Heridas en el Corazón
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Re: Heridas en el Corazón
DULCINEAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
HEY NIÑA Y EL CAP... DE HOY X QUE SI VAS A SUBIR VERDADD??? NO LA PUEDES DEJAR AHI MIRA QUE QUEREMOS SABER COMO VA A TOMAR LA NOTICIA VICTORRR COMO VA A REACCIONARRRR X FISSS TE ESPERAMOS
Eva_vbb- VBB DIAMANTE
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Edad : 39
Fecha de inscripción : 25/05/2008
Re: Heridas en el Corazón
Donde andas niñaaaa, te esperamos con el capi de hoy.
alma.fra- VBB DIAMANTE
- Cantidad de envíos : 2190
Fecha de inscripción : 25/06/2008
Re: Heridas en el Corazón
ya la lei completita y no me hagas estoooooooo por fa pon el capituloooooooo...me dejaste supeeeeeeeeer picadaaaa
susy81- VBB CRISTAL
- Cantidad de envíos : 157
Fecha de inscripción : 25/05/2008
Re: Heridas en el Corazón
Era el que les debia de ayer que no les pude postear, nos vemos el lunes, ya pronto el final!!
Cap. 14
Tenía que haber algún error. Myriam no podía tener un bebé. ¿Por qué Carla daría por hecho que así era? Rememoró su rostro pálido, el cansancio, las visitas tempranas al cuarto de baño.
Dio mió! Respiró hondo y abrió la puerta del coche.
Depositando en la cama el vestido de noche, una creación de satén verde claro con un corpiño ceñido y falda amplia, Myriam, con el sujetador rosa sin tirantes a juego con las braguitas, se sentó ante el espejo del tocador.
El collar de diamantes que ya se había puesto en el cuello centelleó contra su piel clara mientras recogía los pendientes también a juego. Todo había sido un regalo de Victor justo después de que regresara a casa y él le había pedido que los llevara esa noche.
Esbozó una sonrisa soñadora.
En cuanto se lo contara, ya no dispondría del lujo de fantasear, de refugiarse en un romanticismo ilógico, imaginando que se le nublaban los ojos y que la paternidad era exactamente lo que él había buscado.
Cada vez que especulaba con la reacción que tendría, se ponía enferma. Durante los momentos racionales sabía que se movería entre la furia y la aversión.
Su única esperanza era que con el tiempo se entusiasmara con la idea.
Se decía que era eso lo que sucedería cuando el reflejo de un movimiento a través del espejo la hizo girar la cabeza.
Victor estaba allí de pie, apoyado contra el marco de la puerta, con una expresión que no la animó a considerar que alguna vez volvería a entusiasmarse con algo.
Sintió un nudo en el estómago.
—Lo sabes.
Él respiró hondo y se apartó de la puerta.
—Entonces, ¿es verdad? —preguntó con dureza.
—¿Cómo…?
Descartó la pregunta con un movimiento de la cabeza.
—Eso carece de importancia.
—Siéntate —suplicó—. No puedo hablar contigo mientras estás…
—¡Hablar! —espetó con disgusto—. Creo que el momento para hablar ya ha pasado.
—Sé que debería habértelo contado —reconoció ella.
—¿Contarme qué… una sarta de mentiras?
La intimidó la hostilidad que había en su voz.
—Jamás te he mentido —sólo unas pocas omisiones acerca del tema del amor—. Excepto en lo de la cita con el dentista.
La miró desconcertado.
—¿El dentista?
—El día después de haber llevado a Alberto a casa.
Victor palideció.
—¿Lo supiste entonces?
Myriam asintió.
—Fue una conmoción para mí. Ni siquiera sospechaba que…
—Una conmoción para ti. Madre de Dio! ¿Qué crees que ha sido para mí? Me dijiste que no podías tener hijos. ¿Cuántas otras mentiras me has contado? —se preguntó con amargura.
—¡Tú…! —sintió que su furia despertaba; no era justo. ¿Por qué no podía ver que era algo bueno?— Esto no es todo sobre ti. No es una conspiración o un plan retorcido. ¡Se me informó de que las posibilidades que tenía de quedarme alguna vez embarazada de forma natural o con cualquier ayuda médica, rayaban en lo imposible! Yo lo creí.
—¿O sea que es una concepción milagrosa?
Su desdén la crispó aún más.
—Por lo que a mí respecta, así es.
La serena dignidad de su respuesta pareció desconcertarlo.
—¿Quieres a este bebé?
—Nuestro bebé —lo corrigió.
—Entonces, ¿yo no tengo voto en el tema?
Myriam se quedó helada.
—¿Estás sugiriendo que aborte?
Él pareció impactado por la sugerencia, pero Myriam se sentía demasiado encendida para notarlo.
—¿Qué? ¡No! Claro que no…
—Pero no derramarías ni una lágrima si perdiera al bebé. Dios, eres tan egoísta. No sé por qué no lo vi antes —lo miró con profunda desilusión. Él la observó con mirada pétrea—. No pienso dejar que hagas que me sienta como si acabara de realizar algo de lo que debería avergonzarme —declaró con orgullo. Luchando con el cierre del collar, desesperada de pronto por quitarse su regalo, comenzó a llorar de frustración—. ¡Maldita cosa, no quiere soltarse! —tiró de él hasta que le dejó una marca roja en la piel delicada.
—Dio mió, para… te harás daño —dijo, apartándole las manos a la fuerza de su cuello.
Myriam se quedó rígida mientras sus dedos le tocaban la garganta, profundamente avergonzada por la punzada de deseo que le provocó el contacto.
—Ya está —dijo, soltando el collar en la palma de la mano de ella.
—Me quedé embarazada de forma fortuita… y por si lo has olvidado, no sin cierta ayuda. ¡No he robado un banco! —se mordió el labio trémulo, apartó la vista y añadió—: ¡Aunque por el modo en que te comportas, preferirías esto último!
—Me dijiste que no podías tener hijos —de haberlo sabido, habría usado protección y la habría mantenido a salvo.
Con los dientes apretados, le devolvió la mirada centelleante.
—Es lo que me dijeron a mí —alzó las manos—. ¿O crees que me inventé todo mi historial médico por algún motivo siniestro? No planeé que esto sucediera, pero no dudes de que estoy contenta de que pasara. Es algo que jamás pensé que tendría lugar, pero ha ocurrido, y puedes despreciarlo cuanto quieras, pero se trata de un milagro y no me importa lo que tú pienses o digas… pienso ser feliz —declaró antes de ponerse a llorar.
Él miró impotente mientras Myriam lloraba. Las acusaciones reverberaron en su cabeza. Quería decirle cuan equivocada estaba, pero no podía sin revelar su culpabilidad y temor.
¿Cómo explicarle que para él el embarazo no era sinónimo de felicidad? En su mente se hallaba inextricablemente ligado a la enfermedad y el peligro.
—Lo siento, Myriam. Siento no poder tomarme esto del modo en que tú quieres que lo haga.
Alzó el rostro surcado por las lágrimas. Se sentía emocionalmente exhausta y vacía; hablar representaba un esfuerzo.
—Esto es nuestro bebé —apoyó una mano en su estómago.
Él asintió.
—Lo sé. Ha sido una sorpresa.
—Y lo has disimulado muy bien.
—Ya lo resolveremos —si algo le pasaba a Myriam por el embarazo jamás podría vivir consigo mismo. Ni podría vivir sin ella, porque la amaba.
—No hay nada que resolver. Voy a tener un bebé, y si por activa o por pasiva alguna vez haces que se sienta no querido, nunca te lo perdonaré.
Victor fue a su despacho, se sirvió un coñac y luego, después de mirar el contenido de la copa, la vació en una maceta.
Junto con el juego, su padre había bebido en exceso cuando tenía algún problema… por lo general la última deuda de juego. Nunca había sido un modelo a emular, ¿por qué empezar en ese momento?
Una vez había perdido en la lotería del amor-matrimonio; eso no significaba que debía dejar que la historia se repitiera.
Podía comportarse como un hipocondríaco imaginando terribles sucesos o cerciorarse de que Myriam y el bebé de ambos estuvieran seguros.
Aún planeaba la estrategia a seguir cuando ella entró sin llamar. Llevaba puesto un camisón largo que resultaba transparente a la luz. En otra ocasión habría podido pensar que lo había elegido para seducirlo, pero no era el caso en ese momento.
Primero lo miró a él y luego la botella abierta en el escritorio.
—¿Has estado bebiendo?
—No, cambié de idea.
—¿Vas a venir a la cama?
—¿Sería bien recibido? —ella desvió la vista y se encogió de hombros—. Por la mañana me encargaré de contratar a una enfermera, alguien que viva con nosotros, y tus revisiones médicas las harán médicos de aquí. Angelo conocerá a los mejores.
—Eso no es necesario —aunque evidentemente sí lo era para él. Comprendió que al rodearla de atención profesional dispondría de la libertad de distanciarse.
Reconocer sus motivos la llenó de una tristeza profunda. Había llegado a creer, incluso después de lo sucedido esa noche, que tal vez pudiera llegar a gustarle la idea.
Cap. 14
Tenía que haber algún error. Myriam no podía tener un bebé. ¿Por qué Carla daría por hecho que así era? Rememoró su rostro pálido, el cansancio, las visitas tempranas al cuarto de baño.
Dio mió! Respiró hondo y abrió la puerta del coche.
Depositando en la cama el vestido de noche, una creación de satén verde claro con un corpiño ceñido y falda amplia, Myriam, con el sujetador rosa sin tirantes a juego con las braguitas, se sentó ante el espejo del tocador.
El collar de diamantes que ya se había puesto en el cuello centelleó contra su piel clara mientras recogía los pendientes también a juego. Todo había sido un regalo de Victor justo después de que regresara a casa y él le había pedido que los llevara esa noche.
Esbozó una sonrisa soñadora.
En cuanto se lo contara, ya no dispondría del lujo de fantasear, de refugiarse en un romanticismo ilógico, imaginando que se le nublaban los ojos y que la paternidad era exactamente lo que él había buscado.
Cada vez que especulaba con la reacción que tendría, se ponía enferma. Durante los momentos racionales sabía que se movería entre la furia y la aversión.
Su única esperanza era que con el tiempo se entusiasmara con la idea.
