca para decir algo, pero él no llegó a saber qué iba a decir, porque en ese momento se abrió bruscamente la puerta del despacho, con tanto impetu que se golpeó contra la pared con un fuerte estruendo. Francesca, que sin duda había venido corriendo por toda la casa, no alcanzó a frenar y fue a estrellarse con el escritorio, y Hyacinth, que venía corriendo detrás, chocó con ella.
_¿Qué pasa? _preguntó Violeta, levantándose.
_Myriam _resolló Francesca.
_Lo sé _dijo Violeta_. Se marchó. Estábamos...
_¡No! _interrumpió Hyacinth, poniendo una hoja sobre el escritorio_. Mirad.
Víctor alargó la mano para coger el papel, el que al instante reconoció como un número de Whistledown, pero su madre se le adelantó y comenzó a leer.
_¿Qué pasa? _preguntó, con un nudo en el estómago, al ver que su madre palidecía.
Ella le pasó la hoja. Él pasó rápidamente la vista por los coti¬lleos sobre el duque de Ashbourne, el conde de Macclesfield y Pene¬lope Featherington, hasta llegar a la parte que tenía que ser sobre Myriam.
_¿Prisión? _dijo, su voz apenas un susurro.
_Tenemos que sacarla de ahí _dijo su madre, cuadrando los hombros como un general aprestándose para la batalla.
Pero Víctor ya había salido por la puerta.
_¡Espera! _gritó Violeta, corriendo tras él_. Yo también voy.
Víctor se detuvo justo antes de llegar a la escalera.
_Tú no vienes _le ordenó_. No permitiré que te expongas a...
_Vamos, no digas tonterías. No soy ninguna débil florecilla. Y puedo dar fe de la honradez e integridad de Myriam.
_Yo también voy _dijo Hyacinth, deteniéndose con un pati¬nazo junto a Francesca, que los había seguido.
_¡No! _respondieron madre y hermano, al unísono.
_Pero...
_¡He dicho no! _interrumpió Violeta en tono firme. Francesca emitió un resentido bufido.
_Supongo que no sacaría nada si insistiera en...
_Ni se te ocurra acabar esa frase _bramó Bencdict.
_Como si fueras a dejarme _masculló ella.
_Si quieres ir _dijo Víctor a su madre, sin hacer caso de Francesca_, tenemos que irnos inmediatamente.
_Ordenaré que saquen el coche y te estaré esperando en la puerta.
Diez minutos después, ya estaban en marcha.
Capítulo 22
Qué agitación y prisas en Bruton Street. El viernes por la mañana vieron salir corriendo de su casa a la vizcondesa Bridgerton viuda acompañada por su hijo Víctor. El señor Bridgerton prácticamen¬te arrojó a su madre dentro de un coche, y al instante partieron como alma que lleva el diablo. Francesca y Hyacinth se quedaron en la puerta, y esta cronista ha sabido de muy buena tinta que se oyó excla¬mar a Francesca una palabra muy impropia de una dama.
Pero la casa Bridgerton no es la única en que se ha visto seme¬jante agitación. También ha habido muchísima actividad en la casa de las Penwood, la que culminó en una pelea en público, en la escali¬nata de entrada de la casa, entre la condesa y su hija, la señorita Penelope Reiling.
Puesto que esta cronista nunca le ha tenido simpatía a lady Pen¬wood, sólo puede exclamar: «¡Hurra por Penelope!»
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 16 de junio de 1817
Hacía frío, un frío tremendo. Y se oía un desagradable ruido de furtivos correteos por los rincones, correteos que no dejaban nin¬guna duda de que eran de animalillos de cuatro patas. O incluso peor, de animales de cuatro patas. O, para ser más exactos, de ver-siones grandes de animalillos de cuatro patas.
Ratas.
_Ay Dios _gimió Myriam.
No tenía por costumbre pronunciar el nombre del Señor en vano, pero ése le pareció tan buen momento como cualquiera para empe¬zar. Tal vez él la oiría, y tal vez él castigaría a las ratas. Sí, eso iría muy bien: un buen golpe con un rayo. Un rayo grande, de propor¬ciones bíblicas. El rayo golpearía la tierra, se extendería como tentá¬culos eléctricos alrededor del globo y achicharraría a todas las ratas.
Era un sueño bonito para tener ahí, junto con aquel en que se encontraba viviendo feliz para siempre como la señora de Víctor Bridgerton.
Hizo una rápida inspiración al sentir atravesado el corazón por una repentina punzada de dolor. De los dos sueños, temía que el que tenía más probabilidades de hacerse realidad era el del raticidio.
Estaba sola. Absoluta y verdaderamente sola. No entendía por qué eso le dolía tanto, porque, la verdad, siempre había estado sola. Desde que su abuela la depositara en la escalinata de la entrada prin¬cipal de Penwood Park no había tenido jamás a nadie que la defen¬diera, a ninguna persona que pusiera los intereses de ella por encima, o siquiera al mismo nivel, de los propios.
Le gruñó el estómago, recordándole que podía añadir hambre a su creciente lista de desgracias.
Y sed. No le habían llevado ni siquiera un sorbo de agua para beber. Empezaba a tener fantasías muy raras con el té.
Hizo una larga y lenta espiración, procurando no olvidar que debía inspirar por la boca después. La hediondez era espantosa, abrumadora. Le habían dado un tosco orinal para que aliviara sus necesidades corporales, pero hasta el momento había tratado de usarlo con la menor frecuencia posible. Habían vaciado el orinal antes de arrojarlo dentro de su celda, pero no lo habían limpiado, y cuando lo cogió notó que estaba mojado, lo cual la impulsó a soltar¬lo inmediatamente, con todo el cuerpo estremecido de repugnancia.
Claro que había vaciado muchos orinales en su vida, pero las personas para las que trabajaba por lo general se las arreglaban para acertar dentro, por así decirlo. Por no decir que siempre había podi¬do lavarse las manos después.
Y allí, además del frío y el hambre, no podía ni sentirse limpia en su piel.
Era una sensación horrible.
_Tienes una visita.
Myriam se puso de pie de un salto al oír la voz bronca y hostil del alcaide. ¿Podría ser que Víctor hubiera descubierto dónde estaba? ¿Podría ser que hubiera deseado acudir en su ayuda? ¿Habría...?
_Bueno, bueno, bueno.
Era Aislin. Se le cayó el corazón al suelo.
_Myriam Montemayor _cacareó Aislin, acercándose a la celda y cubriéndose la nariz con un pañuelo como si Myriam fuera la causa del hedor_. Nunca me habría imaginado que fueras a tener la auda¬cia de enseñar tu cara en Londres.
Myriam cerró firmemente la boca para obligarse a no hablar. Aislin quería enfurecerla con burlas, y de ninguna manera le daría esa satisfacción.
_Las cosas no van bien para ti, me temo _continuó Aislin, sacudiendo la cabeza en fingida compasión. Se acercó otro poco y susurró_. El magistrado no siente mucha simpatía por los ladrones.
Myriam se cruzó de brazos y se puso a mirar fijamente la pared. Si miraba a Aislin, aunque sólo fuera fugazmente, no sería capaz de resistirse a abalanzarse sobre ella y seguro que los barrotes de la celda le lastimarían gravemente la cara.
_Ya le pareció mal el robo de las pinzas de los zapatos _conti¬nuó Aislin, dándose golpecitos en el mentón con el índice_, pero se puso muy furioso cuando le informé del robo de mi anillo de bodas.
_¡Yo no...!
Alcanzó a reprimir el resto de la exclamación; justamente eso era lo que deseaba Aislin: sacarla de quicio.
_¿Ah, no? _replicó Aislin, sonriendo maliciosamente y agitando los dedos_. Parece que no lo llevo, y es tu palabra contra la mía.
Myriam abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido. Aislin tenía razón; ningún juez aceptaría su palabra contra la de la condesa de Penwood.
Aislin sonrió con una expresión vagamente felina.
_El hombre de la puerta, creí oírle decir que era el alcaide, dijo que no es probable que te cuelguen, así que no tienes por qué preocuparte en ese punto. La deportación es una consecuencia mucho más probable.
Myriam casi se echó a reír. Sólo el día anterior había estado haciendo planes para emigrar a Estados Unidos. Y al parecer sí dejaría Inglaterra, aunque su destino sería Australia. E iría encade¬nada.
_Suplicaré que tengan clemencia _dijo Aislin_. No quie¬ro que te maten, sólo quiero que... te marches.
_Todo un modelo de caridad cristiana _masculló Myriam_. Seguro que el juez se conmoverá.
Aislin se pasó distraídamente los dedos por la sien echándo¬se atrás un mechón.
_Pero ¿no será conmovedor? _dijo, mirándola y sonriendo, con una expresión dura, lúgubre.
Repentinamente Myriam sintió la urgente necesidad de saber...
_¿Por qué me odia? _preguntó en un susurro.
Aislin estuvo un momento mirándola fijamente y después contestó:
_Porque él te amaba.
Myriam no pudo decir nada, muda por la sorpresa.
Los ojos de Aislin brillaron con una dureza que los hacían parecer quebradizos.
_Jamás le perdonaré eso.
Myriam negó con la cabeza, incrédula.
_Nunca me amó.
_Te vestía, te alimentaba _dijo Aislin, entre dientes, con los labios fruncidos_. Me obligó a vivir contigo.
_Eso no era amor. Eso era sentimiento de culpabilidad. Si me hubiera amado no me habría dejado con usted. No era estúpido, tenía que saber lo mucho que usted me odiaba. Si me hubiera ama¬do no me habría olvidado en su testamento. Si me hubiera amado... _no pudo continuar, atragantada con sus palabras.
Aislin se cruzó de brazos.
_Si me hubiera amado _continuó Myriam_, se habría tomado el tiempo para hablar conmigo. Podría haberme preguntado como me había ido el día, o qué estaba estudiando, o si me gustaba el desayuno. _Tragó saliva para evitar un sollozo, y se volvió de espaldas. Le resultaba muy difícil mirar a Aislin en ese momento_.Nunca me amó _dijo en voz baja_. No sabía amar.
Durante un largo rato ninguna de las dos dijo nada.
_Quería castigarme _dijo Aislin finalmente.
Myriam se giró lentamente.
_Por no darle un heredero _continuó Aislin, y las manos comenzaron a temblarle_. Me odiaba por eso.
Myriam no supo qué decir. No sabía si había algo que decir. Pasa¬do otro largo rato, Aislin volvió a hablar:
_Al principio te odiaba porque eras un insulto para mí. Nin¬guna mujer debería tener que albergar a la bastarda de su ma¬rido.
Myriam guardó silencio.
_Pero después... pero después...
Ante la enorme sorpresa de Myriam, Aislin se apoyó en la pared como desmoronada, como si los recuerdos la hubieran despo¬jado de toda su fuerza.
_Pero después eso cambió _dijo Aislin al fin_. ¿Cómo él pudo tenerte a ti con una puta y yo no pude darle un hijo?
Myriam no le vio mucha utilidad a defender a su madre.
_No sólo te odiaba _continuó Aislin en un susurro_Odiaba verte.
Eso no sorprendió a Myriam.
_Odiaba oír tu voz; odiaba ver que tus ojos eran iguales a los de él; odiaba saber que estabas en mi casa.
_Era mi casa también _dijo Myriam tranquilamente.
_Sí. Lo sé. También odiaba eso.
De pronto Myriam levantó la cara y la miró a los ojos.
_¿A qué ha venido? ¿No le basta lo que ha hecho? Ya ha con¬seguido que me deporten a Australia.
Aislin se encogió de hombros.
_No sé, parece que no puedo mantenerme alejada. Hay algo tan agradable en verte en prisión. Tendré que estar tres horas en la bañe¬ra para quitarme la fetidez, pero vale la pena.
_Entonces ha de disculparme si voy a sentarme en el rincón y hago como que leo un libro _espetó Myriam_. No hay nada agra¬dable en verla a usted.
Fue hasta la destartalada banqueta de tres patas que era el único mueble de su celda y se sentó, procurando disimular lo desgraciada que se sentía. Aislin la había derrotado, cierto, pero no destroza¬do el alma, y de ninguna manera permitiría que creyera eso.
Se cruzó de brazos, sentada de espaldas a la puerta de la celda, con el oído atento a cualquier sonido que indicara que Aislin se marchaba.
Pero Aislin continuó allí.
Finalmente, pasados unos diez minutos de esa tontería, Myriam se levantó de un salto y gritó:
_i¿Se va a marchar?!
Aislin ladeó ligeramente la cabeza.
_Estoy pensando _dijo.
Myriam deseó preguntarle «¿en qué?», pero sintió un poco de miedo de oír la respuesta.
_Me gustaría saber cómo es la vida en Australia _musitó Aislin_. Nunca he estado allí, naturalmente; ninguna persona civi¬lizada que yo conozca consideraría la posibilidad de ir allí. Pero he oído decir que el clima es tremendamente caluroso. Y tú con esa piel tan blanca. Ese precioso cutis tuyo no va a sobrevivir a ese ardiente sol. De hecho...
Pero una repentina conmoción en el corredor que hacía esquina con ése interrumpió lo que fuera que iba a decir (afortunadamente, porque Myriam ya temía verse impulsada a intentar asesinarla si oía una palabra más).
_¿Qué demonios pasa? _exclamó Aislin, retrocediendo unos pasos y estirando el cuello para ver mejor hacia el otro corredor. En ese instante Myriam oyó una voz muy conocida.
_¿Víctor? _musitó.
_¿Qué has dicho? _le preguntó Aislin.
Pero Myriam ya estaba con la cara pegada a los barrotes de su celda.
_¡He dicho «déjenos pasar»! _tronó la voz de Víctor.
Myriam olvidó que no deseaba particularmente que los Bridger¬ton la vieran en ese degradante lugar. Olvidó que no tenía ningún futuro con Víctor. Lo único que fue capaz de pensar fue que él estaba ahí, que había venido a por ella.
_¡Víctor! _ gritó. Si hubiera podido pasar la cabeza por entre los barrotes lo habría hecho.
Entonces resonó en el aire un fuerte golpe, claramente el de un puño contra hueso, seguido por un ruido más apagado, lo más pro¬bable el de un cuerpo al encontrarse con el suelo.
Se oyeron pasos apresurados y entonces...
_ ¡Víctor!
_¡Myriam! Dios mío, ¿cómo estás?
Víctor pasó las manos por entre los barrotes y las ahuecó en sus mejillas. Sus labios encontraron los de ella. El beso no fue uno de pasión sino de terror y alivio.
_¿Señor Bridgerton? _graznó Aislin.
Con un esfuerzo, Myriam logró apartar los ojos de Víctor para mirar la horrorizada cara de Aislin. En la agitación y emoción del momento había olvidado que Aislin aún no sabía nada sobre sus lazos con la familia Bridgerton.
Ése era uno de los momentos más perfectos de su vida. Tal vez eso significaba que era una persona frívola, pensó. Tal vez significa¬ba que no tenía en el orden adecuado sus prioridades. Pero simple¬mente le encantó que Aislin, para quien la posición social y el poder lo eran todo, fuera testigo de ese beso dado por uno de los sol¬teros más codiciados de Londres.
Claro que también estaba muy feliz de ver a Víctor.
Víctor se apartó de mala gana, sus manos acariciándole suave¬mente la cara mientras retrocedía unos pasos. Después se cruzó de brazos y dirigió a Aislin una mirada de furia capaz de chamuscar la tierra.
_¿De qué la acusa? _le preguntó.
Los sentimientos de Myriam hacia Aislin bien podían califi¬carse de «aversión extrema», pero jamás habría calificado a la mujer de estúpida. Pero en ese momento pensó que tal vez tendría que reevaluar ese juicio, porque Aislin, en lugar de echarse a temblar y acobardarse ante esa furia, plantó las manos en sus cade¬ras y chilló:
_¡Robo!
En ese momento apareció lady Bridgerton en la esquina del corredor.
_No creo que Myriam haya hecho algo así _dijo, corriendo a ponerse al lado de su hijo. Miró a Aislin un momento, con los ojos entornados_. Y usted nunca me ha caído bien, lady Penwood _añadió, en tono bastante desdeñoso.
Aislin retrocedió un paso y se puso una mano en el pecho, ofendida.
_No se trata de mí _resopló. Dirigió una mirada fulminante a Myriam_. Se trata de esa muchacha, que tuvo la audacia de robarme mi anillo de bodas.
_No le he robado su anillo de bodas, y lo sabe _protestó Myriam_. Lo último que querría de usted...
_¡Robaste las pinzas de mis zapatos!
Myriam apretó los labios en una línea belicosa.
_¡Ja! ¿Lo ven? _exclamó Aislin, mirando alrededor como para contar cuántas personas habían visto_. Clara admisión de culpa.
_Es su hijastra _rechinó Víctor_. Jamás tendría que haber estado en una posición en que se le ocurriera que tenía que...
_¡No se atreva a llamarla jamás hijastra mía! _chilló Aislin con la cara contorsionada y roja_. No significa nada para mí. ¡Nada!
_Con su perdón _terció lady Bridgerton en un tono extraor¬dinariamente amable_, pero si de verdad no significara nada para usted, no estaría en esta asquerosa prisión intentando hacerla colgar por robo.
Aislin se salvó de tener que contestar por la llegada del magistrado, seguido por un malhumorado alcaide que, daba la casualidad, también llevaba un ojo sorprendentemente morado.
Puesto que el alcaide le había dado una palmada en el trasero cuando la arrojó de un empujón en la celda, Myriam no pudo resistir una sonrisa.
_¿Qué pasa aquí? _preguntó el magistrado.
_Esa mujer _dijo Víctor, imposibilitando con su voz fuerte y grave cualquier otro intento de contestar_ ha acusado de robo a mi novia.
¿Novia? Myriam consiguió mantener la boca bien cerrada, pero de todos modos tuvo que cogerse firmemente de los barrotes de la celda porque las piernas se le habían convertido en agua.
_¿Novia? _exclamó Aislin.
El magistrado se irguió en toda su estatura.
_¿Y puede saberse quién es usted, señor? _preguntó, muy consciente de que Víctor era alguien importante, aunque no sabía exactamente quién.
Víctor se cruzó de brazos y dijo su nombre. El magistrado palideció.
_¿Algún parentesco con el vizconde?
_Es mi hermano.
_Y ella... _tragó saliva y apuntó a Myriam_ ¿es su novia?
Myriam esperó que algún signo sobrenatural agitara el aire, mar¬cando a Víctor como mentiroso, pero ante su sorpresa, no ocurrió nada. Vio incluso que lady Bridgerton asentía.
_No puede casarse con ella _dijo Aislin. Víctor giró la cabeza hacia su madre.
_¿Hay algún motivo que indique la necesidad de que yo con¬sulte a lady Penwood sobre esto?
_Ninguno que se me ocurra _repuso lady Bridgerton.
_No es otra cosa que una puta _siseó Aislin_. Su madre era una puta y eso se here.. ¡ay!
Víctor la había cogido por el cuello antes de que alguien se diera cuenta de que se había movido.
_No me obligue a golpearla _gruñó.
El magistrado le tocó el hombro.
_Debería soltarla, de verdad.
_¿Podría amordazarla?
El magistrado pareció dudoso, pero finalmente negó con la cabeza.
Víctor soltó a Aislin con visible renuencia.
_Si se casa con ella _dijo Aislin, masajeándose el cuello_,me encargaré de que todo el mundo se entere de quién es: la hija bas¬tarda de una puta.
_Me parece que no necesitamos ese tipo de lenguaje –dijo severamente el magistrado a Aislin.
_Le aseguro que no tengo la costumbre de hablar de esa mane¬ra _repuso ella, sorbiendo desdeñosamente por la nariz_, pero la ocasión justifica un lenguaje fuerte.
Myriam se mordió un nudillo al ver a Víctor flexionando y esti¬rando los dedos de un modo de lo más amenazador. Estaba claro que él pensaba que la ocasión justificaba puños fuertes.
El magistrado se aclaró la garganta y miró a Aislin.
_La ha acusado de un delito muy grave. _Tragó saliva_. Y se va a casar con un Bridgerton.
_Yo soy la condesa de Penwood _chilló Aislin_. ¡Condesa!
El magistrado miró de uno en uno a los ocupantes del corredor. En calidad de condesa, Aislin tenía el rango superior, pero al mismo tiempo era sólo una Penwood contra dos Bridgerton, uno de los cuales era muy corpulento, estaba muy furioso y ya había meti¬do su puño en el ojo del alcaide.
_¡Me robó! _gritó Aislin.
_¡No, usted le robó a ella! _rugió Víctor.
Sus palabras produjeron un silencio instantáneo.
_¡Le robó su infancia! _exclamó Víctor, estremecido de ira.
Había grandes lagunas en su conocimiento de la vida de Myriam, pero sabía que esa mujer había causado gran parte del sufrimiento que él siempre veía reflejado en el fondo de sus ojos verdes. Y esta¬ría dispuesto a apostar que su querido y difunto padre era el cau¬sante del resto. Miró al magistrado y explicó:
_Mi novia es la hija ilegítima del difunto conde de Penwood. Y a eso se debe que la condesa viuda la haya acusado falsamente de robo. Su motivo es venganza y odio, pura y simplemente.
El magistrado pasó la mirada de Víctor a Aislin. Al cabo de un instante, dijo a Myriam:
_¿Es cierto eso? ¿La han acusado falsamente?
_¡Robó las pinzas de los zapatos! _chilló Aislin_. Juro por la tumba de mi marido que robó las pinzas.
_Vamos, madre, por el amor de Dios, yo cogí esas pinzas.
Myriam abrió la boca, pasmada.
_¿Penelope?
Víctor miró a la recién llegada, una jovencita baja, ligeramen¬te regordeta, que claramente era la hija de la condesa. Después miró a Myriam, que se había puesto blanca como una sábana.
_Vete _siseó Aislin_. No tienes nada que hacer en esta discusión.
_Pues sí que tiene _dijo el magistrado a Aislin_, si ella cogió las pinzas de los zapatos. ¿Desea presentar cargos contra ella?
_¡Es mi hija!
_¡Pónganme en la celda con Myriam! _exclamó Penelope, ponién¬dose una mano en el pecho con gran dramatismo_. Si la deportan por robo, a mí también deben deportarme.
Por primera vez en varias semanas, Víctor se sorprendió son¬riendo.
El alcaide sacó sus llaves y dio un codazo al magistrado.
_¿Señor? _dijo, titubeante.
_Guarde esas llaves _espetó el magistrado_. No vamos a encarcelar a la hija de la condesa.
_No las guarde todavía _terció lady Bridgerton_. Quiero libre inmediatamente a mi futura nuera.
El alcaide miró al magistrado, indeciso.
_Ah, pues, muy bien, déjela libre _dijo el magistrado apuntan¬do en dirección a Myriam_. Pero nadie va a ir a ninguna parte mien¬tras yo no haya aclarado esto.
Aislin se ofendió y refunfuñó, pero el alcaide abrió la puer¬ta de la celda. Myriam salió y al instante avanzó para echarse en bra¬zos de Víctor, pero el magistrado la interceptó estirando un brazo.
_No tan rápido. No tendremos ninguna reunión de tortolitos mientras yo no descubra a quién se ha de arrestar.
_No se va a arrestar a nadie _gruñó Víctor.
_¡Irá a Australia! _chilló Aislin apuntando a Myriam.
_ ¡Métanme en la celda! _suspiró Penelope, poniéndose el dorso de la mano en la frente_. ¡Fui yo!
_Penelope, ¿quieres callarte? _le susurró Myriam_. Créeme, no te conviene estar en esa celda. Es horrorosa. Y hay ratas.
Penelope retrocedió, alejándose de la celda.
_Nunca recibirá otra invitación en esta ciudad _dijo lady Brid¬gerton a Aislin.
_ ¡Soy condesa! _siseó Aislin.
_Y yo soy más popular _replicó lady Bridgerton.
Tan extrañas eran esas despectivas palabras en su boca que tanto Víctor como Myriam la miraron boquiabiertos.
_¡Basta! _exclamó el magistrado. Miró a Penelope y, señalando a Aislin, le preguntó_: _¿Es su madre?
Penelope asintió.
_¿Y confiesa haber sido usted la que robó las pinzas de los zapatos?
Penelope volvió a asentir.
_Y nadie le ha robado su anillo de bodas. Está en su joyero, en casa.
Nadie hizo ninguna exclamación de sorpresa, porque a nadie sorprendió eso. Pero Aislin protestó de todos modos:
_¡No está!
_En tu otro joyero _aclaró Penelope_. El que guardas en el tercer cajón de la izquierda.
Aislin palideció.
_Parece que no tiene nada de qué acusar a la señorita Montemayor. lady Penwood _dijo el magistrado.
Aislin se estremeció de rabia y estirando un brazo tembloro¬so apuntó con un dedo a Myriam:
_Me robó _dijo con voz ahogada y volvió sus ojos furiosos hacia Penelope_. Mi hija miente. No sé por qué, y no sé que espera ganar con eso, pero miente.
Myriam sintió un desagradable revoloteo en el estómago. Penelope iba a tener problemas terribles cuando volviera a su casa. Era imposible saber qué haría Aislin para vengar esa humillación en público. No podía permitir que Penelope se echara la culpa por ella. Tenía que...
_Penelope no...
Las palabras le salieron de la boca antes de tener tiempo para pensarlo, pero no pudo acabar la frase porque Penelope le enterró el codo en el abdomen.
_¿Iba a decir algo? _le preguntó el magistrado.
Myriam negó con la cabeza, sin poder hablar, sin aliento: Penelope le había enviado el aliento a Escocia.
El magistrado exhaló un cansino suspiro y se pasó la mano por sus ralos cabellos rubios. Miró a Penelope, después a Myriam, después a Aislin y después a Víctor. Lady Bridgerton se aclaró la garganta, obligándolo a mirarla a ella también.
_Es evidente que esto es muchísimo más que una pinza de zapato robada _dijo el magistrado, con una expresión que decía a las claras que preferiría estar en cualquier otra parte.
_Pinzas _corrigió Aislin sorbiendo por la nariz_. Eran dos.
_Sean una o dos, está claro que hay odio entre ustedes, y antes de condenar a nadie quiero saber por qué.
Durante un instante nadie habló, y de pronto hablaron todos a la vez.
_¡Silencio! _rugió el magistrado_. Usted _señaló a Myriam_. Comience.
Al tener a todos los presentes pendientes de sus palabras, Myriam se sintió tremendamente tímida.
_Eehhh....
El magistrado se aclaró la garganta, muy audiblemente.
_Lo que dijo él es correcto _se apresuró a decir Myriam, seña¬lando a Víctor_. Soy hija del conde de Penwood, aunque él nun¬ca me reconoció como a tal.
Aislin abrió la boca para decir algo, pero el magistrado le dirigió una mirada tan fulminante que volvió a cerrarla.
_Viví en Penwood siete años antes de que ella se casara con el conde _continuó Myriam haciendo un gesto hacia Aislin_. El conde decía que era mi tutor, pero todos sabían la verdad. _Calló un momento, al recordar la cara de su padre, pensando que no debía sorprenderla el no poder imaginárselo con una sonrisa en la cara_. Me parezco mucho a él.
_Conocí a tu padre _dijo lady Bridgerton dulcemente_. Y a tu tía. Eso explica por qué desde el principio he tenido la impresión de que ya te conocía.
Myriam la miró y le sonrió, agradecida. En el tono de lady Brid¬gerton había un no sé qué muy tranquilizador, que le produjo un agradable calorcillo interior y la hizo sentirse un poco más segura.
_Continúe, por favor _dijo el magistrado.
Ella asintió y continuó:
_Cuando el conde se casó con la condesa, ella no quería que yo siguiera viviendo allí, pero él insistió. Yo lo veía muy rara vez, y no creo que pensara mucho en mí, pero me consideraba su responsabi¬lidad y no quería que me echaran. Pero cuando murió... –Tragó saliva, para pasar el bulto que se le había formado en la garganta. Jamás había contado su historia a nadie; las palabras que salían de su boca se le antojaban raras, desconocidas_. Cuando murió, su testa¬mento especificaba que la parte de lady Penwood se triplicaría si me mantenía en su casa hasta que yo cumpliera los veinte años. Y eso hizo ella. Pero mi posición cambió drásticamente. Me convertí en sirvienta. Bueno, no en sirvienta exactamente. _Sonrió irónica_. A una sirvienta se le paga. Así que, en realidad, podría decir que me convertí en una especie de esclava.
Miró a Aislin. Ésta estaba de brazos cruzados con la nariz apuntando hacia arriba y con los labios ligeramente fruncidos. De pronto cayó en la cuenta de las muchas veces que había visto esa misma expresión en la cara de Aislin; más veces que las que se atrevía a contar, tantas como para destrozarle el alma.
Sin embargo, allí estaba, sucia y sin un céntimo, pero con su mente y temple todavía fuertes.
_¿Myriam? _dijo Víctor, mirándola con expresión preocupa¬da_. ¿Te ocurre algo?
Ella negó lentamente con la cabeza, porque acababa de compren¬der que de verdad todo estaba bien. El hombre al que amaba acababa de pedirle (de un modo algo indirecto) que se casara con él, Aislin iba a recibir por fin el apaleo que se merecía, y a manos de los Brid¬gerton, nada menos, que la dejarían hecha jirones cuando acabaran, y Penelope..., bueno, tal vez eso era lo más hermoso de todo. Penelope, que siempre había deseado ser una hermana para ella, que jamás había tenido el valor de ser ella misma, se había enfrentado a su madre, y muy posiblemente la había salvado. Estaba segura al cien por cien que si Víctor no hubiera ido allí y declarado que ella era su novia, el tes¬timonio de Penelope habría sido lo único que la habría salvado de la deportación, o incluso de la ejecución. Y ella sabía mejor que nadie que Penelope pagaría muy caro su valor. Era posible que Aislin ya estuviera planeando la manera de hacerle la vida un infierno.
Sí, todo estaba bien, y de pronto se sorprendió irguiéndose más.
_Permítanme que acabe mi historia _dijo_. Después que murió el conde, lady Penwood me mantuvo en su casa en calidad de doncella sin salario. Aunque la verdad es que yo hacía el trabajo de tres criadas.
_¡Lady Whistledown dijo eso mismo el mes pasado! _excla¬mó Penelope, entusiasmada_. Le dije a madre que...
_¡Cierra la boca, Penelope! _ladró Aislin.
_Cuando cumplí los veinte _continuó Myriam_, no me echó de casa. Hasta el día de hoy no sé por qué.
_Creo que ya hemos oído suficiente _dijo Aislin.
_Pues yo no creo que hayamos oído suficiente _ladró Víctor.
Myriam miró al magistrado, en busca de orientación. Él asintió, y ella continuó:
_Sólo puedo deducir que disfrutaba con tener a alguien a quien mandar. O tal vez le gustaba tener una criada a la que no tenía que pagarle. El conde no me dejó nada en su testamento.
_¡Eso no es cierto! _exclamó Penelope.
Myriam la miró asombrada.
_Te dejó dinero _insistió Penelope.
Myriam sintió que se le aflojaba la mandíbula.
_Eso no es posible. Yo no tenía nada. Mi padre se preocupó de dejar asegurado mi mantenimiento hasta los veinte años, pero des¬pués de eso...
_Para después de eso te dejó una dote _dijo Penelope con bastan¬te energía.
_¿Una dote?
_ ¡Eso no es cierto! _chilló Aislin
_«Es» cierto _rebatió Penelope_. No deberías dejar pruebas incriminatorias por ahí, madre. El año pasado leí la copia del testa¬mento del conde. _Dirigiéndose a los demás presentes, añadió_: Estaba en el mismo joyero donde guardó su anillo de bodas.
_¿Me robó la dote? _dijo Myriam a Aislin, con una voz que sonó apenas como un débil susurro.
Todos esos años había creído que su padre la dejó sin nada. Sabía que nunca la había amado, que la consideraba poco más que su res¬ponsabilidad, pero le dolió que le dejara dotes a RosaMarie y a Penelope, que ni siquiera eran hijas de él, y no a ella.
Jamás se le había ocurrido pensar que no le hubiera dejado nada adrede; había creído que, simplemente, la había olvidado.
Lo cual le sentaba peor que un desaire intencionado.
_Me dejó una dote _musitó, como desconcertada. _Tengo una dote _dijo a Víctor.
_No me importa si tienes o no tienes una dote _repuso él_. Yo no la necesito.
_A mí sí me importa _dijo ella_. Yo creía que me había olvi¬dado. Todos estos años he creído que cuando hizo su testamento, simplemente se olvidó de mí. Sé que no podría haberle dejado dine¬ro a su hija bastarda, pero él decía a todo el mundo que yo era su pupila. Y no había ningún motivo para que no asegurara el porvenir de su pupila. _Sin saber por qué, miró a lady Bridgerton_. Podría haber legado algo a su pupila. La gente hace eso todo el tiempo.
El magistrado se aclaró la garganta y miró a Aislin.
_¿Y qué le ocurrió a esa dote?
Aislin no contestó.
Lady Bridgerton se aclaró la garganta.
_Creo que no es muy legal malversar la dote de una joven. _Sonrió, con una sonrisa muy satisfecha_. ¿Eh, Aislin?
¡ Vaya si no hubo emoción ayer en la escalinata de la puerta principal de la residencia de lady Bridgerton en Bruton Street!
La primera fue que se vio a Penelope Featherington en la com¬pañía, no de uno ni de dos, sino de tres hermanos Bridgerton, cier¬tamente una proeza hasta el momento imposible para la pobre muchacha, que tiene la no muy buena fama de ser la fea del baile. Por desgracia (aunque tal vez previsiblemente) para la señorita Fea¬therington, cuando finalmente se marchó, lo hizo del brazo del viz¬conde, el único hombre casado del grupo.
Si la señorita Featherington llegara a arreglárselas para llevar al altar a un hermano Bridgerton querría decir que habría llegado el fin del mundo tal como lo conocemos, y que esta cronista, que no vacila en reconocer que ese mundo no tendría ni pies ni cabeza para ella, se vería obligada a renunciar a esta columna en el acto.
Y como si la señorita Featherington no hubiera sido suficiente noticia, aún no habían transcurrido tres horas cuando lady Penwood, que vive tres puertas más allá, abordó violentamente a una mujer delante de la casa de la familia Bridgerton. Parece ser que dicha mujer, la que, según sospecha esta cronista, trabajaba para la familia Bridgerton, había trabajado para lady Penwood anteriormente. Lady Penwood alega que esta mujer no identificada le robó, e inme¬diatamente hizo encarcelara la pobre criatura.
Esta cronista no sabe bien cómo se castiga el robo en esta época, pero es de suponer que si alguien tiene la audacia de robarle a la con¬desa, el castigo es muy estricto. Es posible que cuelguen a esa pobre muchacha o, como muy mínimo, la deporten.
Ahora parece insignificante la guerra por las criadas (de la que se informó en esta columna el mes pasado).
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 13 de junio de 1817.
La primera inclinación de Víctor a la mañana siguiente fue ser¬virse una buena copa de licor fuerte. O tal vez tres. Podía ser es¬candalosamente temprano para beber licor, pero se le antojaba bas¬tante atractivo el aturdimiento alcohólico después de la estocada que recibiera la tarde anterior de manos de Myriam Montemayor.
Entonces recordó que había quedado con su hermano Roberto esa mañana para una competición de esgrima. De pronto encontró bas¬tante atractiva la idea de darle unas buenas estocadas a su hermano, aun cuando éste no tuviera nada que ver con su pésimo humor.
Para eso estaban los hermanos, pensó, sonriendo tristemente, mientras se ponía la indumentaria.
_Sólo tengo una hora _dijo Roberto, insertando el botón redon¬deado en la punta de su florete_. Tengo una cita más tarde.
_No importa __contestó Víctor, haciendo unas cuantas fintas para aflojar los músculos de las piernas; hacía tiempo que no practi¬caba; sentía cómodo el florete en la mano. Retrocedió y tocó el sue¬lo con la punta, doblando ligeramente la hoja_. No me llevará más de una hora derrotarte.
Roberto miró al cielo poniendo los ojos en blanco antes de bajarse, la careta.
Víctor avanzó hasta el centro de la sala.
_ ¿Estás preparado?
_No del todo _repuso Roberto siguiéndolo.
Víctor le hizo otra finta.
_¡He dicho que aún no estoy preparado! __rugió Roberto saltan¬do hacia un lado.
_Eres muy lento _ladró Víctor.
Roberto soltó una maldición en voz baja y añadió otra en voy, alta:
_¡Condenación! ¿Qué mosca te ha picado?
_Ninguna _casi gruñó Víctor_. ¿Por qué lo dices?
Roberto retrocedió hasta ponerse a una distancia adecuada para comenzar el combate.
_Ah, no sé _canturreó, sarcástico_. Supongo que será porque casi me hiciste volar la cabeza.
_Tengo el botón en la punta.
_Y moviste el florete como si fuera un sable _replicó Roberto.
_Así es más divertido _rebatió Víctor, sonriendo con du¬reza.
_No para mi cuello. _Cambió de mano el florete para flexio¬nar y estirar los dedos. Detuvo el movimiento y frunció el ceño_.¿Estás seguro de que es un florete lo que tienes?
_Por el amor de Dios, Roberto _refunfuñó Víctor_. Jamás usaría un arma de verdad.
_Sólo era para asegurarme _masculló Roberto, tocándose ligera¬mente el cuello_. ¿Preparado?
Víctor asintió y flexionó las rodillas.
_Las reglas normales _dijo Roberto, adoptando la postura ini¬cial_. Nada de tirar tajos.
Víctor asintió secamente.
_¡En garde!
Los dos levantaron el brazo derecho hasta tener la palma arriba, los dedos cerrados en el puño del florete.
_¿Es nueva ésa? _preguntó de pronto Roberto, mirando intere¬sado la empuñadura del florete de Víctor.
Víctor maldijo su pérdida de concentración.
_Sí _ladró_. Prefiero la empuñadura italiana.
Roberto retrocedió, abandonando la postura de esgrima, y miró su florete, que tenía una empuñadura francesa menos adornada.
_¿Me la prestarías alguna vez? Me gustaría ver si...
_¡Sí! _gritó Víctor, resistiendo apenas el deseo de atacar en ese mismo instante_. ¿Vas a volver a ponerte en guardia?
Roberto lo miró con una sonrisa sesgada, y Víctor compren¬dió que le había preguntado por su empuñadura sólo para moles¬tarlo.
_Como quieras _musitó Roberto, readoptando la postura. Pasa¬do un momento en que los dos estuvieron inmóviles, gritó:
_¡Al ataque!
Víctor avanzó, haciendo fintas y atacando, pero Roberto siem¬pre había tenido un excelente juego de pies, y retrocedía y respondía con expertas paradas sus ataques.
_Estás de un humor de los mil diablos hoy _comentó Roberto, atacando y casi tocando a Víctor en el hombro.
Víctor esquivó y levantó el florete para parar el ataque.
_Sí, bueno, es que tuve un mal día. _Volvió a avanzar con el florete apuntando recto.
Roberto hizo el quite limpiamente.
_Bonita estocada _comentó, tocándose la frente con su empu¬ñadura en fingido saludo.
_Cállate y ataca _ladró Víctor.
Roberto se rió y avanzó moviendo el florete aquí y allá, mante¬niendo a Víctor en retirada.
_Tiene que ser una mujer _dijo.
Víctor paró el ataque y comenzó su avance. _No es asunto tuyo.
_Es una mujer _dijo Roberto, sonriendo satisfecho.
Víctor atacó y le tocó la clavícula con la punta de su florete.
_Punto _gruñó.
_ Touche para ti _dijo Roberto, asintiendo secamente. Los dos volvieron al centro de la sala. _ ¿ Preparado?
Víctor asintió.
_En garde! ¡Al ataque!
Esta vez Roberto fue el primero en atacar.
_Si necesitas consejo sobre mujeres... _dijo, llevando a Víctor hacia el rincón.
Víctor levantó el florete y paró el ataque con tanta fuerza que su hermano menor retrocedió tambaleante.
_Si necesitara consejo sobre mujeres, la última persona a la que acudiría serías tú.
_Me has herido _dijo Roberto, recuperando el equilibrio.
_No _dijo Víctor, burlón_. Para eso está la punta de seguridad.