Se decía que era eso lo que sucedería cuando el reflejo de un movimiento a través del espejo la hizo girar la cabeza.
Victor estaba allí de pie, apoyado contra el marco de la puerta, con una expresión que no la animó a considerar que alguna vez volvería a entusiasmarse con algo.
Sintió un nudo en el estómago.
—Lo sabes.
Él respiró hondo y se apartó de la puerta.
—Entonces, ¿es verdad? —preguntó con dureza.
—¿Cómo…?
Descartó la pregunta con un movimiento de la cabeza.
—Eso carece de importancia.
—Siéntate —suplicó—. No puedo hablar contigo mientras estás…
—¡Hablar! —espetó con disgusto—. Creo que el momento para hablar ya ha pasado.
—Sé que debería habértelo contado —reconoció ella.
—¿Contarme qué… una sarta de mentiras?
La intimidó la hostilidad que había en su voz.
—Jamás te he mentido —sólo unas pocas omisiones acerca del tema del amor—. Excepto en lo de la cita con el dentista.
La miró desconcertado.
—¿El dentista?
—El día después de haber llevado a Alberto a casa.
Victor palideció.
—¿Lo supiste entonces?
Myriam asintió.
—Fue una conmoción para mí. Ni siquiera sospechaba que…
—Una conmoción para ti. Madre de Dio! ¿Qué crees que ha sido para mí? Me dijiste que no podías tener hijos. ¿Cuántas otras mentiras me has contado? —se preguntó con amargura.
—¡Tú…! —sintió que su furia despertaba; no era justo. ¿Por qué no podía ver que era algo bueno?— Esto no es todo sobre ti. No es una conspiración o un plan retorcido. ¡Se me informó de que las posibilidades que tenía de quedarme alguna vez embarazada de forma natural o con cualquier ayuda médica, rayaban en lo imposible! Yo lo creí.
—¿O sea que es una concepción milagrosa?
Su desdén la crispó aún más.
—Por lo que a mí respecta, así es.
La serena dignidad de su respuesta pareció desconcertarlo.
—¿Quieres a este bebé?
—Nuestro bebé —lo corrigió.
—Entonces, ¿yo no tengo voto en el tema?
Myriam se quedó helada.
—¿Estás sugiriendo que aborte?
Él pareció impactado por la sugerencia, pero Myriam se sentía demasiado encendida para notarlo.
—¿Qué? ¡No! Claro que no…
—Pero no derramarías ni una lágrima si perdiera al bebé. Dios, eres tan egoísta. No sé por qué no lo vi antes —lo miró con profunda desilusión. Él la observó con mirada pétrea—. No pienso dejar que hagas que me sienta como si acabara de realizar algo de lo que debería avergonzarme —declaró con orgullo. Luchando con el cierre del collar, desesperada de pronto por quitarse su regalo, comenzó a llorar de frustración—. ¡Maldita cosa, no quiere soltarse! —tiró de él hasta que le dejó una marca roja en la piel delicada.
—Dio mió, para… te harás daño —dijo, apartándole las manos a la fuerza de su cuello.
Myriam se quedó rígida mientras sus dedos le tocaban la garganta, profundamente avergonzada por la punzada de deseo que le provocó el contacto.
—Ya está —dijo, soltando el collar en la palma de la mano de ella.
—Me quedé embarazada de forma fortuita… y por si lo has olvidado, no sin cierta ayuda. ¡No he robado un banco! —se mordió el labio trémulo, apartó la vista y añadió—: ¡Aunque por el modo en que te comportas, preferirías esto último!
—Me dijiste que no podías tener hijos —de haberlo sabido, habría usado protección y la habría mantenido a salvo.
Con los dientes apretados, le devolvió la mirada centelleante.
—Es lo que me dijeron a mí —alzó las manos—. ¿O crees que me inventé todo mi historial médico por algún motivo siniestro? No planeé que esto sucediera, pero no dudes de que estoy contenta de que pasara. Es algo que jamás pensé que tendría lugar, pero ha ocurrido, y puedes despreciarlo cuanto quieras, pero se trata de un milagro y no me importa lo que tú pienses o digas… pienso ser feliz —declaró antes de ponerse a llorar.
Él miró impotente mientras Myriam lloraba. Las acusaciones reverberaron en su cabeza. Quería decirle cuan equivocada estaba, pero no podía sin revelar su culpabilidad y temor.
¿Cómo explicarle que para él el embarazo no era sinónimo de felicidad? En su mente se hallaba inextricablemente ligado a la enfermedad y el peligro.
—Lo siento, Myriam. Siento no poder tomarme esto del modo en que tú quieres que lo haga.
Alzó el rostro surcado por las lágrimas. Se sentía emocionalmente exhausta y vacía; hablar representaba un esfuerzo.
—Esto es nuestro bebé —apoyó una mano en su estómago.
Él asintió.
—Lo sé. Ha sido una sorpresa.
—Y lo has disimulado muy bien.
—Ya lo resolveremos —si algo le pasaba a Myriam por el embarazo jamás podría vivir consigo mismo. Ni podría vivir sin ella, porque la amaba.
—No hay nada que resolver. Voy a tener un bebé, y si por activa o por pasiva alguna vez haces que se sienta no querido, nunca te lo perdonaré.
Victor fue a su despacho, se sirvió un coñac y luego, después de mirar el contenido de la copa, la vació en una maceta.
Junto con el juego, su padre había bebido en exceso cuando tenía algún problema… por lo general la última deuda de juego. Nunca había sido un modelo a emular, ¿por qué empezar en ese momento?
Una vez había perdido en la lotería del amor-matrimonio; eso no significaba que debía dejar que la historia se repitiera.
Podía comportarse como un hipocondríaco imaginando terribles sucesos o cerciorarse de que Myriam y el bebé de ambos estuvieran seguros.
Aún planeaba la estrategia a seguir cuando ella entró sin llamar. Llevaba puesto un camisón largo que resultaba transparente a la luz. En otra ocasión habría podido pensar que lo había elegido para seducirlo, pero no era el caso en ese momento.
Primero lo miró a él y luego la botella abierta en el escritorio.
—¿Has estado bebiendo?
—No, cambié de idea.
—¿Vas a venir a la cama?
—¿Sería bien recibido? —ella desvió la vista y se encogió de hombros—. Por la mañana me encargaré de contratar a una enfermera, alguien que viva con nosotros, y tus revisiones médicas las harán médicos de aquí. Angelo conocerá a los mejores.
—Eso no es necesario —aunque evidentemente sí lo era para él. Comprendió que al rodearla de atención profesional dispondría de la libertad de distanciarse.
Reconocer sus motivos la llenó de una tristeza profunda. Había llegado a creer, incluso después de lo sucedido esa noche, que tal vez pudiera llegar a gustarle la idea.
dulce_myrifan- VBB PLATINO
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Localización : Culiacán, Sinaloa
Fecha de inscripción : 23/05/2008
Re: Heridas en el Corazón
Muchas gracias por el capitulo
ay Victor hablando se entiende la gente. Dile a Myriam de tus temores o si no Myriam va a pensar que simplemente no quieres al bb.
ay Victor hablando se entiende la gente. Dile a Myriam de tus temores o si no Myriam va a pensar que simplemente no quieres al bb.
marimyri- VBB ORO
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Localización : El Paso
Fecha de inscripción : 05/08/2008
Re: Heridas en el Corazón
gracias por el capi si no le dice como se siente terminara por hacerla sentir mas mal de lo que se siente
nayelive- VBB PLATINO
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Fecha de inscripción : 07/01/2009
Re: Heridas en el Corazón
graciias x el cap niiña xfiis no tardes con el siiguiiente cap siip solo espero k viictor le diiga a myriiam k la ama !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Heridas en el Corazón
Por faor Vitor dile la verdad que tienes miedo de perderla y que laamas con locura y pasion por favor habla Perdón me proyecte pero es que dos seres que se aman no pueden estar enojados y ocultandose cosas y esta dicha tienen que estar disfrutandola ambos es de los dos fue hecho con amor Hay bueno espero se reuelva todo y hablen Gracias niña por el Cap. ahora hasta el Lunes nimodo bye Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: Heridas en el Corazón
Ke Victor ya le diga la verdad, Myri solo se esta imaginando cosas. Gracias por el capitulo.
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Heridas en el Corazón
Niña, gracias por los capítulos, no había podido entrar pero ahora ya tengo harto que leer!!!! No se me ponga triste que claro que leemos los capis y a veces no posteamos porque no se puede, no porque esté chafa la novela ok? ¡Quién la quere, a ver, quién la quiere!
Marianita- STAFF
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Fecha de inscripción : 25/05/2008
Re: Heridas en el Corazón
Cap. 15
—¡Myriam!
Victor se preguntó si el sonido de tacones sobre el suelo de mármol del pasillo eran en respuesta a su llamada.
Aunque últimamente ella apenas llevaba zapatos en la casa. Estaba en su último mes de embarazo y los pies habían empezado a hinchársele.
—¡Victor!
Se volvió y no vio a su esposa, sino a Carla. Su decepción fue demasiado intensa para ocultarla.
—Carla —miró más allá—. ¿Dónde está Myriam?
La morena apoyó una mano en su brazo.
—Lo siento, Victor…
Esa pausa dramática sólo sirvió para irritarlo; lo mismo que el olor del fuerte perfume en el que parecía haberse bañado.
—Me temo que se ha ido… otra vez.
Se preguntó cuándo iba a perdonarlo y dejar de mantenerlo a distancia.
¿Y qué hacía fuera de casa en su estado ante la inminencia de una tormenta? Podía sentir el aire pegajoso en la atmósfera.
—¿Adónde? —mostró una expresión de disgusto cuando Carla se acercó más. El perfume de Myriam, cuando usaba alguno, era sutil y delicado. Pensar en ello le provocó una descarga de deseo por todo el cuerpo.
Si ya había perdido el control de su mente, ¿por qué no también el de su cuerpo? Odiaba sentirse desvalido, pero ya empezaba a acostumbrarse.
La frustración le tensó los músculos del estómago.
—Myriam —a veces experimentaba el impulso abrumador de pronunciar simplemente su nombre.
Ajeno al hecho de que Carla había retirado con presteza la mano de su brazo e incluso a la presencia de ella, se pasó una mano por la frente y fue hacia la ventana. Los árboles que se alineaban en los bordes de la larga entrada de coches se movían bajo un viento que era una brisa suave comparado con lo que soplaría luego.
Las tormentas de verano podían ser feroces y devastadoras en las colinas, y era la idea de que Myriam experimentara su primera tormenta sola lo que hizo que cancelara las reuniones de la tarde y regresara directamente a casa mientras aún podía.
—¿Dijo cuándo volvería? —se levantó el puño de la camisa y miró la hora. Le daría diez minutos; si no había regresado por entonces, iría a buscarla.
—No va a volver, Victor.
Éste la miró con ojos entrecerrados y reservados.
—¿Dónde diablos está mi esposa? —bramó.
La sonrisa tenue de Carla se desvaneció y dio un paso involuntario atrás. La furia que ardía en los ojos de Victor iba destinada a ella… Las cosas no marchaban como se suponía que debían ir.
—Es lo que intento decirte, Victor —luchó por recobrar la compostura y se humedeció los labios secos—. Se ha marchado —«y yo he venido a ofrecerte consuelo».
La miró un momento, luego sonrió.
La sonrisa hizo que Carla se preguntara por primera vez si había cometido un error. No parecía un hombre que necesitara consuelo; parecía un hombre capaz de hacer lo que fuera para obtener lo que quería. Comenzaba a creer que ya tenía lo que quería y que haría cualquier cosa para recuperarlo.
—Sé que mientes, Carla —notó su palidez, pero no le inspiró simpatía alguna. De una cosa estaba seguro, y era que Myriam no se marcharía sin decir una palabra.
«Y si lo ha hecho», dijo una voz en su cabeza, «¿de quién sería la culpa? Si hubieras tenido el valor de dejar de fingir, incluso ante ti mismo, y sincerarte con ella. Necesitas a alguien. La idea de pasar el resto de tu vida sin ese alguien es la peor pesadilla que puedes tener».
La amaba. Lo que había afirmado que más despreciaba había terminado por sucederle a él. Decir que algo no existía no hacía que desapareciera, sólo hacía que alguien quedara menos preparado cuando aparecía.
Ya no era el dueño de su propio corazón. En ese momento le pertenecía a Myriam.
—Lo que no sé es por qué. Pero lo sabré —prometió suavemente—. Antes de que te marches de aquí lo sabré, y por si te queda alguna duda, sí, ha sido una amenaza.
Carla lo miró como si nunca antes lo hubiera visto. Jugó nerviosamente con el collar de perlas que llevaba.
—Estás alterado, Victor.
Éste luchó con el deseo de arrancarle la verdad a la fuerza.
—Y voy a alterarme más si no dejas de mentirme.
—No miento. Ya te ha dejado antes —le recordó con voz aguda—. ¿Por qué no iba a volver a hacerlo? La verdad es que era inevitable, y probablemente lo mejor a la larga —su expresión adoptó una mueca fea y maliciosa al añadir—: Nunca ha sido una de los nuestros —luego esbozó una sonrisa indulgente y lo reprendió con el movimiento de un dedo—. Debes reconocer, Victor, que tienes un gusto terrible con las mujeres. Primero la camarera y ahora ésta. ¿Te preguntas alguna vez lo diferente que habría sido la vida si te hubieras casado conmigo como habíamos planeado?
—¿Planeado?
—Cuando yo tenía veinte años dijiste que querías casarte conmigo.
Tardó un segundo en darse cuenta de que se refería a la broma adolescente… sólo que ella no bromeaba.
—Yo tenía dieciséis años —era evidente que esa mujer estaba ebria.
—Y tan atractivo. No me mires así, Victor. Yo entiendo que un hombre como tú necesita una esposa que lo aprecie, alguien que sepa que un hombre en tu posición necesita apoyo, no crítica.
A medida que la escuchaba, el nudo de miedo en su estómago se tensaba más. Su mujer embarazada había desaparecido y con cada segundo que pasaba quedaba más convencido de que esa mujer demente tenía algo que ver en ello.
—¿Quieres decir alguien que esté de acuerdo con cada palabra que yo diga? Dio! —bufó—. Me moriría de aburrimiento en cinco minutos. Prefiero pelearme con mi mujer que hacerle el amor a cualquier otra mujer de la Tierra.
Carla lo miró fijamente y movió la cabeza.
—No la amas… no puedes amarla.
—Ya es suficiente. Desconozco qué fantasías enfermas has estado alimentando, y con franqueza no quiero saberlo, ya que mi estómago no es tan fuerte… —la crueldad deliberada hizo que la morena se quedara boquiabierta—. Mi única prioridad es hacer que mi esposa embarazada vuelva sana y salva.
—¿Cómo sabes siquiera que el bebé es tuyo? —en el momento en que las palabras despectivas salieron de su boca, Carla supo que había ido demasiado lejos. Comenzó a retroceder mientras Victor, con ojos oscuros como dagas de hielo, avanzaba hacia ella con toda la amenaza de un tigre implacable.
—¿Qué le has hecho?
Mientras seguía retrocediendo, alargó las manos.
—No he hecho nada —farfulló—. Nada. Cuando llegué, ya estaba a punto de marcharse.
—¿Adónde?
—Dijo que Alberto y tú habían ido de acampada a alguna parte de las montañas. Que desconocerías lo de la tormenta y que Alberto le había dicho que allí no había cobertura de teléfono —respondió.
—Cancelamos esa acampada hace semanas —en cuanto se dio cuenta de que ese viaje anual a la remota cabaña estaría a pocas semanas del alumbramiento.
El miedo a que el bebé fuera prematuro había hecho que decidiera trabajar desde casa pasado el fin de semana, pero Myriam no lo sabía porque él no se lo había dicho.
La expresión de Carla adquirió un mohín petulante.
—Pues ella creía que estabas allí. Y se mostró bastante grosera conmigo.
—¿Grosera contigo cuando no intentaste detenerla? —pero sabía que si algo le sucedía a Myriam y a su hijo, no sería culpa de Carla, sino suya.
Porque durante semanas apenas había hablado con su esposa, porque sabía que si lo hacía, de sus labios podría oír las palabras: «Te amo».
Desterró esos pensamientos condenatorios. Ya habría tiempo para eso más adelante; en ese momento debía recoger a Myriam antes de que estallara la tormenta. Ella desconocía la localización exacta de la cabaña, pero sí conocía el camino que tomaban para ir allí, propicio a corrimientos de tierra cuando llovía. Nadie que no fuera idiota lo intentaría sin un todoterreno.
Y Myriam iba hacia allí. El pensamiento le congeló la sangre en las venas.
—¡Madre de Dio, la pequeña idiota! —susurró. Le dedicó a Carla una mirada que hizo que palideciera y añadió con voz lóbrega—: No quiero verte aquí cuando vuelva, porque te juro que no seré responsable de mis actos si un cabello de la cabeza de Myriam sufre algún daño.
Luego emprendió la carrera.
—¡Myriam!
Victor se preguntó si el sonido de tacones sobre el suelo de mármol del pasillo eran en respuesta a su llamada.
Aunque últimamente ella apenas llevaba zapatos en la casa. Estaba en su último mes de embarazo y los pies habían empezado a hinchársele.
—¡Victor!
Se volvió y no vio a su esposa, sino a Carla. Su decepción fue demasiado intensa para ocultarla.
—Carla —miró más allá—. ¿Dónde está Myriam?
La morena apoyó una mano en su brazo.
—Lo siento, Victor…
Esa pausa dramática sólo sirvió para irritarlo; lo mismo que el olor del fuerte perfume en el que parecía haberse bañado.
—Me temo que se ha ido… otra vez.
Se preguntó cuándo iba a perdonarlo y dejar de mantenerlo a distancia.
¿Y qué hacía fuera de casa en su estado ante la inminencia de una tormenta? Podía sentir el aire pegajoso en la atmósfera.
—¿Adónde? —mostró una expresión de disgusto cuando Carla se acercó más. El perfume de Myriam, cuando usaba alguno, era sutil y delicado. Pensar en ello le provocó una descarga de deseo por todo el cuerpo.
Si ya había perdido el control de su mente, ¿por qué no también el de su cuerpo? Odiaba sentirse desvalido, pero ya empezaba a acostumbrarse.
La frustración le tensó los músculos del estómago.
—Myriam —a veces experimentaba el impulso abrumador de pronunciar simplemente su nombre.
Ajeno al hecho de que Carla había retirado con presteza la mano de su brazo e incluso a la presencia de ella, se pasó una mano por la frente y fue hacia la ventana. Los árboles que se alineaban en los bordes de la larga entrada de coches se movían bajo un viento que era una brisa suave comparado con lo que soplaría luego.
Las tormentas de verano podían ser feroces y devastadoras en las colinas, y era la idea de que Myriam experimentara su primera tormenta sola lo que hizo que cancelara las reuniones de la tarde y regresara directamente a casa mientras aún podía.
—¿Dijo cuándo volvería? —se levantó el puño de la camisa y miró la hora. Le daría diez minutos; si no había regresado por entonces, iría a buscarla.
—No va a volver, Victor.
Éste la miró con ojos entrecerrados y reservados.
—¿Dónde diablos está mi esposa? —bramó.
La sonrisa tenue de Carla se desvaneció y dio un paso involuntario atrás. La furia que ardía en los ojos de Victor iba destinada a ella… Las cosas no marchaban como se suponía que debían ir.
—Es lo que intento decirte, Victor —luchó por recobrar la compostura y se humedeció los labios secos—. Se ha marchado —«y yo he venido a ofrecerte consuelo».
La miró un momento, luego sonrió.
La sonrisa hizo que Carla se preguntara por primera vez si había cometido un error. No parecía un hombre que necesitara consuelo; parecía un hombre capaz de hacer lo que fuera para obtener lo que quería. Comenzaba a creer que ya tenía lo que quería y que haría cualquier cosa para recuperarlo.
—Sé que mientes, Carla —notó su palidez, pero no le inspiró simpatía alguna. De una cosa estaba seguro, y era que Myriam no se marcharía sin decir una palabra.