_Ciertamente tengo mejor historial con mujeres que tú.
_¿Ah, sí? _dijo Víctor, sarcástico. Apuntó la nariz hacia arriba y remedó, bastante bien, por cierto_: ¡Ciertamente no me voy a casar con Penelope Featherington!
Roberto hizo una mueca.
_Tú no deberías darle consejo a nadie.
_No sabía que estaba ahí.
_Ésa no es excusa. _Avanzó el florete y por poco no le tocó el hombro_. Estabas en un lugar público, y a plena luz del día. Aun¬que ella no hubiera estado ahí, cualquiera podría haberte oído y el maldito asunto habría acabado apareciendo en Whistledown.
Roberto paró el golpe y se abalanzó con una estocada tan veloz que tocó a Víctor en medio del abdomen.
_Mi touche _gruñó.
Víctor asintió, reconociéndole el punto.
_Fui tonto _dijo Roberto mientras volvían al centro de la sala_. Tú, en cambio, eres estúpido.
_¿Qué demonios significa eso?
Roberto exhaló un suspiro y se levantó la careta.
_¿Por qué no vas y nos haces el favor a todos de casarte con la muchacha?
Víctor se lo quedó mirando fijamente, y se le aflojó la mano en el puño del florete. ¿Había alguna posibilidad de que Roberto no supiera de quién estaban hablando?
Se quitó la careta, miró los ojos verdes de su hermano y casi emitió un gemido. Roberto lo sabía. No sabía cómo, pero estaba cla¬ro que lo sabía. Aunque eso no debería sorprenderlo. Roberto siem¬pre lo sabía todo. De hecho, la única persona que siempre parecía saber más cotilleos que Roberto era Eloisa, y ésta nunca tardaba más de unas pocas horas en impartir sus dudosos conocimientos a Roberto.
_¿Cómo lo supiste? _preguntó finalmente.
_¿Lo de Myriam? Es bastante evidente.
_Roberto, es...
_¿Una criada? ¿Y a quién le importa? ¿Qué te va a pasar si te casas con ella? _preguntó Roberto, encogiéndose de hombros como diciendo a quién diablos le importa_. ¿Personas que no podrían importarte menos te van a excluir de su sociedad? Demonios, no me importaría que a mí me excluyeran algunas personas con las que estoy obligado a tratar.
_Ya he decidido que no me importa nada de eso _dijo Víctor, con un desdeñoso encogimiento de hombros.
_¿Entonces cuál es el problema?
_Es complicado.
_Nunca nada es tan complicado como uno cree.
Víctor rumió eso un momento, apoyando la punta del florete en el suelo y haciendo doblarse la flexible hoja hacia delante y atrás.
_¿Te acuerdas del baile de máscaras de madre?
_¿Hace unos años? ¿Justo antes de dejar la casa Bridgerton?
_Ése _asintió Víctor_. ¿Recuerdas que conociste a una mujer de vestido plateado? Nos encontraste en el corredor.
_Claro. Tú estabas bastante interesado... _de pronto agrandó los ojos_. ¿No era Myriam?
_Extraordinario, ¿verdad? _musitó Víctor, la inflexión de su voz gritando que eso quedaba corto.
_Pero... ¿Cómo...?
_No sé cómo llegó allí, pero no es una criada.
_¿No?
_Bueno, lo es _aclaró Víctor_. Pero también es la hija bas¬tarda del conde de Penwood.
_¿No el actual, sup...?
_No, el que murió hace varios años.
_¿Y tú sabías todo eso?
_No _dijo Víctor, haciendo vibrar la palabra en la lengua_. No.
_Ah. _Roberto se cogió el labio inferior entre los dientes, asimi¬lando el sentido de la lacónica respuesta de sus hermano_. Com¬prendo. ¿Qué vas a hacer?
El florete de Víctor, que había estado doblando hacia delante y atrás, apoyado en el suelo, de pronto se enderezó y se le escapó de la mano. Él lo observó impasible deslizarse por el suelo, y mientras iba a recogerlo contestó, sin alzar la vista:
_Ésa es una muy buena pregunta.
Seguía furioso con Myriam por su engaño, pero él tampoco esta¬ba libre de culpa. No debería haberle pedido que fuera su querida.
Tenía el derecho a pedírselo, sí, pero ella también tenía el derecho a negarse. Y una vez que ella se negó, él debería haberla dejado en paz.
Él no había crecido siendo un bastardo, y si la experiencia de ella había sido tan terrible que no quería arriesgarse a tener hijos bastar¬dos, bueno, él debería haber respetado eso.
Si la respetaba a ella, tenía que respetar sus creencias.
No debería haber sido tan frívolo con ella, insistiendo en que todo era posible, que ella era libre para hacer lo que fuera que de¬seara su corazón. Su madre tenía razón: sí que vivía una vida encan¬tada. Tenía riqueza, familia, felicidad, y nada estaba fuera de su alcance. Lo único terrible que había ocurrido en su vida era la pre¬matura muerte de su padre, e incluso entonces, había tenido a su familia a su lado para soportarla. Le era difícil imaginarse ciertos sufrimientos porque nunca los había experimentado.
Y a diferencia de Myriam, nunca había estado solo.
¿Y ahora qué? Ya había decidido que estaba preparado para hacer frente al ostracismo social y casarse con ella. La hija bastarda no reconocida de un conde era ligeramente más aceptable que una criada, pero sólo ligeramente. La sociedad londinense podría acep¬tarla si él los obligaba, pero no harían mayor esfuerzo por ser ama¬bles. Probablemente tendrían que vivir discretamente en el campo, evitando la sociedad de Londres, que casi con toda seguridad les vol¬vería la espalda.
Pero su corazón tardó menos de un segundo en saber que una vida discreta con Myriam era infinitamente preferible a una vida pública sin ella.
¿Importaba que ella fuera la mujer del baile de máscaras? Le había mentido respecto a su identidad, pero él conocía su alma. Cuando se besaban, cuando reían juntos, cuando simplemente estaban sentados conversando, ella jamás fingía, ni por un ins¬tante.
La mujer capaz de hacerle cantar el corazón con una simple son¬risa, la mujer que lo llenaba de satisfacción simplemente estando sentada a su lado mientras él dibujaba, ésa era la verdadera Myriam.
Y él la amaba.
_Tienes el aspecto de haber llegado a una decisión –comentó Roberto en voz baja.
Víctor lo contempló pensativo. ¿Cuándo se había vuelto tan perspicaz su hermano? Pensándolo bien, ¿cuándo había crecido? Él siempre había considerado a Roberto un jovencito pícaro, encantador y gallardo, pero no uno que hubiera tenido que asumir ningún tipo de responsabiliad jamás.
Pero al observarlo en ese momento, vio a otra persona. Tenía los hombros algo más anchos, la postura un poco más firme y seria. Y sus ojos parecían más sabios. Ése era el mayor cambio. Si de verdad los ojos eran los espejos del alma, el alma de Roberto había crecido en algún momento en que él no estaba prestando atención.
_Le debo unas cuantas disculpas _dijo.
_Seguro que te perdonará.
_Ella me debe varias también. Más que varias.
Víctor advirtió que su hermano deseaba preguntar «¿De qué?», pero tuvo que reconocerle el mérito cuando lo único que le pregun¬tó fue:
_¿Estás dispuesto a perdonarla?
Víctor asintió.
Roberto se acercó y le quitó el florete de la mano.
_Yo te guardaré esto.
Víctor contempló la mano de su hermano con su florete un rato estúpidamente largo, hasta que levantó bruscamente la cabeza.
_¡Tengo que irme! _exclamó.
_Eso supuse _repuso Colín, medio reprimiendo una sonrisa. Víctor lo miró y de pronto, sin otro motivo que un avasalla¬dor deseo, le dio un rápido abrazo.
_No digo esto a menudo _dijo, con una voz que a sus oídos sonó bronca_, pero te quiero.
_Yo también te quiero, hermano mayor _contestó Roberto, ensanchando la sonrisa, siempre un poco sesgada_. Ahora, ¡fuera de aquí!
Víctor le pasó su careta y salió de la sala con largas zancadas.
_¿Qué quieres decir con que se marchó?
_Pues eso _dijo lady Bridgerton, con los ojos tristes y compasivos_. Que se marchó.
Víctor sintió una insoportable presión en las sienes; era un milagro que no le estallara la cabeza.
_¿Y tú la dejaste?
_No habría sido legal que la obligara a quedarse.
Víctor casi emitió un gemido. Tampoco había sido legal obli¬garla a venir a Londres, pero él la obligó de todos modos.
_¿Adónde fue?
Su madre pareció desmoronarse en su asiento.
_No lo sé. Le insistí en que usara uno de nuestros coches, en parte porque temía por su seguridad, pero también porque deseaba saber adónde iba.
_¿Qué fue lo que ocurrió, pues? _dijo él golpeando el escrito¬rio con las palmas.
_Como te estaba explicando, insistí en que usara uno de nues¬tros coches, pero era evidente que ella no quería, y desapareció antes de que el coche diera la vuelta hasta la puerta.
Víctor soltó una maldición en voz baja. Era probable que Myriam todavía estuviera en Londres, pero la ciudad era enorme y muy populosa. Era prácticamente imposible localizar a una persona que no quería que la encontraran.
_Supuse que habíais tenido una riña _dijo Violeta delicada¬mente.
Víctor se pasó la mano por el pelo y entonces se fijó en su manga blanca. Había ido allí con su indumentaria de esgrima.
_Pardiez _masculló. Vio el gesto que hacía su madre, ense¬ñando los blancos de los ojos_. Nada de sermones sobre blasfemias ahora, madre, por favor.
_Ni lo soñaría _repuso ella, los labios curvados en una son¬risa.
_¿Dónde la voy a encontrar?
Desapareció la expresión risueña de los ojos de Violeta.
_No lo sé, Víctor. Ojalá lo supiera. Me gustaba mucho Myriam.
_Es la hija de Penwood.
_Sospechaba algo así _dijo Violeta, ceñuda_. ¿Ilegítima, supongo?
Víctor asintió.
Su madre abrió la boca para decir algo, pero él no llegó a saber qué iba a decir, porque en ese momento se abrió bruscamente la puerta del despacho, con tanto impetu que se golpeó contra la pared con un fuerte estruendo. Francesca, que sin duda había venido corriendo por toda la casa, no alcanzó a frenar y fue a estrellarse con el escritorio, y Hyacinth, que venía corriendo detrás, chocó con ella.
_¿Qué pasa? _preguntó Violeta, levantándose.
_Myriam _resolló Francesca.
_Lo sé _dijo Violeta_. Se marchó. Estábamos...
_¡No! _interrumpió Hyacinth, poniendo una hoja sobre el escritorio_. Mirad.
Víctor alargó la mano para coger el papel, el que al instante reconoció como un número de Whistledown, pero su madre se le adelantó y comenzó a leer.
_¿Qué pasa? _preguntó, con un nudo en el estómago, al ver que su madre palidecía.
Ella le pasó la hoja. Él pasó rápidamente la vista por los coti¬lleos sobre el duque de Ashbourne, el conde de Macclesfield y Pene¬lope Featherington, hasta llegar a la parte que tenía que ser sobre Myriam.
_¿Prisión? _dijo, su voz apenas un susurro.
_Tenemos que sacarla de ahí _dijo su madre, cuadrando los hombros como un general aprestándose para la batalla.
Pero Víctor ya había salido por la puerta.
_¡Espera! _gritó Violeta, corriendo tras él_. Yo también voy.
Víctor se detuvo justo antes de llegar a la escalera.
_Tú no vienes _le ordenó_. No permitiré que te expongas a...
_Vamos, no digas tonterías. No soy ninguna débil florecilla. Y puedo dar fe de la honradez e integridad de Myriam.
_Yo también voy _dijo Hyacinth, deteniéndose con un pati¬nazo junto a Francesca, que los había seguido.
_¡No! _respondieron madre y hermano, al unísono.
_Pero...
_¡He dicho no! _interrumpió Violeta en tono firme. Francesca emitió un resentido bufido.
_Supongo que no sacaría nada si insistiera en...
_Ni se te ocurra acabar esa frase _bramó Bencdict.
_Como si fueras a dejarme _masculló ella.
_Si quieres ir _dijo Víctor a su madre, sin hacer caso de Francesca_, tenemos que irnos inmediatamente.
_Ordenaré que saquen el coche y te estaré esperando en la puerta.
Diez minutos después, ya estaban en marcha.
Capítulo 22
Qué agitación y prisas en Bruton Street. El viernes por la mañana vieron salir corriendo de su casa a la vizcondesa Bridgerton viuda acompañada por su hijo Víctor. El señor Bridgerton prácticamen¬te arrojó a su madre dentro de un coche, y al instante partieron como alma que lleva el diablo. Francesca y Hyacinth se quedaron en la puerta, y esta cronista ha sabido de muy buena tinta que se oyó excla¬mar a Francesca una palabra muy impropia de una dama.
Pero la casa Bridgerton no es la única en que se ha visto seme¬jante agitación. También ha habido muchísima actividad en la casa de las Penwood, la que culminó en una pelea en público, en la escali¬nata de entrada de la casa, entre la condesa y su hija, la señorita Penelope Reiling.
Puesto que esta cronista nunca le ha tenido simpatía a lady Pen¬wood, sólo puede exclamar: «¡Hurra por Penelope!»
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 16 de junio de 1817
Hacía frío, un frío tremendo. Y se oía un desagradable ruido de furtivos correteos por los rincones, correteos que no dejaban nin¬guna duda de que eran de animalillos de cuatro patas. O incluso peor, de animales de cuatro patas. O, para ser más exactos, de ver-siones grandes de animalillos de cuatro patas.
Ratas.
_Ay Dios _gimió Myriam.
No tenía por costumbre pronunciar el nombre del Señor en vano, pero ése le pareció tan buen momento como cualquiera para empe¬zar. Tal vez él la oiría, y tal vez él castigaría a las ratas. Sí, eso iría muy bien: un buen golpe con un rayo. Un rayo grande, de propor¬ciones bíblicas. El rayo golpearía la tierra, se extendería como tentá¬culos eléctricos alrededor del globo y achicharraría a todas las ratas.
Era un sueño bonito para tener ahí, junto con aquel en que se encontraba viviendo feliz para siempre como la señora de Víctor Bridgerton.
Hizo una rápida inspiración al sentir atravesado el corazón por una repentina punzada de dolor. De los dos sueños, temía que el que tenía más probabilidades de hacerse realidad era el del raticidio.
Estaba sola. Absoluta y verdaderamente sola. No entendía por qué eso le dolía tanto, porque, la verdad, siempre había estado sola. Desde que su abuela la depositara en la escalinata de la entrada prin¬cipal de Penwood Park no había tenido jamás a nadie que la defen¬diera, a ninguna persona que pusiera los intereses de ella por encima, o siquiera al mismo nivel, de los propios.
Le gruñó el estómago, recordándole que podía añadir hambre a su creciente lista de desgracias.
Y sed. No le habían llevado ni siquiera un sorbo de agua para beber. Empezaba a tener fantasías muy raras con el té.
Hizo una larga y lenta espiración, procurando no olvidar que debía inspirar por la boca después. La hediondez era espantosa, abrumadora. Le habían dado un tosco orinal para que aliviara sus necesidades corporales, pero hasta el momento había tratado de usarlo con la menor frecuencia posible. Habían vaciado el orinal antes de arrojarlo dentro de su celda, pero no lo habían limpiado, y cuando lo cogió notó que estaba mojado, lo cual la impulsó a soltar¬lo inmediatamente, con todo el cuerpo estremecido de repugnancia.
Claro que había vaciado muchos orinales en su vida, pero las personas para las que trabajaba por lo general se las arreglaban para acertar dentro, por así decirlo. Por no decir que siempre había podi¬do lavarse las manos después.
Y allí, además del frío y el hambre, no podía ni sentirse limpia en su piel.
Era una sensación horrible.
_Tienes una visita.
Myriam se puso de pie de un salto al oír la voz bronca y hostil del alcaide. ¿Podría ser que Víctor hubiera descubierto dónde estaba? ¿Podría ser que hubiera deseado acudir en su ayuda? ¿Habría...?
_Bueno, bueno, bueno.
Era Aislin. Se le cayó el corazón al suelo.
_Myriam Montemayor _cacareó Aislin, acercándose a la celda y cubriéndose la nariz con un pañuelo como si Myriam fuera la causa del hedor_. Nunca me habría imaginado que fueras a tener la auda¬cia de enseñar tu cara en Londres.
Myriam cerró firmemente la boca para obligarse a no hablar. Aislin quería enfurecerla con burlas, y de ninguna manera le daría esa satisfacción.
_Las cosas no van bien para ti, me temo _continuó Aislin, sacudiendo la cabeza en fingida compasión. Se acercó otro poco y susurró_. El magistrado no siente mucha simpatía por los ladrones.
Myriam se cruzó de brazos y se puso a mirar fijamente la pared. Si miraba a Aislin, aunque sólo fuera fugazmente, no sería capaz de resistirse a abalanzarse sobre ella y seguro que los barrotes de la celda le lastimarían gravemente la cara.
_Ya le pareció mal el robo de las pinzas de los zapatos _conti¬nuó Aislin, dándose golpecitos en el mentón con el índice_, pero se puso muy furioso cuando le informé del robo de mi anillo de bodas.
_¡Yo no...!
Alcanzó a reprimir el resto de la exclamación; justamente eso era lo que deseaba Aislin: sacarla de quicio.
_¿Ah, no? _replicó Aislin, sonriendo maliciosamente y agitando los dedos_. Parece que no lo llevo, y es tu palabra contra la mía.
Myriam abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido. Aislin tenía razón; ningún juez aceptaría su palabra contra la de la condesa de Penwood.
Aislin sonrió con una expresión vagamente felina.
_El hombre de la puerta, creí oírle decir que era el alcaide, dijo que no es probable que te cuelguen, así que no tienes por qué preocuparte en ese punto. La deportación es una consecuencia mucho más probable.
Myriam casi se echó a reír. Sólo el día anterior había estado haciendo planes para emigrar a Estados Unidos. Y al parecer sí dejaría Inglaterra, aunque su destino sería Australia. E iría encade¬nada.
_Suplicaré que tengan clemencia _dijo Aislin_. No quie¬ro que te maten, sólo quiero que... te marches.
_Todo un modelo de caridad cristiana _masculló Myriam_. Seguro que el juez se conmoverá.
Aislin se pasó distraídamente los dedos por la sien echándo¬se atrás un mechón.
_Pero ¿no será conmovedor? _dijo, mirándola y sonriendo, con una expresión dura, lúgubre.
Repentinamente Myriam sintió la urgente necesidad de saber...
_¿Por qué me odia? _preguntó en un susurro.
Aislin estuvo un momento mirándola fijamente y después contestó:
_Porque él te amaba.
Myriam no pudo decir nada, muda por la sorpresa.
Los ojos de Aislin brillaron con una dureza que los hacían parecer quebradizos.
_Jamás le perdonaré eso.
Myriam negó con la cabeza, incrédula.
_Nunca me amó.
_Te vestía, te alimentaba _dijo Aislin, entre dientes, con los labios fruncidos_. Me obligó a vivir contigo.
_Eso no era amor. Eso era sentimiento de culpabilidad. Si me hubiera amado no me habría dejado con usted. No era estúpido, tenía que saber lo mucho que usted me odiaba. Si me hubiera ama¬do no me habría olvidado en su testamento. Si me hubiera amado... _no pudo continuar, atragantada con sus palabras.
Aislin se cruzó de brazos.
_Si me hubiera amado _continuó Myriam_, se habría tomado el tiempo para hablar conmigo. Podría haberme preguntado como me había ido el día, o qué estaba estudiando, o si me gustaba el desayuno. _Tragó saliva para evitar un sollozo, y se volvió de espaldas. Le resultaba muy difícil mirar a Aislin en ese momento_.Nunca me amó _dijo en voz baja_. No sabía amar.
Durante un largo rato ninguna de las dos dijo nada.
_Quería castigarme _dijo Aislin finalmente.
Myriam se giró lentamente.
_Por no darle un heredero _continuó Aislin, y las manos comenzaron a temblarle_. Me odiaba por eso.
Myriam no supo qué decir. No sabía si había algo que decir. Pasa¬do otro largo rato, Aislin volvió a hablar:
_Al principio te odiaba porque eras un insulto para mí. Nin¬guna mujer debería tener que albergar a la bastarda de su ma¬rido.
Myriam guardó silencio.
_Pero después... pero después...
Ante la enorme sorpresa de Myriam, Aislin se apoyó en la pared como desmoronada, como si los recuerdos la hubieran despo¬jado de toda su fuerza.
_Pero después eso cambió _dijo Aislin al fin_. ¿Cómo él pudo tenerte a ti con una puta y yo no pude darle un hijo?
Myriam no le vio mucha utilidad a defender a su madre.
_No sólo te odiaba _continuó Aislin en un susurro_Odiaba verte.
Eso no sorprendió a Myriam.
_Odiaba oír tu voz; odiaba ver que tus ojos eran iguales a los de él; odiaba saber que estabas en mi casa.
_Era mi casa también _dijo Myriam tranquilamente.
_Sí. Lo sé. También odiaba eso.
De pronto Myriam levantó la cara y la miró a los ojos.
_¿A qué ha venido? ¿No le basta lo que ha hecho? Ya ha con¬seguido que me deporten a Australia.
Aislin se encogió de hombros.
_No sé, parece que no puedo mantenerme alejada. Hay algo tan agradable en verte en prisión. Tendré que estar tres horas en la bañe¬ra para quitarme la fetidez, pero vale la pena.
_Entonces ha de disculparme si voy a sentarme en el rincón y hago como que leo un libro _espetó Myriam_. No hay nada agra¬dable en verla a usted.
Fue hasta la destartalada banqueta de tres patas que era el único mueble de su celda y se sentó, procurando disimular lo desgraciada que se sentía. Aislin la había derrotado, cierto, pero no destroza¬do el alma, y de ninguna manera permitiría que creyera eso.
Se cruzó de brazos, sentada de espaldas a la puerta de la celda, con el oído atento a cualquier sonido que indicara que Aislin se marchaba.
Pero Aislin continuó allí.
Finalmente, pasados unos diez minutos de esa tontería, Myriam se levantó de un salto y gritó:
_i¿Se va a marchar?!
Aislin ladeó ligeramente la cabeza.
_Estoy pensando _dijo.
Myriam deseó preguntarle «¿en qué?», pero sintió un poco de miedo de oír la respuesta.
_Me gustaría saber cómo es la vida en Australia _musitó Aislin_. Nunca he estado allí, naturalmente; ninguna persona civi¬lizada que yo conozca consideraría la posibilidad de ir allí. Pero he oído decir que el clima es tremendamente caluroso. Y tú con esa piel tan blanca. Ese precioso cutis tuyo no va a sobrevivir a ese ardiente sol. De hecho...
Pero una repentina conmoción en el corredor que hacía esquina con ése interrumpió lo que fuera que iba a decir (afortunadamente, porque Myriam ya temía verse impulsada a intentar asesinarla si oía una palabra más).
_¿Qué demonios pasa? _exclamó Aislin, retrocediendo unos pasos y estirando el cuello para ver mejor hacia el otro corredor. En ese instante Myriam oyó una voz muy conocida.
_¿Víctor? _musitó.
_¿Qué has dicho? _le preguntó Aislin.
Pero Myriam ya estaba con la cara pegada a los barrotes de su celda.
_¡He dicho «déjenos pasar»! _tronó la voz de Víctor.
Myriam olvidó que no deseaba particularmente que los Bridger¬ton la vieran en ese degradante lugar. Olvidó que no tenía ningún futuro con Víctor. Lo único que fue capaz de pensar fue que él estaba ahí, que había venido a por ella.
_¡Víctor! _ gritó. Si hubiera podido pasar la cabeza por entre los barrotes lo habría hecho.
Entonces resonó en el aire un fuerte golpe, claramente el de un puño contra hueso, seguido por un ruido más apagado, lo más pro¬bable el de un cuerpo al encontrarse con el suelo.
Se oyeron pasos apresurados y entonces...
_ ¡Víctor!
_¡Myriam! Dios mío, ¿cómo estás?
Víctor pasó las manos por entre los barrotes y las ahuecó en sus mejillas. Sus labios encontraron los de ella. El beso no fue uno de pasión sino de terror y alivio.
_¿Señor Bridgerton? _graznó Aislin.
Con un esfuerzo, Myriam logró apartar los ojos de Víctor para mirar la horrorizada cara de Aislin. En la agitación y emoción del momento había olvidado que Aislin aún no sabía nada sobre sus lazos con la familia Bridgerton.
Ése era uno de los momentos más perfectos de su vida. Tal vez eso significaba que era una persona frívola, pensó. Tal vez significa¬ba que no tenía en el orden adecuado sus prioridades. Pero simple¬mente le encantó que Aislin, para quien la posición social y el poder lo eran todo, fuera testigo de ese beso dado por uno de los sol¬teros más codiciados de Londres.
Claro que también estaba muy feliz de ver a Víctor.
Víctor se apartó de mala gana, sus manos acariciándole suave¬mente la cara mientras retrocedía unos pasos. Después se cruzó de brazos y dirigió a Aislin una mirada de furia capaz de chamuscar la tierra.
_¿De qué la acusa? _le preguntó.
Los sentimientos de Myriam hacia Aislin bien podían califi¬carse de «aversión extrema», pero jamás habría calificado a la mujer de estúpida. Pero en ese momento pensó que tal vez tendría que reevaluar ese juicio, porque Aislin, en lugar de echarse a temblar y acobardarse ante esa furia, plantó las manos en sus cade¬ras y chilló:
_¡Robo!
En ese momento apareció lady Bridgerton en la esquina del corredor.
_No creo que Myriam haya hecho algo así _dijo, corriendo a ponerse al lado de su hijo. Miró a Aislin un momento, con los ojos entornados_. Y usted nunca me ha caído bien, lady Penwood _añadió, en tono bastante desdeñoso.
Aislin retrocedió un paso y se puso una mano en el pecho, ofendida.
_No se trata de mí _resopló. Dirigió una mirada fulminante a Myriam_. Se trata de esa muchacha, que tuvo la audacia de robarme mi anillo de bodas.
_No le he robado su anillo de bodas, y lo sabe _protestó Myriam_. Lo último que querría de usted...
_¡Robaste las pinzas de mis zapatos!
Myriam apretó los labios en una línea belicosa.
_¡Ja! ¿Lo ven? _exclamó Aislin, mirando alrededor como para contar cuántas personas habían visto_. Clara admisión de culpa.
_Es su hijastra _rechinó Víctor_. Jamás tendría que haber estado en una posición en que se le ocurriera que tenía que...
_¡No se atreva a llamarla jamás hijastra mía! _chilló Aislin con la cara contorsionada y roja_. No significa nada para mí. ¡Nada!
_Con su perdón _terció lady Bridgerton en un tono extraor¬dinariamente amable_, pero si de verdad no significara nada para usted, no estaría en esta asquerosa prisión intentando hacerla colgar por robo.
Aislin se salvó de tener que contestar por la llegada del magistrado, seguido por un malhumorado alcaide que, daba la casualidad, también llevaba un ojo sorprendentemente morado.
Puesto que el alcaide le había dado una palmada en el trasero cuando la arrojó de un empujón en la celda, Myriam no pudo resistir una sonrisa.
_¿Qué pasa aquí? _preguntó el magistrado.
_Esa mujer _dijo Víctor, imposibilitando con su voz fuerte y grave cualquier otro intento de contestar_ ha acusado de robo a mi novia.
¿Novia? Myriam consiguió mantener la boca bien cerrada, pero de todos modos tuvo que cogerse firmemente de los barrotes de la celda porque las piernas se le habían convertido en agua.
_¿Novia? _exclamó Aislin.
El magistrado se irguió en toda su estatura.
_¿Y puede saberse quién es usted, señor? _preguntó, muy consciente de que Víctor era alguien importante, aunque no sabía exactamente quién.
Víctor se cruzó de brazos y dijo su nombre. El magistrado palideció.
_¿Algún parentesco con el vizconde?
_Es mi hermano.
_Y ella... _tragó saliva y apuntó a Myriam_ ¿es su novia?
Myriam esperó que algún signo sobrenatural agitara el aire, mar¬cando a Víctor como mentiroso, pero ante su sorpresa, no ocurrió nada. Vio incluso que lady Bridgerton asentía.
_No puede casarse con ella _dijo Aislin. Víctor giró la cabeza hacia su madre.
_¿Hay algún motivo que indique la necesidad de que yo con¬sulte a lady Penwood sobre esto?
_Ninguno que se me ocurra _repuso lady Bridgerton.
_No es otra cosa que una puta _siseó Aislin_. Su madre era una puta y eso se here.. ¡ay!
Víctor la había cogido por el cuello antes de que alguien se diera cuenta de que se había movido.
_No me obligue a golpearla _gruñó.
El magistrado le tocó el hombro.
_Debería soltarla, de verdad.
_¿Podría amordazarla?
El magistrado pareció dudoso, pero finalmente negó con la cabeza.
Víctor soltó a Aislin con visible renuencia.
_Si se casa con ella _dijo Aislin, masajeándose el cuello_,me encargaré de que todo el mundo se entere de quién es: la hija bas¬tarda de una puta.
_Me parece que no necesitamos ese tipo de lenguaje –dijo severamente el magistrado a Aislin.
_Le aseguro que no tengo la costumbre de hablar de esa mane¬ra _repuso ella, sorbiendo desdeñosamente por la nariz_, pero la ocasión justifica un lenguaje fuerte.
Myriam se mordió un nudillo al ver a Víctor flexionando y esti¬rando los dedos de un modo de lo más amenazador. Estaba claro que él pensaba que la ocasión justificaba puños fuertes.
El magistrado se aclaró la garganta y miró a Aislin.
_La ha acusado de un delito muy grave. _Tragó saliva_. Y se va a casar con un Bridgerton.
_Yo soy la condesa de Penwood _chilló Aislin_. ¡Condesa!
El magistrado miró de uno en uno a los ocupantes del corredor. En calidad de condesa, Aislin tenía el rango superior, pero al mismo tiempo era sólo una Penwood contra dos Bridgerton, uno de los cuales era muy corpulento, estaba muy furioso y ya había meti¬do su puño en el ojo del alcaide.
_¡Me robó! _gritó Aislin.
_¡No, usted le robó a ella! _rugió Víctor.
Sus palabras produjeron un silencio instantáneo.
_¡Le robó su infancia! _exclamó Víctor, estremecido de ira.
Había grandes lagunas en su conocimiento de la vida de Myriam, pero sabía que esa mujer había causado gran parte del sufrimiento que él siempre veía reflejado en el fondo de sus ojos verdes. Y esta¬ría dispuesto a apostar que su querido y difunto padre era el cau¬sante del resto. Miró al magistrado y explicó:
_Mi novia es la hija ilegítima del difunto conde de Penwood. Y a eso se debe que la condesa viuda la haya acusado falsamente de robo. Su motivo es venganza y odio, pura y simplemente.
El magistrado pasó la mirada de Víctor a Aislin. Al cabo de un instante, dijo a Myriam:
_¿Es cierto eso? ¿La han acusado falsamente?
_¡Robó las pinzas de los zapatos! _chilló Aislin_. Juro por la tumba de mi marido que robó las pinzas.
_Vamos, madre, por el amor de Dios, yo cogí esas pinzas.
Myriam abrió la boca, pasmada.
_¿Penelope?
Víctor miró a la recién llegada, una jovencita baja, ligeramen¬te regordeta, que claramente era la hija de la condesa. Después miró a Myriam, que se había puesto blanca como una sábana.
_Vete _siseó Aislin_. No tienes nada que hacer en esta discusión.
_Pues sí que tiene _dijo el magistrado a Aislin_, si ella cogió las pinzas de los zapatos. ¿Desea presentar cargos contra ella?
_¡Es mi hija!
_¡Pónganme en la celda con Myriam! _exclamó Penelope, ponién¬dose una mano en el pecho con gran dramatismo_. Si la deportan por robo, a mí también deben deportarme.
Por primera vez en varias semanas, Víctor se sorprendió son¬riendo.
El alcaide sacó sus llaves y dio un codazo al magistrado.
_¿Señor? _dijo, titubeante.
_Guarde esas llaves _espetó el magistrado_. No vamos a encarcelar a la hija de la condesa.
_No las guarde todavía _terció lady Bridgerton_. Quiero libre inmediatamente a mi futura nuera.
El alcaide miró al magistrado, indeciso.
_Ah, pues, muy bien, déjela libre _dijo el magistrado apuntan¬do en dirección a Myriam_. Pero nadie va a ir a ninguna parte mien¬tras yo no haya aclarado esto.
Aislin se ofendió y refunfuñó, pero el alcaide abrió la puer¬ta de la celda. Myriam salió y al instante avanzó para echarse en bra¬zos de Víctor, pero el magistrado la interceptó estirando un brazo.
_No tan rápido. No tendremos ninguna reunión de tortolitos mientras yo no descubra a quién se ha de arrestar.
_No se va a arrestar a nadie _gruñó Víctor.
_¡Irá a Australia! _chilló Aislin apuntando a Myriam.
_ ¡Métanme en la celda! _suspiró Penelope, poniéndose el dorso de la mano en la frente_. ¡Fui yo!
_Penelope, ¿quieres callarte? _le susurró Myriam_. Créeme, no te conviene estar en esa celda. Es horrorosa. Y hay ratas.
Penelope retrocedió, alejándose de la celda.
_Nunca recibirá otra invitación en esta ciudad _dijo lady Brid¬gerton a Aislin.
_ ¡Soy condesa! _siseó Aislin.
_Y yo soy más popular _replicó lady Bridgerton.
Tan extrañas eran esas despectivas palabras en su boca que tanto Víctor como Myriam la miraron boquiabiertos.
_¡Basta! _exclamó el magistrado. Miró a Penelope y, señalando a Aislin, le preguntó_: _¿Es su madre?
Penelope asintió.
_¿Y confiesa haber sido usted la que robó las pinzas de los zapatos?
Penelope volvió a asentir.
_Y nadie le ha robado su anillo de bodas. Está en su joyero, en casa.
Nadie hizo ninguna exclamación de sorpresa, porque a nadie sorprendió eso. Pero Aislin protestó de todos modos:
_¡No está!
_En tu otro joyero _aclaró Penelope_. El que guardas en el tercer cajón de la izquierda.
Aislin palideció.
_Parece que no tiene nada de qué acusar a la señorita Montemayor. lady Penwood _dijo el magistrado.
Aislin se estremeció de rabia y estirando un brazo tembloro¬so apuntó con un dedo a Myriam:
_Me robó _dijo con voz ahogada y volvió sus ojos furiosos hacia Penelope_. Mi hija miente. No sé por qué, y no sé que espera ganar con eso, pero miente.
Myriam sintió un desagradable revoloteo en el estómago. Penelope iba a tener problemas terribles cuando volviera a su casa. Era imposible saber qué haría Aislin para vengar esa humillación en público. No podía permitir que Penelope se echara la culpa por ella. Tenía que...
_Penelope no...
Las palabras le salieron de la boca antes de tener tiempo para pensarlo, pero no pudo acabar la frase porque Penelope le enterró el codo en el abdomen.
_¿Iba a decir algo? _le preguntó el magistrado.
Myriam negó con la cabeza, sin poder hablar, sin aliento: Penelope le había enviado el aliento a Escocia.
El magistrado exhaló un cansino suspiro y se pasó la mano por sus ralos cabellos rubios. Miró a Penelope, después a Myriam, después a Aislin y después a Víctor. Lady Bridgerton se aclaró la garganta, obligándolo a mirarla a ella también.
_Es evidente que esto es muchísimo más que una pinza de zapato robada _dijo el magistrado, con una expresión que decía a las claras que preferiría estar en cualquier otra parte.
_Pinzas _corrigió Aislin sorbiendo por la nariz_. Eran dos.
_Sean una o dos, está claro que hay odio entre ustedes, y antes de condenar a nadie quiero saber por qué.
Durante un instante nadie habló, y de pronto hablaron todos a la vez.
_¡Silencio! _rugió el magistrado_. Usted _señaló a Myriam_. Comience.
Al tener a todos los presentes pendientes de sus palabras, Myriam se sintió tremendamente tímida.
_Eehhh....
El magistrado se aclaró la garganta, muy audiblemente.
_Lo que dijo él es correcto _se apresuró a decir Myriam, seña¬lando a Víctor_. Soy hija del conde de Penwood, aunque él nun¬ca me reconoció como a tal.
Aislin abrió la boca para decir algo, pero el magistrado le dirigió una mirada tan fulminante que volvió a cerrarla.
_Viví en Penwood siete años antes de que ella se casara con el conde _continuó Myriam haciendo un gesto hacia Aislin_. El conde decía que era mi tutor, pero todos sabían la verdad. _Calló un momento, al recordar la cara de su padre, pensando que no debía sorprenderla el no poder imaginárselo con una sonrisa en la cara_. Me parezco mucho a él.
_Conocí a tu padre _dijo lady Bridgerton dulcemente_. Y a tu tía. Eso explica por qué desde el principio he tenido la impresión de que ya te conocía.
Myriam la miró y le sonrió, agradecida. En el tono de lady Brid¬gerton había un no sé qué muy tranquilizador, que le produjo un agradable calorcillo interior y la hizo sentirse un poco más segura.
_Continúe, por favor _dijo el magistrado.
Ella asintió y continuó:
_Cuando el conde se casó con la condesa, ella no quería que yo siguiera viviendo allí, pero él insistió. Yo lo veía muy rara vez, y no creo que pensara mucho en mí, pero me consideraba su responsabi¬lidad y no quería que me echaran. Pero cuando murió... –Tragó saliva, para pasar el bulto que se le había formado en la garganta. Jamás había contado su historia a nadie; las palabras que salían de su boca se le antojaban raras, desconocidas_. Cuando murió, su testa¬mento especificaba que la parte de lady Penwood se triplicaría si me mantenía en su casa hasta que yo cumpliera los veinte años. Y eso hizo ella. Pero mi posición cambió drásticamente. Me convertí en sirvienta. Bueno, no en sirvienta exactamente. _Sonrió irónica_. A una sirvienta se le paga. Así que, en realidad, podría decir que me convertí en una especie de esclava.
Miró a Aislin. Ésta estaba de brazos cruzados con la nariz apuntando hacia arriba y con los labios ligeramente fruncidos. De pronto cayó en la cuenta de las muchas veces que había visto esa misma expresión en la cara de Aislin; más veces que las que se atrevía a contar, tantas como para destrozarle el alma.
Sin embargo, allí estaba, sucia y sin un céntimo, pero con su mente y temple todavía fuertes.
_¿Myriam? _dijo Víctor, mirándola con expresión preocupa¬da_. ¿Te ocurre algo?
Ella negó lentamente con la cabeza, porque acababa de compren¬der que de verdad todo estaba bien. El hombre al que amaba acababa de pedirle (de un modo algo indirecto) que se casara con él, Aislin iba a recibir por fin el apaleo que se merecía, y a manos de los Brid¬gerton, nada menos, que la dejarían hecha jirones cuando acabaran, y Penelope..., bueno, tal vez eso era lo más hermoso de todo. Penelope, que siempre había deseado ser una hermana para ella, que jamás había tenido el valor de ser ella misma, se había enfrentado a su madre, y muy posiblemente la había salvado. Estaba segura al cien por cien que si Víctor no hubiera ido allí y declarado que ella era su novia, el tes¬timonio de Penelope habría sido lo único que la habría salvado de la deportación, o incluso de la ejecución. Y ella sabía mejor que nadie que Penelope pagaría muy caro su valor. Era posible que Aislin ya estuviera planeando la manera de hacerle la vida un infierno.
Sí, todo estaba bien, y de pronto se sorprendió irguiéndose más.
_Permítanme que acabe mi historia _dijo_. Después que murió el conde, lady Penwood me mantuvo en su casa en calidad de doncella sin salario. Aunque la verdad es que yo hacía el trabajo de tres criadas.
_¡Lady Whistledown dijo eso mismo el mes pasado! _excla¬mó Penelope, entusiasmada_. Le dije a madre que...
_¡Cierra la boca, Penelope! _ladró Aislin.