«Y si lo ha hecho», dijo una voz en su cabeza, «¿de quién sería la culpa? Si hubieras tenido el valor de dejar de fingir, incluso ante ti mismo, y sincerarte con ella. Necesitas a alguien. La idea de pasar el resto de tu vida sin ese alguien es la peor pesadilla que puedes tener».
La amaba. Lo que había afirmado que más despreciaba había terminado por sucederle a él. Decir que algo no existía no hacía que desapareciera, sólo hacía que alguien quedara menos preparado cuando aparecía.
Ya no era el dueño de su propio corazón. En ese momento le pertenecía a Myriam.
—Lo que no sé es por qué. Pero lo sabré —prometió suavemente—. Antes de que te marches de aquí lo sabré, y por si te queda alguna duda, sí, ha sido una amenaza.
Carla lo miró como si nunca antes lo hubiera visto. Jugó nerviosamente con el collar de perlas que llevaba.
—Estás alterado, Victor.
Éste luchó con el deseo de arrancarle la verdad a la fuerza.
—Y voy a alterarme más si no dejas de mentirme.
—No miento. Ya te ha dejado antes —le recordó con voz aguda—. ¿Por qué no iba a volver a hacerlo? La verdad es que era inevitable, y probablemente lo mejor a la larga —su expresión adoptó una mueca fea y maliciosa al añadir—: Nunca ha sido una de los nuestros —luego esbozó una sonrisa indulgente y lo reprendió con el movimiento de un dedo—. Debes reconocer, Victor, que tienes un gusto terrible con las mujeres. Primero la camarera y ahora ésta. ¿Te preguntas alguna vez lo diferente que habría sido la vida si te hubieras casado conmigo como habíamos planeado?
—¿Planeado?
—Cuando yo tenía veinte años dijiste que querías casarte conmigo.
Tardó un segundo en darse cuenta de que se refería a la broma adolescente… sólo que ella no bromeaba.
—Yo tenía dieciséis años —era evidente que esa mujer estaba ebria.
—Y tan atractivo. No me mires así, Victor. Yo entiendo que un hombre como tú necesita una esposa que lo aprecie, alguien que sepa que un hombre en tu posición necesita apoyo, no crítica.
A medida que la escuchaba, el nudo de miedo en su estómago se tensaba más. Su mujer embarazada había desaparecido y con cada segundo que pasaba quedaba más convencido de que esa mujer demente tenía algo que ver en ello.
—¿Quieres decir alguien que esté de acuerdo con cada palabra que yo diga? Dio! —bufó—. Me moriría de aburrimiento en cinco minutos. Prefiero pelearme con mi mujer que hacerle el amor a cualquier otra mujer de la Tierra.
Carla lo miró fijamente y movió la cabeza.
—No la amas… no puedes amarla.
—Ya es suficiente. Desconozco qué fantasías enfermas has estado alimentando, y con franqueza no quiero saberlo, ya que mi estómago no es tan fuerte… —la crueldad deliberada hizo que la morena se quedara boquiabierta—. Mi única prioridad es hacer que mi esposa embarazada vuelva sana y salva.
—¿Cómo sabes siquiera que el bebé es tuyo? —en el momento en que las palabras despectivas salieron de su boca, Carla supo que había ido demasiado lejos. Comenzó a retroceder mientras Victor, con ojos oscuros como dagas de hielo, avanzaba hacia ella con toda la amenaza de un tigre implacable.
—¿Qué le has hecho?
Mientras seguía retrocediendo, alargó las manos.
—No he hecho nada —farfulló—. Nada. Cuando llegué, ya estaba a punto de marcharse.
—¿Adónde?
—Dijo que Alberto y tú habían ido de acampada a alguna parte de las montañas. Que desconocerías lo de la tormenta y que Alberto le había dicho que allí no había cobertura de teléfono —respondió.
—Cancelamos esa acampada hace semanas —en cuanto se dio cuenta de que ese viaje anual a la remota cabaña estaría a pocas semanas del alumbramiento.
El miedo a que el bebé fuera prematuro había hecho que decidiera trabajar desde casa pasado el fin de semana, pero Myriam no lo sabía porque él no se lo había dicho.
La expresión de Carla adquirió un mohín petulante.
—Pues ella creía que estabas allí. Y se mostró bastante grosera conmigo.
—¿Grosera contigo cuando no intentaste detenerla? —pero sabía que si algo le sucedía a Myriam y a su hijo, no sería culpa de Carla, sino suya.
Porque durante semanas apenas había hablado con su esposa, porque sabía que si lo hacía, de sus labios podría oír las palabras: «Te amo».
Desterró esos pensamientos condenatorios. Ya habría tiempo para eso más adelante; en ese momento debía recoger a Myriam antes de que estallara la tormenta. Ella desconocía la localización exacta de la cabaña, pero sí conocía el camino que tomaban para ir allí, propicio a corrimientos de tierra cuando llovía. Nadie que no fuera idiota lo intentaría sin un todoterreno.
Y Myriam iba hacia allí. El pensamiento le congeló la sangre en las venas.
—¡Madre de Dio, la pequeña idiota! —susurró. Le dedicó a Carla una mirada que hizo que palideciera y añadió con voz lóbrega—: No quiero verte aquí cuando vuelva, porque te juro que no seré responsable de mis actos si un cabello de la cabeza de Myriam sufre algún daño.
Luego emprendió la carrera.
dulce_myrifan- VBB PLATINO
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Re: Heridas en el Corazón
gracias por el capitulo
maldita carla
ahora si Victor, encuentra a Myriam y se sincero con ella.
maldita carla
ahora si Victor, encuentra a Myriam y se sincero con ella.
marimyri- VBB ORO
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Re: Heridas en el Corazón
gracias por el capi muy bueno mendiga vieja que le habra dicho
nayelive- VBB PLATINO
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Re: Heridas en el Corazón
GRACIAS POR EL CAPITULO MENDIGA VIEJA QUE LE DIJO A MYRI
girl190183- VBB BRONCE
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Re: Heridas en el Corazón
graciias x el cap niiña maldiita carla solo espero k no le pase nada a myriiam y viictor pueda aclara las cosas con ella xfiis no tardes con el siiguiiente cap sip
Dianitha- VBB PLATINO
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Re: Heridas en el Corazón
Hay como quisiera estar en la noela para darle su escarmiento a esa Carla mendiga Vieja jija de la chinga-- maldita vieja mensa Victor yo saco a esa maldita vieja por ti de los pelos bueno creo que no sere la unica en querer hacerle eso verdad jijjijiji Niña Dulcecita Gracias por el Cap. y no seas mala que no les pase nada a Myriam y
por fa que desesperacion ahora hasta mañana chin nimodo bye Atte: Iliana
por fa que desesperacion ahora hasta mañana chin nimodo bye Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: Heridas en el Corazón
ASHHHHH PINKI CARLA CHE.... VIEJAAAA CORRE VICTOR ENCUENTRA A MYRIAM Y AHORA SI NO TE CALLES Y DILE QUE LA AMASSSS
Eva_vbb- VBB DIAMANTE
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Re: Heridas en el Corazón
Muchas gracias por el capítulo Dul, qué vieja tan méndiga!!!!!!
Marianita- STAFF
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Re: Heridas en el Corazón
Pobre Myri, ojala ke no le pase nada y esa vieja metiche mejor ke huya
alma.fra- VBB DIAMANTE
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Re: Heridas en el Corazón
QUE CORAJE CON ESA CARLA , VICTOR CORRELE A SALVAR A MYRIAM Y A TU HIJO .
GRACIAS POR´LOS CAPÍTULOS
GRACIAS POR´LOS CAPÍTULOS
mats310863- VBB PLATINO
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Re: Heridas en el Corazón
Mañana el final
Cap. 16
Myriam había subido aproximadamente medio trayecto por el camino escarpado antes de que resultara obvio que su coche ya no iría a ninguna parte. Se soltó el cinturón de seguridad y recordó los comentarios de Victor sobre esa ruta, los todoterrenos y los idiotas.
Habría sido más útil haberlo recordado un kilómetro antes, pero entonces había estado impulsada por la adrenalina, el pánico y la idea equivocada de que Victor, uno de los hombres con más recursos y autosuficientes del planeta, necesitaba su ayuda para estar a salvo.
Observó la lluvia que golpeaba el parabrisas.
Pues en una cosa se había equivocado: ni siquiera un todoterreno con tracción a las cuatro ruedas habría podido superar ese camino embarrado, ya que más adelante apenas había sitio para que pasara una bicicleta, o para una persona lo bastante temeraria como para completar el trayecto a pie.
No estaba muy segura de la parte del idiota.
Su plan no había sido malo, sólo el momento. Si hubiera logrado llegar hasta ellos antes de que empezara a llover, no habría sido más que un paseo agradable.
Pero la lluvia no mostraba trazos de querer parar pronto. Consideró las opciones que tenía… y eran limitadas.
Podía esperar en el coche o tratar de encontrar la cabaña. No podía estar tan lejos.
Apagó el motor y con severidad se dijo que no debía ser una quejica. Un poco de lluvia jamás le había hecho daño a nadie.
«Pero siempre hay una primera vez», susurró una voz en su cabeza. Además, hacía por lo menos quince minutos que la lluvia había dejado de ser suave. El sonido del diluvio torrencial resultaba ensordecedor con el motor apagado.
En algún momento eso debió de parecerle una buena idea, pero ya no supo muy bien cuándo o por qué. Sin embargo, se encontraba en un punto en el que resultaba más sencillo continuar que dar marcha atrás.
Quedó literalmente empapada hasta los huesos antes de cerrar la puerta del coche… lo que le costó, ya que el viento soplaba con más fuerza que la anticipada. Al trastabillar en su ascensión, con la cabeza inclinada y los dientes apretados, no se permitió pensar más allá del siguiente paso, hasta que diez agotadores minutos más tarde, ya no hubo siguiente paso.
No hubo camino; simplemente, se acabó. El terreno se elevaba escarpado hacia su derecha, a la izquierda había una caída vertiginosa y al frente había un terreno similar al que había hecho… con la excepción de que no se veía ni rastro de sendero o vereda.
Luchando por recobrar el aliento, se secó la humedad de la cara y escudriñó el frente. El fragor de un trueno lejano la sobresaltó.