_Cuando cumplí los veinte _continuó Myriam_, no me echó de casa. Hasta el día de hoy no sé por qué.
_Creo que ya hemos oído suficiente _dijo Aislin.
_Pues yo no creo que hayamos oído suficiente _ladró Víctor.
Myriam miró al magistrado, en busca de orientación. Él asintió, y ella continuó:
_Sólo puedo deducir que disfrutaba con tener a alguien a quien mandar. O tal vez le gustaba tener una criada a la que no tenía que pagarle. El conde no me dejó nada en su testamento.
_¡Eso no es cierto! _exclamó Penelope.
Myriam la miró asombrada.
_Te dejó dinero _insistió Penelope.
Myriam sintió que se le aflojaba la mandíbula.
_Eso no es posible. Yo no tenía nada. Mi padre se preocupó de dejar asegurado mi mantenimiento hasta los veinte años, pero des¬pués de eso...
_Para después de eso te dejó una dote _dijo Penelope con bastan¬te energía.
_¿Una dote?
_ ¡Eso no es cierto! _chilló Aislin
_«Es» cierto _rebatió Penelope_. No deberías dejar pruebas incriminatorias por ahí, madre. El año pasado leí la copia del testa¬mento del conde. _Dirigiéndose a los demás presentes, añadió_: Estaba en el mismo joyero donde guardó su anillo de bodas.
_¿Me robó la dote? _dijo Myriam a Aislin, con una voz que sonó apenas como un débil susurro.
Todos esos años había creído que su padre la dejó sin nada. Sabía que nunca la había amado, que la consideraba poco más que su res¬ponsabilidad, pero le dolió que le dejara dotes a RosaMarie y a Penelope, que ni siquiera eran hijas de él, y no a ella.
Jamás se le había ocurrido pensar que no le hubiera dejado nada adrede; había creído que, simplemente, la había olvidado.
Lo cual le sentaba peor que un desaire intencionado.
_Me dejó una dote _musitó, como desconcertada. _Tengo una dote _dijo a Víctor.
_No me importa si tienes o no tienes una dote _repuso él_. Yo no la necesito.
_A mí sí me importa _dijo ella_. Yo creía que me había olvi¬dado. Todos estos años he creído que cuando hizo su testamento, simplemente se olvidó de mí. Sé que no podría haberle dejado dine¬ro a su hija bastarda, pero él decía a todo el mundo que yo era su pupila. Y no había ningún motivo para que no asegurara el porvenir de su pupila. _Sin saber por qué, miró a lady Bridgerton_. Podría haber legado algo a su pupila. La gente hace eso todo el tiempo.
El magistrado se aclaró la garganta y miró a Aislin.
_¿Y qué le ocurrió a esa dote?
Aislin no contestó.
Lady Bridgerton se aclaró la garganta.
_Creo que no es muy legal malversar la dote de una joven. _Sonrió, con una sonrisa muy satisfecha_. ¿Eh, Aislin?
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
Capítulo 23
Me han dicho que lady Bridgerton se ha marchado de la ciudad. Lo mismo dicen de lady Penwood. Muy interesante.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 18 de junio de 1817.
Víctor decidió que nunca había querido más a su madre que en ese momento.
Se esforzaba en no sonreír, pero eso le resultaba sumamente di¬fícil viendo resollar sofocada a lady Penwood como un pez fuera del agua.
El magistrado miró a lady Bridgerton con los ojos desorbitados.
_¿No querrá insinuar que arreste a la condesa?
_No, claro que no _repuso Violeta_. Quedaría en libertad. La aristocracia rara vez paga sus delitos. Pero _añadió, ladeando lige¬ramente la cabeza y echando una rápida e intencionada mirada a lady Penwood_, si la arrestara, sería terriblemente vergonzoso lo que diría al defenderse de las acusaciones.
_¿Qué quiere decir? _le preguntó lady Penwood con los dien¬tes apretados.
Violeta se dirigió al magistrado:
_¿Podría hablar un momento a solas con lady Penwood?
_Ciertamente, milady _repuso él, haciéndole una brusca venia_. ¡Todos fuera! _ladró a los demás.
_No, no _dijo Violeta con una dulce sonrisa a la vez que le ponía en la palma de la mano algo que tenía muchas trazas de ser un billete de libra_. Mi familia puede quedarse.
Sonrojándose levemente, el magistrado cogió del brazo al alcai¬de y se lo llevó por el otro corredor.
_Ya está _musitó Violeta_. ¿Dónde estábamos?
Víctor sonrió de oreja a oreja, orgulloso, al ver a su madre acercarse a lady Penwood y mirarla fijamente hasta hacerla bajar los ojos. Miró hacia Myriam y vio que ésta tenía la boca abierta.
_Mi hijo se va a casar con Myriam _dijo Violeta_, y usted le va a decir a todo el mundo que quiera escuchar que ella era la pupila de su difunto marido.
_Jamás mentiré por ella _replicó lady Penwood.
_Muy bien _dijo Violeta, encogiéndose de hombros_. Enton¬ces puede esperar que mis abogados comiencen de inmediato a ave¬riguar el paradero de la dote de Myriam. Después de todo, Víctor tendrá derecho a ella una vez que se casen.
_Si alguien me lo pregunta _dijo lady Penwood entre dien¬tes_, confirmaré cualquier historia que ustedes echen a correr. Pero no espere que haga un esfuerzo por ayudarla.
Violeta simuló estar rumiando eso un momento y luego dijo:
_Excelente, creo que eso irá muy bien. _Se giró hacia su hijo_. ¿Víctor?
Él asintió enérgicamente, y su madre volvió a girarse hacia lady Penwood.
_El padre de Myriam se llamaba Diego Montemayor y era un primo lejano del conde, ¿verdad?
Lady Penwood dio la impresión de haberse tragado una almeja podrida, pero asintió.
Violeta dio ostentosamente la espalda a la condesa y dijo:
_No me cabe duda de que los miembros de la alta sociedad la considerarán poco elegante, puesto que nadie sabrá nada de su fami¬lia, pero por lo menos será respetable. Después de todo _añadió, y se giró a obsequiar con una radiante sonrisa a Aislin_, existe esa conexión con los Penwood.
Aislin emitió un extraño sonido, muy parecido a gruñido. Víctor tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no echarse a reir.
_¡Eh, magistrado! _gritó Violeta, y cuando el hombre reapare¬ció a toda prisa en el corredor, le sonrió bravamente y le dijo_:
_Creo que ya está concluido mi trabajo aquí.
Él exhaló un suspiro de alivio.
_¿Entonces no tengo que arrestar a nadie?
_Parece que no.
Él se apoyó en la pared, prácticamente desmoronado de alivio.
_Bueno, yo me marcho _anunció lady Penwood, como si alguien fuera a echarla de menos. Se volvió hacia su hija con ojos furiosos_. Vamos, Penelope.
Víctor vio cómo el color abandonaba la cara de Penelope, pero antes de que él pudiera intervenir, Myriam dio un salto hacia de¬lante.
_¡Lady Bridgerton! _exclamó, justo en el momento en que Aislin decía a Penelope:
_¡Muévete, nos vamos!
_¿Sí, cariño?
Myriam cogió el brazo de Violeta y la acercó para susurrarle algo al oído.
_Muy bien _dijo Violeta y se giró hacia Penelope. _¿Señorita Gunningworth?
_En realidad soy señorita Reiling _enmendó Penelope_. El con¬de no me adoptó.
_Muy bien, señorita Reiling. ¿Qué edad tiene?
_Veintiún años, milady.
_Bueno, ésa ya es una edad para que tome sus propias decisio¬nes. ¿Le gustaría venir a pasar unos días en mi casa?
_¡Oh, sí!
_Penelope, ¡no tienes permiso para ir a vivir con los Bridgerton! _bramó Aislin.
_Creo que me iré antes de Londres esta temporada –continuó Violeta dirigiéndose a Penelope, sin hacer caso de Aislin_. ¿Le gusta¬ría pasar con nosotros una larga estancia en Kent?
Penelope se apresuró a asentir.
_Se lo agradecería muchísimo.
_Arreglado, entonces.
_No hay nada arreglado _ladró Aislin_. Es mi hija y...
_Víctor _dijo lady Bridgerton en tono algo aburrido_, ¿cómo se llama mi abogado?
_Ve _espetó Aislin a Penelope_. Y no vuelvas jamás a oscure¬cer mi puerta.
Por primera vez en toda la reunión, Penelope pareció un poco asus¬tada. Y el susto empeoró cuando Aislin se puso frente a ella y le siseó muy cerca de la cara:
_Si te vas con ellos ahora, estás muerta para mí. ¿Entiendes? ¡Muerta!
Penelope miró aterrada a Violeta, la que se apresuró a acercársele y a entrelazar su brazo con el de ella.
_No pasa nada, Penelope _le dijo dulcemente_. Puedes vivir con nosotros todo el tiempo que quieras.
Myriam también se le acercó y le cogió el brazo libre.
_Ahora sí que seremos hermanas de verdad _le dijo, dándole un beso en la mejilla.
_Oh, Myriam _sollozó Penelope, con los ojos anegados en lágri¬mas_. Perdona, lo siento tanto. Nunca te defendí. Debería haber dicho algo. Debería haber hecho algo, pero...
_Eras una niña _la interrumpió Myriam, negando con la cabe¬za_. Yo era también una niña. Y sé mejor que nadie lo difícil que es desafiarla _añadió mirando duramente a Aislin.
_No me hables así _chilló Aislin, levantando la mano como para golpearla.
_¡Eh, eh! _intervino Violeta_. Los abogados, lady Penwood. No olvide a los abogados.
Aislin bajó la mano, pero su expresión daba a entender que igual estallaría en llamas espontáneamente en cualquier momento.
_¿Víctor? ¿Cuánto tardaríamos en llegar a las oficinas de nuestros abogados?
Sonriendo para sus adentros, él se pasó la mano por el mentón, pensativo.
_No es muy lejos. ¿Veinte minutos? Treinta si hay mucho atas¬co en las calles.
Aislin se estremeció de rabia y dirigió sus palabras a Violeta:
_Llévesela, entonces. Para mí nunca ha sido otra cosa que decepción. Y puede esperar estar clavada con ella hasta el día de su muerte, puesto que no hay ninguna probabilidad de que alguien le pida la mano. He tenido que sobornar a hombres sólo para que la saquen a bailar.
Y entonces ocurrió algo de lo más extraño. Myriam empezó a temblar, se le puso la cara roja, le rechinaron los dientes y le salió un increíble rugido por la boca. Y antes de que a alguien se le ocurriera siquiera intervenir, se abalanzó sobre Aislin y le enterró el puño en el ojo, arrojándola al suelo.
Víctor había pensado que nunca nada podría sorprenderlo más que la vena maquiavélica que acababa de descubrir en su madre.
Estaba equivocado.
_Eso no es por robarme la dote _siseó Myriam_. No es por todas las veces que intentó expulsarme de mi casa antes de que murie¬ra mi padre. Y no es por haberme convertido en su esclava personal.
_Ehh, Myriam _dijo Víctor apaciblemente_. ¿Por qué, entonces?
_Por no amar igual a sus dos hijas _contestó Myriam, sin apar¬tar los ojos de la cara de Aislin.
Penelope se puso a hipar, llorando desconsolada.
_Hay un lugar especial en el infierno para las madres como usted _dijo Myriam, con voz peligrosamente grave.
_Han de saber _graznó el magistrado_, que tenemos urgente necesidad de desocupar esta celda para el próximo ocupante.
_Tiene razón _dijo Violeta, poniéndose rápidamente delante de Myriam, no fuera a decidir empezar a dar de patadas a Aislin_. ¿Hay alguna pertenencia que desees ir a recoger? _preguntó a Penelope.
Penelope negó con la cabeza.
A Violeta se le tornaron tristes los ojos, y le apretó suavemente la mano.
_Nosotros te haremos nuevos recuerdos, querida mía.
Aislin se puso de pie y, después de lanzar una horrible mira¬da de furia a Penelope, se marchó pisando fuerte.
_Bueno _dijo Violeta, plantándose las manos en las caderas_. Creí que no se iba a ir nunca.
_No muevas ni un solo músculo _susurró Víctor a Myriam, quitándole el brazo de la cintura. Después fue a ponerse al lado de su madre.
_¿Te he dicho últimamente lo mucho que te quiero? _le susu¬rró al oído.
_No, pero lo sé de todos modos _repuso ella, con una sonrisa satisfecha.
_¿Te he dicho que eres la mejor de las madres?
_No, pero eso también lo sé.
_Estupendo _dijo él dándole un beso en la mejilla_. Gracias. Es un privilegio ser tu hijo.
Entonces su madre, que se había mantenido firme todo ese tiem¬po demostrando que era la menos sentimental y la más práctica e ingeniosa de todos ellos, se echó a llorar.
_¿Qué le has dicho? _le preguntó Myriam a Víctor.
_No pasa nada _dijo Violeta, sorbiendo por la nariz_. Es..._Estrechó en sus brazos a Víctor_. Yo también te quiero.
_Ésta es una familia maravillosa _comentó Penelope a Myriam. Myriam giró la cabeza para mirarla.
_Lo sé _dijo.
Una hora después, Myriam estaba en la sala de estar de Víctor, sen¬tada en el mismo sofá donde perdiera la inocencia sólo hacía unas semanas. Lady Bridgerton había manifestado sus dudas respecto a la prudencia (y decoro) de que ella fuera a la casa de Víctor sola, pero él la miró con tal expresión que se apresuró a dar marcha atrás y sólo puso la condición de que estuviera de vuelta en casa a las siete.
Eso les daba una hora para estar juntos.
_Lo siento _dijo en el instante en que su trasero tocaba el sofá.
Durante el trayecto a casa en coche, por algún inexplicable moti¬vo, no habían hablado nada. Vinieron cogidos de las manos y Víctor le había besado los dedos, pero ninguno de los dos dijo nada. Para ella eso fue un alivio. No se sentía preparada para decir pala¬bras. En la prisión le había resultado fácil hablar, con toda la con¬moción y las muchas personas, pero en ese momento, a solas con él, no se le ocurrió nada, aparte del «Lo siento».
_No, yo lo siento _contestó él, sentándose a su lado y cogién¬dole las manos.
_No, yo... _de pronto sonrió_. Esto es muy tonto.
_Te amo _dijo él.
Ella entreabrió los labios.
_Quiero casarme contigo.
Ella dejó de respirar.
_Y no me importan tus padres ni el pacto de mi madre con lady Penwood para hacerte respetable. _La miró con los ojos ardientes de amor_. Me habría casado contigo fuera como fuera.
Myriam pestañeó. Sentía calientes y grandes las lágrimas en los ojos, y tuvo la molesta sospecha de que estaba a punto de hacer el ridículo lloriqueando y mojándolo entero. Consiguió pronunciar su nombre, pero no supo qué más decir.
Víctor le apretó las manos.
_No podríamos haber vivido en Londres, lo sé, pero no tenemos ninguna necesidad de vivir en Londres. Siempre que pensaba en lo que verdaderamente necesitaba en mi vida, no lo que deseaba sino lo que necesitaba, lo único que aparecía en mi mente eras tú.
_Eh...
_No, déjame terminar _dijo él, con la voz sospechosamente ronca_. No debería haberte pedido que fueras mi querida. Eso no fue correcto de mi parte.
_Víctor, ¿qué otra cosa podrías haber hecho? _le dijo ella dulcemente_. Me creías una sirvienta. En un mundo perfecto podríamos habernos casado, pero éste no es un mundo perfecto. Los hombres como tú no se casan con...
_Bueno, no fue incorrecto pedírtelo, entonces _dijo él. Trató de sonreír, y la sonrisa le salió sesgada_. Habría sido un tonto si no te lo hubiera pedido. Te deseaba tanto, tanto, y creo que ya te amaba. Y..
_Víctor, no tienes por qué...
_¿Explicártelo? Sí que tengo. No debería haber insistido des¬pués que rechazaste mi proposición. Fui injusto al pedírtelo, sobre todo cuando los dos sabíamos que yo tendría que casarme final¬mente. Moriría antes que compartirte con otro. ¿Cómo podía pedir¬te que hicieras eso tú?
Ella alargó la mano y le quitó algo de la mejilla. Cielo santo, ¿estaba llorando? Ni recordaba la última vez que lloró. ¿Cuando murió su padre, tal vez? Pero incluso entonces, derramó sus lágri¬mas en privado.
_Hay muchos motivos para amarte _le dijo, marcando cada palabra con esmerada precisión.
Sabía que la había conquistado; ella no iba a huir, sería su espo¬sa. Pero de todos modos quería que el momento fuera perfecto. Un hombre sólo tiene una oportunidad para declararse a su verdadero amor, y él no quería estropearla.
_Pero una de las cosas que más me gustan _continuó _ es que te conoces. Sabes quién eres y lo que vales. Tienes principios, Myriam, y te atienes a ellos. _Se llevó una mano a los labios para besar¬la_. Eso es muy excepcional.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y él deseó abrazarla inmediatamente, pero tenía que terminar. Eran muchas las palabras que bullían dentro de él y tenía que decirlas todas.
_Además _le dijo, en voz más baja_, te tomas el tiempo para verme, para conocerme. A mí, a Víctor, no al señor Bridgerton, no al Número Dos. A Víctor.
Ella le acarició la mejilla.
_Eres la persona más maravillosa que conozco. Adoro a tu familia, pero a ti te amo.
Él la estrechó en sus brazos, no pudo evitarlo. Tenía que sentir¬la en sus brazos, cerciorarse de que estaba ahí y que siempre estaría ahí, con él, a su lado, hasta que la muerte los separara. Era raro, pero sentía la extrañísima necesidad de abrazarla, simplemente abrazarla.
La deseaba, por supuesto. Siempre la deseaba. Pero más que eso, deseaba abrazarla, olerla, sentirla.
Su presencia lo consolaba, comprendió. No necesitaban hablar. Ni siquiera necesitaban acariciarse aunque no iba a soltarla. Dicho simplemente, era un hombre más feliz, y muy posiblemente un hombre mejor, cuando ella estaba cerca.
Hundió la cara en su pelo, aspirando su aroma; olía a... Olía a...
Se apartó.
_¿Te apetecería darte un baño?
A ella le subieron los colores al instante, se puso roja.
_Oh, no _gimió, apagando las palabras al cubrirse la boca con la mano_. Era terrible la suciedad en la celda, tuve que dormir en el suelo y...
_No me digas nada más _dijo él.
_ Pero...
_Por favor.
Si oía una cosa más podría tener que matar a alguien. Mientras ella no hubiera sufrido un daño permanente, prefería no conocer los detalles.
_Creo _dijo, con un primer asomo de sonrisa en la comisura izquierda de la boca_ que deberías darte un baño.
_Muy bien _asintió ella, poniéndose de pie_. Me iré derecho a la casa de tu mad...
_Aquí.
_¿Aquí?
A él se le extendió la sonrisa hasta la comisura derecha.
_Aquí.
_Pero le dijimos a tu madre...
_Que estarías en casa a las nueve.
_Creo que dijo a las siete.
_¿Sí? Qué raro, yo oí nueve.
_Víctor...
Él le cogió la mano y la tironeó hacia la puerta.
_Siete suena tremendamente parecido a nueve.
_Víctor...
_En realidad, suena más parecido a once.
_ ¡Víctor!
Él la dejó junto a la puerta.
_Quédate aquí.
_¿Que?
_No muevas ni un solo músculo _dijo él acariciándole la nariz con un dedo.
Myriam lo observó indecisa salir al corredor. Sólo tardó dos minutos en volver.
_¿Adónde fuiste?
_A ordenar que prepararan un baño.
_Pero...
Él la miró con ojos muy, muy pícaros.
_Para dos.
Ella tragó saliva.
_Dio la casualidad de que ya estaban calentando agua.
_¿Sí?
_No tardarán más de unos minutos en llenar la bañera.
Ella miró hacia la puerta principal.
_Ya son casi las siete.
_Pero tengo permiso para tenerte hasta las doce.
_ ¡Víctor!
Él la acercó hacia él.
_Quieres quedarte.
_No he dicho eso.
_No tienes para qué. Si de verdad no estuvieras de acuerdo con¬migo habrías hecho algo más que decir «¡Víctor!».