No podía permitirse el lujo de reconocer el miedo que sentía empotrado como un trozo de hielo detrás de su esternón. De lo contrario, supo que sucumbiría al pánico que tenía tan cerca que podía olerlo.
Cerró los ojos y movió la cabeza, analizando los instintos primigenios que habían despertado cuando pensó que Victor y Alberto se hallaban en peligro.
«¿Qué pensabas que ibas a poder hacer?» Victor no estaba desvalido, tenía los suficientes recursos como para enfrentarse a casi cualquier cosa que apareciera en su camino.
Lo más probable fuera que en ese momento se encontraran ante un agradable fuego frente a la chimenea de la cabaña.
«Cómo me gustaría estar con ellos». Respiró hondo y alzó el mentón al manifestar en voz alta:
—Bueno, no vas a encontrarlos si te dejas llevar por la autocompasión, Myriam.
Como si oyera esas palabras de ánimo, el bebé soltó unas pataditas y le provocó una mueca de dolor. Llevándose la mano al vientre, se preguntó si heredaría la misma naturaleza intrépida.
Su expresión se endureció al pensar si llegaría a tener esa oportunidad.
¿Qué clase de madre era, arriesgando la vida de su bebé de esa manera? Su rostro adquirió una gran determinación.
—Por mi culpa nos he metido en esto, pequeño, así que depende de mí sacarnos.
«¿Dónde diablos está esa cabaña?», se preguntó.
Victor encontró el coche. Buscó en el interior de forma metódica. En el asiento de atrás estaban su bolso y una chaqueta fina, las llaves seguían en el encendido, pero no había ninguna señal obvia que indicara que había estado herida. Soltó el aire contenido.
Quitó las llaves del encendido. En el futuro inmediato no pensaba dejar que volviera a conducir ni iba a perderla de vista.
Cuando emprendió el trote por el sendero ascendente y medio bloqueado la tormenta se hallaba en su punto álgido. Pensar en Myriam ahí sola en esas circunstancias le desgarraba las entrañas. ¿Qué diablos intentaba hacerle esa mujer? Cuando la encontrara le… si la encontraba…
Con la mandíbula apretada, desterró de su mente la imagen de pesadilla de un cuerpo destrozado en el fondo de un barranco. No era el momento para darle rienda suelta a su imaginación.
Los pensamientos negativos jamás habían sido su estilo y no pensaba cambiar en ese momento. La encontraría viva y, bueno… luego la estrangularía por hacerle eso.
Diez minutos más tarde descubrió que se hallaba viva y bien. No había tiempo para estrangularla. Seguía el lecho seco de un río. Se situó detrás de ella y pronunció su nombre, alzando la voz para hacerse oír por encima del viento.
Ella no lo había oído acercarse y comenzó a debatirse con frenesí antes de reconocerlo.
Al hacerlo, la oposición desapareció y comenzó a llorar y a decir su nombre una y otra vez. Victor pudo sentir los temblores que le recorrían el cuerpo como una fiebre.
La abrazó. Cerró los ojos y aspiró la fragancia de su cabello. Estaba mareado por el alivio, exultante.
En esos últimos minutos de pesadilla había visto la vida sin Myriam y en lo más hondo de su alma sabía que abrazaba a la única persona que le daba a su vida algo de sentido.
Quería decirle lo que significaba para él. Las palabras estaban en la punta de su lengua cuando le alzó el rostro.
El recuerdo de ese temor primigenio que había experimentado lo invadió al pensar: «¡He estado a punto de perderte!»
—No he tenido ni un momento de paz desde que nos conocimos —gritó—. ¿Te esfuerzas en hacer estupideces o es que no puedes evitarlo?
Vio el dolor en los ojos vidriosos de ella, luego la furia.
—Intentaba salvarte. No sabía que no necesitabas que te salvaran. Dijiste que Alberto y tú iban a venir a la cabaña —añadió a la defensiva—. Pensé que lo ibas a recoger directamente en el colegio y sabía que no había cobertura y pensé que si me daba prisa podría llegar hasta vosotros antes que la tormenta y advertiros…
—Te subiste a tu coche y decidiste salvarnos —¿cuántas mujeres habrían tenido el valor para hacer algo así?—. ¡Estás embarazada de ocho meses!
Se sonrojó. A posteriori costaba defender sus actos.
—Advertirlos sobre la tormenta.
—Siempre me estás diciendo la cantidad de personal que tenemos. ¿No se te ocurrió delegar la tarea en alguno de ellos, o incluso contactar con los servicios de emergencia?
—Me entró pánico —reconoció abatida. Se pasó una mano por la cara para quitarse el exceso de humedad y parpadeó, luchando por contener el llanto—. ¿Alberto está bien?
—Sí. No hicimos el viaje. Lo cancelé hace semanas.
Myriam sabía que el tiempo que tenía reservado para su hijo era sagrado. Debió de ser por algo realmente importante. Y se lo estaba perdiendo por ella.
Abrió la boca para disculparse y la cerró. Con las emociones tan exaltadas, costaba retener la lengua y temió las indiscreciones que pudiera soltar en cuanto comenzara a hablar.
Él vio cómo le temblaba el labio y deseó mucho besarla, pero era consciente de que ya se habían demorado demasiado allí.
Sabía lo peligrosos que eran esos lechos secos después de una lluvia torrencial en las colinas.
—¿Qué estás…? —protestó cuando la alzó en brazos.
—¿Has visto alguna corriente? —preguntó, depositándola a salvo unos instantes después en un punto seguro protegido del viento detrás de una enorme roca—. Yo sí —indicó sin aguardar su respuesta.
Alzó la vista y vio la furia oscura en los ojos de Victor. Podía entender su enfado; hasta el momento ella ni siquiera le había dado las gracias. Y sin duda estaría pensando en todas las cosas que preferiría hacer en vez de perseguir a esa esposa alocada y muy embarazada por la montaña bajo una tormenta.
—¿Cómo supiste dónde encontrarme?
—Carla estaba en casa —respondió.
—¿La viste muy preocupada?
Él rió de forma peculiar.
—No se le notaba. Tu cara… —soltó un juramento y apretó la mandíbula al notar por primera vez el arañazo que mostraba en una mejilla delicada. Le ladeó un poco el rostro para verla mejor, luego, satisfecho de que la herida era superficial, bajó los dedos—. ¿Cómo te lo hiciste? —preguntó con voz ronca.
—¿Qué? —preguntó, deseando que no la hubiera soltado. Era ridículo, pero hasta un contacto ligero con él le bajaba los niveles de ansiedad. Se llevó la mano a la cara y tanteó el arañazo—. No lo sentí.
Él siguió mirándola y plantó las manos sobre sus hombros.
—¿Te has hecho daño en algún otro sitio? —preguntó con voz ronca mientras bajaba las manos por su cuerpo.
El contacto de Victor era de reconocimiento, la reacción de Myriam no, lo cual, en esas circunstancias, resultaba un poco absurdo. «Tienes el atractivo sexual de una cría de elefante», se dijo. Hacía semanas que él no compartía su cama.
Desde que se enteró de su embarazo.
—No, estoy bien.
—No estás bien. Tiemblas como una hoja —descubrió.
Myriam se encogió de hombros mientras él se quitaba la cazadora y se la pasaba por los hombros. ¿Qué se suponía que debía decir… «tiemblo porque me estás tocando».
—Tendrás frío —protestó.
—Sobreviviré —dijo al tiempo que le acariciaba la mejilla.
—Debes de pensar que soy una idiota.
Hubo una pausa, que se extendió mientras ella se esforzaba en no apartar la vista.
—No —contestó finalmente él—, pienso que yo soy un absoluto idiota.
La respuesta fue como una bofetada en la cara de Myriam. Nunca antes le había dicho… que lamentaba haberse casado con ella.
—No podemos quedarnos aquí —oteó el horizonte—. Necesitamos un refugio.
—¡No puedes cargar conmigo! —volvió a protestar Myriam.
La alzó otra vez en brazos y le sugirió que se agarrara bien, añadiendo con firmeza:
—No puedes caminar en tu estado.
—Pero ahora peso mucho.
—Soy fuerte.
—Lo he notado —cerró los ojos. Hasta ella pudo percibir el tono melancólico en su voz.
Sólo tardó cinco minutos en localizar la cabaña. Myriam comprendió que en ningún momento había estado lejos del lugar.
En el interior había lo básico: una habitación con una chimenea de piedra en un extremo y camastros en el otro. Una mesa y dos sillas de madera.
Victor acercó una silla a la chimenea y con la cabeza le indicó que debería sentarse.
—No hay muchas comodidades, pero al menos está seco.
Myriam aguardó que el dolor en su espalda pasara mientras se sentaba con cautela. Todavía no se permitía pensar en lo que podía significar ese dolor. Cuando su bebé llegara, iba a nacer en un hospital limpio y seguro.
—¿Crees que la tormenta durará mucho?
—¿Quién sabe?
Incapaz de compartir su indiferencia, observó con la mandíbula apretada mientras Victor abría un baúl de madera sitiado a un costado de la chimenea y sacaba una caja de cerillas y un puñado de ramas secas.
—Pero, ¿no oscurecerá pronto?
Tener un bebé era la cosa más natural del mundo… y los partos en el hogar eran cada vez más populares, aunque por lo general en casas con agua y teléfono. Pero a ella aún le quedaba un mes. Si una persona imaginaba que estaba de parto cada vez que sentía una punzada de dolor, ella habría pasado el último mes en el hospital.
Victor le dedicó una mirada curiosa antes de inclinarse ante la chimenea.
—Te da miedo la oscuridad… no pensaba que le temieras a algo.
No captando la admiración en su voz, lo tomó como una burla, una sugerencia de que carecía de las fragilidades femeninas que sin duda a él le resultaban atractivas, y se puso de pie en un momento llena de furia.
—¡Temerle a algo! —repitió con voz trémula—. ¡Me da miedo todo!
Tener a su bebé en una cabaña aislada, sin agua corriente o asistencia médica, figuraba en lo más alto de su lista de miedos. Tan rápido como surgió su enfado, la abandonó. Se llevó una mano a la cabeza en un gesto cansado y volvió a sentarse, consciente de que Victor la observaba.
—¡Una lámpara! —repitió con amargura—. ¿Por qué no lo dijiste antes? Estupendo, una lámpara… todos nuestros problemas se han solucionado.