Ella no tuvo más remedio que sonreír; él le imitaba muy bien la voz.
Él curvó la boca en una sonrisa traviesa.
_¿Me equivoco?
Ella desvió la vista, pero se le curvaron los labios.
_Creo que no _musitó él. Le hizo un gesto con la cabeza hacia la escalera_. Ven conmigo.
Ella fue.
Ante la gran sorpresa de Myriam, Víctor salió de la habitación para que ella se desvistiera. Retuvo el aliento cuando se sacó el vestido por la cabeza. Él tenía razón, olía fatal.
La doncella que preparó el baño había perfumado el agua con aceite aromático y un jabón espumoso que formaba burbujas en la superficie.
Cuando terminó de quitarse la ropa, metió un dedo del pie en el agua caliente. El resto del cuerpo no tardó en seguirlo.
Cielos. Era difícil creer que se había bañado sólo hacía dos días. Una noche en la cárcel la hacía sentirse como si fuera un año que no se bañaba.
Trató de despejarse la mente y disfrutar del placer del momento, pero le resultaba difícil disfrutar con la sensación de expectación que le iba aumentando en las venas. Cuando decidió quedarse sabía que Víctor planeaba unirse con ella. Podría haberse negado; con todos sus mimos y halagos, él la habría llevado de vuelta a la casa de su madre.
Pero ella había decidido quedarse. En algún momento, entre la puerta de la sala de estar y la escalera, comprendió que «deseaba» quedarse. Un larguísimo camino había llevado a ese momento, y no estaba nada dispuesta a renunciar a él, ni aunque sólo fuera hasta la mañana siguiente, cuando con toda seguridad él iría a desayunar en casa de su madre.
Vendría pronto. Y cuando estuviera...
Se estremeció. Dentro de la bañera con agua caliente, se estre¬meció. Y cuando se estaba sumergiendo más en el agua, para que le cubriera los hombros y el cuello, e incluso hasta la nariz, oyó abrir¬ se la puerta.
Víctor. Llevaba una bata verde oscuro atada con cinturón.
Estaba descalzo, y las piernas desnudas de rodilla para abajo.
_Espero que no te importe si hago destruir eso _dijo él indi¬cando el vestido que estaba en el suelo.
Ella le sonrió y negó con la cabeza. No era eso lo que había espera¬do que dijera, y comprendió que él lo había dicho para tranquilizarla.
_Enviaré a alguien a buscarte otro.
_ Gracias.
Se movió ligeramente hacia un lado para hacerle espacio a él, pero él la sorprendió colocándose en el extremo de la bañera, a su espalda.
_Inclínate _le dijo él en voz baja.
Ella se inclinó, y suspiró de placer cuando él comenzó a lavarle la espalda.
_He soñado hacer esto durante años.
_¿Años? _preguntó ella, divertida.
_Mmmm. Tuve muchísimos sueños contigo después del baile de máscaras.
Myriam se alegró de estar inclinada con la frente apoyada en las rodillas flexionadas, porque se ruborizó.
_Hunde la cabeza para poder lavarte el pelo _le ordenó él.
Ella sumergió la cabeza y volvió a sacarla rápidamente.
Él se frotó el jabón en las manos y empezó a extenderle la espu¬ma por el pelo.
_Lo llevabas más largo antes _comentó.
_Tuve que cortármelo. Lo vendí a un fabricante de pelucas.- No podría asegurarlo, pero creyó oírlo gruñir. _Lo tuve aún más corto _añadió.
_Listo para aclarar.
Ella volvió a hundir la cabeza en el agua y la movió de un lado a otro hasta que tuvo que sacarla fuera para respirar.
Víctor cogió agua en las manos ahuecadas.
_Todavía te queda espuma atrás _dijo, dejando caer el agua sobre el pelo.
Myriam lo dejó repetir la operación varias veces y finalmente le preguntó:
_¿No te vas a meter?
Ésa era una pregunta horrorosamente descarada, y seguro que tenía la cara sonrojada como una frambuesa, pero tenía que saberlo. Él negó con la cabeza.
_Eso pensaba hacer, pero esto es mucho más divertido.
_¿Lavarme? _preguntó ella, dudosa.
A él se le curvó la comisura de la boca en un asomo de sonrisa.
_Me hace bastante ilusión secarte también. _Alargó la mano para coger una enorme toalla blanca_. Arriba.
Myriam se mordió el labio inferior, indecisa. Ya había tenido con él toda la intimidad que pueden tener dos personas, pero no llegaba a tanto su desenfado como para salir desnuda de la bañera sin sentir un poco de pudor.
Víctor sonrió levemente mientras desdoblaba la toalla. La puso extendida delante de ella y desvió la cara.
_Te tendré toda envuelta antes de tener la posibilidad de ver algo.
Myriam hizo una honda inspiración y se levantó, con la extraña sensación de que ese solo acto podría marcar el comienzo del resto de su vida.
Víctor la envolvió en la toalla con suma suavidad y al terminar subió las manos hasta los lados de la cara, y se las pasó por las meji¬llas, donde tenía algunas gotitas de agua; después le acercó la cara y le besó la nariz.
_Me alegra que estés aquí.
_A mí también.
Él le acarició la mejilla, sin dejar de mirarla a los ojos, y ella casi sintió que él le acariciaba los ojos también. Y entonces, con la más suave y tierna de las caricias, la besó en la boca. Myriam no sólo se sintió amada, se sintió adorada.
_Debería esperar hasta el lunes _dijo él_, pero no quiero esperar.
_Y yo no quiero que esperes _susurró ella.
Él volvió a besarla, esta vez con un poco más de urgencia.
_Qué hermosa eres _musitó_. Eres todo lo que he soñado en mi vida.
Sus labios le encontraron la mejilla, el mentón, el cuello y con cada beso, con cada suave succión le fue robando el equilibrio y el aliento. Estaba segura de que le cederían las piernas, le fallarían las fuerzas con ese tierno asalto, y justo cuando estaba convencida de que caería desplomada al suelo, él la levantó en brazos y la llevó a la cama.
_En mi corazón ya eres mi esposa _juró él depositándola sobre los edredones y almohadones.
A Myriam se le cortó el aliento.
_Después nuestra boda será legal, bendecida por Dios y el país _continuó él estirándose a su lado_, pero en este momento... _añadió con la voz más ronca, incorporándose un poco, apoyado en el codo, para mirarla a los ojos_. En este momento es verdadera.
Myriam le acarició la cara.
_Te amo _le susurró_. Siempre te he amado. Creo que te he amado desde antes de conocerte.
Él se inclinó a besarla otra vez, pero ella lo detuvo con un estre¬mecido:
_No, espera.
Él detuvo el movimiento con la boca a unos dedos de sus labios.
_En el baile de máscaras _continuó ella con voz temblorosa_, incluso antes de verte te sentí. Sentí expectación, magia. Había un no sé qué en el aire. Y cuando me giré y tú estabas ahí, fue como si me hubieras estado esperando, y comprendí que tú eras el motivo de que yo me hubiera colado furtivamente en el baile.
Sintió caer una gota en la mejilla, era una sola lágrima, caída de un ojo de él.
_Tú eres la razón de mi existencia _dijo dulcemente_, el motivo de que yo haya nacido.
Él abrió la boca y ella esperó un momento, segura de que diría algo, pero lo único que salió de su boca fue un sonido ronco, entre¬cortado. Comprendió que él estaba tan avasallado que no podía hablar.
Y no supo qué decir.
Entonces Víctor la besó, tratando de demostrar con hechos lo que no podía decir en palabras. No se había imaginado que pudiera amarla más de lo que la amaba hacía cinco segundos, pero cuando ella dijo... cuando ella le dijo...
Se le ensanchó el corazón y llegó a creer que le iba a estallar.
La amaba. Repentinamente el mundo era un lugar muy sencillo. La amaba y eso era lo único que importaba.
Salieron volando su bata y la toalla de ella, y cuando estuvieron piel contra piel la adoró con sus manos y labios. Deseaba que ella comprendiera cuánto la necesitaba y deseaba que ella conociera el mismo deseo.
_Oh, Myriam _gimió, porque su nombre era la única palabra que consiguía decir_. Myriam, Myriam.
Ella le sonrió y él sintió el más extraordinario deseo de reír. Se sentía feliz, comprendió, condenadamente feliz. Y eso era agradable.
Esta vez los dos tenían la intención; habían elegido más que pasión; se habían elegido mutuamente.
_Eres mía _dijo, sin dejar de mirarla a los ojos _. Eres mía.
él le acercó los labios al oído y le susurró_Y yo soy tuyo.
Varias horas después, Myriam bostezó, abrió los ojos y pestañeó para despabilarse, pensando por qué se sentía tan maravillosamente bien, abrigada y...
_¡Víctor! ¿Qué hora es?
Él no contestó, por lo que ella le cogió el hombro y lo sacudió con fuerza.
_ ¡Víctor! ¡Víctor!
_Estoy durmiendo _gruñó él, dándose la vuelta.
_¿Qué hora es?
Él hundió la cara en la almohada.
_No tengo la menor idea.
_Tenía que estar en la casa de tu madre a las siete.
_A las once _masculló él.
_¡A las siete!
Él abrió un ojo, lo que al parecer le costó un enorme esfuerzo.
_Cuando decidiste darte un baño sabías que no lograrías volver a las siete.
_Ya, pero creí que podría volver no muy pasadas las nueve.
Víctor cerró y abrió los ojos varias veces y miró alrededor.
_No creo que logres volver a esa...
Pero ella ya había visto el reloj de la repisa del hogar y estaba agi¬tando la cabeza, sofocada.
_¿Te sientes mal? _le preguntó él.
_¡Son las tres de la mañana!
_Bien podrías pasar la noche aquí, entonces _dijo él son¬riendo.
_ ¡Víctor!
_No querrás incomodar a alguno de los criados, ¿verdad? Están todos bien dormidos, seguro.
_Pero es que...
_Ten piedad, mujer. Nos casaremos la próxima semana _decla¬ró él finalmente.
Eso captó la atención de ella.
_¿La próxima semana? _preguntó con una vocecita aguda. Él trató de poner una expresión seria:
_Es mejor ocuparse de estas cosas rápido.
_¿Por qué?
_¿Porqué? _repitió él.
_Sí, ¿por qué?
_Eh, eh..., para poner fin a los cotilleos y todo eso.
Ella entreabrió los labios y agrandó los ojos.
_¿Crees que lady Whistledown escribirá sobre mí?
_Dios, espero que no.
A ella se le alargó la cara.
_Bueno, supongo que podría. ¿Por qué demonios quieres que escriba sobre ti?
_Llevo años leyendo su columna. Siempre soñé con ver mi nombre en ella.
_Tienes unos sueños muy raros _comentó él, moviendo la cabeza.
_ ¡Víctor!
_Muy bien, sí, me imagino que lady Whistledown informará de nuestra boda, si no antes de la ceremonia, ciertamente muy pronto después. Es diabólica en eso.
_Me encantaría saber quién es.
_A ti y a medio Londres.
_A mí y a todo Londres, diría yo. _Myriam suspiró y añadió, no muy convencida_. Debería irme, de verdad. Tu madre debe de estar preocupada por mí.
_Sabe dónde estás _dijo él, encogiéndose de hombros.
_Pero pensará mal de mí.
_Lo dudo. Te dará más libertad, seguro, tomando en cuenta que nos casaremos dentro de tres días.
_¿Tres días? _exclamó ella_. Creí oírte decir la próxima semana.
_Dentro de tres días es la próxima semana.
Myriam frunció el ceño.
_Ah, tienes razón. ¿El lunes, entonces?
Él asintió, con expresión muy satisfecha.
_Imagínate, apareceré en Whistledown.
Él se incorporó apoyado en un codo y la miró con descon¬fianza:
_¿Te hace ilusión casarte conmigo, o es simplemente la mención en Whistledown lo que te entusiasma tanto?
Ella le dio una traviesa palmada en el hombro.
_En realidad _musitó él, pensativo_, ya has aparecido en Whistledown.
_¿Sí? ¿Cuándo?
_Después del baile de máscaras. Lady Whistledown comentó que yo parecía muy conquistado por una misteriosa dama de vesti¬do plateado. Y que pese a todos sus intentos no había logrado dedu¬cir tu identidad. _Sonrió_. Muy bien podría ser el único secreto de Londres que no ha descubierto.
Al instante Myriam puso la cara seria y se apartó algo más de un palmo de él.
_Ay, Víctor. Tengo que... deseo... es decir... _Desvió la cara un momento y volvió a mirarlo_. Perdona.
Él consideró la posibilidad de atraerla de un tirón a sus brazos, pero ella estaba tan condenadamente seria que no tuvo más remedio que tomarla en serio.
_El no haberte dicho quién era. Fue incorrecto de mi parte. _Se mordió el labio_. Bueno, no incorrecto exactamente.
Él se apartó un poco.
_Si no fue incorrecto, ¿qué fue, entonces?
_No lo sé. No sé explicar exactamente por qué hice lo que hice, pero es que...
Se mordió más el labio. Él ya empezaba a pensar que se haría un daño irremediable en el labio, cuando ella suspiró:
_No te lo dije inmediatamente porque me pareció que no tenía ningún sentido hacerlo. Estaba muy segura de que nos separaríamos tan pronto como nos alejáramos de la propiedad Cavender. Pero entonces tú caíste enfermo, yo tuve que cuidarte y tu no me recono¬ciste y...
Él le puso un dedo sobre los labios.
_No importa.
Ella arqueó las cejas.
_Me parece que la otra noche te importaba muchísimo.
Él no sabía por qué, pero no quería entrar en una conversación seria en ese momento.
_Han cambiado muchas cosas desde entonces.
_¿No quieres saber por qué no te dije quién era?
_Sé quién eres _repuso él, acariciándole la mejilla.
Ella se mordió el labio.
_¿Y quieres oír la parte más divertida? _continuó él_. ¿Sabes uno de los motivos de que yo vacilara tanto en entregarte totalmen¬te el corazón? Había estado reservando una parte de él para la dama del baile de máscaras, siempre con la esperanza de que algún día la encontraría.
_Oh, Víctor _suspiró ella, emocionada por sus palabras, y al mismo tiempo triste por haberlo hecho sufrir tanto.
_Decidir casarme contigo significaba abandonar mi sueño de casarme con ella _musitó él_. Irónico, ¿verdad?
_Lamento haberte hecho sufrir al no reverlarte mi identidad _dijo ella, sin mirarlo a los ojos_, pero no sé si lamento haberlo hecho. ¿Tiene algún sentido eso?
Él no dijo nada.
_Creo que lo volvería a hacer.
Él continuó sin decir nada. Ella comenzó a sentir una inmensa inquietud.
_Me pareció que eso era lo correcto en el momento _prosi¬guió_. Decirte que había estado en el baile de máscaras no habría servido a ninguna finalidad.
_Yo habría sabido la verdad _dijo él dulcemente.
_Sí, ¿y qué habrías hecho con esa verdad? _Se sentó y subió el edredón hasta tenerlo bien cogido bajo los brazos_. Habrías desea¬do que tu misteriosa mujer fuera tu querida, tal como deseaste que la criada fuera tu querida.
Él guardó silencio, sin dejar de mirarla a la cara.
_Supongo que lo que quiero decir _se apresuró a decir ella_, es que si entonces hubiera sabido lo que sé ahora, habría dicho algo. Pero no lo sabía, y pensé que sólo me pondría en posición para sufrir, y... _se atragantó con las últimas palabras y le miró angustia¬da la cara, en busca de algún signo que revelara sus sentimientos_. Por favor, di algo.
_Te amo _dijo él.
Eso era todo lo que ella necesitaba oír.
Epílogo
La fiesta del domingo en la casa Bridgerton será sin duda el aconte¬cimiento de la temporada. Se reunirá toda la familia con unos cien de sus mejores amigos para celebrar el cumpleaños de la vizcondeza viuda.
Se considera grosería mencionar la edad de una dama, por lo tanto esta cronista no revelará qué cumpleaños celebra lady Brid¬gerton.
Pero no temáis, ¡esta Cronista lo sabe!
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 30 de abril de 1824.
Para! ¡Para!
Desternillándose de risa, Myriam bajó corriendo la escalinata de piedra que llevaba al jardín de atrás de la casa Bridgerton. Después de tres hijos y siete años de matrimonio, Víctor todavía la hacía sonreír, todavía la hacía reír, y seguía persiguiéndola por toda la casa siempre que se le presentaba la oportunidad.
_¿Dónde están los niños? _preguntó resollante cuando él le dio alcance en el último peldaño.
_Francesca los está vigilando.
_¿Y tu madre?
Él sonrió de oreja a oreja.
_Yo diría que Francesca la está vigilando también.
_Cualquiera podría sorprendernos aquí _dijo ella, mirando a uno y otro lado.
La sonrisa de él se tornó pícara.
_Tal vez _dijo, cogiéndole la falda de terciopelo verde y enro¬llándola en ella_ deberíamos retirarnos a la terraza privada.
Esas palabras tan conocidas no tardaron más de un segundo en transportarla al baile de máscaras, nueve años atrás.
_¿La terraza privada, dice? _preguntó, sus ojos bailando travie¬sos_ ¿Y cómo sabe, por favor, de la existencia de una terraza privada?
Él le rozó los labios con los de él.
_Digamos que tengo mis métodos _susurró.
_Y yo tengo mis secretos _repuso ella, sonriendo pícara. Él se apartó un poco.
_¿Ah, sí? ¿Y me los vas a contar?
_Los cinco _dijo ella, asintiendo_ vamos a ser seis.
Él le miró atentamente la cara y luego le miró el vientre.
_¿Estás segura?
_Tan segura como estaba la última vez.
Él le cogió una mano y se la llevó a los labios.
_Éste será una niña.
_Eso fue lo que dijiste la última vez.
_Lo sé, pero...
_Y la vez anterior.
_Tanta más razón para que las probabilidades estén a mi favor esta vez.
_Me alegra que no seas un jugador _dijo ella moviendo la cabeza.
Él sonrió ante eso.
_No se lo digamos a nadie aún.
_Creo que unas cuantas personas ya lo sospechan _reconoció ella.
_Quiero ver cuánto tarda en descubrirlo esa mujer Whistle¬down _dijo Víctor.
_¿Lo dices en serio?
_La maldita mujer descubrió lo de Diego, descubrió lo de Alexander y descubrió lo de Santiago.
Sonriendo, Myriam se dejó llevar hacia las sombras del jardín.
_¿Te das cuenta de que me han mencionado doscientas treinta y dos veces en Whistledown?
Él paró en seco.
_¿Has llevado la cuenta?
_Doscientas treinta y tres si contamos la vez después del baile de máscaras.
_No me puedo creer que las hayas contado.
Ella hizo un despreocupado encogimiento de hombros.
_Es emocionante ser mencionada.
Víctor encontraba horriblemente molesto ser mencionado, pero no le iba a aguar el placer diciéndoselo, por lo que simplemen¬te dijo:
_Por lo menos siempre escribe cosas simpáticas de ti. Si no, podría tener que darle caza y expulsarla del país.
Myriam no pudo evitar sonreír.
_Vamos, por favor. No creo que lograras descubrir su identi¬dad; nadie de la alta sociedad lo ha logrado.
Él arqueó una arrogante ceja:
_Eso no parece reflejar el cariño y la fe de una esposa.
Ella hizo como si estuviera examinando atentamente uno de su guantes.
_No tienes para qué gastar energía en eso. Evidentemente es muy buena en lo que hace.
_Bueno, no se enterará de lo de Violeta _juró Víctor_. Al menos no antes de que sea evidente al resto del mundo.
_¿Violeta? _preguntó Myriam dulcemente.
_Ya es hora de que mi madre tenga un descendiente que lleve su nombre, ¿no te parece?
Myriam se abrazó a él, apoyando la mejilla en su camisa de lino almidonada.
_Encuentro precioso el nombre Violeta _musitó, acomodán¬dose más en el refugio de sus brazos_. Es de esperar que sea una niña. Porque si es un niño, no nos lo perdonará jamás.
Esa noche, en una casa del mejor barrio de Londres, una mujer cogió su pluma y escribió:
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown 3 de mayo de 1824.
Ah, amables Lectores, esta cronista se ha enterado de que el número de nietos Bridgerton muy pronto va a aumentar de diez a once.
Pero cuando intentó seguir escribiendo, lo único que pudo hacer fue cerrar los ojos y exhalar un suspiro. Llevaba mucho tiempo haciendo eso. ¿Podía ser posible que ya fueran once años?
Tal vez era hora de pasar a otra cosa. Estaba cansada de escribir acerca de todos los demás. Era hora de que comenzara a vivir su pro¬pia vida.
Así pues, dejando su pluma, lady Whistledown se dirigió a la ventana, abrió las cortinas verde salvia y contempló el negro cielo nocturno.
_Es hora de que haga algo distinto _susurró_. Es hora de que por fin sea yo misma.
Fin
Ojala les haya gustado esta historia muy conocida
Me han dicho que lady Bridgerton se ha marchado de la ciudad. Lo mismo dicen de lady Penwood. Muy interesante.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 18 de junio de 1817.
Víctor decidió que nunca había querido más a su madre que en ese momento.
Se esforzaba en no sonreír, pero eso le resultaba sumamente di¬fícil viendo resollar sofocada a lady Penwood como un pez fuera del agua.
El magistrado miró a lady Bridgerton con los ojos desorbitados.
_¿No querrá insinuar que arreste a la condesa?
_No, claro que no _repuso Violeta_. Quedaría en libertad. La aristocracia rara vez paga sus delitos. Pero _añadió, ladeando lige¬ramente la cabeza y echando una rápida e intencionada mirada a lady Penwood_, si la arrestara, sería terriblemente vergonzoso lo que diría al defenderse de las acusaciones.
_¿Qué quiere decir? _le preguntó lady Penwood con los dien¬tes apretados.
Violeta se dirigió al magistrado:
_¿Podría hablar un momento a solas con lady Penwood?
_Ciertamente, milady _repuso él, haciéndole una brusca venia_. ¡Todos fuera! _ladró a los demás.
_No, no _dijo Violeta con una dulce sonrisa a la vez que le ponía en la palma de la mano algo que tenía muchas trazas de ser un billete de libra_. Mi familia puede quedarse.
Sonrojándose levemente, el magistrado cogió del brazo al alcai¬de y se lo llevó por el otro corredor.
_Ya está _musitó Violeta_. ¿Dónde estábamos?
Víctor sonrió de oreja a oreja, orgulloso, al ver a su madre acercarse a lady Penwood y mirarla fijamente hasta hacerla bajar los ojos. Miró hacia Myriam y vio que ésta tenía la boca abierta.
_Mi hijo se va a casar con Myriam _dijo Violeta_, y usted le va a decir a todo el mundo que quiera escuchar que ella era la pupila de su difunto marido.
_Jamás mentiré por ella _replicó lady Penwood.
_Muy bien _dijo Violeta, encogiéndose de hombros_. Enton¬ces puede esperar que mis abogados comiencen de inmediato a ave¬riguar el paradero de la dote de Myriam. Después de todo, Víctor tendrá derecho a ella una vez que se casen.
_Si alguien me lo pregunta _dijo lady Penwood entre dien¬tes_, confirmaré cualquier historia que ustedes echen a correr. Pero no espere que haga un esfuerzo por ayudarla.
Violeta simuló estar rumiando eso un momento y luego dijo:
_Excelente, creo que eso irá muy bien. _Se giró hacia su hijo_. ¿Víctor?
Él asintió enérgicamente, y su madre volvió a girarse hacia lady Penwood.
_El padre de Myriam se llamaba Diego Montemayor y era un primo lejano del conde, ¿verdad?
Lady Penwood dio la impresión de haberse tragado una almeja podrida, pero asintió.
Violeta dio ostentosamente la espalda a la condesa y dijo:
_No me cabe duda de que los miembros de la alta sociedad la considerarán poco elegante, puesto que nadie sabrá nada de su fami¬lia, pero por lo menos será respetable. Después de todo _añadió, y se giró a obsequiar con una radiante sonrisa a Aislin_, existe esa conexión con los Penwood.
Aislin emitió un extraño sonido, muy parecido a gruñido. Víctor tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no echarse a reir.
_¡Eh, magistrado! _gritó Violeta, y cuando el hombre reapare¬ció a toda prisa en el corredor, le sonrió bravamente y le dijo_:
_Creo que ya está concluido mi trabajo aquí.
Él exhaló un suspiro de alivio.
_¿Entonces no tengo que arrestar a nadie?
_Parece que no.
Él se apoyó en la pared, prácticamente desmoronado de alivio.
_Bueno, yo me marcho _anunció lady Penwood, como si alguien fuera a echarla de menos. Se volvió hacia su hija con ojos furiosos_. Vamos, Penelope.
Víctor vio cómo el color abandonaba la cara de Penelope, pero antes de que él pudiera intervenir, Myriam dio un salto hacia de¬lante.
_¡Lady Bridgerton! _exclamó, justo en el momento en que Aislin decía a Penelope:
_¡Muévete, nos vamos!
_¿Sí, cariño?
Myriam cogió el brazo de Violeta y la acercó para susurrarle algo al oído.
_Muy bien _dijo Violeta y se giró hacia Penelope. _¿Señorita Gunningworth?
_En realidad soy señorita Reiling _enmendó Penelope_. El con¬de no me adoptó.
_Muy bien, señorita Reiling. ¿Qué edad tiene?
_Veintiún años, milady.
_Bueno, ésa ya es una edad para que tome sus propias decisio¬nes. ¿Le gustaría venir a pasar unos días en mi casa?
_¡Oh, sí!
_Penelope, ¡no tienes permiso para ir a vivir con los Bridgerton! _bramó Aislin.
_Creo que me iré antes de Londres esta temporada –continuó Violeta dirigiéndose a Penelope, sin hacer caso de Aislin_. ¿Le gusta¬ría pasar con nosotros una larga estancia en Kent?
Penelope se apresuró a asentir.
_Se lo agradecería muchísimo.
_Arreglado, entonces.
_No hay nada arreglado _ladró Aislin_. Es mi hija y...
_Víctor _dijo lady Bridgerton en tono algo aburrido_, ¿cómo se llama mi abogado?
_Ve _espetó Aislin a Penelope_. Y no vuelvas jamás a oscure¬cer mi puerta.
Por primera vez en toda la reunión, Penelope pareció un poco asus¬tada. Y el susto empeoró cuando Aislin se puso frente a ella y le siseó muy cerca de la cara:
_Si te vas con ellos ahora, estás muerta para mí. ¿Entiendes? ¡Muerta!
Penelope miró aterrada a Violeta, la que se apresuró a acercársele y a entrelazar su brazo con el de ella.
_No pasa nada, Penelope _le dijo dulcemente_. Puedes vivir con nosotros todo el tiempo que quieras.
Myriam también se le acercó y le cogió el brazo libre.
_Ahora sí que seremos hermanas de verdad _le dijo, dándole un beso en la mejilla.
_Oh, Myriam _sollozó Penelope, con los ojos anegados en lágri¬mas_. Perdona, lo siento tanto. Nunca te defendí. Debería haber dicho algo. Debería haber hecho algo, pero...
_Eras una niña _la interrumpió Myriam, negando con la cabe¬za_. Yo era también una niña. Y sé mejor que nadie lo difícil que es desafiarla _añadió mirando duramente a Aislin.
_No me hables así _chilló Aislin, levantando la mano como para golpearla.
_¡Eh, eh! _intervino Violeta_. Los abogados, lady Penwood. No olvide a los abogados.
Aislin bajó la mano, pero su expresión daba a entender que igual estallaría en llamas espontáneamente en cualquier momento.
_¿Víctor? ¿Cuánto tardaríamos en llegar a las oficinas de nuestros abogados?
Sonriendo para sus adentros, él se pasó la mano por el mentón, pensativo.
_No es muy lejos. ¿Veinte minutos? Treinta si hay mucho atas¬co en las calles.
Aislin se estremeció de rabia y dirigió sus palabras a Violeta:
_Llévesela, entonces. Para mí nunca ha sido otra cosa que decepción. Y puede esperar estar clavada con ella hasta el día de su muerte, puesto que no hay ninguna probabilidad de que alguien le pida la mano. He tenido que sobornar a hombres sólo para que la saquen a bailar.
Y entonces ocurrió algo de lo más extraño. Myriam empezó a temblar, se le puso la cara roja, le rechinaron los dientes y le salió un increíble rugido por la boca. Y antes de que a alguien se le ocurriera siquiera intervenir, se abalanzó sobre Aislin y le enterró el puño en el ojo, arrojándola al suelo.
Víctor había pensado que nunca nada podría sorprenderlo más que la vena maquiavélica que acababa de descubrir en su madre.
Estaba equivocado.
_Eso no es por robarme la dote _siseó Myriam_. No es por todas las veces que intentó expulsarme de mi casa antes de que murie¬ra mi padre. Y no es por haberme convertido en su esclava personal.
_Ehh, Myriam _dijo Víctor apaciblemente_. ¿Por qué, entonces?
_Por no amar igual a sus dos hijas _contestó Myriam, sin apar¬tar los ojos de la cara de Aislin.
Penelope se puso a hipar, llorando desconsolada.
_Hay un lugar especial en el infierno para las madres como usted _dijo Myriam, con voz peligrosamente grave.
_Han de saber _graznó el magistrado_, que tenemos urgente necesidad de desocupar esta celda para el próximo ocupante.
_Tiene razón _dijo Violeta, poniéndose rápidamente delante de Myriam, no fuera a decidir empezar a dar de patadas a Aislin_. ¿Hay alguna pertenencia que desees ir a recoger? _preguntó a Penelope.
Penelope negó con la cabeza.
A Violeta se le tornaron tristes los ojos, y le apretó suavemente la mano.
_Nosotros te haremos nuevos recuerdos, querida mía.
Aislin se puso de pie y, después de lanzar una horrible mira¬da de furia a Penelope, se marchó pisando fuerte.
_Bueno _dijo Violeta, plantándose las manos en las caderas_. Creí que no se iba a ir nunca.
_No muevas ni un solo músculo _susurró Víctor a Myriam, quitándole el brazo de la cintura. Después fue a ponerse al lado de su madre.
_¿Te he dicho últimamente lo mucho que te quiero? _le susu¬rró al oído.
_No, pero lo sé de todos modos _repuso ella, con una sonrisa satisfecha.
_¿Te he dicho que eres la mejor de las madres?
_No, pero eso también lo sé.
_Estupendo _dijo él dándole un beso en la mejilla_. Gracias. Es un privilegio ser tu hijo.
Entonces su madre, que se había mantenido firme todo ese tiem¬po demostrando que era la menos sentimental y la más práctica e ingeniosa de todos ellos, se echó a llorar.
_¿Qué le has dicho? _le preguntó Myriam a Víctor.
_No pasa nada _dijo Violeta, sorbiendo por la nariz_. Es..._Estrechó en sus brazos a Víctor_. Yo también te quiero.
_Ésta es una familia maravillosa _comentó Penelope a Myriam. Myriam giró la cabeza para mirarla.
_Lo sé _dijo.
Una hora después, Myriam estaba en la sala de estar de Víctor, sen¬tada en el mismo sofá donde perdiera la inocencia sólo hacía unas semanas. Lady Bridgerton había manifestado sus dudas respecto a la prudencia (y decoro) de que ella fuera a la casa de Víctor sola, pero él la miró con tal expresión que se apresuró a dar marcha atrás y sólo puso la condición de que estuviera de vuelta en casa a las siete.
Eso les daba una hora para estar juntos.
_Lo siento _dijo en el instante en que su trasero tocaba el sofá.
Durante el trayecto a casa en coche, por algún inexplicable moti¬vo, no habían hablado nada. Vinieron cogidos de las manos y Víctor le había besado los dedos, pero ninguno de los dos dijo nada. Para ella eso fue un alivio. No se sentía preparada para decir pala¬bras. En la prisión le había resultado fácil hablar, con toda la con¬moción y las muchas personas, pero en ese momento, a solas con él, no se le ocurrió nada, aparte del «Lo siento».
_No, yo lo siento _contestó él, sentándose a su lado y cogién¬dole las manos.
_No, yo... _de pronto sonrió_. Esto es muy tonto.
_Te amo _dijo él.
Ella entreabrió los labios.
_Quiero casarme contigo.
Ella dejó de respirar.
_Y no me importan tus padres ni el pacto de mi madre con lady Penwood para hacerte respetable. _La miró con los ojos ardientes de amor_. Me habría casado contigo fuera como fuera.
Myriam pestañeó. Sentía calientes y grandes las lágrimas en los ojos, y tuvo la molesta sospecha de que estaba a punto de hacer el ridículo lloriqueando y mojándolo entero. Consiguió pronunciar su nombre, pero no supo qué más decir.
Víctor le apretó las manos.
_No podríamos haber vivido en Londres, lo sé, pero no tenemos ninguna necesidad de vivir en Londres. Siempre que pensaba en lo que verdaderamente necesitaba en mi vida, no lo que deseaba sino lo que necesitaba, lo único que aparecía en mi mente eras tú.
_Eh...
_No, déjame terminar _dijo él, con la voz sospechosamente ronca_. No debería haberte pedido que fueras mi querida. Eso no fue correcto de mi parte.
_Víctor, ¿qué otra cosa podrías haber hecho? _le dijo ella dulcemente_. Me creías una sirvienta. En un mundo perfecto podríamos habernos casado, pero éste no es un mundo perfecto. Los hombres como tú no se casan con...
_Bueno, no fue incorrecto pedírtelo, entonces _dijo él. Trató de sonreír, y la sonrisa le salió sesgada_. Habría sido un tonto si no te lo hubiera pedido. Te deseaba tanto, tanto, y creo que ya te amaba. Y..
_Víctor, no tienes por qué...
_¿Explicártelo? Sí que tengo. No debería haber insistido des¬pués que rechazaste mi proposición. Fui injusto al pedírtelo, sobre todo cuando los dos sabíamos que yo tendría que casarme final¬mente. Moriría antes que compartirte con otro. ¿Cómo podía pedir¬te que hicieras eso tú?
Ella alargó la mano y le quitó algo de la mejilla. Cielo santo, ¿estaba llorando? Ni recordaba la última vez que lloró. ¿Cuando murió su padre, tal vez? Pero incluso entonces, derramó sus lágri¬mas en privado.
_Hay muchos motivos para amarte _le dijo, marcando cada palabra con esmerada precisión.
Sabía que la había conquistado; ella no iba a huir, sería su espo¬sa. Pero de todos modos quería que el momento fuera perfecto. Un hombre sólo tiene una oportunidad para declararse a su verdadero amor, y él no quería estropearla.
_Pero una de las cosas que más me gustan _continuó _ es que te conoces. Sabes quién eres y lo que vales. Tienes principios, Myriam, y te atienes a ellos. _Se llevó una mano a los labios para besar¬la_. Eso es muy excepcional.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y él deseó abrazarla inmediatamente, pero tenía que terminar. Eran muchas las palabras que bullían dentro de él y tenía que decirlas todas.
_Además _le dijo, en voz más baja_, te tomas el tiempo para verme, para conocerme. A mí, a Víctor, no al señor Bridgerton, no al Número Dos. A Víctor.
Ella le acarició la mejilla.
_Eres la persona más maravillosa que conozco. Adoro a tu familia, pero a ti te amo.
Él la estrechó en sus brazos, no pudo evitarlo. Tenía que sentir¬la en sus brazos, cerciorarse de que estaba ahí y que siempre estaría ahí, con él, a su lado, hasta que la muerte los separara. Era raro, pero sentía la extrañísima necesidad de abrazarla, simplemente abrazarla.
La deseaba, por supuesto. Siempre la deseaba. Pero más que eso, deseaba abrazarla, olerla, sentirla.
Su presencia lo consolaba, comprendió. No necesitaban hablar. Ni siquiera necesitaban acariciarse aunque no iba a soltarla. Dicho simplemente, era un hombre más feliz, y muy posiblemente un hombre mejor, cuando ella estaba cerca.
Hundió la cara en su pelo, aspirando su aroma; olía a... Olía a...
Se apartó.
_¿Te apetecería darte un baño?
A ella le subieron los colores al instante, se puso roja.
_Oh, no _gimió, apagando las palabras al cubrirse la boca con la mano_. Era terrible la suciedad en la celda, tuve que dormir en el suelo y...
_No me digas nada más _dijo él.
_ Pero...
_Por favor.
Si oía una cosa más podría tener que matar a alguien. Mientras ella no hubiera sufrido un daño permanente, prefería no conocer los detalles.
_Creo _dijo, con un primer asomo de sonrisa en la comisura izquierda de la boca_ que deberías darte un baño.
_Muy bien _asintió ella, poniéndose de pie_. Me iré derecho a la casa de tu mad...
_Aquí.
_¿Aquí?
A él se le extendió la sonrisa hasta la comisura derecha.
_Aquí.
_Pero le dijimos a tu madre...
_Que estarías en casa a las nueve.
_Creo que dijo a las siete.
_¿Sí? Qué raro, yo oí nueve.
_Víctor...
Él le cogió la mano y la tironeó hacia la puerta.
_Siete suena tremendamente parecido a nueve.
_Víctor...
_En realidad, suena más parecido a once.
_ ¡Víctor!
Él la dejó junto a la puerta.
_Quédate aquí.
_¿Que?
_No muevas ni un solo músculo _dijo él acariciándole la nariz con un dedo.
Myriam lo observó indecisa salir al corredor. Sólo tardó dos minutos en volver.
_¿Adónde fuiste?
_A ordenar que prepararan un baño.
_Pero...
Él la miró con ojos muy, muy pícaros.
_Para dos.
Ella tragó saliva.
_Dio la casualidad de que ya estaban calentando agua.
_¿Sí?
_No tardarán más de unos minutos en llenar la bañera.
Ella miró hacia la puerta principal.
_Ya son casi las siete.
_Pero tengo permiso para tenerte hasta las doce.
_ ¡Víctor!
Él la acercó hacia él.
_Quieres quedarte.
_No he dicho eso.
_No tienes para qué. Si de verdad no estuvieras de acuerdo con¬migo habrías hecho algo más que decir «¡Víctor!».
Ella no tuvo más remedio que sonreír; él le imitaba muy bien la voz.
Él curvó la boca en una sonrisa traviesa.
_¿Me equivoco?
Ella desvió la vista, pero se le curvaron los labios.
_Creo que no _musitó él. Le hizo un gesto con la cabeza hacia la escalera_. Ven conmigo.
Ella fue.
Ante la gran sorpresa de Myriam, Víctor salió de la habitación para que ella se desvistiera. Retuvo el aliento cuando se sacó el vestido por la cabeza. Él tenía razón, olía fatal.
La doncella que preparó el baño había perfumado el agua con aceite aromático y un jabón espumoso que formaba burbujas en la superficie.
Cuando terminó de quitarse la ropa, metió un dedo del pie en el agua caliente. El resto del cuerpo no tardó en seguirlo.
Cielos. Era difícil creer que se había bañado sólo hacía dos días. Una noche en la cárcel la hacía sentirse como si fuera un año que no se bañaba.
Trató de despejarse la mente y disfrutar del placer del momento, pero le resultaba difícil disfrutar con la sensación de expectación que le iba aumentando en las venas. Cuando decidió quedarse sabía que Víctor planeaba unirse con ella. Podría haberse negado; con todos sus mimos y halagos, él la habría llevado de vuelta a la casa de su madre.
Pero ella había decidido quedarse. En algún momento, entre la puerta de la sala de estar y la escalera, comprendió que «deseaba» quedarse. Un larguísimo camino había llevado a ese momento, y no estaba nada dispuesta a renunciar a él, ni aunque sólo fuera hasta la mañana siguiente, cuando con toda seguridad él iría a desayunar en casa de su madre.
Vendría pronto. Y cuando estuviera...
Se estremeció. Dentro de la bañera con agua caliente, se estre¬meció. Y cuando se estaba sumergiendo más en el agua, para que le cubriera los hombros y el cuello, e incluso hasta la nariz, oyó abrir¬ se la puerta.
Víctor. Llevaba una bata verde oscuro atada con cinturón.
Estaba descalzo, y las piernas desnudas de rodilla para abajo.
_Espero que no te importe si hago destruir eso _dijo él indi¬cando el vestido que estaba en el suelo.