Pensó que su principal problema en ese momento era mantener la boca cerrada. Le aterraba que Victor llegara a la conclusión de que sólo era desagradable y desagradecida.
—Escucha —musitó—. Siento haberte causado tantos problemas.
Él giró la cabeza despacio. Myriam le devolvió la mirada con cautela, incapaz de interpretar su expresión. El lenguaje corporal de Victor era menos desconcertante. La rama que había estado a punto de echar al fuego se partió entre sus dedos.
—¿Causarme problemas…? —repitió con voz peculiar.
Ella asintió y decidió que le debía unas disculpas.
—Sé que he sido una molestia y que sentirlo no es suficiente recompensa por haberte estropeado el día y tenerte atrapado aquí, pero lo… siento.
—Y me lo dices a mí… madre de Dio! —movió la cabeza, cerró los ojos y se frotó el mentón.
El silencio se alargó, roto únicamente por la lluvia contra la ventana y el crepitar de las ramas en la chimenea.
—De verdad que lo siento, Victor.
Al sonido de su voz infeliz, la miró y dijo con voz ronca:
—Hoy he pasado por un infierno al pensar que podías estar herida y necesitándome, o algo peor —se frotó los ojos como si quisiera extinguir las imágenes trágicas con las que lo había torturado su mente—. Gustoso habría entregado mi alma si con ello te hubiera podido recuperar a salvo —alargó la mano insegura para apoyarla sobre su vientre—. Tú, y nuestro bebé —añadió emocionado.
Myriam miró sus dedos bronceados como alguien sumida en un sueño. Pudo sentir el retumbar de la sangre en sus oídos. El corazón parecía a punto de salírsele del pecho.
Movió la cabeza, incapaz de permitirse creer en lo que él decía.
Mientras apoyaba su mano pequeña sobre la de él, se dijo que no podía hablar en serio.
Entonces, ¿por qué decía esas cosas?
«Antes de decir o hacer alguna tontería, recuerda que él sólo quería una amante y recibió una esposa y un bebé, ninguno de los cuales había figurado en su lista de cosas primordiales».
Miró los dedos bajo los suyos; esa mano grande era cálida sobre la tela fina y mojada de su vestido. Sintió un nudo en la garganta y que los ojos le escocían.
Si pudieran estar así para siempre, nunca más sentiría miedo, pero lo sentía. Tenía miedo de que si se movía, ese momento perfecto se desvanecería y lo único que le quedaría sería un recuerdo.
—Tú no quieres un bebé —se sintió impulsada a recordarle—. Y yo lo entiendo —le aseguró—. Sientes que estás siendo desleal con la madre de Alberto.
La sorpresa ardió en los ojos de Victor.
—Lo que sentí por Sara no se parece en nada a lo que siento por ti —replicó ceñudo.
Myriam sonrió, aunque por dentro tenía el corazón desgarrado.
—Lo comprendo —convino con ecuanimidad—. Sé que fue el gran amor de tu vida y yo jamás intentaré competir con eso —costaba competir con una amada muerta.
Victor soltó una risa incrédula.
—El modo en que funciona tu mente es una fuente constante de asombro para mí, cara —dijo—. ¿Has llegado a esa conclusión tú sola? ¿O tal vez recibiste algo de ayuda de la prima Carla…? —especuló.
Myriam se sintió obligada a defender a la mujer mayor.
—Carla no me contaba nada que no supiera toda la gente. No era ningún secreto. Entiendo que te resulte demasiado doloroso hablar de ello.
—No entiendes nada —replicó.
—¿Por qué no soy capaz de entender esa grandiosa pasión? —preguntó embargada por la emoción—. No eres la única persona que tiene sentimientos, ¿sabes? —soltó, llevándose una mano al pecho agitado al escapársele un sollozo.
—El motivo por el que no hablo de Sara o de nuestro matrimonio es porque resulta doloroso… porque a nadie le gusta sacar a la superficie los errores cometidos, aparte de que hay que pensar en Alberto…
—¿Errores? —repitió, creyendo que había oído mal.
—No Alberto —se apresuró a aclararle él—. Aunque si Sara se hubiera salido con la suya, Alberto no existiría.
—¿No quería un bebé? —intentó no sonar conmocionada, pero oír algo así le resultaba inexplicable.
—La convencí de no abortar y de casarse conmigo a cambio —giró la cabeza y añadió con tono triste—: Y supongo que podrías decir que eso me hace responsable directo de su muerte.
—¿De qué estás hablando, Victor? —le tocó el hombro y de inmediato sintió la tensión en los músculos contraídos.
—Sara desarrolló diabetes durante el embarazo. Los médicos dijeron que desaparecería en cuanto naciera el bebé.
—¿Y no fue así? —instó con gentileza.
Él movió la cabeza.
—Necesitaba inyectarse dos veces al día y lo odiaba. Al principio los médicos lucharon por estabilizarla, pero llevaba muchos meses bien cuando… sufrió un ataque de hipoglucemia un día que se hallaba de compras, pero la gente pensó que estaba borracha. Los síntomas no son tan diferentes. Cuando alguien comprendió que estaba enferma, ya era demasiado tarde. Había muerto antes de llegar al hospital.
Al escuchar esa historia trágica, sintió que los ojos se le anegaban.
—Es realmente terrible, pero no culpa tuya.
Se levantó de donde estaba sentado a sus pies para ocupar un sitio a su lado en el banco de madera.
—Yo tenía diecinueve años y creaba mi primera empresa cuando conocí a Sara. Estaba lleno de ideales románticos y hormonas desbocadas… una combinación peligrosa —ironizó—. En aquellos tiempos era bastante intenso y propenso a tomarme las cosas en serio. Escribía poesía —reconoció como si confesara un vicio tremendo.
—¿Escribías poesía? ¿Era buena?
—En realidad, era espantosa. Debí de ser increíblemente aburrido, pero ella era una chica agradable, atractiva y más interesada en el sexo que en el sentido de la vida, lo que hacía que fuera mucho más inteligente que yo —expuso con naturalidad—. La verdad es que creo que Sara me encontraba un poco raro, y sé que no se habría casado conmigo si yo no hubiera ganado ya mi primer millón. No digo que fuera codiciosa o nada por el estilo, simplemente, bueno… la tentó el estilo de vida.
—Tú la amabas —protestó ella débilmente.
—¡Amarla! —exclamó con desdén—. Puede que haya chicos de diecinueve años que conozcan el significado de esa palabra, pero yo no era uno de ellos. No lo descubrí hasta hace muy poco…
Myriam lo miró con incredulidad.
—¿Tú me amas, Victor…?
—¿Cómo no hacerlo? —replicó—. Incluso cuando no era capaz de aceptar mis sentimientos por lo que eran, te amaba. Racionalizaba mis actos, mis sentimientos, pero desde que te conocí he estado intentando unirte a mí —le tomó las manos como si nunca quisiera soltarla—. Espero que algún día seas capaz de perdonarme… yo no puedo perdonarme a mí mismo, pero era mi miedo el que hablaba. Sara murió porque llevaba a mi hijo. Si te perdiera…
La miró con una desolación que le atravesó el corazón.
—No vas a perderme, Victor —prometió.
—Si lo hiciera… —cerró los ojos y tembló—. Nada más verte, fui un cobarde por no reconocer que lo que sentía por ti era amor. Eras, eres, el alma gemela que había decidido que no existía.
Unas lágrimas cayeron por las mejillas de Myriam al enmarcar el rostro de su marido con las manos y darle un beso en los labios.
—Te fuiste de nuestra cama —lo acusó, en una mezcla peculiar de llanto y risa. Su mente trataba de asimilar tanta sorpresa.
—Pensaba que era lo que tú querías —confesó—. Intentaba mostrarme sensible —movió la cabeza con una mueca—. Fue un infierno.
El reconocimiento le provocó una carcajada.
—No te hagas el sensible. No encaja contigo. Eres el tipo de hombre arrogante e incapaz de expresar sus sentimientos, aunque a partir de hoy tal vez tenga que replantearme eso —su sonrisa resplandeció—. De hecho, eres mi tipo de hombre y… —calló, haciendo una mueca.
—¿Qué sucede?
—Nada, espero.
—Entonces…
Le palmeó la mano.
—Que no te entre el pánico, pero creo… bueno, en realidad estoy segura de que nuestro bebé quiere nacer.
—No, la fecha no es hasta dentro de cuatro semanas.
—Díselo a él —sugirió, palmeándose el vientre al sentir otra contracción.
Cap. 16
Myriam había subido aproximadamente medio trayecto por el camino escarpado antes de que resultara obvio que su coche ya no iría a ninguna parte. Se soltó el cinturón de seguridad y recordó los comentarios de Victor sobre esa ruta, los todoterrenos y los idiotas.
Habría sido más útil haberlo recordado un kilómetro antes, pero entonces había estado impulsada por la adrenalina, el pánico y la idea equivocada de que Victor, uno de los hombres con más recursos y autosuficientes del planeta, necesitaba su ayuda para estar a salvo.
Observó la lluvia que golpeaba el parabrisas.
Pues en una cosa se había equivocado: ni siquiera un todoterreno con tracción a las cuatro ruedas habría podido superar ese camino embarrado, ya que más adelante apenas había sitio para que pasara una bicicleta, o para una persona lo bastante temeraria como para completar el trayecto a pie.
No estaba muy segura de la parte del idiota.
Su plan no había sido malo, sólo el momento. Si hubiera logrado llegar hasta ellos antes de que empezara a llover, no habría sido más que un paseo agradable.
Pero la lluvia no mostraba trazos de querer parar pronto. Consideró las opciones que tenía… y eran limitadas.
Podía esperar en el coche o tratar de encontrar la cabaña. No podía estar tan lejos.
Apagó el motor y con severidad se dijo que no debía ser una quejica. Un poco de lluvia jamás le había hecho daño a nadie.
«Pero siempre hay una primera vez», susurró una voz en su cabeza. Además, hacía por lo menos quince minutos que la lluvia había dejado de ser suave. El sonido del diluvio torrencial resultaba ensordecedor con el motor apagado.
En algún momento eso debió de parecerle una buena idea, pero ya no supo muy bien cuándo o por qué. Sin embargo, se encontraba en un punto en el que resultaba más sencillo continuar que dar marcha atrás.