Ella le sonrió y negó con la cabeza. No era eso lo que había espera¬do que dijera, y comprendió que él lo había dicho para tranquilizarla.
_Enviaré a alguien a buscarte otro.
_ Gracias.
Se movió ligeramente hacia un lado para hacerle espacio a él, pero él la sorprendió colocándose en el extremo de la bañera, a su espalda.
_Inclínate _le dijo él en voz baja.
Ella se inclinó, y suspiró de placer cuando él comenzó a lavarle la espalda.
_He soñado hacer esto durante años.
_¿Años? _preguntó ella, divertida.
_Mmmm. Tuve muchísimos sueños contigo después del baile de máscaras.
Myriam se alegró de estar inclinada con la frente apoyada en las rodillas flexionadas, porque se ruborizó.
_Hunde la cabeza para poder lavarte el pelo _le ordenó él.
Ella sumergió la cabeza y volvió a sacarla rápidamente.
Él se frotó el jabón en las manos y empezó a extenderle la espu¬ma por el pelo.
_Lo llevabas más largo antes _comentó.
_Tuve que cortármelo. Lo vendí a un fabricante de pelucas.- No podría asegurarlo, pero creyó oírlo gruñir. _Lo tuve aún más corto _añadió.
_Listo para aclarar.
Ella volvió a hundir la cabeza en el agua y la movió de un lado a otro hasta que tuvo que sacarla fuera para respirar.
Víctor cogió agua en las manos ahuecadas.
_Todavía te queda espuma atrás _dijo, dejando caer el agua sobre el pelo.
Myriam lo dejó repetir la operación varias veces y finalmente le preguntó:
_¿No te vas a meter?
Ésa era una pregunta horrorosamente descarada, y seguro que tenía la cara sonrojada como una frambuesa, pero tenía que saberlo. Él negó con la cabeza.
_Eso pensaba hacer, pero esto es mucho más divertido.
_¿Lavarme? _preguntó ella, dudosa.
A él se le curvó la comisura de la boca en un asomo de sonrisa.
_Me hace bastante ilusión secarte también. _Alargó la mano para coger una enorme toalla blanca_. Arriba.
Myriam se mordió el labio inferior, indecisa. Ya había tenido con él toda la intimidad que pueden tener dos personas, pero no llegaba a tanto su desenfado como para salir desnuda de la bañera sin sentir un poco de pudor.
Víctor sonrió levemente mientras desdoblaba la toalla. La puso extendida delante de ella y desvió la cara.
_Te tendré toda envuelta antes de tener la posibilidad de ver algo.
Myriam hizo una honda inspiración y se levantó, con la extraña sensación de que ese solo acto podría marcar el comienzo del resto de su vida.
Víctor la envolvió en la toalla con suma suavidad y al terminar subió las manos hasta los lados de la cara, y se las pasó por las meji¬llas, donde tenía algunas gotitas de agua; después le acercó la cara y le besó la nariz.
_Me alegra que estés aquí.
_A mí también.
Él le acarició la mejilla, sin dejar de mirarla a los ojos, y ella casi sintió que él le acariciaba los ojos también. Y entonces, con la más suave y tierna de las caricias, la besó en la boca. Myriam no sólo se sintió amada, se sintió adorada.
_Debería esperar hasta el lunes _dijo él_, pero no quiero esperar.
_Y yo no quiero que esperes _susurró ella.
Él volvió a besarla, esta vez con un poco más de urgencia.
_Qué hermosa eres _musitó_. Eres todo lo que he soñado en mi vida.
Sus labios le encontraron la mejilla, el mentón, el cuello y con cada beso, con cada suave succión le fue robando el equilibrio y el aliento. Estaba segura de que le cederían las piernas, le fallarían las fuerzas con ese tierno asalto, y justo cuando estaba convencida de que caería desplomada al suelo, él la levantó en brazos y la llevó a la cama.
_En mi corazón ya eres mi esposa _juró él depositándola sobre los edredones y almohadones.
A Myriam se le cortó el aliento.
_Después nuestra boda será legal, bendecida por Dios y el país _continuó él estirándose a su lado_, pero en este momento... _añadió con la voz más ronca, incorporándose un poco, apoyado en el codo, para mirarla a los ojos_. En este momento es verdadera.
Myriam le acarició la cara.
_Te amo _le susurró_. Siempre te he amado. Creo que te he amado desde antes de conocerte.
Él se inclinó a besarla otra vez, pero ella lo detuvo con un estre¬mecido:
_No, espera.
Él detuvo el movimiento con la boca a unos dedos de sus labios.
_En el baile de máscaras _continuó ella con voz temblorosa_, incluso antes de verte te sentí. Sentí expectación, magia. Había un no sé qué en el aire. Y cuando me giré y tú estabas ahí, fue como si me hubieras estado esperando, y comprendí que tú eras el motivo de que yo me hubiera colado furtivamente en el baile.
Sintió caer una gota en la mejilla, era una sola lágrima, caída de un ojo de él.
_Tú eres la razón de mi existencia _dijo dulcemente_, el motivo de que yo haya nacido.
Él abrió la boca y ella esperó un momento, segura de que diría algo, pero lo único que salió de su boca fue un sonido ronco, entre¬cortado. Comprendió que él estaba tan avasallado que no podía hablar.
Y no supo qué decir.
Entonces Víctor la besó, tratando de demostrar con hechos lo que no podía decir en palabras. No se había imaginado que pudiera amarla más de lo que la amaba hacía cinco segundos, pero cuando ella dijo... cuando ella le dijo...
Se le ensanchó el corazón y llegó a creer que le iba a estallar.
La amaba. Repentinamente el mundo era un lugar muy sencillo. La amaba y eso era lo único que importaba.
Salieron volando su bata y la toalla de ella, y cuando estuvieron piel contra piel la adoró con sus manos y labios. Deseaba que ella comprendiera cuánto la necesitaba y deseaba que ella conociera el mismo deseo.
_Oh, Myriam _gimió, porque su nombre era la única palabra que consiguía decir_. Myriam, Myriam.
Ella le sonrió y él sintió el más extraordinario deseo de reír. Se sentía feliz, comprendió, condenadamente feliz. Y eso era agradable.
Esta vez los dos tenían la intención; habían elegido más que pasión; se habían elegido mutuamente.
_Eres mía _dijo, sin dejar de mirarla a los ojos _. Eres mía.
él le acercó los labios al oído y le susurró_Y yo soy tuyo.
Varias horas después, Myriam bostezó, abrió los ojos y pestañeó para despabilarse, pensando por qué se sentía tan maravillosamente bien, abrigada y...
_¡Víctor! ¿Qué hora es?
Él no contestó, por lo que ella le cogió el hombro y lo sacudió con fuerza.
_ ¡Víctor! ¡Víctor!
_Estoy durmiendo _gruñó él, dándose la vuelta.
_¿Qué hora es?
Él hundió la cara en la almohada.
_No tengo la menor idea.
_Tenía que estar en la casa de tu madre a las siete.
_A las once _masculló él.
_¡A las siete!
Él abrió un ojo, lo que al parecer le costó un enorme esfuerzo.
_Cuando decidiste darte un baño sabías que no lograrías volver a las siete.
_Ya, pero creí que podría volver no muy pasadas las nueve.
Víctor cerró y abrió los ojos varias veces y miró alrededor.
_No creo que logres volver a esa...
Pero ella ya había visto el reloj de la repisa del hogar y estaba agi¬tando la cabeza, sofocada.
_¿Te sientes mal? _le preguntó él.
_¡Son las tres de la mañana!
_Bien podrías pasar la noche aquí, entonces _dijo él son¬riendo.
_ ¡Víctor!
_No querrás incomodar a alguno de los criados, ¿verdad? Están todos bien dormidos, seguro.
_Pero es que...
_Ten piedad, mujer. Nos casaremos la próxima semana _decla¬ró él finalmente.
Eso captó la atención de ella.
_¿La próxima semana? _preguntó con una vocecita aguda. Él trató de poner una expresión seria:
_Es mejor ocuparse de estas cosas rápido.
_¿Por qué?
_¿Porqué? _repitió él.
_Sí, ¿por qué?
_Eh, eh..., para poner fin a los cotilleos y todo eso.
Ella entreabrió los labios y agrandó los ojos.
_¿Crees que lady Whistledown escribirá sobre mí?
_Dios, espero que no.
A ella se le alargó la cara.
_Bueno, supongo que podría. ¿Por qué demonios quieres que escriba sobre ti?
_Llevo años leyendo su columna. Siempre soñé con ver mi nombre en ella.
_Tienes unos sueños muy raros _comentó él, moviendo la cabeza.
_ ¡Víctor!
_Muy bien, sí, me imagino que lady Whistledown informará de nuestra boda, si no antes de la ceremonia, ciertamente muy pronto después. Es diabólica en eso.
_Me encantaría saber quién es.
_A ti y a medio Londres.
_A mí y a todo Londres, diría yo. _Myriam suspiró y añadió, no muy convencida_. Debería irme, de verdad. Tu madre debe de estar preocupada por mí.
_Sabe dónde estás _dijo él, encogiéndose de hombros.
_Pero pensará mal de mí.
_Lo dudo. Te dará más libertad, seguro, tomando en cuenta que nos casaremos dentro de tres días.
_¿Tres días? _exclamó ella_. Creí oírte decir la próxima semana.
_Dentro de tres días es la próxima semana.
Myriam frunció el ceño.
_Ah, tienes razón. ¿El lunes, entonces?
Él asintió, con expresión muy satisfecha.
_Imagínate, apareceré en Whistledown.
Él se incorporó apoyado en un codo y la miró con descon¬fianza:
_¿Te hace ilusión casarte conmigo, o es simplemente la mención en Whistledown lo que te entusiasma tanto?
Ella le dio una traviesa palmada en el hombro.
_En realidad _musitó él, pensativo_, ya has aparecido en Whistledown.
_¿Sí? ¿Cuándo?
_Después del baile de máscaras. Lady Whistledown comentó que yo parecía muy conquistado por una misteriosa dama de vesti¬do plateado. Y que pese a todos sus intentos no había logrado dedu¬cir tu identidad. _Sonrió_. Muy bien podría ser el único secreto de Londres que no ha descubierto.
Al instante Myriam puso la cara seria y se apartó algo más de un palmo de él.
_Ay, Víctor. Tengo que... deseo... es decir... _Desvió la cara un momento y volvió a mirarlo_. Perdona.
Él consideró la posibilidad de atraerla de un tirón a sus brazos, pero ella estaba tan condenadamente seria que no tuvo más remedio que tomarla en serio.
_El no haberte dicho quién era. Fue incorrecto de mi parte. _Se mordió el labio_. Bueno, no incorrecto exactamente.
Él se apartó un poco.
_Si no fue incorrecto, ¿qué fue, entonces?
_No lo sé. No sé explicar exactamente por qué hice lo que hice, pero es que...
Se mordió más el labio. Él ya empezaba a pensar que se haría un daño irremediable en el labio, cuando ella suspiró:
_No te lo dije inmediatamente porque me pareció que no tenía ningún sentido hacerlo. Estaba muy segura de que nos separaríamos tan pronto como nos alejáramos de la propiedad Cavender. Pero entonces tú caíste enfermo, yo tuve que cuidarte y tu no me recono¬ciste y...
Él le puso un dedo sobre los labios.
_No importa.
Ella arqueó las cejas.
_Me parece que la otra noche te importaba muchísimo.
Él no sabía por qué, pero no quería entrar en una conversación seria en ese momento.
_Han cambiado muchas cosas desde entonces.
_¿No quieres saber por qué no te dije quién era?
_Sé quién eres _repuso él, acariciándole la mejilla.
Ella se mordió el labio.
_¿Y quieres oír la parte más divertida? _continuó él_. ¿Sabes uno de los motivos de que yo vacilara tanto en entregarte totalmen¬te el corazón? Había estado reservando una parte de él para la dama del baile de máscaras, siempre con la esperanza de que algún día la encontraría.
_Oh, Víctor _suspiró ella, emocionada por sus palabras, y al mismo tiempo triste por haberlo hecho sufrir tanto.
_Decidir casarme contigo significaba abandonar mi sueño de casarme con ella _musitó él_. Irónico, ¿verdad?
_Lamento haberte hecho sufrir al no reverlarte mi identidad _dijo ella, sin mirarlo a los ojos_, pero no sé si lamento haberlo hecho. ¿Tiene algún sentido eso?
Él no dijo nada.
_Creo que lo volvería a hacer.
Él continuó sin decir nada. Ella comenzó a sentir una inmensa inquietud.
_Me pareció que eso era lo correcto en el momento _prosi¬guió_. Decirte que había estado en el baile de máscaras no habría servido a ninguna finalidad.
_Yo habría sabido la verdad _dijo él dulcemente.
_Sí, ¿y qué habrías hecho con esa verdad? _Se sentó y subió el edredón hasta tenerlo bien cogido bajo los brazos_. Habrías desea¬do que tu misteriosa mujer fuera tu querida, tal como deseaste que la criada fuera tu querida.
Él guardó silencio, sin dejar de mirarla a la cara.
_Supongo que lo que quiero decir _se apresuró a decir ella_, es que si entonces hubiera sabido lo que sé ahora, habría dicho algo. Pero no lo sabía, y pensé que sólo me pondría en posición para sufrir, y... _se atragantó con las últimas palabras y le miró angustia¬da la cara, en busca de algún signo que revelara sus sentimientos_. Por favor, di algo.
_Te amo _dijo él.
Eso era todo lo que ella necesitaba oír.
Epílogo
La fiesta del domingo en la casa Bridgerton será sin duda el aconte¬cimiento de la temporada. Se reunirá toda la familia con unos cien de sus mejores amigos para celebrar el cumpleaños de la vizcondeza viuda.
Se considera grosería mencionar la edad de una dama, por lo tanto esta cronista no revelará qué cumpleaños celebra lady Brid¬gerton.
Pero no temáis, ¡esta Cronista lo sabe!
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 30 de abril de 1824.
Para! ¡Para!
Desternillándose de risa, Myriam bajó corriendo la escalinata de piedra que llevaba al jardín de atrás de la casa Bridgerton. Después de tres hijos y siete años de matrimonio, Víctor todavía la hacía sonreír, todavía la hacía reír, y seguía persiguiéndola por toda la casa siempre que se le presentaba la oportunidad.
_¿Dónde están los niños? _preguntó resollante cuando él le dio alcance en el último peldaño.
_Francesca los está vigilando.
_¿Y tu madre?
Él sonrió de oreja a oreja.
_Yo diría que Francesca la está vigilando también.
_Cualquiera podría sorprendernos aquí _dijo ella, mirando a uno y otro lado.
La sonrisa de él se tornó pícara.
_Tal vez _dijo, cogiéndole la falda de terciopelo verde y enro¬llándola en ella_ deberíamos retirarnos a la terraza privada.
Esas palabras tan conocidas no tardaron más de un segundo en transportarla al baile de máscaras, nueve años atrás.
_¿La terraza privada, dice? _preguntó, sus ojos bailando travie¬sos_ ¿Y cómo sabe, por favor, de la existencia de una terraza privada?
Él le rozó los labios con los de él.
_Digamos que tengo mis métodos _susurró.
_Y yo tengo mis secretos _repuso ella, sonriendo pícara. Él se apartó un poco.
_¿Ah, sí? ¿Y me los vas a contar?
_Los cinco _dijo ella, asintiendo_ vamos a ser seis.
Él le miró atentamente la cara y luego le miró el vientre.
_¿Estás segura?
_Tan segura como estaba la última vez.
Él le cogió una mano y se la llevó a los labios.
_Éste será una niña.
_Eso fue lo que dijiste la última vez.
_Lo sé, pero...
_Y la vez anterior.
_Tanta más razón para que las probabilidades estén a mi favor esta vez.
_Me alegra que no seas un jugador _dijo ella moviendo la cabeza.
Él sonrió ante eso.
_No se lo digamos a nadie aún.
_Creo que unas cuantas personas ya lo sospechan _reconoció ella.
_Quiero ver cuánto tarda en descubrirlo esa mujer Whistle¬down _dijo Víctor.
_¿Lo dices en serio?
_La maldita mujer descubrió lo de Diego, descubrió lo de Alexander y descubrió lo de Santiago.
Sonriendo, Myriam se dejó llevar hacia las sombras del jardín.
_¿Te das cuenta de que me han mencionado doscientas treinta y dos veces en Whistledown?
Él paró en seco.
_¿Has llevado la cuenta?
_Doscientas treinta y tres si contamos la vez después del baile de máscaras.
_No me puedo creer que las hayas contado.
Ella hizo un despreocupado encogimiento de hombros.
_Es emocionante ser mencionada.
Víctor encontraba horriblemente molesto ser mencionado, pero no le iba a aguar el placer diciéndoselo, por lo que simplemen¬te dijo:
_Por lo menos siempre escribe cosas simpáticas de ti. Si no, podría tener que darle caza y expulsarla del país.
Myriam no pudo evitar sonreír.
_Vamos, por favor. No creo que lograras descubrir su identi¬dad; nadie de la alta sociedad lo ha logrado.
Él arqueó una arrogante ceja:
_Eso no parece reflejar el cariño y la fe de una esposa.
Ella hizo como si estuviera examinando atentamente uno de su guantes.
_No tienes para qué gastar energía en eso. Evidentemente es muy buena en lo que hace.
_Bueno, no se enterará de lo de Violeta _juró Víctor_. Al menos no antes de que sea evidente al resto del mundo.
_¿Violeta? _preguntó Myriam dulcemente.
_Ya es hora de que mi madre tenga un descendiente que lleve su nombre, ¿no te parece?
Myriam se abrazó a él, apoyando la mejilla en su camisa de lino almidonada.
_Encuentro precioso el nombre Violeta _musitó, acomodán¬dose más en el refugio de sus brazos_. Es de esperar que sea una niña. Porque si es un niño, no nos lo perdonará jamás.
Esa noche, en una casa del mejor barrio de Londres, una mujer cogió su pluma y escribió:
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown 3 de mayo de 1824.
Ah, amables Lectores, esta cronista se ha enterado de que el número de nietos Bridgerton muy pronto va a aumentar de diez a once.
Pero cuando intentó seguir escribiendo, lo único que pudo hacer fue cerrar los ojos y exhalar un suspiro. Llevaba mucho tiempo haciendo eso. ¿Podía ser posible que ya fueran once años?
Tal vez era hora de pasar a otra cosa. Estaba cansada de escribir acerca de todos los demás. Era hora de que comenzara a vivir su pro¬pia vida.
Así pues, dejando su pluma, lady Whistledown se dirigió a la ventana, abrió las cortinas verde salvia y contempló el negro cielo nocturno.
_Es hora de que haga algo distinto _susurró_. Es hora de que por fin sea yo misma.
Fin
Ojala les haya gustado esta historia muy conocida
aitanalorence- VBB ORO
- Cantidad de envíos : 583
Edad : 42
Localización : España con mi family
Fecha de inscripción : 06/07/2009
Re: Cenicienta
aii me encanto miil graciias por la noveliita niiña
Dianitha- VBB PLATINO
- Cantidad de envíos : 1477
Localización : chihuahua
Fecha de inscripción : 22/07/2009
Re: Cenicienta
Acabo de terminar de leer completita esta novela ¡¡¡ Me encanto ¡¡¡ muchisimas gracias por esta historia, pobre myri, sufrio mucho pero todo acabo bien
alma.fra- VBB DIAMANTE
- Cantidad de envíos : 2190
Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: Cenicienta
Ahhh claro que nos encantó Aitana, eres una de nuestras escritoras de cabecera!!! Gracias por la novelita y queremos más!!! (Ya sabes que no tenemos llenadera)!!!
Marianita- STAFF
- Cantidad de envíos : 2851
Edad : 38
Localización : Veracruz, Ver.
Fecha de inscripción : 25/05/2008
Re: Cenicienta
siii continualaaa estaa supeer padre
Danniela- VBB CRISTAL
- Cantidad de envíos : 149
Fecha de inscripción : 19/04/2010
Re: Cenicienta
supeer padre gracias!!
Danniela- VBB CRISTAL
- Cantidad de envíos : 149
Fecha de inscripción : 19/04/2010
Página 1 de 2. • 1, 2
Página 1 de 2.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.