Quedó literalmente empapada hasta los huesos antes de cerrar la puerta del coche… lo que le costó, ya que el viento soplaba con más fuerza que la anticipada. Al trastabillar en su ascensión, con la cabeza inclinada y los dientes apretados, no se permitió pensar más allá del siguiente paso, hasta que diez agotadores minutos más tarde, ya no hubo siguiente paso.
No hubo camino; simplemente, se acabó. El terreno se elevaba escarpado hacia su derecha, a la izquierda había una caída vertiginosa y al frente había un terreno similar al que había hecho… con la excepción de que no se veía ni rastro de sendero o vereda.
Luchando por recobrar el aliento, se secó la humedad de la cara y escudriñó el frente. El fragor de un trueno lejano la sobresaltó.
No podía permitirse el lujo de reconocer el miedo que sentía empotrado como un trozo de hielo detrás de su esternón. De lo contrario, supo que sucumbiría al pánico que tenía tan cerca que podía olerlo.
Cerró los ojos y movió la cabeza, analizando los instintos primigenios que habían despertado cuando pensó que Victor y Alberto se hallaban en peligro.
«¿Qué pensabas que ibas a poder hacer?» Victor no estaba desvalido, tenía los suficientes recursos como para enfrentarse a casi cualquier cosa que apareciera en su camino.
Lo más probable fuera que en ese momento se encontraran ante un agradable fuego frente a la chimenea de la cabaña.
«Cómo me gustaría estar con ellos». Respiró hondo y alzó el mentón al manifestar en voz alta:
—Bueno, no vas a encontrarlos si te dejas llevar por la autocompasión, Myriam.
Como si oyera esas palabras de ánimo, el bebé soltó unas pataditas y le provocó una mueca de dolor. Llevándose la mano al vientre, se preguntó si heredaría la misma naturaleza intrépida.
Su expresión se endureció al pensar si llegaría a tener esa oportunidad.
¿Qué clase de madre era, arriesgando la vida de su bebé de esa manera? Su rostro adquirió una gran determinación.
—Por mi culpa nos he metido en esto, pequeño, así que depende de mí sacarnos.
«¿Dónde diablos está esa cabaña?», se preguntó.
Victor encontró el coche. Buscó en el interior de forma metódica. En el asiento de atrás estaban su bolso y una chaqueta fina, las llaves seguían en el encendido, pero no había ninguna señal obvia que indicara que había estado herida. Soltó el aire contenido.
Quitó las llaves del encendido. En el futuro inmediato no pensaba dejar que volviera a conducir ni iba a perderla de vista.
Cuando emprendió el trote por el sendero ascendente y medio bloqueado la tormenta se hallaba en su punto álgido. Pensar en Myriam ahí sola en esas circunstancias le desgarraba las entrañas. ¿Qué diablos intentaba hacerle esa mujer? Cuando la encontrara le… si la encontraba…
Con la mandíbula apretada, desterró de su mente la imagen de pesadilla de un cuerpo destrozado en el fondo de un barranco. No era el momento para darle rienda suelta a su imaginación.
Los pensamientos negativos jamás habían sido su estilo y no pensaba cambiar en ese momento. La encontraría viva y, bueno… luego la estrangularía por hacerle eso.
Diez minutos más tarde descubrió que se hallaba viva y bien. No había tiempo para estrangularla. Seguía el lecho seco de un río. Se situó detrás de ella y pronunció su nombre, alzando la voz para hacerse oír por encima del viento.
Ella no lo había oído acercarse y comenzó a debatirse con frenesí antes de reconocerlo.
Al hacerlo, la oposición desapareció y comenzó a llorar y a decir su nombre una y otra vez. Victor pudo sentir los temblores que le recorrían el cuerpo como una fiebre.
La abrazó. Cerró los ojos y aspiró la fragancia de su cabello. Estaba mareado por el alivio, exultante.
En esos últimos minutos de pesadilla había visto la vida sin Myriam y en lo más hondo de su alma sabía que abrazaba a la única persona que le daba a su vida algo de sentido.
Quería decirle lo que significaba para él. Las palabras estaban en la punta de su lengua cuando le alzó el rostro.
El recuerdo de ese temor primigenio que había experimentado lo invadió al pensar: «¡He estado a punto de perderte!»
—No he tenido ni un momento de paz desde que nos conocimos —gritó—. ¿Te esfuerzas en hacer estupideces o es que no puedes evitarlo?
Vio el dolor en los ojos vidriosos de ella, luego la furia.
—Intentaba salvarte. No sabía que no necesitabas que te salvaran. Dijiste que Alberto y tú iban a venir a la cabaña —añadió a la defensiva—. Pensé que lo ibas a recoger directamente en el colegio y sabía que no había cobertura y pensé que si me daba prisa podría llegar hasta vosotros antes que la tormenta y advertiros…
—Te subiste a tu coche y decidiste salvarnos —¿cuántas mujeres habrían tenido el valor para hacer algo así?—. ¡Estás embarazada de ocho meses!
Se sonrojó. A posteriori costaba defender sus actos.
—Advertirlos sobre la tormenta.
—Siempre me estás diciendo la cantidad de personal que tenemos. ¿No se te ocurrió delegar la tarea en alguno de ellos, o incluso contactar con los servicios de emergencia?
—Me entró pánico —reconoció abatida. Se pasó una mano por la cara para quitarse el exceso de humedad y parpadeó, luchando por contener el llanto—. ¿Alberto está bien?
—Sí. No hicimos el viaje. Lo cancelé hace semanas.
Myriam sabía que el tiempo que tenía reservado para su hijo era sagrado. Debió de ser por algo realmente importante. Y se lo estaba perdiendo por ella.
Abrió la boca para disculparse y la cerró. Con las emociones tan exaltadas, costaba retener la lengua y temió las indiscreciones que pudiera soltar en cuanto comenzara a hablar.
Él vio cómo le temblaba el labio y deseó mucho besarla, pero era consciente de que ya se habían demorado demasiado allí.
Sabía lo peligrosos que eran esos lechos secos después de una lluvia torrencial en las colinas.
—¿Qué estás…? —protestó cuando la alzó en brazos.
—¿Has visto alguna corriente? —preguntó, depositándola a salvo unos instantes después en un punto seguro protegido del viento detrás de una enorme roca—. Yo sí —indicó sin aguardar su respuesta.
Alzó la vista y vio la furia oscura en los ojos de Victor. Podía entender su enfado; hasta el momento ella ni siquiera le había dado las gracias. Y sin duda estaría pensando en todas las cosas que preferiría hacer en vez de perseguir a esa esposa alocada y muy embarazada por la montaña bajo una tormenta.
—¿Cómo supiste dónde encontrarme?
—Carla estaba en casa —respondió.
—¿La viste muy preocupada?
Él rió de forma peculiar.
—No se le notaba. Tu cara… —soltó un juramento y apretó la mandíbula al notar por primera vez el arañazo que mostraba en una mejilla delicada. Le ladeó un poco el rostro para verla mejor, luego, satisfecho de que la herida era superficial, bajó los dedos—. ¿Cómo te lo hiciste? —preguntó con voz ronca.
—¿Qué? —preguntó, deseando que no la hubiera soltado. Era ridículo, pero hasta un contacto ligero con él le bajaba los niveles de ansiedad. Se llevó la mano a la cara y tanteó el arañazo—. No lo sentí.
Él siguió mirándola y plantó las manos sobre sus hombros.
—¿Te has hecho daño en algún otro sitio? —preguntó con voz ronca mientras bajaba las manos por su cuerpo.
El contacto de Victor era de reconocimiento, la reacción de Myriam no, lo cual, en esas circunstancias, resultaba un poco absurdo. «Tienes el atractivo sexual de una cría de elefante», se dijo. Hacía semanas que él no compartía su cama.
Desde que se enteró de su embarazo.
—No, estoy bien.
—No estás bien. Tiemblas como una hoja —descubrió.
Myriam se encogió de hombros mientras él se quitaba la cazadora y se la pasaba por los hombros. ¿Qué se suponía que debía decir… «tiemblo porque me estás tocando».
—Tendrás frío —protestó.
—Sobreviviré —dijo al tiempo que le acariciaba la mejilla.
—Debes de pensar que soy una idiota.
Hubo una pausa, que se extendió mientras ella se esforzaba en no apartar la vista.
—No —contestó finalmente él—, pienso que yo soy un absoluto idiota.
La respuesta fue como una bofetada en la cara de Myriam. Nunca antes le había dicho… que lamentaba haberse casado con ella.
—No podemos quedarnos aquí —oteó el horizonte—. Necesitamos un refugio.
—¡No puedes cargar conmigo! —volvió a protestar Myriam.
La alzó otra vez en brazos y le sugirió que se agarrara bien, añadiendo con firmeza:
—No puedes caminar en tu estado.
—Pero ahora peso mucho.
—Soy fuerte.
—Lo he notado —cerró los ojos. Hasta ella pudo percibir el tono melancólico en su voz.
Sólo tardó cinco minutos en localizar la cabaña. Myriam comprendió que en ningún momento había estado lejos del lugar.
En el interior había lo básico: una habitación con una chimenea de piedra en un extremo y camastros en el otro. Una mesa y dos sillas de madera.
Victor acercó una silla a la chimenea y con la cabeza le indicó que debería sentarse.
—No hay muchas comodidades, pero al menos está seco.
Myriam aguardó que el dolor en su espalda pasara mientras se sentaba con cautela. Todavía no se permitía pensar en lo que podía significar ese dolor. Cuando su bebé llegara, iba a nacer en un hospital limpio y seguro.
—¿Crees que la tormenta durará mucho?
—¿Quién sabe?
Incapaz de compartir su indiferencia, observó con la mandíbula apretada mientras Victor abría un baúl de madera sitiado a un costado de la chimenea y sacaba una caja de cerillas y un puñado de ramas secas.
—Pero, ¿no oscurecerá pronto?
Tener un bebé era la cosa más natural del mundo… y los partos en el hogar eran cada vez más populares, aunque por lo general en casas con agua y teléfono. Pero a ella aún le quedaba un mes. Si una persona imaginaba que estaba de parto cada vez que sentía una punzada de dolor, ella habría pasado el último mes en el hospital.
Victor le dedicó una mirada curiosa antes de inclinarse ante la chimenea.
—Te da miedo la oscuridad… no pensaba que le temieras a algo.
No captando la admiración en su voz, lo tomó como una burla, una sugerencia de que carecía de las fragilidades femeninas que sin duda a él le resultaban atractivas, y se puso de pie en un momento llena de furia.
—¡Temerle a algo! —repitió con voz trémula—. ¡Me da miedo todo!
Tener a su bebé en una cabaña aislada, sin agua corriente o asistencia médica, figuraba en lo más alto de su lista de miedos. Tan rápido como surgió su enfado, la abandonó. Se llevó una mano a la cabeza en un gesto cansado y volvió a sentarse, consciente de que Victor la observaba.
—¡Una lámpara! —repitió con amargura—. ¿Por qué no lo dijiste antes? Estupendo, una lámpara… todos nuestros problemas se han solucionado.
Pensó que su principal problema en ese momento era mantener la boca cerrada. Le aterraba que Victor llegara a la conclusión de que sólo era desagradable y desagradecida.
—Escucha —musitó—. Siento haberte causado tantos problemas.
Él giró la cabeza despacio. Myriam le devolvió la mirada con cautela, incapaz de interpretar su expresión. El lenguaje corporal de Victor era menos desconcertante. La rama que había estado a punto de echar al fuego se partió entre sus dedos.
—¿Causarme problemas…? —repitió con voz peculiar.
Ella asintió y decidió que le debía unas disculpas.
—Sé que he sido una molestia y que sentirlo no es suficiente recompensa por haberte estropeado el día y tenerte atrapado aquí, pero lo… siento.
—Y me lo dices a mí… madre de Dio! —movió la cabeza, cerró los ojos y se frotó el mentón.
El silencio se alargó, roto únicamente por la lluvia contra la ventana y el crepitar de las ramas en la chimenea.
—De verdad que lo siento, Victor.
Al sonido de su voz infeliz, la miró y dijo con voz ronca:
—Hoy he pasado por un infierno al pensar que podías estar herida y necesitándome, o algo peor —se frotó los ojos como si quisiera extinguir las imágenes trágicas con las que lo había torturado su mente—. Gustoso habría entregado mi alma si con ello te hubiera podido recuperar a salvo —alargó la mano insegura para apoyarla sobre su vientre—. Tú, y nuestro bebé —añadió emocionado.
Myriam miró sus dedos bronceados como alguien sumida en un sueño. Pudo sentir el retumbar de la sangre en sus oídos. El corazón parecía a punto de salírsele del pecho.
Movió la cabeza, incapaz de permitirse creer en lo que él decía.
Mientras apoyaba su mano pequeña sobre la de él, se dijo que no podía hablar en serio.
Entonces, ¿por qué decía esas cosas?
«Antes de decir o hacer alguna tontería, recuerda que él sólo quería una amante y recibió una esposa y un bebé, ninguno de los cuales había figurado en su lista de cosas primordiales».
Miró los dedos bajo los suyos; esa mano grande era cálida sobre la tela fina y mojada de su vestido. Sintió un nudo en la garganta y que los ojos le escocían.
Si pudieran estar así para siempre, nunca más sentiría miedo, pero lo sentía. Tenía miedo de que si se movía, ese momento perfecto se desvanecería y lo único que le quedaría sería un recuerdo.
—Tú no quieres un bebé —se sintió impulsada a recordarle—. Y yo lo entiendo —le aseguró—. Sientes que estás siendo desleal con la madre de Alberto.
La sorpresa ardió en los ojos de Victor.
—Lo que sentí por Sara no se parece en nada a lo que siento por ti —replicó ceñudo.
Myriam sonrió, aunque por dentro tenía el corazón desgarrado.
—Lo comprendo —convino con ecuanimidad—. Sé que fue el gran amor de tu vida y yo jamás intentaré competir con eso —costaba competir con una amada muerta.
Victor soltó una risa incrédula.
—El modo en que funciona tu mente es una fuente constante de asombro para mí, cara —dijo—. ¿Has llegado a esa conclusión tú sola? ¿O tal vez recibiste algo de ayuda de la prima Carla…? —especuló.
Myriam se sintió obligada a defender a la mujer mayor.
—Carla no me contaba nada que no supiera toda la gente. No era ningún secreto. Entiendo que te resulte demasiado doloroso hablar de ello.
—No entiendes nada —replicó.
—¿Por qué no soy capaz de entender esa grandiosa pasión? —preguntó embargada por la emoción—. No eres la única persona que tiene sentimientos, ¿sabes? —soltó, llevándose una mano al pecho agitado al escapársele un sollozo.
—El motivo por el que no hablo de Sara o de nuestro matrimonio es porque resulta doloroso… porque a nadie le gusta sacar a la superficie los errores cometidos, aparte de que hay que pensar en Alberto…
—¿Errores? —repitió, creyendo que había oído mal.
—No Alberto —se apresuró a aclararle él—. Aunque si Sara se hubiera salido con la suya, Alberto no existiría.
—¿No quería un bebé? —intentó no sonar conmocionada, pero oír algo así le resultaba inexplicable.
—La convencí de no abortar y de casarse conmigo a cambio —giró la cabeza y añadió con tono triste—: Y supongo que podrías decir que eso me hace responsable directo de su muerte.
—¿De qué estás hablando, Victor? —le tocó el hombro y de inmediato sintió la tensión en los músculos contraídos.
—Sara desarrolló diabetes durante el embarazo. Los médicos dijeron que desaparecería en cuanto naciera el bebé.
—¿Y no fue así? —instó con gentileza.
Él movió la cabeza.
—Necesitaba inyectarse dos veces al día y lo odiaba. Al principio los médicos lucharon por estabilizarla, pero llevaba muchos meses bien cuando… sufrió un ataque de hipoglucemia un día que se hallaba de compras, pero la gente pensó que estaba borracha. Los síntomas no son tan diferentes. Cuando alguien comprendió que estaba enferma, ya era demasiado tarde. Había muerto antes de llegar al hospital.
Al escuchar esa historia trágica, sintió que los ojos se le anegaban.
—Es realmente terrible, pero no culpa tuya.
Se levantó de donde estaba sentado a sus pies para ocupar un sitio a su lado en el banco de madera.
—Yo tenía diecinueve años y creaba mi primera empresa cuando conocí a Sara. Estaba lleno de ideales románticos y hormonas desbocadas… una combinación peligrosa —ironizó—. En aquellos tiempos era bastante intenso y propenso a tomarme las cosas en serio. Escribía poesía —reconoció como si confesara un vicio tremendo.
—¿Escribías poesía? ¿Era buena?
—En realidad, era espantosa. Debí de ser increíblemente aburrido, pero ella era una chica agradable, atractiva y más interesada en el sexo que en el sentido de la vida, lo que hacía que fuera mucho más inteligente que yo —expuso con naturalidad—. La verdad es que creo que Sara me encontraba un poco raro, y sé que no se habría casado conmigo si yo no hubiera ganado ya mi primer millón. No digo que fuera codiciosa o nada por el estilo, simplemente, bueno… la tentó el estilo de vida.
—Tú la amabas —protestó ella débilmente.
—¡Amarla! —exclamó con desdén—. Puede que haya chicos de diecinueve años que conozcan el significado de esa palabra, pero yo no era uno de ellos. No lo descubrí hasta hace muy poco…
Myriam lo miró con incredulidad.
—¿Tú me amas, Victor…?
—¿Cómo no hacerlo? —replicó—. Incluso cuando no era capaz de aceptar mis sentimientos por lo que eran, te amaba. Racionalizaba mis actos, mis sentimientos, pero desde que te conocí he estado intentando unirte a mí —le tomó las manos como si nunca quisiera soltarla—. Espero que algún día seas capaz de perdonarme… yo no puedo perdonarme a mí mismo, pero era mi miedo el que hablaba. Sara murió porque llevaba a mi hijo. Si te perdiera…
La miró con una desolación que le atravesó el corazón.
—No vas a perderme, Victor —prometió.
—Si lo hiciera… —cerró los ojos y tembló—. Nada más verte, fui un cobarde por no reconocer que lo que sentía por ti era amor. Eras, eres, el alma gemela que había decidido que no existía.
Unas lágrimas cayeron por las mejillas de Myriam al enmarcar el rostro de su marido con las manos y darle un beso en los labios.
—Te fuiste de nuestra cama —lo acusó, en una mezcla peculiar de llanto y risa. Su mente trataba de asimilar tanta sorpresa.
—Pensaba que era lo que tú querías —confesó—. Intentaba mostrarme sensible —movió la cabeza con una mueca—. Fue un infierno.
El reconocimiento le provocó una carcajada.
—No te hagas el sensible. No encaja contigo. Eres el tipo de hombre arrogante e incapaz de expresar sus sentimientos, aunque a partir de hoy tal vez tenga que replantearme eso —su sonrisa resplandeció—. De hecho, eres mi tipo de hombre y… —calló, haciendo una mueca.
—¿Qué sucede?
—Nada, espero.
—Entonces…
Le palmeó la mano.
—Que no te entre el pánico, pero creo… bueno, en realidad estoy segura de que nuestro bebé quiere nacer.
—No, la fecha no es hasta dentro de cuatro semanas.
—Díselo a él —sugirió, palmeándose el vientre al sentir otra contracción.
dulce_myrifan- VBB PLATINO
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Re: Heridas en el Corazón
gracias por el capi saludos
nayelive- VBB PLATINO
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Re: Heridas en el Corazón
QUE BONITO, PARECE QUE EL BEBE YA QUIERE NACER, GRACIAS POR EL CAPÍTULO
mats310863- VBB PLATINO
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Re: Heridas en el Corazón
OOOOOO si ya viene el bebe Gracias niña y Muchas Felicidades otra vez y no que no acabe la novelita y bueno esperamos el de mañana con ancia Atte: Iliana
myrithalis- VBB PLATINO
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Re: Heridas en el Corazón
DULCINEAAAAAAAAAAAAAAAAAA
MUCHAS GRACIAS X EL CAP... HAY DIOS YA VIENE EL BEBE EN CAMINO
Eva_vbb- VBB DIAMANTE
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